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Crimen, castigo, perdón, amor...
Jesús exhorta a hacer lo mismo que hizo el samaritano. Es decir, a auxiliar a la víctima. No nos dice que haya que correr tras los salteadores para apaciguarlos y conmoverlos con buenas palabras y amor comprensivo, ni tampoco que fraternicemos con el sacerdote y el levita. Estas gentes quedan fuera de su horizonte mental. Sólo cuenta la víctima.
Algunas personas de sensibilidad
cristiana (la más alta forma de sensibilidad) han podido
sentirse heridas por manifestaciones que, expresando
taxativamente falta de olvido y perdón, han sido pronunciadas, a
veces, por familiares cercanos de víctimas de asesinato. Con
este motivo, no parece ocioso hacer algunas reflexiones sobre
este tema del perdón que, aunque obvias, podemos olvidar al
enfrentarnos con esta cuestión tan cargada de sentimientos
contrapuestos.
En primer lugar, tendremos que preguntarnos sobre qué es lo que
debemos y qué es lo que podemos perdonar. El cristianismo obliga
a perdonar las ofensas recibidas. ¿Recibidas por quién? Por
cada uno de nosotros, naturalmente. Si somos cristianos deberemos
perdonar, por tanto, las ofensas que recibamos. Ahora bien, lo
que no podremos nunca, porque se trata de algo que no nos
concierne, es perdonar las ofensas recibidas por un tercero.
Sólo a éste le corresponde hacerlo. Bueno estaría que
tuviésemos la osadía, o la necedad, de perdonar a los ladrones
que han desvalijado a nuestro vecino.
En consecuencia, la viuda de un asesinado, verbigracia, podrá (y
deberá, si es cristiana) perdonar a los agresores el dolor que
le han causado a ella, el largo sufrimiento, la soledad, los
perjuicios económicos y demás secuelas del crimen que tendrá
que soportar. Lo que no podrá perdonar nunca, porque no le
corresponde, porque escapa a sus posibilidades, es la ofensa
suprema, el máximo agravio realizado en la persona de su marido,
al quitarle la vida. Sólo el interesado podrá perdonar eso. O
Dios.
Es obligado también considerar el aspecto social de esta
cuestión. La sociedad, el Estado, deben castigar el crimen. El
ciudadano tiene la obligación de exigir a las autoridades la
represión y el castigo de los criminales. Por aquello de
"dad a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del
César". En este caso "el César" es la autoridad
legítimamente constituída, que representa a la sociedad entera.
Y si volvemos al caso de la viuda citada, es fácil inferir la
compatibilidad que existe entre el perdón posible de la ofensa
que le infirieron (la que le hicieron a ella, no la que le
hicieron a su marido), con la posibilidad de que pida a la
justicia el castigo de los criminales. En tal caso estaría
comportándose, a la vez, como cristiana y como ciudadana. Es lo
que nos enseñaron de forma ejemplar, hace algunos años, los
padres de Anabel Segura, la joven secuestrada y asesinada,
cuando, manifestando un talante exento de odio hacia los asesinos
de su hija, exigieron que la Justicia actuase con el máximo
rigor.
Pero podría ocurrir que la Autoridad, "el César", por
motivos de complicada índole, discutibles sin duda, pero de
algún peso a la hora de tomar determinaciones, se decantase por
una suavización de las penas aplicadas a los criminales, por una
rápida reintegración del recluso en la vida civil; por un
perdón, en suma, siquiera algún tanto disfrazado. ¿Qué
supondría este perdón? ¿Sería satisfactorio? Es decir:
¿sería verdaderamente perdón?
Lo cierto es que ni siquiera la sociedad, representrada por sus
máximas autoridades, está en disposición de suplantar a quien
recibió la ofensa, al agraviado, al agredido, al asesinado.
Consideremos las cosas desde el punto de vista del criminal.
Supongamos que ha comenzado a arrepentirse y aspira al perdón.
Habrá quienes no se encuentren en esta situación, debido a
insensibilidad moral. Pero no hay que engañarse. "El
arrepentimiento fué creciendo en mí como un cáncer",
confesaba en sus memorias Nathan Leopold, célebre criminal
norteamericano que durante años ni sintió el más mínimo
remordimiento.
Reparemos, por tanto, en el criminal arrepentido, que desea ser
perdonado por lo que hizo. ¿Se contentará con saber que la
viuda de aquél a quien asesinó le perdona? Sin duda, le
satisfará saberlo, máxime si él no tuvo nunca la intención de
dañarla. Sin embargo, sabe que ella no puede hablar por su
marido, aquél a quien él sí quiso dañar, quitándole la vida.
