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Terminología de la cultura de la muerte Indice de Revistas Eugenio Bossilkov, el mártir del Danubio

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Amar las causas, deplorar las consecuencias.

Muchas veces, al comprobar el escándalo y las condenas de la sociedad ante determinados hechos: terrorismo, violaciones, redes de pederastia, etc., se le ocurren a uno un par de preguntas: ¿no tendrá esta misma sociedad reponsabilidad alguna en estos hechos? y ¿desde qué plano moral surgen las condenas de los mismos? Las dos preguntas están relacionadas

Sería injusto, por extremado, decir que esta sociedad no tiene derecho ni a condenar ni a escandalizarse. Pero es lícito investigar sobre la índole exacta de estas reacciones.

Si los representantes políticos de una nación (España, por ejemplo) se encuentran tan desmoralizados que apenas se atreven a utilizar el nombre de esta nación, lo que constituye una enfermedad grave sin duda, no resulta incoherente o insensato que surjan movimientos separatistas que pretendan apartarse de una realidad tan humillante. Pues si los españoles no se atreven a nombrar a España, habrá que encontrar otros nombres que no inspiren vergüenza. Y así ocurre, en efecto. Euskadi, Aragón, Cataluña, Galicia, son nombres que a nadie inspiran vergüenza.

Pero esta realidad, por negativa que sea, ha sido admitida buenamente por muchos españoles. Por la inmensa mayoría, si estamos dispuestos a admitir que nuestros políticos representan debidamente a todo el pueblo. Es una situación anómala que encuentra bastantes paralelismos con la de Rusia, según la describe Alexander Soljenitsin en su obra "El colapso de Rusia"

Lo que escandaliza al español actual no son las ansias de segregación, sino que se emplee la violencia para conseguirla.

Sin embargo, ésta es una sociedad que ha admitido la práctica del aborto sin oponer mayores reparos. Ha sido legalizado, y son muchos miles (cincuenta mil aproximadamente) los que se realizan anualmente. El aborto es una acción violenta, mortalmente violenta que se ejerce sobre un ser inocente. Pero esta bestial violencia no escandaliza, ni indigna realmente más que a una minoría. Se puede pensar lícitamente que son escasos los resortes de sensibilidad de la mayoría. Y en consecuencia, se puede sospechar de la índole sana de la indignación y escándalo que provocan los actos terroristas. No niego que haya gentes en las que estos sentimientos estarán libres de adulteración, pero...

Estas dudas se consolidan cuando consideramos la naturaleza de las manifestaciones que se producen tras los atentados. Casi todas son pacifistas. Se pide la paz. Se ruega. Un escritor definió estas manifestaciones como rogativas.

Se pide la paz. Es decir, y para expresarlo de forma más flagrante... se pide que nos dejen en paz. Que nos dejen vivir tranquilos, disfrutar de nuestras vacaciones, de nuestros placeres, de nuestra maravillosa vida. Es decir, que nos dejen seguir viviendo cómodamente.

La comodidad, he aquí un factor importante en estas reacciones. No digo que sea el único, pero es importante. Porque a partir de este sentimiendo se puede entender mejor esa aparente contradicción entre la nula sensibilidad ante el aborto y la grande ante el terrorismo. Porque el espíritu de comodidad explica las dos cosas. De lo que se trata es de disfrutar de la vida a pleno rendimiento y cómodamente. Y así como los atentados perturban esta comodidad, ésta también se ve alterada con embarazos no deseados. Tenemos que apartar estos obstáculos. Así que legalizamos el aborto y condenamos el terrorismo y pedimos la paz.

También escandalizan, todavía escandalizan, el descubrimiento de redes de pederastas, los abusos a menores, etc. Sin embargo, no estamos dispuestos a prohibir la pornografía, que está en directa relación con esos crímenes. El hecho de que asesinos sexuales en serie hayan sido adictos a la pornografía, no incita a pensar en prohibirla. Preferimos agitar un concepto falso como es el de "libertad de expresión" para no tomar medida alguna. Y uno no puede evitar preguntarse si las reacciones moralistas de una sociedad empapuzada de sexo no estarán contaminadas como en el caso anterior del terrorismo.

Y no cabe duda de que están contaminadas, puesto que para salir de la incomodidad que producen estos actos existe la tendencia evidente a legalizarlos. Es un expediente perfecto que lo arregla todo. Se legalizó la homosexualidad, que antes era proscrita, y la tendencia es a legalizar los matrimonios homosexuales con plenitud de derechos, como ya se está haciendo en diversos lugares. En resolución del 16 de Marzo de 2000 el Parlamento Europeo aprobó una resolución exhortando a los países miembros a que suprimieran el tope mínimo de edad para las relaciones homosexuales. Esto conduce inevitablemente a la legalización de la pederastia. Los actos de los degenerados no tendrán entonces por qué escandalizar a las gentes, provocando la consiguiente incomodidad de espíritu.

Procede repetir una vez más que la dirección del pensamiento presente proviene directamente de J. J. Rousseau y su teoría de la bondad de la naturaleza humana. Esta teoría es errada y anticatólica, pero no por ello menos entusiásticamente admitida, aún dentro del seno de la misma Iglesia, en la corriente predominante que surgió del Concilio Vaticano II, aunque de ninguna manera admitirán la influencia del filósofo francés. Y no se puede negar que se trata de la teoría más cómoda que pudiera hallarse, puesto que si la naturaleza humana es buena, y son buenos todos sus impulsos, no hay la menor necesidad de realizar esfuerzos por reprimirse.

El ascetismo, el rigor, el denuedo, que fueron siempre nota predominante en la moral tradicional de Occidente, quedan completamente disueltos con la admisión de la teoría roussoniana. Llegamos a la situación límite actual, de consagrado neopaganismo, en brazos de dicha teoría, que es la teoría de la comodidad por excelencia. La teoría adecuada al hombre inferior; la del hombre que no lucha y se va pudriendo en esa su inerte pasividad´.

De ahí que las protestas indignadas contra ciertos atentados, ciertos crímenes sexuales, etc., suenen un poco a hueco en los oidos de quienes contemplamos con ojos críticos esta sociedad tan comodona y antiheróica.

Levantada sobre la ausencia de la antigua moral, tomando como base de sustentación el negativo de esa moral, es decir, la contramoral, esta sociedad se ofrece pasiva, pacífica, a los diversos agentes patógenos que la han de llevar progresivamente a su fenecimiento.

Resulta necesaria, en consecuencia, la reacción de un rearme moral, de la vuelta a los valores de la disciplina y del esfuerzo, de la lucha contra el mal y defensa del bien, del culto a las virtudes que enaltecen y no a los vicios que deprimen. De nuevo, han de alcanzar vigencia la tensión espiritual, los ideales y los objetivos de vida. De nuevo, un patriotismo de denso contenido ético y proyección universalista ha de marcarse metas de la máxima ambición.

Entretanto, las actitudes condenatorias de esta sociedad ante ciertos hechos, no diré que no tengan ningún valor, pues estos no sería ni realista ni justo, pero sí que carecen de un crédito sin restricciones. Primero, porque, en parte, surgen del egoísmo, la comodidad y la molicie que las contaminan. Segundo, porque ese descaecimiento de la sociedad, con su consiguiente traducción en leyes y costumbres, es en último término la causa principal de los hechos condenados; su mejor caldo de cultivo.

No debiera sernos difícil el comprender que mientras no desarraiguemos de nosotros las causas (morales, ideológicas, políticas, jurídicas), no tendrá significado genuino y consistente el que deploremos y condenemos las consecuencias.

Ignacio San Miguel.



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