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ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

La Teología Cristocéntrica y la Doctrina de la Justificación en San Pablo.

Tras una breve introducción sobre la presencia de San Pablo en España y el sello jacobeo y el sello paulino del Cristianismo español el estudio entra a tratar la Teología Cristocéntrica de Pablo, de la que deriva la Doctrina de la Justificación donde no hay contradicción entre Pablo y Santiago

El hombre de Tarso

Un día, aquel hombre de Tarso, rudo en el hablar (2 Cor. 11, 6), del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, circuncidado al octavo día, celoso de las tradiciones de sus padres, fariseo, irreprensible en cuanto a las cosas de la ley (Fil. 3, 5-6; Gal. 1, 14), violento y blasfemo (1 Tim. 1, 13), fue derribado de su cabalgadura. Iba con cartas del sumo sacerdote, dispuesto a consumar con su propia mano la obra que inició como testigo, cuando Esteban, el protomártir, fuera lapidado. Sobre la montura, no solo galopaba un jinete, sino también los sueños mesiánicos aprendidos en su juventud en la escuela famosa del Gamaliel. Se mofaba del libertador clavado en la cruz, cubierto de ignominia, despreciado por las legiones de Roma. Cristo era el hazmerreír del patriotismo ultrajado, la muestra palpable de la debilidad de un pueblo al que se había profetizado el dominio del mundo: Surge, illuminare Ieruralem! El, Pablo, ¿no sería el elegido pare la empresa de rescatar a su pueblo?

La "luz inaccesible" se acerca en los grandes momentos de la Historia de la salvación. A los pastores les envuelve la claritas Dei mientras vigilan sus ganados en la noche gozosa de la Natividad. Los reyes aseguran, justificando su viaje: Vidimus stellam eius. Los Apóstoles, en el cenáculo, reciben linguae ignis, antes de acometer la tarea de evangelizar el mundo. Y a Pablo, subito circumfulsit eum lux de coelo (Hech. 9, 3)

Et cadens in terrain, audivit vocem dicentem (Hech. 9, 4). Esa "luz del cielo" y esa voz que subsigue cambian de un modo radical los designios de Pablo. Hay aquí una directa intervención de la gracia, un llamamiento personal de Jesucristo glorioso al quehacer apostólico. Pablo es vaso de elección. A partir de entonces, en toda la vida del Apóstol no hay mas que una pregunta continua al Salvador y un propósito sincero y resuelto de complacerle: Domine, quid me vis facere?, "Señor, ¿qué quieres que haga?" (Hech. 9, 6).

Pablo es ahora el primero de los pecadores (1 Tim. 1, 15), el ínfimo de los santos (Ef. 3, 8) y de los apóstoles (1 Cor. 15, 9), el último de todos, el abortivo (1 Cor. 15, 8), el que tiene por basura todo lo del mundo para ganar a Cristo, el que se hace prisionero (Ef. 3, 1; Fil. 3, 8) por El y por amor a los hermanos, el que siente que todos le abandonan y algunos, como Dimas se retiran por afecto a las liviandades del siglo (2 Tim. 4,10.16).

Pablo llega a España

Este hombre, depurado en la doctrina, acrisolado en la cautividad, encanecido en la predicación, vino a España, como había reitiradamente proyectado y prometido en la Epístola a los Romanos. Tarraco era la capital de la España citerior y del conventus Tarraconensis; su puerto había servido de base a las campañas de los escipiones y los judíos habían llegado hasta aquí en su diáspora colosal.

Pablo vino sin duda por mar, en alguno de los trirremes con águilas en la proa, arboladura y velamen que ponían en contacto a Ostia con las grandes ciudades del Imperio.

El sello jacobeo y el sello paulino del Cristianismo español

España, que había recibido la luz de la verdad por boca de Santiago -que dejó en el Cielo el camino hacia el lugar de su reposo como enhebrando desde arriba y para el futuro la unidad jacobea de Europa-, recibió esa misma verdad de Pablo. Allí, en Santiago, el Evangelio vino directamente y tenia perfume de olivo jerosolimitano, de torta ácima y de lagar húmedo. Aquí, en Pablo, la verdad vino con sabor de alga y de naufragio, de brisa marinera y de vocablo helénico. Allí, en Santiago, el Evangelio se pegó a la tierra y levantó una columna o pilar para el mensaje alentador de la Señora. Aquí, en Pablo, el Evangelio se hizo transitivo, móvil y navegante. Arribó por la villa mediterránea y luego de fructificar, embarcó en Palos de Moguer hacia la gran aventura de América; y cuando quiso recibir a la Señora, pare que lo bendijese, lo hizo en el Tepeyac y en la tilma de un indio bautizado. Y no paró allí, sino que en nuevas singladuras bajó y subió, desde Francisco Solano hasta Junípero Serra, y en Acapulco se hizo a la mar con Urdaneta y Legazpi, sembrando el mundo de cruces y sagrarios y envolviendo la tierra con el abrazo caliente del amor.

De esta forma, nuestro cristianismo, el cristianismo que encarna nuestro pueblo, tiene un sello jacobeo y un sello paulino. De Santiago tiene su serenidad, su aplomo, su firmeza y su atadura europea. De Pablo, su intrepidez, su audacia, su espíritu viajero y su tremenda vocación ultramarina. De Santiago nos viene el llamamiento del Cristo que habitó entre nosotros. De Pablo, el llamamiento del Cristo glorioso. De Santiago, nuestro sentido tradicional de jerarquía, de respeto y de obediencia a Roma, y de Pablo, nuestro encendido afán misionero y nuestra entrega arrebatada a la ascésis y a la santidad.

