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Amar al mundo en Dios y para Dios.
El 9 de
enero de 2002 se cumplieron 100 años del nacimiento del Beato
Josemaría Escrivá, cuya canonización tendrá lugar en Roma, el
próximo 6 de octubre. Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus
Dei, intervino el pasado 8 de abril en el XIII Simposio de
Historia de la Iglesia en España y América organizado por la
Academia de Historia Eclesiástica de Sevilla. "Testigos del
siglo XX, maestros del siglo XXI" ha sido el tema de la
edición de este año, que contó con la presencia del Arzobispo
hispalense y del Nuncio Apostólico en España.
Reproducimos un resumen de la conferencia de Mons. Echevarría
sobre el Beato Escrivá. El prelado del Opus Dei dijo que
"la semilla que Dios plantó en la historia sirviéndose del
ejemplo y la predicación del beato Josemaría fue la de amar al
mundo. Amarlo apasionadamente. Amarlo en Dios y para Dios".
"El presente Simposio trae a nuestra
memoria algunos santos con los que Dios ha bendecido a su Iglesia
en el siglo XX, precisamente con la intención de que sean
"maestros del siglo XXI". En diversas ocasiones, con
motivo de la reciente conmemoración del centenario del
nacimiento del beato Josemaría Escrivá, consideré oportuno
poner de manifiesto que este aniversario no podía limitarse a
recordar su vida, ni tampoco a glosar su rica personalidad, sino
que debía llevarnos ante todo a sentirnos interpelados por el
mensaje que Dios nos dirige a través de su ejemplo y de sus
enseñanzas.
Palabras parecidas podrían pronunciarse en referencia a todos
los santos de los que hoy nos ocuparemos, entre quienes se
cuentan -y me causa alegría señalarlo- algunos cuyas vidas se
entrelazaron con la del beato Josemaría: Juan XXIII, al que tuvo
la oportunidad de encontrar varias veces a lo largo de su
pontificado; don Manuel González, con el que se sintió
profundamente unido en el amor a la Eucaristía y en sincera
amistad humana...
El siglo XX ha sido -como todos los periodos de la historia de la
Iglesia- rico en santos, en testigos de Dios. Volver la mirada
hacia sus figuras debe contribuir a llenar de esperanza nuestra
consideración del porvenir, a despertar en nosotros el deseo
sincero de que germine en muchos corazones la semilla que Dios
sembró con sus vidas, con sus luchas.
¿Cuál fue la semilla que Dios plantó en la historia
sirviéndose del ejemplo y la predicación del beato Josemaría?
Amar al mundo. Amarlo apasionadamente. Amarlo en Dios y para
Dios. (...)
«Fíjate bien -escribe el beato Josemaría en Forja-: hay muchos
hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de
llamar el Maestro». El fundador del Opus Dei aspiró
constantemente a que ese mensaje se transmitiera como por
contagio, mediante el testimonio de quienes, esforzándose por
santificar la propia conducta, ponen de manifiesto que toda vida
puede ser santificada (...).
«Los hombres de nuestro tiempo -dice el Santo Padre- quizás no
siempre conscientemente, piden a los creyentes de hoy no sólo
'hablar' de Cristo, sino en cierto modo hacérselo 'ver'». Y
buscan contemplarlo de forma concreta, a través de las actitudes
de quienes pasan a su lado. Precisamente por eso la llamada
universal a santidad constituye un mensaje -siempre actual- de
esperanza para el mundo (...).
Los cristianos coherentes muestran al mundo que la ausencia de
Dios o la derrota de Cristo se quedan en una mera apariencia.
Cristo ha vencido. El pecado y la muerte carecen ya de pleno
poder sobre el hombre (...). Esa convicción profunda, esa fe, es
lo que distingue al cristiano, que sabe fundamentar su alegría
incluso en el dolor, su optimismo en la aflicción, su
perseverancia a través de la dificultad (...).
