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Razones de la crisis de conciencia del político contemporáneo.
La libertad no nace de un cómputo numérico de mayorías sino del juego equilibrado entre el cumplimiento de los deberes y la posibilidad de ejercer los derechos. Naturalmente el liberalismo político -cualquier hombre vale tan sólo un voto- y las diversas formas de materialismo, positivista o dialéctico, resultan incompatibles con esta postura. ¡Cuan lejos de ella resulta la conciencia individual y colectiva de los políticos actuales!
El dilema
irresoluble del régimen democrático liberal reside en que no sabe poner a salvo la
validez de aquellos principios y normas morales que no se encuentran respaldados por una
opinión mayoritaria. La experiencia hecha con los totalitarismos de este siglo ha
mostrado que la razón es perfectamente susceptible de perder de vista la consideración
de los valores fundamentales de lo humano. De hecho existe una vez más el peligro de que
una libertad sin norte y exenta de contenidos valiosos llegue a estar harta de sí misma.
El positivismo cerril, que se traduce en "tomar como absoluto el principio de
mayorias, en algún momento se tuerce inevitablemente en nihilismo". He aquí
una fuente importante de servilismo del político actual. En primer lugar, porque el
nihilismo de la conciencia colectiva -lo políticamente correcto- en toda regla afecta a
su propia conciencia individual, a parte de la generalmente escasa disposición (por
razones psicológicas, morales y económicos) de ventilar convicciones personales en
público (discursos, votaciones parlamentarias) que puedan ser interpretadas como
contrarias -lo sean o no- a la así definida conciencia colectiva.
En principio, sólo preservan su estatuto de verdaderamente humanas y racionales las
decisiones mayoritarias cuando descansan en valores morales objetivos. Pero no basta que
dichos valores sean compartidos por todos o muchos, porque una comunidad política no es
mero presente sino igualmente pasado (tradición). La condición o fin inmediato de toda
política ciertamente es la paz. Por ello, la tentación del político liberal consiste en
afirmar "si quieres la paz, respeta la conciencia de todo hombre",
desatendiendo habitualmente una relación cargada de tensiones: la relación entre
conciencia y verdad. La cuestión de la conciencia nos introduce en lo más nuclear de lo
humano. Pero frecuentemente se presenta la conciencia como "bastión de la
libertad frente a limitaciones de la existencia por la autoridad". Es propio de
una postura superficial, sin embargo, reducir la conciencia a certeza subjetiva. Antes
bien, la conciencia representa la "transparencia del sujeto para lo divino, y de
este modo, la dignidad y grandeza del hombre que merezcan tal calificativo". En
este contexto es imprescindible criticar la idea de conciencia del liberalismo, que "reduce
al hombre a sus convicciones superficiales"; esta idea no hace más que servir
de autojustificación de una subjetividad que no deja que se le ponga en cuestión, y por
otra parte, de un conformismo social que presuntamente ha de posibilitar la convivencia,
en tanto que mero valor medio entre las subjetividades. Así desaparecen la obligación de
buscar la verdad y la capacidad de poner en duda las actitudes corrientes y sus
costumbres. Basta estar convencido de lo propio y, al revés, basta la adaptación al
ambiente.
Es sumamente problemático que el hombre moderno piense en términos de una
contraposición entre subjetividad y autoridad. Por ello lo tendría difícil a la hora de
interpretar correctamente la sentencia del Cardenal Newman sobre la conciencia, que la
define como "presencia perceptible y mandatoria de la voz de la verdad en el
sujeto". La conciencia es la "superación de la mera subjetividad en el
contacto entre la interioridad del hombre y la verdad que nace de Dios". De esa
superación nace la memoria cristiana (plasmada también en sus instituciones políticas),
memoria sin embargo que está amenazada por una subjetividad que se olvida de su propio
fundamento, y por una violencia que emana del conformismo cultural y social.
