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Tierra Santa: Lugar para esperanza.
Tierra Santa,no tiene que estar constreñida por ningún Estado, ni entidad política alguna, puesto que es el escenario donde tuvieron lugar los acontecimientos religiosos más importantes de toda la Historia de la Humanidad.
La historia del hombre transcurre entre
el recuerdo y la esperanza, pues el presente antes de ser pensado
se desvanece y deja de ser presente. Así es el tiempo. Según se
dice los recuerdos pertenecen al pasado en tanto que las
esperanzas son cosa del futuro. Lo normal es que los recuerdos
vayan quedando sepultados con el paso del tiempo; pero a veces se
alimentan de esperanzas, al menos ese es mi caso por lo que se
refiere a Tierra.
Son muchos los motivos e intereses que pueden impulsar al viajero
a visitar esta franja de terreno del Oriente Medio situada entre
el mar Mediterráneo y el río Jordán, fronteriza con Egipto,
Líbano, Siria y Jordania, pequeña porción de terreno ésta,
que no rebasa los 27.000 Km. cuadrados de extensión,
aproximadamente lo que correspondería a una de nuestras
provincias como Badajoz. Aún así su importancia estratégica es
grande, toda vez que se constituye en bisagra de tres continentes
como son Africa, Europa y Asia.
En esta pequeña porción de terreno aparecen superpuestas tres
entidades territoriales bastante diferentes entre sí. El Estado
de Israel, el Estado Palestino, y un emplazamiento territorial
conocido con el nombre de Tierra Santa, que no es Estado, ni
entidad política alguna, sino el escenario donde tuvieron lugar
los acontecimientos religiosos más importantes de toda la
Historia de la Humanidad. Cada una de estas entidades
territoriales superpuestas, puede constituirse por sí misma en
objetivo atractivo para el viajero. Naturalmente para el
cristiano, el interés se centra en la tierra elegida por Dios,
donde nos encontramos con lugares emblemáticos, en los que
acontecieron hechos portentosos. Tierra de Abraham, tierra de los
patriarcas y profetas y sobre todo Tierra de Jesús y de María,
donde se hunden las raíces de nuestra fe y esperanzas
cristianas.
Según el punto de vista que se tome, la imagen que se ofrece de
esta tierra puede ser diferente, sin que se agote nunca su rico
potencial. La versión que yo ofrezco es en clave de esperanza.
Algo así como una proclamación de la esperanza cristiana a
través de la experiencia personal en mi paso por Tierra Santa.
Me pregunto si no resulta un poco inoportuno y paradójico hablar
de esperanza en estos momentos en los que las cosas no andan nada
bien por estas tierras; pero ante los ojos humanos ¿ no son
acaso paradójicas nuestra fe y esperanza cristiana?
La impresión personal, la que a mi me ha quedado, es la de que
los caminos de Tierra Santa conducen al reencuentro con nuestro
Dios, que nos llevan a confiar más en El, que nos introducen
inexorablemente en el secreto de la esperanza. Y esto es algo que
en estos momento no nos viene nada mal a los cristianos que a
veces nos mostramos tristes, cansados y nos vemos en peligro de
sucumbir ante la tentación de la desilusión.
Al poner los pies en esta Sagrada Tierra uno siente la necesidad
de remontarse hasta sus orígenes, que se desvanecen en los
capítulos del Génesis, escritos bajo el signo de la promesa y
de la esperanza. Uno no puede por menos de pensar que se
encuentra en la Tierra de Promisión, polo magnético, centro de
una religiosidad universal, lugar donde Yahvé en tono cercano y
familiar dejó oír su voz, para conversar y sellar su pacto con
los hombres.
Estamos hablando de Canáan tierra prometida por Yahvé, la
elegida como morada de su pueblo, para que en ella brillara la
luz del cielo que habría de iluminar a un mundo en tinieblas.
Esta fue la tierra de Abraham que supo ser fiel a su Dios,
esperando contra toda esperanza en sus promesas, al que hoy
veneramos como padre de los creyentes y modelo de la esperanza en
Dios. Con él se inicia el régimen de la Promesa Divina que
habrá de alentar a su puebla en su larga historia de esperas y
esperanzas. La figura de Abraham ascendiendo hacia el monte Moira
le producía admiración y temblor al filósofo danés
Kierkegaard. La situación trágica en la que se encuentra el
patriarca hebreo, cuando ya no hay lugar para ninguna conjetura
humana, resulta francamente aterradora; a pesar de todo él supo
mantenerse firme en la esperanza y seguir creyendo en la promesa
que provenía de lo Alto. Cuando el peregrino contempla el monte
Moira, siente que un nervioso escalofrío le sacude el cuerpo
imaginando la escena de una padre dispuesto a sacrificar a su
propio hijo, por mandato divino y no puede por menos que decir "spero,
quia abasurdum est."
