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La soberanía popular - un optimismo sin fundamento. Consideraciones heterodoxas entorno a una cuestión irresuelta
Resumen: El optimismo liberal es un sucedáneo de la virtud de la esperanza. Hay que aceptar el escándalo de la Cruz.Y la defensa de la tradición política no es otra cosa. Es falaz la creencia de que puedan mantenerse efectivamente separados el liberalismo político y económico del liberalismo moral y religioso. Además, sin "obediencia de la fe" son vanas -por imposibles- las apelaciones a "principios éticos compartidos". A esa creencia se debe nolens-volens la sacralización de la soberanía "popular", de sus instrumentos (constitución inorgánica, sufragio universal) y sus hábiles "instrumentadores" (partidos políticos). Los católicos que se unen para hacer frente a esta impostura no pueden hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie. Pero la libertad de pensamiento ¿existe todavía en las democracias? Así, en nombre de la legitimación democrática un consenso multisecular (la tradición) se pone a libre disposición de las simples fuerzas del presente. Si éstas son el criterio de unión política, la política se reduce a geometría, al cálculo astuto de espacios de poder. El bien común sin embargo es un bien arduo, que -como tal- necesita ser defendido contra las simplificaciones reduccionistas. La "tradición" es para la sociedad lo que la "memoria" es para el individuo. El olvido individual y colectivo de Dios es el olvido de que el hombre tiene un fin. Poco eficaz se muestran los discursos bonitos cuando falte en la actuación de los católicos en la vida pública todo serio empeño colectivo de "instaurar todo en Cristo", también el orden político, empeño que por tanto no se puede limitar a la mera "idea" de una instancia social directiva (la doctrina católica). Si no hay voluntad decidida de recuperar el sano orgullo y convencimiento de que sin "autoridades" la "masa" se queda sin fermentar, la tradición política católica no puede ejercer de "contrapeso"al Estado. Consta que sólo tal "contrapeso" constituye una limitación efectiva a los abusos del régimen de la "soberanía popular". Las formas democráticas de gobierno son por su propia índole negadoras de la soberanía de Dios. Los católicos, de cara a la vida pública, no tienen derecho de claudicar los derechos supremos de Dios. La concepción actual del cometido de la política es signo inequívoco de que la pugna de las ideas no ha ido más allá del economicismo.
Hay gente de muy buena fe que confunde la
esperanza con el optimismo. El optimismo casi siempre es una
forma muy sutil de egoísmo, una manera de desolidarizarse de la
desgracia ajena. En católico, dicha falta de solidaridad, que es
el optimismo, está hecha carne y hueso en un orden político
donde la neutralidad religiosa, que es animadversión encubierta,
ha institucionalizado la dificultad de alcanzar la
salvación eterna. ¿Por qué entonces la adhesión subreptica de
los católicos a los principios y modos del liberalismo político
y económico? ¿No será que tantos católicos guerrilleros de lo
que llaman el "mal menor" son alegres anfitriones de
ese pecado de optimismo sin fundamento? Cuando las democracias
hayan hecho triunfar, incluso con la guerra, su versión de
libertad y justicia en el mundo, ¿qué quedará de la
cristiandad? Porque cuando no son según Cristo, estos bienes
humanos se vuelven animal rabioso.
A mi juicio ese optimismo, insolidario, no es sino un sucedáneo
de la esperanza, y puede encontrarse en cualquier parte. La
esperanza, en cambio, se conquista. No se llega a la esperanza
sino a través de la verdad, al precio de grandes esfuerzos y de
larga paciencia. Esta es la postura del catolicismo tradicional,
que no espera tanto de la libertad el engendramiento de la
verdad, sino justo al revés, sabe que sólo la Verdad nos hará
libres: in veritate libertas. Por ello acepta sin
vacilaciones el carácter de escándalo de la cruz; mas,
el mismo Dios en la cruz. Y no podemos esperar razonablemente que
esa verdad de fe nos haga merecer la cruz de la
Legión de Honor. Quien se abre indiferentemente a la verdad como
a la falsedad está maduro, una vez más, para cualquier
tiranía. La pasión por la libertad ha de ir a la par con la
pasión por la verdad. Hoy, la propaganda mediática, con su
desarrollo gigantesco, esta empresa universal de atontamiento,
prueba lo que quiere y se acepta más o menos pasivamente lo que
propone. Se miente con una desvergüenza tal que ya no se trata
ni siquiera de abusar de la opinión pública, porque la opinión
pública ya no es abusada por semejantes mentiras. Está tan
desganada de la verdad que ya no tiene interés en conocerla, sin
más. Sin duda, esta indiferencia oculta más bien una fatiga. El
hombre liberal ya no se compromete porque ya no tiene nada que
comprometer. Pero el caballero católico tradicional, confrontado
con la verdad y la mentira, el bien y el mal, siempre está
dispuesto a comprometer su alma, es decir, de arriesgar su salud
temporal a favor de la eterna, porque la creencia metafísica en
él es una fuente inagotable de energía. Los mundanos -por
cierto- no quieren más que verdades tranquilizadoras. Pero la
verdad no tranquiliza: compromete.
El optimismo -según la certera apreciación de Bernanos- es una
"falsa esperanza para uso de los cobardes y de los
imbéciles" (1). He aquí la tentación del catolicismo
liberal posrevolucionario, que encontró su lamentable
confirmación en las enseñanzas del Concilio Vaticano II. El
distanciamiento doctrinal entre los dos concilios vaticanos
encuentra su perfecta analogía en el distanciamiento de la
doctrina política de los pontífices posconcilares del
tradicional rechazo del liberalismo y del modernismo, por Pío IX
y Pío X respectivamente. Es la tentación de los cristianos
demasiado optimistas, aterrados además ante la idea de que puede
tenérseles por reaccionarios. Sin darse cuenta, dan síntomas de
la misma ceguera, y cometen la misma falta que ese clero del
siglo XIX que, en nombre de la paz y del orden, terminaba
reconociéndole a la burguesía -y después al pueblo- una
especie de derecho divino. Estamos ante nada menos que la sacralización
de la soberanía "popular", de sus instrumentos
(constitución inorgánica, sufragio universal) y sus hábiles
"instrumentadores" (partidos políticos). Los
católicos liberales al parecer están padeciendo un complejo
agudo de inferioridad, complejo que les produce una especie de
atrofia del juicio y de la voluntad frente a la civilización
moderna. El poder material de ésta ha estado alucinando su
imaginación desde la infancia. Y su propaganda los alimenta día
y noche. Muy pronto, como cualquier hombre sin fe, serán
absolutamente incapaces de concebir otra distinta. Y conste, esta
civilización del optimismo ¡no es precisamente optimismo lo que
engendra! El hombre liberal-progresista es una especie de
anormal, un enfermo que no es capaz de gozar de nada sino al
precio de los mayores esfuerzos, y que tiene una súbita
voracidad de todo porque no tiene realmente hambre de nada.
Por eso hay que darse prisa en salvar al hombre, porque mañana
no podrá ser salvado, por la sencilla razón de que no querrá
(2). Qué candidez, de ciertos ambientes católicos, pensar que
una vez equipado el planeta -según las mejores técnicas- con
este homo sapiens-consumens, siempre habría tiempo para
convertirlo y bautizarlo, es decir, para devolverle lo que
le falta. ¡Error profundo! Estoy firmemente convencido de que el
catolicismo liberal defiende -y hasta refuerza- una civilización
perdida, porque la nuestra es -para recordar una expresión feliz
de Chesterton- una civilización cristiana que se ha vuelto loca;
y cada día comprendemos mejor que esta locura es una locura
furibunda, el delirium tremens.
Dos encíclicas emblemáticas, la Cuanta Cura (y Syllabus) del
beato Pío IX y la Pascendi de san Pío X, permiten entender, al
que pueda o quiera, el triste final, inevitable, de la
trayectoria de la "democracia cristiana", que con el
fin de hacer las paces con la Revolución (no sólo francesa)
arrancó de "optimistas" como Lamennais, Lacordaire,
Montalembert o Dupanloup en Francia, y que está expirando por
momentos (los ejemplos de Italia, Alemania, el PP español lo
confirman). A la hora de estudiar con rigor este camino de
confusión, no hay exageración en afirmar que el conocimiento de
las relaciones doctrinales y electorales habidas entre
Cristianismo y Revolución, desde las primeras horas de la
Revolución francesa, es de inmenso valor aleccionador para la
actual "inteligencia" católica, no sólo en España.