Teología Cristocentrica de San Pablo

Se equivocan, ha escrito el padre Fernando Prat (Teología de San Pablo, "IUS", Méjico, 1947, II, pag. 23)' los teólogos que ponen en la base de la doctrina de Pablo, ora la noción metafísica de Dios, fuente primera y fin supremo de todos los seres; ora la tesis abstracta de la justificación por la fe, inspirada por la polémica judaizante; ora el conflicto psicológico entre la carne dominada por el pecado y el espíritu que busca con anhelo la justicia.

No; el centro de la teología paulina no es ni el hombre ni Dios Padre; es Cristo. No es un corolario de su Antropología o de su Teodicea, sino de su Teandría. Su centro, su clima focal, su cono de luz se proyecta sobre Cristo, Dios y hombre a la vez, y único mediador entre el género humano y la Divinidad.

Para Pablo, todo parte de Cristo y todo conduce a Cristo. Cristo es el principio, el medio y el termino de todo, lo mismo en el orden natural que en el sobrenatural. Todo está en Cristo, todo es por Cristo y todo es para Cristo. "Me propuse no saber otra cosa que a Jesucristo", nos dice el Apóstol (1 Cor. 2, 2). De aquí que la fórmula y a la vez la síntesis de la teología de San Pablo se concrete en las palabras que tanto repetimos y que en la liturgia se han hecho familiares a los oídos de los fieles: In Christo Iesu.

Esta fórmula In Christo Iesu comprende y resume, como señala el Padre Bover (Teología de San Pablo, Madrid, 3° ed., BAC, pag. 551), el drama grandioso de la justificación, que se inicia y consume en la eternidad, y que abarca desde la idea matriz en la inteligencia divina, y su ejecución potencial en el Calvario y el Resurresxit hasta su realización sucesiva y personal en cada uno de nosotros y su última y definitiva consumación, cuando el Ungido vuelva y, clausurado el tiempo para siempre, no haya otra cosa que eternidad.

El Cristo de antes de nosotros

Esta concepción teológica cristocéntrica, lleva a Pablo a descubrir un Cristo que pudiéramos llamar prehistórico, anterior a las edades, un Cristo preexistente en el seno del Padre, resplandor de su gloria y sello de su misma sustancia como nos dice en la Epístola a los hebreos. Porque la única persona de Cristo es divina y esa persona divina que hay en Cristo, vive desde siempre: es la Palabra de Dios, aquella en la que el Padre se conoce, por la que el Padre se expresa y a través de la cual realiza su obra. La creación se hace por el Hijo y para el Hijo. Todas las cosas han sido creadas por medio de El y para El. Y "El es antes de todas las cosas y en El subsisten todas", recalca en la Epístola a los colosenses (1, 17).

El Cristo que viene de nosotros

Pero también hay un Cristo histórico. El Hijo irrumpe en el tiempo para realizar la epopeya de la justificación. Hay una idea, a mi juicio impresionante, en el Verbum caro factum est del Evangelio de San Juan, y es ésta: la Encarnación no es solo el hecho, como San Pablo recoge en otras palabras, de que en Cristo in ipso, inhabitat omnis plenitudo divinitatis corporaliter (Col. 2, 9), sino que esa unión hipostática del Hijo se hace con el hombre, es decir, con la síntesis de la creación entera, de lo espiritual e invisible y de lo material y palpable, para que así, por medio de El, como insiste el propio San Pablo, fueran reconciliadas con el Padre todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra (Col. 1, 20).

El Cristo que está con nosotros

Mas este Cristo, Dios encarnado, no termina su obra al morir y resucitar, escapándose y evadiéndose de la economía redentora. El Cristo inmortal y glorioso que asciende, no ilumina desde lo alto o desde ayer a las almas. No hay que buscarle entre los montones de polvo acumulado por los siglos o los legajos incomprensibles y molestos para muchos de la investigación escriturística, ni aguardarle tampoco en el silencio recogido para que descienda. Cristo se quedó con los hermanos en la Eucaristía y en la Iglesia: "Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos", Usque ad consummationem saeculi. La salvación no es algo que desde arriba se nos ofrece con una mirada de condescendencia, ni su encuentro un acertijo o una sorpresa final. La salvación está aquí, en medio de nosotros, palpitante y próxima, no como un astro que brilla a los lejos, periódicamente se oculta y es preciso sorprender con el telescopio en la insomne oscuridad de una noche impaciente, sino como una brasa llameante y cercana, que no muere nunca y que flamea sin quemarnos e ilumina sin deslumbrar.

El Cristo que está en nosotros

En su quehacer redentor en el tiempo, el Cristo que se quedó con nosotros va incorporando a los hombres a su encarnación. Dios es la vida, y el torrente de vida santificadora de Dios que es el Espíritu y que por medio de Cristo trabaja como único mediador, va comunicándose, extendiendo, propagando, difundiendo, empapando, purificando en suma. Esta vida de Dios, inmaculada e inmaculante, es como una torrentera de salvación que avanza incontenible, desbordada, rotos los diques de la enemistad, superado el abismo de la mancha y solo contenida por el respeto a la libertad del hombre, ante el cual el mismo Dios se detiene para que no sea Dios, sino el hombre el que renunciando a la vida y privándose de ella, por su propia y exclusiva voluntad se condene.

