Portada revista 46

Portada revista 46 Indice de Revistas El mal menor y el voto util

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

Santo Tomás Moro, el hombre y el político .

Un modelo incomodo, por su integridad y valentía, para los políticos actuales,

1. La larga historia de un nombramiento

Podemos tomar como punto de partida, la observación de que con el Motu Propio de 31 de octubre de 2000 por el que Juan Pablo ll ha designado a Santo Tomás Moro, patrón de los gobernantes y de los políticos, se ha llenado un vacío.

Porque a lo largo de los dos mil años de historia de la Iglesia, toda la rica gama de oficios y profesiones que se dan cita en la actividad humana, se había ido dotando de un modelo que imitar y de un intercesor en el cielo, que tal es el doble sentido de los patronos en su respectiva actividad profesional. Labradores, médicos, abogados, enseñantes, militares y en tiempos más recientes escritores y cineastas, profesiones nuevas y viejas, contaban ya con su patrono.

Faltaban los políticos, una profesión sin embargo vieja como la humanidad, más aún connatural a ella -recordemos cómo Aristóteles definió al hombre como "animal político"- pero hacia la que había persistido un cierto desencuentro cuando no hostilidad por parte de la moral natural, mucho más por parte de la inspirada en el mensaje bíblico cristiano. Porque pensemos en aquellos profetas del Antiguo Testamento, una y otra vez en rebeldía frente a los reyes de Judá e Israel. Una misma lectura muy elemental de la vida de Jesucristo nos conduce a su continua tensión con la clase política de su pueblo que al final le arrastró a la muerte. Destino que acompañó a las primeras generaciones de cristianos condenados por desobedecer las leyes políticas del Imperio. Todavía habríamos de repasar la "Querella de las Investiduras" en la Edad Media que enfrentó al Pontificado y al Imperio, la instauración de la razón de Estado como supremo principio de actuación de los nuevos Estados Modernos en el siglo XVI, las agresiones personales de Napoleón con el papado de su tiempo, de los dos totalitarismos del siglo XX opuestos frontalmente a la moral católica.

Pues bien; en esa gran reflexión sobre la historia de la humanidad compartida con la del cristianismo en los últimos dos mil años que ha constituido la línea vetebradora del año jubilar, podía tener cabida y de hecho la ha tenido la percepción de este dato anómalo: la ausencia de unos cauces normales de convivencia de la Iglesia con una profesión por lo demás en desarrollo creciente y la oportunidad de poner como signo de reconciliación, el nombramiento de un patrono.

Pero ¿quién podía ser? Podemos decir que la Iglesia ha imitado a aquel paterfamilias del Evangelio de quien se nos dice que saca de su tesoro piezas nuevas y antiguas. Porque en nuestro caso ha buceado en la historia para rescatar el nombre de un personaje en cierta medida oculto, más aún, el de un "perdedor". Porque hemos de reconocer que la obstinación de Tomás Moro en no aceptar la superioridad de la autoridad real sobre la pontificia, le aherrojó al menos de momento de la historia oficial. Su actitud valiente fue en lo humano una piedrecita no más arrojada contra un sólido edificio, el del nuevo Estado Moderno inglés destinado a convertirse desde aquel punto de arranque del reinado de Enrique VIII en la gran potencia de la Edad Moderna hasta comienzos de este siglo XX.

De ahí que prudentemente, la Iglesia no quisiera durante tres siglos remover su figura.

Pero una vez más se ha cumplido aquello que escribió Saint Exupéry, en su Terre des hommes: Los vencidos son como las plantas. Ellas se callan. Escondidas en su silencio, terminan por germinar. Esto sucedió con Tomás Moro. El tiempo hizo aquí también su labor.

Comenzaron por calmarse las fuertes tensiones marcadas de martirio que turbaron la vida religiosa inglesa durante los siglos XVI y XVII. Al final de este último siglo, la Ley de Tolerancia de 1689 abrió ya una etapa cuando menos de libertad limitada a quienes habían permanecido fieles a Roma. Ellos, los católicos, resistieron mejor la crisis religiosa que provocó la Ilustración. John Locke, David Hume, Alexander Pope, realizaron su lectura crítica del cristianismo desde el anglicanismo del que provenían y en consecuencia sobre él ejercieron una influencia mayor.

En un capítulo posterior, la conocida renovación religiosa que caracterizó al despertar del siglo XIX, afectó a las dos confesiones, a los anglicanos para invitarles a reflexionar con un sentido crítico sobre las razones de su separación de Roma; a los católicos, más enteros, menos tocados de indiferentismo, para animarles a salir del gheto sociocultural en que les había recluido su inferioridad numérica y la prohibición de ocupar puestos en la alta administración del Estado. Del cruce de ambas posiciones nació uno de los fenómenos religiosos más interesantes del Cristianismo en la época contemporánea: el "Movimiento de Oxford", con las figuras mayores de John Newman que se convertiría al catolicismo y Edward Pussey que permanecería fiel a la Iglesia anglicana pero manteniendo siempre un gesto de amistad hacia Roma.

Dos fechas decisivas marcan la nueva era de relaciones entre las confesiones anglicana y católica. En 1828 el Parlamento inglés aprueba la "Ley de emancipación" que abre a los católicos la posibilidad de ocupar cargos públicos e incluso de acceder al parlamento inglés. Roma por su parte restaura en 1850 la jerarquía católica en Inglaterra.

