|
El aborto como método de explotación capitalista.
"Estamos en realidad ante una objetiva conjura contra la vida, que ve implicadas incluso a instituciones internacionales"
Un estudio de hace unos años, realizado
por Ermenegildo Spaziante, miembro de la Sociedad Italiana de
Bioética y publicado por la Universitá Cattolica del Sacro
Cuore de Roma, fijaba en 38.896.000 el número anual de abortos
en el mundo (casi 110.000 diarios). Ahora estas cifras han
aumentado significativamente. Por poco sensibilizado que esté
uno hacia el tema, no puede negarse que se trata de un hecho sin
igual en la historia de la especie humana y adquiere tintes de
genocidio universal. Por ello, debe evitar acometerse con puntos
de vista estrechos y reduccionistas, que dejen el tema envuelto
en brumas parciales. Y es que el problema del aborto en el mundo,
por más que así se nos presente por quienes lo defienden,
excede con mucho el problema de la liberación de la mujer: los
fetos desechados pertenecen a ambos sexos más aún, suele
tenderse, al menos en el tercer mundo, a que pertenezcan
mayoritariamente al género femenino-; como tampoco cabe, en sana
lógica, situar una matanza de esta magnitud en el terreno de la
revolución sexual, que se nos aparecería como
desproporcionadamente cara por grandes que pudieran ser sus
beneficios presentes y futuros. Por eso, consciente de la
dificultad de ligar el tema a una dinámica puramente
ideológica, todo el orquestado discurso proabortista ha tendido
a presentar el tema desde una óptica individual y hasta
casuística, buscando propiciar en el ciudadano la sensación de
que se trata de un problema de conciencia en el que
no tiene arte ni parte nadie sino la mujer afectada. No es así,
sin embargo; y no hablo aquí de entrar en polémica sobre si el
feto es ya un ser humano o no lo es; ni si el varón tiene
derecho alguno a intervenir; ni si lo tiene la Iglesia, o la
sociedad. El aborto, a nivel mundial, es, por encima de todo, un
acto de imperialismo brutal a cuenta de los países ricos sobre
los pobres. Y esto, que puede sonar a demagógico, no lo es en
absoluto.
El meollo de toda la política antinatalista del mundo
desarrollado sobre el subdesarrollado tiene su punto de origen en
el problema de la competencia por mano de obra barata y en el
fenómeno de la inmigración. Vayamos al segundo: es un hecho
que, cada año desde hace treinta, un millón de inmigrantes del
sur se instala en el norte. Lo es también que el norte no sabe
ya cómo convencer al sur de que la causa de su pobreza es su
sobredimensionado crecimiento demográfico. Y parece lógica esta
dificultad: ¿no es verdad que la densidad de población de, por
ejemplo, Japón (325 habitantes por Km2, y 23.000 dólares
anuales de renta per cápita), sobrepasa con creces la de la
mayoría de los países que se consideran pobres
(como Tanzania, que con 25 habitantes por Km2, sólo alcanza los
130 dólares de renta per cápita)?. Cualquier persona
medianamente informada los países del Tercer Mundo son
pobres, pero no tontos- sabe que una adecuada revolución
demográfica es un factor esencial para cualquier proceso de
promoción y expansión industrial de primera fase; más
población es también más mano de obra lo que la hace
más barata-, y más mercado interior, elementos esenciales ambos
para consolidar una mínima infraestructura industrial capaz de
abrirse posteriormente a la competencia exterior. Europa, desde
luego, tuvo su propia revolución demográfica, desde la inglesa,
inaugurada a principios del siglo XIX, a la española, concluida
en los años sesenta de nuestro siglo. Recordemos cómo, ya en el
siglo XVII y XVIII, nuestros novatores e ilustrados supieron ver
en la despoblación que entonces aquejaba a la península una de
las causas de la decadencia nacional. Pero también es fácil
colegir y comprobar históricamente- que los beneficios de
una expansión demográfica concluyen, e incluso comienzan a
revertir negativamente, en el momento en que se alcanza un punto
de saturación, si ésta no viene acompañada de un cualitativo
empujón tecnológico. Europa solventó este problema mediante la
emigración: chorros de europeos invadieron durante siglo y medio
los continentes vecinos (África, América) y no tan vecinos
(Oceanía, Extremo Oriente) hasta descongestionar sus respectivas
poblaciones incluso a costa de sustituir a las poblaciones
autóctonas en sus lugares de destino. En 1895, sir Cecil Rhodes
afirmaba en el Parlamento británico que para salvar los 40
millones del Reino Unido de una guerra civil funesta, nosotros,