Dos concepciones diferentes del hombre, el optimismo ilustrado
(que presupone un ecepticismo religioso variopinto) y el
"realismo" católico (que parte de la realidad -nada
luterana- del pecado original), engendran dos diferentes sistemas
políticos. La primera acaba en reemplazar la autoridad de lo
alto por la autoridad de aquí abajo, que -en última instancia-
acaba con toda autoridad.
En el caso español, el
conflicto entre ambas lo reflejan cabalmente la involución del
pensamiento político de Donoso, pero también la de Maeztu (mutatis
mutandis, desde liberal convencido hasta monárquico
tradicional). Evidentemente, un Dios desterrado en el Cielo y
apartado de la vida social y política, de Dios no tiene nada:
"Negando Dios -escribe F. Suárez-, fuente y origen de toda
autoridad, la más elemental lógica exige una negación igual de
radical de cualquier autoridad" (3). Es decir, sin
"obediencia de la fe" son vanas -por imposibles- las
apelaciones a "principios éticos compartidos", pura ilusión
trasnochada del racionalismo típicamente ilustrado.
En esto estamos. Bastaría con leer atentamente el lúcido
análisis de la actual "crisis de gobernabilidad"
realizado por A. Llano, que sin embargo no llega al fondo de la
cuestión(4). Porque es el "espíritu revolucionario",
la anti-tradición, que es tal "crisis" por
excelencia. La revolución inglesa, la americana, e incluso la
francesa sólo fueron su vanguardia. Fue decisiva sin embargo
esta última porque dividió por primera vez el conjunto de la
población, dividiendo también a ciertos católicos, sobre todo
de los estratos más afectos a las ideas ilustradas.
Esa incipiente falta de
cohesión política de los católicos tuvo que padecer también,
de un modo análogo, y con el preámbulo anterior de las tres
guerras legitimistas, carlistas (monarquía tradicional vs.
liberal), una España acéfala desde abril de 1931 (5), dando
ocasión a que se desencadenara la triste dinámica de la
revolución política y socio-cultural, que llevó a la -por
ahora- última victoria de la tradición sobre la revolución, en
1939, aunque fuera a la postre traicionada, una vez más, por los
propios católicos.
En la historia posrevolucionaria, resulta que el binomio
"católicos y vida pública" se articula estérilmente
en los términos de la creencia, siempre falaz, de que puedan
mantenerse efectivamente separados el liberalismo
político y económico del liberalismo moral (filosófico) y
religioso (teológico). Como quiera que sea, me parece indudable
-escribe también M. Ayuso- que el fervor religioso y el
compromiso político han sido siempre convertibles, y cualquiera
que fuera la precedencia en el tiempo -ontológicamente no admite
duda la primacía-, una mutación en cualquiera de los términos
ha concluido siempre por afectar al otro (6). Por tanto no cabe
sistema de reconciliación posible entre "revolución"
y "tradición". Los católicos liberales, sin embargo,
ignoran que los sistemas liberal-constitucionales, con sus
partidos y disfraz parlamentario, no existen más que para
hacernos creer que esa conciliación fuera realizable.
Por supuesto, en la tradicional alianza entre trono y altar, no
hay que disimular las dificultades. "Pero existe la manera
-así lo entiende todo la doctrina política tradiconal, con
palabras de R. Harvard de la Montagne- que sabe no ser
coercitivo, ni arrogante, ni violenta. Sin faltar además a los
consejos de la tolerancia que la prudencia dicta para los tiempos
y países donde la unidad religiosa se ha roto. Esta tolerancia
civil (sin embargo) no se confunde con el liberalismo, que
confía el cuidado de arreglar todas los litigios solamente a la
libertad" (7). A parte de la insuficiencia de la
fundamentación doctrinal liberal, todos los inconvenientes de la
unión trono-altar, resumiendo un documento del Cardenal Billot,
"prueban que la perversidad del hombre corrompe a menudo
las instituciones divinas, de lo cual no se deduce que éstas
deben ser repudiadas". Además los falsificadores de la
historia "se contentan con enumerar los males del régimen
de unión sin decir los inmensos bienes (mútuamente
derivados, y) nada dicen de los numerosos males que resultan del
régimen de separación. ¡Cuánta es, en fin, la incoherencia
del liberalismo católico cuando propone como remedio la
libertad, inclinada a la irreligión, pronta al mal y causa de
todo mal!" (idem, p.51).
Los hechos cantan, porque hoy por hoy la irreligión es un
fenómeno social ampliamente reconocido. Por cierto, la doctrina
político-societaria hasta Pio XII todavía fue otro cantar. Por
ello la tradición de la Iglesia juega un papel inmenso.
Lo jugará tarde o temprano, se verá forzado a jugarlo. Pues la
Iglesia católica ya ha condenado a la Modernidad como ideología,
en un tiempo que era todavía difícil comprender los razones de
la condena que ahora justifican los hechos todos los días. El
famoso Syllabus, por ejemplo, del que los cristianos
demócratas son demasiado cobardes para atreverse a hablar
jamás, ha pasado por una especie de manifestación puramente
reaccionaria. Hoy sin embargo aparece como profética. La
tiranía no está detrás de nosotros, sino delante, y
necesitamos hacerla frente, ahora o nunca. A mi juicio, el
problema aquí es que la doctrina "social" de la
Iglesia, vista en su integridad histórica, ofrece
justificaciones para la postura tradicional como para su
contraria, al menos desde su giro copernicano hacia los
principios revolucionarios.
Y, por cierto, ante este giro no cabe el optimismo sino -en todo
caso- una actitud de "esperanza contra toda esperanza".
Porque, al contrario del optimismo, la esperanza no es una
"complacencia". Es la más grande y difícil victoria
que un hombre puede conseguir sobre su alma; es una virtud, virtus,
una determinación heróica del alma. Y la forma más alta
de esperanza es la desesperación superada. Sólo ella
tiene fuerza legitimadora para vencer al pesimismo, que por
defecto de la esperanza sería consecuencia ineludible de una
lúcida observación de la marcha de la civilización occidental
hacia la barbarie (8). En otras palabras, para un caballero
católico, sólo esta "determinación heróica" tiene título
de antídoto eficaz del pesimismo, ante el imperio de las fuerzas
del Maligno. Todos sabemos que la descristianización de Europa
se ha hecho poco a poco. Europa se ha descristianizado como un
organismo se desvitaminiza. Un hombre que se desvitaminiza puede
guardar por mucho tiempo las apariencias de una salud normal.
He ahí el problema también de los católicos liberales que, con
las excepciones que confirman la regla, sufren un proceso de
desvitaminización imparable.
Ahora bien, en situaciones difíciles, la esperanza tiene que
unirse al coraje desesperado, a la energía desesperada. Es
precisamente esta clase de coraje y energía la que hoy necesitan
los católicos, para reconquistar la vida pública. He aquí la
postura del catolicismo tradicional, tan hostigado, ya no desde
fuera sino desde dentro de la Iglesia. La presión del
"pensamiento único", de lo políticamente correcto,
impera también entre los católicos, láicos o no. No obstante,
creo firmemente que los católicos de hoy necesitamos justamente
ese coraje para actuar. Lo necesitamos también para pensar. Los
católicos que se unen para hacer frente al gran impostor no
pueden hacerlo sin inquietar ni chocar a nadie. A una gran
causa corresponde una disposición al riesgo de igual magnitud.
Pero la disposición de correr grandes riesgos siempre fue virtud
solitaria de los magnánimos, de las élites, no sólo de cabeza
sino también de corazón (9).
En concreto, quiero referirme al riesgo de pensar y actuar. El
pensamiento de una nación como la española es inseparable de su
probada fidelidad a la tradición católica. He ahí también su
vocación histórica (10). No es en absoluto la suma de las
opiniones contradictorias de cien mil intelectuales que piensan.
No se trata por tanto de distinguir entre pensamiento
católico y fuerza católica, puesto que es nuestro
pensamiento el que justifica nuestra fuerza, en la acción,
especialmente la pública y política. Pero la libertad de
pensamiento ¿existe todavía en las democracias? Está inscrita
en sus programas; pero sería preciso estar loco para no ver que
el ciudadano de las democracias lo usa cada vez menos. Este mundo
no se está construyendo, por mucho que quisieran hacérnoslo
creer. No se está construyendo, sólo da la impresión de
construirse porque en él se trunca, mutila y suprime todo lo que
pertenecía antaño al hombre libre.
