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Textos clásicos: De la variedad a la unidad .
El autor, que fue presidente de un fantasmogórico "gobierno de la República" en el exilio, a lo largo de este texto, correspondiente a su magno ensayo, de recomendable lectura para todos los interesados en nuestra Patria, "España, un enigma histórico", demuestra documentalmente como la idea de España es compartida por los habitantes y dirigentes de todos los reinos medievales, y éstos son instrumentos para recuperar la unidad perdida tras la invasión mahometana.
Durante el siglo XII se realizaron dos
uniones, fecundas, a la largo, en el hacer de España. El
matrimonio de doña Petronila de Aragón y de Berenguer IV de
Barcelona impidió que el reino aragonés se uniera al de León y
Castilla y por lo pronto frustró la posible articulación de una
monarquía unitaria en la España central. Pero "Dios
escribe derecho por caminos torcidos", como dice el
refrán, y al cabo esa frustración y el consecuente nacimiento
de la Corona Aragonesa tuvieron en verdad proyecciones
históricas importantísimas para la futura unidad hispana:
vincularon perdurablemente Cataluña a un pueblo cispirenaico de
lengua y de vida diversas de la suya; y esa vinculación hizo
nacer y afirmó en ella un espíritu pactista que, asegurado
luego, cuando la Señoría conquistó Valencia y Baleares, la
unió para siempre al resto de España.
A fines de siglo, para castigar la traición del rey de Navarra,
quien en las horas críticas de la cristiandad española que
precedieron y siguieron a la derrota de Alarcos (1195) se había
aliado con los almohades, el castellano Alfonso VIII entró en
son de guerra en tierras vascas. Estas habían formado parte del
reino de Oviedo en el siglo IX mientras Pamplona se aliaba con
los musulmanes del valle del Ebro; habían integrado en el X la
Castilla condal y sólo tardíamente se habían incorporado a
Navarra. El rey castellano sitiaba Vitoria, cuando los
guipuzcoanos pactaron voluntariamente su unión a Castilla.
Álava se unió poco después. El señorío de Vizcaya dependía
de la corona castellana desde el reinado de Alfonso VI -desde la
muerte de Sancho el de Peñalén en 1076- y no se había apartado
de ella sino algunos años, por la usurpación de Alfonso el
Batallador de Aragón (1109-1134). Y así, a partir del año
1200, la "Euzcadi" (sic) de hoy vivió la misma
historia que el pueblo a cuya formación había contribuido, con
su sangre y con su espíritu, en sus ya lejanos albores: La
historia de Castilla. Al unirla a su vida, Castilla iniciaba su
gran empresa de restaurar la antigua unidad española.
En la primera mitad del siglo XIII todavía hallamos sin embargo
como un eco del antiguo secesionismo castellano. Había muerto
inesperadamente el niño rey Enrique I. Correspondía el trono de
Castilla a su hermana doña Berenguela, que tenía dos hijos de
su matrimonio con Alfonso IX de León, anulado por la Iglesia con
motivo del parentesco que unía entre sí a los esposos. La nueva
reina hizo venir a su primogénito, que estaba con su padre, sin
informar a éste del suceso que motivaba su llamada. El pueblo
castellano llevó al trono a don Fernando. Y el autor de la "Crónica
latina de los reyes de Castilla" -según Cirot, su
editor, obispo de Plasencia o de Osma-, al relatar la astucia de
doña Berenguela, se congratula de que, gracias a tal diligencia,
los castellanos no hubieran dejado de tener su propio rey.
En ningún otro de los reinos cristianos de España se habría
pensado a la sazón de modo diferente. La historia había
afirmado la diferenciación estatal de las comunidades políticas
nacidas de la local resistencia originaria contra los musulmanes.
Pero la idea de la unidad de Hispania había sobrevivido a todos
los fraccionamientos políticos de la Península. Menéndez Pidal
ha señalado la ausencia de enconos regionales y la pervivencia
de la conciencia unitaria de España en el Cantar de Mío Cid. El
juglar de Medinaceli descubre lo vivaz de tal sentimiento cuando
pone en boca de algunos personajes alusiones a España como
realidad, presente siempre en la mente de sus hijos: el conde de
Barcelona, cautivado por el Cid, exclama: "Non combré
vn bocado por quanta ha en toda España" (v. 1021) y el
conde don García se dirige así a Alfonso VI, en las cartas de
Toledo: "Merced ya rey, el mejor de toda España"
(v. 3271). El cantor del Cid hace pensar a uno y otro conde, en
graves instantes de sus vidas, no en sus propias tierras nativas,
sino en la superior unidad de Hispania; y va todavía más lejos,
cuando presenta a España como ámbito normal de la fama de
hechos notables en ella ocurridos: "De questo acorro
fablara toda España", dice por ejemplo.
Esa idea unitaria se afirma como resultado de la gran labor
historiográfica que se lleva a cabo en León y Castilla, durante
el siglo XIII, por iniciativa de sus reyes, tras la unión de los
dos reinos en 1230. Lucas de Tuy al escribir su Chronicon Mundi
se deja ganar por el espíritu de San Isidoro, saturado de
orgullo nacional hispánico; y ese orgullo nacional preside la
redacción de su obra: la desunión del pueblo español le lleva
a la derrota y su unión al éxito.
Don Rodrigo Ximénez de Rada, un navarro castellanizado -nació
en Puente la Reina y fue durante largos años arzobispo de
Toledo- dió todavía muestras más precisas de su concepción
unitaria de España. Tituló su obra Reram in Hispania
gestarum Chronicon y escribió en verdad la historia general
de la Península hasta sus mismos días.