El Cristo que volverá a por nosotros

Y será este Cristo, redentor y glorioso, el que vuelva. El Señor volverá. Christus secundo apparebit. Entonces, en la Jornada gloriosa de la venida, de la segunda visita de la Parusía, el pueblo de Dios, la comunidad de los elegidos, los que estén marcados con el sello de Su nombre y de Su gracia, los que estén unidos a El por una comunicación de vida, marcharán, alma y cuerpo gloriosos, a la mansión definitiva del Padre. Los hombres, el pueblo que El ha escogido para sí, entrará en su reposo en el séptimo día del descanso sabático y final, lleno de gozo y de regocijo. Semper cum Domino erimus. Estaremos siempre con el Señor, dice Pablo (1 Tes. 4, 16). Y las cosas, la creación entera, después de la gran sacudida de las señales anunciadas, será convertida en un modo de ser intemporal. No habrá dolor ni muerte, pero tampoco calamidades ni desgracias. El mundo no temblará y la luz de Dios, resplandeciente, como aquella que transfiguraba a Cristo sobre la cima del Tabor, iluminará sin ocasos ni alboradas la divina arquitectura y la belleza insondable de la nueva celestial Jerusalén.

El Cristo místico

He aquí como, además del Cristo personal, preexistente en el seno del Padre y encarnado luego en María, que se quedó con nosotros y en nosotros, y que volverá a nosotros, percibimos la existencia de un Cristo místico, que todos los que viven en gracia constituyen con El y del cual Cristo es cabeza y "yo", estímulo y centro de atribución y de actividad. Cuando Pablo dice vivit vero in me Christus (Gal. 2, 20), no hace otra cosa que comprobar en su propio ser lo que mucho antes, el día de su conversión, Cristo le dijera hablándole de los suyos, a los que Pablo perseguía, e identificándose con ellos: Saule, Saule, quid me persequeris? (Hech. 22, 7).

El Cristo cósmico

Y junto al Cristo personal y al místico, el Cristo que yo llamaría universal o cósmico. Es cierto que Pablo, como los demás apóstoles, nos transmiten la verdad, nos la revelan en el sentido teológico y dogmático de la palabra y tienen en su manifestación la garantía de la inerrancia. Mas a ello no se opone que el estilo y la forma de expresarse tengan un tono característico, infungible y personal, porque la inspiración divina no anula, sino que perfecciona al interprete. Pues bien, de idéntico modo, las circunstancias y el medio que delimitan y contornean la actividad de cada Apóstol, le ofrecen unas posibilidades de observación que por no haber sido deparadas a los demás impide que estos vislumbren y aprovechen. Así, en Pablo, el mundo gentil, que conoce y que le sirve de marco y geografía para su predicación, le sugiere sobre todo a través de Roma, unas perspectivas universales que escapan a los otros, al menos con todas sus consecuencias y dimensiones. En Pablo es donde aparece dibujado a la perfección este Cristo sideral, vigente como nunca en nuestros días, cuando las cápsulas del espacio, las lunas artificiales y las naves del éter orbitan o avanzan penetrando los abismos. cuando la mirada absorta de los cosmonautas, aupándose sobre la tierra, descorre el velo de una inmensidad que todavía se nos pierde en años de luz y en fuerzas y velocidades que esperan las medidas aún no inventadas para tan tremendas y enormes magnitudes.

He aquí el Cristo sideral que lo abarca todo y lo salva todo, anillando a Dios el espacio y el tiempo, para que el orden creado que se mueve dentro de esas limitaciones finitas no se desvanezca en la nada. Así es como en Cristo y por Cristo, este mundo que vemos en parte e ignoramos todavía casi por completo, no será aniquilado, porque no es un aquelarre incomprensible y sin destino que postula su destrucción nihilista, sino que es hechura de Dios y hacia Dios camina, arrebatado por Cristo, al explicarle -quem constituit haeredem universorum- a la acedía perezosa del aburrimiento o a la tragedia imperdonable de la desesperación.

La "Civitas Dei"

La creación entera, que aguarda con vehemencia la manifestación de los hijos de Dios y que espera liberarse de la servidumbre de la vanidad que le ha sido impuesta, suspira ya con dolores de un parto (Rom. 8, 22) que alumbró a su Cabeza, y aunque, como dice el Apóstol, al presente no vemos todavía sujetas a El todas las cosas (Hebr. 2, 8), en Cristo, Adán que inició la estirpe y el abolengo de los hijos de Dios por esencia y subsistencia, el mundo ya ha sido en su primicia recreado.

Esta es la creación renovada. No como un salto atrás, hacia el Paraíso que despreciamos, ni como un orden hacia el cual se avanza por el progreso indefinido e irreversible de la organización y de la ciencia, con que han sonado todos los utópicos, desde los. falansterios a las comunas, desde el liberalismo al marxismo. Esta es la única creación redimida y santificada. Si el hombre es templo del Espíritu, la creación, que hizo el Padre por y para el Hijo, es, pese a todo, sagrada, y camina a su ultima consagración. Mientras llega el día en que la gloria de Dios se manifieste en sus hijos y en todas las criaturas, el mundo es y será, aunque nos embrujen los señuelos de la vida, una tierra de exilio, en la que moramos, al igual que Moisés, Isaac y Jacob -herederos como nosotros de la Promesa- en tiendas abatibles de campaña. Nosotros no somos de aquí abajo, no tenemos aquí una ciudad permanente. Nosotros somos, como quería el Apóstol, a la manera de una inmensa e iluminada manifestación, que a través de los siglos y las latitudes, en general asamblea, busca la ciudad de fundamentos construida por Dios, la Civitas Dei hecha sobre las cosas que palpamos y que van a cambiarse, y que permanecerán luego inmutables y eternas como un reino pacifico e inconmovible (Heb. 11, 3.10; 12, 22.25.28; 13, 14).

