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Política de acomplejamiento .
España, como nación, ¿carece, hoy en día, del hontanar de estímulos que le pueden dar cohesión y permanencia? En modo alguno. Debemos superar los complejos inducidos por un falseamiento de la historia y estudiar lo que ha sido la realidad para conferirnos seguridad en nosostros mismos, en nuestro destino, en nuestro papel en el concierto de las naciones, sentido de la dignidad nacional e ilusión por un proyecto común
Algún analista ha sugerido recientemente
que el proceso de desintegración que sufre España tiene su
causa más probable en la falta de un estimulante proyecto
nacional. Ocurriría que, como no sólo de pan vive el hombre
(por lo menos, los hombres de cierta calidad), se buscaría la
alternativa a este inexistente proyecto común en el desarrollo
de empresas nacionalistas de carácter local, que siempre habían
estado latentes, pero que ahora surgirían al no quedar
articuladas en un ideal superior.
Sin duda, la edificación de una nación tiene que concitar
energías, entusiasmos e idealismo. Aunque se trate de una
nación modesta en realizaciones económicas, culturales y en su
acervo histórico. Es lo que ocurre con ciertos nacionalismos
que, por muy estrechos que nos resulten, no dejan de provocar
entusiasmo en sus adeptos.
Y está resultando más evidente cada día que por parte de la
nación española, es decir, desde el proyecto común que
cristalizó hace ya muchos siglos, no se fomentan entusiasmos,
ilusiones, ni nada que resulte vigorizador del concepto de
España. Todo, a nivel nacional, se desarrolla en la penumbra de
lo discreto, modesto, elusivo y, en consecuencia, laxo. Pequeña
satisfacción por haber conseguido cumplir las instrucciones
económicas de Bruselas; pequeña satisfacción por algún
resultado futbolístico. Todo, en ese nivel.
Con ese espíritu no se pueden superar los pequeños
nacionalismos que amenazan con fragmentar España. Y no se diga
que hay que pensar en la construcción europea y no en términos
nacionales. Todos los nacionalistas periféricos se proclaman
europeos, y, aún más, europeístas. Para ellos no existe
incompatibilidad alguna entre ser nacionalistas y europeos.
Confían plenamente en conservar su identidad una vez integrados
en Europa. Es la identidad nacional española la que, a través
de sus representantes cualificados, se muestra medrosa, renuente
a cualquier afirmación de su ser. El resultado es que, poco a
poco, fatalmente, se va espesando en la sociedad española una
atmósfera de liquidación.
¿Significa esto que España, como nación, carece, hoy en día,
del hontanar de estímulos que le pueden dar cohesión y
permanencia? En modo alguno. Hoy, como ayer, para aunar
voluntades, el peso y la reflexión de la Historia es factor
tanto o más poderoso que la fijación de metas para el futuro. Y
la Historia permanece para siempre a nuestra disposición. Pero
justo aquí aparece el punto débil.
Después de la muerte de Franco, no sólo se ha querido enfilar
un rumbo nuevo, sino borrar el próxima pasado. Y ese ha sido el
tremendo error que nos ha llevado a la situación actual. Si los
responsables de la Transición hubiesen poseído algo de la
visión prospectiva de los auténticos estadistas, habrían
podido prever las consecuencias que ahora padecemos. Al recibir
en herencia una nación unida, debieran haber comprendido que
ésta era una condición envidiable que era necesario conservar,
y que tal cosa no se cumplía abominando del pasado y lanzándose
a la aventura autonomista.