Todo cristiano debe amar esta tierra nuestra, creada por Dios y
dotada en consecuencia de bondad. El cristiano debe amar
especialmente al mundo y cuanto contiene de noble -trabajo
profesional, ocupaciones familiares, relaciones sociales...-, por
ser elementos esenciales de su vida como hombre y como cristiano,
y lugar de su trato con Dios, para el cumplimiento de su misión.
Lo expresaba con fuerza el beato Josemaría: «Hijos míos, allí
donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están
vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí
está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en
medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos
santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres» (...).
«Sed hombres y mujeres del mundo -escribió en un punto de
Camino-, pero no seáis hombres y mujeres mundanos». Sed hombres
y mujeres -podemos parafrasear- que amáis al mundo porque
pertenecéis a esa realidad, porque experimentáis su riqueza y
su valor, y, sobre todo, porque lo reconocéis como materia
venida de Dios y querida por Él y, en consecuencia, con toda
hondura lo apreciáis, conscientes de que la referencia a Dios no
la desnaturaliza ni la destruye, sino al contrario la edifica y
perfecciona. (...) Este mundo concreto afectado malignamente por
el pecado, puede ser regenerado, devuelto a su bondad originaria
(...).
El mundo es, inseparablemente, lugar de encuentro con el Sumo
Hacedor y tarea en la que ejercitarse. La historia en su
conjunto, las relaciones familiares y de amistad, la evolución
de las sociedades y de las civilizaciones, el desarrollo de las
ciencias y de la cultura, todo lo que integra el entorno del
hombre forma parte de esa función que Dios coloca ante la
criatura, confiándosela para que saque los mejores frutos en
virtud de los dones que Él mismo le otorga. Cabría glosar esta
verdad desde muchas perspectivas, que aquí resumiré centrando
la atención en el trabajo, y acudiendo como guía a una
expresión que el beato Josemaría usó con frecuencia:
santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar a
los demás con el trabajo.
Santificar el
trabajo
(...) Al hombre, que fue creado para trabajar -«ut operaretur»,
precisa el Génesis-, le corresponde dedicarse fielmente a esas
ocupaciones para la gloria de Dios. Con su trabajo, la criatura
enriquece el mundo recibido del Señor y se lo presenta luego
como un sacrificio de alabanza.
Debemos trabajar siempre con la mirada en el Cielo, con la
persuasión de que, al actuar de ese modo, no nos apartamos de
esa labor profesional, y de cuanto exige y reclama, sino que, por
el contrario, nos vemos impulsados a cumplir mejor nuestras
obligaciones, con más sentido profesional y con más empeño.
(...)
Santificarnos
en el trabajo
(...) Al procurar diariamente cumplir con heroicidad la propia
tarea, se ponen en juego las más variadas virtudes humanas: la
laboriosidad, la justicia, la reciedumbre, la perseverancia, la
honradez, la fortaleza, la prudencia... Y, con éstas, las
teologales: la fe, que nos impulsa a percibir la cercanía de
Dios y el sentido último de nuestros afanes; la esperanza, que
anima a confiar hondamente en Dios y a perseverar en el empeño,
a pesar de las dificultades; la caridad, que conduce gozosamente
a amar con entrega, con sinceridad y con obras en las más
diversas ocasiones y momentos.
De esa forma, los deseos y los proyectos que el cristiano alberga
en el corazón se transforman en oración sincera de alabanza, de
petición por sus hermanos, de acción de gracias a Dios que nos
ha encomendado el mundo y su recto orden como muestra de su
predilección hacia nosotros. Una oración que se traduce en
palabras, pero que no siempre las necesita, porque su lenguaje se
labra en el mismo quehacer: la puntualidad, el orden, el cuidado
de las cosas pequeñas... (...)
Santificar a
los demás con el trabajo
(...) Nuestra labor profesional puede contribuir al acercamiento
a Dios de quienes nos rodean, en la medida en que, ejercido con
competencia y espíritu de servicio, redunda en el bien de la
sociedad y de cuantos la componen, mejorando las condiciones
familiares, ambientales, de relación, etc., con el intento de
que el mundo se adecue más progresivamente a la dignidad del
hombre, a su condición de hijo de Dios.