La llamada Crónica General responde a su título: Estoria
de Espanna. Todo el pasado hispánico, desde los fabulosos
tiempos primitivos hasta la muerte de Fernando III, desfila por
sus páginas. En ellas se entrevera la historia del reino de
León y Castilla con la de otros estados cristianos españoles y
con la de los musulmanes peninsulares. La Crónica General,
comenzada por iniciativa y bajo la dirección de Alfonso X y
concluida en la carta de su hijo Sancho IV, refleja además, de
continuo, una clara idea de la unidad de España.
Y la historiografía no castellana recogió también el mismo
pensamiento. En Portugal se escribió, según Lindley, la segunda
gran historia general de España, la llamada Crónica de 1344;
en Aragón, Juan Fernández de Heredia, Gran Maestre de Rodas,
redactó, hacia 1385, "La grant e verdadera estoria de
Espanya" o "Grant cronica de Espanya";
en Navarra, Fray García Enguí, obispo de Bayona y confesor de
Carlos III, compuso una "Chronica de los fechos
subcedidos en España"; el catalán Ribera de Perpejá
escribió la "Cronica de Espanya"; y Masso
Torrents y Sánchez Alonso han destacado la influencia ejercida,
fuera de Castilla el segundo y en Cataluña el primero
-traducciones, préstamos, continuaciones-, por la obra "De
rebus Hispaniae" del Toledano y por la "Estoria
de Espanna" del Rey Sabio.
La tradición histórica, enraizada en la antigüedad, afirmaba
en las mentes de los hombres cultos de todos los reinos
cristianos de la Península esa concepción unitaria de Hispania,
vencedora de su fraccionamiento político ya secular. Queda dicho
antes que los catalanes sintieron con tanta vivacidad como los
demás españoles la superior unidad peninsular. Abundan los
testimonios de la realidad de tal sentimiento. En la mente y en
el corazón de los dos más grandes reyes de la dinastía
catalana, Jaime I y Pedro III, anidaba con fuerza. Hace poco he
recordado que en 1271, a la salida del concilio de Lyon, tras
haber ofrecido la cooperación de sus hombres y de su flota para
emprender una cruzada, al retirarse de la asamblea Jaime I
exclamó: "Barones, ya podemos marcharnos; hoy a lo
menos hemos dejado bien puesto el honor de España". Y
queda también dicho que Pedro III juzgó que había salvado el
honor de España al acudir, tan heroica como novelescamente, a
Burdeos para batirse con Carlos de Anjou, manteniendo su palabra.
Jaime I y Pedro III no pensaron en esos dos momentos de su vida
en sus reinos peculiares, no pensaron que con sus actos habían
honrado a los pueblos que regían; pensaron que sus hechos
honraban a la superior comunidad histórica, vital y afectiva de
que formaban parte sus estados.
España constituía para esos dos reyes catalanes de la Corona de
Aragón, no sólo una unidad geográfica, sino una entidad
humana, cerrada y unitaria, frente al resto de la cristiandad
occidental.
No por la honra sino en interés de esa comunidad histórica y
vital -"para salvar a España", esas fueron
sus palabras- Jaime I intervino en Murcia y sometió a los moros
murcianos alzados contra Alfonso el Sabio. Esa comunidad vital e
histórica tenía problemas atañentes a todos sus hijos; por
ello otro gran rey catalán, Jaime II, al conocer la muerte de
Sancho el Bravo y la subida al trono de Castilla del niño rey
Fernando IV, pudo decir que iba a recaer sobre él la carga toda
de España. Y el gran historiador catalán Muntaner reclamaba una
política conjunta de los cuatro reyes de España, "que
son -escribe- d'una carn e d´una sang".
Muntaner hubiera podido extender esa unidad a los pueblos regidos
por esos reyes, porque en verdad todos ellos eran de una carne y
de una sangre. Y de un espíritu y de una sensibilidad, habría
podido decir también. España, la España honrada y salvada por
Jaime I, estaba fraccionada en reinos diferentes, pero esa
pluralidad de estados, ¿implicaba una idéntica diferenciación
de las comunidades humanas que vivían dentro de sus fronteras?
La respuesta a esta pregunta requiere una investigación que
está por realizar; no puedo acometerla aquí, exige un libro.
He hablado al comenzar éste de cómo cabe establecer una
jerarquización múltiple entre las agrupaciones que viven
estilos de vida diferentes.
Podemos descender desde la diferenciación del ángel, el hombre
y la bestia, hasta el enfrentamiento de las contexturas vitales
de quienes viven en dos valles cercanos. Dentro de las
agrupaciones orgánicas que parezcan más trabadas y unitarias,
Galicia, Asturias, León, las dos Castillas, Vascongadas,
Navarra, Aragón, Cataluña, Baleares, Valencia, Murcia,
Andalucía, Extremadura, Portugal, ¿cuántas esenciales
diferencias pueden destacarse entre sus múltiples zonas
dispares? A la inversa, me parece seguro que quien emprenda la
tarea -difícil pero no imposible para un español, fácil para
un extranjero, por serlo, libre de los amores y de los enconos
regionales hispanos- de establecer un paralelo entre el
espíritu, la sensibilidad, la capacidad emotiva, el ímpetu
pasional, etc., etc., etc., es decir entre la contextura
temperamental de las comunidades históricas que integraban la
fraccionada España de los siglos medios, se encontrará
sorprendido por el estrechísimo parentesco espiritual y vital de
las mismas. Si no se detiene en sus diferentes superestructuras y
sabe penetrar hasta el cogollo de sus almas colectivas, al
auscultar con atención la aparente inarmonía de sus voces,
llegará a asombrarle la unidad de acordes de la gran sinfonía
española medieval.