Se cedió a la tentación de trastocarlo todo. Tanto la izquierda
como la derecha, por convicción o como oportunista coartada, han
considerado obligado hacer profesión de fe democrática con
continuidad, pertinacia y por encima de toda otra consideración,
huyendo despavoridos de todo cuanto pudiese recordar, siquiera
levemente, al régimen anterior. En este ambiente resulta
difícil la admisión de algo que se presenta como de sentido
común a cualquiera que piense un poco en ello: que no todo lo
que hizo aquel régimen tuvo que ser necesariamente malo; que los
valores defendidos no tenían por qué ser necesariamente
perversos; que, pensando en demócrata, lo único que habría que
objetarle era la forma de defender unos valores que, en sí
mismos, eran buenos. Sin embargo, esto que parece de sentido
común, tiene muy poco predicamento. ¡Si por lo menos se hubiese
llegado a la conclusión a que llega John J. Reilly en su
artículo sobre "The last crusade", de Warren
H. Carrol, obra que versa sobre la Guerra Civil española!
Termina su trabajo con la siguiente frase: "Regarding
the Spanish catastrophe of 1936 to 1939, however, all you can say
is that the less bad side won". (Respecto de la
catástrofe española de 1936 a 1939, no obstante, todo lo que
podemos decir es que venció el lado menos malo). Para suscribir
esta frase tan poco positiva, no es preciso simpatizar con
Franco; más bien, al contrario. Sin embargo, la derecha
política española de hoy, de un perfil psicológico tan
alebrado, ni siquiera está dispuesta a adelantar y defender esta
idea tan lejana de partidismo alguno. Cuando, a la vista de los
horrores que se van descubriendo sobre los regímenes marxistas,
y puesto que un régimen similar se hubiera, previsiblemente,
establecido en España de haber ganado la guerra los
republicanos, resulta obligado y justo llegar a esta conclusión
como mínimo. Admitirla y expresarla sin reservas facilitaría la
asimilación del pasado y la disolución de complejos.
Pero como esto es algo que ni se ha querido ni se quiere aceptar
de forma expresa, todo se vuelve crítica radical y negativa del
próximo pasado. Una secuela absurda y lamentable es que se
deprecien todas aquellas glorias patrias a las que tanta
devoción se profesaba entonces. Puesto que el régimen de Franco
se refería frecuentemente a los brillantes hechos del pasado, y
de ellos deseaba sacar su sustancia, se ha creído que era
obligado hacer lo contrario. Se descuidan vergonzosamente en la
enseñanza los estudios de la Historia de España, y hasta se
permite que en diversas autonomías se enseñen historias
falsificadas, según los deseos de nacionalistas que miran a
España como a su adversaria.
Hechos tales como la Reconquista, el Descubrimiento, Conquista,
Colonización y Cristianización de América, Lepanto, etc., así
como el corolario de todos ellos, es decir, la defensa y
expansión extraordinarias del catolicismo, no son ya objeto de
recuerdo y realce por parte de los medios de comunicación y por
la clase política, preocupada obsesivamente esta última por
actos de afirmación de signo diverso, cuando no contrario.
Pero ocurre que son precisamente estos acontecimientos los que
podrían pesar en el ánimo de los españoles, confiriéndoles
seguridad en sí mismos, en su destino, en su papel en el
concierto de las naciones, sentido de la dignidad nacional,
ilusión por un proyecto común. Lo que hace falta es
precisamente lo que resulta desdeñado por no ser compatible con
la moda desinformativa impuesta al país desde diversos centros
de poder. Es sustituído con referencias a la Constitución y los
Estatutos que entusiasman bien poco, y por la idea europea, que,
tal como se presenta, tampoco ilusiona porque se le contempla
como una absorción de España por parte de Europa.
La conclusión es que vivimos una situación alienada, bajo la
predominante presión de tópicos antiespañoles, creada por
hacedores de opinión de un "progresismo" sectario que
controlan los medios de comunicación. Así se fomenta el
embarazo ante la propia Historia, se disuelve el entusiasmo por
un proyecto común, y en consecuencia, se estimulan los
nacionalismos desintegradores.
En estas circunstancias, resulta incoherente, por no calificar de
cínico, que algunos hombres públicos, tras haber cooperado por
acción u omisión a imponer las condiciones para su extensión y
robustecimiento, se quejen de la pujanza de estos nacionalismos.
Ignacio San Miguel .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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