|
Responsabilidad eclesial.
Muchos sacerdotes y algunos obispos se permiten el lujo de hacer caso omiso de Su Santidad, el Papa, y, sin embargo, creen, en tales condiciones, tener alguna clase de autoridad para dirigirse a su feligresía
Ha sido muy grande el efecto socavador
que las versiones del Evangelio efectuados por "expertos"
(teólogos, biblistas) imbuídos de las corrientes modernistas,
han ejercido sobre parte del catolicismo. Prácticamente, lo han
demolido. No es necesario abundar en ello. Unicamente, creo que
merece la pena hacer unos simples comentarios. Y ésto, por si
estas líneas pudieran mover a reflexión positiva a algún
hombre de Iglesia, de esos que parecen estar en la desconcertada
posición de los niños que se encuentran con que el juguete que
más querían se les ha quedado roto entre sus manos, pero aún
siguen queriendo jugar con él. En su caso, el juguete es la
Iglesia, y la rotura es el desfondamiento del influjo que
ejercía sobre la sociedad; persistiendo ellos, no obstante, en
la tozudez de sus posiciones.
Habremos de recordar, por tanto, que la Iglesia Católica ha
reiterado siempre a través de su historia, su unicidad en la Verdad
y su infalibilidad. Y esto, no por capricho o por arrogancia,
aunque este último defecto pudiese estar en muchos corazones
eclesiásticos. El motivo estribaba, y sigue estribando, en la
promesa de asistencia hecha por Jesucristo a los Apóstoles.
Asistencia del Espíritu Santo que ha tenido que ejercerse a
través de los siglos ineluctablemente si la promesa fué hecha,
en primer lugar; y, en segundo lugar, si fué hecha por alguien
con autoridad para hacerla. Negar la promesa o negar la autoridad
equivale a no ser católico, y obliga a colgar la sotana, si el
negador tiene autorización para llevarla.
La lógica más simple nos señala, si somos creyentes, que,
puesto que la asistencia divina hubo de ejercerse
inevitablemente, la doctrina de la Iglesia a través de los
siglos ha tenido que ser infaliblemente veraz. Pues, de no ser
así ¿podríamos hablar de asistencia del Espíritu Santo? Más
bien tendríamos que pensar en asistencia defectuosa, distraída,
poco eficaz. Lo cual resulta imposible pensar de Dios sin caer en
lo blasfematorio.
Y la doctrina de la infalibilidad, que a tantos cuesta admitir,
no se funda en las hipotéticas virtudes de los Papas, sino en lo
que realmentes es una impotencia: impotencia para equivocarse. Y
esto porque Dios no iba a permitir que en materia grave de
doctrina o moral pudiese su pueblo ser conducido extraviadamente.
Resulta elemental admitirlo así, si creemos en el Espíritu
Santo y su asistencia. Y si así no hubiese sido a través de los
siglos ¿en qué habría consistido la mentada aistencia? ¿Sobre
qué cosa más importante se habría ejercido? ¿En qué
consistiría? Preguntas éstas cuya absurdidad supone su
contestación.
Sin embargo, en el curso de este siglo, y sobre todo después del
Concilio, las verdades dogmáticas solemnemente proclamadas en la
sucesión de Concilios habidos desde los inicios de la Iglesia,
han sido, o bien arrinconadas y olvidadas, o bien consideradas
simples símbolos, o bien, en el peor de los casos,
tranquilamente negadas. Y ésto, por gran parte de los "hombres
de Iglesia".
Y es de ver con qué desparpajo justifican su actitud. Suele
ocurrir, efectivamente, que cuando más acostumbrado está uno a
su profesión, menos respeto le tiene. Y en muchas mentes
clericales ha debido colarse la idea, o el sentir, de que la
Religión ha sido inventada por su estamento, y, que por tanto,
ellos tienen derecho a reformarla, adaptarla a los tiempos
modernos, o hacer cuanto haga falta para sus fines de promoción.
En resumen, que tienen bastante menos respeto por las cosas
sagradas que los laicos.
Esta disposición de ánimo ha tenido que estar presente en
aquellos que han transformado la predicación, no en una
exposición de la doctrina y la moral católicas, sino en una
exclusiva exhortación al amor fraterno, remitiendo todo el
aspecto doctrinal del catolicismo a las tinieblas exteriores o
poco menos. Por ejemplo: ¿se oye hoy en día a algún sacerdote
referirse en su predicación al pecado original? Y si este raro
caso se produce ¿aclara este sacerdote que este pecado original
se borra con el agua del Bautismo? Mucho me temo que la respuesta
de cualquiera haya de ser negativa. Sin embargo, se trata de una
cuestión básica en el catolicismo en la tradición (el único
que puede llamarse catolicismo), sin la cual el resto de la
doctrina carece de mucha justificación lógica. Y, claro está,
sin esta justificación la doctrina se resquebraja o se diluye,
que es lo que ha ocurrido y lo que, al parecer, muchos buscaban.
