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La crisis de la identidad europea: Reflexiones desde la tradición benedictina por Santiago Cantera Montenegro, O.S.B. La construcción de Europa: En esta primera parte los Cimientos: Ser e identidad de Europa. Y los Pilares, arcos y bóvedas: La formación de Europa. Posteriormente los Tímpanos y capiteles: El mensaje de Europa. La prueba del tiempo: La crisis de la identidad europea. Y la Restauración: La esperanza de Europa. El mensaje de Europa al mundo | Primera Parte
¿Crisis de la identidad europea cuando precisamente se está construyendo Europa? ¿Qué dice este monje, este atrevido y trasnochado “fraile” que aún viste un hábito negro con capucha, al inicio del siglo XXI? ¿De qué cosas nos habla y por qué parece inquietarnos con estos títulos que hacen referencia a una crisis, cuando los medios de comunicación social nos explican y convencen de que todo va muy bien y que se auguran tiempos magníficos? ¿Tal vez tenga razón esa vicepresidenta de un gobierno, que ha calificado de “tenebrosos e inmovilistas” a “los curas y los jueces” porque, según ella, “desde hace siglos se han opuesto a todos los avances”? Lo que quiere contar aquí este monje benedictino, sencillamente, no son más que sus impresiones ante el proceso actual en que se halla inmersa Europa y, aún más ampliamente, la civilización occidental, que es de cuño europeo. Sus opiniones son todo lo pobres que puedan serlo por su persona, pero trata de elaborarlas y exponerlas, no tanto desde su propio punto de vista, como a raíz de lo que una Tradición secular, de la que se sabe heredero y partícipe, le permite observar y juzgar, así como a la luz de una vida dedicada a la contemplación de Aquel sin Quien nada ni nadie podrá explicarse, por más que se intenten buscar sustitutos que rellenen el vacío que deja la ausencia de Dios. Hemos hecho alusión a dos conceptos fundamentales, de los que hoy carece la sociedad europea: raíces y luces. La sociedad europea, que en nuestro tiempo está tratando de configurarse a sí misma de un modo absolutamente nuevo, ha renunciado a las verdaderas raíces que le podían dar consistencia. Reniega de su pasado más auténtico, de aquél que dio vida a Europa, y quiere edificar una nueva “casa común europea” en el vacío. De este modo, es obvio que el desplome se producirá más tarde o más temprano. No hay más que escuchar lo que hace ya dos mil años enseñó un Hombre extraordinario en Palestina: “Así, pues, todo el que escucha estas mis palabras y las pone por obra, se asemejará a un varón prudente que edificó su casa sobre la peña; y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y se echaron sobre aquella casa y no cayó, porque estaba cimentada sobre la peña. Y todo el que escucha estas mis palabras y no las pone por obra, se asemejará a un hombre necio que edificó su casa sobre la arena; y bajó la lluvia, y vinieron los ríos, y soplaron los vientos, y rompieron contra aquella casa y cayó, y su derrumbamiento fue grande.” Pero, claro, a este Hombre, que la Europa de otro tiempo reconocía como Dios, hoy se le quiere desterrar del continente, e incluso se evita pronunciar su Nombre, y por consiguiente se caerá en el olvido de sus prudentes y sabios consejos. Así que, por eso mismo, ante este destierro decretado abierta o tácitamente contra ese Hombre-Dios, el monje que escribe estas líneas, que se sabe auténticamente libre, explicita con firmeza y con amor, aquí y ahora, dicho Nombre: Jesucristo, Rey y Señor del Universo. Y es también Jesucristo Quien iluminó la Europa de otro tiempo y Quien, con aquella Europa cristiana, hoy podría iluminar a la Europa actual si ésta le recibiera nuevamente. La Europa de hoy carece de luz verdadera; su desarrollo material, del que no hay garantía que vaya a durar siempre, la llena de luces artificiales: tecnología, consumismo, placeres pasajeros… Es decir, nuevos ídolos que la envanecen, la vacían de contenido y la hipnotizan. Pero no tiene auténtica luz perdurable, porque rechaza el entronque con sus raíces históricas y abjura de Jesucristo, Quien ha dicho de Sí mismo: “Yo soy la Luz del mundo; el que me sigue no tema caminar en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida.” Ésta es, pues, la Europa que Juan Pablo II, en su exhortación apostólica postsinodal Ecclesia in Europa, ha definido como inmersa en un proceso de “apostasía silenciosa”. Según el Papa, y de acuerdo con lo que recordaron los Padres reunidos en el Sínodo, esta situación se ve caracterizada en buena medida por “la pérdida de la memoria y de la herencia cristianas, unida a una especie de agnosticismo práctico y de indiferencia religiosa, por lo cual muchos europeos dan la impresión de vivir sin base espiritual y como herederos que han