El verdadero juicio de la conciencia, por lo tanto, no es idéntico con el propio gusto,
ni tampoco con lo socialmente ventajoso. A la hora de jerarquizar las virtudes Newman
subrayó la preeminencia de la verdad sobre el consenso o la aceptabilidad por parte de
los diversos grupos sociales. Un "hombre de conciencia", como lo fue
Thomas Morus, nunca compra su bienestar, éxito, fama, o el hacerse respetar por la
opinión dominante, al precio de la renuncia a la verdad. "Toda la
radicalidad" actual de la disputa entorno a la ética se concentra en la
cuestión de sí el hombre es capaz de verdad o si pone simplemente sus propios criterios.
En su alcanze esta disputa sólo es comparable con la que se dio entre Sócrates y los
sofistas. El "punto crítico de la modernidad" a este respecto consiste
en que ya no es visible para todos lo absoluto como punto de referencia del pensamiento.
La gloria del hombre, sin embargo, consiste precisamente en que se abra a la apelación de
la verdad divina y de sus derechos, tal como lo testimonian los mártires. La vocación
política no constituye ninguna excepción a este efecto, más debería ser él que, por
su responsabilidad por el bien común, se abrá más decididamente a esa apelación.
Sería muy conveniente que los políticos aprendan distinguir dos dimensiones de la
conciencia. La primera es de carácter ontológico, y se llama hábito de los primeros
principios, que significa que le es inherente al hombre una precomprensión de principio
del bien y la verdad. Es decir, al hombre creado a imagen y semejanza le es propio una "interior
tendencia óntica hacia lo conforme con Dios". Y la segunda, que se articula
como juicio de conciencia, conciencia en sentido estricto, significa la necesidad de
encontrar la aplicación concreta a esa principal ordenación interior hacia el bien.
En este sentido no se niega que el hombre pólitico no pueda no seguir a un juicio
erróneo de su conciencia. Sin embargo, "eso no quita que será culpable del
hecho de haber llegado a una convicción errónea". En este caso la culpa no se
origina en el plano del juicio concreto de conciencia sino en un plano más profundo, a
saber, en el "abandono de su ser que le ha hecho insensible para la voz de la
verdad". En este sentido son perfectamente culpables los hombres -políticos-
que actúan conforme a sus convicciones (erróneas). Ciertamente, el "camino
alto" hacia el bien no es camino cómodo, pero sólo los "trabajos" de la
verdad redimen al hombre.
No es serio que los gobernantes duden sobre la evidente superioridad esencial y efectiva
de la cultura y de la civilización cristiana, sobre todas las demas llamadas culturas
orientales o locales. Y es porque el crecimiento en las virtudes logrado por la
Cristiandad potencia siempre al máximo la racionalidad y la voluntad creadora específica
del hombre. Y no es que haya una cultura y una civilización verdadera y otras de
recambio, no. Es que la única civilización verdadera es la cristiana y esta no se puede
mantener sin la Religión y la moral verdadera que es la única revelada por Dios y no
inventada por los hombres.
Una aportación de la Iglesia de colosal importancia es la concepción del
Derecho/Política como procedente del orden ético: los principios que determinan lo que
es justo y lo que es injusto, no son resultado de un consenso o de un acuerdo entre los
hombres, sino que coinciden con criterios absolutos de verdad que Dios ha proporcionado al
hombre juntamente con su naturaleza creada. Esta es la raíz de los derechos humanos
naturales y esta concepción cristiana del Derecho es diametralmente opuesta al
"contrato social" de Rousseau. La legitimidad de toda ley civil procede de su
íntima dependencia de la ley divina y de la ley natural. Surgió así la distinción
entre la legalidad y legitimidad que ignoró el mundo antiguo, y que también en nuestros
días ha desaparecido con gravísimo daño para la humanidad.
Con un esfuerzo denodado y sostenido a través de los siglos, la Iglesia logró un
progreso evangelizador que a la vez fue civilizador; porque de hecho el progreso
evangelizador produjo un efecto civilizador, aunque esto lo niegen los maestros del error
que separaron artificiosamente el Evangelio de la vida civil y la Fe de la Historia.
Durante siglos, la humanidad fue creciendo así de estatura intelectual y moral; todas las
actividades se impregnaron de Cristianismo: la violencia, el egoísmo y la concupiscencia
seguían naturalmente existiendo y en grandes dimensiones, pero se hallaban recluidas en
el ámbito de lo ilícito, porque el discernimiento entre el bien y el mal se hizo muy
nítido en las conciencias. Se llegó a producir así una mimesis correcta: los santos
aparecían como modelo que se debía y convenía imitar. Los santos fueron de hecho los
agentes más eficaces de la verdadera civilización; y esto hizo progresar al mundo a
grandes pasos.