Se acercaba así el momento en el que Tomás Moro, la persona situada en la cabecera de aquella ruptura, podía ya pensar en renacer. La Iglesia ya no temió ofender a nadie, beatificándolo primero en 1886, elevándolo más tarde a los altares en 1935.

Avanza ya el siglo XX. El movimiento de conversiones al catolicismo característico de su primer tercio y que afecta de un modo especial a importantes figuras de la vida cultural inglesa -repasemos los nombres de G.K. Chesterton, Graham Green, Evelin Waugh- contribuyen a arropar el movimiento a favor de Tomás Moro. Se alzan sin miedo monumentos en su honor: sin salir de Londres, en Chelsea, el barrio donde transcurrieron los años más felices de su vida; en la Torre de Londres donde fue sacrificado.

Pero son los años sesenta los que marcan el inicio de la plena reivindicación de Moro. Un mundo secular ausente de prejuicios comienza a redescubrir su figura como persona de una talla superior. "El hombre de todas las estaciones", que diría de él su amigo Erasmo (propiamente, "omnium horarum homo"). El político de indudable altura, que mereció aquel elogio de Carlos V al conocer su muerte: "preferiría haber perdido varias de mis ciudades antes que un consejero como Tomás Moro". En 1960 Robert Bolt pone en escena precisamente bajo el título "A man of all seasons" una de las obras de más éxito en estos años tanto en los teatros de Londres como en los de Nueva York. Pieza teatral que seis años después Fred Zinneman llevaría a la pantalla en una cinta que, avalada por ocho Oscars, sigue hoy considerándose una de las obras maestras del Séptimo Arte.

Y paralelamente, en 1962 se crea una sociedad, los "Amici Thomas Moro" que un año después inicia la publicación de una revista trimestral, Moreana dedicada íntegramente a conocer su figura al tiempo que en este mismo año se publican por vez primera sus obras completas en 14 volúmenes.

La planta un día escondida bajo tierra no sólo había germinado sino que crecía con pujanza.

Ahora lo entendemos bien; los tiempos eran ya maduros para que la Iglesia diera el paso adelante y con la anuencia y en ocasiones con la petición expresa de políticos ajenos a la confesión católica le nombrara patrón de políticos y gobernantes.

Bienvenido sea pues, su patronazgo.

2. Santo Tomás Moro, un hombre entre dos épocas

Pero es precisamente el momento en el que más nos interesa preguntarnos: ¿Quién era Tomás Moro? En primer lugar el hombre.

Pienso que es preferible, en lugar de ofreceros una sucesión cronológica de las fechas que van marcando sus cincuenta y siete años de vida intentar ir en busca de la clave de su existencia y, en consecuencia, de su personalidad.

Tomas Moro como hombre queda definido con sólo atenernos a las dos fechas límite de su existencia, la de su nacimiento y la de su muerte: nace en 1478 y muere en 1535.

Quiere esto decir que lleva dentro de su existencia un drama, una tensión profunda de la que algo sabemos los hombres y mujeres de nuestra generación. El drama y la tensión que supone nacer en el seno de una sociedad, de un mundo que moría para enfrentarse en la madurez de su vida con otro enteramente distinto al de su primera formación.

Efectivamente; aquella segunda mitad del siglo XV, queda perfectamente definida en el título mismo de la obra del historiador holandés Josep Huizinga, que es quien mejor ha estudiado esta época: era "El otoño de la Edad Media".

1) Así es; cuando Moro nace, el gran arte gótico de nuestras catedrales se prolongaba ya estérilmente en una mera decoración de adornos superfluos, el que llamamos el gótico florido, o buscaba progresar con el aumento de las dimensiones, aquel "hagamos una catedral que nos tengan por locos" de los canónigos de Sevilla, al iniciar las obras de su monumental templo de cinco naves a comienzos del siglo XV, mientras que la brillante escolástica, de los Abelardo, San Alberto Magno, Santo Tomás, había degenerado, a partir del Guillermo de Occam, en una generación de escoliastas sólo preocupados "por cuestiones puramente lógicas, por divisiones y subdivisiones de conceptos" (J. Ferrater Mora).

2) Era una sociedad en la que las ideas circulaban dificílmente. Es cierto que se había ya descubierto la imprenta (la impresión de la Biblia en 1455 había marcado el punto de salida) pero su introducción en los distintos países fue lenta. Hasta 1477 no se imprime el primer libro en inglés; y como no podía ser de otra manera se trataba de un libro destinado a la nobleza cortesana: La Mort d'Artur, dentro del ciclo legendario del Rey Arturo y los caballeros de la mesa redonda. Los libros de uso manual, la literatura popular y escolar tardarían más en llegar. Moro todavía aprenderá a leer en textos copiados por amanuenses.

3) Era también una sociedad en la que el mundo feudal con su engranaje escalonado de dependencias que había dado solidez a la alta edad media agotaba sus energías en luchas internas o contra los reyes; y paralelamente la economía agrícola y la clase campesina ligada durante siglos a esta nobleza quedaba abandonada a su suerte y emigraba a las ciudades. Se creaba así el que se ha llamado el primer proletariado, el que correspondía a un capitalismo en su primera fase: el del comercio, la artesanía y la primera banca que florecía en una red de ciudades, portuarias o situadas a la orilla de las grandes rutas Génova, Florencia, Amberes, Brujas, Londres.