los políticos coloniales, hemos de tomar posesión de nuevos
territorios para colocar en ellos el exceso de población, para
encontrar nuevos mercados en los que vender los productos de
nuestras fábricas y de nuestras minas. A la vista de esto,
podemos decir, sin temor a equivocarnos, que una parte del Tercer
Mundo pagó con la extinción el progreso del hombre blanco. Pues
bien: el mundo en vías de desarrollo lleva veinte años
necesitando del mismo modo, y con la misma urgencia, una
descongestión demográfica que le arranque de la miseria y le
aparte del peligro ya peligrosamente constatable- de la
guerra civil. El problema está en que, en ese camino, no ha
hecho más que tropezar con el primer mundo, que sólo le ofrece
parches, pero no soluciones efectivas. En la Conferencia de la
Población de El Cairo, de 1994, por ejemplo, los países
desarrollados se negaron repetidamente a ampliar sus cuotas de
inmigración y a abrir las barreras aduaneras a la importación
de productos del sur, tal como pedían los países pobres. En
cambio, sí que supieron ofrecer notabilísimas ayudas
encaminadas a la planificación familiar y, muy
especialmente, al aborto. Resulta bien significativo que el
presidente Billy Clinton, que no ha tenido empacho en negar al
aborto, en su propio país, la cualificación de método de
planificación familiar, impidiendo así que sea
subvencionado con fondos federales, lo proponga en cambio como
tal para el Tercer Mundo. Ya en la Conferencia de Población de
Méjico (1984) el mundo rico intentó incluir el aborto en los
países en desarrollo como método de planificación
familiar, siendo rechazada la propuesta. En la de El Cairo
se insistiría en las mismas pretensiones, fijando incluso un
límite para la población del planeta, en 7.270 millones. El
promotor de esta luminosa idea no es otro que el
Fondo para la Población de la Naciones Unidas,
fundación creada a iniciativa de los Estados Unidos para
camuflar sus intereses en las campañas contra la natalidad para
el Tercer Mundo.
No es, como digo, demagogia mencionar los intereses que el
gigante capitalista tiene a la hora de frenar la expansión
demográfica de los países en desarrollo: el mismo Juan Pablo II
así lo afirmó en su rotunda y reveladora encíclica Evangelium
Vitae, del año 1995, cuando decía que estamos en realidad
ante una objetiva conjura contra la vida, que ve
implicadas incluso a instituciones internacionales. Como
muestra, un botón: el 16 de marzo de 1994, poco antes de la
Conferencia de El Cairo, el departamento de Estado norteamericano
ordenó a sus embajadas que insistieran a sus gobiernos
anfitriones en que los Estados Unidos consideraban el acceso al
aborto voluntario un derecho fundamental de todas las mujeres, y,
a comienzos del segundo mandato de Clinton, en febrero de 1997,
el Congreso de los Estados Unidos aprobó una ley presupuestaria
de 385 millones de dólares (53.900 millones de pesetas)
destinados a la planificación familiar y al aborto en el Tercer
Mundo. Simultáneamente, era rechazada una moción del
congresista pro-vida Chris Smith que, aludiendo a lo que llamó
imperialismo demográfico, ofrecía aumentar la
partida hasta 713 millones siempre que del programa antinatalista
fuera explícitamente excluido el fomento del aborto. Obviamente,
las intenciones del presidente Clinton y de sus compañeros de
viaje no pasaban por esa exclusión. La razón la dio
explícitamente la entonces nueva secretaria de Estado, Madeleine
Albrigth, alegando que el control de nacimientos en el Tercer
Mundo es pieza fundamental de su política de promoción de los
intereses norteamericanos. Algunos otros congresistas supieron
ser algo más explícitos y aludieron a necesidad de reducir la
competencia por mano de obra barata en el mercado internacional
(ABC, 16-2-97). Pero no se crea que este planteamiento
estratégico-defensivo proviene de estos últimos años, o está
únicamente representado por Clinton; tiene su origen, más bien,
en el famoso Documento 2000 del Consejo de Seguridad
Nacional de Estados Unidos, aprobado el 10 de diciembre de 1974
por el presidente Gerald Ford, documento, como es obvio a tenor
de la dureza de su contenido, originariamente secreto, y sin
embargo desvelado en 1990 gracias a las presiones de algunos
historiadores que supieron invocar con éxito las leyes de
secretos oficiales. El documento, textualmente, afirma en algunos
de sus apartados:
Punto 19: Los actuales factores de población en los países
menos desarrollados suponen un riesgo político e incluso
problemas de seguridad nacional para los Estados Unidos.