No percibir esto significa no entender el altercado profundo en
la concepción de Europa, que hace sólo unos veinte años ha
terminado por imponerse también en España (11); altercado en
definitiva en la consideración de cuáles son instancias directivas
en la vida social, tanto a nivel de una comunidad política, como
es España, como considerado globalmente el plexo de las naciones
y pueblos. Dicha consideración está en estricta correlación
con otra referida a la historia, su significado y papel para la
vida social, porque las diferentes práxis humanas (sociales) son
fruto de un largo caminar histórico y, a la vez, son el
surco que abre el presente, condicionante del futuro, para
bien y para mal, sin necesidad de hablar de determinismos.
El olvido del estatuto trascendental de la historia
conduce a graves desequilibrios a la hora de enfocar, individual
o colectivamente, las acciones por acometer. En el ámbito
político, esto es especialmente grave, cuando en nombre de la
legitimación democrática -que de hecho se traduce y reduce al
juego caprichoso de la mayorías parlamentarias de cada momento-
un consenso multisecular (la tradición) se pone a libre
disposición de las simples fuerzas del presente. Y por
ese mismo reduccionismo han de calificarse de arbitrarias (12).
Para esa ideología, antropocéntrica, lo que importa es hacer
irreversible la experiencia liberal-democrática, destruyendo
así al hombre cristiano. Es hacer al mundo de
mañana tan inhabitable para el cristiano como el de la época
glaciar para el mamut. La civilización europea in profundis,
la Cristiandad, cede a medida que aumenta desmesuradamente por
todas partes el número de hombres envilecidos y
desnaturalizados, desconocedores de los principios de la ley
divina natural, para los que la civilización cristiana no es un
deber con respecto al pasado, ni una carga necesaria de cara al
futuro. Para ellos, civilización no es más que el agregado de
derechos, goces y provechos. Su multiplicación es la señal de
una crisis universal, coincidiendo precisamente con el
hundimiento de los cimientos espirituales e intelectuales.
Por supuesto, el tradicional edificio político de la
Cristiandad, este monumento ilustre tuvo que sufrir el primero,
más peligrosamente que ningún otro, las consecuencias de
semejante cataclismo, porque era una obra de arte de dimensiones
afortunadas, en nada comparable con las simplificaciones propias
de la ideología de la soberanía "popular", incapaz de
admirar las grandezas del pasado, es decir, incapaz de reconocer
que la civilización de hoy no es necesariamente superior a la de
ayer. He aquí un profundo desajuste en la consideración de las
dimensiones temporales (pasado, presente, futuro) constitutivas
de toda "unión política". Si el criterio de unión
política son las simples fuerzas del presente, la política se
reduce a geometría, al cálculo astuto de espacios de poder, muy
propio del régimen de partidos políticos. Tal régimen, pese a
sus apariencias contrarias, agota su legitimidad en el simple
nivel pasional-sentimental del hombre, porque no hay nada más
transitorio (13) que pasiones y sentimientos. Frente a esta
consideración antropológicamente unilateral -y social y
políticamente esteril- se alza la tradición política
católica. Frente al astuto cálculo político de las
"pasiones en presencia" se sitúa una realidad
política multisecular, emanada del magisterio, de la mística y
la ascética católicas, que el establishment
"políticamente correcto" suele o condenar al silencio,
por falta de tolerancia, o tachar de "fascista", por
falta de compenetración intelectual (14).
Ocurre que el sentido común -político- se ha puesto "patas
arriba". Porque, ciertamente, el hecho de tomar en serio las
conquistas del pasado, al margen de los vaivenes de las
"pasiones en presencia", no significa otra cosa que
estar realmente abierto a un futuro mejor. No hay trascendencia
(capacidad de futuro) sin el amor o respeto a la tradición
(presencia del pasado), no sólo a la religiosa y moral, sino
también a la política del catolicismo. La capacidad creativa
(de futuro) de la monarquía tradicional fue precisamente su
vinculación a la doctrina católica. De ahí también su
capacidad histórica de trascender el miope anhelo del
escurridizo "interés" común, porque el bonum
honestum (el progreso en virtudes, que son bienes internos)
no se identifica con el bonum utile (el progreso en cosas,
bienes externos), si bien ambas categorías de bien no han
de excluirse por naturaleza.
La tradición aristotélica definió la virtud como bien arduo, argumentando una escala de bienes felicitarios que está en estricta correlación con la cualidad de los hábitos que cada uno tenga.
Y esto se aplica tanto al
individuo como a la comunidad política, es decir, el "bien
común" igualmente es un bien arduo, que -como tal-
necesita ser defendido contra las simplificaciones reduccionistas
(15). No nos engañemos. El proyecto "europeo" no está
precisamente centrado en la virtud (bien arduo), sino en en la
simple ampliación de reino de los placeres, claudicando ante el
dinamismo propio de la globalización (económica, jurídica y
política). Y, en España, el reinado de Juan Carlos I no ha
propiciado otro reino que precisamente aquél.
Tras este breve inciso sobre la perenne necesidad de equilibrar,
también en la vida política, las tres dimensiones del
"tiempo" humano, resultará evidente la consideración
de que la "tradición" es para la sociedad humana lo
que la "memoria" es para el individuo humano. Sin
memoria no hay capacidad de futuro. No solo vital y socialmente,
sino ante todo especulativamente, resulta ilusoria la pretensión
"ilustrada" y "analítica" de pensar fuera
de toda tradicion. Precisa la encíclica Fides et Ratio:
"la tradición no es un mero recuerdo del pasado, sino que
más bien constituye el reconocimiento de un patrimonio cultural
de toda la humanidad. Es mas.., nosotros pertenecemos a la
tradición y no podemos disponer de ella como queramos.
Precisamente el tener las raíces en la tradición es lo que nos
permite hoy expresar un pensamiento original, nuevo y proyectado
hacia el futuro" (nº85).
Al rechazo de la concepción de
"virtud" en la teoría y práxis morales se corresponde
así el rechazo a la "tradición" en la teoría y
práxis políticas. La tradición, en su acepción
socio-política, es la memoria colectiva, una posesión o hábito
colectivo que a la hora de actualizar el rico potencial
humano, pero no en el sentido de un dinamismo ciego que no
está finalizado, sino en constante diálogo con el fin último,
es orientación segura y guía firme para recibir y encauzar todo
lo nuevo, novedad que por naturaleza surge sin cesar de la
entraña humana. Es mas: tanto mayor resulta la capacidad de
inovación cuanto más "lo nuevo" descanse
efectivamente en el Alfa (origen) y Omega (fin) de la vida,
que es Cristo, que en sí recapitula todas las cosas. Esta
apuesta católica es mucho más que el "commonwealth"
británico, cuyo dios es el dinero. Pues bien, resulta que el
proyecto "europeo", o la "aldea global", no
rebasa esa aspiración genuinamente protestante al
"commonwealth". He ahí su intrínseca limitación y
frustración (16).
Resulta obvio que cuando se interumpe ese diálogo con el Alfa y
Omega -y es patente que la fuerza espiritual de unos individuos
aislados no basta, he ahí el dilema del régimen no confesional
católico- irrumpe forzosamente el silencio de Dios en la vida
pública, y privada (17). Frente a la interpretación moderna,
tendencialmente revolucionaria, la tradición católica, cuyas
enseñanzas significativamente divergen de buena parte de la
orientación y producción teológica actual (18), recientemente
calificada por el Card. Meissner de "desesperantemente
antropocéntrica", de "auto-secularizadora" y de
"tiranía de una lógica desnuda", ha mantenido siempre
que el individuo humano no es ni sólo instrumento (Marx), ni
tampoco primordialmente fin en sí mismo (Kant), sino que -ante
todo- tiene un fin (Juan Pablo II). El olvido individual y
colectivo de Dios es el olvido de que el hombre tiene un fin
(19).
Este punto muestra de modo paradigmático uno de los grandes
dilemas en que se encuentra el Estado moderno nacional, basado en
el concepto de soberanía. La tendencia universalizadora del
subsistema social "economía", inherente en el
principio liberal de libre comercio, amenaza con vaciar de
contenido real a la soberanía -política- de los Estados
nacionales, puesto que no cabe pensar que exista soberanía
política al margen de la soberanía económica. Es decir, el
traspase generalizado del «mercado» de los límites de los
respectivos Estados-nación está agudizando el profundo
desajuste propio de la sociedad moderna entre el subsistema
económico y el subsistema político. La mengua o incluso
inexistencia de soberanía nacional en las cuestiones
político-económicas (tasas de interés y de cambio, creación
de credito, subvenciones, etc.) confirma la subordinación
sucesiva de lo político (forma, símbolo, aristocracia) a lo
económico (materia, función, masa).