despilfarrado el patrimonio recibido a lo largo de la historia. Por eso no han de sorprender demasiado los intentos de dar a Europa una identidad que excluya su herencia religiosa y, en particular, su arraigada alma cristiana, fundando los derechos de los pueblos que la conforman sin injertarlos en el tronco vivificado por la savia del cristianismo.” Y a un monje benedictino, ¿qué le corresponde pensar acerca de Europa, con relación a esas raíces y a esas luces que ha mencionado? Desde su retiro en el claustro, apartado del “mundanal ruido”, ¿qué es lo que puede aportar? Ya digo que el valor de lo que aquí exponga no son tanto unos juicios personales, que indudablemente pueden ser pobres y no exentos de errores, como unos juicios realizados a partir de una vida dedicada a Aquel que es la Luz del mundo, y a partir asimismo de la luz que concede el verse respaldado por una Tradición secular. No en balde, como un agnóstico le reconoció a un notable abad francés, el fundador del monasterio provenzal de Le Barroux, Dom Gérard Calvet: los monjes, “en medio de esta desbandada general, son los testigos de la permanencia de los valores”. En efecto, el monacato es heredero de una Tradición y él mismo en gran medida es Tradición. Y como Tradición que es, es una Tradición siempre viva. La esencia de la vida monástica es la búsqueda absoluta y contemplativa de Dios en un clima de silencio y soledad, lo cual implica necesariamente el retiro del mundo y un esfuerzo ascético. Y la Tradición, desde una metafísica tomista, ha sido otra vez definida recientemente por el doctor Palomar Maldonado, de acuerdo con los profesores Petit y Prevosti, como “arraigo o enraizamiento del devenir en el ser”. Este mismo autor también ha recordado su vinculación con las raíces, la savia, la memoria de la paternidad en una comunidad y el sentido de la filiación, y ha puesto en relación el amor humano implícito en ella con el Amor de Dios. Asimismo, ha señalado como rasgos característicos de la Tradición: la acción (en tanto que transmisión), la comunión (hay acción comunicativa entre el donante y el que recibe), la permanencia (lo que se transmite es lo permanente) y la esperanza, pues es a la vez proyección de futuro y posee por lo tanto perfectividad (tiende a una meta y, considerando la vocación del hombre a la eternidad, el sentido de la Historia es la realización del designio divino, el Reinado de Cristo). Son varios los estudios que se han dedicado al concepto de Tradición monástica, pero aquí sencillamente diremos que la idea de Tradición en el monacato está siempre presente, ya que éste se concibe y se vive como un legado recibido de unos padres fundadores, que se ha de continuar trasmitiendo a las siguientes generaciones de monjes y se debe vivir con fidelidad. Un legado que recoge y es fundamentalmente esa misma esencia de la vida monástica, la cual, según la diversidad de vocaciones especiales suscitadas por el Espíritu Santo, puede manifestarse de dos grandes formas: cenobítica (vida comunitaria) y eremítica (vida solitaria). Y éstas, a su vez, se diversifican en una variedad bastante amplia, lo cual lleva a poder hablar de una Tradición benedictino-cisterciense, una Tradición cartujana, una Tradición jeronimiana, una Tradición basiliana, etc. Pero en conjunto, todas conforman la Tradición monástica, la cual se retrotrae en un primer término a la Tradición de los primeros Padres monásticos del Oriente cristiano: sirios y, sobre todo, egipcios. Y dichos Padres, por su parte, se remitían a la Tradición del premonacato bíblico, representado especialmente por personajes como Elías en el Antiguo Testamento y San Juan Bautista en el Nuevo. Pero, aún más, junto a esta propia Tradición monástica, el monje se sabe heredero de unos antecesores que construyeron Europa, tanto la occidental (especialmente los benedictinos y cistercienses) como la oriental (sobre todo los basilianos); ambos eran a su vez hijos de unos padres que echaron los cimientos sobre los que les fue posible, en realidad sin pretenderlo, llevar a cabo aquella magna obra de edificar toda una civilización en el curso de varios siglos. Y esos padres, Copatronos de Europa, fueron San Benito de Nursia y los santos hermanos Cirilo y Metodio. Por lo tanto, el monje es heredero también en este terreno de una Tradición secular, es hijo de unos predecesores que han sido invocados y designados como “Patronos” y “Padres” de Europa. El monje es heredero de la más rica y pura esencia de la Tradición europea: la de sus raíces y su carácter cristianos. Estas páginas no pretenden ser ni un estudio a fondo ni una breve síntesis histórica, como otros trabajos que haya elaborado hasta el momento. Se trata más bien de unas reflexiones, como el subtítulo indica, hechas por un