Punto 30: Los países con interés político y estratégico
especial para los Estados Unidos son India, Bangla Desh,
Pakistán, Nigeria, México, Indonesia, Brasil, Filipinas,
Tailandia, Egipto, Turquía, Etiopía y Colombia (...) El
presidente y el secretario de Estado deben tratar
específicamente del control de la población mundial como un
asunto de la máxima importancia en sus contactos regulares con
jefes de otros gobiernos, particularmente de países en
desarrollo.
Punto 33: Debemos tener cuidado de que nuestras actividades no
den a los países en desarrollo la apariencia de políticas de un
país industrializado contra países en desarrollo. Hay que
asegurar su apoyo en este terreno. Los líderes del Tercer Mundo
deben figurar a la cabeza y recibir el aplauso por los programas
eficaces.
Punto 34: Para tranquilizar a otros respecto de nuestras
intenciones, debemos hacer énfasis en el derecho de los
individuos y las parejas a decidir libre y responsablemente el
número y el espaciamiento de sus hijos, el derecho a recibir la
información, educación y nuestro continuo interés en mejorar
el bienestar de todo el mundo. Debemos utilizar la autoridad del
Plan Mundial de Población de las Naciones Unidas.
No sabemos si tendrá que ver con aquellas áreas de interés
estratégico el hecho de que la primera conferencia de población
se celebrase en Méjico, y la segunda en Egipto. Pero sí podemos
constatar que el Fondo para la Población de las Naciones Unidas
es una de las pocas oficinas de la O.N.U. que ve crecer sus
presupuestos cada año, financiados en un 50 % por los Estados
Unidos, y el resto por otros países del Primer Mundo. En 1994,
por ejemplo, contaba con 246 millones de dólares, más otros
1.000 millones en programas destinados expresamente a frenar la
natalidad de los países pobres. Sus actividades se centran en la
esterilización, anticoncepción y aborto en el mundo en
desarrollo. Con todo, su más rutilante actuación en los
últimos tiempos, ha sido la convocatoria de la polémica
Conferencia de El Cairo, encaminada en un primer momento a
conseguir que los países destinatarios de los programas
antinatalistas contribuyesen económicamente al sostenimiento de
éstos.
Claro, que no es el Fondo de Población la única institución
con que juegan los intereses estratégicos de los Estados Unidos:
una gran parte de los 385 millones de dólares (al cambio, muchos
millones de pesetas) que el Congreso norteamericano dedicó en
febrero del 97 a la planificación familiar en el Tercer Mundo,
habrían de ser encauzados a través de la International Planet
Parenthood Federation (I.P.P.F.), una multinacional del aborto
fundada a principios de este siglo en Estados Unidos (Brooklin,
1916) por Margaret Sanger a partir de una clínica abortiva. La
I.P.P.F., por otro lado, tuvo mucho que ver con la redacción del
documento propuesto y afortunadamente rechazado- en El
Cairo: el 31 de marzo de 1994, por ejemplo, I.P.P.F. se jactaba
públicamente de que su presidente, Fred Sai, lo era a su vez de
la tercera conferencia preparatoria, y de que la delegada de la
organización abortista para el hemisferio occidental, Billie
Miller, presidía el grupo de O.N.Gs y el comité de
planificación. No decía, aunque era de dominio público, que
Nafis Sadik, directora por entonces del Fondo para la Población
de las Naciones Unidas, había trabajado con anterioridad para la
I.P.P.F., lo mismo que el secretario de Estado adjunto para
Cuestiones Globales de los Estados Unidos, antiguo director de la
I.P.P.F. en Denver. Junto a esa verdadera multinacional de
la muerte, hay que citar también la Fundación Ford, la
Fundación Rockefeller, el Alan Guttmacher Institute, que depende
del I.P.P.F., o el Population Council, financiado por el gobierno
norteamericano. Pero quizá el más importante instrumento de
presión del lobby antinatalista sea el Banco
Mundial, con su política dirigida a condicionar los créditos a
los países pobres al grado de cumplimiento de las directrices
marcadas por el Fondo para la Población de las Naciones Unidas.
