|
Educación: Las raíces del problema.
Encontrar solución al problema de la educación, con consecuencias individuales en cada alumno, pero también con repercusiones sociales para toda la nación, exige analizar los fallos del pasado. Estos son más resultado de la cosmovisión y la filosofía que informaba la sociedad que querían implantar los legisladores que de los aspectos técnicos de las leyes. Por ello la solución debe actuar sobre las raíces del sistema.
Cíclicamente la educación emerge como
problema al primer plano de la actualidad. Los continuos cambios
que se producen en nuestras sociedades (cada vez más
unificadas), las transformaciones operadas en los condicionantes
de partida y el incremento del conjunto de saberes que se
adquieren miméticamente por el hecho privilegiado de vivir en
las regiones más desarrolladas del planeta, ya que muchos
lugares el problema fundamental continua siendo la simple
alfabetización o la consecución de meros niveles primarios, han
convertido a la Educación en objeto de permanente debate ante la
necesidad de adecuar los procesos educativos a lo que han venido
denominándose los retos del futuro. Esa adecuación de los
procesos educativos a la realidad cambiante de los tiempos
demanda una adaptación permanente y reformas periódicas.
Éstas, por lo que significan de cara al futuro individual y
colectivo del hombre y la comunidad, deben constituir un elemento
clave del quehacer político, pero también de la propia sociedad
civil, que no puede renunciar a defender sus naturales intereses
y motivaciones asegurando la pervivencia y la continuidad de sus
creencias; porque sin esa presencia, conseguida a través del
mantenimiento de sus demandas, la Educación acaba estando
sometida a los intereses de control del poder político, que, por
su propia idiosincrasia, aun dentro de los sistemas
democráticos, tiende siempre hacia el totalitarismo. La
Educación, por tanto, tiene que ser considerada como un problema
colectivo al que no deben ser ajenos ni la sociedad ni los
hombres considerados como indvidualidad.
Desgraciadamente, tanto el hombre como las sociedades tardan
demasiado tiempo en tomar conciencia de los problemas reales que
les atañen y aún más en tomar la decisión de intervenir.
Sólo adquieren categoría real cuando sus efectos se hacen
presentes, de forma negativa, a niveles difícilmente explicables
o justificables; pero mientras tanto, toda una generación (o
varias) ha sufrido las consecuencias del error político por un
lado y de la desidia ciudadana por otro. Hoy, el proceso de
degradación que en materia educativa sufrimos se ha hecho
inadmisible. Pero conviene precisar que este hecho no se trata de
un fenómeno particular sino común a muchos países de nuestro
nivel socioeconómico, aunque en el caso español los fríos
datos estadísticos indican una situación mucho más
preocupante. Situados muy por debajo de la media nos situamos, en
materia educativa, en los puntos más bajos de la Unión Europea.
Parece como sí, en las sociedades desarrolladas, tras un siglo y
medio de desarrollo acelerado en materia educativa, sobre todo en
el siglo XX, se viviera un proceso de regresión; y la
democratización de la educación hubiera significado, en las
últimas décadas, el incremento acelerado del denominado fracaso
escolar, al que a veces, como contramedida, se ha
aplicado el maquillaje estadístico.
Los índices de fracaso escolar en España sea han disparado
situándose por encima del 30% incluyendo la formación
universitaria. El abandono en los niveles de secundaria y
superior es insostenible. Lo que indica que las últimas
generaciones serán, dentro de la Unión Europea, mucho menos
competitivas y que los niveles culturales de la sociedad
española decrecerán, con todo lo que ello conlleva de
degradación cultural. Algo fácilmente perceptible si se repasan
los índices de lectura en España o los contenidos del poderoso
conglomerado mediático en que nos movemos. Los datos
cualitativos que, sobre las destrezas y conocimientos poseen
nuestros estudiantes, se espigan de vez en cuando han causado un
cierto grado si no de alarma social si al menos de grave
preocupación.
Los esfuerzos modernizadores de la Educación en España,
buscando la democratización de la misma (entendida como ponerla
al alcance de todos), durante la Restauración, y sobre todo
después de la guerra civil, llevaron a la erradicación del
analfabetismo, una lacra secular en la historia española. El
amplio programa de construcción de escuelas primero y de
institutos después, con enormes inversiones, al viento de los
Planes de Desarrollo, realizado desde los sesenta a mediados de
los setenta, permitieron que todos los niños tuvieran una plaza
escolar. España dejó los niveles educativos propios de las
sociedades no desarrolladas, donde sólo en la enseñanza
elemental existen volúmenes apreciables de alumnos, para
converger con los niveles del mundo desarrollado. Un impulso que,
al no quebrarse, ha permitido que el volumen de universitarios en
el último tercio del siglo XX creciera hasta superar a muchos
países. La democratización de la Educación arraigó en la
mentalidad de los españoles de los sesenta de tal modo que el
estudiar se sitúa antes que el trabajar en la escala de valores
ciudadanos.
