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 Pedro Celestino Lou-Tsiang, un mandarín para Dios Indice de Revistas La soberanía popular - un optimismo sin fundamento.

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La conquista de las indias.

La minúscula del título es correcta, porque el artículo se refiere a las relaciones entre los conquistadores y las mujeres que se encontraron en la conquista, junto con las cuales, fruto de sus relaciones, dieron lugar a la "raza cósmica" que cantara el ensayista y el poeta.

Con la visita a cualquier ciudad de Hispanoamérica, sólo con ver los rostros de sus habitantes, se corrobora que este encuentro fue fecundo.

La epopeya de la conquista americana no ha tenido igual a través de los siglos, por lo cual su historia, bajo cualquier aspecto, es tan larga como apasionante aun en el campo en que nosotros la espigamos: el de las relaciones de los conquistadores con las indias sometidas. ¿Quién era el conquistador?, pregunta Miguel Antonio Caro, uno de los mayores talentos literarios de Colombia. ¿Eran todos los aventureros gente vulgar, criminal y vagabunda? Más bien pertenecían al tipo del caballero andante de siglos heroicos, contesta Prescott. «Era un mundo de ilusiones el que se abría a sus esperanzas, porque cualquiera que fuese la suerte que corriesen, lo que contaban al volver tenía tanto de novelesco que estimulaba más y más la ardiente imaginación de sus compatriotas y daba pasto a los sentimientos quiméricos de un siglo de caballería andante ... » No hay que olvidar que Gonzalo Fernández de Oviedo tradujo al castellano un libro de caballerías llamado Don Clarifalte. «La fiebre de la emigración fue general, y las principales ciudades de España llegaron a despoblarse. La noble ciudad de Sevilla llegó a padecer tal falta de habitantes, que parecía hubiese quedado exclusivamente en manos de las mujeres, según dice el embajador veneciano Navagero, en sus Viajes por España.»

La orden de que sentenciados e infames fuesen mandados a las Indias es de 1503, por los Reyes Católicos. Fue dada porque al entusiasmo de los primeros momentos siguió un profundo desengaño en la gente, la cual, ante las noticias del gobierno deplorable de los Colones y de que la realidad de las colonias de Indias era bien distinta de las fantásticas relaciones de don Cristóbal, no sintió ganas de embarcarse. Faltaron hombres voluntarios en las naos dispuestas a zarpar en Sevilla, y por tal razón los reyes se vieron obligados a adoptar esta medida. Fue derogada en tiempos posteriores. El generalizar, motejando a los conquistadores españoles de criminales desterrados de España, que encontraron en las Indias campo libre para realizar con completa impunidad toda clase de fecharías y desmanes, es faltar a la verdad histórica. En 1548 no se consiente ya «pasar a ninguno sin licencia esspresa del emperador a su Consejo, e que -no sean infames, ni sospechosos a la fe, ni padezcan otros defectos», según Fernández de Oviedo.

¿Era la crueldad el rasgo característico del conquistador? «Su valor estaba manchado por la crueldad... [pero] esta crueldad nacía del modo de cómo se entendía la religión en un siglo en que no hubo otra que la del cruzado.» Y en cuanto al valor de aquellos descubridores intrépidos, considérese que «la desproporción entre los combatientes era tan grande como aquella de que nos hablan los libros de caballería, en que la lanza de un buen caballero derribaba centenares de enemigos a cada bote. Los peligros que rodeaban al aventurero y las penalidades que tenía que soportar apenas eran inferiores a los que acosaban al caballero andante. El hambre, la sed, el cansancio, las emanaciones mortíferas de los terrenos cenagosos, con sus innumerables enjambres de venenosos insectos; el frío de la sierra, el sol calcinador de los trópicos: tales eran los enemigos del caballero andante que iba a buscar fortuna en el Nuevo Mundo. Era la novela realizada. La vida del aventurero español constituía un capítulo más, y no el menos extraordinario, en las crónicas de la caballería andante.» ¿Era la codicia su único móvil? «El oro era estímulo y recompensa, y al correr tras él su naturaleza inflexible pocas veces vacilaba ante los medios. Pero en los motivos que tenía para obrar se mezclaban de una manera extraña influencias mezquinas con las aspiraciones más nobles y lo temporal con lo espiritual.»

Otra de las notas características de la conquista española fue el afán en la conversión de los indios. Volvemos a citar a Prescott, por ser inglés y protestante, y por tanto testigo de monta. Dice:. «Los puritanos, con igual celo religioso, han hecho comparativamente menos por la conversión de los indios, contentándose, según parece, con haber adquirido el inestimable privilegio de adorar a Dios a su modo. Otros aventureros que han ocupado el Nuevo Mundo, no haciendo por si mismo gran caso a la religión, no se han mostrado muy solícitos por difundirla entre los salvajes. Pero los misioneros españoles, desde el principio hasta el fin, han mostrado profundo interés por el bienestar espiritual de los naturales. Bajo sus auspicios se levantaron magníficas iglesias, se fundaron escuelas para la instrucción elemental y se adoptaron todos los medios racionales para difundir el conocimiento de las verdades religiosas, al mismo tiempo que cada uno de los misioneros penetraba por remotas y casi inaccesibles regiones, o reunía sus neófitos indígenas en comunidades, como hizo el honrado Las Casas en Cumaná, o como hicieron los jesuitas en California y Paraguay. En todos los tiempos, el animoso eclesiástico español estaba pronto a levantar la voz contra la crueldad de los conquistadores y contra la avaricia no menos destructora de los colonos; y cuando sus reclamaciones eran inútiles, todavía se dedicaba a consolar al desdichado indio, a enseñarle a resignarse con su suerte y a iluminar su oscuro entendimiento con la revelación de una existencia más santa y más feliz. Al recorrer las páginas sangrientas de la historia colonial española, justo es, y al propio tiempo satisfactorio, observar que la misma nación de cuyo seno nació el endurecido conquistador envió asimismo al misionero para desempeñar la obra de beneficencia y difundir la luz de la civilización cristiana en las regiones más apartadas del Nuevo Mundo.»

Y queda el tercer aspecto de la conquista, a su vez causado por una tercera faceta del carácter español. Si la primera tiene su representación en Don Quijote y Sancho; si la segunda en San Ignacio y San Luis Bertrán; la tercera la tiene en Don Juan. El primero ama a la dueña ideal de sus pensamientos; los segundos, a la Virgen; el tercero se declara rebelde ante la sociedad y ante Dios y personifica la exaltación de los instintos. Don Juan viaja, conquista mujeres y tierras, es errabundo y cosmopolita, cada aventura tiene lugar en un punto dado, y deja una estela de lágrimas y sangre tras si. Don Juan en América tiene representantes históricos magníficos en su vida y a la hora de la conversión, como son don César Tavera en México y el virrey Solís en Nueva Granada. El temperamento tenorio español hizo que no sólo se conquistaran reinos y pueblos, sino también mujeres indias, de las que habían de nacer desde los primeros tiempos de la invasión oleadas de mestizos que habían de transformar el cuadro demográfico racial del Nuevo Mundo. Y si no veamos cómo no perdieron el tiempo ni las tropas de Cortés, ni las de Jiménez de Quesada, ni las de Pizarro, ni tantos otros conquistadores de nuevos reinos de Indias.

No habían aún empezado la conquista del Anahuac, cuando Hernán Cortés recibió de los caciques de Tabasco, según cuenta Bernal Díaz del Castillo, además de mantas y de objetos de oro, «veinte mujeres, y entre ellas una muy excelente mujer que se dijo doña Marina». Cortés aceptó el obsequio, y pocos días después el padre Olmedo las bautizó, después de haberlas predicado con ayuda de un intérprete «muchas buenas cosas de nuestra santa fe». Entonces Cortés repartió estas primeras cristianas de la Nueva España entre sus capitanes, y a doña Marina, «como era de buen parecer y entremetida y desenvuelta, dio a Alonso Hernández Puertocarrero que... era muy buen caballero, primo del conde de Medellín; y desque fue a Castilla el Puertocarrero, estuvo la doña Marina con Cortés e d'ella hubo un hijo, que se dijo Martín Cortés, que andando el tiempo fue comendador de Santiago». Doña Marina, que era, según Camargo, hermosa como diosa, era hija de los caciques de Painala, a ocho leguas de la villa de Guacaluco. Huérfana de padre, la madre casó con otro cacique y tuvieron un hijo, el que deseaban que fuese el heredero. Con este fin dieron la niña a unos indios de Xicalango y dijeron que era muerta, haciendo pasar como su cadáver el de la hija de una esclava. Doña Marina fue la amante de Cortés, su fiel consejera y su intérprete. Andando los años, en 1523, volvió a su pueblo con Cortés; estando allí «vino la madre, y su hija, y el hermano, y conocieron que claramente era su hija porque se le parecía mucho. Tuvieron miedo d'ella, que creyeron que los enviaba a llamar para ´matarlos, y lloraban, y así que los vido llorar la doña Marina, los consoló y dijo que no hubiesen miedo, que cuando la trapusieron con los de Xicalango que no supieron lo que hacían y se lo perdonaba... y que Dios le habla hecho mucha merced en quitarla de adorar ídolos agora y ser cristiana, y tener un hijo de su amo y señor Cortés, y ser casada con un caballero como era su marido, Juan Jaxamillo». No hay necesidad de insistir en la importancia que tuvo doña Marina en la conquista de México.

