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¿Envilecimiento y degradación de Europa?
A través de Encíclicas papales y declaraciones conciliares el autor fundamenta la crítica al sistema positivista implantado hoy en toda Europa al ser totalitarismo, porque aliado con el relativismo, no reconoce la existencia de ningún principio que no le quede sometido. Por eso la pseudo-democracia actual es irracional e injusta.
Con las exageraciones maximalistas del
racionalismo, el Occidente que había sido el mundo civilizado
por la Iglesia fue perdiendo sus valores que le hicieron humano,
grande, generoso y creador. Gracias al Cristianismo había
descubierto los valores esenciales y fundamentales de persona y
de libertad moral, las nociones reales y metafísicas de Ley y de
autoridad, había desplegado un florecimiento formidable de las
artes y una madurez fecunda y positiva en la convivencia civil.
La escuela racionalista del Derecho Natural y el iusnaturalismo
subsiguiente, introdujo por primera vez en el mundo de manera
enfática los errores graves para la convivencia civilizada de
los pueblos, al presentar cosas que no pasan de ser opciones
políticas y jurídicas posibles como normas de Derecho natural.
En Francia, la "Declaración de los derechos del
hombre y del ciudadano" (1789), adolece de los
graves errores de los que ya no se librarán las Declaraciones
solemnes contemporáneas al elevar a principios absolutos lo que
son opciones relativas y al revés; al confundir o mezclar los
derechos naturales con otros que no lo son.
De este modo se inició la larga y muy grave contradicción que
ha incubado el mundo contemporáneo, desembocado por fin en el
positivismo político y jurídico desgraciadamente hoy vigente en
todo el mundo que durante muchos siglos había sido cristiano y
civilizado y que ya hoy no lo es.
El pensador francés Jean Madiran, en un excelente trabajo sobre
las consecuencias de la Revolución francesa, dice así: "Fecha
terrible en al historia del mundo, aquella en que los hombres
decidieron que la ley sería la expresión de la voluntad
general, es decir, la expresión de la voluntad de los hombres;
el día en que los hombres decidieron darse a sí mismos su ley;
el día en que declinaron en plural el pecado original". (Les
deux democraties)
La evangelización civilizadora de la Iglesia se nos presenta
como un hecho histórico inamovible y previo al análisis
conceptual de la relación entre sus términos, evangelización y
civilización. Los Papas han invocado este argumento de facto en
múltiples ocasiones. León XIII, glosando a San Agustín,
afirmaba que "si la religión cristiana hubiese sido
fundada con el único propósito de procurar acrecentar bienes
durante la vida mortal, no habría podido hacer más por el bien
y la felicidad de esta vida mortal" (Arcanum,
n.2). El mismo Papa nos recuerda que "la
sociedad fue removida desde sus leyes" (Rerum
novarum, n.20). Véase también la hermosa enumeración
que León XIII hace de este papel civilizador de la Iglesia en Inescrutabile
Dei, n.7.
El olvido de Dios es desintegrador de la sociedad civil.
Teóricamente hablando, los hombres podrían, con la luz natural
de la razón y con sus fuerzas naturales, construir una sociedad
acorde con esa misma naturaleza humana; pero en virtud del pecado
original, es prácticamente imposible que consigan ni siquiera
una aproximación a ese orden de cosas sin la ayuda de la fe y
los medios sobrenaturales. Por eso el argumento de la
evangelización civilizadora puede plantearse también en los
términos inversos o negativos: al retroceso de la fe cristiana
en el mundo moderno no pueden sino seguir efectos socialmente
nefastos.
Puesta de lado la Iglesia, olvidado Jesucristo, todo el orden
social no puede sino temblar, descentrado y corroído por mil
contradicciones. Lo decía León XIII: "Si hay que curar
a la sociedad humana, sólo podrá curarla el retorno a la vida y
las costumbres cristianas" (Rerum novarum n.20).
y Benedicto XV: "Desde que se han dejado de aplicar en
el gobierno de los Estados las normas y prácticas de la
sabiduría cristiana (
) parece ya inminente la destrucción
de la sociedad" (Ad beatissimi, n.4).
Y Pio XII en su Mensaje de Navidad de 1957: "Los
hombres pueden estar seguros de que la contradicción que sufren
hoy es una prueba convincente de la grave ruptura que existe
entre la vida y la fe cristiana. Este es, ante todo, el mal que
debe subsanarse".