Recordemos que la deuda externa es uno de los más dolorosos
cánceres del Tercer Mundo. Mozambique, por ejemplo, tuvo que
desembolsar en 1996, por este concepto, el doble de lo que
dedicó a educación y salud. Y no caigamos en la trampa
claramente racista- de culpar del desastre a una nunca
demostrada incapacidad de esos países para valerse
por sí solos o para escapar de la corrupción política.
Tengamos en cuenta que durante los años ochenta, según el
Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, los tipos de
interés para los países pobres fueron en conjunto cuatro veces
más elevados que para los países ricos. Del mismo modo,
conviene no olvidar que el problema de la deuda externa tiene
orígenes relativamente cercanos, pues se remonta a la crisis del
petróleo de 1973. En esas fechas, los grandes bancos mundiales
vieron crecer sus fondos por las imposiciones provenientes de los
países de la O.P.E.P., que habían acrecentado sobremanera sus
ingresos después de cuadruplicar el precio del petróleo, y se
lanzaron desaforadamente a una arriesgada política de préstamos
sobre los países en desarrollo. Como es natural, éstos
recibieron ávidos esta inopinada lluvia de millones que, en
muchos casos, no fueron a parar al objetivo para el que habían
sido solicitado. Por otra parte, y al mismo tiempo, el aumento
del precio del crudo provocaba en el mundo industrializado un
galopante proceso inflacionario de difícil solución sino con
medidas radicales. En 1979, el gigante norteamericano se vería
obligado a un duro ajuste monetario, que fue inmediatamente
seguido por todos los otros países del bloque industrializado.
La consecuencia para el Tercer Mundo, que vivía de sus
exportaciones, no se hizo esperar: en breve plazo, aquellos
países que habían contraído deudas a tipos de interés
variable que eran, lógicamente, casi todos- vieron cómo
los intereses de sus préstamos se multiplicaban. Las más de las
veces la deuda se convertía en un peso insalvable: los pagos
anuales, efectuados con notables sacrificios por los deudores, no
alcanzaban a cubrir ni siquiera el montante de los intereses. En
1996, por ejemplo, la deuda externa acumulada por Zambia
duplicaba su P.N.B. Ese mismo año, el mundo en desarrollo debía
al primer mundo globalmente el doble que diez años antes, sólo
en calidad de acumulación de intereses impagados.