La existencia de múltiples aporías políticas, con el
vaciamiento lógico de la soberanía popular (nacional), para dar
sólo un ejemplo, no son nada extrañas cuando se analiza a fondo
el hecho de que el Estado moderno, siempre absolutista -no sólo
el democrático sino también antes el monárquico- está
constituido en torno a un dinamismo implacable, llamado
capitalismo (el dinero como "espíritu" informe,
cuantitativo y abstracto). Y la ideología materialista de éste
se traduce en buscar la redención en la ideología del progreso
(emancipación, desvinculación)(20). Para la tradición
política católica, no se trata -por supuesto- de detener sin
más el curso del río, o de simplemente remontarlo. Se
trata, por el contario, de abrir una salida a la historia. Al
margen del infernal movimiento exterior, se puede observar
que, en realidad, el mundo se mueve cada vez menos. El dinamismo
superficial alimentado por la soberanía popular (todavía
reivindicada, si bien cada vez más vacía de contenido real) y
el mercado global, más bien tiende a la inmovilidad, a cada vez
más de lo mismo. Puesto que dar vueltas sobre sí mismo es estar
inmovil.
La idea bastante común, también entre católicos, de oponer el
capitalismo al comunismo no sería sino un signo de simpleza, por
la sencilla razón de que son los dos aspectos o dos síntomas de
una misma civilización de la materia. El error del
liberalismo está en creer que la mecánica marcha sola, pero el
comunismo no cambia de mecánica, sino que la hace girar a la
fuerza. En tal civilización de la materia, el hombre, como otro
animal, no vive nada más que para su bien-estar, no hay nada que
sea más preciado para él que la vida, y nada en la vida que le
sea más preciado que disfrutar. La actualidad social parece
confirmarlo. Sin embargo, el mundo capitalista y lo mismo
el marxista no es más que una experiencia falseada, que en
diverso grado institucionaliza la desgracia ajena, que en
clave católica significa la asombrosa dificultad de salvarse,
porque para salvarse hace falta el perdón, y no hay perdón si
no se siente necesidad alguna de pedir perdón, ni al prójimo,
ni mucho menos a Dios.
Al menos se intuye que esa "civilización de la
materia" se inspira en una concepción del hombre
gradualmente opuesta al hombre cristiano, puesto que no
tiene en cuenta para nada el pecado original. Porque los
defensores de la "tradición política" creemos en el
pecado original, y sus consecuencias para el buen orden
político, se nos acusa fácilmente de desesperar del hombre.
Pero no es sólo la parte degradada del hombre lo que hace
imposible la organización de un paraíso material, es
más bien lo que tiene de divino: una libertad que sólo
se realiza en la verdad del hombre, que es Cristo.
Pese a ello, el discurso
católico actual, ejemplificado acaso por la "mano
tendida" al liberalismo, como sugiere la encíclica Centesimus
Annus, sigue cautivado por ese supuesto "ideal
cultural" del liberalismo, una concepción de orden social
que confia en exclusiva en una estructuración mejor
del mercado, y un rearme ético-individual, tan ineficaz
como el liberalismo a secas, sin embargo, a la hora de favorecer
la "salvación eterna". De este modo, el discurso
católico liberal apenas rebasa el simple recurso o apelación a
la "constricción interna", propia de la conciencia
(ética individual), y/o a aquella clase de "constricción
externa" que sobre los agentes económicos ejercen las leyes
del mercado y del estado. De verdadera autoridad política nada
de nada.
Sin duda, no faltarán autoridades políticas de abolengo
católico que saben irrealizable un orden societario desde la
simple conjugación entre economía y ética, sin consideración
de la dimensión propiamente política de la vida social. Sin
embargo, o por sus compromisos político-prácticos, o por
incongruencia con las exigencias últimas de su fe, admiten como
aceptable, en términos del tan abusado "mal menor",
que el orden societario se resuelva dialécticamente entre lo
económico (mercado, producción, dinamismo) y lo político
(intervención redistributiva del Estado, justicia y
estabilización sociales).
Tampoco faltan católicos que perciben con mediana claridad la necesidad de una seria reformulación del liberalismo político y económico ante la "crisis de la sociedad", tanto ayer como hoy (21). Así, también la Centesimus Annus insiste en que las leyes del mercado no suplen a su fundamento extra-económico: el hombre, todo hombre, todo el hombre. Pero de régimen católico, igualmente nada de nada.
En resumen, el catolicismo
liberal sí se plantea la urgencia de buscar una «tercera vía»
que reconcilie el carácter dinámico de lo técnico-económico
con la necesidad humana de integración afectiva y estabilidad
societaria, señalando la insuficiencia del subsistema económico
ante la "fenomenología de desintegración social"
(22).
Sin embargo, no bastan la simple mesura y moderación como
principios de un orden social y un estado sanos. La defensa de un
buen orden social, más que un mero equilibrio, es la armonía de
las partes, estructuradas y articuladas adecuadamente.
Fracasan necesariamente las acomodaciones católicas al modelo liberal de armonía social, porque no arranquan en primer lugar de un postulado metafísico-religioso, plasmado con toda consequencia en el propio orden político, sino que, por el contrario, se conforman con simples principios extraídos de la observación "empírica" de la naturaleza humana y social, tal como lo pregona la doctrina liberal desde sus comienzos.
Tampoco bastan los esporádicos esfuerzos para recordar a la "gente" que existe tal "naturaleza humana" (ley natural), frente a presencia omnímoda de la ideología historicista y multiculturalista imperante. Sin encarnación en un orden político concreto que respeta y defienda los derechos de Dios y de la Iglesia, resultan absolutamente esteriles las ya frecuentes afirmaciones por parte de católicos liberales de que el hombre no es un homo oeconomicus o sapiens-consumens, sino un homo religiosus.
Nada eficaz se muestran
los discursos bonitos cuando falte en la actuación de los
católicos en la vida pública todo serio empeño colectivo de
"instaurar todo en Cristo", también el orden
político, empeño que por tanto no se puede limitar a la mera
"idea" de una instancia social directiva, la doctrina
católica, la única desde la cual han de armonizarse los
diversos "subsistemas" sociales. El poder ir más allá
de la oferta y la demanda implica reconocer una gama más amplia
de niveles de mediación societaria que la económica (dinero) y
jurídica (contractualidad). Y esto es absolutamente ilusorio
sin el carácter naturalemente público de la fe católica,
que también en la España democrática ha quedado relegada a
simple privaticidad, a merced de los caprichos de la
"soberanía popular".
Por otra parte, los ahora tan corrientes defensores católicos de
la sociedad civil curiosamente no se dan cuenta de que la posibilidad
de reivindicar con éxito la necesidad de
"contrapesos" frente al Estado, precisa un efectivo
poder social de los principios de la fe. Pero no hay tal
poder efectivo sin autoridades y jerarquías en un sentido lato;
y esto no es otra cosa que volver a insistir en la doctrina
política de la tradición católica, señalando sin
contemplaciones las aporías propias del régimen político
democrático. Si no hay voluntad decidida de recuperar el sano
orgullo y convencimiento de que sin esas "autoridades"
la masa se quedaría sin fermentar, la tradición política
católica no podría ejercer de "contrapeso". Pero
sólo tal "contrapeso" constituye una limitación
efectiva a los abusos de la idea y del régimen de
"soberanía popular". El respeto a las instancias
directivas de la sociedad (ética y religión), de las que se
hace cargo en virtud de su función de "aristocracia
social", implica una limitación frente a la dogmatización
de las nociones democráticas de "representacionismo",
"pluralismo" y "consensualismo". Un Estado
"sano" precisa el valor de la legitimidad frente a la
mera legalidad de un gobierno constituido por el poder de los
hechos.
El modo de plantearse la
tensión entre "patria" y "mundo" podría ser
revelador al respecto. El católico tradicional piensa que no
puede haber "mundo" sin "patria", es decir,
no cabe realizar bien la ampliación económica del espacio
societario (mercado común o global) sin los elementos de
"autoridad" (saber socialmente reconocido) y
"potestad" (poder socialmente reconocido) significados
ambos en el concepto de "paternidad".
La tradición política católica significa aquí también, más
allá de la verborea al uso, el efectivo respeto a la
"subsidiariedad" en las relaciones sociales, como
única garantía para una efectiva integración social.
Subsidiariedad significa aquí la "descentralización"
espacial y vertical en varios niveles. Qué otra cosa fue la
monarquía tradicional, no la liberal, ya bajo Isabela II, y
definitivamente desde la "restauración" de Cánovas.