A lo largo de los años las situaciones en que Dios va poniendo a
prueba la confianza de su pueblo va a ser una constante de su
historia. Durante cuarenta años estaría Moisés bagando con sus
gentes por el desierto, en espera de que se cumpliera la promesa
divina de tener un lugar propio para vivir, de un refugio que les
pusiera a salvo de sus enemigos. Una buena tierra para poder
morar a la sombra del Altísimo, el mismo que con fortaleza y
mano fuerte les había sacado de Egipto. Cuarenta años errando
por el desierto, muchos años de ilusiones y desengaños de
esperanzas y desesperanzas. Tiempos duros en los que Yahvé como
guardián celoso va guiando a su pueblo y cuidándole como la
niña de sus ojos cual águila que revolotea y extiende sus alas
obre su nidada. Días difíciles en los que lentamente
transcurren las horas. Largas noches silenciosas en el desierto
en las que Moisés rumiaba la promesa divina capaz de alimentar
sus sueños de esperanza, cuando todo se le ponía en contra.
Hermosa visión idílica la de esa tierra prometida bajo la
bendición de Dios, que hacia imaginar a Moisés un segundo
Edén, que él nunca habría de conocer y lo sabía. A las
puertas se habría de quedar, de una tierra de tantas ansias y
deseos, siempre lejana siempre remota, la misma a la que llegan,
viajeros de todo el mundo después de un corto y cómodo viaje en
avión,
Lo que primero aparece a la vista del peregrino es algo bien
distinto de la visón idílica de Moisés. Lo que aquí se ve es
una tierra pedregosa y calcinada, cuyos rastrojos hacían suponer
los escasos frutos de la última cosecha; pero como aquí todo
hay que interpretarlo bajo el signo de la esperanza, se puede
vislumbrar en lontananza prometedores vergeles, en forma de
plantaciones frondosas, hurtados al desierto. Tal es el milagro
que frecuentemente se produce, cuando las lanzas y las espadas se
transforman en arados y podaderas.
David Bengurión hace tiempo que había dejado sentenciado que en
Israel para ser realista se debe creer en los milagros. A mi me
gustaría decir algo que viene a ser muy parecido. Para poder
entender la historia milenaria de esta tierra, hay que saber lo
que ha supuesto para el pueblo de Israel un tipo de esperanza al
borde de lo imposible. La esperanza que permite seguir creyendo
en lo que humanamente es absurdo. Esta esperanza ha sido la
actitud fundamental del hombre bíblico. A diferencia de otros
pueblos, la historia de Israel es una historia abierta a la
esperanza es una historia abierta al futuro. El secreto para
poder entender al hombre bíblico hay que buscarle en el Dios de
la esperanza. Una esperanza fundada en la fe que permite seguir
soñando en unos tiempos nuevos en los que "el lobo
cohabite pacíficamente con el cordero, el leopardo se acueste
con el cabrito, el león coma con el becerro y que un niño les
pastoree".
Esta Tierra de Promisión que aparece ante los ojos del peregrino
lejana y remota se torna cercana y entrañable cuando piensa que
es también la tierra de Jesús. Ante la imposibilidad de ir
rastreando las huellas de su presencia física por todos los
santos lugares en los que él estuvo, hemos de optar por hacer
una selección, centrándonos en aquellos que tienen una especial
significación para nuestro propósito.
El primero de ellos no podía ser otro que Nazaret (La flor de
Galilea) donde tuvo su ubicación el portentoso misterio del
Verbo Encarnado. Dado que el hombre no podía convertirse en
Dios, fue Dios quien se convirtió en hombre, para hacerse uno
con él. Algo que sobrepasa toda expectativa humana. Una estrella
de mármol con la inscripción "Verbum caro hic factum
est" rememora el lugar donde se produjo el más grande
acontecimiento de los siglos, ante el cual todo lo sucedido o que
esté por suceder en la historia de los hombres tiene sólo un
relativo interés. Recuerdo que cuando entré en este sagrado
lugar me quedé durante unos minutos desconcertado repitiendo
interiormente fue aquí, fue aquí, en este mismo lugar que yo
ahora puedo abarcar extendiendo mis brazos. Aquí fue donde el
Dios inconmensurable a quien tierra y cielos no puede contener,
tomó forma humana haciéndose uno con nosotros. Un lugar y una
fecha para delimitar al Dios infinito. Era un hecho. Dios entraba
en nuestra historia y se convertía en la esperanza de todos los
hombres. Lo infinito se entremezclaba con lo finito, el cielo se
unía a la tierra, el tiempo se juntaba con la eternidad.