"El aspecto más siniestramente típico de la época
moderna consiste en la absurda tentación de querer construir un
orden temporal sólido y fecundo sin Dios, único fundamento en
el que puede sostenerese". (Mater et Magistra
de Juan XXIII)
Juan Pablo II nos dice en sus Encíclicas Centesimus
Annus y en la Solicitudo rei Socialis
que el mundo actual está caido en "estructura de
pecado". Y en su casta apostólica sobre El
sentido cristiano del sufrimiento humano, nos dice que "el
hombre, cuanto más se siente amenazado por el pecado, cuanto
más pesadas son las estructuras del pecado que lleva en sí el
mundo de hoy, tanto más grande es la elocuencia que posee en sí
su sufrimiento humano". En la Encíclica Dominum
et vivificantem Juan Pablo II discierne, dentro de la
civilización contemporánea que se acerca al tercer milenio, "múltiples
señales de muerte específicamente ligadas a la resistencia al
Espíritu Santo: la carrera armamentista, la extensión del
hambre en el mundo, el aborto y la anticoncepción, la eutanasia,
las nuevas guerras, el terrorismo a escala internacional".
Desde el fondo mismo de esta situación, el Pontífice discierne
también una angustiosa llamada al Dios de la Vida: "Desde
el sombrío panorama de la civilización materialista y, en
particular, desde aquellos signos de muerte que se multiplican en
el marco sociológico histórico en que se mueve, ¿no surge
acaso una nueva invocación, más o menos consciente, al
Espíritu que da la vida?".
La ley civil debe inspirarse en la ley natural (cuyo primer
precepto es, por cierto, el culto a Dios) y en el orden moral
objetivo, pues como bien ha escrito el cardenal Ratzinger "un
Estado agnóstico en relación con Dios, que establece el derecho
sólo a partir de la mayoría, tiende a reducirse desde su
interior a una asociación delictiva; pues donde Dios resulta
excluido, rige el principio de las organizaciones criminales, ya
sea de forma descarnada o atenuada". (Una
mirada a Europa: Rialp, 1993)
En otras ocasiones hemos señalado algo de los gravísimos males
que los últimos Papas denuncian o advierten en nuestra sociedad
contemporánea mundial. No vamos a insistir. Pues resulta
público y notorio, por ejemplo, la "anestesia" o la
pérdida de la conciencia moral de tantas gentes que ya no saben
ni quién son ni qué sentido pueda tener su vida, ni qué
sentido pueda tener ninguno de los designios emprendedores o
asociativos del hombre que puedan pretender algo más que
satisfacer la animalidad y el instinto mediante la entrega total
al placer físico y a toda suerte de hedonismo, frustrado siempre
por el utilitarismo utópico.
Hemos señalado los jalones de esta degradación y envilecimiento
de Europa desde las cumbres de su apogeo en la era Cristiana, con
los nombres de protestantismo, maximalismo racionalista y
positivismo. Estos jalones de la caída se pueden designar
también, en el plano filosófico, o mejor dicho,
pseudofilosófico, con los nombres de Ilustración y
Enciclopedismo francés, empirismo y utilitarismo anglosajón,
idealismo alemán y marxismo después. Del deismo ilustrado y su
filantropía, se ha caído en el ateismo y el odio.
La palabra "progresismo", falsamente identificada con
progreso por la gran carencia de base científica de la izquierda
mundial, es una de las más horrendas inventadas por la estolidez
y la pedantería humana, y si tiene alguna significación
práctica es justamente la inversa de la que pretende, es decir,
el regreso o la vuelta de la humanidad a la selva en todos los
terrenos, en Religión, en Política, en Derecho, en toda
manifestación cultural y económica, destruyendo la
civilización esforzadamente madurada a lo largo de los siglos.
Las técnicas pueden estar al servicio de un proyecto, pero no
puede esperarse de ellas una razón de vida. ¿Cual es entonces
el proyecto que guía hoy el crecimiento de las naciones ricas?,
¿qué valores persiguen incansablemente?. A fuerza de medirlo
todo en términos de renta nacional disponible y de tasa de
crecimiento económico, ¿no arriesgan hundirse en un egoísmo en
el que la búsqueda exclusiva y ansiosa del "tener" les
lleva a la destrucción y a la ruina?. Se les pide ser testimonio
y factor de humanidad y justicia, pero caen en el abismo de las
utopías del siglo XIX. El paraíso social soñado se revela
prisión inhabitable, digna de los medios que la han construido. "¡Qué
tempestad se cierne sobre el mundo!; ¡qué naufragio de la
civilización podemos entrever!", exclamó un día
Pablo VI evocando la sociedad permisiva actual cerrada a todo
valor espiritual y trascendente.
Describiendo brevemente este mundo dionisíaco a que ha llegado
la Humanidad en la segunda mitad de nuestro siglo XX, Jesús
Urteaga dice esto: -"Nos ha tocado vivir una de las
vidas más duras que la Humanidad ha tenido hasta el presente.