La Doctrina de la Justificación

Pero lo importante e intimo a la vez de esta gran epopeya de la justificación que Cristo realiza y de que Pablo tan retiradamente nos habla, es determinar como se nos aplica e incide en cada uno de nosotros

En el estudio de las Epístolas ha querido verse una justificación jurídica, ideal, objetiva e imputada, en cuya virtud, mediante una confianza cierta y profunda en la bondad divina o un simple reconocimiento intelectual de la economía de la salvación, el hombre, aun siendo y permaneciendo impío y pecador, es declarado justo. Según esta tesis, llamada forense o de rescate, la justificación se opera en el plano divino, sin que nada cambie en el hombre. La justicia de Cristo no se da al pecador sino que se le imputa; el hombre no recibe una cualidad que le informa, sino que agrega un atributo que le reviste.

Pero Cristo no es una vestidura con la cual se encubre la mercancía putrefacta, ni una barrera que nos defiende, ni un pararrayos que nos cubre. El "revestíos de Cristo", en que San Pablo insiste, en su acepción originaria y real, es una impregnación, un germen que se implanta, inyecta y transforma. Cristo no es una empalizada ni una tapadera. Cristo es un principio vital de regeneración salvífica. Cristo es la vid y nosotros los sarmientos.

Por eso, los herederos de la tesis de la justicia imputada entienden hoy que esa cualidad o virtud transformante, que no se capta ni se percibe en el plano actual será efectivamente dada en el futuro. De este modo, la actividad forense de Dios con respecto al hombre se conduce como un juicio actual pero profético, ya que se difiere la ejecución de la sentencia a un porvenir escatológico.

Los errores apuntados arrancan de no distinguir en la obra de la justificación tres estados diferentes, a saber, la justificación radical, la justificación formal y la justificación consumada.

Cristo, al morir y al resucitar, realiza la primera: "Dios ha perdonado en Cristo" (Ef. 4, 32).

Pero esta justificación radical no basta, como no es bastante pare regar mi surco que el agua se almacene en el embalse. Es preciso su aplicación a cada hombre, y esta aplicación requiere un cauce, que es la fe y el transito hacia el hombre, por su medio, de la gracia, es decir, de la vida de Dios, de que ella nos hace participes por los méritos de Cristo.

Pero no siendo definitiva la justificación formal, a ella ha de seguir la justificación consumada en la vida eterna, porque ahora, como dice San Pablo, solo "en esperanza hemos sido salvados" (8, 24).

La justicia santificante

De este modo esta claro lo que el Apóstol quiere decirnos cuando resuelve que iustificari hominem per fidem (Rom. 3, 28) y que por tanto dicha justificación se produce ex fide Christi et non in operibus legis (Gal. 2, 16), pues la reiterada elusion a las obras de la ley pone de manifiesto que estamos ante una controversia en lo que San Pablo desautoriza a los judaizantes, es decir, a los que estiman que la circuncisión y las obras de la ley justifican ex opere operato. En Cristo Jesús, señala el Apóstol, ni la circuncisión tiene eficacia alguna, ni la incircuncisión, sino la fe; ¡ah!, pero una fe ética, una fe viva -no una fe muerta, que seria algo así como un cauce cegado-, una fe, fides, quae per caritatem operatur (Gal. 5J 6).

Así, la justificación por la fe coincide y se identifica con la santificación. El hombre justificado, incluso en la etapa de la justificación formal, no tiene una justificación imputada por la fe, sino que tiene un principio de vida divina, el grano de mostaza, las arras del Espíritu, que le engendran, como Jesús decía, transformándole en el hombre nuevo, creado ya, según Dios, en la justicia y en la santidad (Ef. 4, 24) y que camina hacia su complete perfección.

No hay contradicción entre Pablo y Santiago

Las obras no justifican, ciertamente, ni en la antigua ley ni en la nueva, pero las obras son la manifestación de esta fe. La supuesta contradicción entre Pablo y Santiago no existe. Cuando este último asegura ex operibus justificatur homo et non ex fide tamtum (2, 24), se refiere a una fe inútil, a aquel simple asentimiento de la inteligencia que pueden tener los malvados recalcitrantes que odian a Dios, precisamente porque conocen Su existencia y creen; mientras que la fe a que San Pablo elude en las Epístolas a los romanos y a los gálatas, es la fe activa que recibe de la caridad su vigor y su forma. Las obras de que nos habla el Apóstol, dirigiéndose a los judaizantes, son las obras de la ley mosaica, las que preceden a la fe y a la justicia; las que Santiago exige, dirigiéndose a los cristianos, son las que la siguen, las que la conforman y manifiestan como fruto sazonado de la vida sobrenatural.

Fe, Esperanza y Caridad

Esta fe viva que justifica santificando, es una obra de Dios, el don de Dios, no solo en el sentido de acto, sino de consecuencia. La vida divina se nos entra por el bautismo. Mediante el nos incorporamos a la Encarnación y nos hacemos una cosa con Cristo integrándonos en su misterio, cifrado en Su muerte y en su resurrección. El rito bautismal juega por ello con la inmersión del neófito, que así se despoja del hombre viejo, muere al pecado y es consepultado con Cristo , y con la salida del agua configurado como un hombre nuevo, que nace y aparece iluminado por la fe, vivificado por la caridad y glorificado en esperanza.