Muchas veces -no siempre con rigor- se han señalado las
diferencias sociales, políticas, culturales... que
caracterizaron a los distintos reinos hispano-cristianos; nadie,
que yo sepa, ha establecido con claridad y precisión los
supuestos antagonismos y los supuestos contrastes temperamentales
que se supone distinguieron a los pueblos. La consideración de
algunos problemas del pasado de España me ha forzado en
ocasiones a realizar por mi cuenta -en forma somera, claro está,
dado lo proteico de este libro- el paralelo que sugiero a los
estudiosos españoles y no españoles. Y en tales casos, de
continuo, he podido comprobar la analogía, no sólo de las ideas
matrices de todos esos grupos históricos -las ideas son siempre
patrimonio comunal de las gentes más dispares en una misma
época- sino de sus más peculiares reacciones, sentimientos,
apetencias, impulsos, ideales, rencores, sañas...
He ido registrando de paso muchas de esas analogías últimamente
al presentar a Cataluña en España. El parangón puede llevarse
mucho más lejos. Queda señalado el hispanismo integral del
catalán Raimundo Lulio. En las crónicas de Jaime I: y de
Muntaner se hallan algunas de las más peculiares
características de los escritores españoles de todos los
tiempos. A ambos "el intento de expresar el objeto de su
observación o de su pensamiento se les enreda con la expresión
del simultáneo oleaje de su experiencia íntima".
Muntaner está presente en su obra con todo su ser, como lo
están en las suyas entre otros castellanos de su siglo: don Juan
Manuel y el canciller Ayala. Los artistas de Cataluña y de
Castilla muestran a veces parejos barroquismo y patetismo y el
mismo gusto por el retrato y por la captación de las cosas
menudas. Su común yo explosivo los lleva en ocasiones a firmar
su obra escultórica (San Cugat del Vallés) o a representarse
realizándola ( San Vicente de Avila). Recordemos, las dos
manifestaciones de religiosidad vasallática del tahur catalán y
de los andaluces sitiados por el moro; la equiparación del honor
de Celestina en Castilla con el del verdugo en Cataluña; el
verter de su fuerza intelectiva por el catalán Eximenis, el
castellano Sánchez de Arévalo y el portugués Alvaro Pelayo
hacia especulaciones filosófico-jurídico-morales no demasiado
disímiles; la pareja inclinación hacia las aventuras del
comercio exterior, con preferencia a las quietas tareas
industriales, de las dos grandes capitales económicas de
Castilla y Cataluña: Burgos y Barcelona; la altura análoga
alcanzada por el antisemitismo en todos los pueblos hispanos
medievales, tal vez con la única excepción de Galicia, por lo
insignificante en ella de las masas judías; la coincidencia del
grito anárquico de los salmantinos del siglo XII: "Todos
somos caudillos de nuestras cabezas", con las
anárquicas palabras del aragonés Servet: "a medida que
desaparezcan todos los motivos para que haya gobierno se abolirá
todo poder y toda autoridad". y el paralelo podría
ampliarse muchísimo y a todos los peninsulares.
Los mismos españoles de entonces sintieron a veces que algunos
caracteres les eran comunes a todos: el Arcipreste de Hita
escribió, por ejemplo:
"Más orgullo é más bryo tienes que toda España
(804 b) Con buen serviçio vençen cavalleros d'España
(621 c)"
Sí; por bajo de sus múltiples diferencias menores aproximaban a
los pueblos cristianos de la España medieval muchos rasgos
temperamentales esenciales. Todos se sentían torturados por la
soberbia, la pasión, la audacia, el espíritu aventurero; todos
mostraban áspera rudeza, análoga exaltación de un arriscado y
anárquico yo y pareja sensibilidad religiosa; todos anteponían
el fuero al huevo y sabían enfrentar a la muerte con coraje;
todos proyectaban su vitalidad hacia empresas de voluntad más
que hacia las tareas del espíritu; todos gustaban más de la
moral que de la filosofía y triunfaban en las disciplinas y en
las actividades reguladoras de la convivencia colectiva más que
en las puras especulaciones científicas y en el estudio del
hombre y de la naturaleza; todos sintieron con fuerza el orgullo
y la dignidad de la persona humana integral y en todos se
generalizó hasta en las masas el sentido caballeresco del
honor.. .
Por todo ello me atrevo a pensar que no sólo "siempre"
sino en todos los reinos hispanos medievales, "han
tenido pica las ocas", como dice el proverbio catalán.
Ha sido la historia, la que con su complicado y maravilloso juego
de fuerzas -en ella la herencia temperamental pone en acción la
turbina de la vida espiritual y material de los pueblos; turbina
que a su vez genera energías cuyo entrecruce y acumulación crea
la corriente vital del temperamento nacional y de la contextura
orgánica de la comunidad-, ha sido la historia la que ha ido
acentuando o atenuando diferencias o contrastes entre las
diversas agrupaciones históricas en que Hispania se halló
fraccionada durante los siglos medievales.
Para juzgar del íntimo parentesco de esas agrupaciones importa
no olvidar el tremendo entrecruce de masas humanas que se produjo
en la Península a lo largo de esos siglos. Primero, de Sur a
Norte: con la doble emigración de muchedumbre de refugiados
hispanos y godos, durante las primeras décadas del señorío
musulmán en Hispania; y, enseguida, con la de numerosos
mozárabes y numerosos judíos, cuando les fue difícil la vida
en tierras islamitas. Y después, de Norte a Sur, en el curso de
las largas jornadas de la reconquista y repoblación del país,
desde Covadonga hasta Granada. Galicia, por ejemplo, fue en el
siglo VIII segunda patria para muchas gentes acogidas al reparo
de sus montes; y desde el IX, ubérrima proveedora de
repobladores para todas las nuevas tierras de España -para la
meseta del Duero, para las ciudades del Tajo y del Guadiana y
para Andalucía. Y Vasconia fue no menos fecunda madre de
colonizadores que Galicia. En mi tierra de Avila se entreveran,
por ejemplo, con los hispanoromanos y los godos, los montañeses,
los castellanos, los gallegos y los navarros. Y así en todas. Y
si los unían las sangres, los unió más tarde la igualdad de
vida en las etapas sucesivas de la lucha contra el moro -tras la
batalla, la puebla y tras la puebla, la batalla.