Las ramas débiles del Cristianismo se están desgajando al soplo
violento del viento huracanado. Nubes dantescas cubren cada vez
más tenebrosamente el horizonte de la Humanidad. Los hombres,
encadenados en el barro, se hundirán bruscamente al asirse a las
que ellos creen rocas, porque estas se desmenuzarán entre sus
dedos. La segunda mitad del siglo XX se ha hecho para hombres de
hierro". - (J. Urteaga).
El Cardenal Ratzinger en su "Informe sobre la
Fe" (BAC 1985,pág. 165), dice: -"El que
ve con lucidez los abismos de nuestra era, ve en ellos la acción
de potencias que actúan para disgregar las relaciones entre los
hombres (
). En realidad, aunque no tuviéramos fe, pero si
fuéramos al menos un poco realistas, nos daríamos cuenta de que
sin la ayuda de una fuerza superior - que para el cristiano es
solamente el Señor - estamos prisioneros de una historia
irremediable".-
Los fenómenos que caracterizan al siglo XX en el mundo entero
son dos: el espectacular desarrollo de las ciencias
experimentales con el consiguiente y colosal refinamiento de las
tecnologías y los medios técnicos; y la mayor crisis espiritual
y de valores conocida hasta ahora en los veinte siglos de nuestra
era común.
Por ello el siglo XX contempla las guerras y los genocidios más
gigantescos y crueles que conoce la Historia universal: las
guerras mundiales, los brutales campos de concentración y de
exterminio, la aberrante manipulación mental y genética, el
genocidio denigrante y silencioso del aborto al amparo de la
"ley", etc, etc
La expresión más bárbara y mostruosa de todo el siglo ha sido
el comunismo. La suma de guerras y el terror comunista en todo el
mundo del siglo XX, arroja un total próximo a los doscientos
millones de muertes violentas, muchas de ellas en forma inhumana
y en extremo cruel.
"En la época del adiós a los grandes relatos, el
crepúsculo del deber, la generalización del conformismo, la
propagación del pesimismo cultural y la difusión de la
versátil ética mínima, indolora y acomodada, se anuncia un
oscurecimiento del valor. La luz del bien, se dice, ha perdido su
antiguo resplandor. Brilla débilmente sobre una desamparada
paramera, y la inmensa llanura de la verdad, antes fértil e
inagotable, es ahora un pedregal sequeroso. ¿Qué hay de verdad
en esta semblanza sombría? ¿Se ciernen sobre el valor
inquietantes amenazas? ¿Puede remontarse a sus fundamentos el
pensamiento atenuado hoy en boga?".
"El arte ha abrazado un zafio ideal estético que consiste
en programar sensaciones. Para ese fin vale todo. El
Weihnachtsoratorium de Bach, la música de Anna Lockwood, las
albas figuras de Zurbarán, la pintura de Pollock, el western o
la pornografía. La igualación estética ha arrasado con los
valores artísticos".
"No muy diferentes son las cosas en el ámbito de la moral.
Evocar los valores sólo sirve, al parecer, para romper el
consenso social. Hablar de ellos significa enredarse en
insustanciales juegos de palabras. Quien los invoca deja
traslucir su oculto carácter dogmático. El único lenguaje
legítimo es el hipotético y quien no está dispuesto a ver los
valores como hipótesis revisables se comporta como un fanático
intransigente. "La moral, dice solemnemente Niklas Luhmann,
es el paradigma perdido". A esta tópica embestida contra
los valores morales se añade en nuestros días otra aún más
airada. La formularé con una palabras que tomo prestadas de esta
obra de J. Ratzinger:"El concepto moderno de democracia
parece estar indisolublemente unido con el relativismo, que se
presenta como la verdadera garantía de la libertad". He
dado en un hueso duro. Acabo de tropezar con la principal
dificultad. Quien no quiera embarrancar en el bajío, ni encallar
como endeble barcaza e el cenagal, deberá abrazar el nihilismo
moral. El nihilismo moral es el fundamento de la democracia, que
no puede admitir valor alguno sin introducir furtivamente un
dogmatismo extraño a su naturaleza. La democracia necesita
hombres sin convicciones, seres ágiles, ligeros, liberados del
fardo del valor, sin escrúpulos morales que les impidan brincar
de una constelación de sentido a otra. "Mann ohne
Eigenschaften", ser sin cualidades: he ahí el modelo de
hombre democrático". (José Luis del Barco: Prólogo a
Verdad, Valores, Poder del Cardenal Ratzinger).