La esperanza matiza y conforma la fe, porque no hay una fe eficaz químicamente pura. Es la fe, dice San Pablo a los hebreos (11, 1), sperandarum substantia rerum, argumentum non apparentium, es decir, el fundamento de las cosas que se esperan, la prueba o la noticia de las cosas que no se ven. Pues bien, esas cosas que no se ven y que en parte no poseemos todavía, pero cuya posesión aguardamos, constituyen no solo objeto de la fe, sino que son el objeto mismo de la esperanza, pues, como dice el mismo San Pablo a los romanos (8, 24), spes quae videtur non est spes.

De otro lado, la fe y la esperanza se enmadejan en la caridad. Deus Caritas est. Dios es amor, y amor se nos infunde con el bautismo al hacer Dios en nosotros su morada y al darnos su vida en la nueva concepción. Si el cristiano vive en cuanto que esta unido a Cristo y en la medida e intensidad de esa unión; si Cristo, como Mediador, no hace otra cosa que derramar vida divina y esa vida divina consiste en el amor, el bautizado, con la fe y la esperanza, recibe la caridad, plenitud de la ley (Rom. 13, 10) y vinculo de perfección (Col. 3, 14), a la que Pablo llama "maior", porque abraza y comprende a las otras: Caritas... omnia credit, omnia sperat; porque ella numquam excidit y porque sin ella, aun teniendo fe y esperanza, nihil sum y nihil mihi prodest, nada Soy y nada me aprovecha (] Cor. 13, 2.3.7.8.13).

La resurrección de la carne

Es verdad que Dios mora en nosotros por la gracia, que la gracia es sello y garantía de la gloria, que la vida eterna la poseemos ya, justificados por nuestra unión con Cristo. Pero en el transito de lo temporal, ni la semilla ha logrado su plenitud ni estamos seguros de su logro. Mientras vivimos en la carne estamos en el invierno de la fe, con la mirada puesta en el Primogénito que, sentado a la diestra del Padre y como cabeza de todos, goza ya de la recompensa infinita que nosotros confiadamente aguardamos.

Pero si Cristo resucito nosotros vamos a resucitar con El. De otro modo seria vano y ridícula nuestra esperanza (1 Cor. 15, 14), seria inerte la vida de Dios en nosotros. Cristo, como Redentor, ha destruido el pecado y la muerte. El pecado trajo la muerte al mundo, y el Ungido, para demostrar su victoria sobre el pecado, resurexit sicut dixit, resucitó de entre los muertos. Pues bien, si la gracia destruye el pecado, mas aun, si ubi abundavit delictum superabundavit gratia, nuestra muerte, obra del pecado, será pasajera como la saya. Cristo, grita con ardor San Pablo, ha resucitado de entre los muertos y ha venido a ser como las primicias de los difuntos, porque así como en Adán mueren todos, así todos en Cristo serán vivificados (1 Cor. 15, 20.22). La muerte será así el último enemigo destruido (1 Cor. 15, 26) y lo mortal, cuando sea Dios en todas las cosas, y Cristo todo en todos, será absorbido por la vida (1 Cor. 15, 28; 2 Cor. 5, 4).

Templos del Espíritu

No importa, pues, que nuestro hombre exterior vaya decayendo si el hombre interior crece y se renueva cada día (2 Cor. 4, 16); no importa que llevemos al Espíritu Santo en vasijas de barro y que se desmorone nuestra mansión terrestre (2 Cor. 4, 7; 5, 1), si la vida sobrenatural nos conserve una fascinante juventud del alma.

No, no podemos destruir el templo de Dios, por repugnante que nos parezca; no podemos poner las manos homicidas sobre el enfermo incurable, sobre el niño deforme; no podemos matar en el seno de la madre, ni impedir la concepción del niño, ni cortar la hebra de nuestra vida, ni podemos utilizar el cuerpo, templo del Espíritu, como instrumento del mal "¿No sabéis acaso que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Tomaré, pues, los miembros de Cristo pare hacerlos miembros de una ramera? Huíd, pues, de la fornicación. Cualquier pecado que comete el hombre queda fuera del cuerpo; mas el que fornica peca contra su mismo cuerpo" (1 Cor. 6, 15.18.19).

Este cuerpo que se corrompe y declina, que envejece y muere, participara también de la alegría de la resurrección. Si Cristo aniquilo la muerte e irradio la vida y la inmortalidad (2 Tim. 1, 10), esta victoria y esta irradiación se comunican y trascienden a los que se hallan a El incorporados. Y como la carne, esta carne corruptible, no tiene capacidad de poseer a Dios, el cuerpo, que por la muerte es sembrado en la corrupción, resucitara incorruptible y espiritualizado (1 Cor. 15, 42.50.52), transformándose así, como dice Pablo en la Epístola a los filipenses, el cuerpo de la humillación nuestra, conforme al cuerpo de la gloria suya (3, 21).

La Iglesia, esposa de Cristo

Mas no es en cada hombre aislado en el que se produce el injerto de la vida divina, la Promesa de la resurrección y el germen de la gloria. La tarea redentora se proyecta sobre la humanidad y el Mediador quiere asociarla a si para habitar plenamente en ella, incorporándola a su encarnación y convirtiéndola, según el ángulo de vista que elijamos, en su esposa o en su pleroma. La doctrina de San Pablo, que nace de la consideración jurídica de un pueblo elegido y purificado (Tito 2, 14), de un reino (1 Tes. 2, 12), termina en las ideas mas fecundas de la mesa nueva (1 Cor. 5, 7), de la casa de Dios (1 Tim. 3, 15), del edificio armónicamente trabado y asentado sobre la piedra angular que es Cristo (Ef. 2, 21.22), del cuerpo que recibe de El su crecimiento pare ir complementándose en caridad (Ef. 4, 16) y de la familia de Dios que integramos como miembros (Ef. 2, 19), o, mejor aún, como hijos y herederos que pueden decir: ¡Abba, Padre ! (Gal. 4, 7).