4) La infancia y primera juventud de Moro correspondían a una población en constante aumento tras la gran depresión que supusiera la peste negra de 1380 y que por eso mismo se sentía encerrada en unos límites estrechos: por el sur a causa de la piratería musulmana que dominaba el Mediterráneo, por el oeste al ser incapaz de franquear el Océano Atlántico, Mare Tenebrosum, Finis Terrae se leía en los mapas, mientras que por el este, los turcos que desde 1453 habían asentado sus bases en Constantinopla se disponían a asaltar el corazón de Europa.

5) Y algo que nos importa de un modo especial; esta Europa que significativamente a medida que avanzaba la Edad Media intercambiaba con frecuencia su nombre con el de Cristiandad, por la religión que la había educado e impregnaba todos los ámbitos de su vida, presentaba signos preocupantes de debilidad (un papado mundano, unas órdenes religiosas relajadas salvo tal vez la orden cartujana según aquello, nunquam reformata quia nunquam reformanda) y, lo que es peor, signos de fragmentación: wicleffitas y lolardos en Inglaterra, hussitas en Bohemia, seguidores en los países mediterráneos del iluminado Joaquín de Fiore.

Tal vez por eso, una minoría se refugiaba en el intimismo religioso, en la que se llamaba la Devotio Moderna: "el encuentro con Dios en la propia alma mediante el recogimiento, la meditación sobre la vida de Jesús y la práctica ascética" que impulsada por su fundador, Gerardo Groot, se expandió desde los Países Bajos donde nació, por Italia, España, Alemania, Inglaterra, captando a su paso a una minoría de espíritus más selectos en aquellos tiempos de prolongada incertidumbre. Hoy la historia adscribe a la Devotio Moderna a personalidades geográficamente tan dispersas como el Cardenal Cisneros, Adriano de Utretch, el que sería tutor de Carlos V y malogrado Pontífice, el benedictino Italiano Ludovico Barbo, el joven Erasmo de Rotterdam, sin olvidar a Tomás de Kempis, autor reconocido de la Imitación de Cristo, el libro que mejor representaba el espíritu de esta minoría selecta.

Hasta aquí el mundo que rodeó el nacimiento de Tomás Moro.

Pues bien, cuando este mismo Tomás Moro muera un seis de julio de 1535 todo había ya cambiado.

El Renacimiento artístico con sus dos focos de Italia y de Flandes se encontraba en su apogeo y había desplazado al arte gótico, mientras que una generación de humanistas que recuperaba a los grandes autores de la antigüedad clásica, habían traído bocanadas de aire fresco a la cultura occidental.

La imprenta se había convertido ya en un gran medio de difusión de las ideas. En los primeros años de 1500 más de 40.000 títulos salidos de unas 1700 imprentas circulaban por Europa.

En el orden político el panorama era también bien distinto. Luis XII de Francia, los Reyes Católicos en España, Enrique VII de Inglaterra, habían impuesto su ley sobre la alta nobleza e instaurado un nuevo orden político, basado en la unidad interna del territorio regido por un código, una lengua y una religión común, a la vez que introducían en él una profunda renovación de su administración y hacienda; había nacido el que llamamos desde entonces Estado Moderno.

Por su parte aquellos horizontes limitados de Europa y de los europeos se habían ensanchado más allá de cualquier límite sospechado. En 1520, en plena madurez de la vida de Moro, ya Cortés ha penetrado en el Imperio azteca y Fernando de Magallanes acababa de iniciar su gran viaje, que daría por primera vez la visión completa de un planeta habitado.

Finalmente, los amagos de ruptura en el seno de la Cristiandad se habían consumado, y la rebelión de Lutero en 1517 señalaba el fin de la unidad cristiana en la Europa occidental.

Pues bien, entender a Tomás Moro no significa otra cosa que intentar comprender cómo va a unir en un gran acto de coherencia interna esos dos mundos, el de su infancia y primera juventud finimedieval y el moderno de su madurez y muerte.

3. Santo Tomás Moro, el hombre de la Devotio Moderna

Y efectivamente lo hizo por sus pasos. Captó en su primera juventud la onda de la Devotio Moderna y a los 24 años llamó a las puertas de la Cartuja de Londres para solicitar vivir con los monjes. Allí permanecerá durante cuatro años, entre 1498 y 1502. A pesar de su prolongado estancia, no solicitó ingresar en la orden. Un profundo deseo le llevaba a la vida laical, al estado marital, a fundar y vivir intensamente una familia. Es éste uno de los perfiles más acusados de su personalidad. Lo que hoy llamaríamos su vocación plenamente secular. Dos años después, en 1504 casa con Juana Colt, de la que tendrá cuatro hijos y apenas muere esta primera mujer en 1511, vuelve de nuevo a contraer matrimonio con Alice Middleton, una mujer viuda que le trae un hijo, una hermana de leche y un ama de casa ligada a la familia. Con los miembros de la antigua y de la nueva forma una familia en el sentido amplio y a la vez profundo de esta institución. En ella él será algo más que el tradicional padre de familia. Será el patrón que la gobierna; también su profesor y su director espiritual. Era la Moro School, como se la llamaba en Londres. Y cuando Holbein viene a Inglaterra posará para él en ese espléndido retrato que hoy guarda el Frick Museum de Nueva York; pero quiere que le retrate con toda su familia: es ese grabado que hoy se admira en la National Portrait Gallery en el que diez personas de distinta edad y sexo se agrupan en actitud a la vez relajada y orante, uno lleva en sus manos un rosario, otro un libro de oraciones, todos en torno a un jefe de familia complacido.

