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Del culto al cuerpo y a la juventud.
Cada vez más gente cree que muere para siempre: de ahí el afán por conservar la salud, el culto al cuerpo. No es lo mismo morir para renacer que perder la única vida
Este concepto no necesita excesivas
explicaciones: ahí está, a la vista de todos, el fenómeno.
Proliferan los gimnasios,los institutos de belleza, las escuelas
dietéticas, los libros sobre la salud. Los médicos viven una
especie de edad de oro, con las consultas llenas. Todos se
cuidan. Muchos, más de la cuenta. Todos quieren ser bellos.
Todos quieren vivir muchísimos años. Todos quieren disfrutar de
la vida que, mayormente, significa consumir muchas cosas y no
sentir dolor.
El cuerpo, herramienta de la persona, empieza a ser la persona
misma. Aquella famosa palabra, "personalidad", de la
que tanto se abusó en una época reciente, parece haber caído
en desuso, sustituida por la imagen. La apariencia importa cada
día más, hasta el punto de que uno es más su aspecto, su
sonrisa cuidada por el dentista, su piel tratada por el
dermatólogo y su cintura adelgazada por el endocrino, que
cualquier otra cosa.
Volviendo del revés la máxima hermética por la que lo de
arriba sería igual a lo de abajo, podemos decir que lo de fuera
es igual a lo de dentro. Lo externo es lo que más somos. Si
alguien, además, tiene algo dentro, que se lo guarde para la
intimidad.
¿Por qué la gente cuida tanto de su cuerpo? Una buena presencia
es un método casi perfecto para caer bien, y a la gente
civilizada le encanta "caer bien". También es cierto
que una buena salud aleja el dolor, y la gente teme el dolor. Nos
han convencido, entre películas y publicidad, de que sólo los
hermosos triunfan, de que sólo los bellos son amados y,
verdaderamente, cada vez juzgamos más a nuestros semejantes por
su apariencia.
Pero también está la muerte. El medieval vivía para la muerte.
El romántico flirteaba con la muerte. El existencialista, más o
menos, vivía con la muerte, lo mismo que el español clásico.
Hoy, en cambio, se vive de espaldas a la muerte. Se evita que los
familiares se nos mueran en casa y se les lleva a los hospitales
para el gran mutis.
La muerte es, sin duda, mucho más terrible hoy, porque,
presuntamente, nos arrebata más cosas. Ya las viejas danzas de
la muerte señalaban que el rico perdía más, y ahora, aún con
diferencias, todos somos ricos.
Pero la pérdida es aún mayor: se ha desmoronado la fe en la
otra vida. Cada vez más gente cree que muere para siempre: de
ahí el afán por conservar la salud, el culto al cuerpo. No es
lo mismo morir para renacer que perder la única vida.
Pero, ¿cuida la gente de su cuerpo porque teme más la
irreparable pérdida que es la muerte, o, por el contrario, teme
más a la muerte a medida que cuida su cuerpo, a medida que se
acostumbra a ser hombre sin más dimensión que la física?
De hecho, no se puede separar ese culto corporal de los profundos
cambios en los comportamientos sexuales. Tan unidos van que es
evidente que hay un gran componente sexual en el culto y hay un
gran predominio de narcisismo en el sexo. ¿Que esto arrebata
profundidad a las relaciones amorosas? ¡Naturalmente! ¿Que esto
está cambiando el amor, que presupone entrega, en otra cosa que
exige, sobre todo, recibir sin dar nada a cambio? ¿Que el amor
de tantos jóvenes es, cada vez más, una larga soledad que exige
más que da y que, lógicamente, se rompe en cuanto exige
esfuerzo o abnegación?
Pues de todo esto se trata: de que los lazos que unen a las
personas sean más débiles; de que nadie haga frente a las
dificultades de la vida en común, prefiriendo el automático
cambio de pareja. Y aún de algo más:
Parece que este mundo, llamado occidental por algún geógrafo
que pone fronteras a los sistemas económicos, está sustituyendo
las formas clásicas de relación entre los ciudadanos. En franca
decadencia están las relaciones religiosas e intelectuales. En
descomposición las relaciones familiares y escolares. Hasta los
casinos y clubes desaparecen.
