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Bajo la ley del hombre.
"La posición horizontalista de la pastoral secularizadora de miembros de la Iglesia frente al magisterio eterno de la Iglesia de enseñar a los hombres su origen, dependencia y deberes para con el Creador."
No ha sido muy comentado el último
documento elaborado por la Conferencia Episcopal Española. Sin
embargo, es de la máxima importancia y demuestra la plena
conciencia que se tiene en el interior de la Iglesia del gran mal
que la aqueja.
Entre las conclusiones expresadas, los obispos indican que la
cultura pública occidental moderna se está alejando consciente
y decididamente de la fe cristiana y camina hacia un
"humanismo inmanentista". Diagnóstico perfectamente
ajustado a la realidad y que merecía ser emitido de esta forma
tan clara en un documento eclesial de alto nivel.
Pero añaden que, por grave que sea esta circunstancia, aún más
grave es la secularización que existe en el interior de la
Iglesia y que impide la evangelización de la sociedad. Palabras
que expresan crudamente la situación y que hasta ahora, que yo
recuerde, no habían sido pronunciadas tan tajantemente.
Da la impresión de que es mucho mayor el poder de
secularización de la sociedad sobre la Iglesia, que el poder
evangelizador de ésta sobre la sociedad.
Esto es algo que viene de lejos. La secularización de la
sociedad comenzó en el Renacimiento, se confirmó en la
Ilustración y ha alcanzado en las últimas décadas sus últimas
consecuencias. La secularización de la Iglesia es más moderna:
surge tras el Concilio Vaticano II.
La Iglesia, a través de los siglos de la Edad Moderna y
Contemporánea iba siendo arrinconada paulatinamente por la
sociedad. El hombre, orgulloso de sus conquistas, la abandonaba
como reliquia de la Edad Media. Esta falta de sincronía fomentó
en el estamento eclesial fuertes movimientos tendentes a su
renovación. Había surgido un deseo de conectar de nuevo con la
sociedad, de no quedar rezagados respecto de la marcha del mundo.
Se llegó a una situación verdaderamente crucial. Porque la
renovación podía afectar exclusivamente a las estructuras, a la
exposición en términos más modernos de la doctrina, quizás a
la liturgia, pero conservando siempre íntegro todo el contenido
de la fe; o bien derivar a formulaciones que erosionasen ese
contenido, lo que ocasionaría transformaciones graves en la
doctrina. La verdad es que esto último es lo que ocurrió, si no
en la teoría, sí en la práctica. Es decir, en los documentos
del Concilio no es posible observar error teológico alguno, como
es comprensible, pero la imperfección de su redacción, motivada
por diversas presiones, daba pie a posteriores audacias que
deterioraron y aún anularon la doctrina tradicional católica.
Y es en esa esa voluntad interpretativa del Concilio donde se
descubre el origen de las desviaciones, más que en los textos en
sí mismos, en su estilo literario vaporoso, en posibles énfasis
en ciertos aspectos doctrinales y en carencia de él en otros.
La actitud primordial del clero considerado mayoritariamente era
la de abandonar conceptos pesimistas sobre el hombre y forjar una
religión más amable. Se trataba de conectar de nuevo con el
mundo que se escapaba.
La concepción pesimista del hombre procedía de la doctrina del
pecado original y su transmisión a toda la Humanidad. Esta
doctrina, vigente desde los inicios, fué definida por el
Concilio de Trento. La naturaleza del hombre está dañada, su
tendencia al mal es cierta, y el corolario es la necesidad de una
lucha constante contra ese mal; pero con el auxilio de la Gracia,
ya que sin ella no es posible la victoria. El desarrollo de la
historia de la Humanidad avala la realidad de la naturaleza
dañada del hombre.
Pero éste, a medida que iba avanzando en ciencia, en dominio de
la Naturaleza, en invenciones que le facultaban para vivir
confortablemente, iba huyendo paralelamente de concepciones que
le empujaban a una vida austera, al dominio de los instintos,
para conseguir la salvación eterna. Progresivamente, iba
sintiéndose embargado por un sentimiento de autosuficiencia.