Así las cosas, no es posible ignorar el funcionamiento interno
por el que se rige la actividad del anteriormente mencionado
Banco Mundial. Nacido, como el Fondo Monetario Internacional
(F.M.I.), en julio de 1944 en Bretton Woods (EE.UU.), representó
en su momento el deseo de diseñar las directrices económicas de
un mundo que ya preveía la victoria en la Segunda Guerra
Mundial, y anhelaba extender y globalizar su capitalismo a escala
planetaria. No cabe duda de que sus objetivos están cerca de
cumplirse, si es que no lo han hecho ya. A finales de 1991 la
revista The Economist y el New York Times sacaron a la luz un
memorándum interno del Banco Mundial según el cual esta
institución debía estimular la instalación en el Tercer Mundo
de las industrias más sucias, por varias razones: la misma
lógica económica, que invita a alejar de la propia casa los
residuos, los bajos niveles de contaminación de esos países, a
causa de su menor densidad de población, y la escasa incidencia
del cáncer sobre grupos de gente cuya esperanza de vida es de
por sí pequeña. ¿Puede extrañar a alguien, pues, que el
primer mundo necesite perpetuar el déficit poblacional del mundo
en desarrollo? Es preciso señalar que, en las decisiones del
F.M.I., los Estados Unidos cuentan con un 1780 % de los
votos, y el mundo desarrollado en conjunto (unos quince países,
de un total de poco más de ciento setenta y cinco), el 55 %. El
porcentaje, por supuesto en un sistema cuya base es el dinero,
viene determinado por las aportaciones económicas al Fondo, lo
que deja fuera de juego a los países menos desarrollados. Por
ejemplo, el grupo formado por Argentina, Chile, Bolivia,
Paraguay, Perú y Uruguay no suma más del 215 % de los
votos.
El demógrafo Karl Zinsmeister ya demostró en 1994, en sendos
artículos publicados por las revistas norteamericanas The
National Interest y Population Research Institute Review, que el
problema demográfico no existe en cuanto tal, sino como
consecuencia de una injusta distribución de la riqueza. La misma
División de la Población de la Naciones Unidas, organismo
estadístico sin capacidad ejecutiva y por ello, hasta la fecha,
libre de la infiltración estratégica de los países ricos,
aseguró en 1994, en su documento anual Perspectivas de la
población mundial, que el famoso peligro
demográfico es cada vez menor, y que, por encima de
pesimismos más o menos interesados, el crecimiento demográfico
del planeta se está estabilizando. En 1960, la previsión
mundial de población para el año 2000, era de casi 10.000
millones; a pocos meses del nuevo milenio, hay que revisar esa
cifra notablemente a la baja. Y la razón, desde luego, no es la
actividad antinatalista del F.P.N.U., sino la misma lógica
demográfica, que determina que, a mayor nivel de vida, se
corresponde un descenso en la cantidad del número de hijos por
pareja. Por otro lado, no conviene magnificar desmesuradamente la
triste situación económica del mundo. Hace sólo treinta años,
el 80 % de la población de los países en vías de desarrollo
vivían bajo el triste umbral de las 2.000 calorías per cápita,
y en esos mismos países sólo un 2 % superaba las 2.700. Hoy no
llega al 85 % la cantidad de población en vías de
desarrollo que no alcanza el umbral mínimo, y supera el 15 % la
que sobrepasa el de las 2.700 calorías. En este tiempo, y
mientras la población mundial se duplicaba, el suministro medio
de calorías per cápita del planeta pasaba de 1.950 a 2.475. En
la actualidad existe, por ejemplo, un 60 % más de cereales
disponibles por persona que en 1960. La F.A.O., en 1994,
determinó que, de 1950 hasta ese año, la producción mundial de
cereales se había multiplicado por tres, mientras la población
sólo se había duplicado. Y, en 1996, durante la Cumbre Mundial
sobre la Alimentación, este organismo internacional reveló que
desde 1970 en los 55 países más pobres de la tierra la
esperanza de vida se había disparado. En Tanzania, por ejemplo,
ha pasado de los 41 a los 52 años; en Etiopía, de los 37 a los
47, y en Sudán, de los 40 a los 53. El catastrofismo, en todo
