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La defensa de la Patria.
La corrupción del concepto natural y moral de patria por una idea política y polémica de nación es uno de los lastres, ya seculares, del pensamiento liberal. La Patria constituye una comunidad en la que se encarnan valores conquistados por el proceso civilizador de la vida humana. Por tanto, cuando el hombre lucha por su Patria lucha por todo aquello que le eleva sobre el puro estado espontáneo de animalidad gregaria.
La noción clásica de patria evoca la
presencia de vínculos originariamente familiares, de estirpes,
agrupadas a su vez en clanes y tribus, en comarcas, regiones y
finalmente en reinos regidos por una dinastía o familia real. La
patria es, por tanto, una comunidad espiritual fundada en torno a
compromisos de lealtad mutua entre grupos humanos progresivamente
federados en torno a unos valores comunes que configuran una
identidad. El concepto revolucionario de nación, por el
contrario, no guarda relación alguna con los principios de
lealtad y legitimidad, propios del patriotismo clásico. La
nación es, ante todo, un territorio regido por una misma
organización administrativa.
La nación, como ya sentenció Renan, es un plebiscito cotidiano,
y por tanto está constituida por la agregación de las
voluntades de una pluralidad de individuos que habitan en un
territorio y que reclaman la atención de una organización
burocrática que administra todos los recursos comprendidos
dentro de dicho territorio.
Cuando el Estado esgrimió como elemento legitimante la
soberanía popular expropió toda autoridad social imponiendo la
politización de todos los conflictos sociales. Los partidos
políticos, sociedades creadas para el usufructo del poder
público, exigieron entonces la lealtad de los pueblos, de los
distintos grupos sociales con los que no tenían ningún vínculo
vital de identificación, pero a los que decían representar en
virtud de la "voluntad" general expresada por un
sufragio organizado por ellos mismos y sostenido a través de los
múltiples ardides de un caciquismo infame.
De igual forma que el Estado moderno trató de presentarse como
la superación racionalista de los conflictos religiosos,
eludiendo la cuestión de la legitimidad y entronizando
nuevamente a la política como sucedáneo de la genuina
religión, el Nuevo Orden Mundial pretende ahora proclamarse como
superador de los conflictos nacionalistas creados por el
liberalismo, mediante instancias de poder aún más impersonales
y ocultas que proscriben el concepto de patria o de nación y lo
sustituyen por el de democracia, es decir, por el de una
determinada organización política, cuyo alcance es totalitario
tanto objetiva -carece de límites materiales y se legitima por
la mera acumulación aritmética de votos a favor de sistemas
ideológicos abstractos- como subjetivamente -debe abarcar toda
la población del planeta, ya que el ostracismo supone nada menos
que la exclusión de los circuitos internacionales de la vida
económica-. El hombre de nuestro tiempo se ve obligado a renovar
constantemente sus lealtades y a ahogar su convicción ancestral
de la necesidad de una legitimidad fundante en la utilidad
inmediata que le reportan los logreros y arribistas improvisados
que nutren las listas electorales. El hombre desarraigado es el
producto de más de dos siglos de vida colectiva sobre suelo
revolucionario.
La Patria está, por tanto, en peligro de extinción. Pero,
¿merece la pena luchar por ella? Maeztu sentenció, en fórmula
ya inmortal, que la Patria es espíritu, y así es. La Patria
constituye una comunidad en la que se encarnan valores
conquistados por el proceso civilizador de la vida humana. Por
tanto, cuando el hombre lucha por su Patria lucha por todo
aquello que le eleva sobre el puro estado espontáneo de
animalidad gregaria. Luchar por la Patria es luchar por nuestra
familia, por nuestra gente (los hombres de nuestra gens) por todo
aquello que nos humaniza porque nos es querido y amado con
predilección, una predilección que nada tiene en común con el
nacionalismo por cuanto comprende y alienta la defensa y el
fortalecimiento de las otras patrias. Luchar por la patria es,
por tanto, luchar por los valores que sostienen nuestra dignidad
de hombres libres, que no están dispuestos a cualquier cosa
precisamente porque al haber logrado tantas conquistas valiosas
tienen mucho que perder. La lucha patriótica es, pues, reflejo
colectivo de nuestra condición de personas, con nuestros nombres
y apellidos, pertenecientes a una comunidad fundada y enriquecida
por hombres sabios, justos y valientes, a los que debemos, cuando
menos, el esfuerzo por trasmitir a las generaciones venideras,
aumentado si es posible, el inmenso caudal de nobleza que ellos
nos legaron.
Por todo ello, merece la pena dedicar nuestros esfuerzos a la
defensa de nuestra patria contra quienes, de forma más o menos
inconsciente, pretenden inmolarla en honor de ambiciones
políticas y económicas más o menos turbias. Renunciar a la
patria es renunciar a la vida en sociedad y optar por el egoísmo
y la insolidaridad como pautas colectivas de conducta.
Defendiendo a la patria defendemos una convivencia humana digna y
libre, articulada a partir de la aúrea cadena de una tradición
secular.
Javier Alonso Diéguez.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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