Pero la conciencia no es
libre. Obedece a una ley y a una verdad
superiores a ella. Su rango es el de un
embajador, que transmite fielmente los deseos y
encargos de su gobierno, o el de un heraldo, que
promulga exactamente los edictos del soberano. De
allí proviene su fuerza de obligar. Cuando el
embajador desobedece el mandato de quien lo
envió, o el heraldo tergiversa o malinterpreta
el sentir de su jefe, uno y otro son
desautorizados y con toda probabilidad
destituidos, por transmitir a nombre de su
mandante algo que éste no dijo ni pudo decir. La
primera obligación de quien invoca su conciencia
es, por ello, verificar si el mensaje que ella
promulga está en plena concordancia con la
verdad. La libertad de la conciencia no es
nunca libertad "con respecto a" la
verdad, sino siempre y sólo "en" la
verdad, recuerda con énfasis Juan Pablo II
en la Encíclica que escribió para reivindicar
el esplendor de la verdad y fijarle, a la
conciencia, sus límites infranqueables. La
conciencia no es autónoma ni creativa, sino
obediente y testimonial. Su juicio no establece
la ley, sino que afirma la autoridad de la ley
natural y de la razón práctica con relación al
bien supremo. Con-ciencia es un saber
compartido: el hijo escucha la voz del Padre,
cuyo eco resuena en el santuario del corazón.
Entonces el hijo sabe lo que el Padre sabe y
quiere. Al obedecer a su conciencia, obedece a
Dios.
De lo anterior surge un doble imperativo:
escrutar la conciencia para formarse un juicio
recto y objetivo antes de cada decisión; y
someterse a un proceso de formación y
reformación de dicha conciencia. El
cumplimiento de ambos imperativos está al
alcance de todos, ya que en todos habita la luz
divina de su Creador.
Si el llamado a actuar en conciencia es
creyente, se pondrá en oración para implorar la
sabiduría de lo alto. El fruto de esa oración
dependerá no sólo de su fe y perseverancia,
sino también del grado en que el orante quiera y
pueda vaciarse de todo prejuicio y pasión, e
impermeabilizarse contra toda indebida presión.
La libertad interior y exterior son el
presupuesto indispensable para escuchar y
obedecer la conciencia. Pero ésta sigue siendo
obediente a una ley y verdad superiores a ella.
Junto con la oración, el que quiera cumplir
su deber de actuar en conciencia se someterá a
las reglas de la prudencia. Esta virtud cardinal
manda: 1) observar rigurosamente los principios
que regulan la materia sometida a decisión; 2)
argumentar con lógica para aplicarlos al caso;
3) escuchar a los expertos, sabios y buenos
consejeros; 4) hacer memoria de lo ya acaecido,
para no repetir los errores; 5) proyectar los
escenarios que previsiblemente sobrevendrán,
según el tenor de la decisión tomada; 6)
evaluar todas las circunstancias (cuándo,
dónde, cómo, quién, por qué, para qué, a
qué costo); 7) disponer las precauciones para
aminorar el impacto negativo que cualquier
decisión conlleva; y 8) sólo entonces, escuchar
y seguir la voz del corazón, del Maestro que
habita en el interior, y dejarse llevar por la
intuición sagaz que sabe, e impera: esto es.
El siguiente paso para formar la conciencia,
obediente y no autónoma, es el ejercicio de la
caridad. En toda decisión ha de primar la
suprema regla del amor y de toda moral: hacer el
bien, evitar el mal. Y nunca hacer el mal para
obtener un bien. Hacer por los demás lo que uno
espera y exige que los demás hagan por uno.
Nunca cooperar intencionadamente con el mal
perpetrado o pretendido por otro. No dar a otros,
en especial a los más débiles, sencillos y
pobres, motivo u ocasión de escándalo.
Permanecer abierto al perdón y generoso en la
misericordia, virtud que incluye corregir al que
yerra y enseñar al que no sabe. Y si uno profesa
la fe católica, atender con docilidad y
diligencia la doctrina cierta y sagrada de su
Magisterio. Por voluntad de Cristo, la Iglesia es
maestra de la verdad. Su autoridad y enseñanza
en materias morales no menoscaba en modo alguno
la libertad de conciencia de sus hijos, sino les
manifiesta con seguridad las verdades ya escritas
en la ley natural o en la revelación divina.
He aquí el test que la conciencia cristiana
debe aprobar, si su titular reclama se le deje
actuar en conciencia. El discípulo de Cristo
está en permanente necesidad y deber de dar
examen ante su Maestro, como el embajador y el
heraldo lo están ante su rey. Se prepara así
para el test final, esbozado en Mateo 25, que
contempla 3 materias: prudencia previsora;
inversión eficaz, y para ello audaz, de los
talentos recibidos; y voluntad de servir a Cristo
en los más necesitados de misericordia.
El Reverendo Padre Joaquín Alliende tenía y
tiene toda la razón al recordar esta verdad
elemental de nuestro Catecismo: cada uno rinde
examen de sus actos. Y a mayor autoridad, y a
mayor trascendencia de la decisión tomada, más
riguroso será el examen.
Para Dios, y por consiguiente para la
Iglesia, la materia más decisiva por su
carácter nuclear, es la familia. Ella es su obra
predilecta y su instrumento primero para el
gobierno y redención del mundo. Es la fragua en
que se forja el destino de la Humanidad. Su
cáncer más invasivo y contagioso es el
divorcio, porque la destruye, esteriliza su amor
y le hace imposible educar a los hijos.
Muy sólidas tendrían que ser las razones, y
muy brutales las presiones para que una
conciencia formada en la fe católica optara por
dar su voto favorable e indispensable para una
ley de divorcio. Las razones no las hemos
escuchado. Las presiones, no las conocemos. Si
las hay, las venceremos con la más dulce y
eficaz de todas las presiones: nuestro Rosario
diario, ofrecido con afecto y constancia
imperturbable, para que nuestros legisladores
acojan en su conciencia el llamado de Pablo a los
cristianos de Efeso: "no andéis como
los gentiles, que andan en la vaciedad de sus
criterios. No es así como habéis aprendido a
Cristo, si es que es El a quien habéis oído.
Dejad que el Espíritu renueve vuestra mentalidad
y vestíos del Hombre nuevo, creado a imagen de
Dios, en la justicia y santidad de la
verdad". .
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Raúl Hasbún
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