El mismo hecho tuvo lugar en otras ciudades, con curiosas variantes. En Cempoal, los indios dijeron a Cortés que «puesto éramos ya amigos -seguimos fielmente a Bérnal Diaz del Castillo-, que nos quieren tener como hermanos, que será bien tomásemos de sus hijas y parientas para hacer generación; y para que más fijas sean las amistades trujeron ocho indias, hijas todas de caciques, y dieron a Cortés una de aquellas cacicas, y era sobrina del mismo cacique gordo, y otra dieron a Alonso Hernández Puertocarrero, y era hija de otro gran cacique que se decía Cuesco en su lengua; y traíanlas vestidas a todas ocho con ricas camisas de la tierra y bien ataviadas a su usanza, y cada una de ellas un collar de oro al cuello, y en las orejas cercillos de oro, y venían acompañadas de otras indias para se servir d'ellas. Cuando el cacique gordo las presentó, dijo a Cortés: "Tecle (que quiere decir en su lengua señor), estas siete mujeres son para los capitanes que tienes, y ésta, que es mi sobrina, las para ti, que es señora de pueblos y vasallos. " Cortés las recibió con alegre semblante y les dijo que se lo tenían en merced; mas para tomallas... hay necesidad que no tengan aquellos ídolos en que creen y adoran.... que no les sacrifiquen... y que habían de ser limpios de sodomías, porque tenían muchachos vestidos con hábitos de mujeres que andaban a ganar en aquel maldito oficio». Gómara, en cambio, escribe que «Cortés recibió el don con mucho contentamiento, por no enojar al dador.» De todos modos, días después se celebró una misa, en la cual se bautizaron a las ocho indias. «Se llamó a la sobrina del cacique gordo doña Catalina, y era muy fea; aquélla dieron a Cortés por la mano, y la recibió con buen semblante; a la hija de Cuesco, que era un gran cacique, se puso por nombre doña Francisca; ésta era muy hermosa para ser india y la dio Cortés a Alonso Hernández Puertocarrero; las otras seis ya no se me acuerda el nombre de todas, más sí que Cortés las repartió entre los soldados.»

La paz con los caciques de Tlaxcala, Maseescassi y Xicotenga se selló de la misma forma. «Otro día vinieron los mismos caciques viejos y trujeron cinco indias hermosas, doncellas y mozas, y para ser indias eran de buen parecer y bien ataviadas y traían para cada india otra moza para su servicio, y todas eran hijas de caciques, y dijo Xicotenga a Cortés: Malinche, ésta es mi hija, y no ha sido casada, que es doncella; tomadla para vos; la cual le dio la mano, y las demás que las diese a los capitanes.» Ixtlililxochilt dice que le dio sus dos hijas, Tecuiloatzin, que después recibió el nombre de doña Luisa, y Tolquequetzaltzin. Cortés siguió la misma política: antes de aceptarlas hizo derribar los ídolos, plantar una cruz y hacer decir una misa, en la que se bautizaron aquellas cacicas. Según Diaz del Castillo, «se puso por nombre a la hija del Xicotenga doña Luisa, y Cortés la tomó por la mano y, la dio a Pedro de Alvarado, y dijo a Xicotenga que aquél la daba era su hermano y su capitán y que lo hubiese por bien, porque sería dél muy bien tratada... ; y a la hija o sobrina de Xaseescassi se puso por nombre doña Elvira, y era muy hermosa y paréceme que la dio a Juan Velázquez de León; y a las demás se pusieron nombres de pila, y todas con dones, y Cortés las dio a Cristóbal de Olí, Gonzalo de Sandoval y Alonso de Ávila».

De doña Luisa tuvo Pedro de Alvarado «siendo soltero» un hijo llamado don Pedro y una hija llamada doña Leonor, de la que escribía el mestizo Garcilaso de la Vega que fue mujer de «don Francisco de la Cueva, buen caballero, primo del duque de Alburquerque, e ha habido en ella cuatro o cinco hijos muy buenos caballeros; y aquesta señora doña Leonor es tan excelente señora, en fin, como hija de tal padre, que fue comendador de Santiago, adelantado y gobernador de Guatemala, y que es el que fue al Perú con gran armada, y por parte del Xicotenga, gran señor de Tlaxcala».

En este plan siguió Cortés su conquista por México. Cuando llegó a la capital, Moctezuma le hizo un presente de oro, plata, mantas o indias, según Oviedo, y después se informó por los intérpretes de las necesidades y de la calidad de cada uno de los españoles, y los hizo proveer de todo, «assí como de mujeres de servicio como de cama». Pero todavía debía de haber guerreros a los que faltara compañía, pues es significativo lo que cuenta Bernal Díaz del Castillo de sí mismo. Entonces Moctezuma era ya prisionero. Ello es lo que sigue. «Y como en aquel tiempo era yo mancebo, y siempre estaba en su guarda o pasaba delante dél, con muy grande acato le quitaba mi bonete de armas, y aún le había dicho el paje Ortegui que le quería demandar a Montezuma que me hiciese merced de una india hermosa, y como lo supo el Montezuma, me mandó llamar y me dijo: Bernal Díaz del Castillo, hánme dicho que tenéis motolinea (pobreza) de oro y ropa, y yo os mandaré dar hoy una buena moza; tratadla muy bien, que es hija de hombre principal, y también os darán oro y mantas ... » Añade: «Y entonces alcanzamos a saber que las muchas mujeres que tenía por amigas casaba de ellas con sus capitanes o personas principales muy privados, y aun de ellas dio a nuestros soldados, y la que me dio a mí era una señora de ellas, que se dijo doña Francisca.»

El mismo Moctezuma un buen día le dijo a Cortés también. «Mira Malinche, que tanto os amo que os quiero dar a una hija mía muy hermosa para que os caséis con ella y que la tengáis por legítima mujer.» Cortés, como buen caballero, le manifestó que estaba casado, y que como cristiano no podía tener más que una mujer legítima; pero diplomáticamente aceptó el ofrecimiento y le dijo «que él la tendría en aquel grado que hija de tan gran señor merece». Pero antes de nada hizo que la purificaran las aguas del bautismo.

Una vez que surgió la guerra con los aztecas las circunstancias variaron, puesto que entonces los conquistadores podían hacer a las indias esclavas, marcarlas en la frente y venderlas. Pero las que eran atractivas las escamoteaban y las hacían pasar por naborías o indias de servicio. Fray Bernardino de Sahagún describe que en la toma de México los españoles no sólo buscaban el oro, sino también «las mujeres mozas hermosas... ; las mujeres bonitas, las de color moreno claro». Para escaparse, éstas «se untaban [el rostro] de barro y envolvían las caderas con un sarape viejo destrozado, se ponían un trapo viejo como camisa sobre el busto y se vestían con meros trapos vicios».

Bernal Diaz del Castillo trata de las trampas de los soldados y las indias. Los primeros, descontentos y escarmentados porque en los repartos de Tepeaca, Cachila, Tecamachaleo y Tezcoco, los capitanes escamoteaban las indias mejores y sólo les daban las viejas y ruines, cuando «tomábamos -dice- algunas buenas indias, porque no nos las tomasen como las pasadas, las escondíamos y no las llevábamos a herrar, y decíamos que se habían huido; ... y muchas se quedaban en nuestros aposentos y decíamos que eran naborías que habían venido en paz de los pueblos comarcanos y de Tlaxeala».

Las indias también inventaron sus trampas. Bernal Diaz nos dice «que como había dos o tres meses pasados que algunas de las esclavas que estaban en nuestra compañia, y en todo el real conocían a los soldados cuál era bueno, cuál era malo, y trataba bien a las indias naborías que tenía y cuál las trataba mal, y tenían fama de caballeros y de otra manera, cuando las vendían en almoneda, si las sacaban algunos soldados que las tales indias o indios no les contentaban o las habían tratado mal, de presto se desaparecían, que.no las veían más y preguntar por ella era por demás y, en fin, todo se quedaba por deuda en los libros del rey».