Pero sigamos, porque la Devotio Moderna caló muy hondo en Moro. Por eso, cuando el frío humanismo pagano llame a las puertas de su sensibilidad, él dirá que sí, se entusiasmará con los viejos textos griegos, traducirá junto con su amigo Erasmo al retórico y poeta Luciano de Samosata, le imitará en el género del epigrama. Epigramas, desenvueltos en la forma, penetrados de ironía; pero sus temas serán, el desengaño del mundo, los azares de la vida, la presencia de la muerte.

Cuando años más tarde se integre en los negocios del nuevo Estado Moderno y participe de la vida cortesana, su hija le sorprenderá que su camisa está hecha de un tejido áspero que le sirve de cilicio.

En plena vitalidad de la Moro School, en 1522, escribirá un libro que les sirva de guía: Su título Last Things, las últimas cosas, las realidades definitivas, los novísimos decimos en nuestro lenguaje, muerte, juicio, infierno y gloria; y uno de los últimos consejos que dará a su hija Margaret ya encarcelado en la Torre de Londres será la lectura de La Imitación de Cristo de Tomás de Kempis.

Precisamente estos días de prisión son los que cierran dentro de una perfecta lógica el círculo de su existencia. Porque el calabozo en el que pasó los últimos catorce meses de su vida, fue de algún modo el doble de su primera celda cartujana. Y en ella revivieron los largos ratos dedicados a la oración. Su espíritu se explayó en pequeñas obras con títulos tan espirituales y apropiados a aquel momento de prueba, como Diálogo del consuelo ante la tribulación, y expresiones tan llenas de espiritualidad como: "Dame mi Dios tu gracia para tener en nada el mundo, para asentar mi mente en ti... para encontrar contento en la soledad, sin ansias de humana compañía", que escribe al margen del su libro de horas que recitaba diariamente.

4. Santo Tomás Moro, el Político

Este es el hombre Moro. Una persona con un gran calado espiritual, espiritualidad que tiene el sello ascético-devoto de la Baja Edad Media.

Pero una persona, más si es una persona que opta por la vida laical, ha de ejercer una profesión.

Podía ser un intelectual, un humanista, al estilo de Erasmo, de Aldo Manucio, de Pico de la Mirándola, de Luis Vives, con quienes mantuvo estrecha relación; en tal caso seguiría cultivando el griego y el latín, descubriendo textos antiguos, revitalizando la vida académica y cultural inglesa; o podía optar por la política, cuando los monarcas de los nacientes Estados Modernos requerían un nuevo tipo de servidores. Entraría en ese caso en otro círculo, el de la brillante generación de políticos de nuevo cuño, como Nicolás Maquiavelo en la corte de los Médicis de Florencia, Mercuriano Gattinara al servicio de Carlos V, o Michel de L'Hospital con Enrique II de Francia.

Era una disyuntiva. Eligió lo segundo.

Una serie de circunstancias externas e internas le llevarían a tomar esta opción.

Circunstancias externas, primero. Porque no fue casual el que, recomendado por su padre, pasara a los doce años a servir como paje en casa del Cardenal Morton, la primera figura de la vida política inglesa durante el reinado de Enrique VII. Allí en múltiples conversaciones se familiarizaría Moro con los personajes y las vicisitudes de la política inglesa más reciente, singularmente con la Guerra de las dos Rosas, la mantenida entre la rosa roja de York y la rosa blanca de Lancaster (1455-1485), que terminó con el triunfo de los Lancaster, representados por Enrique VII, el primer Tudor. Se le debió quedar especialmente grabada la controvertida personalidad del último representante de la rosa blanca, Ricardo III de York; sobre él escribiría más tarde una historia que aprovecharía por cierto Shakespeare en su célebre tragedia, Ricardo III.

Otra circunstancia externa que le llevó a orientarse a la política fue la profesión de su padre, juez, hombre de leyes. Él orientó a su hijo desde los primeros años a seguirle los pasos, procurando incluso distraerle de los estudios humanísticos por los que Moro sentía especial afición. La práctica jurídica centraría su primera actividad profesional. Y como tantas veces ha sucedido en todos los tiempos el Derecho sería para él una plataforma natural para el ejercicio de la política; con una connotación particular, la de que la tradición jurídica inglesa daba ya entonces una importancia mayor a la Common Law, para entendernos, a la jurisprudencia y la ley natural por encima de los códigos escritos y con frecuencia estereotipados, lo que equivalía a ir más derechamente a los problemas reales de la sociedad.

Pero factores internos también; porque no tardó en descubrirse en el ejercicio de su profesión de abogado, él mismo y los que le trataron, como una persona de palabra fácil, un pico de oro que decimos nosotros, de plata, silver tongue, prefieren decir los ingleses, que poseía además, el don natural de las buenas formas, y el gusto por el diálogo. Ello supuso que pronto los ricos comerciantes de Londres se fijaran en él para que representara sus intereses ante los mercaderes del otro lado del canal, que el mismo Enrique VII le eligiera para ser su representante por la ciudad de Londres en el Parlamento y que cuando su hijo, el nuevo monarca Enrique VIII accediese al trono en 1509, comenzara a prestar sus servicios en actuaciones puntuales, ahora ya en temas enteramente políticos, a las órdenes del todopoderoso Cardenal Thomas Wosley, su canciller.