Vinimos un tiempo que merecería por muchos conceptos, el
calificativo apocalíptico de la "gran mentira": la
mentira en la Historia, en el Derecho, en la Justicia; y en casi
todas las informaciones que los "medios de comunicación
social" divulgan. Se enaltece por sistema lo vil; se combate
con saña lo noble, lo egregio y selecto. Y esto de forma
institucionalizada, organizada y sistemática. Nadie conoce al
enemigo porque no se le ve, su cara casi siempre está oculta.
Resulta un tanto preocupante pensar en el próximo porvenir de
las gentes, en un mundo con tan refinados medios técnicos y con
tanta frecuencia impulsado por el odio. Del deísmo
"ilustrado" y su filantropía, se ha pasado al ateísmo
y al odio.
Se ha invertido el sano mimetismo clásico: ahora se copia lo
vulgar, no lo selecto, se valora el hedonismo y no el sacrificio.
Nos conviene a todos tener claro el concepto de autoridad.
Autoridad es lo contrario de arbitrario, caprichoso o despótico.
- A las instancias que nos mueven a acatar los principios de
donde nacen el orden y el ejercicio recto de la libertad, es a lo
que se llama autoridad. La palabra autoridad procede del latín,
"augeo", que significa crecer o aumentar: progresar. La
autoridad es también la fuente de decisiones que señala lo que
es justo y lo que es injusto. Debe aparecer reflejada en las
leyes, que deben ser corformes con la Ley natural y con la Ley
divinopositiva - lo contrario es tiranía y corrupción de lo
cual sólo cabe esperar toda clase de grandes males - ; y
adecuadas a la naturaleza de cada sociedad. A la autoridad, que
es esencialmente buena y necesaria, se contrapone el poder, que
aparece sólo como el mal menor necesario que impide la
injusticia del desorden. El poder es un recurso coercitivo que
poseen los magistrados para obligar a los hombres a cumplir la
Ley cuando estos no quieren.
Cuanto más se respete la autoridad menos necesario será el
ejercicio del poder. Este es el ideal de una sociedad que
pretenda ser civilizada. Hoy se combate con saña todo principio
de autoridad. Pero cuando el hombre destruye la autoridad no hace
otra cosa que desencadenar el poder, el cual se sube sobre sus
espaldas con la violencia de una tiranía. Y esto es verdad
cualquiera que sea la forma de gobierno, de uno o de muchos; en
este caso sería la tiranía de la mayoría, pero tiranía.
A la autoridad se opone toda forma de positivismo. El positivismo
es la negación, o por lo menos el desconocimiento de Dios y de
la verdadera naturaleza del hombre. Niega la capacidad humana
para descubrir la verdad. El positivismo en las leyes, o
positivismo jurídico, es el imperio de lo arbitrario en los
asuntos públicos más graves. Conduce al mal, porque es
contrario a la propia naturaleza con que Dios ha creado al hombre
y al mundo; y genera corrupción y vileza en las instituciones
públicas y en todo el cuerpo social.
El positivismo es barbarie intelectual y moral; barbarie total.
La gran crisis actual del mundo consiste, principalmente, en la
implantación del positivismo jurídico con la aniquilación de
la autoridad.
Legislar no es hacer un documento legal para decir cómo nos
vamos a comportar en adelante, sino reconocer y consignar en las
leyes lo que realmente existe, cómo está constituido realmente
el mundo y el hombre. Porque del mismo modo que a nadie, salvo
que estuviera loco, se le ocurriría dictar una "ley"
diciendo que mañana lloverá, o que pasado mañana amanecerá a
las tres de la madrugada porque a mí me da la gana, y
naturalmente el sol seguirá saliendo a su hora debida y lloverá
cuando las condiciones meteorológicas lo permitan, sería la
misma y ridícula locura o maldad rabiosa que alguien hiciera una
"ley" diciendo que el aborto o la homosexualidad son
legítimos, porque eso está contra la propia naturaleza con que
Dios ha constituido al hombre y al mundo.
La democracia positivista implantada hoy en toda Europa es
totalitarismo, porque aliada con el relativismo, no reconoce la
existencia de ningún principio que no le quede sometido. Por eso
la democracia actual es irracional e injusta; es la garantía del
caos. Y lo más grave es que una verdadera superstición
democrática está hoy vergonzosamente instalada en la mente
borreguil de gran parte de las gentes, incluso con estudios
"superiores".
Pues en esta situación está caído el mundo de nuestros días.
Y no es que estas cosas sean un asunto sólo para la discusión
entre científicos, no. Afecta gravemente a las naciones y a los
pueblos: a todos los hombres y a cada hombre en particular, sea o
no consciente de ello.
Alvaro Maortua.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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