El invento de las autonomías, el famoso "café para
todos" de Suárez, amparado por rey que ha traiciona su
juramento, lo vemos con más o menos indignación (23), no
conduce sino a la destrucción del poder y orden políticos, y no
a una efectiva descentralización de la potestas, ni
tampoco al fortalecimiento de las capas de "nobilitas"
para la diversificación gradual de la auctoritas.
Esta diversificación gradual
es también la única medida eficaz contra las insinuaciones
anti-autoritarias de la "sociedad abierta". El gran
desafío en la organización y dirección del cambio social
consiste en evitar dos extremos: el caos de la dispersión
cultural o, por el contrario, el sometimiento de la cultura a una
institución social predominante (p. ej.: al estado o al
mundo empresarial, etc.), o a una relación humana
predominante (p.ej.: lo político o lo económico-jurídico,
etc.). Los supuestos filosófico-políticos de la doctrina tradicional
de la Iglesia podrían arrojar luces nuevas sobre esta vieja
problemática, tan olvidada o menospreciada por el catolicismo
liberal, ayer como hoy.
La limitación última del cuerpo doctrinal liberal -en su
dimensión política y económica- consiste en que su núcleo
duro, a saber, la irrelevancia o, al menos, simple privaticidad
de las convicciones religiosas, no admiten, ni mucho menos
estimulan, una universalización suficiente de los juicios
religiosos, en la medida en que ellos quedan enfocados desde la
sola conciencia individual. Por ello, también cabe preguntarse
cómo el católico actual, defensor más o menos entusiasta de
ese liberalismo, pretende impedir -con presunción de eficacia-
la desintegración de la ética común por él defendida. Resulta
problemático insistir en ella como condición imprescindible del
funcionamiento socialmente "inocuo" de la economía
libre de mercado, cuando se acepta expresamente el paradigma de
la "fe como pura interioridad", sin obediencia, no
sólo individual sino comunitaria, a una instancia mediadora
entre alma y Dios, que es la Iglesia. Esta incongruencia se debe
definitivamente al presupuesto implícito en la filosofía social
liberal, asumida poco a poco por los católicos desde los albores
de la Revolución francesa (24), de que la relación con Dios no
es una relación societaria, en sentido estricto. La voluntad de
defender la fe católica frente al liberalismo
teológico-religioso y filosófico-moral, se ve contrariada por
la aceptación más o menos fervorosa del liberalismo político
(democracia) y económico (mercado libre). Pero la reinvocación
de una ética común requiere de una instancia social que le dé
fuerza práctica. No faltan autores que -pese a su ideario
democrático- declaran la dificultad de hacer compatible
la idea de "libertad religiosa" con una ética
societaria que pueda defender su pretensión de validez
universal. Fe y razón han de darse la mano, pero eso no sólo en
el plano personal y privado, sino también el social y público.
La versión ilustrada del pueblo como soberano no enfoca
el poder popular como relativa autonomía sino como
radical independencia del poder de Dios. He ahí su error
radical, que estamos pagando tan caro. Es decir, las formas
democráticas de gobierno, resurgidas con fuerza a partir del
Renacimiento y la Ilustración, que reemplaza la visión
cristocéntrica por otra neo-pagana, que es antropocéntrica, son
por su propia índole negadoras de la soberanía de Dios.
Los católicos, de cara a la vida pública, no tienen derecho de
claudicar los derechos supremos de Dios, porque son
irreconciliables los principios de la fe católica y los
principios de la revolución, sea la norteamericana, francesa,
mexicana, rusa o asturiana. Sin embargo, es corriente que la
violencia que ejercen las ideas dominantes sobre las conciencias,
produzca el demoledor efecto de ya no saber rebasar o elevarse
por encima de los prejuicios "contemporáneos",
emanados de la manipulación universal de la historia a partir de
la revolución francesa y de la instauración paulatina del
"pensamiento único" (25).
Si la religión es "asunto privado", así lo afirma
toda la Modernidad con Hegel, o mero "opio para el
pueblo" (según el materialismo dialéctico del marxismo), o
incluso "ficción mitológica" -y por tanto
irrelevante- (según el tenor actual del criticismo
posnietzscheano), la ética necesariamente sufre el mismo destino
(26), con la lógica consecuencia, salvo notables excepciones
más o menos heróicas, de que la búsqueda del bien se
confunda habitualmente con el búsqueda del interés y placer
(27). El "olor" predominante en las democracias
modernas es -no nos sorprenda- un "sinsabor", es decir,
una falta de sabor y perfume propios, siendo precisamente esa
falta de cualidad propia la nota esencial del dinero, omnipotente
y omnipresente mediador y símbolo de la "aldea global"
bailando alrededor del "becerro de oro".
Si el régimen católico estaba al servicio del espíritu, el
nuevo régimen -emanado del espíritu del saeculum- lo
está del cuerpo. A pesar de que el acento del discurso
europeista y mundialista reside en valores aparentemente
meta-económicos, como son libertad (28), democracia (29) y
derechos humanos (30), esos no son más que Überbau
(hiperestructura ideológica) a los propósitos del
"cuerpo", una vez asentada la exclusión de la noción
de "trascendencia", es decir, la ausencia de los derechos
de Dios en la vida pública (31). No nos ha de extrañar, sin
embargo, la preeminencia de los valores del cuerpo sobre los del
espíritu en el proyecto europeo, espejo y motor, todo en uno,
del proyecto satánico (32) de la "aldea global". La
concepción actual del cometido de la política, que sin más
parece consistir en favorecer una siempre creciente
disponibilidad de bienes que se adscriben al cuerpo, es signo
inequívoco de que la pugna de las ideas no ha ido más allá del
economicismo. La en sí noble función de la política ha quedado
absorbida por las pretensiones del "cuerpo" que
instrumentaliza a la razón para sus fines económicos, variando
hacia el infinito la espiral entre producción y consumo (33).
Sin necesidad de polémicas,
creo que la tradición política del catolicismo señala una
clara alternativa al régimen de la soberanía popular,
alternativa digna de ese nombre, digna porque saber decir un no
contundente -multisecular- a la política del "más de lo
mismo", con que parece conformarse el catolicismo liberal.
Dr. Andreas Böhmler
Notas_____________________________________________________________
(1) "Digo que la cobardía
de tantos cristianos frente al mundo de mañana que fingen no
ver, o reconocer, es una tentación verdaderamente demasiado
peligrosa para esta clase de humanidad feroz que precisamente
está formando este mundo" (La libertad, ¿para qué?,
Ed. Encuentro, Madrid, 1989, p.89).
(2) Es evidente que un incrédulo se queda del todo indiferente
cuando haces ante él profesión de creer en los grandes
misterios de la fe, cuyo significado apenas entiende y que no
dicen gran cosa a su imaginación. He ahí la razón tambíén
del error del catolicismo liberal, que ha hecho las paces con la
revolución, pensando que nunca faltará la posibilidad y
oportunidad de dialogar con el incrédulo. Pero el incrédulo o
no quiere o ya no puede ni escuchar, ni entender, ni obedecer, o
ambas cosas.
(3) Introducción a Donoso Cortés, Rialp, Madrid, 1964,
p.254
(4) La nueva sensibilidad, Espasa-Calpe, Madrid, 1988, pp.
27-39
(5) La casi totalidad de los políticos alzados al poder en 1931
eran enemigos declarados de la Iglesia que pretendieron
apresuradamente un Estado laicista. He aquí la fuerza
revolucionaria detrás las Cortes Constituyentes, tras la
victoria en las urnas (28/6/31), consecuencia directa de la
excusable "gripe" que asoló la España tradicional,
bastante "indispuesta" con motivo del abandono poco
"real" del trono por parte de Alfonso XIII, y algo
perpleja por el precipitado reconocimiento pontificio de los
"poderes constituidos", mediante carta del Nuncio a los
obispos, trascurrido escasos diez días desde la declaración de
la República (cf. F. de Meer, La cuestión religiosa en las
Cortes Constituyentes.., Pamplona, 1975, pp.30s). Acaso fue
señal de notable ingenuidad el hecho de que la Santa Sede
confiara en que el gobierno anticatólico respetara los derechos
de la Iglesia y el Concordato vigente, sobre todo teniendo a la
vista las múltiples lecciones de la historia contemporánea,
incluso reciente, sobre la futilidad e infertilidad social de una
paz a toda costa, como son p.ej. la dolorosa orden de la Santa
Sede en el curso del verano de 1926, de cara al conflicto
mexicano, de que "los sacerdotes se abstengan de ayudar
material o moralmente a la revolución armada", hecho que
además del desengaño popular con respecto a la jerarquía,
nunca recuperado, llevó, en última instancia a que hayan podido
darse los sistemáticos asesinatos de los Cristeros, desde
septiembre de 1929 hasta mayo de 1931, sólo escasos meses desde
que, en Junio de 1929, los obispos méxicanos, en un arrebato de
obediencia al teledirigido voluntarismo reconciliador pontificio
(al que obedece el diseño de Acción Católica en el mundo
católico), y de confianza ilusa o incluso malévola respecto a
las motivaciones del gobierno revolucionario, habían firmado con
Calles los famosos "Arreglos" (cf. Ahora Información
nº 34, "Cristeros, cruzados del siglo XX", Barcelona,
1998, pp. 20-22). Los ejemplos de México y España muestran que
desde la Revolución Francesa la Jerarquía eclesiástica ha ido
perdiendo su fino sentido de las cuestiones del poder, poniendo
sus buenas "intenciones" por delante de lo que
razonablemente puede esperarse de gentes e instituciones que con
más o menos furor se declaran y comportan como anticatólicos.