hijo de San Benito a raíz y a la luz de la fe cristiana, de la vida de oración y de la Tradición de que este benedictino se siente partícipe, heredero y transmisor. Asimismo, están elaboradas a partir de la formación adquirida, antes de abrazar la vida monástica, primero como alumno de Geografía e Historia, y luego como profesor en la Universidad, donde impartió, entre otras asignaturas, la de “Historia de las Civilizaciones”, que tanto disfrutó y que le permitió reflexionar sobre la materia, en buena medida siguiendo de cerca el pensamiento y la obra de Christopher Dawson. Estas páginas, pues, son propiamente un ensayo de tipo religioso-filosófico-histórico, todo lo pobre que la persona de este monje es, pero todo lo rico que la Tradición y la fe en Cristo pueden aportar hoy a Europa. El cristiano, y especialmente el monje, es un hombre libre frente a las presiones del “mundo”. Su obediencia consagrada, abrazada voluntariamente, le confiere auténtica libertad. Quien se dona a Cristo y a su Santa Iglesia, en una entrega voluntaria de su vida como respuesta a una llamada personal amorosa que Dios le ha hecho, se sabe y se siente libre. Por eso mismo, me veo libre de los condicionamientos humanos, de los miedos a lo que pueda pasar por hablar con claridad, del temor a incurrir en juicios “políticamente incorrectos”, etc. Mi vida es de Cristo y para Cristo, y por eso, la calumnia padecida por Él, la persecución sufrida por su Nombre y el martirio por no renegar de Él, son motivo de gloria y de dicha, como lo son para todo cristiano; aunque jamás hay que olvidar que la perseverancia y el triunfo en esas pruebas no existirán si no se piden a Dios como gracias suyas que son. Con esa libertad, pues, se puede proclamar abiertamente lo mismo que decía poco antes de su asesinato en 1936 don José Calvo Sotelo, ante las amenazas de muerte venidas contra él del diputado socialista Ángel Galarza y de los comunistas Jesús Díaz y Dolores Ibarruri, nada menos que en las Cortes: “La vida podéis quitarme, pero más no podéis”. O lo que nueve siglos antes había respondido un gran abad benedictino español, Santo Domingo de Silos, al rey don García de Navarra, tal como poéticamente lo narra el también benedictino Gonzalo de Berceo: Puedes matar el cuerpo, la carne maltraer, mas non as en la alma, rey, ningún poder. Y aún antes, e inspirándose sin duda uno y otro en Él, el divino Maestro había dicho: “No temáis a los que matan el cuerpo, pero al alma no la pueden matar, sino temed más bien al que puede arruinar cuerpo y alma en la gehena.” Los dirigentes de la Europa actual, con la nueva Constitución que pretenden que ésta se dé a sí misma en función de una abstracta y falsa “voluntad general” (en realidad, se nos impondrá, después de cacarear bien que se ha hecho por vía del consenso y de la aprobación mayoritaria de los europeos), intentan pasar del templo pagano griego y romano al templo neopagano racionalista de la diosa Razón que erigió la Revolución Francesa y, desde él, al templo también neopagano de la diosa Europa laicista y capitalista. Pero, ¿qué ocurre con las basílicas cristianas antiguas, con las iglesias bizantinas y prerrománicas, con las catedrales románicas, góticas, renacentistas y barrocas? ¿No existen estos edificios, como no existen estos siglos de cristianismo? ¿Por qué la Constitución europea ignora este tiempo? Es ésta la razón por la que, admirando la belleza de las catedrales cristianas, sobre todo las del Medievo, el monje que desea escribir estas páginas lo hará teniendo presentes sus rasgos arquitectónicos. Y así, entrando por un pórtico, se acercará a ver cuáles son los sólidos cimientos sobre los que se asienta la Europa verdadera, cuáles son los pilares, los arcos y las bóvedas que culminan el edificio, y qué mensaje nos transmite la decoración en los tímpanos de las puertas y en los capiteles. También se verá cuál es el efecto del paso del tiempo, cómo puede haberlo dañado y de qué modo será necesario emprender la restauración. Humanamente, me gustaría que estas reflexiones pudieran estar completas y en la calle antes del referéndum que en España se celebrará el 20 de febrero de 2005 para la aprobación de la Constitución europea, aunque no veo fácil que lleguen para la ocasión. Por eso, aprovecho la solicitud y la generosidad de los amigos de Arbil para que, aquello que esté ya redactado, sea publicado por esta revista virtual de pensamiento que goza de una enorme difusión. De todas formas, a decir verdad, también importa poco humanamente que estas páginas estén completadas para la fecha indicada, pues los entusiastas de la Constitución europea al final la sacarán adelante de cualquier modo. ¿Acaso no recordamos ya cómo hicieron repetir el referéndum en Dinamarca para la aprobación