En la lista de los conquistadores de México presentada por Orozco y Berra figuran entre los que vinieron con Cortés ocho mujeres, aparte de doña Marina, y cuatro entre los acompañantes de Pánfilo Narváez; pero, sin embargo, en la lista de varones se da noticia de hombres casados con mujeres que no figuran en la lista. Así sucede con el ballestero Juan Barro, primer marido de doña Leonor de Solís; con Alonso Rodríguez, sin que se diga quién era su esposa; con Lorenzo Suárez, portugués, llamado el viejo, que mató a su mujer y murió fraile; con Juan Tirado, marido de Andrea Ramírez; con Antonio de Villarreal, casado con Isabel de Ojeda, y con Villafuerte, esposo de una parienta de la primera esposa de Hernán Cortés.

En la lista de los conquistadores llegados al Anahuac con Narváez figura en idénticas condiciones Baltasar Bermúdez, casado con doña Iseo Velázquez de Cuéllar.

No aparecen casadas en las listas Elvira Hernández, Beatriz Hernández, que era hija de la anterior; Isabel Rodrigo, María Vera ni Juana Martín, fuese por olvido de los cronistas o porque hubiesen ido de aventureras. La primera, según un memorial publicado por Dorantes de Carranza, fue esposa de Tomás de Rijoles.

Las mujeres ciertamente casadas de la lista primera citada son: Beatriz o Elvira Hernández, casada con Tomás Ecijoles o Rijoles, intérprete e italiano; Francisca Ordaz, esposa de Juan González de León; Catalina Márquez, llamada "la Bermuda», desposada con el herrero Hernán Martín; Beatriz Ordaz, mujer del herrero Alonso Hernando, que, según noticias de Panés, «fue natural del condado de Niebla, y al cual lo quemaron en 1538 por judaizante en México, en cuya catedral está su sambenito». Las de la segunda, o sea las que vinieron con Narváez, son: Beatriz Palacios, parda, casada con Pedro Escobar; Beatriz Bermúdez de Velasco, esposa de Francisco Olmos, y María Estrada, mujer de Pedro Sánchez Farfán, con quien pobló Toluca.

Bernal Díaz del Castillo cita entre los conquistadores casados a Pedro de Guzmán, que lo estaba con una valenciana; Maldonado de la Veracruz, esposo de María del Rincón; Ginovés, marido de una portuguesa vieja; Tarfa, casado con Catalina Muñoz; Aparicio Martín, casado con "la Medina"; Martín, soldado, que se casó en Veracruz; Pedro de Palma, primer marido de Elvira López "la Larga". En tan pocos matrimonios hubo verdaderos dramas pasionales. A Yáñez, mientras fue a la expedición de Las Higueras, la mujer se le casó con otro. Escobar, que parece que vino casado, murió ahorcado, por revoltoso y por haber forzado a una mujer casada.

Pronto los conquistadores trajeron de España a sus mujeres e hijos. Muchas de las principales familias de México descienden del comendador de Santiago don Leonel de Cervantes, que estuvo en la conquista con Cortés, y que después de su estancia en España regresó a México con sus seis hijas, que casó luego ventajosamente. Éstas fueron: doña Isabel de Lara, que casó con el capitán don Alonso Aguilar y Córdoba; doña Ana Cervantes, que contrajo matrimonio con el alférez real Alonso de Villanueva; doña Catalina, con el capitán Juan de Villaseñor Orozco; doña Beatriz Andrada, con don Francisco Velasco, caballero de Santiago; doña María, con el capitán Pedro de Ircio, y doña María de Lara, con el factor Juan Cervantes Casans. También vinieron de España Francisco de Orduña con seis hijas y un hijo; cinco de ellas casaron con conquistadores y le dieron 41 nietos. Inés de Sigüenza, esposa del médico licenciado Gamboa, trajo también a Nueva España seis hijas doncellas.

La forma más corriente de unión de los españoles y las indias aztecas fue el concubinato, las más de las veces fecundo. El caso más célebre fue el del marinero Álvaro, que en obra de tres años tuvo treinta hijos de las indias; lo mataron los indígenas en Las Higueras, que si no, Dios sabe los que hubiera tenido.

Casi todos los conquistadores tuvieron hijos naturales mestizos. Hernán Cortés, que estuvo casado dos veces, tuvo a Martín, hijo de doña Marina; a doña Catalina, hija de Leonor Pizarro, india de Cuba; doña Leonor y doña María, hijas de las indias nobles que le regalaron los caciques. Los dos primeros fueron legitimados por el papa Clemente VII y el varón recibió el hábito de Santiago. Los compañeros siguieron el ejemplo, como sucedió con Alonso Guisado, que tuvo un hijo y una hija naturales; Pedro de Carranza, dos mestizos; García del Pilar, Hernando de Lorita, Alonso Mateos y Antonio Anguiano, una hija cada uno; Diego Muííoz, dos hijos mestizos; Díaz del Castillo, un hijo; Francisco Granados, que dejó muchos hijos e hijas mestizos y pobres, etc.

Algunos conquistadores se casaron con princesas indias y con hijas de caciques. Doña Isabel, hija de Moctezuma y viuda de Guatemozín, se casó en primeras nupcias con Pedro Gallego de Andrada y en segundas con Juan Cano; del primero tuvo por lo menos un hijo, que fue el origen de los Andrada-Moctezuma; y del segundo, cuatro varones y dos hembras, que fundaron la casa de los Cano-Moctezuma. Citaremos algunos nombres: Sebastián de Moscoso casó con una india principal y tuvo dos hijas y un hijo; Pedro Moreno de Nájera casó con la india Leonor y tuvo cuatro hijos y una hija; Melchor de Villacorta casó con Isabel, india principal de Tlaxeala, y tuvo dos hijas, etc.

Es frecuente el que los conquistadores tuvieran además de sus descendientes legítimos otros ilegítimos, naturales o bastardos. Así sucede con Juan Ortiz de Zúñiga, con cuatro legítimos y tres ilegítimos; con Juan Pérez de Herrera, que tuvo diez y cuatro; con Gonzalo Hernández de Mosquera, cinco y ocho; con Diego de Porras, cuatro y tres; Alonso Hidalgo, siete y muchos; Serván Bejarano, ocho y dos; Juan Sánchez Galindo, cuatro y tres; Juan de Ledesma, siete y tres; Pero Franco seis y uno; Francisco Portillo, cinco y otros; Pero Núñez, cinco y tres; Bartolomé de Celi, siete y cuatro, etc.

Esta primera generación de mestizos llegó a preocupar al rey y a los virreyes. El primero despachó el 3 de octubre de 1533 una cédula que dice lo que sigue: «He sido informado que en toda esa tierra hay mucha cantidad de hijos de españoles que han habido de indias, los cuales andan perdidos entre los indios, e muchos dellos, por mal recaudo, se mueren y los sacrifican, de que Nuestro Señor sea deservido; e que para evitar lo susodicho e otros daños y malos recaudos que de andar ansí perdidos podría recrescer, me fue suplicado mandase que fuesen recogidos en un lugar que para ello fuese señalado, adonde se curasen o fuesen mantenidos ellos y sus madres; e queriendo proveer en el remedio de lo susodicho, visto en el nuestro Consejo de Indias fue acordado que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos; por ende, yo vos mando que luego que ésta recibáis procuréis cómo los hijos de españoles que hubiesen habido en indias e anduvieren fuera de su poder en esa tierra entre los indios della, se recojan y alberguen todos en esa dicha ciudad y en los otros pueblos de españoles cristianos que os parecieren, e ansí recogidos los que dellos vos constaren que tuvieren padre y que tienen hacienda o aparejo para los poder sustentar, hagáis como luego los tomen en su poder e los sustenten de lo necesario; e a los que no tuvieren padres, los que dellos fueren de edad los hagáis poner a oficios para que lo aprendan, e a los que no lo fueren encargarlos heis a las personas que tuvieren encomienda de indios, dando a cada uno el suyo para que los tengan y mantengan hasta tanto que sean de edad y que puedan aprender oficio y hacer de sí lo que quisiere, encargándoles que los traten bien.»

En cumplimiento. con la voluntad del Monarca se fundó en 1557 un colegio para recoger a los niños mestizos pobres, y en fecha posterior un colegio de niñas mestizas.