caso, no es de hoy: ya en el siglo II después de Cristo,
Tertuliano se quejaba de que el mundo no podía soportar más
carga demográfica. De entonces ahora, algo ha llovido, y algo
hemos avanzado. La realidad histórica demuestra que la capacidad
de la técnica humana permite ampliar el ecúmene hasta límites
insospechados. Roger Revelle, que fue director del Harvard Center
for Population Studies, ha llegado a afirmar que las capacidades
tecnológicas actuales, bien aplicadas, permitirían alimentar a
40.000 millones de personas en el mundo. Un buen ejemplo de esto
es lo que se llamó la revolución verde, llevada a
cabo por el doctor M.S. Swaminathan en la India a partir de un
arroz de laboratorio, el I.R. 36, capaz de un rápido crecimiento
y de una fuerte resistencia a las plagas y enfermedades, que
permitió al país asiático, entre 1967 y 1987, multiplicar su
producción de cereal por habitante en un período en que su
población había crecido en 100 millones, e incluso acumular un
stock de 50 millones de toneladas y convertirse, desde 1980, en
país exportador. Por otra parte, la superficie cultivada es
susceptible de aumentar: en China, por ejemplo, donde la
política antinatalista se ha ejercido de la forma más brutal y
donde su fracaso ha sido más evidente, la superficie apta para
el cultivo de secano y no utilizada es de 2.500 millones de
hectáreas, tres veces más que la que se dedica a la
explotación. Lo mismo ocurre con el problema de la
desertización. La F.A.O. ha prevenido frecuentemente contra la
poca credibilidad de los mecanismos que se utilizan para evaluar
la irrecuperabilidad de las tierras, y hay casos que desmienten
muchas de estas clasificaciones, como el programa agrícola que
devolvió la fertilidad a algunas zonas de Kenia, y que logró
demostrar que una tierra clasificada como no restaurable puede
dejar de serlo con sólo aplicar en ella la tecnología y los
incentivos adecuados. Para qué hablar de las experiencias
israelíes.
El problema, en cualquier caso, no es demográfico, sino de
reparto. Aunque los países pobres son cada día, en efecto,
menos pobres, los ricos son más ricos, de modo que las
diferencias se acrecientan. En el año 1800, el P.N.B. por
habitante era de 200 dólares entre los países del norte, y de
206 en los del sur. En 1900, ya el norte dispone de 528 dólares
de P.N.B. por habitante, y el sur sólo de 179. A la altura de
1987, la diferencia es escandalosa: el norte disfruta de un
P.N.B. medio por habitante de 14.430 dólares, y el sur sólo de
700. No cabe la menor duda de que, objetivamente, el sur ha
mejorado en este tiempo; pero la pobreza es tanto más evidente,
y se hace más injusta, cuando se la coteja con el lujo. Baste
señalar que los Estados Unidos, por sí solos, podrían
alimentar adecuadamente a los 6.000 millones de habitantes que
viven hoy sobre la Tierra (un solo niño norteamericano consume
anualmente lo que 422 etíopes), y que sólo poniendo en juego un
10 % de los stocks del mundo desarrollado, podría acabarse con
los problemas de malnutrición del Tercer Mundo. Cada occidental
consume y, en consecuencia, ensucia cuatro veces más que cada
habitante del Tercer Mundo. Es significativo que la riqueza de
225 personas en el mundo equivalga a la de la mitad de la
Humanidad, y que las tres personas más ricas del mundo (entre
ellas Bill Gates) superen en conjunto el presupuesto de los 48
países más pobres, según denunció en septiembre de 1998 el
director regional del Programa de Naciones Unidas para el
Desarrollo de América Latina y el Caribe, Alfonso Zumbado, en su
Informe Anual de Desarrollo Humano. Mientras un 20 % de la
población del Planeta vive aún por debajo de lo que se
considera el umbral de la pobreza, el mundo rico se gasta
anualmente en el cuidado y manutención de sus animales
domésticos un montante de 17.000 millones de dólares, más
otros 12.000 en perfumes y cosméticos. Claro que estas cifras
cobran su verdadera dimensión cuando se sabe que serían
suficientes 13.000 millones de dólares para lograr que todos los
seres humanos tuvieran acceso a unos mínimos servicios de salud.