Sólo tres tipos de relación están en expansión: las
relaciones económicas, las sexuales y ésas, mucho más
estériles aún, que se establecen entre el individuo a solas y
la información masiva. El hombre, en suma, está cada vez más
aislado de los otros hombres cuando, curiosamente, vive en
ciudades muchísimo más pobladas que las de hace cuarenta o
cincuenta años.
Otro de los grandes cambios de perspectiva y de contenido ha
sucedido con la juventud. La juventud, tan pasajera y cambiante
como la madurez o la ancianidad, ha dejado de significar una
etapa de la vida y se presenta una y otra vez como ideal, como
virtud, explotando, sin duda, tanto la petulancia típica de los
pocos años como la nostalgia irremediable que traen los muchos.
Ser joven es una virtud. Ser viejo, un demérito. Demérito que,
cada vez más, se paga con el abuso, con el desprecio o con el
asilo. Nadie habla ya, como en los últimos cinco mil años, de
la experiencia de la edad. A nadie se le ocurre que un senado
sirva para aprovechar el conocimiento de los viejos.
Despilfarrar la experiencia de los mayores es algo que la
humanidad no se permitió hasta hace bien poco, pues siempre fue
un buen método para ahorrarse problemas que,de lo contrario, se
presentan en la sociedad a cada generación.
Hoy, en cambio, un político joven tiene más posibilidades que
uno maduro. Un obrero mayor tiene más dificultad para encontrar
trabajo. Un intelectual de edad corre el riesgo de ser
descalificado más por sus años que por el acierto que tengan
sus ideas.
Las modas tienden a hacernos vestir "juvenilmente". La
delgadez por la que tantos luchan, más que un problema de salud,
es el intento de recuperar la figura del adolescente aún en
desarrollo. Hombres de estado, presuntamente serios, recurren
sistemáticamente al maquillaje para recuperar cierta prestancia
juvenil, manejo impensable en las gentes públicas de, por
ejemplo, la Segunda República.
Este afán de juventud tiene que ver, naturalmente, con el culto
al cuerpo, con el atractivo que la gente busca en el exterior y,
más aún, con el creciente hábito de no analizar los contenidos
de las personas: la publicidad nos está enseñando a formarnos
opiniones intelectuales a través de la apariencia de quien las
emite. El bello y joven piensa bien. El viejo y feo piensa mal.
Es, en suma, de otro mundo.
Los técnicos en comunicación no tuvieron que esforzarse mucho
para descubrir que la gente tiende a ser más tolerante con los
jóvenes. Tampoco la gente, salvo los otros jóvenes, suele
sentirse en competencia con los más jóvenes, al tiempo que a la
juventud se le atribuye idealismo, espontaneidad, veracidad y
otra serie de atributos que no son privativos de la juventud,
pero que en estos momentos se usan para encubrir algo que sí es
específico de los pocos años: la inexperiencia.
Y es que el joven es mucho más fácil de manejar para la gente
avisada. Un político joven, además de representar un buen
escaparate de su supuesta ideología, es más dúctil para quien
espera conducirlo y usarlo en beneficio propio.
Y, por supuesto, el joven como consumidor es una especie de
milagro: lo compra casi todo con tal de que sea de joven. De ahí
el ideal, para quien ande buscando el control de una sociedad, de
que sus elementos aspiren a parecer jóvenes y a comportarse como
tales. Y el joven, con mis respetos a semejante edad, es un ser
sin terminar, en formación, y no precisamente un modelo de
hombre completo y dueño de sus actos.
Hasta tal punto ha llegado a funcionar el ideal de la juventud
sobre confusiones de grueso calibre, que es fácil oír que un
futbolista de 28 años es viejo y que Gorbachof, sesentón, es
joven. A Reagan se le presentaba como viejo a la hora de
desacreditar sus decisiones políticas, mientras que al difunto
Tarradellas, más anciano aún, se le ha ensalzado por la
experiencia de su edad.
Un mundo en que las presuntas verdades son o no son, según el
momento o el interés, es un mundo abandonado a la sinrazón que,
de mito en mito, prospera y prepara una edad en que la lógica,
el análisis y lo racional estarán ausentes para permitir una
más cómoda conducción del rebaño humano.
A.Robsy
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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