(6) Cito aquí a su libro reciente sobre Koinós. El
pensamiento político de Rafael Gambra, Speiro, Madrid, 1998,
p. 56
(7) Historia de la democracia cristiana, trad. esp. en Ed.
Tradicional, Madrid, 1950, p. 26
(8) Por cierto, la barbarie es algo muy distinto a la ignorancia.
No hay que confundir al bárbaro con el hombre primitivo. El
bárbaro no es un bárbaro porque ignora o rechaza las elevadas
disciplinas espirituales que hacen al hombre digno de llamarse
hombre. Uno puede perfectamente imaginarse una humanidad que ha
retrocedido o vuelto a la barbarie. No son los técnicos del
mundo moderno los que mantienen esas disciplinas. Ellos lo
deberían saber de sobra. Por eso no tienen excusa cuando
garantizan y ratifican la opinión de los necios, para los que la
idea de civilización es inseparable de la de confort.
(9) Al hombre medio le tiene totalmente sin cuidado la humanidad
regenerada en Cristo, y no pide, en el fondo, sino un pretexto
para renegar de la libertad metafísica cuyo riesgo (ya) no
quiere correr. El hombre medio no está en modo alguno orgulloso
de su alma, no desea más que negarla. Lejos de ser la
consoladora ilusión de los simples, de los ignorantes, la
creencia en la libertad, en la responsabilidad del hombre, es a
lo largo de los milenios la tradición de las élites. Pero en
cuanto se debilita el prestigio de los sabios, la autoridad de
los poderosos, en cuanto flaquean civilización y cultura, los
hombres de masa vuelven a buscar un solar, un rincón de calle
donde perder su alma inmortal, con la esperanza de que nadie se
la vuelva a traer. Sin embargo, los que siempre se habían
mirado como los guardianes de la más alta tradición de la
especie, la "inteligencia" católica, rechazan ahora
esa carga. Sin duda, apenas habían esbozado el gesto de
traición y renuncia, ese era el que esperaban las masas desde
siempre, desde la salida del Paraíso.
(10) Lo menos que puede decirse de la civilización actual es que
no encaja en absoluto con las tradiciones y el genio de España.
Al tratar de ajustarse para vivir en ella, es muchísimo, es una
inmensidad lo que ese pueblo ha perdido. Corre el riesgo de
perderlo todo en este esfuerzo contra sí mismo, contra su
historia.
(11) "Lo característico del 98 -escribe Maeztu,
contextualizando España en este proceso, análisis todavía
válido hoy- es que los lugares comunes de índole antagónica,
como el de la sacrosanta libertad y la virtud de las damas, o el
honor de los caballeros, convivieron en los mismos pechos sin
darse cuenta de que eran incompatibles. ..en aquel momento se
confundían los temas de la tradición con los de la revolución
y había muchos republicanos que eran conservadores en todo,
salvo en su concepto de la forma de gobierno, .. y hasta grandes
patriotas que reclutaban sus huestes entre los elementos que
después se ha visto que constituían la antipatria. Esta
confusión era propia del momento y del país, que desde hacía
mucho tiempo no se había dedicado a precisar los contenidos de
las ideas generales.. Quizá ahora.. pretendamos suplir con
papeletas y fichas la falta de talento creador. ..muchos
españoles (viven) sin darse cuenta de que los pueblos sólo
viven mientras hay hombres dispuestos a morir por ellos.
..Unamuno sintetizaba: "Robinson ha vencido a don
Quijote". .. Entonces empezaba a propagarse por España la
interpretación económica de la historia, que es la de Sancho
Panza, y parte de los intelectuales y del pueblo soñaron que al
descargarse de las altas responsabilidades históricas viviría
la gente mejor o, por lo menos, más a gusto" ("La
novela del 98", en La Prensa, Bs.As., 27.XII.31).
(12) Tomando como marco de argumentación el famoso y nefasto
"café para todos", promovido por Suarez y el sujeto
que detenta actualmente la Corona, como principio del actual
régimen autonómico que está conduciendo al arbitario, y de
paso carísimo, desmantelamiento de España como unidad
histórica, Licino de la Fuente no hace más que confirmar la
tesis del olvido del estatuto trascendental de la historia, es
decir, del desequilibrio en la consideración de las dimensiones
del tiempo (pasado, presente, futuro) propias de la condición
humana: "Nosotros no disponemos de España. España no es
una herencia que se pueda partir y repartir. España es la obra
de muchas generaciones de la que una generación determinada no
tiene facultad de disposición" (Razón Española,
nº 95, mayo-junio 99, Madrid).
(13) El filósofo y periodista
alemán Alexander Lohner, en un ensayo a caballo entre texto
académico y divulgativo analiza la insuficiencia del sentimiento
en general, y de la compasión en particular, como
fundamentación de la moral (y por lo mismo también como
fundamento de la política). En línea con la Theorie der
Sympathiegefühle de Max Scheler (1913), refuta la validez de la
doctrina ética schopenhaueriana que desvincula lo moral de lo
racional y lo personal, quedándose con un vago sentimiento de
compasión. Y en esto contexto desarrolla lúcidamente la noción
de la "transitoriedad de los sentimientos", sean de
compasión o de otra índole, diciendo que "hay muchas
ocasiones que estimulan los afectos de compasión y que sin
embargo no conducen a un juicio éticamente válido: ante el
tribunal del sentimiento de compasión no sólo tiene razón el
supuestamente más débil frente al supuestamente más fuerte,
sino también el que está presente frente al que está ausente,
y de modo habitual impera lo presente sobre lo pasado
(tradición) y lo futuro (caso de la "madre" que quiere
abortar su nasciturus). No debe olvidarse el hecho de que
el sentimiento de compasión) sólo tiene vigencia como tal
cuando y mientras exista como afecto realmente presente. Muchos
mandatos morales requieren sin embargo nuestra actuación
también más allá del estado de una actual afectación
emocional" (Die Tagespost, nº 49, 24 de abril de
1999). Se observa por tanto que el reduccionismo temporal del
hombre al mero hic et nunc no sólo trae graves
consecuencias para una recta comprensión de las cuestiones
morales sino también de las políticas, e viceversa.
(14) Acaso hace falta la fina ironía de un José Mª Pemán para
que, riéndonos un poco, aceptemos sin alterarnos este estado de
cosas (cf. "El otro es fascista", en Obras Selectas,
Barcelona, 1971, Vol.I, pp.118ss; cf. también G.F.de la Mora,
"Orwell en las Cortes", Razón Española, nº97,
1999, Fundación Balmes, Madrid)
(15) El mundo actual padece de una incomprensión casi viceral de
la correlación entre hábito y placer. Es un problema práctico
que interpela tanto a la teoría moral como la política. Habría
que volver a asimilar la enseñanza clásica de que la calidad,
intensidad y duración de un sentimiento de placer está en
función directa con la índole y cualidad de los hábitos
(virtudes o vicios). La repetición de actos es el responsable
primordial para que brote y se consolide un sentimiento de
placer. Si leo mucho, me acabará por gustar. Si me doy
frecuentes baños en la música tecno, eso me gustará. Sería
erróneo pensar que no leo, pienso, rezo, etc. porque no me gusta
leer, pensar o rezar. El hábito hace al monje, nunca mejor
dicho. Podría decirse en analogía a la sentencia escolástica
de que la verdad es la adecuación del inteligencia con la cosa,
que el placer es la adecuación de los sentidos a las cosas. He
aquí el problema, ¿a qué cosas me induce aplicar la atención
la sociedad actual? Conforme al modelo de "adecuación"
que se estila en una comunidad política, impera lo material o lo
espiritual. La "defensa del espíritu" (Maeztu) tiene
claras consecuencias, también para la dirección política. He
aquí, "la adaptación al siglo", signo inconfundible
de la crisis actual de la Iglesia. Porque la aceptación de los
principios del liberalismo, avalando el espíritu renacentisa,
oculta prácticamente la primacía de los bienes internos, pero
son estos, las virtudes, tanto los intelectuales como los
morales, las que permiten al hombre trascender el tiempo y las
que lo insertan en la eternidad, anticipándola en cierto modo.