Pues, sin la existencia del mal en el hombre ¿qué necesidad
había de un Redentor? ¿De qué nos tenía que redimir? Y es
significativo que estas palabras, redentor, redención, redimir,
hayan caído en desuso. Muchos sacerdotes no las pronuncian ¿no
es así? Y es que, como digo, parecen tener la seguridad de que
están en el derecho de quitar, poner, transformar todo contenido
doctrinal, de acuerdo con su gusto personal (gusto, naturalmente,
progresista o neomodernista).
Otro ejemplo: ¿alguien puede oir hoy en día a algún sacerdote
predicar sobre la condenación y el infierno? De ninguna manera.
Temen, sin duda, espantar a los feligreses, y piensan que deben
dulcificar el mensaje para atraérselos. Un cálculo bien
estúpido, aunque no sea esto lo más importante. Porque, de
nuevo, parte indisoluble de la doctrina católica es omitida con
el decidido voluntarismo de quienes parecen pensar que tienen
autoridad para hacerlo; de quienes parecen creerse los inventores
de la Religión, y, por tanto, con derecho a reformarla. Y eso lo
hacen, por supuesto, contraviniendo la doctrina de la autoridad
suprema de Roma. Es decir, se permiten el lujo de hacer caso
omiso del Papa, y, sin embargo, creen, en tales condiciones,
tener alguna clase de autoridad para dirigirse a su feligresía.
He podido oir a un predicador referirse a San Mateo Cap. 25 sobre
el Juicio Final y mencionar únicamente las palabras del Señor
dirigidas a los que salva para la gloria, suprimiendo las
dirigidas a los que condena. Es más, ocultando la posibilidad
misma de la condenación. Mutilación del Evangelio, por tanto, a
la que se creía con derecho a todas luces.
¿Se les oye alguna vez hablar de la moral sexual católica?
Parecería que es su obligación, precisamente en los tiempos
actuales. Pues, no señor. Omiten este tema por completo.
Muestran una indiferencia completa hacia la promiscuidad sexual,
las perversiones sexuales puestas de moda, la pederastia, la
homosexualidad, los medios contraceptivos... y hasta el mismo
aborto. Porque, efectivamente, yo no oigo a ningún sacerdote
referirse desde el púlpito al aborto. Para oir hablar
públicamente contra el aborto es más acertado escuchar a los
políticos norteamericanos, que se ocupan de estas cosas sin
tapujos; mucho más acertado que escuchar a la mayoría de los
sacerdotes católicos españoles, pues a estos no se les va a oir
ni una palabra sobre este tema. Sin embargo, el Papa se refiere
al aborto continuamente, para condenarlo, naturalmente, y habla
de moral sexual con frecuencia. Está claro, para cualquiera que
preste alguna atención a este problema, que estos sacerdotes
ignoran olímpicamente la doctrina del Papa. Y habría que saber
qué piensan los obispos sobre el particular, ya que su silencio
parece ser aprobatorio. Si bien este es un planteamiento ingenuo,
pues resulta difícil admitir que los sacerdotes no sigan para su
predicación normas generales emanadas de sus respectivos
obispados. Además, todos hemos de recordar "el humo de
Satanás" que penetró en el mismo Concilio, según avisó
Pablo VI. Y este humo no se disipó nunca.
Consideremos el "Catecismo de la Iglesia Católica" que
se publicó hace ya siete u ocho años. ¿Les sirvió de algo? Al
parecer, no, dado lo que vengo diciendo. Porque este catecismo
reafirmaba, como no podía ser menos, la doctrina tradicional de
la Iglesia Católica en sus aspectos dogmáticos, éticos y
litúrgicos; y, ciertamente, esta reafirmación no ha debido caer
nada bien entre el clero de que vengo hablando. Y esto se
demuestra con el olvido absoluto a que ha quedado condenado y con
una circunstancia de flagrante desprecio a la voluntad del Papa.
Me refiero a su recomendación de que se hiciesen síntesis del
Catecismo, ediciones abreviadas, al objeto de poder extender más
fácilmente su enseñanza, ya que el texto resultaba muy largo.
¿Dónde están esos Catecismos abreviados? Como era de esperar,
en ninguna parte.
El documento vaticano, firmado por el Papa, "Dominus
Iessus", sentó (también como era de esperar) muy mal en
algunos ambientes eclesiásticos. Eso de que la Iglesia Católica
es la única verdadera, parecía sonar a algo muy rancio, muy
contrario a la mentalidad progresista, que profesa el
relativismo, como sabemos. Pocas semanas después de su
publicación, tuve la ocasión de comprobar el efecto que había
producido el documento en muchas recalcitrantes mentes
eclesiales. El sacerdote que celebraba la misa a que asistía,
sin mencionar el citado documento (hasta tanto no podía llegar)
encontró en su homilía ocasión de referirse al posible orgullo
de los católicos por tener conciencia de que profesan la
religión verdadera. No hay que caer en ese orgullo, vino a
decir, puesto que el Espíritu Santo sopla en muchas direcciones,
y no podemos pensar que los adeptos a otras religiones no puedan
salvarse igual que los católicos, etc. etc. El espíritu de esta
homilía era frontalmente contrario al del documento vaticano, y
el sacerdote era obviamente consciente de ello. Pero se creía
obligado a rectificar al Papa, por creer sin duda que el
Espíritu Santo soplaba en él con más fuerza que en el
Pontífice.