No hay razón alguna para esperar la salida de la gravísima crisis actual, si no es por
un enérgico retorno, especialmente de los políticos, a los principios irrevocables de la
razón y de la fe que la Iglesia ha defendido siempre; si no es por un retorno vivo y
eficaz al Cristianismo y al consiguiente reforzamiento de la autoridad entendida ésta
como lo que realmente es: como plena aceptación intelectual y cordial de la Ley de Dios y
de los principios del Derecho Natural en todos los asuntos humanos, mayormente en las
costumbres y en las leyes positivas que promulguen los Estados.
Tampoco hay razón alguna para esperar una recuperación espiritual de Europa mientras no
aparezcan los esfuerzos positivos de políticos de buena y firme voluntad decididos a no
someterse al mundo mítico y pagano que parece empeñado en regresar a su estado primitivo
con todo el lujo del refinamiento técnico.
Los hombres de la Edad Media descubrieron las nociones reales y metafísicas de Ley y de
autoridad (auctoritas). Se reconocía a la Ley como un regalo que Dios hiciera a los
hombres, en un misterioso acto de amor. En ella residía, además, la esencia misma de la
creación. Y este reconocimiento real y metafísico de la ley y de la
"auctoritas", se complementó con la necesaria "potestas" o coerción,
dando así lugar a las formas más maduras y civilizadas de la convivencia humana. Cuando
los hombres destruyen la autoridad desencadenan automáticamente sólo la coerción y
entonces anárquica o relativista y arbitraria "potestas", que se sube sobre
nuestra espaldas con la violencia de la tiranía.
La civilización de la Edad Media fue superior en muchos aspectos esenciales o
fundamentales a la civilización de la Edad Contemporánea (surgida de la Revolución
Francesa, etc.). Porque el orden político se asentó en la costumbre, pero sobre él se
impuso la Ley de Dios; y así nació el principio del pacto político sinalagmático o
contractualismo que quedó sometido al orden moral.
La Edad Media fomentó de una manera singular el contractualismo: las relaciones entre
superiores e inferiores, entre unos hombres y otros, debían ser reguladas mediante normas
de derecho que fijaban las obligaciones de unos y de otros, en forma de contrato
sinalagmático. La consecuencia fue que se fijasen los deberes antes que los derechos:
toda la conciencia cristiana quedó penetrada de ese convencimiento de que las libertades
se garantizaban mejor cuando los deberes eran cumplidos. La potestas ejercida por los
reyes o los príncipes soberanos, instituida para la exigencia de un mejor cumplimiento de
la ley, resultaba, por su propia naturaleza, limitada. Al final de la Edad Media se
reconocerá que el monarca tenía el deber de reinar, pero no el derecho de hacerlo. Un
poder que no reconociese otros límites que la voluntad de quienes lo ejercen, siendo
éstos pocos (aristocracia) o muchos (democracia), sería contrario a la voluntad de Dios,
demoníaco y, por lo mismo, tiránico.
En este contexto, también la libertad humana no aparece como consecuencia de acciones o
decisiones políticas, puesto que forma parte de la naturaleza creada y es libre
albedrío; son, en cambio, las «libertades» concretas las que el orden político debe
salvaguardar.
En una sociedad hipotética en que las leyes fuesen espontáneamente obedecidas, la
potestas resultaría innecesaria. Tal sociedad en la práctica resulta imposible por la
inclinación de los hombres al pecado. Pero la auctoritas resulta imprescindible. Es en la
doctrina católica donde encontramos una afirmación expresa de la coincidencia entre el
derecho natural y el orden moral querido por Dios.
No nos engañemos respecto a una cuestión, hoy tan olvidada: la de que sin la asistencia
y concurrencia de los poderes públicos no es posible un orden social que sea cristiano.