La Iglesia deviene así la humanidad que Cristo se asocia, y que si de una parte constituye su pleroma o Cristo total, la cabeza y los miembros, de otra se presenta ante El como una desposada.

Lo bello y lo alucinante de este desposorio está en que Cristo hace primero a la Iglesia, después la conserva y mantiene inmaculada y sin arruga (Ef. 5, 27), luego se le entrega en la renovación de su sacrificio, y al fin la conduce al palacio de la eterna e indefectible luna de miel.

Cristo, que se hace pecado (2 Cor. 5, 21) y maldición (Gal. 3, 13) y se humilla hasta la muerte y muerte de Cruz (Filip. 2, 8), hace a la Iglesia, no ya de la nada, sino de una estirpe enemiga a la que salva de la enemistad paterna. Y como no hay perdón sin efusión de sangre (Hebr. 9, 22), la posibilidad de estas nupcias se encuentra en la sangre que El vierte en el único y verdadero sacrificio redentor y propiciatorio.

Como en un viejo rito, el Mediador, que hace a la esposa, la compra también con las arras de su sangre. Siguiendo la brillante metáfora paulina, Cristo, Sumo Sacerdote de la Nueva Alianza, atraviesa el primer tabernáculo, donde están, con el candelabro y la mesa, los panes de la proposición, y llega solo, absolutamente solo, rasgando el velo de su propia carne, hasta el segundo tabernáculo, hasta el santa santorum donde se hallan el área del pacto, el vaso del mana y las tablas de la Alianza, y derrama, con una oblación voluntaria, obediente y querida, su propia sangre. Se acabo la sangre de los becerros y de los machos cabríos, la ofrenda sacrificial de vida a un Dios cuyo dominio se reconoce y cuya amistad inútilmente se procura. He aquí al Sumo Sacerdote, santo, inocente, inmaculado, que entró de una vez pare siempre en el Santuario del cielo con su propia sangre y con ella ha ganado a su esposa y ha logrado pare las nupcias divinas la bendición de Su Padre.

Cristo, que hace a la Iglesia y que con Ella se desposa, la mantiene con su propia donación y entrega, limpia y sin arruga. La Eucaristía es el sacramento de la unidad, de la unidad de la Iglesia con El, y de la unidad de todos los cristianos. Ya no hay distinción de razas, ni de sexos, ni de clases, ni de países (Col. 3, 9.10). De muchos granos de trigo se trace la hostia en que El se entrega. De muchos racimos se obtiene el mosto en que El mismo se ofrece. Esta unidad entrañable y profunda de la Iglesia que el sacramento eucarístico representa, se perpetua en la renovación del mismo sacramento Cuando Cristo consagra en la ultima cena, instituye el sacerdocio para que lo conserve. El sacerdote es, substancialmente, el hombre de la Eucaristía y ha sido ordenado en función del pan y del vino que han de consagrarse. La víctima, en estado ya irreversiblemente glorioso, continua siendo la misma, y su sacrificio místico -actualización en tiempo presente de la tragedia colosal del Calvario -sigue siendo la prueba máxima del infinito amor de Cristo hacia su esposa. He aquí como Cristo hace a la Iglesia y la purifica y como la Iglesia sigue haciendo a Cristo y entregando al Padre el único don que le satisface y agrada.

"Sacramentum hoc magnum est"

¿Cómo extrañarnos entonces, de que Pablo, al aleccionar a los fieles, traiga a colación esta unidad indestructible de la Iglesia y de Cristo cuando ahonda en la naturaleza del matrimonio cristiano? Acaso ¿no es el matrimonio fecundo participe de la paternidad de Dios? acaso ¿no son ellos, el esposo y la esposa, los que engendran a los hijos de Dios, a los moradores del cielo, a aquellos a los que Cristo, anudando y vinculando a Sí, hará miembros vivos y visibles de su Iglesia? Pero aun al matrimonio infecundo se aplican las palabras del Apóstol: Sacramentum hoc magnum est (Ef. 5, 32), porque simboliza y representa el místico desposorio de la Iglesia y de Cristo.

El genesiaco Erum duo in carne una (2, 24) sirve de punto de arranque al Apóstol. Tan estrecha, tan enraizada, tan absoluta es la unidad que vincula y ata a los esposos, que en ella se hace patente la unidad del desposorio místico del Redentor con la humanidad redimida. Los esposos cristianos se saben así portadores de un mensaje trascendente, testimonios inmediatos de una realidad profunda y misteriosa, que en ellos, en su carne unida por el gozo del abrazo conyugal, se esta manifestando. En ese paralelismo, Pablo nos dice que el varón es cabeza de la mujer, que el marido debe amar a su esposa como Cristo amó a su Iglesia, poseyéndola en santificación y honra, y que la mujer, gloria del varón, ame a su marido y le este sujeta como la misma Iglesia esta sujeta a su Cristo (1 Cor. 11, 3.7; Ef. 5, 24; Col. 3. 18; Tit. 2, 4).