El íntimo parentesco temperamental de las comunidades humanas
regidas por diferentes organizaciones políticas fue sin embargo
débil aglutinante para el hacer de España. El milenario
espíritu secesionista de todos los peninsulares, que su común
soberbia exacerbaba; los crecientes orgullos colectivos de los
reinos que la historia había ido creando y afirmando, y los
puntillosos intereses dinásticos, exaltados por la misma
condición de españoles de los príncipes, hicieron incluso
imprevisible durante siglos la idea de la articulación unitaria
de los diversos pueblos de España. Había surgido un sistema
federal en la llamada Corona Aragonesa, pero nada hacía adivinar
que esa organización pudiera extenderse a las otras monarquías
españolas. La más fuerte y rica de todas ellas, Castilla, se
había constituido sobre la base de la fusión política en un
solo haz de los dos reinos, castellano y leonés, en 1230, y se
había afirmado mediante la conquista y la asimilación de las
tierras islámicas del sur. A mediados del siglo XIII la
supremacía peninsular del reino de Castilla y León era evidente
Pero los reyes y los grandes magnates castellano-leoneses
dilapidaron esa superioridad con sus torpezas y sus ambiciones,
mientras los condes-reyes de la Señoría de Aragón creaban su
imperio mediterráneo y aprovechaban, con habilidad y sin
escrúpulos, las discordias civiles de la potencia hegemónica
para debilitarla, interviniendo en ellas.
España tiene una larga cuenta contra Sancho IV el Bravo o, lo
que es igual, el Furioso. Su impaciente ambición le llevó a
alzarse contra su padre Alfonso X y a revolver el reino.
Triunfó, pero no era lo bastante firme de voluntad para ser
prudente, ni lo bastante inteligente para ser astuto. Oscilaba
entre la debilidad y la cólera. Se entregó a un favorito, con
lo que irritó a muchos; y lo mató luego, con lo que se
enemistó con sus poderosos familiares. Tan pronto se mostraba
arrogante y hasta cruel -ordenó la muerte de cuatrocientos
ciudadanos de Talavera- como cedía ante un apremio urgente.
Calculó mal las posibilidades de victoria de los reyes de
Francia y Aragón; calculó aun peor los daños que aquél, sin
fronteras apenas con Castilla, y éste, su vecino peninsular,
podían hacer a su reino. Y, olvidando sus deberes de solidaridad
con el país hermano, se alió con la monarquía ultrapirenaica,
en mementos muy graves para la Corona Aragonesa, y creó un agudo
motivo de resentimiento contra él en los condes-reyes. Y más
tarde, cuando Jaime II, aparentando olvidarlo, negoció con él,
se dejó engañar y entregó al aragonés los Anjou que tenía en
su poder y que constituían en sus manos un importante triunfo en
el juego político peninsular.
También contra Jaime II de Aragón tiene España una sombría
cuenta. Tras haber engañado a Sancho IV, cuando poco después
moría éste, antepuso un innoble deseo de vengar pasados
agravios a sus deberes de hispánica solidaridad. Y aprovechando
la difícil situación del rey niño Fernando IV y de su madre,
la prudente doña María de Molina, atizó la discordia civil que
destrozó a Castilla; reconoció al pretendiente don Alfonso de
la Cerda, lo ayudó y a los magnates castellanos rebeldes e
invadió por su cuenta el reino de Murcia. Su deuda con España
es doblemente grave porque tenía una alta y clara idea de la
comunidad espiritual, vital e histórica que ella constituía. Y
porque, aparte de hacer arder a Castilla en una sangrienta
llamarada, llegó a poner en peligro la frontera con el moro. En
medio de la discordia por él azuzada fue difícil acudir, en
defensa del Estrecho, a la sombra de gobierno castellano que,
hundido en el pantano de la crisis, se debatía en la impotencia
allá lejos, al Norte del Duero. Y todo para obtener, como
compensación de tanto mal a España, la zona septentrional del
reino de Murcia.
Y es mayor aun el crédito infausto que España puede presentar
contra la serie de infantes, ricoshombres o señores
castellano-leoneses que, por pura ambición de poder y de
riqueza, fueron desleales y traidores -muy pocos podrían
rechazar en justicia estos epítetos -no sólo a su rey sino a
Castilla y por ende a toda la comunidad histórica española. Al
hundir al reino en la guerra civil durante el reinado de Fernando
IV y la minoría de Alfonso XI, no sólo interrumpieron la gran
empresa nacional de la reconquista -la rebeldía de don Juan
Manuel hizo fracasar, por ejemplo, la campaña
castellano-aragonesa contra Algeciras y Almería-: quebraron ala
por la supremacía de Castilla en la Península y dificultaron la
unificación de España.
La aguda sensibilidad política del pueblo castellano, de la que
ya me he ocupado, y la presencia de doña María de Molina
salvaron la unidad del reino. Jaime II en las postrimerías de su
reinado cambió de política frente a Castilla. Esta fue
gobernada durante algunas décadas por un rey enérgico y activo,
Alonso XI. Pedro I en los primeros años de su reinado afirmó la
supremacía castellana en la Península en su antihispánica pero
victoriosa guerra contra Pedro IV de Aragón. Mas su vesania
atizó la siempre latente rebeldía nobiliaria, el aragonés
aprovechó astutamente la ocasión para liberarse de la garra del
Rey Cruel y otra vez Castilla se hundió en la discordia, que ni
siquiera terminó con el fratricidio de Montiel.