Encontrará también un alivio si la sociedad se muestra proclive
al perdón, puesto que, desde el aspecto práctico, sólo
beneficios materiales le llegarán de esta postura. Y le ha de
ser satisfactorio considerar que la cuentas pendientes van a ser
saldadas con amplia generosidad. Sin duda, pero ¿será para él
suficiente con esto?
¿Serán suficientes para él tanto el perdón de la viuda como
el de la sociedad constituída en autoridad judicial?
Este doble perdón no corresponde a lo que necesita para sentir
que se le calma el remordimiento que le acucia. He nombrado a
Dios. Pero ¿acaso Dios accede a calmar ese dolor pungente del
alma? ¿No está precisamente en ese dolor la aplicación de su
justicia?
La viuda, los familiares: gente en la que nunca pensó, a la que
no tuvo presente cuando cometió el crimen. Tampoco pensó en la
sociedad, una abstracción. No, lo que le turba, lo que le acosa,
es el recuerdo de aquella persona llena de vida a la que él
cerró los ojos para siempre. Esa persona concreta a la que nunca
volverá a ver. En los meandros de su mente, los cuervos del
pensamiento le graznan una y otra vez: Nunca más, nunca más.
Porque es de esa persona de la que él quisiera una palabra de
perdón. De esa, y de ninguna otra, él podría recibir algún
bálsamo. Porque es el auténtico acreedor. Y la deuda no
quedará saldada mientras permanezca mudo. Mientras no manifieste
con alguna palabra, algún gesto, algún signo, que la suprema
ofensa ha sido olvidada, perdonada.
Eso nunca ocurrirá. No puede ocurrir nunca. Y es el triste sino
del ofensor que, habiendo anulado con su acto esta posibilidad,
se verá obligado a vivir el resto de su vida sin el auténtico
perdón, el único que a él podría valerle de algo.
* * * * *
En numerosas ocasiones se ha
criticado a la Iglesia su tendencia al dirigismo y al
autoritarismo. Esta crítica puede no estar del todo justificada,
si se piensa un poco. Pues no es difícil comprobar que la
cultura religiosa es baja en la masa de los fieles. Y sólo una
persona culta en el campo que sea, puede aspirar a no ser
dirigida en tal campo. Si el pueblo delega en los clérigos los
asuntos religiosos, esta toma de posición lleva implícito el
consentimiento de su dirección. Constituída la religión en
materia de expertos, sólo estos deben autorizadamente hablar de
ella. Como ocurre con otras materias, como la medicina, la
física y la química, por ejemplo, en las que si el pueblo ha
decidido que no entiende ni quiere entender, se verá
constreñido justamente a aceptar sin abrir la boca lo que los
peritos le ofrezcan como verdades incontrovertibles. Pero esta
situación tiene sus inconvenientes.
Ciñéndonos a la religión, pudiera ocurrir que esa actitud de
automarginación del laico, que le conduce a la obediencia
sumisa, hubiese perjudicado algún tanto a la propia enseñanza
religiosa, a falta del factor correctivo que podría suponer la
vigilancia de un laicado con auténtica vivencia de la religión.
Un laicado que leyera con la debida atención las Escrituras,
cosa que habitualmente no hace. Porque hay matices que
fácilmente destacan si se leen atentamente los Evangelios y que,
por diversos motivos no son trasladados a la predicación.
(Aunque, desgracidamente, no sólo se trata de matices. La
dirección que ha tomado en las últimas décadas parte de la
predicación católica ha tendido a transformar la religión en
una filosofía humanitarista aureolada de una vaga religiosidad
centrada en el maestro Jesús de Nazaret. Una religión sin
dogmas y con una ética basada en un amor delicuescente).
La falta de vigilancia del laico, con el consiguiente monopolio
que de la Religión tiene el clero, conduce a parte de éste (una
gran parte, desgraciadamente) a una indeseable familiaridad con
lo sagrado, considerándolo como asunto propio (como si fuese
creación suya, nada menos), y a su posible manipulación, con
ocultaciones interesadas, interpretaciones sesgadas, etcétera,
todas las maniobras que estamos acostumbrados a contemplar en los
demás ámbitos de la vida humana.