Baste conocer, en suma, que el 40 % de la humanidad ha de valerse
con tan sólo el 33 % de los recursos, mientras el 20 % del
planeta consume el 827 % y, lo que es más escandaloso,
produce simultáneamente el 80 % de la contaminación. A este
respecto, no deja de resultar curioso que sean precisamente los
países industrializados es decir: aquéllos que contaminan
en mayor medida- quienes abanderen el movimiento de la ecología
como dogma ético de la globalidad mundialista, conminando a los
países del Tercer Mundo a conservar vírgenes sus bosques y
selvas (los pulmones del planeta) aunque ello les
suponga a medio plazo el estancamiento económico. Curioso -y
hasta cínico-, cuando comprobamos, como ha sucedido hace poco en
la cumbre de Kioto, que el llamado primer mundo no
está dispuesto a reducir su carrera hacia la opulencia ni
siquiera ante la posibilidad más que probable de dejar la
biosfera hecha unos zorros. Sin duda, es más fácil pedir al
mendigo que limpie el basurero global mientras nosotros lo
llenamos; en suma: que siga siendo pobre, para que podamos
nosotros seguir siendo ricos. No podemos evadirnos de nuestra
responsabilidad; y nótese que al utilizar la primera persona del
plural incluyo en ese capítulo también a España, como parte
del mundo rico. Debemos ser conscientes de que una parte no
me atrevo a asegurar que pequeña- de nuestra riqueza es espuria,
sustraída al esfuerzo universal de la Humanidad gracias a una
privilegiada y no siempre honestamente conquistada-
posición en la parrilla de salida.
Está claro que la solución no puede pasar por pedir a los
países pobres que lo sigan siendo y abandonen sus expectativas
de industrializarse, mientras el mundo rico continúa
contaminando y disfrutando de los mismos niveles de producción y
consumo que hasta ahora. La única solución ha de ser,
fundamentalmente, asumir la interdependencia como un reto de
futuro y como un compromiso moral, y no sólo como
paisaje-escenario para el enriquecimiento rápido y para la
explotación. El mundialismo económico, si ha de serlo, tendrá
que reportar a sus protagonistas no sólo beneficios, sino
también responsabilidades. Para ello, se haría preciso que los
países ricos asumieran su parte alícuota de sacrificio sin
reservas. Y ello, no sólo por un elemental deber de justicia (se
calcula que por cada dólar que el mundo desarrollado invierte en
el Tercer Mundo, recupera cuatro), sino también para el
caso en que lo anterior no fuera suficiente-, que tendría que
serlo- como único modo verdaderamente eficaz de evitar el
previsible big bang migratorio que se avecina y ya se apunta. El
camino para ello, aunque suene a paradójico, pasa por la
eliminación, o en su defecto por la ampliación, de las cuotas
de inmigración en los países ricos y la desaparición de sus
barreras aduaneras proteccionistas a las importaciones
provenientes del mundo en vías de desarrollo. Sin olvidar la
urgente condonación de al menos una parte de su deuda externa.
Con ello, sin duda, se conseguiría a medio plazo una mínima
descongestión demográfica y económica en esos lugares y, en un
período más largo, seguramente una tendencia a un cierto grado
de igualación en el nivel de vida de todos los habitantes del
Planeta. A cambio, el primer mundo ganaría algunos siglos de
paz. Claro, que tales medidas supondrían algunos notables
sacrificios, tales como la inmediata caída de los salarios y la
reducción en gran medida del bienestar individual y social, con
la consiguiente pérdida de votos y de influencia de partidos
políticos y sindicatos, cosa que, por otra parte, se me aparece
precisamente como una de las causas de que sea hoy por hoy tan
difícil poner en marcha un verdadero programa de estabilización
económica mundial. Aunque hay otras, mucho más importantes y
decisivas, y menos explicitables: el primer mundo, convencido en
gran medida de su superioridad biológica como WASP (White,
anglo-saxon and protestant), ha ido viendo cómo, en las últimas
décadas, perdía puntos porcentuales en los patrones
demográficos (mientras el total de los países ricos
crecía, entre 1950 y 1990, de 832 millones a 1.207, los países
pobres lo hacían de 1.684 a 4.086), lo que ofrece al
Tercer Mundo unas posibilidades de futuro hasta ahora
difícilmente alcanzables en el marco geopolítico. Es evidente
que el siglo XXI no es, sin duda, el de la raza blanca: si en la
O.N.U. los distintos países estuvieran representados
democráticamente en función de su número de habitantes, los