5. El nacimiento de Utopía y el brillante porvenir de un político

Por esta vía ascendente llega Moro a un momento decisivo en su vida. Estamos en 1516. En Brujas tiene lugar un encuentro entre dos embajadas, la del joven rey Carlos, todavía príncipe heredero de la corona Española, y la de Enrique VIII. De esta última forma parte, Tomás Moro. Cuenta 36 años. La misión constituye un éxito, del que Tomás Moro ha resultado ser una pieza clave.

Wolsey le ofrece entonces entrar a formar parte del Consejo Privado del rey, hoy diríamos ser miembro del Consejo de Ministros, aunque en aquel tiempo no existiera aún la actual compartimentación por materias. Ello le suponía en primer lugar abandonar definitivamente su carrera, llamémosla así, de humanista. En segundo lugar, dar un salto cualitativo en el campo de la política. Hasta ahora había sido un hilo más en la red de contactos diplomáticos que deciden la actuación de los Príncipes. Ahora le proponían ser uno de los pocos que mueven desde las más altas instancias los hilos de esa red.

Moro duda. Erasmo le desaconseja. Él reflexiona. Y el fruto de esa reflexión queda recogido en un libro que es hoy al mismo tiempo una obra cumbre del pensamiento político universal. Su nombre, Utopía.

Todo está dicho sobre ella. "El libro es corto -dirá de él nuestro Francisco de Quevedo-. Pero para entenderle como merece ninguna vida será larga". Crea un género nuevo que a lo largo de cuatro siglos ha seguido generando nuevo títulos, desde la Ciudad del sol de Campanella, pasando por los socialistas utópicos del siglo XIX, hasta Un mundo feliz de Aldous Huxley.

Pero a nosotros nos importa esta obra en la medida en que nos ayuda a descubrir su altura como político. Porque entendemos que un político de raza tiene que partir de un análisis de la realidad político social en la que ha de desarrollar su acción, y a este análisis ha de seguir un programa de acción, que si queremos apurar ha de desdoblarse en un programa a corto plazo, enteramente realista y un proyecto mayor incapaz de caber en una corta vida y en el que la imaginación pueda y deba volar a placer. Eso y todo eso es Utopía, la obra de un político que critica, pero también propone soluciones, desdobladas éstas en unas soluciones inmediatas y que responden a la realidad del momento, y otras a medio y largo plazo, tan largo incluso que todavía hoy en pleno siglo XX no dejan de sorprendernos. En ese sentido Moro representaría al político creativo, ese que tanto estimamos, en gran escala.

Así es como en el libro I Moro extiende su mirada crítica sobre aquella sociedad europea de los primeros años del siglo XVI. Y advierte en ella dos problemas mayores. Por una parte, aquel naciente capitalismo del que hablábamos antes está llevando consigo la perdida de valores espirituales que son sustituidos por el dinero como supremo valor: "En tanto dice que el dinero sea la palanca con la cual se mueven todas las cosas no creo que las naciones puedan ser gobernadas con justicia". Riqueza por otra parte creadora por su naturaleza de fuertes contrastes. Por eso, tendiendo ahora la vista hacia los más desfavorecidos, continúa: "Qué pueden hacer los miembros eliminados de la sociedad, sino dedicarse a la mendicidad o a la mala vida".

El segundo defecto mayor que Moro encuentra en la sociedad de su tiempo es la actitud prepotente de los nuevos monarcas, ya que "sus resoluciones son siempre adoptadas abusando del principio de autoridad" y en su uso constante de la guerra como medio natural de aumentar su ambición, ocasionan "grandes dispendios y no reportan la más ligera ventaja para el pueblo".

¡Santo Tomás Moro, político de todos los tiempos!, nos dejamos decir al comienzo de esta conferencia, tomando prestado el elogio. ¿Sus reflexiones sobre los males profundos de la sociedad que él diagnostica en aquellos inicios de la Edad Moderna, no continúan teniendo su plena vigencia hasta nuestros días?

Pero sigamos; al análisis de la situación tiene que seguir el programa de acción. Es el que llena las páginas del libro II. Pero antes de entrar en él cumple hacer una observación: dijimos que Moro hace discurrir su vida sincrónicamente con los nuevos hitos que conforman la nueva edad. Pues bien ahora vemos cómo sitúa, virtualmente diríamos hoy, la nueva sociedad que él busca para Inglaterra y los reinos cristianos, en la América recién descubierta, en el Nuevo Mundo, expresión que utilizó por vez primera nuestro Pedro Mártir de Anglería y que Moro recoge con acierto. Ella despierta de por sí la ilusión de lo distinto, de lo nuevo, frente a lo gastado que representa la que ahora, por simple reacción de contraste, comienza llamarse ser la Vieja Europa.

En aquel paisaje virgen construye una sociedad vivo contraste de la que expuso con dolor, casi con ira, en el libro I.

Será una sociedad que desconoce la autoridad absoluta de ningún gobernante. Todos los cargos están sujetos a una elección, las riquezas y el oro son tan poco apreciados que se utilizan para los objetos más bajos. Hay un principio de propiedad compartida. Es una sociedad que vive en paz porque "la gente de Utopía, dice, detesta la guerra la cual tiene por cosa inicua, propia de salvajes", una sociedad en la que todos trabajan y contribuyen por igual a la prosperidad de la comunidad; todos, sí, mujeres y hombres por igual, como Moro señala expresamente con un evidente signo de modernidad; donde no hay ni los nobles, ni los frailes perezosos, tan vivamente descritos en el libro I; en la que "los ricos no se aprovechan del salario de los pobres"; donde, no podía ser menos, la familia, en un sentido amplio, fiel reflejo de la suya en Londres, es la base firme de la sociedad.