(...) La fe nos estimula a reconocer a quienes nos rodean como
hijos e hijas de Dios. Y la caridad anima fuertemente a tratarlos
con esa visión, compartiendo sus alegrías, interesándonos por
sus problemas, hasta transmitirles, junto a la ayuda humana que
les podamos prestar, el mayor bien que poseemos: nuestra propia
fe. (...)
Con su faenar diario, informado por la gracia, la criatura, todo
hombre y toda mujer, ofrece a Dios el mundo entero (...). Pero el
pecado original, al que después se han añadido los errores
personales nuestros, ha oscurecido nuestra mirada y debilitado
nuestra voluntad. Nuestro dominio sobre la tierra se ha tornado
arduo y con frecuencia penoso. En el cansancio, en la enfermedad,
en la dura experiencia de la muerte, en la incomprensión por
parte de los demás, etc., el mundo parece volverse contra el
hombre. (...)
En ocasiones, el mundo, que deberíamos ver como medio de
acercamiento a Dios, se transforma incluso en ocasión que nos
aleja de Él. Y así, no sólo se escapa al dominio del hombre,
sino que parece sustraerse al señorío de Dios, rebelándose a
su propio Creador. En ese contexto, surge fácilmente un
interrogante: ¿constituye todavía la creación una realidad
buena, amada por Dios?, ¿entra en el amor de Dios un mundo así?
La fe cristiana responde con una afirmación decidida, cierta: el
mundo sigue siendo bueno (...).
Aún después del pecado, de todos los pecados que atestigua la
historia y de los males que de esos flagelos se derivan, Dios no
abandona la humanidad a su suerte, sino que sale a su encuentro
enviando a su Hijo. La entrega de Cristo en la Cruz se alza como
fuente y modelo del amor al mundo en el que vivimos y en el que
debemos trabajar, participando de esa caridad que redime. Si Dios
quiso tan tiernamente a sus criaturas, incluso cuando éstas le
rechazaban, ¿cómo no deberemos entregarnos nosotros, amando
apasionadamente esta tierra, para conducirla, con Él, hacia el
Padre?
«El mundo nos espera -decía el beato Josemaría-. ¡Sí!,
amamos apasionadamente este mundo porque Dios así nos lo ha
enseñado: 'sic Deus dilexit mundum...' -así Dios amó al mundo;
y porque es el lugar de nuestro campo de batalla -una
hermosísima guerra de caridad, para que todos alcancemos la paz
que Cristo ha venido a instaurar». Este amor de Dios manifestado
en Cristo es redentor, libera la creación del pecado. Un amor
que, por así decir, crea de nuevo al mundo y nos lo confía otra
vez.
Al otorgarnos su gracia, su vida entera, Jesucristo nos ilumina
con su luz para conocer el mundo, según su corazón, y nos colma
de su fuerza para amarlo con rectitud de intención y con actitud
de servicio. No lo olvidemos: Cristo nos ha traído su victoria,
y nos invita a la vez a participar de su misión y de su camino,
a cooperar con Él en la tarea de la redención, mediante nuestro
esfuerzo, nuestro trabajo, nuestra entrega. (...)
Amando al mundo con el corazón de Cristo en la alegría y en el
dolor, en los momentos de exaltación y en los reveses, en las
grandes ocasiones y en el cotidiano caminar ordinario,
colaboramos con Él en la tarea de preparar los nuevos cielos y
la nueva tierra de los que habla el Apocalipsis. (...)
A todos dirige la Iglesia, también a través de la palabra y la
vida del beato Josemaría, una invitación y guía eficaz para
descubrir y manifestar -cada uno en su propia situación- la
buena noticia del amor de Dios, creador y redentor del
mundo".
Mons. Echevarría .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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