Imposible de comprender. Imposible de pensar. La emoción que
aquí se siente queda sellada para siempre con un respetuoso y
elocuente silencio, porque ante lo inefable el más expresivo
lenguaje es el del corazón. La mejor actitud ante el misterio es
caer de rodillas y dejarse inundar por él.
El Mesías largamente deseado y esperado era concebido aquí en
el seno de una Virgen con lo que se ponía fin al largo
cautiverio de una humanidad caída. Había llegado la plenitud de
los tiempos y se iniciaba la etapa de salvación. "Al
llegar la plenitud de los tiempos envió Dios a su hijo nacido de
mujer" y esta mujer resultó ser una sencilla doncella,
que vivía en una humilde aldea de la baja Galilea, lugar
insignificante, en ningún momento nombrado por la Biblia: pues
bien en este lugar menospreciado y olvidado se encarnó el Verbo
de Dios, en este lugar oscuro se manifestó la gloria de divina.
Aquí fue donde surgió la luz que habría de iluminar a un mundo
sumido en las tinieblas. Aquí se hizo realidad la gran promesa
de Dios.
Los evangelios no nos lo dicen todo sobre Nazaret, el peregrino
en este lugar percibe mensajes inéditos que hablan al corazón.
Si es verdad como se dice, que Tierra Santa es el quinto
evangelio, la Gruta de la Anunciación, representa uno de sus
capítulos más emotivos y hermosos. En esta humilde gruta
ubicada en el interior de la basílica que lleva su nombre, uno
ha de sentirse forzosamente cerca de Dios porque nunca Dios
estuvo tan cerca de los hombres.
- Alégrate María porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo y le pondrás por nombre Jesús. Será grande, se llamará Hijo del Altísimo.
- Y ¿cómo será si no conozco varón?
- El Espíritu santo vendrá sobre ti y la fuerza del altísimo te cubrirá con su sombra, por eso el santo que va a nacer se llamará Hijo de Dios.
- Aquí está la esclava del Señor. Hágase en mí según tu palabra.
Era la realización de la
promesa mesiánica, que daba satisfacción cumplida a todas las
esperas y esperanzas de la Humanidad. Se había consumado el
portentoso misterio del desposorio de Dios con el hombre, algo
que nos abruma, que nos rebasa. La esperanza cristiana es así;
en su seno anida el rebasamiento que deja siempre cortas las
expectativas humanas. La esperanza fuerte, como diría el
filósofo Theodor Adorno, no respeta el culto a los límites.
Vive fuera de las presiones de la inmanencia. Está habituada a
saltar barreras y a empeñarse una y otra vez frente al Absoluto.
Palabras como Redención, Encarnación, Resurrección, nos
remiten a este carácter de rebasamiento de la esperanza. Siempre
que hemos contemplado atónitos la escena de la anunciación en
la Gruta de Nazaret, nos sentimos desbordados por la generosidad
de nuestro Dios.
Continuando nuestro viaje por tierra de Jesús y de María,
nuestra ruta particular de la esperanza señala dirección al
Monte de las Bienaventuranzas. Cerca de la Gruta de la
Anunciación donde hace unos momentos nos encontrábamos; en el
triángulo formado por Nazaret Cafarnaún y Tiberiades está
ubicada Tabga. Atravesando este pequeño rincón siempre verde,
según dicen los que bien le conocen, y al otro lado de la
carretera de Cafarnaún se llega a un rellano, que se extiende
por una explana balconada a la falda de una pequeña colina de
unos 200 metros sobre el nivel del mar. Este lugar tiene para mí
una especial predilección, a él me fui acercando conteniendo el
aliento como quien se acerca a un lugar sagrado, para mí lo era.
Siempre me han seducido las cunas donde han tenido su origen las
grandes corrientes de pensamiento, ahora me encontraba en el
lugar preciso en el que se había producido la más grande
revolución ético- espiritual de todos los tiempos, una
revolución que después de 2000 años sigue siéndolo. En este
sitio, alguien se atrevió a decir que la felicidad hay que
buscarla por los caminos de la desdicha, la pobreza y el dolor.