6. Cuando la Providencia tuerce los caminos de Tomás Moro

Moro vuelve de su misión diplomática en Brujas con la decisión de aceptar el cargo de miembro del Consejo Real y dispuesto a ir poniendo en práctica el régimen político, social y económico de Utopía. Tras lo dicho hasta aquí, nos creemos con todo el derecho para prever, sin posibilidad de equivocarnos, un Tomás Moro dispuesto a recoger el fruto de sus dotes naturales, bien administradas durante largos años de experiencia en la vida política. Pero no va a ser así. Hay una "Providencia" que se interpone para llevarlo por sus caminos a una cima más alta, si queremos de otro orden. Con razón uno de los libros de la reciente bibliografía moreana que ha sido recibido con mayor aceptación es el de Alistair Fox: Thomas More: History and Providence. No tratamos de desgranar su contenido. Sí de aprovechar su tesis principal a la hora de encontrar un sentido a tres obstáculos que de forma imprevista le salen sucesivamente al paso.

El primero va a ser la aparición en el horizonte político de Europa de un problema nuevo. La ruptura con Roma de Martín Lutero. Tras los escarceos reformistas de lolardos y hussitas, ha llegado la hora de la verdad. El 30 de noviembre de 1517, Martín Lutero clava a la puerta de la Iglesia de Todos los Santos de Wittenberg sus 95 tesis. 1517, esto es, justo un año después de que se publicase Utopía, el libro programa en el que Moro pensaba aplicar su política. No es por tanto extraño que el tema de la Reforma no apareciese en sus páginas. Pero en cambio se le echa encima con todo el peso de su trascendencia, religiosa y política a la vez, que todos conocemos. Con la particularidad de que Enrique VIII se implica en él desde el primer momento y a favor de la autoridad de Roma, con mayor intensidad que cualquier otro príncipe cristiano, hasta el punto de llegar a recibir del Papa el honroso título de Defensor Fidei.

Y en esta tarea cuenta ciertamente con el consejo de Moro que desvía hacia este problema las energías que de no haber sucedido la Reforma hubiera empleado en los temas políticos y sociales planteados en Utopía. Pero no tiene que improvisar. Su fe profunda de cristiano viejo unido al conocimiento que tiene del pueblo inglés, poco culto y especialmente sensible a la nueva reforma le hacen entrar de lleno en el problema de la Reforma. Es el período que el citado Aistair Fox llama "la época de las controversias". Nada menos que cuatro libros salen de su pluma en estos años con el fin de atajar la herejía en Inglaterra: A dialogue concerning heresies, The confutation of Tyndale answer, Supplication of Souls y Debellation of Salem and Bizance.

Un segundo obstáculo que condicionó el proyecto político que Tomás Moro traía entre manos al aceptar el puesto de miembro del Consejo Real fue el fracaso personal y político que sufre en estos años el supremo árbitro de la política del Reino, el Canciller y cardenal Tomás Wosley. Personal, porque el "hijo del carnicero", como se le llamaba en los medios cortesanos aludiendo a su baja extracción social, no supo ni medir su ambición de mando ni disimular el lujo y ostentación de una riqueza que se decía superaba a la del mismo monarca, ni conducirse en su vida privada como correspondía a un eclesiástico constituido en dignidad. En lo político porque en la pugna entre Francia y España, que dominaba la alta política europea, optó por la primera. Y se equivocó. España como es sabido arrasa militar y diplomáticamente durante estos años veinte: Bicoca (1522), Pavía (1525), Tratado de Madrid (1526), Saco de Roma (1527), Tratado de Cambrai (1529), para rematar la década con la coronación en Bolonia de Carlos V como emperador, por el Papa Clemente VII, un 24 de febrero de 1530.

Moro no puede menos de asistir, supeditado a la autoridad superior de su Canciller, a esta descenso constante del prestigio internacional de Inglaterra. Eso sí, le tocará recoger sus consecuencias. En 1529, Enrique VIII destituye a Wolsey y nombra a Tomás Moro su sucesor. Desde el punto de vista del monarca era el reconocimiento de la alta estima que le merecía su Consejero; desde el nuestro, siempre siguiendo con especial cuidado el curso interno de su biografía, no podemos menos de observar cómo aquella profunda vocación secular de Moro obtiene ahora uno de sus éxitos. Moro rompe los moldes de la historia inglesa. Por vez primera el más alto cargo del reino recaía en alguien que no pertenecía al estamento eclesiástico.

Pero precisamente coincidiendo con este nombramiento salta a la superficie el tercer obstáculo que "la Providencia" (volvemos a Alistair Fox) interpone con miras más altas en la carrera política de Tomás Moro.

Porque es en 1529 cuando un asunto que podía haber quedado reducido a un problema de alcoba o de dispensas canónicas, se convierte en una cuestión de Estado, la cuestión de Estado por excelencia the kings great matter, como se la llamó entonces, capaz de cambiar el rumbo de su vida, de la historia de Inglaterra y del cristianismo: el del divorcio de Enrique con la hija de los Reyes Católicos, Catalina de Aragón.

Es un tema que nos desborda por su complejidad, pero que dada la trascendencia que acabamos de señalar nos importa cuando menos desbrozar; hagámoslo recorriendo sus distintas entradas.