La virtud un modo de anticipar el cielo; el vicio, anticipar el
infierno. Este es el auténtico sentido de la idea católica, no
protestante, por cierto, de que cielo y infierno respectivamente
comienzan en esta vida, o dicho de otra manera, todo aquel que no
alcanza cierta paz del alma en este mundo (en el sentido de la
noción de tranquilitas ordinis de San Agustín, De Civitate
Dei, XIX, 10-13), ya está con un pie en el infierno.
(16) La Iglesia católica, "experta en humanidad", en
su doctrina social reciente no ha hecho sino más explícito el
significado humano de la economía, asignado específicamente por
Dios en el Génesis, insistiendo en la "humanización"
del hombre por medio de la transformación y dominio de la
naturaleza. Hablando en serio, significa una participación del
hombre en las obras de Dios, en la transfiguración del mundo.
Defender la vida y ensancharla, resucitándola así en cierta
medida: en ésto consiste la actividad económica del hombre. Es
la reacción positiva del principio vivificante contra el
principio mortífero. Es la obra de la Sophía encarnada para
restaurar el mundo, obra que lleva a cabo por intermediación de
la humanidad histórica. Y es élla la que establece la
teleología del proceso de la historia. El mundo, caído en una
condición de no-verdad, o sea, de mortalidad, debe volver a la
razón de la Verdad. El medio de esta repuesta en orden es el
trabajo, o la economía. Pero el fin de la historia se halla más
allá de sus fronteras, ella no representa más que el camino.
Además, del mismo modo que la economía es meta-económica, el
origen del trabajo económico se halla más allá de la historia
y la economía en su sentido actual. Partiendo de las condiciones
ontológicas de posibilidad de la economía, es muy sugerente el
hilo argumentativo del filósofo-teólogo ortodoxo S. Búlgakov
(cf. Philosophie de l"économie (1912), Collection Sophia,
Ed. L"Age d"Homme, 1987, Lausanne) para terminar en la
cuestión por el sentido de la economía: su teleología y
presunta escatología. Si bien, mediante el trabajo, el hombre
intenta reconciliarse con Dios y con la naturaleza, no obstante,
no puede acabar esta «obra común» de la cual habla otro ruso
emblemático Nicolas Fedorov, atribuyendo al trabajo una
eficiencia escatológica real. Búlgakov, por el contrario,
expone con muchos matices una ontología, axiología (ética),
teleología y fenomenología de la economía sin admitir que el
trabajo de la humanidad tuviera una «fuerza» transfiguradora
inmanente.En sus obras posteriores a la Filosofía de la
economía, a saber, La lumière sans declin (1917,
idem, 1990) y "Orthodoxie et Economie", en: Orthodoxie
(1921, idem, 1982), va profundizando en estos temas en un marco
de investigación que sucesivamente va rebasando los límites de
la mera investigación filosófica. Así, la economía tiene un
límite, por mucho que el mundo es tanto una «teofanía»
(postulado de un Dios transcendente al mundo) como una
«teogonía» (postulado de un Dios haciéndose en el mundo en
cuanto que se actualiza en cada miembro de su corpus mysticum).
Esa antinomia transcendental irresoluble (cf. Orthodoxie:
180-186) se traduce en que, por mucho que la economía tuviera
las dos tareas principales y nobles de vencer la pobreza natural
y la social, se topa con su misma incapacidad regeneradora.
Además, el reconocimiento mismo de aquel límite es precisamente
la salvaguardia ante el pesimismo y escepticismo que acosan al
«materialismo económico», sea en su vertiente socialista o
liberal-utilitarista-individualista. El trabajo y el consiguiente
poder y la riqueza, que mediante aquél adquiere el hombre,
indudablemente suponen una cierta victoria de la vida sobre la
muerte; y la historia universal es esto. Pero, no puede vencer
definitivamente a la muerte. (En la actualidad, esto lo
pretenderían, como su expresión quizá más contundente e
irrisoria, aquellas personas que hacen congelar su cuerpo para
que por medio de alguna magia de la ciencia y técnica puedan
resucitar algún día en este mundo). Esta transformación, que
es en realidad un nuevo acto creador de Dios de cara al hombre,
el trabajo económico (a pesar de su «magia» de poder y
riqueza) justamente no puede efectuarlo. Búlgakov denuncia así
la falsedad de una «escatología» económica (del signo que
fuera) que no significa más que una nueva vuelta al «mesianismo
judáico»: "la seducción por el reino de este mundo,
objeto de la primera tentación diabólica: el hombre anhelando
manifestarse como mesias económico que por el poder de su
regulación de la naturaleza se vivifica y resucita" (La
lumière sans declin: 355; cfr. 336). Por la fuerza de las
cosas todos los esfuerzos del economicismo miran a la
perpetuación de la existencia de este siglo. "Todas las
teorias económicas, sobre todo las del socialismo, lo ponen de
manifiesto: bajo el manto de la libertad mediante la acumulación
de la riqueza pretenden consolidar la servidumbre económica del
hombre, incitándole a realizar el ideal contradictorio de una
libertad mágica o económica". Pero la economía no tiene
escatología, aunque se refiere a ella. Por el contrario "se
provoca una definición errónea de la economía por olvido de su
contingencia y su carácter relativ" (idem: 337).
(17) Ver la ya clásica obra de Rafael Gambra, El silencia de
Dios, Prensa Española, Madrid, 1968 (4ª ed.,
Criterio-libros, Madrid, 1998)
(18) Leo Scheffczyk no es el único teólogo de fidelidad y
discernimiento probados que denuncia este hecho lamentable, que
por ahora parece culminar en la confusión de los fieles
católicos mediante la claudicación ante un falso ecumenismo tal
como subyace a la labor del Card. Prefecto Cassidy, que por
desgracia firmó el 31 de Octubre, día de la reforma
protestante en Alemania, la controvertida declaración conjunta
(de nulo valor magisterial, sobre todo desde las objeciones
formuladas por la Congregación para la Doctrina de la Fe) de
cara a la doctrina de la justificación. En un conferencia
reciente, ante un círculo de sacerdotes (Linzer Priesterkreis)
austríacos, Scheffczyk afirmó que aquí la cuestión de la
unidad práctica se ha resuelto a costa de la verdad, en
concreto, sobre todo a costa de la efectiva "existencia de
la gracia en tanto don creado", doctrina de la gracia que
rebasa con mucho las angustiosas, deficientes e imprecisas
afirmaciones de Lutero sobre la justificación como el famoso
"simul iustus et peccator" (cf. Deutsche Tagespost,
21 de Junio de 1999, p.7)
(19) Hablando de la crisis teleológica de la modernidad, no
deberíamos dudar de que el campo semántico de la "ley
natural" de la tradición católica, no
iusnaturalista-racionalista, no se identifica con lo que los
revolucionarios franceses -y mundialistas actuales (ONU)-
entienden cuando hablan de los "derechos humanos" (cf.
José Zafra Valverde, La Torre de Babel de los Derechos del
Hombre, Pamplona, 1993). He aquí una evidencia más de que
crisis teológica y crisis teleológica se implican mutuamente.
(20) Cf. A. Böhmler, El ideal cultural del liberalismo. La
filosofía política del ordo-liberalismo, Unión Editorial,
Madrid, 1998, p. 208)
(21) Temática extensiva y agudamente analizada por Röpke en su Die
Gesellschaftskrisis der Gegenwart (1942), 6ª ed., Verlag
Paul Haupt, 1979, Berna (vers.esp.: La crisis social de
nuestro tiempo, Revista de Occidente, Madrid, 1947).
(22) La actividad económica, aun considerada en sí misma, no es
mera producción, sino que tiene que dotar de sentido a la
persona humana, contener elementos de otium en el sentido
clásico (contemplación). La felicidad no se alcanza en la
espiral entre producir y consumir, cuyas patologías sociales son
analizadas con detenimiento (soledad, marginación, aburrimiento,
tedio, agresividad, embrutecimiento, mal gusto, excentricismo,
etcétera).
