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El modelo familiar: ¿base de la sociedad?
¿Cuál es y cuál debe ser el fundamento de nuestra sociedad? ¿deben continuar siendo el individuo y la familia, tal y como tradicionalmente han sido contemplados, esa base? Y, si es así, ¿qué tipo de familia, como elemento primigenio de la arquitectura social, debe ser objeto de preservación, apoyo y promoción? Por lo tanto, ¿cómo debe entenderse a la familia dentro del proceso de afirmación de la Unión Europea en que estamos inmersos?
La familia, contemplada como tal en los
textos constitucionales de los países comunitarios, varía, de
forma imperceptible de consideración. Nos encontramos con textos
que la sitúan como base y fundamento de la sociedad (Grecia,
Italia, Luxemburgo, Irlanda), con artículos que se limitan a
subrayar la necesidad de otorgarle protección (Alemania) o con
simples regulaciones. En cuanto a la legislación comunitaria,
además de la referencia que aparece en la Carta de los Derechos
Fundamentales de la UE, la política familiar es aún un espacio
sin el suficiente desarrollo.
Es lícito suscribir el hecho de que una parte de los problemas
internos que presentan las actuales sociedades desarrolladas
hunde sus raíces en el proceso de disgregación y
desintegración que el modelo occidental sufre. La consideración
tradicional de la familia como grupo primario y fundamental de la
sociedad, como sociedad natural básica, como sujeto de derechos,
se encuentra, más por los hechos que por las definiciones,
seriamente cuestionado. Los cambios en los modos de vida, la
subjetivización de los criterios morales (en el caso de
occidente de raíz cristiana), las variaciones introducidas por
esa dinámica en el modelo familiar suscitadas tras la II Guerra
Mundial, pero sobre todo desde mediados de los años sesenta han
abierto en la institución la sombra de la crisis. Ante esta
realidad, son pocos los que piensan que no es preciso fortalecer,
para sostener la sociedad misma, la institución familiar.
El principal problema que se presenta a la hora de establecer
políticas en defensa y promoción de la familia que conduzcan a
su fortalecimiento es, sin duda, la definición del modelo
familiar que se quiere preservar. El modelo tradicional,
compartido mayoritariamente no sólo por la población española,
es el que se asienta en el matrimonio. Así, por ejemplo, según
los datos del CIS (Encuesta sobre Fecundidad y Familia en
España), el 70% de los españoles continua prefiriendo el
matrimonio como forma de unión. Pero esto no oculta la realidad
evidente del lento retroceso del modelo familiar tradicional.
El modelo tradicional se encuentra acosado por los procesos de
disgregación que acompañan a los nuevos hábitos de vida; por
los condicionantes que impone el mercado laboral que hasta frena
la expansión de la natalidad y la consecución de la unidad
familiar; por la reducción constante de los tiempos dedicados a
la relación familiar. Elementos que además conllevan el
incremento de los factores de desintegración. Queda como dato
ilustrativo la caída de los índices de fidelidad (sólo del 51%
entre los menores de treinta años); sin olvidar tampoco la
disminución de los factores de cohesión tales como los hijos.
En España la tasa de fecundidad está situada en el 1.16, siendo
de las más bajas del mundo y no asegurando, entre otras cosas,
el remplazo generacional.
La familia tradicional se encuentra situada, al mismo tiempo,
frente a la aparición de otros posibles modelos que también
reclaman igualdad de derechos: La destrucción de núcleos
familiares, independientemente de la valoración que merezcan las
razones, derivada de las rupturas matrimoniales es una realidad
difícil de ocultar sin ser posible ignorar las secuelas que las
acompañan. En España, desde 1982 se han producido en torno a
1.400.000 separaciones, divorcios y nulidades, cifra a la que
habría que añadir las rupturas, no incluidas, de las
denominadas parejas de hecho. Esto se traduce en la existencia de
un modelo de familia deconstruida en el cual aparece toda una
nueva etiología de relaciones internas que afectan de forma
determinante, básicamente, a los hijos de esos matrimonios que
ven alterado su orden familiar, abriéndose así los proceso de
cambio de identidad al encontrarse con lo que, en muchos caso,
por nuevas uniones o rupturas traumáticas podríamos definir
como una nueva desorganización familiar. Nos encontramos, en
este terreno, con unos datos que aproximan a España a los
niveles de otras sociedades en las que de cada dos matrimonios
que se celebran uno acaba en divorcio. Junto a este tipo de
nuevas familias desorganizadas, con varios hogares, empiezan
lentamente a adquirir importancia las familias monoparentales,
que en España rondan el 5%. Muchas de ellas derivadas del
crecimiento del nacimiento de hijos extramaritales, que en
España superan el 11% de los nacimientos.
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Francisco Torres García.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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