Todo este largo rosario de sucesos y el fracaso de Juan I de
Castilla en Portugal, mantuvieron el equilibrio de poder entre
los tres grandes reinos cristianos de Hispania. Mas al prolongar
su apartamiento y al afirmar su enemistad en guerras entre ellos,
entonces exteriores, pero que hoy nos parecen fraternas -sólo
ciego a los intereses colectivos de todos los hispanos
(escupiéndose a sí mismo, podríamos decir) puede ningún
peninsular regodearse al recordarlas-, hicieron cada vez más
difícil la unidad de España..
E1 correr del tiempo en hostil lejanía, dentro de marcos
constitucionales y económicos dispares, proyectando su pareja
vitalidad hacia horizontes históricos diversos y en perpetua
creación de intereses políticos y humanos distintos y a veces
encontrados -Castilla fue fiel aliada y la Señoría de Aragón
permanente enemiga de Francia; y Portugal se unió a Inglaterra,
cien años en guerra con los franceses a su vez aliados de los
castellanos- produjo un daño inmenso a la futura unión de los
reinos españoles. Porque fue aflojando el parentesco
temperamental que a todos vinculaba desde siempre, fue acentuando
las diferencias de su contextura vital y fue afirmando la
orgullosa concepción de su disimilitud frente a la idea, que
parecía marchitarse para siempre, de la superior unidad de
España.
Pero el milagro se produjo. La dinastía que regía Aragón se
extinguió. La firme solidaridad federal entre los reinos de la
Corona de Aragón tras siglos de vida en común, el interés de
la burguesía barcelonesa de no perder sus contactos económicos
con el traspaís aragonés y el amor a la libertad que a todos
animaba -como señala Vicens Vives, creyeron que unos reyes
elegidos habían de ser más respetuosos con la ley, puesto que
debían su entronización a un pacto, no a la herencia- llevaron
al Compromiso de Caspe -compromiso en el sentido antiguo y
moderno del vocablo. Un príncipe castellano fue elegido rey y
una dinastía castellana rigió en adelante a la Señoría
Aragonesa.
De Caspe arranca el nuevo tejer del tapiz de España. De arriba
habían venido los impulsos que, durante cientos y cientos de
años, habían apartado y diferenciado a las comunidades
políticas nacidas de la sincrónica y diversa resistencia
originaria contra el moro. De arriba iban a venir en adelante los
impulsos favorables al contacto y entrelace y a la vinculación y
unión de esas agrupaciones históricas. Los Trastamaras de
Aragón no traicionaron a su nuevo reino. Le sirvieron con
lealtad y con fervor, continuaron su política tradicional en el
Mediterráneo: el castellano Alfonso V de Aragón conquistó
Nápoles y la castellana doña María -la "buena
reina"- gobernó con acierto a la confederación aragonesa.
Pero los condes-reyes de la nueva dinastía no pudieron olvidar
su tierra nativa y vivieron políticamente a horcajadas sobre la
frontera de los dos Estados. Afectiva e interesadamente fueron a
la par aragoneses y castellanos.
Los infantes de Aragón revolvieron a Castilla; pero no como sus
abuelos Alfonso III, Jaime II, Pedro IV, desde fuera, atentos a
los intereses políticos de su Señoría, es decir de la
confederación. La revolvieron desde dentro, como magnates
castellanos; como la habían revuelto los infantes, los
ricoshombres y los señores del país, durante siglos. Esas
revueltas no más dignas de simpatía que las otras -los torpes y
ora débiles ora crueles reyes hispanos medievales fueron
inconscientes y egoístas instrumentos del destino en el eterno
caminar de la historia, entonces hacia la creación del estado
moderno con la superación del llamado régimen feudal-
provocaron sin embargo una intensa y continua corriente de
ósmosis y endósmosis, de la Corona de Aragón hacia la de
Castilla y de ésta hacia aquélla. Una corriente de hombres, de
ideas, de formas literarias... y un entrecruce de hablas; se
tradujeron al catalán obras escritas en castellano, algunos
catalanes escribieron indistintamente en las dos lenguas y,
aunque por excepción, también se dió a veces el caso
contrario: en el poeta Pedro Navarro, por ejemplo.
Esa doble corriente fue fecunda y aun decisiva en el hacer de
España. Al cabo de media siglo de señorío de los Trastamaras
en Castilla, en Aragón y en Navarra, el entrecruce de los
intereses dinásticos, los contactos políticos, las
frecuentaciones cortesanas y nobiliarias, los ininterrumpidos
acercamientos humanos fueron creando un clima propicio para la
comprensión y la concreción de la superior unidad española.
Hacia 1463 un señor aragonés, cortesano y poeta, al servicio de
Catalina de Foix, hija de Juan II y regente de Navarra, reunió
en el llamado Cancionero de Herberay una larga serie de poesías
en castellano, de autores de la vieja y la nueva generación,
nacidos en todas las regiones de España, desde Galicia a
Cataluña. Hugo de Urríes, su probable autor, reprodujo
composiciones de los viejos maestros Macías, Juan Rodríguez del
Padrón, Santillana y Juan de Mena; de conversos castellanos como
el bachiller Alfonso de la Torre, preceptor del príncipe de
Viana, el bufón Juan de Valladolid y el poeta que se hizo monje
Juan de Macuela; de conversos aragoneses como Pedro de Santa Fe;
de grandes señores de Castilla como Alfonso Enríquez, Rodrigo
Manrique, Lope de Estúñiga, Juan de Pimentel, García de
Padilla, Diego Gómez de Sandoval, Gonzalo de Avila; de poetas de
Aragón como Pedro de Vacas, Juan de Dueñas,..., del valenciano
Suero de Ribera, del navarro Carlos de Arellano, de los catalanes
Pere Torrella, Pedro Navarro, Gregorio... Aubrun, que acaba de
estudiar y de editor el cancionero de Herberay, califica de
"española" la joven generación poética que en él
aparece. "Nous disons -escribe-'espagnole', car
elle est à la confluence unique de deux inspirations diverses,
aragonaise et castillane, elles memes issues de sources
napolitaine, provençale, francaise et galaico-portugaise ..