(23) Remito una vez más al muy cuerdo ensayo de L. de la Fuente
sobre "La España de las Autonomías", en op.cit.,
pp. 261-78.
(24) Cf. A.Böhmler, La Iglesia y la Revolución. La
"cristíada" mexicana y la "cruzada"
española en la encrucijada del pensamiento político tradicional
y moderno, comunicación para el X Simposio Historia de la
Iglesia en España y América sobre "La nueva relación
España-America en el proyecto europeo", 17 de Mayo, Sevilla
(publicada en las Actas de la Academia de Historia Eclesiástica
(Sevilla).
(25) Se discrepe o no con múltitud de afirmaciones y
valoraciones hechas en la realmente prodigiosa producción
literaria de R. de la Cierva, es una constante meritoria a mi
juicio el no sucumbir al "pensamiento único"; más lo
es el combatirlo con todos los medios de historiador a su
alcanze, que al menos rozan con ser enciclopédicos. En este
esfuerzo inconformista se inscribe también La victoria y el
caos (Madridejos, 1999) donde pone el dedo en la
falsificación de la historia de España: "Aireado e
irracional rechazo -escribe- provoca en sectores decisivos del
mundo cultural y el mundo político cualquier exposición sobre..
la historia de España y la historia de las ideas y formas
políticas que no se ajuste a los cánones de lo políticamente
correcto. Una poderosa fuerza -como se llamaba en los años
treinta a la Masonería..- intenta con todos los recursos imponer
en el conjunto mundial de los medios de comunicación, con
inclusión de las editoriales de prensa y de libros, una versión
de pensamiento único que veta implacablemente cualquier línea
de opinión discrepante".
(26) Para evitar esta conclusión, frente al escepticismo liberal
(que no se queda en el nivel metafísico, sino coherentemente
niega cualquier pretensión de verdad universal en política), la
solución de Hegel consiste en totalizar la ética,
identificándola (Aufhebung) con la política, lo que equivale a
su supresión, confiando su realización en manos del Estado,
ideario que gustosamente han desarrollado Marx, Engels, etc, y
que posteriormente fue convertido en tarea diabólica, por gente
demasiado conocida.
(27) El bien auténtico se comparte y difunde (bonum diffusivum),
el interés y el placer por el contrario son "míos" o
de los "míos", es decir, es privativo y exclusivo por
su propia índole.
(28) Frente al discurso hueco de la revolución liberal, telón
de fondo del proyecto europeo y de la nueva relación
España-America, el Maeztu de la triple "defensa", Defensa
del Humanismo, Defensa de la Hispanidad, Defensa del Espíritu,
recuerda la concepción de libertad de la filosofía perenne. No
basta ser naturalmente libre, ni usar, de cualquier forma, de esa
primaria y espontánea libertad. Para dar cumplimiento a las
verdaderas exigencias de nuestro modo espiritual de ser libre es
preciso que la verdad gobierne a la existencia. La perfección de
la libertad requiere por tanto una disciplina de cara a la
verdad: "Si pensamos -escribe Maeztu- que el alma
es, de hecho, agente libre y no siervo, el ideal que le
propongamos no ha de ser la libertad, sino precisamente aquella
disciplina con que ha de merecer y conquistar la libertad. Entre
la libertad instrumental o de hecho y la libertad ideal o final
media un aprendizaje que no podemos saltarnos a la torera.
Stuart Mill se engañaba al esperar la verdad de la libertad;
tenemos que desandar lo andado y reconocer humildemente que sólo
la verdad nos hará libres" (citado en A. Millán, op.cit.,
25). Y otro texto más claro todavía: "La liberad es
libertarnos de la servidumbre del pecado. .. A la conquista
del alma, mejor dicho, a la majestad del alma, sólo por el
camino de la verdad se llega" (idem).
(29) La relación profunda entre pacifismo y democracia es tan
clara como oculta. Se trata simplemente de sustituir la decisión
armada que, en principio, conduce a la victoria del más fuerte,
por la negociación económica, que conduce al dominio del más
rico. .. La democracia es, en el fondo, una Criptocracia
plutocrática.. y al ser un poder oculto es natural que se
combine con todas las otras redes y sectas de connivencia
oculta.. (A. d"Ors, op.cit., p.105s).
(30) "(T)enemos que poner un precio irrenunciable al
reconocimiento de tales atributos - así concluye Zafra su
penetrante obra antes citada-. Al caracterizarlos de
"inherentes" a todo ser humano, jamás consentiremos
que se les interprete como dotes o potencialidades cuya última
fuente esté en el hombre mismo. Son derechos naturales, pero
dados por Aquél que ha dado al hombre su naturaleza como un ser
presente a quo y como un ser futuro ad quem. Son, pues, derechos
naturales, pero trascendentales en razón de la naturaleza de su
Autor. Y como tales, reciben su vigor más poderoso cuando Dios
es contemplado, no tan sólo como el Omnipotente que dicta
mandamientos, sino como el Amigo, como el Padre que, al hacer al
hombre libre y desear y esperar una respuesta armónica de éste,
necesita, porque quiere, que se le reconozcan Sus derechos
eminentes" (207s).
(31) Idem. En los dos últimos capítulos se analizan
detenidamente los derechos generales de Dios (pp. 177-87) y los
derechos concretos del Dios-Hombre (189-203).
(32) "El precepto de amar a Dios sobre todas las cosas y al
prójimo como a uno mismo se puede entender como un deber de
servicio" - así arranca la lúcida argumentación de A.
d"Ors (op.cit., p.86). "Y ese Amor es
precisamente la expresión más cabal de la unidad: unidad con
Dios y con todos los hombres. .. Ese camino del Amor parece ser
el de la santidad. .. La historia nos muestra la reliquia social
del Pecado en forma de no-unidad, pero el supranatural
perfeccionamiento del hombre le lleva, también en el orden de su
coexistencia social, a buscar una unidad. El problema está en
discernir cuándo esta unidad es aceptable para Dios o no.. La
idea guía para entender esta diferencia entre unidad
santificable y la no santificable está en la unión matrimonial.
.. Hasta tal punto (lo) es el matrimonio.. que para explicar la
trascendencia social de la unión misteriosa de Jesucristo con la
naturaleza humana, se presenta a aquella por analogía del
matrimonio: de Jesucristo con la Iglesia por él fundada. .. Y
esta Iglesia, precisamente por ser única -como la esposa en el
matrimonio- ha de ser universal. ..de ahí.. católica. Pero se
puede decir más: es la única sociedad universal realmente
santa. Las otras sociedades que pretenden ser univesales podrían
acaso ser indiferentes, pero el hecho es que suelen ser
contrarias a la voluntad de Dios. .. La idea de constituir hoy un
estado universal sería una repetición analógica del pecado de
la torre de Babel; pero hay pretensiones similares. .. Fuera
de la Iglesia (Pedro) no consta una delegación de poder único
universal. .. La ambición a un dominio total del mundo se
plantea hoy como dominio de un control económico encubierto,
manteniendo la apariencia de un pluralismo político universal.
Ese es el fin de la llamada Sinarquía, que se disfraza bajo
otros nombres (Masonería, Trilateral, ONU) según los distintos
aspectos de su influencia y las diversas conyunturas mundiales, y
resulta compatible con ciertas tensiones ideológicas.. a pesar
de hallarse dominadas por aquel control despersonalizado y oculto
(pp. 86-91). La unidad forzada de una comunidad política
universal sería contraria a la libertad y, por ello, a la Moral
cristiana. Tampoco parece ser conforme a la voluntad de Dios,
pues atenta igualmente contra el dogma del Reinado actual de
Jesucristo, la unidad universal que pretende conseguir el
gobierno sinárquico..; antes bien, este poder universal secreto,
cuyo fin es el dominio universal por el control económico, es
esencialmente anticristiano; presenta rasgos claramente
satánicos, al imitar la unidad universal de la Iglesia de Cristo
y encubrirse como "autoridad" clandestina aparentando
que los pueblos son libres para elegirse libremente otras
"potestades"; ..la única unidad universal
positivamente querida por Dios es la de la Iglesia, y parece
conforme a esa misma voluntad que coexistan distintas potestades
en el orden político..: a la unidad de la Iglesia corresponde la
pluralidad del mundo secular, y la unidad política del mundo
secular, en cambio, atenta siempre contra la unidad santa de la
Iglesia" (p.115s).
(33) Cf. A. Böhmler, op.cit., p. 259
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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