Sin embargo, se le podría haber preguntado cómo podía hacer
compatible la asistencia del Espíritu Santo a una Religión que
proclama la divinidad de Jesucristo, con la asistencia a
cualquier otra religión que la niega. Cómo puede soplar en una
Religión que cree en la trinidad de personas de la Divinidad y,
al mismo tiempo, soplar en otra religión que tiene esto por una
blasfemia. Cómo puede amparar una creencia que proclama la
virginidad de María y amparar al mismo tiempo otra que la
rechaza... Etcétera, etcétera. A cualquiera se le alcanza que
esta es una muy extraña manera de soplar. Sin embargo, esto no
hace vacilar al clero progresista (la gran mayoría, no lo
olvidemos), empeñado en la realización de un ecumenismo
relativista en que todas las religiones tengan cabida. Se trata
de encontrar un mínimo común denominador en el conjunto de
creencias, extraerlo y formar una religión universal, dando de
lado a Roma. Así me lo confesó una sacerdote progresista, por
otra parte excelente persona. Pero todo ello nos remite al vago
deísmo de los filósofos de la Ilustración, a la ideología
masónica y a los recientes procesos globalistas...
Como esta forma de pensar es la que más o menos predominó en el
postconcilio, no era muy difícil para las personas prudentes de
aquellos tiempos intuir la catástrofe que se avecinaba. Pero la
tremenda tozudez de los progresistas les impulsaba a no desviarse
bajo cualquier circunstancia de su línea de pensamiento. Y en
esa actitud persisten hoy en día, pese a que la catástrofe se
produjo, estamos todavía en ella y no es difícil determinar
cuál ha sido la principal causa.
Efectivamente, el gran ascendiente que siempre tuvo la Iglesia
Católica consistió en la permamencia inalterable de su doctrina
moral y dogmática. El pueblo sentía que la verdad no podía ser
cambiante, sujeta a los vaivenes de las modas, y ahí estaba la
Iglesia para demostrarlo. Siempre sólida, siempre firme,
tranquilizaba los espíritus de los fieles, a veces conturbados
por la pujanza de las ideas adversas. Pero todo esto cambió
cuando los expertos citados al inicio sometieron la doctrina a
sus criterios relativistas, simbolistas, espiritualistas,
neomodernistas, generalmente tomados del protestantismo, y dieron
paso también a las influencias orientales. Todo lo que parecía
sólido se resquebrajó, se tambaleó y derrumbó. Naturalmente,
no me refiero a Roma, siempre firme, sino a la mayor parte del
clero, es decir, el clero que dominó el postconcilio.
Y, naturalmente, el escepticismo y el agnosticismo, cuando no el
ateísmo, se extendieron fulminantemente por el laicado, ya de
por sí tentado por las corrientes relativistas del pensamiento
moderno. Si lo que siempre se había considerado verdad cierta,
ahora no lo era, o había que entenderla de distinta forma (lo
que venía a ser lo mismo en la mayoría de los casos) ¿por qué
había que creer en estas nuevas interpretaciones? ¿Por qué
había que pensar que el Espíritu Santo había estado ausente
cerca de dos mil años, y ahora comenzaba a cumplir su labor de
asistencia, favoreciendo a los Küng, Rahner, Shillebeeckx y
demás teólogos modernos? La antigua firme fe del laico se
transformó en duda invencible o en rechazo escéptico.
Es indudable el papel primordial que en la crisis de la Iglesia
Católica ha tenido la orientación irresponsable (y poco
inteligente desde el punto de vista puramente humano) que adoptó
con motivo del Concilio Vaticano II gran parte (la mayor parte)
de los eclesiásticos.
En esto pensaba yo cuando oía a aquel sacerdote que con gran
presunción y orgullo (de los que quizás no fuera consciente) se
permitía puntualizar el documento papal, contrariando
íntimamente su sentido. También pensaba en la igualmente
absurda presunción que tienen esta clase de sacerdotes cuando
hablan de "reevangelizar Europa". Porque, vamos a ver:
¿de qué nueva evangelización se trata? ¿de la propagación
del Evangelio de siempre, según la doctrina de la Iglesia
Católica Apostólica y Romana? ¿O de un evangelio expurgado y
adaptado de acuerdo con los estudios de mercadotecnia llevados a
cabo? O dicho de otra forma: ¿del Evangelio intransigente con
los errores del mundo, o bien del falso evangelio que asimila con
ligereza y oportunismo tales errores? Si se trata de este
último, el fracaso ya ha sido servido. No verlo así es de
ciegos.
Ignacio San Miguel .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.