Las relaciones entre los hombres, en el seno de la sociedad, se encuentran reguladas por
la ley. En la "civitas christiana", la ley no es un contrato que los hombres
hayan establecido entre sí: tiene que acomodarse al orden que Dios ha instaurado en el
universo.
Cuando la conducta de la élite social se realiza de acuerdo con los principios del
derecho natural, se establecen las costumbres de modo que las leyes de los pueblos no son
otra cosa que costumbres consolidadas, a las que todos los miembros de la sociedad, y en
primer término los políticos, se encuentran sujetos. Esto es lo que ya San Isidoro de
Sevilla trató de condensar en la conocida sentencia: "rex eris si recte facias,
si non facias non eris" (serás gobernante si obras rectamente, si no lo haces
no serás).
En definitiva, la crisis de la conciencia del político actual tiene su raíz en la
noción revolucionaria (protestante) de pueblo o de comunidad política. Porque para los
hijos de la Revolución la comunidad era tan sólo una suma de individuos. Para los hijos
de la Tradición, el pueblo es el conjunto coordinado de los distintos órganos sociales a
través de los cuales el hombre ejerce su libertad: El poder político, la potestas, tiene
su origen en Dios pero actúa a través de esos órganos naturales que Dios también ha
permitido que existan.
La fe aparece por tanto como el elemento esencial para definir una sociedad. Si se acepta
que el hombre es un ser transitorio, no hacia la muerte sino hacia la eternidad, en donde
se realiza el encuentro con Dios, ningún bien puede ser comparable al de la fe, pues ella
permite descubrir los medios necesarios para conquistar ese fin. La fe, contemplada como
verdad absoluta, certeza que procede del mismo Dios, que es quien la ha revelado, ofrece a
la vez la seguridad y el criterio de verdad: todas las creencias distintas de la cristiana
son por su naturaleza falsas, y cuando, por cualquier medio, se logra que un hombre pasa
del error a la verdad, se le está proporcionando el mayor bien posible, el único bien
importante.
A los políticos, en conciencia, les corresponde por tanto un papel subsidiario en el
sentido de emprender las acciones necesarias para que ese bien absoluto de la fe penetrara
y articulara la vida entera. De modo que si, por una parte, el regimen político se hace
"intolerante" hacia quienes no quieren abrazar dicha fe, por otra aparece en una
posición subordinada: las leyes quedan sometidas al conjunto de principios que forman la
moral católica, íntimamente relacionada con la existencia de unos derechos «naturales»
de la persona humana. Eso fue el alma de la monarquía católica tradicional Así, la
Monarquía Católica Española fundada por los Reyes Católicos y prolongada después por
los Austrias (y luego por los Borbones de manera ya progresivamente desvirtuada y
deshispanizada y finalmente vacilante hasta 1833), no sojuzgó nunca a los pueblos sobre
los que ejerció soberanía, como ocurrió con las demás potencias europeas a partir del
siglo XVII, en particular Inglaterra y Francia, que edificaron su política sobre la
inicua "razón de Estado" sin reconocer ningún principio moral objetivo sobre
el que fundamentar y atener las conductas nacionales.
La Monarquía Católica Española estuvo siempre edificada sobre el fundamento del Derecho
natural y de la ley divino-positiva, es decir, sobre un concepto correcto -real- de la
persona y de la libertad. Por eso puede decirse que ha sido la de más alta calidad
científica que en el mundo ha sido, la más humana, generosa y noble. Tal es su singular
grandeza y también la causa de que sea una Historia tan tremendamente controvertida por
el ignorante y pervertido mundo actual. He ahí el desafío de formación de la conciencia
histórica del político actual.
Y es que la Verdad cristiana, salvadora del hombre, exige ser tenida por el máximo y sumo
Bien. Esto le cuesta comprenderlo al "político moderno", a quien no chocará en
cambio que la protección de la salud sea actualmente preocupación primordial de la
autoridad pública y justifique no pocas molestias y restricciones. El hombre religioso
europeo puso en la defensa de la fe y en la lucha contra el error el mismo apasionado
interés que el "hombre moderno" pone en la lucha contra el dolor, el cáncer,
la contaminación, o en la defensa de la salud física o la democracia; y esto, a la vez
que consiente en el asesinato de millones de seres humanos inocentes no nacidos, o incluso
lo defiende en nombre de las abstractas libertades democráticas liberales.