Como los mestizos y los indios eran en 1553 más numerosos que los blancos, se justifica la preocupación del primer virrey, don Luis de Velasco, de que se rebelaran. El virrey Enríquez, en carta dirigida a Felipe 11, de 9 de enero de 1574, dice así: «Sola una cosa va cada día poniéndose en peor estado, y si Dios y vuestra majestad no lo remedian, temo que venga a ser la perdición desta tierra, y es el crecimiento grande en que van los mulatos, que de los mestizos no hago tanto caudal, aunque hay muchos entre ellos de ruin vivienda y de ruines costumbres, mas al fin son hijos de españoles y todos se crían con sus padres, que, como pasen de cuatro o cinco años, salen de poder de las indias y siempre han de seguir el bando de los españoles, como la parte de que ellos más se honran.»

En la conquista de Santa Marta y del Nuevo Reino de Granada, las mujeres indias se relacionaron estrechamente con los españoles desde el primer momento.

Las mujeres de Santa Marta las describe Oviedo «de color algo más claro que loros ... ; las bragas que ellas traen son como las de la gobernación de Venezuela ... ; bragas sueltas de algodón que ninguna cosa encubren, aunque las tengan, por poco viento que haya».

En Santa María, cuando Pedrarías Dávila tomó puerto, apresan los castellanos a nueve o diez indias, una de las cuales era una cacica. Oviedo dice de ella que «era hermosa, porque en verdad parecía mujer de Castilla por su blancura, y en su manera y gravedad era para admirar, viéndola desnuda, sin risa ni liviandad, sino con semblante austero, pero honesto, puesto que no podía aver de diez y seys a diez y siete años adelante». Dicha india murió de coraje de ser presa.

El gobernador Rodrigo de Bastidas firmó las capitulaciones para poblar Santa Marta en 1524. Una de las condiciones era que la ciudad, a los dos años, había de tener por lo menos cincuenta vecinos, de ellos quince por lo menos con sus esposas. Por esta razón, como buen poblador que era, según Oviedo, envió por su mujer e hijos a Sevilla. Con García de Lerma llegaron veinticinco portugueses casados con sus mujeres y familia.

La otra puerta de entrada para el descubrimiento y conquista de Colombia fue Cartagena de Indias, la cual fundó don Pedro de Heredia. Desde el primer momento ayudó a éste una india lenguaraz, nacida en Cartagena misma, que fue hecha cautiva y que después de mil azares fue a parar a manos del jefe español. Ella servía de intérprete, convence a los caciques y ataba alianzas.

Las relaciones de las indias con los españoles fueron hechas del mismo modo que en otras partes. Castellanos nos habla de que eran hermosas las indias de Cartagena de Cipacua, gallardas y honestas las cenúes, agraciadas las buritacas, etc. Todas ellas iban desnudas, con un simple delantal en todo caso. Muy significativo es el siguiente episodio que describe Castellanos en malos versos.

En Cipacúa recibieron a los castellanos con ricos presentes de oro y gran cantidad de víveres llevados por cuatrocientas viejas. Más tarde, según Castellanos:

«Vinieron a los ranchos después desto
sobre cien mozas bien encaconadas,
cada cual dellas de gracioso gesto,
en todos miembros bien proporcionadas,
pero todas en traje deshonesto.
Porque sus cueros eran las delgadas y las partes impuras al oreo con un bestial y rústico rodeo.

No vírgenes vestales, sino dueñas,
ensimismo ningunas conyugadas
pero solteras todas y risueñas.

Traían por los cuellos y muñecas
cuentas de oro y otros ornamentos,
de chaquiras compuestas o sus ruecas
labradas con mil primos instrumentos.

Pero los españoles eran:
hombrazos de valor y de prudencia
y que sabían do menester era
vivir con vigilancia y advertencia,
no queriendo por bajas aficiones
cobrar con indios malas opiniones.»


Por esta razón se llamó a Tubará el valle de las Hermosas.

Entre los caribes del centro del valle del Magdalena no fue grato el mestizaje. El obispo Piedrahíta escribe sobre ellos, o sea pijaos, natagalmas, coyaimas y panches, que «son celosos en tanto grado que no se hallará en sus pueblos mestizo que sea hijo de español y de india de su nación, porque temerosas las madres de la condición de estos indios, si acaso por flaqueza han tenido ayuntamiento con algún hombre blanco se van a parir a los rías (costumbre usada en ellas), y si por el color de la criatura reconocen que tiene mezcla, la ahogan para que también lo quede su delito».

Indias de Santa María acompañaron a los soldados de Jiménez de Quesada en su osada marcha por él valle del Magdalena y en su trepada por la cordillera, en demanda de las sabanas de Cundinamarca, puesto que Castellanos las cita como intérpretes. Un verdadero problema era entender la lengua de los muiscas, por lo que los españoles procuraron aprenderla, pero mayormente las indias que escaparon de las que trajeron de la costa y con facilidad comprendieron los términos del bárbaro lenguaje.

Una india del valle de Opón prestó a los castellanos un buen servicio, según el padre Aguado, bien porque estaba a mal con el cacique, o por mala fe, o porque con más amor que las otras se aficionó a los españoles, pues les indicó dónde podían prender a su cacique, que estaba celebrando sus bodas con una nueva mujer, hecho que les vino muy bien para reponer sus fuerzas. Como el dicho cacique quiso meterlos en una emboscada, la india lo denunció a los españoles, quienes ,sanos y salvos pudieron llegar al valle del Alférez, antesala del reino de los muiscas.

En la conquista de éste las mujeres ayudaron a los españoles como intérpretes o en otros menesteres. Dice sobre ellas Castellanos:

«No se extrañaban de la gente nueva,
pues voluntariamente les servían.
Muchas que, como todas, comúnmente
amicísimas son de novedades
y no pocas salaces y lascivas.»


Las zalamería de las indias moscas empezaron desde que los españoles llegaron a la sabana. A los soldados les picaron las nigüas y no podían andar, «hasta que -según refiere el padre Simón- algunas de las indias que allí hubieron a las manos y otras que llevaban de servicio se las sacaron con los topos ... »; las primeras, medio de fuerza, medio de grado, siguieron al servicio de los soldados. Las hubo que se vengaron de esta servidumbre, pues, según Fernández Oviedo, les echaron en la comida a los españoles una hierba llamada tectec, con la que se enloquecían, y «desde que estaban locos íbanse ellas esa noche a su salvo, porque como quedaban sus amos sin seso, no sabían ni podían impedir su fuga». Tal hierba era el borrachera (Datura arbore, y D. sanguínea).

En el Nuevo Reino de Granada, escribe el obispo Piedrahíta que «así hombres como mujeres, por la mayor parte, [son] de hermosos rostros y buena disposición, singularmente en Diutama, Tota y Sogamoso, en jurisdicción de Tunja, y en Guane y Chanchón, de la provincia de Vélez, donde las mujeres son hermosísimas y de buena disposición». De las mujeres guanes dice por otra parte el P. Simón que eran «más amorosas con los españoles de lo que fuera menester». No menos las celebra el P. Castellanos al decir que «eran a las demás aventajadas en la disposición y hermosura, aire, donaire, gracia y atavío».

En más de una ocasión ampararon a los castellanos o denunciaron a éstos los manejos de los indios.

Un episodio de la conquista de Nueva Granada que se relaciona con lo primero es el del capitán gaditano Lázaro Fonte. Éste fue uno de los que marchaban en la vanguardia en aquella memorable marcha desde el río Magdalena hasta la sabana de Bogotá. Era como tantos otros; valiente, atrevido y un poco fanfarrón, como se deduce del desafío que tuvo con un indio respecto a ver quién corría más, si éste a pie o él a caballo. Naturalmente, aunque le dio ventaja lo alcanzó, y para humillarlo lo tomó por los cabellos y lo arrastró un rato. El padre Zamora discrepa de Castellanos, que relata así el hecho, y lo convierte en un combate singular, pero añade este dato significativo, que Jiménez de Quesada, «que no quiso bien al héroe», parafraseara el hecho en su Compendio Historial y lo convirtiera en un simple juego.

Lo cierto es que cuando Quesada fundó Bogotá y emprendió la marcha a Cartagena volvió a los pocos días sobre sus pasos, porque malas lenguas le habían porfiado que Lázaro Fonte había jurado que lo denunciaría a la justicia por llevarse una cantidad de esmeraldas de la que no se había deducido el quinto real. El hecho es que utilizando el general una denuncia de un soldado de que Fante había negociado una esmeralda de gran precio, lo cual estaba prohibido, se le siguió causa y se le condenó a ser decapitado.