Cette génération se caractérise d'abord por l'unité de son
inspiration, signe avant coureur de l'unité spiritnelle et
corporelle de l'Espagne." Y el mismo Aubrun califica el
año 1468-fecha del Cancionero- como el de la unidad espiritual
de España.
Durante el bache -ya señalado y explicado- que la superior
unidad afectiva supraregnícola española sufrió en el siglo
XIV, la voz España, perdiendo su sentido histórico unitario,
pasó a veces a identificarse con Castilla. Con tal significado
la emplearon algunos poetas aduladores castellanos: el autor del
Poema de Alfonso XI llamó a éste con frecuencia rey de España;
y otorgaron el mismo título a Enrique III: Pedro Ferruz,
Villasandino y Baena -ha reunido sus citas Rosa Lida. E hicieron
otro tanto, fuera del ámbito peninsular, algunos autores como
Mateo Villani (t 1363) hasta los que llegó quizás el eco de la
superior riqueza y potencia castellanas, a través tal vez de la
reacción hostil de otros peninsulares ante tal realidad.
Ocurrió entonces como con la idea imperial leonesa, más
afirmada en los textos cuanto menor fundamento político podía
hallar en el cada día más debilitado reino de León; Castilla
comenzó a ser identificada con España cuando su auténtica
potencia política había empezado a declinar frente a la
potencia de los reinos hermanos.
Con los cambios del siglo XV recobró la voz España su viejo
medieval significado. La vuelta a la antigüedad, en el
pre-Renacimiento, movió a algunos autores castellanos a emplear
a veces el plural las Españas desde hacía siglos olvidado. Pero
reapareció, contra lo que piensa Rosa Lida, sin ninguna
significación política, como un eco del renovado gusto por la
lectura de los autores clásicos. Y la misma resurrección que le
trajo a la vida literaria durante el siglo XV, restauró a la por
la significación unitaria del vocablo España y le dotó de un
nuevo contenido sentimental y humano.
El mismo marqués de Santillana, que había usado el plural
latinizante las Españas, que nunca confundió España con
Castilla y que siempre otorgó a aquélla los límites
geográficos de la vieja Hispania, escribió una dolorida
lamentación de Spania -la incluyó Hugo de Urríes (?) en su
cancionero- y empleó como vocativos equivalentes estas emotivas
palabras: "¡O patria mía! ¡España!"
No fueron tan lejos los otros escritores castellanos del
Cuatrocientos.
Juan de Mena dedicó el laberinto "A1 muy prepotente don
Johan el segundo . . al gran Rey d'Espanya, al Cesar
nouelo"; y en su lisonja extendió el título a su
esposa y la llamó "ynclita reyna de España".
Pero no sé si esa adulación implicaba la identificación
intencionada de España y Castilla, porque también escribió:
"de España non solo mas de todo el mundo rey se
mostraua, segund su manera".
Mena y otros poetas no menus fáciles al ditirambo, si no
llegaron a escribir como Santillana: ''¡Oh patria mía!
¡España!", tuvieron conciencia de la unidad
espiritual y humana de España: Mena calificó, por ejemplo, a
Juan II, de "lunbre de España" y en un
anónimo "Dezir de la Fortuna", incluido en el
Cancionero de Hugo de Urríes ( ? ), se llama a don Alvaro de
Lana: "El mayor hombre d'Espanya." El estudio
de la historia antigua de España y sobre todo el de la Hispania
gótica, ya desgajada del cuerpo del Imperio de Roma y formando
una única unidad estatal, llena además de nostalgia a los
hombres cultos de la época: a don Alonso de Cartagena y a Mosén
Diego de Valera entre otros.
No puedo seguir la pista de cómo sentían a España en Portugal
y en Cataluña en vísperas de la unión de Aragón y de Castilla
con el matrimonio de los Reyes Católicos. Esa indagación
permitiría comprobar si, como ha dicho Ortega y Gasset, sólo
cabezas castellanas han concebido la idea de la España integral.
No sé; sospecho que Maravall -no he podido leer su anunciado
libro- habrá hallado pruebas de que también fuera del reino de
Castilla se sentía a España unitariamente. Así la sintieron a
lo menos los historiadores catalanes del siglo XV.
El que más hizo por la unión de las dos coronas aragonesa y
castellana fue un hombre nacido en Castilla pero que pasó casi
toda su vida fuera de allá. Me refiero a Juan II de Aragón. En
su excelente libro sobre él, Vicens Vives ha destacado en qué
apremiantes circunstancias, con qué constancia, con qué
sacrificio, con qué hábil astucia... concibió, planeó y
negoció el matrimonio de su hijo Fernando con la infanta
castellana. No reparó en insistir, transigir, renunciar cuando
fue preciso; ni en adular a unos ni en comprar a otros cuando fue
necesario. Y todo en medio de su lucha con los rebeldes y con el
mismo Luis XI. Lo había apuntado Jiménez Soler, no podemos hoy
dudar de que Juan II fue el gran artífice de la unidad de
España.
¿De la unidad de España? Sí. Se ha negado que el matrimonio de
Isabel y Fernando hiciera a España y se ha acusado a ambos de no
haber concebido la idea de formar una solo nación. Tales
negaciones y acusaciones de algunos aragoneses y de algunos
catalanes, son tan injustas como las loas de muchos otros
españoles a la realidad del nacimiento de España por obra de
los Reyes Católicos. Si los hombres no fuéramos los seres más
absurdos y contradictorios del universo y si no estuviera ya
agotada nuestra capacidad de asombro y de sorpresa, pocas
actitudes críticas podrían suscitarnos mayor admiración.