En su deseo de abrirse al mundo, el clero encontró un estorbo
insuperable en la doctrina del pecado original y su sentido
negativo de la naturaleza del hombre. No era posible eliminar el
dogma, obviamente, pero se hizo algo similar en la práctica: se
lo silenció. Difícil será encontrar hoy en día sacerdote que
en su predicación se refiera al pecado original y sus efectos.
Pero el pecado original es algo intrínseco a la doctrina
católica, de manera que su abandono la altera y modifica
sustancialmente. Todas las piezas de la religión católica
están finamente ensambladas y no se puede eliminar alguna sin
que el conjunto se resienta y hasta se derrumbe si la pieza es
una viga maestra. Sin la existencia del pecado ¿a qué una
Redención? No hablemos entonces de Redención, eliminemos esa
palabra molesta. Y eso es lo que se hace. ¿Y entonces? Todo
empieza a tener poco sentido: la Encarnación, la muerte en la
cruz etc. ¿Por qué se encarnó? ¿Realmente era el mismo Dios?
Ya ni lo afirman. Prefieren decir que Dios hablaba a través de
él. Es decir, algo así como un profeta. El Infierno tampoco
existe, según la edulcorada enseñanza actual. Entonces ¿por
qué hablar de salvación? ¿De qué nos salvamos? Porque hay
sacerdotes que nos dicen que todos nos vamos a salvar. Pero
salvar ¿de qué? Y todas las piezas se van derrumbando y nos
quedamos sin nada entre manos, a no ser la idea de que hace mucho
tiempo hubo un hombre muy bueno que se llamaba Jesús. Poca cosa,
ciertamente.
El mundo occidental se encaminó con firmeza por la senda del
secularismo, arrinconando la religión al ámbito privado. El
conjunto de tendencias dominantes en su pensamiento es definida
como "progresismo". El alma de esta ideología es un
cierto humanitarismo, del que han borrado rastro religioso,
aunque su raíz pueda hallarse en el cristianismo. La
autosuficiencia del hombre elimina su supeditación a lo
trascendente, que es negado. De esta forma, el humanitarismo
carece de otro referente que no sea el hombre mismo. En la
práctica, el hombre se convierte en Dios. No puede existir una
ley moral objetiva, sino aquella que pueda surgir del sujeto. La
moral fatalmente se convierte en subjetiva. En estas
circunstancias, está condicionada por los sentimientos e
instintos del sujeto. El resultado ha consistido en una paulatina
depravación de costumbres, sobre todo en las últimas décadas,
y en el establecimiento de una contramoral. Siendo exacta la
doctrina tradicional católica sobre la naturaleza maleada del
hombre, no podía ser de otra forma.
Mientras tanto, el estamento clerical se esforzaba en emparejarse
con el mundo, de ponerse al día, como vulgarmente se dice. Se
produjo, pues, un trasvase de ideas, no de la Iglesia al mundo,
sino del mundo a la Iglesia.
Se abandonaron los dogmas en la predicación, no sólo el del
pecado original, sino todo aquel que chocase con la mentalidad
moderna. La predicación se convirtió en adulona y amorosa. Se
trataba, y se trata, de ofrecer una religión reconfortante,
apropiada para el hombre actual satisfecho de sí mismo y
refractario a severidades y amenazas. Con resultados ruinosos,
como todos sabemos.
Al humanitarismo del laicado correspondió, por tanto, un
cristianismo humanitarista y pacifista (quizás con influjo
oriental) por parte del clero. Un "jesusismo"
humanitario, del que habían excluído toda severidad, toda
aspereza, toda amenaza, toda condenación. Y con escaso poder de
atracción, como puede comprobarse de forma permanente.
Las fuerzas que habían rebullido en el Concilio Vaticano II,
eclosionaron en el postconcilio y alcanzaron predominancia. Ésta
persiste, pues los débiles signos de cambio, son sólo eso:
débiles signos que, en su mayor parte se plasman en posiciones
transaccionales.
Pero el humanitarismo secular, como era de prever, se enfangó en
la inmoralidad y el crimen. El hombre no puede ser blando consigo
mismo sin caer en la corrupción. El hombre, abandonado a sus
propias fuerzas, ha creado un humanitarismo deforme, pervertido.