El reo apeló al rey, y el juez negó la apelación; pero como la sentencia había causado pésimo efecto entre sus compañeros, se reunieron los capitanes y caballeros con Jiménez de Quesada y le rogaron que lo perdonara y «que supiera vencerse a sí mismo quien tan gloriosa mente había triunfado de las más bárbaras naciones».

Muy remolón, el general conmutó a Fonte la pena de muerte por la de destierro e insistió en que éste sería en el sitio que se le indicara. La alegría de sus amigos se vio turbada cuando supieron que el lugar a donde debía marchar Fonte era la provincia de los panches, «nación fiera y detestable», de bárbaros caníbales, lo cual era condenarlo a una muerte más horrible que el cadalso; después de mucho pedir consiguieron que se le asignase como prisión el pueblo de Pasea, a siete leguas de Santa Fe, poblado por indios muiscas, enemigos de los españoles y muy guerreros y valientes.

Allí llevaron a Lázaro Fonte veinticinco soldados y lo dejaron no sin pena abandonado, con grillos y sin armas, con la sola compañía de una india de Bogotá llamada, según una única referencia, Zoratama, «la cual la tenía a su servicio y le habla cobrado amor, en la cual, después de Dios, estuvo su buena suerte, pues, por ella le salvó la vida». Pasó la noche el pobre capitán sin más consuelo que el que con sus bárbaras y mal contadas razones le daba la india, la cual, añade el padre Simón, uno de los cronistas del suceso, «luego que amaneció, que se pudo presumir que vendrían los indios a sus casas por haber sabido que se habían ido de ellas los españoles, se vistió lo mejor que pudo a la usanza que se vestían las cacicas y señoras principales de su tierra [de] Muequetá, que estaba de allí a nueve leguas; llenóse de sus estimadas sartas de cuentas el cuello y muñecas de las manos, que con esto y el buen cuerpo y parecer natural que tenía le pareció también el aficionar sus razones al cacique [de] Pasea para mitigar la fiereza de su ánimo, que temía tener contra su amo».

La belleza de la india, la gracia y el donaire con que expresaba sus ideas, la elocuencia en la defensa y el apasionado elogio del capitán hizo que los indios bajaran al pueblo y consideraran como amigo al afligido capitán, el cual, pasados treinta días, fue quien avisó a Quesada de que hablan pasado los páramos nuevas tropas españolas procedentes de los Llanos, consiguiendo así su perdón.

Las crónicas nada nos dicen de la suerte de la india. El capitán, después de muchas aventuras en Nueva Granada y Perú, contrajo matrimonio en Quito con doña Juana de Bonilla, hija legítima del gobernador Rodrigo Núñez de Bonilla, de quien tuvo varios hijos.

Respecto a las denuncias de manejos de los indios por las mujeres indígenas bastará citar la que fue descubierta por la denuncia de una india ladina, natural de Duitama, a su amo y señor el capitán Maldonado, de que los indios de la provincia de Tunja tenían determinado rebelarse contra los españoles. Hecha la información se halló ser verdad la conspiración, la cual se castigó severamente.

Con Benalcázar, que llegó a Bogotá desde Quito buscando el Dorado, vinieron al Nuevo Reino buen número de indios de la región por él gobernada. A Hernán Pérez de Quesada, cuando gobernó la ciudad, como era, según Castellanos, «no poco sensual y derramado», la gente de Benalcázar, o peruleros, procuran lograr sus favores enviándole aquellas indias «de que venían todos proveídos, pues, había soldado que traía ciento y cincuenta piezas de servicio entre machos y hembras amorosas, las cuales regalaban a sus amos en cama y en otros ministerios; y de las más lustrosas le enviaban, so color de llevar algún mensaje, o con alguna buena golosina de buñuelos, hojuelas o pasteles, de que ellas eran grandes oficialas. Y aún hubo un portugués que cuando una criada suya, dicha Ñusta, iba, a los de su cuartel dixo fisgando: "Allá va mina Ñusta; praxa a Deus aproveite a seu amo su traballo."»

Las primeras mujeres que llegaron al Nuevo Reino de Granada vinieron con la expedición de Jerónimo de Lebrón en 1540. Castellanos dice fue la primera semilla de raza blanca que ha fructificado igual que el trigo y la cebada que llevaron por vez primera en esa expedición.

Tanto Castellanos como el padre Simón sólo citan el nombre de dos: «Isabel Romero, que venía allí con su marido, Francisco Lorenzo, vecino antiguo de Santa Marta», y una hija llamada doña María, a la que dio a luz en el río Magdalena y que fue la primera criolla. Páginas después (II, 375) refiere que en Sompallón tuvo lugar el rapto de una mujer española por los indios; era mujer de Francisco Enrique, vecino de Santa Marta, a la cual había despachado su marido a un repartimiento de indios que tenía en la provincia de Tamalameque. Por lo tanto queda aclarado el que ésta, y no otra, la española que varios autores citan que viajaba para Bogotá con Lebrón y que fue robada por los indios.

Otros autores añaden a Leonor Jiménez, mujer que fue de Alfonso Díaz; a Catalina de Quintanilla, que casó con Francisco Gómez de Feria, y Eloísa Gutiérrez, que casó con Juan Montalvo, la cual fue la primera que molió harina e hizo pan en Santa Fe de Bogotá. Todavía otros autores añaden a una tal María Díaz. Como el historiador colombiano afirma que los primeros matrimonios que se celebraron en Santa Fe fueron los de Catalina de Quintanilla y de Isabel Romero, se llega a dudar de si ésta iría de manceba de Francisco Lorenzo.

En la expedición de Alonso Luis de Lugo y en la de Lope Díez Auxde Armendáriz entraron más mujeres. El último, según Piedrahíta, vino en compañía de tantas «que se le siguió mucho descrédito». De Armendáriz se cuenta de que en Cartagena de Indias se salía disfrazado por la noche en busca de conquistas, por lo que los vecinos no dejaban solas a sus mujeres para que no abusara de ellas el licenciado. Cuentan que tuvo amores con doña Ana, la mujer de Sebastián de Heredia; con la Sotomayor, mujer de Alcocer, que era amiga de Pedro de Ursúa; con la Pimentela, Lucía Álvarez... A Catalina López le puso la mano cuando fue a pedirle la libertad de su marido; entraba en la casa de la gente que estaba de vigilancia por la noche, como le sucedió a Escalante, que encontró juntos a su mujer y al licenciado. En Bogotá fue más juicioso, pero esta ciudad no era excepción respecto a otras de la colonia. Tiene el padre Aguado un curioso capítulo que se titula así.- «En el cual se escribe la disolución que en este Reyno hay entre los españoles de vivir tan lujuriosamente y el poco remedio que en ello pone la justicia, y las desastrosas muertes que han sufrido algunas personas que de esta suerte han vivido», por lo cual es lástima que esté mutilado en el manuscrito. Pero el principio es bueno: «Es tan grande la disolución que en algunas partes hay entre españoles de vivir lujuriosa y carnalmente, que verdaderamente me pone espanto y admiración; y ponen en este desorden tan poco remedio los jueces y justicias que... jamás he visto que sobre este caso se haya hecho ningún castigo por la justicia, ni aún siquiera imponer terror a los muchachos que nueva y libremente crían, de los cuales pocos hay que no se precian de tener una, dos y tres mancebas indias o mestizas, y eso no muy cautamente, porque todas o las más, en son de criadas que tienen en sus casas, sujetas a su apetito y voluntad.»


Entre los conquistadores del Nuevo Reino de Granada que tuvieron hijos naturales con las indias figuran: el capitán Juan Tafur, que tuvo una hija natural que casó con Luis de Ávila; Juan de Ortega el bueno, que tuvo un hijo natural; el capitán Juan Fuertes estuvo casado con la Palla y tuvo hijos; Nicolás de Troya tuvo una hija natural, etc. Pero en general fueron pocos.

Otros conquistadores fueron también muy prolíficos, como el capitán Hernando Villegas, que casó con doña Juana Ponce de León, de la que tuvo ocho hijos legítimos y por lo menos un hijo natural, que mató al capitán Gonzalo Zorro en unos juegos de cañas.

Quedaría este artículo incompleto si no dedicáramos unas líneas a la fracasada conquista alemana de Venezuela. Sería un olvido imperdonable, puesto que hay ... (prefiero no calificar) quienes se preguntan cuál hubiera sido la suerte de América si la hubieran descubierto y colonizado los pueblos anglosajones. Y como de la intervención de éstos en el Nuevo Mundo tenemos un bonito ejemplo, bien merece la pena de dedicarle algunas páginas.