1) El divorcio de Catalina de Aragón, visto desde la perspectiva de las otras cinco mujeres con las que Enrique VIII consecutivamente se unió, Ana Bolena, Jane Seymur, Anne Cleves, Catherine Howard y Catherine Parr, nos lleva a la conclusión de un Enrique VIII que a partir de su divorcio con su primera y legítima esposa pierde el norte, entra en la pendiente de un mujeriego, incontrolado, cruel y castigado por el destino. Dos mueren en el patíbulo, Ana Bolena y Anne Cleves (es el momento de recordar aquello de "mancha de grasa y sangre" que la historia ha puesto como título-comentario al retrato de Holbein, retrato frontal contra la costumbre de Holbein, que da la impresión de agresividad, de un Enrique VIII a los 49 años, grueso, rebosando carne bajo su vestimenta real); una muere de parto, Jane Seymur; otra es repudiada por infiel, Anne Cleves; y sólo la última, Catherine Parr, mucho más joven que él y con la que casa en edad avanzada, le sobrevive.

2) El divorcio de Catalina de Aragón, visto desde la perspectiva de la historia de Inglaterra, nos lleva a la conclusión de que fue un eslabón en una cadena secular de posiciones tomadas por los monarcas ingleses de desafío la autoridad de Roma. Porque ya San Anselmo tuvo que enfrentarse con el segundo rey normando, Guillermo el Rojo (1087-1100), cuando éste pretendía asumir la autoridad plena en su designación como arzobispo de Canterbury y, en consecuencia, le exigía un tributo previo a su nombramiento y le impedía viajar a Roma para recibir del Papa Urbano ll el pallium, signo de la plena autoridad papal para su consagración. Más resonancia histórica, y sobre todo más próximo al planteamiento que nos ocupa, sería el enfrentamiento que menos de un siglo después tendría lugar entre Enrique II y el también arzobispo de Canterbury Santo Thomas Becket, cuando el monarca Plantagenét, comenzó por sustraer a la autoridad canónica los procesos contra los clérigos que incurrían en delitos para continuar reivindicando temas tan sensibles a la autoridad de la Iglesia como el derecho pleno del Pontífice a la pena de excomunión o imponiendo la prohibición de los obispos a acudir a Roma para solventar asuntos internos de la iglesia de Inglaterra. Becket pagó con su vida su fidelidad a la causa de Roma. Un conflicto similar tuvo lugar un siglo después en tiempos del enérgico Bonifacio VIII, cuando Eduardo I quiso imponer un impuesto al clero sin contar con el Pontífice. Nuevamente fue el arzobispo de Canterbury, Robert Winchesley, quien resistió con firmeza a las pretensiones del monarca; se le llamó el segundo Becket, aunque en este caso Eduardo I no cayó en el error de darle muerte.

Ahora se reproducía la misma actitud. Enrique VIII tropezaba con la misma piedra, la piedra de Pedro; y esta vez el sacrificado, aunque en versión como veremos muy propia, el segundo verdadero segundo Becket, sería Tomás Moro.

3) El divorcio de Catalina de Aragón, desde el punto de vista religioso, nos lleva a centrarnos en la persona destinada a jugar un papel central en todo este proceso, Clemente VII. Este segundo Papa Medici se sitúa en el centro de ese giro trascendental que da el papado en estos años, desde la mundanidad, incluso los escándalos de sus predecesores, Alejandro VI (1492-1503), Julio II (1503-1513), León X (1513-1521), hacia los papas ya plenamente reformistas representados por Paulo III (1534-1549) Julio III (1550-1555) y Paulo IV (1555-1559). Clemente VII se mueve también personalmente en ese terreno intermedio de la indecisión en que le sitúa la historia. Será el Papa "del sí y el no" como dijo de él el poeta Francesco Berni, el que quiso reformar la curia extirpando la lacra del nepotismo y permite elevar al cardenalato a Hipólito de Medici, un hijo natural de su padre Juliano de Medici cuando sólo contaba veinte años, y gasta su autoridad en colocar a su sobrina Catalina de Medici como esposa de Enrique II de Francia; el que apoya alternativamente a Carlos V y a Francisco I; el que está persuadido de la necesidad de un Concilio que no se atreve a convocar. Ante la prueba mayor a que le somete el destino, el caso del divorcio de Enrique VIII de Inglaterra, queda más en evidencia si cabe su fragilidad de carácter. Su negativa final a conceder el divorcio no tiene en primer lugar la limpieza de una decisión firme y coherente desde el primer momento, sino que produce más bien la impresión de un último paso vacilante al que han precedido soluciones intermedias y no siempre dignas, como la de pedir a Catalina de Aragón que se retire a un convento.

Y en segundo lugar es una decisión que no puede disimular, cara a la opinión de entonces y a la historiografía posterior, el grado de influencia que pudo tener en ella el poder incontestable que como hemos señalado detenta en estos años Carlos V, tío de la mujer públicamente humillada.

5) Finalmente, y ahora desde un razonamiento más favorable a Enrique VIII, su divorcio de Catalina de Aragón, nos lleva a la conclusión de la importancia fundamental que tenía para Inglaterra tener ese heredero varón que la princesa española no le había dado y que ya no podía dárselo. La dinastía de los Tudor se había asentado por la fuerza de las armas; concretamente descansaba sobre el filo de una batalla, la de Bosworth (1485), que puso fin a la aludida Guerra de las Dos Rosas. La historia de Inglaterra enseñaba que la única vez que una mujer había ocupado el trono inglés, Matilde en el siglo XII, el país se había encontrado envuelto en guerras internas. Incluso puede admitirse a su favor que su pasión por la joven y bella Ana Bolena, encontraba una coartada legal en la prohibición del Levítico de tomar la mujer de un hermano tras el fallecimiento de éste, en este caso el hermano mayor de Enrique VIII y primer esposo de Catalina. Bien es verdad bien que el matrimonio de Enrique y Catalina había sido validado mediante la oportuna dispensa de Julio II.