La escuela racionalista del Derecho Natural y el iusnaturalismo subsiguiente, a partir de
la "Declaración de derechos de Virginia" (1776), introdujo por primera vez en
el mundo de manera enfática los errores graves para la convivencia civilizada de los
pueblos, al presentar cosas que no pasan de ser opciones políticas y jurídicas posibles
como normas de Derecho natural. Y poco tiempo después en Francia, la "Declaración
de los derechos del hombre y del ciudadano" (1789), adolece de los mismos errores de
los que ya no se librarán las Declaraciones solemnes contemporáneas al elevar a
principios absolutos lo que son opciones relativas y al revés; al confundir o mezclar los
derechos naturales con otros que no los son. De este modo inició la larga y muy grave
contradicción que ha incubado e mundo contemporáneo, desembocando por fin en el
positivismo político y jurídico desgraciadamente hoy vigente en todo el mundo que
durante muchos siglos había sido cristiano y civilizado y que ya hoy no lo es.
La idea de que la voluntad de la mayoría "medida" por la cantidad de los votos
en las llamadas elecciones libres representa la voluntad general, en el aspecto doctrinal
y teórico rigurosamente científico, es una pura ficción; y en su aspecto práctico
degenera en totalitarismo y verdadera tiranía como demuestra cumplidamente la Historia.
Legislar es un acto de la razón movida por la voluntad, por una voluntad deliberada,
electiva, no pura y simplemente natural. El verdadero gobernante, no el déspota o tirano,
cumple el deber de atenerse a la ley natural, y todo cumplimiento de un deber es un uso
del libre arbitrio; a lo cual se ha de añadir que la ley positiva, la que el gobernante
humano establece, no es la ley natural a la cual se debe atener, sino una concreta
determinación de esta ley que ha sido creada e impresa en la naturaleza humana por Dios y
no por invento de hombres.
Todos los postulados que alimentaron la Revolución francesa fueron netamente negativos.
Fueron una falsificación de los ideales originales cristianos. La Revolución francesa
estableció el primer régimen terrorista de la historia. Fue propiamente la revolución
atea que difundió por el mundo la secularización el positivismo jurídico con el
gravísimo daño que esto viene comportando en la vida de los individuos y los pueblos.
La distinción entre democracia natural y democracia absoluta tiene un interés especial
para la adecuada comprensión del tema que nos interesa. Un interés doble. Nos va a
proporcionar, por una parte, una valoración definitiva desde la óptica del pensamiento
política católico de esa concepción de la democracia -la democracia contemporánea- que
es hoy admitida por la inmensa mayoría de los habitantes del mundo occidental, con un
carácter cuasi dogmático, como el único sistema de gobierno legítimo, viable y
benéfico. Por otro lado, dicha distinción va a situar en su verdadero contexto los
equívocos a que el concepto de democracia se ha prestado, y sigue prestándose, en el
quehacer político de los católicos contemporáneos.
La nueva democracia, la democracia contemporánea, es algo muy diferente. Entraña una
concepción de la legitimidad y del poder, de carácter absolutamente innovador y
revolucionario, que es inconciliable desde su origen con los supuestos fundamentales del
pensamiento político cristiano. La democracia contemporánea, heredera de las teorías de
Spinoza, Locke y Rousseau, hace de la elección democrática no ya una forma posible,
entre varias, de designación de los gobernantes, sino el criterio único de legitimidad y
sitúa en el pueblo la fuente exclusiva de esa legitimidad. A partir de aquella fecha de
1789 el poder y la ley se desentendían de la voluntad de Dios y buscaban su fuente de
inspiración exclusiva en la voluntad popular. De aquí que, al no reconocerse ya una
verdad objetiva ni un derecho natural fundado por Dios, que se impusiese como superior a
la opinión cambiante de los pueblos o de los legisladores por ellos designados, se puede
afirmar que la nueva democracia es totalitaria, puesto que en el derecho «nuevo» no
puede existir, por principio, ninguna declaración de derechos ni garantía constitucional
con pretensiones de intangibilidad, que no puedan ser modificadas, en cualquier momento,
por los mismos legisladores que la convivieron o por sus sucesores inmediatos. ¡Figúrese
el contínuo conflicto de conciencia del político en el régimen democrático!