La historia comienza con los apuros económicos de Carlos I de España, quien obtuvo grandes créditos de las dos firmas bancarias de su tiempo, los Fugger y los Welser, para comprar las voluntades de los electores alemanes en la sucesión del imperio. La corona de emperador de Alemania le costó 851.666 ducados, con lo cual quedan empeñadas las rentas de la cruzada y del maestrazgo de las órdenes militares, las minas de mercurio de Almadén, " de plata de Guadalcanal y todos, o casi todos, los grandes negocios y rentas de la corona de España. Entre otros, América. Pronto consiguen los Welser o los Belzares la gobernación de Venezuela, a donde se dirigieron, desde Santo Domingo, sus agentes Ambrosio Ehinger, que los cronistas llamaron Alfinger, y Jerónimo Sayler.

Años antes, Juan de Ampiés había fundado Coro, colonia pobre y mal comida, donde vivían incluso cinco o seis hombres casados con sus mujeres. El cacique se ha hecho cristiano. Se vive en paz con los naturales. Las indias no estaban mal, pues, según el cura Castellanos:

«Son mujeres de tanta hermosura
que se pueden mirar por maravilla;
trigueñas, altas, bien proporcionadas;
en habla y en meneos agraciadas.»


Micer Ambrosio dispone la primera salida a la laguna de Maracaibo, donde funda la ciudad de este nombre, en la que deja las «mujeres casadas y criaturas y otros géneros de carruajes que en semejantes jornadas causan estorbo y embarazo». Sus correrías no dan resultado; el oro es tan escaso como las simpatías de los soldados españoles. Éstos, según Oviedo Baños, «entendieron que lo que trabajaban había de ser para gente extranjera y que la peor parte había de ser y era para ellos; jamás pretendan poblar, ni hacer ningún beneficio en los pueblos y naturales que topaban, mas todo lo procuraban destruir y arruinar a fin de que aquellos señores extranjeros ni gozasen de lo que el rey les había dado, ni de lo que a ellos les había costado sus dineros».

A todo esto llegaron a Coro Nicolás Federmann y Jorge Ehinger, con nuevos refuerzos, en el momento preciso en que micer Ambrosio regresa de Maracaibo enfermo y sin grandes resultados, y se retira a Santo Domingo. Entonces Federmann lleva a cabo su primera expedición, que penetra hasta los Llanos, pero no fundó un pueblo, ni llevó un objetivo. Fue un vagar inútil que dejó una estela de sangre y fuego. Cuando regresa a Coro, el fracaso le lleva a la cárcel.

Pasada Hacarigua, refiere Castellanos, en cuyos malos versos se encierra más verdad que en muchas prosas floridas y correctas, que:

«No sin recelo de guerreras tramas
dieron en unas grandes poblaciones,
do no faltaron amorosas llamas,
pues por ser de tan buenas proporciones,
le llamaron el Valle de las Damas,
con las demás anejas condiciones
en usar de grandísima franqueza
de aquello que les dio naturalezas»


Micer Ambrosio regresó a Coro y organizó otra expedición, esta vez por tierras que no eran suyas, sino de la gobernación de Santa Marta. El país de Tamalameque «lo corrió todo, talando, robando y destruyendo a sus miserables habitantes, y sin que la hermosura de tan alegre país fuese bastante a templar la saña de su cruel pecho; convirtió en cenizas todas las poblaciones y sembrados, valiéndose al mismo tiempo de las voracidades del fuego y de los incendios de su cólera». «Jamás ejército alguno, a todo lo largo de la conquista de América, ha sido tan cruel como éste», escribe Germán de Arciniegas. La memoria de Micer Ambrosio no se extinguirá en muchos siglos en la región.

Aunque en algunos poblados los indios «los salían a recibir con cantares y bailes y con muchos presentes de oro en gran cantidad», no modificaba sus planes, ni tampoco la vista de las indias, desnudas, con un solo delantalito, como las de Santa Marta y Coro, y con tatuajes en la cara y en los pechos.

Así llegó a Tamalameque, y logró gran cantidad de oro por el pillaje y por el rescate del cacique. Como la tierra promete, encarga a Iñigo de Vasconia de llevar una parte del botín y de traer refuerzos, pero éste se pierde en la montaría y de su tropa sólo se salva Francisco Martín, que se indianiza. Desnudo y hambriento, se presentó a un poblado indio, en el que fue vendido por dos sartas de cuentas al cacique Babur. Como curara a éste de cierta llaga:

«Viéndose restaurado de doliente,
mostrósele Babur agradecido;
y porque supo ser hombre valiente
hízole general de su partido
diole indios, y diole juntamente
a una hija suya por marido,
el cual, como mamó leche de España,
en guerra y en paz se daba buena maña.»


Otro caudillo logra llegar a Coro y trae los refuerzos deseados, pero continuó sin poblar una ciudad y sin explotar una mina. Llega al limite del reino de los chibchas, no pasa; les hablan los indios de las riquezas de los cenúes y de los quimbayas, y no se decide a pasar el Magdalena. Después de andar por las montañas decide volver a Coro, y entonces muere, por las flechas de los indios, en el valle de Chinacota.

Poco importan las protestas de los españoles de Coro. Nuevamente vuelve Federmann a Venezuela, esta vez acompañado por Jorge Hohermuth, que será conocido con el nombre de Jorge de Espira, por gobernador y capitán general. De lo que era bastará decir que Herrera le llama en sus Décadas «el demente».

La expedición de Espira fue tan cruel e inútil como las anteriores; solamente la segunda de Federmann, o mejor dicho, la tercera, tiene éxito, aunque llegara tarde al reino de los muiscas, puesto que se le adelantó Jiménez de Quesada. Pero el triunfo no se le debe a él, sino al capitán Pedro de Limpias. En el trío de conquistadores que se juntan en Bogotá, Quesada, Benalcázar y Federmann, éste no tiene otro mérito que el que su capellán Juan Verdejo había traído las primeras gallinas.

Mientras tanto, Coro se despuebla y se desmoraliza. Ni Felipe Hutten ni Bartolomé Welser pueblan la tierra, deslumbrados por el espejismo del Dorado. Los soldados se amotinan y, con Juan de Carvajal a la cabeza, acaban con ellos. De esta manera muere la gobernación alemana de Venezuela con el más estupendo de los fracasos. Y el contraste con los propósitos españoles es de los más patentes. No había acabado de despachar a sus rivales el traidor y criminal Carvajal cuando funda la ciudad Nuestra Señora del Tocuyo. Sin embargo, el padre Simón dice que fue una ranchería y que fue fundada por el gobernador de Venezuela, licenciado Juan Pérez de Tolosa. El capitán don Diego García Paredes recibió el encargo de fundar otra ciudad en la tierra de los cuicas, la cual bautizó con el nombre de Trujillo. Ausente de la misma, pronto le llegó la noticia de que algunos mozuelos, «no poniendo freno a sus ruines y juveniles indignaciones, comenzaron a desmandarse, haciéndoles algunas fuerzas y robos... y aprovechándose de sus mujeres e hijas tan desvergonzadamente, que no se recataban de poner en ejecución sus torpes deseos dentro de las mismas casas de sus padres y maridos, y aun a su vista, con lo que... tomaron las armas y matando a todos los que les habían agraviado, se determinaron que no quedase rastro en sus tierras de la nación españolas. Ante el empuje de los indios, la ciudad se abandonó; en 1558 se volvió a fundar por personas de noble trato, de naturaleza afable y de intenciones sanas y rectas.

La conquista de la provincia de los caracas se hizo por los hermanos Faxardos, mestizos, hijos de una india señora de la misma provincia.

En 1550, según carta del obispo de Coro den Miguel Gerónimo Ballesteros, habla en esta ciudad ocho vecinos casados; «los más estaban amancebados con indias, que les hacen olvidar la mujer y los hijos, que están en España». Informa de que el chantre es buen eclesiástico, pero en todo el tiempo que ha residido en Coro «siempre ha tenido siete y ocho indias por mancebas, y grandes contiendas con los del pueblo sobrellas; y juntamente tuvo mucho tiempo una mujer española, que casó con un vecino de Coro, y después dio casada la tomó a tener por manceba».

El padre Aguado también da noticia de que Julián Gutiérrez estaba casado con una sobrina del cacique de Urabá y que, acompañado por ella, hacía expediciones desde Acla hasta allá, dentro de la jurisdicción de don Pedro de Heredia.

Respecto de las primeras mujeres españolas, estamos mal informados. Juan de Castellanos nombra a una tal Catalina de Miranda, que fue la causa de que bajara a tierra García de Paredes de regreso de España y lo mataran los caracas en una emboscada. Una mujer -el padre Aguado omite el nombre-, que había venido, con su marido, con la gente de Sedeño, se defendió de un indio que intentó ofenderla una vez, el cual volvió una noche, con otros más, a perseverar en sus propósitos, saliendo malparados.