Porque se irritan de que Fernando e Isabel dejaran intacto el
doble armazón estatal de los reinos que su boda había unido,
quienes van más allá del federalismo al uso en nuestros días y
quisieran que sólo un leve y tenue hilo vinculara las que llaman
nacionalidades hispanas. Y se exaltan jubilosos ante la obra de
los Reyes Católicos, que en verdad realizaron una pura y
balbuciente unión personal de sus dos monarquías, quienes
desearían que España fuese integralmente unitaria y
centralista. Ni unos ni otros tienen razón; como no la tienen
quienes lloran todavía el supuesto o auténtico despojo de doña
Juana la Beltraneja y dedican más páginas a presentar el
proceso histórico del mismo que a la misma obra de España bajo
el reinado de los Reyes Católicos. Como si los hombres
hubiéramos podido llegar desde la edad de las cavernas hasta
nuestra era atómica sin que la historia hubiese presenciado
millones y millones de injustos quebrantamientos de las más
varias normas jurídicas. Para vivir conforme a la más pura,
prístina, inmaculada y virginal legalidad tendríamos que seguir
viviendo aún conforme a la articulación originaria de la tribu
o tal vez en un régimen todavía más remoto y simple. Y como no
tienen razón tampoco los gallegos para renegar de los Reyes
Católicos, soberanos que combatieron con rigor a los magnates
bandoleros; a los feroces caciques que los tiranizaban por
entonces, nietos y abuelos, a la por, de quienes los habían
oprimido y los siguieron oprimiendo con violencia desde dentro de
su solar regnícola.
Para la conjunta estructuración de España como una unidad vital
e histórica dieron los Reyes Católicos el primer paso. Un paso
no muy largo, porque no pudieron darle mayor, pero que fue sin
embargo el decisivo.
El que permitió a España pasar el Rubicón de su
fraccionamiento.
No pudieron darle mayor, acabo de escribir. Y así es. Se olvida
de ordinario que Isabel y Fernando se enfrentaron con una España
inexistente y múltiple, desintegrada en reinos diversos,
celosos, vigilantes y hostiles, separados por muchos siglos de
vida independiente, con organizaciones sociales y políticas
dispares, con alianzas internacionales encontradas, con ideales
diferentes y con economías inarmónicas.
Al advenimiento de los Reyes Católicos las comunidades
regionales de España se diferenciaban menos entre sí que las
del país más unitario y centralista de Europa, Francia. Las
apartaban menores diferencias étnicas y culturales que a
marselleses de bretones, a borgoñones de aquitanos o a
provenzales de normandos. Antes de nuestra era, porque España
era el fondo del saco del mundo, y con ocasión de la
reconquista, por la obligada repoblación de las tierras ganadas
al Islam, se habían producido en la Península más intensas y
prolongadas migraciones y contactos humanos que en ningún otro
pueblo de Occidente. He señalado muchas voces la importancia
histórica de ese doble proceso. Con excepción de las gentes del
norte cántabro y pirenaico, ninguno de los otros grupos
populares de Hispania habitaba sino desde hacía unos pocos
siglos -los andaluces y los valencianos desde hacía poco más de
dos- en el solar histórico que ocupaban al advenimiento de los
Reyes Católicos. Y, como hace poco he registrado, tanto en las
tierras norteñas como en las de nueva y novísima colonización
se habían reunido pobladores de estirpe muy heterogénea. No es
difícil calcular los resultados de ese colosal trasiego humano y
de esa heterogeneidad, en orden a la aproximación sanguínea y
espiritual de todas.
Los vinculaba prietamente la comunal tarea única que, con
intensidad dispar pero sin excepción alguna, habían realizado
durante siglos: la guerra contra el moro y la repoblación del
país ganado al enemigo. Y los unían las proyecciones de esa
tarea común sobre su manera de estar en la vida.
Pero por estrecha que fuera esa vinculación, era enorme el peso
muerto con que la historia apartada de los diversos reinos
hispanos lastraba el intento de unificar España. No obstante las
grandes diferencias culturales, étnicas, temperamentales, de
misión histórica, de contextura vital, etc. que habían
distinguido a los diversos pueblos y regiones de la Francia
medieval, siempre había habido un rex francorum, que había
tenido un papel unificador y catalizador en la articulación
feudal de la nación. Ese rey pudo hacer Francia transformando en
efectiva su autoridad nominal sobre algunas zonas del país que
habían estado regidas por sus grandes vasallos. Fue una tarea
difícil, pero consistió en añadir a un poder central, nunca
caduco teoréticamente, provincias que habían gozado hasta allí
de una mayor o menor autonomía vasallática. La igualdad
jurídica de los reinos hispanos y la vida inconexa de las
colectividades que habitaban dentro de sus fronteras hizo
extremadamente ardua la unificación de España. Si las minorías
cultas comprendían la superior solidaridad española -recordemos
las palabras del marqués de Santillana-, la gran mayoría de
cada uno de los pueblos sentía con fuerza la tradición de
extranjería que los había separado durante siglos.
Ni siquiera se liberaron de esa tradición los castellanos En los
comienzos del reinado cuidaron, tal vez con excesivo celo, de
salvaguardar los derechos de soberanía de la reina propietaria
con limitación precisa de los del rey consorte, lo que implicó,
lógicamente, la afirmación de la vida política separada de las
dos monarquías a lo largo del reinado de los dos soberanos. Y no
llevaron luego a bien la disposición de los Reyes Católicos en
las Cortes de Toledo de 1480 autorizando la salida a Aragón de
carnes, cueros y otras varias mercaderías cuya saca fuera del
reino estaba prohibida de antiguo. En las Cortes de Burgos de
1512 pidieron a don Fernando que revocase la autorización de
exportarlas para evitar su carestía. El rey les respondió: "Que
por las Cortes de Toledo se hizo esta ley aviendo consideracion
de la hunion y hermandad que estos rreynos tienen con Aragon, y
que reuocarse no se podria hazer sin cavsar algun
escandalo."