Esta sujeción in omnibus (Ef. 5, 24) y este amor hasta la muerte, dilexit et tradidit pro ea (Ef. 5, 25), por todo lo que exige y todo aquello que representa, requiere gracias especiales, la presencia de Dios y el regalo de una asistencia que el matrimonio confiere al ser elevado por Cristo a sacramento.

Y es tal la fuerza santificadora del matrimonio, que si un cristiano casa con quien no lo sea, Pablo afirma que sanctificatus est infidelis per fidelem (1 Cor. 7, 14), ya que siendo los dos una sola carne y estando santificado el esposo cristiano en virtud del bautismo, su santidad alcanza al cónyuge infiel, no porque este adquiera una santidad interna, personal e incomunicable, sino porque adquiere aquella santidad extrínseca que dimana y proviene de una relación con lo que es santo.

La justicia social

Pero el Apóstol no se limita a contemplar el matrimonio, sino que penetra con su mirada pastoral hasta el seno de la familia, hasta el mundo de las relaciones entre los padres y los hijos: "Hijos, obedeced a vuestros padres. Padres, no exasperéis a vuestros hijos", y en ese mundo más complejo, sobre todo en nuestros días, de las relaciones laborales.

Todo lo que Pablo dice sobre el tema crucial de las relaciones entre los amos y los siervos, por seguir la terminología del Apóstol y su época, está en vigor. El progreso habrá cambiado la fisonomía externa de tales relaciones, el modo de prestar el servicio. La economía y la técnica habrán cambiado el mecanismo y las estructuras, pero el hombre y sus deberes morales siguen incambiados. No hay una moral de situación, fluida, movediza, adaptada a las circunstancias y al medio. Hay unos principios insustituibles y permanentes cuya vigencia se exige en todas las circunstancias.

El hecho de que la esclavitud o servidumbre, por obra de la doctrina evangélica, haya desaparecido, no anula, aunque suene mal a ciertos oídos demagógicos, para el dependiente, pare el que realice un trabajo por cuenta ajena -sea individual o social, publico o privado el dominus negotii-, aquello del Apóstol: "No defraudéis a vuestros amos" (Tit. 2, 10), "obedecedlos" (Ef. 6, 5; Col. 3, 22.23), "tenedlos por dignos de todo honor" (1 Tim. 6, 1) y "servidlos como al Señor y no como a hombres" (Ef. 6, 7).

Como el hecho de que ese domnus negotii se difumine en el anonimato de las grandes empresas o de las grandes organizaciones publicas, no mengua el vigor de lo ordenado por el Apóstol: "Amos, que nadie engañe o explote al hermano; proveed a los que os sirven de lo que es según la justicia e igualdad; que el Señor será, en su día, el vengador de estas cosas (Col. 4, 1; Tes. 4, 6); y dejad las amenazas, considerando que en el cielo esta el Amo de ellos y de vosotros, y que para El no hay acepción de personas" (Ef. 6, 9).

Decidme, ¿cabe otra doctrina social más justa y mas avanzada que esta? Porque una doctrina social justa no es aquella que prescinde y barre los intereses legítimos, una doctrina social avanzada no es la que aplasta la justicia ante el número o el poder. Una doctrina social avanzada y justa es la que equilibra y compensa todos los factores, no con la picardía o la fuerza, sino con la justicia y el amor.

"El que no quiera trabajar que no coma", dice San Pablo (2 Tes. 3, 10), pero sepa también el avaro codicioso de la riqueza, que la desvía de su destino creador, la arrebata a sus hermanos y se convierte en idolatra del becerro de oro, que como tal idolatra se ha hecho incapaz del reino de Cristo, y atrae sobre si, al hacerse hijo de la desobediencia, la ira fulminante de Dios (Ef. 5, 6).

Nuestra Fe Cristiana

He aquí una apretada síntesis de la teología de San Pablo, del hombre que nos visitó para hincar entre nosotros la piedra fundamental, para traernos el mensaje de la salvación que en medio del polvo del camino, de las imperfección es y de las debilidades humanas, hemos conservado incólume hasta hoy, y a través de las vicisitudes de la Historia, y que aspiramos a legar a nuestros hijos y con ellos a los españoles de mañana.

Nadie puede, so pretexto de tales imperfecciones, negar su cooperación a la tarea. Es demasiado cómodo y demasiado cobarde, en esta hora aciaga y difícil del mundo, sentarse como espectador mientras desfilan los acontecimientos y limitarse a aplaudir o patear la escena a medida de nuestro interés, de nuestra afición o de nuestro talante.

Lo que tiene de bueno esta hora que vivimos es su dimensión universal, que abarca el planeta y nos pellizca, nos levanta de nuestro asiento y nos hace pasar al escenario para desempeñar un papel, aunque sea modesto, de actores eficaces.

En busca de la paz

En esta representación, nosotros, los cristianos, también buscamos y anhelamos la paz, pero no la que el mundo nos depara. La paz que en si misma tiene la garantía de su propia seguridad, es falsa. Pablo lo afirma cuando escribe: "Cuando digan paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos, de repente, la ruina, como los dolores de parto a la que esta encinta; y no escaparan."

La paz que nosotros buscamos es la del Dios de la paz, la que nos proporciona saber que el Señor esta cerca (Fil. 4, 5). Esta paz -condición del espíritu- hace al hombre pacifico y no al pacifista. El pacifista es el gran sacrificador de los valores más altos y más nobles a su comodidad y a su egoísmo. El pacifico es el hombre que se hace violencia para conservar o restaurar un orden justo sin el que no es posible la paz del Señor Cristo, el varón pacífico por excelencia, entro en una lucha cruenta por restablecer la paz entre Dios y los hombres, y se clavó en el madero de la cruz.