Fecha terrible en la historia del mundo aquella en que los hombres decidieron que, en los
sucesivo, la ley sería la expresión de la voluntad general, es decir, la expresión de
la voluntad de los hombres; al día en que los hombres decidieron darse a sí mismo su
ley; el día en que declinaron en plural el pecado original. Pecado fundamental, rebelión
esencial por la que el hombre quiere darse a sí mismo su ley moral, apartando la que
había recibido de Dios. En 1789, esta apostasía se hizo colectiva. Se convirtió en el
fundamento del derecho político. La democracia moderna es la democracia clásica en
estado de pecado mortal».
En realidad, la democracia contemporánea es, en cierta forma, una verdadera religión. La
religión de la antirreligión, con una santoral y unas devociones, con una mística y una
tierra prometida. De aquí que la democraciacontemporánea se enfrente con espíritu de
cruzada al cristianismo, que al someter el hombre a los designios de Dios y subordinar su
quehacer terrenal al logro de una Jerusalén ultraterrena, encarna precisamente todo
cuanto la Revolución democrática repudiaba y venía a desbaratar.
El pecado de los políticos posrevolucionarios sigue siendo el de confundir una democracia
con otra: confundir la democracia contemporánea -la que ellos conocían, aquella con la
que les había tocado convivir y que se había impuesto en el mundo moderno por su propia
«virtu», en la acepción maquiavélica del término, al margen por completo de la
acción o inspiración del catolicismo- con la democracia tradicional, con aquella que sí
hubiera podido revestirse de un sentido católico. No comprenden, o prefieren ignorar,
encastillándose en posiciones de pretendida generosidad y espíritu de concordia -que en
realidad no son, al menos en bastantes casos, sino pereza, oportunismo y miedo a quedarse
al margen de las corrientes en boga o de los centros de poder-, que aquella democracia, la
democracia-religión, con la que pretenden pactar, es un sistema de poder muy complejo,
dotado de un corpus doctrinal, de un aparato institucional y de unos objetivos concretos a
corto y largo plazo, en el que la cuestión de sí de la designación mediante sufragio de
los gobernantes es sólo una faceta, y no la más importante, de su programa. No
comprenden que el liberalismo y la democracia totalitaria son, en el fondo, la religión
del hombre enfrentada a la de Dios, y malgastaron sus fuerzas en un intento estéril de
conciliar lo inconcebible.
El Cardenal Ratzinger en su "Informe sobre la Fe" (BAC 1985, pág. 165), dice:
-"El que ve con lucidez los abismos de nuestra era, ve en ellos la acción de
potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los hombres (...). En realidad,
aunque no tuviéramos fe, pero si fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos
cuenta de que sin la ayuda de una fuerza superior -que para el cristiano es solamente el
Señor- estamos prisioneros de una historia irremediable".
En España uestros antepasados lucharon de veras -no mintieron luchar- por la unidad
espiritual del mundo, por el anti-racismo, por el principio universal de la capacidad de
salvación; y en esa lucha maravillosa, el enemigo estaba constituido por las naciones que
hoy invocan sólo de palabra aquellos principios. La unidad espiritual del mundo no está
amenazada hoy de ruina, porque ya sucumbió hace siglos, a manos precisamente de las
naciones que en el actual conflicto invocaron su defensa, con una hipocresía que puede
ser el clásico homenaje del vicio a la virtud.
Visto el desconcierto del mundo actual no es difícil defender el predominio del fin
religioso, perseguido tradicionalmente por España, aun a costa del éxito temporal,
porque su justificación ética fue el haber salvado principios indeclinables de la
humanidad. El estilo "español" señala una tradición fundamental que no
significa ni estancamiento ni reacción, que no representa ninguna hostilidad al progreso
real, sino que todo el progreso haya de llevar en cada uno de sus momentos y elementos el
cuño y estilo que definen la esencia de la patria.
Dr. Andreas A. Boehmler.
"ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y
Crítica", es editado por el Foro Arbil
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