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Razón contra natura.
Mantener que la ley natural es un prejuicio supone trastocar el pensamiento
Uno de los caracteres esenciales que se
aprecian en el proceso revolucionario de las costumbres que se ha
dado en las últimas cuatro décadas, es la rebelión implacable
contra aquellas normas que siempre se habían considerado
emanadas de la ley natural.
Esta rebelión se manifiesta fatalmente en el intento de
socavamiento de esa pertenencia, o de esa filiación; pues de
admitir éstas, la obligación de cumplir tales normas se
presenta como éticamente insoslayable. Una posición extrema
llega a negar la existencia de ley natural alguna.
Pero en un caso u otro, la lucha contra las normas naturales se
orienta en el sentido de rebajar su condición al nivel de
simples prejuicios. Los partidarios del aborto, la
homosexualidad, la pornografía, etc. nunca reconocerán que
combaten leyes naturales, sino sostendrán que su lucha es contra
los prejuicios.
Mantener que la ley natural es un prejuicio supone trastocar el
pensamiento. Un simple estudio del sentimiento de aversión que
provoca el homosexualismo o del fuerte rechazo que produce el
aborto, nos aclaran que no son consecuencia de ningún prejuicio.
Una repulsa instantánea e íntima no puede ser enseñada. Los
sentimientos no pueden ser dirigidos o provocados por un juicio
previo. Por mucho que a un varón se le enseñe desde pequeño
que las mujeres son horribles, no dejará de sentirse atraído
por ellas si es normal. Su prejuicio se verá contradicho por su
sentimiento auténtico. Así, pues, la aversión a la
homosexualidad, al aborto, etc., no tienen nada que ver con los
prejuicios. A lo más, juicios y argumentos formulados
posteriormente vendrán a confirmar un sentimiento que es
anterior a ellos y que, en puridad, no les necesita.
Estos sentimientos íntimos, de carácter esencial, que anidan en
el hombre desde que nace, pertenecen a la ley natural. El
cristianismo ha venido a reforzarlos y desarrollarlos, pero son
anteriores a él. Sus enemigos recurrirán al concepto de
"irracionalismo", pero esto es una falacia, como tantas
otras. En primer lugar, habría que decir que algo que es
irracional no significa necesariamente que esté por debajo de la
razón. Puede estar por encima, como en el caso que tratamos.
Sería, en tal caso, más procedente aplicar el término de
"suprarracionalismo". Pero ni siquiera esto es
necesario. Puesto que el concepto de razón que utilizan los
enemigos de la ley natural es muy estrecho. Llaman razón al
pensamiento coneptual, discursivo, dialéctico, excluyendo un
fenómeno intelectivo que, en realidad, no está fuera de la
razón, sino dentro de ella, como es la intuición. Tomás de
Aquino, gran amante de la razón, no realiza escisión alguna. Es
decir, la razón discursiva supone la razón intuitiva, aunque no
lo expresara así el filósofo. La razón discursiva tiene su
base en las iluminaciones de la razón intuitiva.
No hay motivo para que admitamos aquél concepto estrecho de
razón, y habremos de convenir en que el citado fenómeno
intuitivo, o de percepción directa e instantánea, mantiene una
jerarquía superior en la misma. La filosofía de Henri Bergson,
por ejemplo, está fundamentada en la percepción de los límites
del pensamiento conceptual, y en la suprema instancia de la
intuición para construir una metafísica.
Se podría citar también a Max Scheler y su filosofía de los
valores, a los que eleva a la categoría de absolutos, y para
cuya comprensión la intuición es fundamental.
Y no podemos olvidar a Blas Pascal y su valoración de la
intuición como superior a la simple racionalidad, y a la que
denomina "corazón" ("El corazón tiene razones
que la razón no puede conocer").
De lo dicho se desprende que aquello que se presenta a la razón
con evidencia moral, pertenece a un campo que no debe ser
manchado ni prostituído por la especulación. Si los primeros
principios que rigen el pensamiento conceptual no son discutidos,
aunque sean indemostrables, con igual decisión debieran ser
preservados de la discusión los principios morales que rigen el
campo de la ética. Sin embargo, se ha hecho justamente lo
contrario en las últimas décadas.