7. La hora de la "Regla de Oro" de la Política

Así de complejo es el asunto del divorcio entre Enrique VIII y Catalina de Aragón. Por eso llama más la atención la seguridad con que desde el primer momento se abre paso Moro por toda esa maraña de argumentos y contrargumentos. No duda en ningún momento ni en el terreno de los principios ni en el propiamente legal.

Efectivamente; en el terreno de unos altos principio, se trataba de un problema que afectaba a la raíz más profunda de la institución familiar, la indisolubilidad del matrimonio, acechada entonces como ahora por la salida fácil de la mujer bonita que se tercia en la madurez del varón, en sí de uno de los contrayentes, pero en nuestro caso e históricamente con más frecuencia, repetimos, del varón. La entereza moral de Tomás Moro, su fidelidad incontestada a sus dos mujeres, su culto vivido a la familia, le impedían ceder ante la realidad más palmaria de todo aquel asunto, la que era compartida por los personajes de la corte y de la Iglesia que gozaban de mayor prestigio. Se trataba ante todo de una amor extramatrimonial al que se quería legitimar. Pensemos que incluso nuevos adictos a la reforma protestante, como William Tyndale, el traductor de la Biblia al inglés y futuro mártir protestante bajo María Tudor, reprobaban la conducta del rey.

En el terreno legal, se trataba limpia y llanamente de un litigio entre la autoridad del monarca y la autoridad del pontífice en un tema eclesiástico. Tomás Moro lo resuelve desde su saber jurídico. En un asunto canónico debía prevalecer la autoridad del Papa.

Y es este el momento de decir que la historia como la vida misma guarda ironías, balas en la recámara que nadie sabe cuándo pueden ser útiles. En 1522, cuando Moro era ya miembro del Consejo Real, Enrique VIII, entonces imbuido de catolicismo ortodoxo escribió un breve folleto, Assertio Septem Sacramentorum. Se lo dio a leer a Moro. Este le hizo algunas observaciones y una de ellas fue, que el Monarca se había excedido en los poderes que otorgaba al pontífice. Enrique VIII rebasaba la frontera de lo puramente espiritual. Moro le hará ver que si el Papa entraba en una liga con otros príncipes cristianos, no era sino un príncipe más sujeto a los resultados del juego político. Pero Enrique VIII le responde: "No será así. Estamos tan vinculados a la sede de Roma que todo honor que la hagamos será poco". Siete años después, el voluble Enrique VIII había cambiado de opinión. Moro mantenía su postura. No era un ultramontano avant la lettre, como los Bonald o De Maistre del siglo XIX. Moro, una vez más político de todos los tiempos. No se encierra en una escuela del pensamiento.

En consecuencia, el veredicto formal de Moro lleva dentro el rigor de un jurista bien respaldado por la fuerza de una convicción: "Ningún príncipe temporal puede asumir la preeminencia espiritual concedida por especial prerrogativa a San Pedro y sus sucesores, por boca de nuestro Salvador cuando estaba presente en la tierra".

Catorce meses estuvo encerrado en la Torre de Londres. Un tiempo que para el rey suponía la oportunidad de que la voluntad de Moro se fuese desgastando. Un tiempo que sirvió para que Moro resistiera, a costa de que su salud se fuera deteriorando, y diera toda su medida como hombre y como político. Como hombre porque se cumplió entonces plenamente el juicio que sobre él diera el antes citado G.K. Chesterton: "The greatest historical character in english history". Como político porque le tocó cumplir la que bien pudiera llamarse la ley de oro del político y que nos atreveríamos a formular así: la política que es el arte de lo posible, en el que la transacción juega un papel primordial, puede estar abocada en determinados momentos a situaciones en las que unos principios superiores asentados en la conciencia personal obligan a superar el terreno movedizo de los pactos y hacer pie en lo que el Motu Propio de Juan Pablo II llama con términos que ningún político de cualquier religión o cultura se atrevería a rechazar, "la inalienable dignidad de la conciencia", "la primacía de la verdad sobre el poder".

Sería un ejercicio interesante ir recorriendo historia en mano las ocasiones en que se han dado tales situaciones y cómo y por quién se han resuelto de una u otra manera. Ello rebasa con mucho la naturaleza de una conferencia.

Vamos a dar tan sólo un salto de cuatro siglos. El 4 de abril de 1990, los medios de comunicación difundieron por todo el mundo la noticia de que Balduino I de Bélgica había renunciado durante 36 horas a sus prerrogativas de Monarca para no refrendar una ley sobre el aborto que contradecía su conciencia. El mundo político internacional enmudeció ante aquel gesto inesperado. Fue un eco de la actitud de Moro.

Cuatrocientos sesenta y cinco años después de la muerte de Moro, diez desde que se produjo la reacción del monarca Belga, Juan Pablo II ha querido poner en primer plano la trascendencia del gesto del mártir inglés y la posibilidad de que en nuestros días su ejemplo, bajo una u otra fórmula, sea todavía perfectamente imitable.

Bienvenido sea su patronazgo.

Dr. Nazario González, S.I. http://uvst.balmesiana.org/



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