Las mayores aberraciones acabaron siendo aprobadas: sodomía,
lesbianismo, matrimonio entre homosexuales, pornografía,
masturbación, etc. Pero, sobre todo, y como radical
confirmación de su completo desvío, se produjo la criminal
legalización del aborto, que se convirtió en la práctica en
una actividad industrial. Se puede hablar de un antes y un
después de la legalización del aborto en la historia de
Occidente.
Mas el clero, que había apostado por el hombre, permaneció en
silencio, convirtiendo en pura filfa su predicación y su misma
presencia. No me estoy refiriendo, naturalmente, a la minoría
fiel, tanto en el laicado como en la jerarquía, que con la gran
firmeza que da el saber que se está al servicio de la Verdad,
lucha incansablemente por revertir la situación. Me refiero a la
mayor parte del clero, que es el que crea la atmósfera general,
el ambiente que predomina de forma abrumadora.
Puesto que la dogmática católica exije el máximo respeto a la
vida humana a la que sacraliza, no parece ajeno el olvido de los
dogmas a esa cuasi indiferencia ante el aborto.
Resulta grotesco este silencio cuando más falta hace el hablar y
denunciar, y cuando se lo contrasta con la actitud denunciadora
en tiempos no tan lejanos y mucho más normales que los que
corren. Como obedeciendo a una oculta previsión, nos ofrecen
incesantemente, tozudamente, ciegamente, su empalagoso mensaje de
amor. No es ciertamente el amor a las víctimas que exige el
castigo de los criminales, no es el amor a la virtud que exige la
represión del vicio, no es el amor a la justicia, que premia
pero también castiga. Es el amor indiscriminado que no se
compromete a nada y que piensan que se aviene bien con el hombre
actual al que no quieren contrariar ni molestar con exigencias o
amenazas. Y que responde con su desdén, todo sea dicho.
Sobre este silencio se han apuntado diversas teorías. Por
ejemplo, la posibilidad de que domine al clero el miedo a un
enfrentamiento con la sociedad, el miedo a caer en el ridículo,
el acomplejamiento. También ha señalado alguien el temor a
hacer peligrar las subvenciones estatales (hablo en plural porque
no me refiero sólo a España). Pero sin negar la parte que
puedan tener estos temores en la actitud adoptada, creo que la
causa principal estriba en la contaminación provocada por el
ambiente secularizado del mundo y al deseo de integrarse en él.
Y respecto del humanitarismo, si bien se puede señalar la enorme
actividad caritativa de la organización eclesiástica en sus
múltiples ramificaciones seculares y religiosas, lo cierto es
que así fué siempre, por lo que la contaminación humanitarista
no ha añadido nada al respecto, como no sea la difuminación y
hasta extinción del sentido religioso de la actividad
caritativa. Efectivamente, en estos tiempos la Iglesia es la ONG
más poderosa y eficaz del globo.
La Iglesia católica ha sido, y es, humanitaria. Pero hasta estos
últimos tiempos no había caído en el humanitarismo secular, y
menos aún en el silencio ante aberraciones de un humanitarismo
perverso y cruel.
Tampoco había caído en el olvido de los dogmas, lo que
constituye, se quiera o no, una apostasía tácita de la mayor
parte de la Iglesia institucional. Este olvido está fortalecido,
además, por la obsesión ecumenista que obliga a hacer
concesiones (siempre por parte de la Iglesia católica) en pro de
la unión. Lo que se consigue es que cunda el relativismo
religioso, ya inducido por el relativismo ideológico de la
sociedad secular. Y de ahí al indiferentismo y escepticismo
religiosos no hay más que un corto paso.
Por tanto, el mensaje de la Conferencia Episcopal, en el que se
nota la mano de monseñor Rouco, tiene un profundo significado.
El de que hay mentes muy conscientes dentro de la institución
eclesial que han diagnosticado certeramente cuál es la
enfermedad. Lo que constituye el paso primero y principal para
iniciar el proceso que acabe con el fraude religioso y el marasmo
espiritual que se deriva del mismo.
Ignacio San Miguel .
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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