Jesús acababa de bajar de la cima del monte en el que había
estado orando durante toda la noche y en el rellano se encuentra
con una gran muchedumbre. No es difícil imaginarse el escenario
y el auditorio. Sobre la hierba de un prado permanentemente
verde, se han ido agrupando multitud de gentes venidas de Tiro,
Sidón, de Galilea, de Jerusalén de Transjordania. Niños,
Mujeres cubiertas sus cabezas con pañuelos multicolores, hombres
que habían abandonado momentaneamente sus faenas, para poder
oír al Maestro o tal vez para acompañar a algún familiar
paralítico, tarado, endemoniado, aquejado en fin de cualquier
tipo de dolencia, en busca de que la ocasión fuera propicia y
apareciera el milagro o al menos algún tipo de alivio para sus
males, algo que les permitiera poder volver a sonreír. Jesús se
interesa por sus vidas, les escucha, les mira fijamente a los
ojos; pero no hay muestras de compasión en su rostro. Después
de un breve silencio comienzan a salir de su boca palabras
sublimes, que según cuenta Mateo dejaban asombradas a estas
gentes y no era para menos. Jesús les está hablando de una
nueva forma de vida que no se acomodaba en nada a las formas de
pensar de entonces, ni de ningún tiempo. Les va descubriendo a
estas gentes el nuevo estilo de vida que corresponde al Reino en
confrontación abierta con la vigente situación social
establecida. Era el mensaje propio de un inconformista de un
rebelde que rompe con las falsas expectativas de del mundo para
sustituirlas por un tipo de esperanza liberadora. Jamás se
había oído cosa semejante. Es el momento que en el Monte de las
Bienaventuranzas se está proclamando una radical transformación
interior del hombre, paradójica, descarada, atrevida, sublime.
Desde aquel día en el que Jesús llamó dichosos a los
desgraciados y desventurados a los ricos y poderosos las cosas
cambiaron tan radicalmente en el mundo, que bien pudiera hablarse
de un antes y un después. Estas gentes que esperaban oír de
boca de Jesús unas palabras de compasión, se encontraron con
alguien que les decía que los afortunados no son los que
triunfan y los que lo tienen todo, sino los desheredados de la
fortuna, los humildes, los que tienen un corazón limpio donde no
cabe la violencia, el odio o la venganza. Cuando acabó de hablar
se hizo un gran silencio y hubo gente que pensó que el Rebelde
estaba loco ; pero en muchos corazones de los allí presentes
comenzaba a renacer la esperanza, pensando que aún sin ser
todavía dichosos podían llegar a serlo. Habían adivinado que
las bienaventuranzas en boca de quien les hablaba no eran unas
mentiras piadosas para animar y mantener en pie a los miserables
y desdichados. Ni siquiera eran un bálsamo destinado a
cicatrizar las heridas abiertas y sangrantes. Tampoco eran las
virtudes de los débiles y derrotados, como en su momento llegó
a pensar Nietszche. No, las bienaventuranzas del Reino
representan la liberación del hombre a la que solamente pueden
llegar los esforzados y valerosos seguidores de Jesús, son la
Carta Magna del cristiano, la gran proclama programática del
reino de Dios ; pero no sólo esto, para mi el Monte de las
Bienaventuranzas es el lugar donde pueden ir a buscar esperanza
los que carecen de ella. En este lugar es fácil comprender que
la causa del oprimido es la causa de Dios. El eco de la voz de
Jesús de Nazaret resuena todavía en este lugar, ella es la voz
de los que no tienen voz, la esperanza de los que no tienen
esperanza. Hacer realidad esta esperanza va a ser una gozosa
revelación de su evangelio. En este Monte de las
Bienaventuranzas como en el monte Moira, como en el Monte
Calvario, se vuelve a hacer presente el rostro del Dios de la
Esperanza, capaz de convertir el fracaso en triunfo. La esperanza
que nos ha sido dada por los que carecen de ella, no tiene su
fundamento en las certezas y seguridades intramundanas, sino en
la confianza divina. Las bieneventuranzas no son flores que
adornan el carro de los vencedores, sus promesas van más allá
del realismo pragmático al que estamos acostumbrado. Siempre que
el hombre ha aceptado la oferta que le hacía el realismo
desengañado, ha caído en un tedio y un aburrimiento
insoportables. Ahora bien no es cuestión sólo de entender el
mensaje que Jesús quiso trasmitirnos en el Monte de las
Bieneventuranzas, se trata de hacerle operativo, de llevarle a
nuestra vida de cristianos, lo cual seguramente no va ser posible
sin bajar a la palestra, sin mojarnos. La llamada que se nos
hace, a vivir la esperanza en nuestro mundo, puede que nos exija
abandonar nuestros refugios seguros y exponernos a dificultades y
riesgos.
El peregrino antes de abandonar este sagrado lugar tapizado por
el brillante verdor de la esperanza se siente impulsado a
esparcir a bolea sus secretos deseos que sólo Dios y él conocen
para que fructifiquen en este prado de eterna primavera.