Los Reyes Católicos no pudieron enfrentar esa fortísima
corriente de opinión de la que ellos mismos, naturalmente, eran
prisioneros. Se dieron cuenta de que era tan imposible articular
sus reinos en una unidad estatal, siquiera fuera en la más
liviana forma federativa, como imprescindible aproximar a sus
súbditos y crear en ellos intereses e ideales comunes.
Es sabido que la sentencia arbitral del cardenal Mendoza y del
arzobispo Carrillo de Albornoz, dictada el 4 de enero de 1475, y
el poder dado por la reina Isabel al rey don Fernando, fechado en
28 de abril del mismo año, establecieron la diarquía como forma
de gobierno y esa fue después la forma de regimiento de las dos
coronas reunidas. Pero no crearon instituciones estatales
comunes. Los naturales de cada reino conservaron su propia y
dispar ciudadanía y se rigieron por sus leyes peculiares.
Ninguno podía desempeñar cargos públicos fuera de su país.
Barreras aduaneras siguieron separándolos. Las ganancias
territoriales por los Reyes Católicos logradas no constituyeron
un patrimonio político común; unas se incorporaron a Castilla:
Canarias, Granada y las Indias; otras se unieron a Aragón:
Nápoles y las plazas de Africa. Y ni siquiera Navarra al ser
conquistada formó una entidad gubernamental aparte; fue
enseguida vinculada a la corona castellana. Jurídicamente,
aunque juntas bajo un mismo señorío, los reinos heredados o
ganados por Fernando e Isabel no constituyeron por tanto una
auténtica unidad estatal.
La mera unión personal de las dos monarquías era hoja propicia
a ser aventada por el viento más leve. Los Reyes Católicos
confiaban en el mañana. Lo tenue del vínculo establecido entre
sus reinos favorecía además la unidad peninsular a que
aspiraban. Su política matrimonial portuguesa podía conducir al
enlace de los tres reinos hispánicos y el respeto a la
personalidad de los ya unidos podía facilitar el nuevo
ayuntamiento. Durante algunos meses un niño, el príncipe don
Miguel, llegó a ser príncipe heredero de las tres coronas de
Portugal, Castilla y Aragón.
Pero Isabel y Fernando no dejaron librada al azar la
consolidación de su obra. "Pares, por la gracia de
Dios, los nuestros reinos de Castilla e de Leon e de Aragon son
unidos, e tenemos esperanza que, por su piedad, de aquí adelante
estarán en unión... asi es razón que todos los naturales
dellos se traten e comuniquen en sus tratos e facimientos",
decían en la ley III del Ordenamiento de las Cortes de Toledo de
1480. Así iniciaron la empresa de trabar a sus pueblos. Mas,
¿cómo conseguir su efectiva solidaridad?
La libertad de tráfico decretada entre Castilla y Aragón sólo
a lo largo podía provocarla. Tampoco podía acelerarla la
renovación de la vida cultural del país por ellos emprendida,
aunque al interesar por las mismas tareas del espíritu a las
minorías intelectuales de sus dos monarquías no dejaran de
contribuir al acercamiento de sus súbditos.
Los Reyes Católicos buscaron por ello otros fundentes más
rápidos. Los hallaron en la exaltación del prestigio de la
realeza en toda España, mediante una política de restauración
de la paz pública y de la justicia comunal, de sometimiento de
los altaneros magnates a la ley, de saneamiento del erario y de
mejora del nivel de vida colectivo; y mediante la inteligente
explotación de los comunes rasgos temperamentales de sus
súbditos: del dinamismo guerrero que a todos sacudía y de la
singular exaltación religiosa que a todos torturaba.
Las medidas de buen gobierno, al acrecentar el crédito personal
de la monarquía en el país, ataban a todos los reinos por la
general simpatía hacia el nuevo orden de cosas que su unión
había procurado. La satisfacción de las inclinaciones
temperamentales de todos contribuía a afirmar en ellos
sentimientos e ideales colectivos. Por ello, a un tiempo
emprendieron la pacificación y saneamiento interior del país y
dos políticas enlazadas y complementarias: La conquista del
reino de Granada y la drástica persecución de la "hierética
pravedad" de los conversos judaizantes. Ambas
políticas eran populares en toda la Península. Pensadores y
poetas castellanos venían clamando durante todo un siglo por la
conclusión de la reconquista, tal aventura no dejaba
indiferentes a los súbditos de la Corona de Aragón y la lucha
con los moros era además un buen palenque para que castellanos y
aragoneses se acercaran en una empresa común. El antisemitismo
de las masas, mezcla de antipatía religiosa al pueblo deicida y
de odio a los hebreos, sus explotadores seculares, triunfaba en
toda la Península; en los mismos años tuvieron los reyes que
enfrentar la decidida actitud antijudaica de la clerecía y del
pueblo en Zaragoza y en Zamora. E Isabel y Fernando abandonaron
la tradicional tolerancia de las dos realezas de Aragón y de
Castilla y la tradicional protección de ambos a sus súbditos
judíos, tanto a los que se habían convertido al cristianismo
como a los que seguían fieles a su fe; establecieron la
Inquisición, para castigar la falsía herética de los primeros;
acabaron decretando la expulsión de los segundos y procuraron
así un cauce común a los comunes sentimientos del vulgo
intolerante de su doble monarquía. Y continuaron echando leña
al fuego de los entusiasmos colectivos de sus súbditos mediante
una política de expansión en el Mediterráneo y de prestigio en
Europa toda, siguiendo las directrices de la tradición
catalano-aragonesa y abriendo a la par nuevas válvulas de escape
al activismo hispano.
Sánchez Albornoz.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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