Y no sólo la razón especulativa se ha introducido en un campo
que debió reconocer vedado para ella, sino que lo ha hecho con
ánimos destructivos recurriendo a sofisterías. Y aquí sí que
se puede hablar de prejuicio. En efecto, se obraba bajo un
impulso subracional de revuelta y la idea compulsiva, o
prejuicio, consiguiente: había que acabar con las normas
naturales negando su condición, ya que eran normas coercitivas
y, por tanto, rechazables.
Se trataba de la última vuelta de tuerca de un proceso de
egocentrismo progresivo que comenzó en el Renacimiento. No de un
triunfo de la razón, sino de un desorden de la razón. Tomás de
Aquino era un amante (excesivo, según algunos) de la razón,
pero, en cualquier caso, de una razón armónica que accede a los
primeros principios y a la ley natural ética, aceptándolos como
bases de su actividad. Por el contrario la razón egocéntrica
surgida en épocas posteriores se deriva de una rebelión
dislocada contra sus fundamentos, lo que constituye una
enfermedad psíquica de alcance pavoroso en el orden espiritual.
La hipertrofia absoluta del ego ha llevado a una negación de
todo aquello que supusiera una coerción a todo capricho, a todo
instintiva compulsión que pudiese surgir eventualmente. Y la
culminación del trastocamiento ético, la consolidación de esta
filosofía subvertidora, se han derivado necesariamente de la
proclamación de la bondad de la naturaleza humana y la
consecuente legitimidad de todos sus impulsos, aún los
considerados tradicionalmente como antinaturales.
La penosa realidad es que la razón, convertida en instrumento de
un ego cada vez más soberbio y brutal, ha realizado una
incursión en terreno vedado, una incursión impía y blasfema.
Porque las pulsiones éticas son consustanciales a la naturaleza
de las personas y no han sido creadas por éstas, ni tienen nada
que ver con prejuicios; perteneciendo de lleno al misterio de la
Creación y siendo, por tanto, de derecho divino.
Y una consecuencia inevitable de tal desarreglo son las
argumentaciones de puro absurdo para defender posiciones
antinaturales. Respecto del aborto, se ha aducido en su defensa
que el feto no es un ser humano, sino una simple
"agregación de células". Así se lo oí decir a una
pobre señora que había abortado y que no estaba dispuesta a
admitir que había eliminado una vida humana. A lo más, podía
reconocer que se había desprendido de una agregación de
células. Ni siquiera se le había ocurrido pensar que,
planteadas las cosas así ¿qué era ella misma, sino una
agregación de células? Y es que a la perversidad se le une con
suma frecuencia la estupidez.
Por ese camino desviado las corrientes feministas han llegado a
adoptar posturas cada vez más descabelladas. La última teoría,
y que está teniendo no poca aceptación, consiste en primar el
género sobre el sexo; es decir, en desvalorizar el sexo
anatómico, por considerarlo secundario, y en dar protagonismo al
género, que es lo sustantivo. Las consecuencias perseguidas por
las feministas son las siguientes: Existen cinco especies de
seres: las mujeres de género femenino, las mujeres de género
masculino, los hombres de género femenino, los hombres de
género masculino, y las mujeres u hombres bisexuales. O lo que
es lo mismo: género femenino, con mujeres femeninas y hombres
invertidos; género masculino, con hombres masculinos y mujeres
invertidas; y género hermafrodita, con hombres y mujeres
bisexuales. Lo que se persigue, naturalmente, es la completa
igualdad de hombre y mujer, por encima de las diferencias
anatómicas, que siempre han molestado a las feministas, y ante
las que reaccionan con la conocida aversión que les inspiran las
leyes naturales y sus consecuencias.
Otra grave desnaturalización, ésta relativa a los conceptos de
crimen y castigo, se ha extendido plenamente en los diversos
textos jurídicos de naciones de Occidente. Y esto en virtud de
un pensamiento humanista que no dudo en calificar de degenerado.