Como fin y meta de nuestra ruta de la esperanza por Tierras de
Jesús, nos espera Jerusalén, foco magnético donde se
concentran las miradas religiosas de todo el mundo. La ciudad
tres veces santa se levanta sobre unas colinas que ascienden de
Sur a Norte y de Este a Oeste, tantas veces destruida y otras
tantas edificadas, marco de acontecimientos de tanta magnitud que
quien la visita, se siente transportado en el tiempo. No bien
iniciada su ascensión el peregrino siente que se hacen realidad
las palabras del salmista.
Que alegría cuando me dijeron vamos a la casa del Señor
Ya están pisando nuestros pies tus umbrales Jerusalén
La ciudad de la paz, llena de contrates y paradojas puede ser
vista desde muchas perspectivas, pero para el cristiano es
fundamentalmente el escenario de la pasión muerte y
resurrección de Jesucristo.
El peregrino que desde muy pequeño aprendió a besar los pies
del crucificado sabe bien la emoción que se experimenta al
sentirnos en el lugar donde El murió y resucitó. Al traspasar
las puertas de la basílica del Santo Sepulcro, el peregrino
percibe que la atmósfera se espesa y se va haciendo grávida, al
tiempo que se siente invadido por un fervor religioso raras veces
experimentado. En este lugar, el más santo del mundo, la
compasión y gozo se superponen tan rápidamente como corta es la
distancia que separa el lugar de la crucifixión del sepulcro
vacío. En un reducido espacio, se puede revivir el drama de los
siglos en el que se dan cita lealtades y traiciones, amores y
desamores, esperanzas y desesperanzas muerte y resurrección. ¿
Que les puedo yo decir ahora que no se haya dicho ya?
Para nuestro propósito este lugar representa el punto de apoyo
definitivo de nuestra esperanza cristiana. Sin duda que Jesús en
toda su existencia es portador de esta esperanza; pero es en el
misterio pascual donde se revela plenamente. El fracaso aparente
que supone la muerte y crucifixión de Cristo vuelve a poner a
sus seguidores en situación de tener que esperar contra toda
esperanza; pero por paradójico y escandaloso que pueda parecer,
la cruz es el signo de la esperanza cristiana.
La teología de la esperanza siempre ha ido unida a la teología
de la cruz entendida a la luz de una resurrección gloriosa.
Decir que en el misterio pascual es donde aflora el sentido
último de la de la esperanza cristiana resulta ser una obviedad.
La resurrección no significa sólo el triunfo de Cristo también
significa el triunfo del hombre. La tumba vacía, que el
peregrino puede visitar con gran emoción, habla de muchas cosas,
pero fundamentalmente nos lanza el mensaje de que la muerte no es
el final del hombre, que no estamos suspendidos en la nada, sino
que en Jesucristo resucitado encontramos el fundamento de un
futuro de esperanza escatológica plena y universal. Lo mejor que
podía suceder al hombre es que su suerte quedara unida a la de
Cristo, porque de esta forma nuestra esperanza es la del
Crucificado que apunta a vivir en plenitud una eternidad con
Dios. Cristo nuestra esperanza, justifica también nuestro
optimismo cristiano.
Llegados a este punto es oportuno hacer notar el naufragio de la
cultura occidental por falta de esperanza escatológica fundada
en Cristo muerto y resucitado. El olvido de toda trascendencia
está llevando al hombre de hoy a instalarse en la mera
provisionalidad del "carpe diem",
sobreviviendo como puede, en un presente existencial, en el que
no se contempla ningún atisbo de esperanza duradera y todo en
nombre de una objetividad pragmática y desengañada. Se equivoca
no obstante, porque lo que está haciendo es escamotear el
verdadero sentido a su propia existencia. Esto es algo que en
ocasiones se hace patente de forma inapelable. Este hombre tan
autosuficiente, tan realista, tan desengañado, cuando ve que
todo lo humano se derrumba a su alrededor se queda sin palabras.
Ninguna de las utopías humanas ha hecho desaparecer la esperanza
cristiana, ésta sigue siendo fuente de alegría, mientras que
aquellas acaban frecuentemente engendrando un sentimiento de
fracaso. Cierto es que la condición limitada del hombre no le
permite llegar por sí mismo a esta plenitud supranatural; pero
sí tenemos la certeza de poderla recibir como un don y si
alguien nos pregunta cual es el fundamento de nuestra certeza,
nosotros, los cristianos podemos responder con una sola palabra.
Jesucristo
Angel Gutiérrez Sanz.
"ARBIL,
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