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La tentación del desprecio.
Sentimiento negativo y equivocado, pero síntoma de que en nosotros vive todavía un ideal y aguarda -entre la esperanza y el miedo- la oportunidad de ser lo que ansiamos: protagonistas de la historia
¿Por qué será esa permanente tentación
nuestra al desprecio? En otra parte se ha dicho que España era,
de momento, una frustración histórica y que no hemos sabido
aceptar en su justa dimensión el hecho de que hemos sido
vencidos por muchas naciones al cabo de trescientos años de
plenitud y lucha. El desprecio español viene de más lejos. Al
que nos vence no se le desprecia; se le odia o se le teme y se le
perdona. Uno sólo desprecia al inferior.
¿Es éste nuestro caso? Cuando despreciamos a otras naciones,
¿queremos decir que nos sentimos superiores a ellas? Quizá.
Pero, ¿cómo es posible que algo en nosotros se sienta todavía
superior después de los sucesivos fracasos y derrotas? ¿De
dónde sacamos los españoles nuestro orgullo?
Es como si no aceptáramos los fracasos, como si estuviéramos
convencidos de que no han sido por nuestra culpa y que, si
quisiéramos, las cosas rodarían de muy otra manera. Pero esto
puede ser malo y no veo en ello más que otro de los síntomas de
nuestra enfermedad centenaria: nos parece que las cosas que han
pasado aquí les han pasado a otros, a otra España a lo mejor.
Huimos de la responsabilidad de nuestros errores históricos y
seguimos pensando que somos los mejores mientras no nos atrevemos
a demostrarlo. Por si las moscas.
Algunos españoles desprecian a los extranjeros, a los que acusan
de ser incomprensibles. Lo son, claro, en la medida que son obra
de otra cultura, y eso no lo cambiará la Unión Europea. Pero si
nosotros intentásemos comprender por qué somos distintos a
ellos, estaríamos dando el paso necesario para empezar de verdad
a ser mejores.
Otros españoles desprecian, en cambio, al pueblo español, al
que acusan de bárbaro, inculto o tonto. Desprecian a España por
no ser ni tan práctica ni tan rica ni tan lógica como otras
naciones. Y desprecian a todo español que publica su amor a
España, acusándolo de ilógico, de nostálgico o de
prehistórico. Son ellos los prehistóricos, los que han
retrocedido a los tiempos en que España no existía; los que
reniegan de una buena parte de su ser. Son ellos los
despreciables, aunque «políticamente correctos».
Pero también significa algo más la española tentación del
desprecio: queda en el fondo de la gente la conciencia de lo que
España puede y debe ser; el eco exigente de los siglos, y hasta
la vergüenza por haber desperdiciado magníficas oportunidades.
Ese desprecio indica que en nosotros vive todavía un ideal y
aguarda -entre la esperanza y el miedo- la oportunidad de ser lo
que ansiamos: protagonistas de la historia. Esa es nuestra
vanidad, el protagonismo o, como se dijo en la transición
primera, ser la envidia de Europa. Si nos duele que se hable mal
de nuestras cosas, más parece dolernos que no se hable en
absoluto.
Y no tener que volver que volver nunca más el desprecio contra
nosotros mismos: la aventura de ser español en el mundo sigue
siendo importante, como demostrarán los años que nos separan
del siglo próximo.
Arturo Robsy.
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