No hizo más que desembarcar en Tumbez el primer español, que se llamaba Alonso de Molina, cuando fue rodeado por las mujeres indias, que lo miraron con tal sorpresa y satisfacción, que le invitaron a que se quedara, en cuyo caso le proporcionarían una mujer hermosa. Este fue el preludio de la prodigiosa aventura que Francisco Pizarro habla de emprender años después con unos 500 hombres: el conquistar el imperio de los incas. Los caminos eran malos. Los Andes durísimos de pasar, y a las dificultades materiales se sumaban las morales: la desconfianza ante la buena fe de Atahualpa, la existencia de numeroso ejército y de poblaciones densas y el hallarse metidos en una ratonera. Antes de prender al Inca en Caxamarca, Pizarro y su tropa tuvieron miedo. Era cuestión de vida o muerte atacar por sorpresa o perecer. La victoria ocasionó la muerte de millares de indios (para unos, dos; para otros, diez) y la cautividad de Atahualpa. La cantidad de esclavos fue grande: «Cada español de los que allí vivían tomaron para sí muy grande cantidad, tanto, que como andaba todo a rienda suelta, havía español que tenía doscientas piezas de indios e indias de servicio.»

Atahualpa sugirió la idea a Pizarro de que contrajera matrimonio con sus parientes Angelina e Inés, que habían sido bautizadas; pero se conoce que el buen extremeño, que era también un buen diplomático, adoptó la mejor de las fórmulas: no contraer matrimonio canónico con ninguna para no comprometerse el día de mañana, pero al mismo tiempo amancebarse con ambas, para dar gusto al inca y afianzar la sumisión de los indios. De doña Angelina, hija de Atahualpa, tuvo un hijo mestizo, que se llamó don Francisco, y de doña Inés Huayllas Ñusta, hija de Huaina Cápac, una hija llamada Francisca Pizarro, la cual casó con su tío Hernando, con el que tuvo tres hijos y una hija. Hay documentos que tratan de otro hijo de Pizarro y de doña Inés, llamado don Gonzalo.

Sus compañeros siguieron el ejemplo, y raro fue el que no dejara hijos mestizos, ya con indias de sangre real o con plebeyas. Gonzalo Pizarro tuvo un hijo natural, llamado Fernando, y una hija, pero no se sabe si fueron mestizos, puesto que tuvo varias amantes españolas; al marido de una de ellas lo hizo matar. Juan Pizarro tuvo una hija mestiza, a la cual, junto con la de Gonzalo, envió a España en 1549 el licenciado Lagasca.

El historiador criollo Garcilaso de la Vega fue hijo natural del capitán Garcilaso de la Vega y de la ñusta Isabel Chimpu Oello, hija del príncipe Huallpa Túpac Inca y sobrina de Huaina Cápac. Cuando el capitán tenía cincuenta años, se casó con doña Luisa Martel de los Pies, pero reconoció al hijo, el cual continuó viviendo en la casa. La ñusta Isabel casó después con el soldado Juan de Pedroche, de quien tuvo dos hijas.


Martín de Bustincia contrajo matrimonio con Beatriz Coya, hija de Huaina Cúpac, y tuvieron tres hijos varones. Cuando enviudó, el presidente Lagasca la obligó a casarse con un buen soldado y hombre de bien, llamado Diego Hernández, de quien decían malas lenguas que había sido sastre en su mocedad. «Cuando lo supo la infanta -cuenta donosamente Garcilaso de la Vega-, rehusó el casamiento diciendo que no era justo casar la hija de Huaina Cápac con un ciracamayo, que quiere decir sastre; y aunque se lo rogó e importunó el obispo de Cozco y el capitán Diego Centeno, con otras personas graves que fueron al desposorio, no aprovechó cosa alguna. Entonces enviaron a llamar a don Cristóbal Paullu, su hermano, el cual, venido que fue, apartó la hermana a un rincón de la sala, y a solas le dijo que no convenía rehusar aquel casamiento, que era hacer odiosos a todos los de su linaje real para que los españoles los tuviesen por enemigos mortales y nunca les hiciesen amistad. Ella consintió en lo que le mandaba el hermano, aunque de muy mala gana, y así se pusieron delante del obispo, que quiso hacer oficio de cura por honrar los desposados. Y preguntado, con un indio intérprete, a la novia si se otorgaba por mujer y esposa del susodicho, el intérprete dijo que si quería ser mujer de aquel hombre... La desposada respondió en su lenguaje, diciendo -. Ïchack munani, Ïchack manamunani, que quiere decir: «quizá quiero, quizá no quiero», con lo que el desposorio siguió adelante, y se celebró en casa de Diego de Píos, vecino de Cozco, y yo les dejé vivos, que hacían vida maridable cuando salí del Cozco».

Diego Maldonado, el Rico, tuvo un hijo mestizo, Juan Arias Maldonado, que fue deportado a España, junto con su hermano Cristóbal, por haber intervenido en un supuesto complot de mestizos. Cristóbal se casó «por fuerza y malos tratos con la hija de la Coya, de siete años, descendiente de los incas».

El pariente de San Ignacio de Loyola, capitán Martín García de Loyola, casó con doña Beatriz Clara Coya, hija del príncipe Sairi Túpac. Tuvieron una hija llamada Ana, que vino a España a la muerte de sus padres. Felipe III le concedió el titulo de marquesa de Oropesa. Casó con don Juan Enríquez de Borja, hijo del marqués de Alcañices. Son sus descendientes los marqueses de Oropesa y Alcañices.

Con doña Angelina, manceba que fue de Pizarro, se casó el intérprete de lengua quechua e historiador del Perú Juan de Betanzos, y tuvieron un hijo, llamado también Juan de Betanzos, que fue maestro de quechua.

La otra manceba de Pizarro, doña Inés Huaillaz Ñusta, se casó con el capitán Francisco de Ampuero, regidor del Cabildo de Cuzco. Tuvieron una hija, doña María Josefa de Ampuero, de la cual desciende una de las familias más distinguidas de Lima.

El padre Blas Valera, historiador latino de los Incas, era hijo ilegitimo de Luis Cabrera y de una mujer de la corte de Atahualpa. Mestizo también era su hermano o sobrino fray Jerónimo de Valera, autor de unos comentarios; sobre la Lógica de Aristóteles y de Duns Scotto, publicados en Lima.

Juan Collantes se casó con la ñusta Francisca, de la sangre de Huaina Cápac. Una nieta de ambas, Catalina Collantes, casó con Domingo Hernández de Soto Piedrahíta, los que tuvieron un hijo, que fue don Lucas Fernández de Piedrahita, obispo de Santa Marta y Panamá y cronista de Nueva Granada.

Los casos de príncipes indios casados con españolas son excepcionales. Puede mencionarse que don Carlos Inca, hijo del inca Paullu y nieto de Huaina Cápac, casó con una mujer criolla, hija de padres españoles, de la cual tuvo un hijo que se llamó don Melchor Carlos Inca.

Las indias fueron excelentes amas de casa. La ñusta Isabel, madre de Garcilaso de la Vega, hacía los honores de su casa y como una verdadera princesa atendía a los ciento cincuenta a doscientos españoles que se sentaban a su mesa. También acompañaban a sus amantes o maridos a la guerra, aun con el riesgo de cambiar de amos si iban mal dadas. Según Cieza de León, cuando la batalla de Chupas, entablada entre Diego Almagro, que era mestizo, y Vaca de Castro, «había en los reales muchas señoras pallas del Cuzco, las cuales, como viesen el día final de la guerra, siendo por los españoles muy queridas, y ellas teniendo para con ellos el mismo amor, deleitándose por andar en servicio de gente tan fuerte y de ser comblezas (significa la relación de la mujer manceba con la del amante casado) de las mujeres legítimas que ellos tenían en España, barruntando la muerte que por ellos había de venir, aullaban de una parte a otra».

La primera generación de mestizos peruanos tuvo una gran importancia social y cultural. Un canónigo de Cuzco dio lecciones de gramática latina a docena y media de muchachos mestizos nobles y ricos, entre los que se destaca Garcilaso de la Vega, el Inca, historiador de su patria y el mejor prosista de América. El tal canónigo, viendo su aplicación, ingenio y habilidad, les decía: «¡Oh, hijos, y cómo quisiera ver una docena de vosotros en la Universidad de Salamanca!»