Estados Unidos contarían con cinco veces menos votos que la
India, y con seis veces menos que China. Un hipotético
pero no imposible- cambio de reglas del juego político
internacional supondría, pues, una verdadera revolución
copernicana en el escenario geo-estratégico. Lo cierto es que el
mundo rico anhela mantener su status y su ritmo de
vida sin perder, además, la hegemonía política. Por eso
necesita detener con urgencia el crecimiento demográfico de los
países en vías de desarrollo, y, para ello, trata de convencer
a éste de que su pobreza se debe a su exceso de población,
mientras restringe las cuotas de inmigración y fortifica su
proteccionismo. Es significativo, en este sentido, el formidable
atasco en que los intereses egoístas de las superpotencias
económicas tuvieron sumida a la llamada Ronda de
Uruguay, desde 1986 y durante casi diez años, hasta la
firma del G.A.T.T. Los países en desarrollo, por el contrario,
alegan que su pobreza se debe a la carencia de medios para
mejorar su productividad, y que tal carencia se hace insalvable
ante su continua discriminación en los intercambios
internacionales y las barreras aduaneras a sus productos en los
países ricos. Señalemos al respecto que el precio de las
materias primas principal fuente de ingresos del Tercer
Mundo- sigue una carrera convenientemente descendente
en el mercado mundial, lo que resta a los países en vías de
desarrollo la capacidad efectiva de acumular divisas. Crece así
el déficit de su balanza de pagos corriente, que en 1991 era de
100.000 millones de dólares, y, con él, su deuda externa, arma
fundamental que el mundo rico utiliza para su
política antinatalista. Lo que los países pobres
piden no es otra cosa que juego limpio en las relaciones
económicas internacionales. Y también que el Banco Mundial y el
FMI dejen de condicionar sus créditos al cumplimiento de los
programas demográficos del F.P.N.U. En lugar de eso, se les
fuerza a un durísimo yo diría que inhumano- corsé
demográfico, mientras se palian sus hambrunas y sus crisis con
bondadosos envíos de ayuda humanitaria, ciertamente útiles en
primera instancia frente a la urgencia de la muerte, pero que, al
final, sólo sirven para que los beneficiarios se acostumbren a
depender del exterior y pierdan el interés por su propia
producción, sometida a una competencia desleal desde el punto y
hora en que el suministro humanitario es de carácter gratuito.
Lo que los países en desarrollo necesitan no es tanto una ayuda
permanente, y menos aún una grosera e interesada presión sobre
sus hábitos demográficos, sino tecnología y comercio, y sobre
todo una válvula de escape para sus excedentes de población.
Con razón, los países suramericanos supieron responder en El
Cairo a las pretensiones de Estados Unidos, el Banco Mundial y el
F.P.N.U., afirmando que el alarmismo apocalíptico de los países
ricos sólo responde a una concepción pesimista y
seguramente protestante- de la existencia, que no acaba de
comprender que el ser humano no sólo dispone de una boca para
comer, sino de una mente para pensar y de unos brazos para
trabajar. Yo añadiría que responde también a una inconfesada
falta de fe en la capacidad de la civilización occidental para
absorber, y occidentalizar también, los aportes culturales que
recibe y que espera recibir. Claro que una sociedad que no
confía en la capacidad de su propio bagaje espiritual para
atraer y convencer al recién llegado, no merece sino
desaparecer. Los españoles, y los mediterráneos en general, que
sabemos algo de mestizaje biológico y cultural porque hemos
sabido enriquecernos con él y también exportarlo a lo largo de
la Historia, deberíamos ser un buen referente para atender a las
nuevas necesidades a que obliga el fenómeno de la inmigración.
Más aún: tendremos que serlo, de grado o por fuerza, pues nadie
puede poner vallas al campo, y seguramente sea imposible frenar
el curso natural de las pateras. Aprendamos, pues, a manifestar
sobre el recién llegado aquel proverbial sentido hispánico de
la hospitalidad, y reforcemos, a la vez, los pilares sobre los
que se asienta nuestra civilización, no sólo para no perderla
en el marasmo étnico que se nos viene encima, sino porque
seguramente descansen precisamente ahí los los mecanismos del
más hondo, eficaz e indoloro mestizaje. Por más que el ario se
empeñe en ignorarlo.
Por Miguel Argaya Roca .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.