Este humanismo se desvía de la herencia judeocristiana que
conformó la fisonomía espiritual de Occidente durante toda su
historia, y se decanta por una sensibilidad, o, mejor, por la
adopción de una filosofía, de aparente filiación oriental. Y
no es coincidencia que la mayor parte del actual cristianismo se
encuentre bajo la influencia de esta filosofía, hostil al
catolicismo tradicional.
El sentimiento de que a un crimen le corresponde necesariamente
un castigo, se desvanece en este nuevo criterio. Puesto que nadie
está exento de culpa, nadie debe juzgar, parece ser la teoría.
Es decir, una distorsión maximalista de un aspecto del
cristianismo, aplicada a la ley positiva; y enlazada con las
ideas sobre la influencia del medio ambiente en la comisión de
crímenes. Lo que supone que el criminal no es considerado como
verdadero culpable, sino la sociedad que no le trató
debidamente. El resultado es un desprecio olímpico (y muy poco
realista) de la ley natural, que exige castigo para cada crimen.
Y este olvido de la ley natural es la causa de lo que a muchos
suele extrañar y escandalizar: el rápido olvido de las
víctimas, y el exquisito cuidado con el criminal, el cual en
pocos años está de nuevo libre, en infinidad de ocasiones para
seguir delinquiendo. Porque la idea predominante es que las penas
no tienen como objeto castigar, sino regenerar al criminal, con
lo que tan pronto da señales de arrepentimiento, sus
posibilidades de excarcelación aumentan considerablemente.
Pero la más flagrante violación del derecho natural, trasladado
a casi todas las legislaciones de Occidente, ha sido la
legalización del aborto. Este gigantesco genocidio generalizado
desautoriza a los sistemas que lo han aprobado. Algo tan de ley
natural como el respeto exquisito a la vida del ser humano en
período de gestación ha sido expuesto a la discusión pública
en los diversos Parlamentos. La ley del número, la ley de la
masa, decidiendo si se ha de dar o no vía libre al genocidio.
Esta ha sido la consecuencia más nefasta del trastocamiento de
la mente, que ha profanado su parte más íntima y sagrada con la
invasión de elementos dialécticos que sólo tienen aplicación
en niveles más bajos.
No es de extrañar, por consiguiente, que por ese camino
descendente, surjan también leyes que equiparen las uniones de
homosexuales con el matrimonio tradicional, y permitan otras
aberraciones más. Pues las leyes corrompidas y contra natura son
reflejo de una sociedad igualmente corrompida y sin rumbo. Y si
se admite lo más grave, el aborto, raro sería que surgiera el
escándalo ante lo menos grave: homosexualidad, pornografía,
etcétera.
Hay una novela interesante que versa precisamente sobre el abismo
moral abierto en los años sesenta. Se trata de "Pastoral
americana", de Philip Roth, Premio Pulitzer 1998. En sus
páginas gravita la transformación que eclosionó en la citada
década, y que parece algo muy difícil de comprender para los
personajes de orden de la novela (y que, sin embargo, y según se
deduce, con su filosofía liberal, antifascista, permisiva,
complaciente y narcisista coadyuvaron a la misma). Se refiere a
Estados Unidos, pero puede aplicarse a todo Occidente. Al final
del libro, varias frases significativas expresan la situación:
"... se echó a reír porque eran tan obtusos que no veían
la endeblez del artilugio, se rió como una loca de ellos,
pilares de una sociedad que, para su gran deleite, se hundía con
rapidez; se rió y gozó, como algunas personas, históricamente,
siempre parecen hacerlo, por la extensión que había adquirido
el desenfrenado desorden, gozó inmensamente de la
vulnerabilidad, la fragilidad, el debilitamiento de las cosas que
eran supuestamente robustas."
"Lo que debería ser no existía. La desviación
prevalecía. Era imposible detenerla. Por improbable que fuera,
lo que no debía haber sucedido había sucedido y viceversa. El
viejo sistema que creaba el orden ya no funcionaba."
"Sí, habían abierto una brecha en su fortificación, y
ahora que estaba abierta no volvería a cerrarse."
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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