Ni con Pizarro ni con Almagro vinieron mujeres españolas al Perú. La primera, que formaba parte de la expedición de Alvarado, pereció de cansancio y de frío, con su esposo y dos niñitas, al atravesar los Andes. Después comenzaron a venir acompañando a sus maridos. Algunos conquistadores trajeron las propias para no perder las encomiendas. También vinieron varias damas ligeras de cascos. El virrey don Andrés Hurtado de Mendoza se propuso casar a los pretendientes que solicitaban mercedes antes de concedérselas. Así, escribe Garcilaso, «a muchos de los pretensores les señalaron las mujeres con quien doblan de casar, que como el virrey no las conocía, las tenía a todas por muy honradas y honestas, pero muchas de ellas no lo eran. Por lo cual se escandalizaron los que las habían de recibir por mujeres, rehusando la compañía dellas, porque las conocían de atrás».

Tales españolitas llevaban también la aventura en la masa de la sangre y no se quedaron atrás de los varones en cuanto a escándalos y aventuras. La "monja alférez", doña Catalina de Erazo, podría considerarse como el caso extraordinario de un marimacho, de una anormal viriloide, pero la crónica escandalosa del Perú colonial señala hechos análogos como, por ejemplo, doña Eustaquia de Sousa y doña Ana Brinza, que una noche salieron a pasear en traje de hombre y le mataron al corregidor dos criados con unas pistolas. En Carnestolondas, en Potosí, salían cuadrillas de hombres muy galantes, y con ellos las mujeres, con costosos vestidos y sombreros con joyas y plunmo con sus banderas; y por quitárselas los unos a los otros se acuchillaban y ,se mataban, dejando por calles y plazas cincuenta a cien muertos, así mujeres como hombres. En 1636 se le huyó en Potosí a don Juan Pasquier doña Clara, su hija, hermosa doncella, y en hábito de hombre, y en compañía de su hermano, andaba entre los bandos destrozando hombres, y habiéndose hallado en una batalla de criollos y vascongados en la que murieron seis de éstos, fueron presos, y con ellos doña Clara, que estuvo a punto de ser degollada, sin ser conocida, hasta que el hermano avisó a su padre y fue librada. Y por último, lo siguiente: «Este año (1641), continuando su gobierno el general Acuña, que fue notado de libidinoso, por lo cual experimentó un total descrédito, sucedió aquella batalla tan celebrada de los poetas del Perú y cantada por las calles, en la cual salieron al campo doña Juana y doña María Morales, doncellas nobles, de la una parte, y de la otra don Pedro y don Graciano González, hermanos, como también lo eran las otras. Diéronse la batalla en cuatro feroces caballos, con lanzas y escudos, donde fueron muertos lastimosamente don Graciano y su hermano, quizá por la mucha razón que les asistía a las contrarias, que era caso de honra.»

A causa de su elevada altura (4.300 m.), en Potosi las mujeres españolas no pudieron dar a luz hasta 1598. El 24 de diciembre de ese año nació el primer criollo, llamado Nicolás Flores. El hecho se atribuyó a un milagro de San Nicolás de Tolentino. Las madres tenían que descender a los valles porque los hijos morían. En cambio, los mestizos se desarrollaban perfectamente. Era un fenómeno biológico, puesto que las gallinas no sacaban pollos.

El crecimiento numérico de los mestizos peruanos fue, al igual de lo que sucedió en México, una preocupación de los virreyes, especialniente de don Francisco de Toledo. Pero de esto trataremos en otro artículo.

En el Brasil, el proceso del mestizaje fue intensísimo desde los comienzos, pues se hizo con fines políticos para poblar la colonia sin despoblar la metrópoli, cuya población en el primer tercio del siglo XVI se calculaba en 1.125.000 habitantes. Freyre cree posible que se desterrase al Brasil, teniendo en cuenta el interés de la colonización, a individuos condenados por delitos sexuales. «A yermos apenas poblados -escribe-, tan sólo matizados de gente blanca, convenían superexcitados sexuales que aquí ejerciesen una actividad genética por encima de lo común, provechosa tal vez en sus resultados a los intereses políticos y económicos de Portugal.»

Mujeres blancas no hubo en el Brasil en los primeros años de la colonia. En 1538 llegaron hombres casados, con sus mujeres e hijos, a la colonia de San Vicente, y en 1551 la reina Catalina envió a Bahía algunas doncellas de buena cuna. Posteriormente llegaron otras expediciones de huérfanas. Todas ellas se casaron ventajosamente y fueron las madres de los criollos brasileños.

Dice Freyre que ningún pueblo superó al portugués en mixibilidad, prolifidad y en la tanta consideración a los hijos bastardos. Por eso la mestización se practicó libremente, unas veces en forma de matrimonio y las más en la de concubinato. Desde Pernambuco escribía el padre Nábregas: «Los más de aquí tenían por gran infamia casarse con ellas (las indias). Ahora se van casando y tomando vida de buen estado.» Por parte de las indias, la unión con los portugueses fue tan viable por su moral sexual relajada. El padre Anchieta escribía en 1552: «Las mujeres andan desnudas y no saben negarse a ninguno, sino que ellas mismas acometen e inoportunan a los hombres..., porque tienen en mucha honra dormir con los cristianos.»

Lo mismo sucedía a las indias de Paraguay, las cua- les, según Álvar Núñez Cabeza de Vaca, «de costumbre, no son escasas de sus personas y tienen por grande afrenta negallo a nadie que se lo pida, y dicen que para qué se lo dieron sino para aquello». En muchos textos se alude a casos semejantes, así como a la facilidad con que los indios paraguayos regalaban a los españoles sus hijas y hermanas «para que hicieran con ellas lo que solían de las otras que tenían» y para anudar la amistad con los vínculos del parentesco.

Tales facilidades y el temperamento ardiente de las indias y de los españoles originó el que a la Asunción, que se fundó en 1537, se la llamara "el Paraíso de Mahoma". Irala y todos los conquistadores tenían verdaderos harenes de indias. El capellán González Paniagua escribía al rey en 1545 que «acá tienen algunos a setenta [mujeres]; si no es algún pobre, no hay quien baje de cinco o de seis; la mayor parte de quince y de veinte, de treinta y cuarenta».

En estas condiciones, los mestizos se hicieron numerosos en poco tiempo. En 1545 había en la Asunción 500 hijos de españoles e indias; en 1570, según López de Velasco, el número se eleva a dos mil mestizos y otras tantas mestizas; en 1575, sólo en la ciudad de la Asunción, según el padre Martín, los españoles eran 280 y unos cinco mil mestizos y otro tanto las mestizas. Sólo en cuatro años, de 1580 a 1585, nacieron en el país 1.000 muchachos.

En su testamento reconoció Irala tres hijos y seis hijas: don Diego, don Antonio, doña Ginebra, doña Marina, doña Isabel, doña Úrsula, Martín, Ana y María. Sus madres eran sus criadas María, Juana, Águeda, Leonor, Escolástica, Marina y Beatriz. Algunas de ellas emparentaron con personajes principales y por eso hay sangre guaraní en figuras principales de nuestra historia contemporánea.

La historia del mestizaje se repite otra vez en Chile. La unión de las indias y los conquistadores, en el valle de Mapocho, fue regular y consentida por el gobernador y el capellán. Cada soldado se apoderaba de cuantas indias podía; en unos casos se encargaban de ellas y de la prole, pero en otros ésta recaía a cargo de la madre. Para extraer oro de Malga-Malga, el cacique Michimalango prestó a Pedro de Valdivia 1.200 indios de veinticuatro a treinta años y 500 indias, que, según el padre Escobar, eran «doncellas blancas y hermosas y de edad ocasionada para toda lascivia» (quince a veinte años). Los soldados iban a la guerra «con cuatro o seis indios varones y hembras, con quien van amancebados con color de llevarlas para su servicio». En el campamento del centenar de soldados de Álvarez de Luna «hubo semanas que parieron sesenta indias de las que estaban a su servicio, aunque no al de Dios». Había español que tenía 30 concubinas. Francisco de Aguirre reconoció 50 hijos varones.

Como veremos, la mujer española fue muy escasa en este tiempo. La primera, y durante mucho tiempo la única, fue la amante de Valdivia, doña Inés Suárez. El primer grupo vino en 1555, en un barco dieciséis y en otro diez. Ellas fueron, según José Toribio Medina, las fundadoras de la sociedad chilena. En 1583 había 50 españolas para 1.000 hombres, sin contar 300 mestizas. Por otra parte, en la población indígena cinco mujeres por hombre, todo lo cual explica muchas cosas.

José Pérez de Barradas

 



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