Desde el reinado de Isabel II, donde por vez primera se asume una
política educativa en el Estado moderno, y la ulterior Ley
Moyano, ha transcurrido el tiempo. La lentitud de los cambios
socioeconómicos en España, la pausada aparición de la sociedad
de masas, y los escasos niveles a impartir (básicamente aprender
a leer, contar y escribir) permitieron a los modelos
decimonónicos eternizarse y con poca variación mantenerse en
los albores del XX. En el primer tercio del siglo XX el sistema
hasta los niveles universitarios se basaba en una enseñanza
elemental y en el bachillerato con reválida. De quienes
iniciaban estudios primarios (un porcentaje muy bajo) muy pocos
cursaban el bachillerato, que en gran parte de los casos se
hacía por libre. Después de la guerra la reforma impulsada por
Sainz Rodríguez y los años de Ibañez Martín acabaron
configurando un sistema de enseñanza elemental, bachillerato y
bachillerato superior con diversas reválidas. Una estructura que
se mantuvo hasta mediados de los sesenta cuando se plantea la
necesidad de adecuar el sistema educativo a la nueva realidad
española. La Ley Villar Palasí, una de las mejores de Europa,
permitió hacer frente a la democratización de la enseñanza.
Una ley pensada para atender a una población que por primera vez
veía a todos sus hijos en la escuela y que por tanto crecerían
al compás de sus estudios. La EGB, la Formación Profesional y
el BUP crearon amplias capas de nuevas generaciones que
impulsaron la elevación de los niveles culturales del país y
que cubrieron las demandas de una sociedad en expansión. Su
periplo vital, largo y fructífero, se ha cerrado casi al mismo
tiempo que se anuncia una seria reforma, que casi es su
anulación, de la ley que venía a sustituirla, la LOGSE.
Era evidente que la sociedad española que iba a entrar en el
siglo XXI demandaba una adecuación de su sistema educativo,
porque esa España que es continuidad de la España del
desarrollo de los sesenta es muy distinta a aquella. La LOGSE se
presentó como la gran respuesta a ese reto y comenzó una
pausada implantación en los noventa. Anunció que venía a
solventar una de las grandes demandas del sistema: la mejora y
elevación de la Formación Profesional. La reforma educativa fue
ampliamente contestada, sobre todo por parte del profesorado al
considerar que su planteamiento no sólo no iba a solucionar el
fracaso escolar sino que además no solucionaba el problema de la
Formación Profesional y empobrecía alarmantemente los niveles
educativos. Una década de implantación y reconocido su fracaso
se ha hecho precisa su reforma a través de la denominada Ley de
Calidad.
La necesidad de una nueva reforma no es sólo resultado de la
ineficacia de la LOGSE pues también la degradación de la EGB,
por los cambios introducidos en la antigua ley en materia de
suspensos y repeticiones, ha contribuido a esa exigencia.
Independientemente de los diseños del currículo, que en algunos
casos son más que discutibles, porque acabaron diluyendo en
palabras lo que deberían ser materias básicas, la raíz del
mal, la fuente del problema, residía en la filosofía que
animaba la ley.
En un mundo marcado por la competencia, por la necesidad de
alcanzar la mejor preparación posible, se presentaba un espacio
cerrado en el que esas realidades eran ignoradas a favor de un
falso igualitarismo, que por fuerza conducía a la desaparición
de la noción de que sólo el esfuerzo es capaz de conducir al
hombre a la superación. Sin esfuerzo se podían obtener, en los
niveles inferiores, los mismos resultados que con esfuerzo, con
todo lo que ello significaba. A efectos reales era lo mismo saber
historia y matemáticas que no saber nada de las mismas (el
último maquillaje vino de la determinación de que una
asignatura suspensa en varios cursos equivalía a una sola
materia).
El resultado final era un igualitarismo en la mediocridad. En
teoría, éste corregiría, estadísticamente, los niveles de
fracaso escolar. Así pareció al principio, entre otras razones,
porque unos alumnos educados, con las restricciones que se
quiera, en la filosofía del esfuerzo se encontraban con unos
niveles fácilmente superables. Después, al operarse el cambio
en la mentalidad de los alumnos y en cierto modo también de un
sector del profesorado, el fracaso se disparó, pese a que
gracias a las facilidades otorgadas por la ley, sobre un 15% de
los alumnos obtenía el título sin estar realmente capacitados.
Lo que significa que casi la mitad de los alumnos que cursan la
enseñanza obligatoria o no consiguen el título o lo consiguen
en condiciones deficitarias.
Se anuncia una Ley cuya base será la restauración de la filosofía
del esfuerzo, pero también es necesaria una profunda
revisión de los currículos para estructurarlos en función de
los intereses y las necesidades reales, en vez de hacerlo en
función de los intereses corporativos; también es precisa una
mayor dotación económica y humana, porque es cierto que no
todos los alumnos tienen las mismas capacidades y que la
atención a la diversidad demanda hombres y no palabras; también
es precisa la potenciación del profesorado, muchas veces perdido
y no necesariamente modernizado en el ámbito intelectual;
también es necesario saber diferenciar lo fundamental de lo
accesorio y no dejarse llevar por el hechizo de la técnica como
panacea de las soluciones.
Quizás fuera bueno pararse un poco y volver la vista atrás, a
las raíces del sistema educativo europeo, el que permitió entre
otras cosas la genialidad del Renacimiento. Aquel que se
organizaba en función de dos ciclos: uno encargado de la
adquisición del conocimiento y otro destinado a permitir la
expresión de dicho conocimiento. Era el viejo quadrivium
(artimética, geometría, música y astronomía) y trivium
(gramática, retórica y lógica). Porque sin las bases
intelectuales que el sistema educativo debe fomentar los alumnos
andan tan perdidos en la Universidad como en la Formación
Profesional Superior. Y ambas enseñanzas deben ser la base para
continuar modernizando este país.
Francisco Torres García.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.