Podemos comprobar, por ejemplo, que en estos escritos sagrados se
establece una diferencia clara entre buenos y malos, lo que no se
acostumbra a transmitir al pueblo, empeñado este mayoritario
sector clerical (el sector progresista) en considerar a la
Humanidad como una masa homogénea a la que hay que amar sin
distingo alguno. Efectivamente, este clero ha impuesto la idea,
que puede ser genuinamente budista, pero no evangélica, de que
todos los hombres son prójimos. Es decir, la indiferenciación
debería ser el criterio a seguir. Sin embargo, no ocurre así en
el Evangelio.
Cuando a Jesús le preguntan quien sea el prójimo, lo define muy
claramente. No se trata de todo el mundo. Pone el ejemplo del
viajero que es apaleado y desvalijado por bandoleros en el
camino. Pasa el sacerdote, y no lo auxilia. Pasa el levita, y lo
mismo. Llega el samaritano y, por el contrario, le presta ayuda.
Para Jesús (y para el que le pregunta) queda claro que el
prójimo es este último: el samaritano. Éste es prójimo
(próximo) para la víctima, y viceversa. Pero al especificar con
este ejemplo quién es el prójimo, queda meridianamente claro
quién no lo es. Ni los asaltantes son prójimos, ni lo son el
sacerdote ni el levita. Y este es un matiz que no se señala. En
mi opinión, interesadamente.
Jesús exhorta, por consiguiente, a hacer lo mismo que hizo el
samaritano. Es decir, a auxiliar a la víctima. No nos dice que
haya que correr tras los salteadores para apaciguarlos y
conmoverlos con buenas palabras y amor comprensivo, ni tampoco
que fraternicemos con el sacerdote y el levita. Estas gentes
quedan fuera de su horizonte mental. Sólo cuenta la víctima.
Por el contrario, no es infrecuente que se exponga, no sólo por
parte de clérigos, sino también de laicos, una teoría
indiscriminada del amor, en la que se confunden las víctimas con
los verdugos en injusta mezcolanza. Un caso extremo lo tuvimos no
hace mucho tiempo en la iniciativa de una comisión de un
obispado español que, recogiendo el sentir de gran parte del
clero, pretendía que, toda vez que las víctimas habían exigido
a los criminales que pidiesen perdón (aunque éstos nunca lo
hicieron), era oportuno plantear la oportunidad de pedir perdón
a los presos, por la "actitud poco o nada evangélica"
demostrada hasta entonces hacia ellos. Es decir, puesto que se
hablaba de que los criminales debían pedir perdón a las
víctimas, se debía pedir perdón a los criminales en justa
correspondencia.
Se trata de un caso extremo por su naturaleza, pero no una simple
extravagancia, ya que este sector de la Iglesia había
manifestado anteriormente su disconformidad con que el obispo
presidiera funerales de víctimas del terrorismo. Por tanto, se
exteriorizaba un empeño tenaz, continuado, de igualar los
verdugos con las víctimas, intentando, incluso, restar a éstas
todo aquello que pudiera parecer reconocimiento social o
religioso específicos.
Con respecto del clero, el laico debe ejercer su poder de
vigilancia y discernimiento, para separar debidamente el trigo de
la cizaña. No estará haciendo sino seguir la recomendación de
San Francisco de Sales, quien escribió: "A este propósito,
dice Ávila: escoged uno entre mil. Yo os digo: escoged entre
diez mil" ("Introducción a la vida devota").
Palabras que se avienen muy ajustadamente con los tiempos
actuales, pues nunca como hoy ha sido más cierto que "el
hábito no hace al monje".
Para la cual deberá procurarse una cultura religiosa adecuada.
Así, cuando le hablen de amor, perdón y reconciliación
fraternos, podrá estar alerta para percibir, lo que ocurrirá en
no escasas ocasiones, fatales discordancias en una música
falsamente cristiana.
Y no solamente estará alerta a lo que dicen, sino también a lo
que callan. Se preguntará qué significa ese silencio absoluto,
deliberado, planificado, sobre cuestiones muy graves de
naturaleza dogmática y moral. Se preguntará qué significa ese
silencio sobre la generalizada promiscuidad sexual de la
juventud, alentada por las autoridades. Se preguntará qué
significa ese silencio sobre el genocidio callado con el que
convivimos: el aborto, también alentado por las autoridades. Se
preguntará qué significan esos silencios extraños, esos
silencios siniestros, esos silencios cómplices.
A la vista de estos silencios, el acostumbrado sermón del amor
acabará pareciéndole un pobre sermón, oportunista y adulón,
viscosamente reiterativo.
Ignacio San Miguel .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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