El camino de la Cruz

Desde entonces, la cruz abrazada por Cristo es signo de salvación para los hombres. Per aspera ad astra, per crucem ad lucem. Dilexit me et tradidit semetipsum pro me. Me amo y se entrego a la muerte por mi, y por todos.

En el Santuario que los hijos del Padre Claret han dedicado en Madrid al Inmaculado Corazón de María se conserva la imagen del Cristo del Consuelo, un crucifijo que, según se cuenta, dijo una vez dulces palabras al fundador del Instituto. Es un Cristo impresionante, de tres clavos, con una mirada perdida en la eternidad y atravesado de un amor dolorido. Lo extraño de esta imagen es su prendimiento en la cruz, el amoroso descanso sobre el madero, el roce acariciante de la piel amoratada del Señor sobre el ara inerte del suplicio.

A veces, he querido entrever en lo suave de esa postura, un mensaje al cristiano que se arrodilla ante el Cristo, una invitación a transformar el sacrificio en consuelo, el dolor en alegría, la incertidumbre en gozo. La Cruz, sin Cristo, es inaceptable e insufrible. Pero la Cruz, con Cristo, santificada por EL, conllevada con EL, completando en nosotros lo que aun falta de inmolación en el Cristo total, es nuestra grandeza y nuestra victoria. Pablo fue un enamorado de Cristo y de Cristo crucificado, y por ese Cristo crucificado se complacía, como escribe en la segunda de las Epístolas a los de Corinto, "en las flaquezas, en los oprobios, en las necesidades, en las persecuciones, en las angustias, porque -he aquí una de las grandes paradojas del cristianismo, tan gratas a Pablo- cuando soy débil entonces soy fuerte".

Los testigos de 1a Resurrección

Pero Pablo amó a un Cristo crucificado que resucita. Nosotros somos los testigos de la Verdad y de la Vida, porque Cristo es la Verdad y la Vida, usquae ad ultimum terrae (Hech. 1, 8). Nosotros somos los testigos de la resurrección, y hemos de dar testimonio con una vida digna de El, con una vida en la que, en medio de las imperfecciones y de las debilidades, se haga patente a aquellos que nos rodean que Dios vive en nosotros, que esa resurrección, que en su día se consumará redimiéndonos y rescatándonos de la muerte, ha comenzado en el tiempo al redimirnos y rescatarnos, con nuestro fiat, de la miseria del pecado, de las garras de aquel que ha sembrado en el mundo el misterio de la iniquidad.

Dad , hermanos, vuestro fiat, no andéis inútilmente dando vueltas al palacio encantado de vuestros sueños pare el futuro o de vuestras ilusión es desencantadas y marchitas Ese palacio no tiene mas llave ni mas introductor que Cristo, el Mediador, el que nos abre los tesoros de un mundo que no podéis despreciar porque El lo adquirió pare nosotros con el precio de su sangre.

Cristo es todavía el "Deus absconditus"

Para muchos, a pesar de que nuestra tierra está llena de tradición y de presente religioso, Cristo es aun el Deus absconditus, el Dios desconocido de que Pablo hablaba a los de Atenas, el Dios que hay que seguir predicando a los estoicos que se refugian en su silencio puritano y a los epicúreos que se entregan a la locura de los placeres.

Iesus Christus heri et hodie, ipse et in saecula (Hebr 13, 8) sigue siendo el gran desconocido. Por eso nuestro lema, como el de Pablo, ha de ser omnia et in omnibus Christus (Col. 3, 11).

Ojalá que alguno de vosotros, al escuchar mis palabras, haya hecho de su tristeza, según el mundo, que obra la muerte, la tristeza, según Dios, que obra el arrepentimiento (2 Cor. 7, 10) y haya sentido el " ¡Alegraos en el Señor!" (Fil. 4, 4) que tanto repetía nuestro Apóstol.

"Factus ex muliere". La armadura de Dios

Y si aun vaciláis, si algo os queda dentro que os maniata u os detiene, acordaos de la Mujer. Dice Pablo que Cristo factus ex muliere (Gal. 4, 4), que fue hecho de Mujer, de una Mujer que dijo que sí. Id a Ella, a María, a la Mujer, a la Mujer del Cristo total que ruega por vosotros a corazonadas de amor, pare que apoye vuestro fiat vacilante, dubitativo e incierto y lo asuma, incorpore y apriete a su gran Fiat salvador.

Que Ella, la mujer del Fiat, la Stella Maris, siga velando por nuestra Cristiandad hispánica, repartida por toda la redondez de la sierra. Que Ella, la mujer del Fiat, la Stella Maris, sobre las aguas azules y tranquilas del Mediterráneo, lleve hasta Pedro, el Pedro continuado de Roma, unas palabras del Apóstol que hoy mas que nunca debemos hacer nuestras: los hijos españoles de Pablo, los que hemos recibido la señal casi dos mil años después de su llegada, oramos y velamos. Aquí nos tienes firmes, vestidos con la armadura de Dios, ceñidos los lomos con el cíngulo de la verdad, cubiertos con la coraza de la justicia, calzados los pies con la prontitud del Evangelio, embrazando el escudo de la fe, protegidos con el yelmo de la esperanza, y empuñando la espada del Espíritu (Ef. 6, 11.18; 1 Tes. 5, 83).
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B.P.L.



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