del Tratado de Maastrich o Mastrique, porque en una primera votación venció el “No”? No olvidemos que la democracia liberalcapitalista no tolera la derrota. No perdamos de vista que los responsables de este régimen actúan con total intransigencia cuando no consiguen los resultados que esperan, aun a pesar de que sea el pueblo, el supuesto sujeto de la democracia, el que abiertamente diga “no” a sus planes. La democracia liberal de partidos no es otra cosa que una oligarquía plutocrática, sustentada sobre un consenso mayoritario, el cual es producto de una manipulación demagógico-propagandística. Y por eso podemos estar convencidos de que, si no se logra primero a través de un conveniente lavado de cerebro efectuado en los medios de comunicación social (o, más propiamente, de transformación mental), al final se nos acabará imponiendo, de la manera que sea y con todas las repeticiones de votaciones que hagan falta (tras las oportunas campañas propagandísticas), la famosa Constitución europea, cuyo preámbulo hace abierta omisión del Nombre de Dios, del Nombre de Jesucristo e incluso de la más mínima mención a las raíces cristianas del continente. Y del resto de la Constitución, ¿qué decir, cuando se está imposibilitando que sea conocido por los ciudadanos el texto que van a votar? Evidentemente, van a votar un texto que ignoran de un modo absoluto. ¿Y a esto llaman democracia? No obstante, como la fe es más fuerte que el totalitarismo revestido de democracia, tampoco hemos de dudar que Dios dará su apoyo a quienes confían en Él. Y por eso no debemos dudar tampoco que es posible reconstruir la verdadera Europa. La esperanza siempre ha de ser más fuerte que la dureza de la situación que se afronta, porque el Dios cristiano es el Dios de la esperanza. Cimientos: Ser e Identidad de Europa Una de las mayores pérdidas que la civilización cristiana occidental ha sufrido en los últimos años, aproximadamente a partir de los 60 del siglo XX, ha sido la originada por una especie de derrumbe de la Escolástica y del tomismo, tras un largo período de nuevo apogeo experimentado desde finales de la centuria del 1800. Este desplome ha sido patente de un modo muy particular en la Iglesia Católica, que era donde se encontraba en pleno auge. La incursión de las corrientes de la “Nueva Teología” y de otras provenientes del protestantismo e incluso de fuentes ideológicas totalmente ajenas a la fe, trajo su casi desaparición entre los teólogos católicos y en los centros de formación, seminarios diocesanos y universidades, para dejar paso a nuevas formas de enseñanza, de exposición y de investigación cuyos resultados, sobre los que hoy se puede ya realizar un juicio bastante certero, han sido en general desastrosos: caída del nivel de conocimientos, incapacidad para el debate por el abandono del método deductivo y dialéctico propio de la Escolástica, errores doctrinales y un largo etcétera, que se va haciendo conveniente subsanar pronto. Es evidente que la Escolástica podía tener sus puntos flacos y que, sobre todo, la desviación con mayor o menor frecuencia hacia las “sutilezas escolásticas”, es decir, hacia las discusiones acerca de cuestiones extremadamente minuciosas e intrascendentes, eran aspectos en verdad criticables y que se debían evitar y superar. No obstante, una cosa era esto, y otra muy distinta la crítica despiadada, con verdadero odio e inquina, que se venía haciendo contra la Escolástica y el tomismo desde tendencias externas al catolicismo y desde las modernistas que en su seno se movían y que estaban emparentadas directa o indirectamente con las primeras. Y esto fue lo que los sucesivos papas fueron advirtiendo con bastante energía desde el Beato Pío IX en el Syllabus, del 8 de diciembre de 1864. León XIII, por su parte, impulsó un esplendoroso desarrollo de la Escolástica y del tomismo con su encíclica Aeterni Patris Filius, del 4 de agosto de 1879, “sobre la restauración de la Filosofía Cristiana”. Él mismo hizo otras referencias importantes en Divinum illud, de 9 de mayo de 1897, y su sucesor San Pío X, en su lucha contra el modernismo, expresó en la famosa Pascendi Dominici gregis, de 8 de septiembre de 1907, el ataque emprendido por éste contra la Teología y la Filosofía católicas y más concretamente contra la Escolástica. Muy dignas de destacar también son las encíclicas Studiorum ducem de Pío XI (1923) y Humani generis de Pío XII, dada ésta el 12 de agosto de 1950, y en la que advertía “de las falsas opiniones contra los fundamentos de la doctrina católica”. A pesar de los cambios habidos a raíz del Concilio Vaticano II, éste, en el decreto Optatam totius sobre la formación sacerdotal, de 28 de octubre de 1965, volvía a incidir en la necesidad de no apartarse del “patrimonio filosófico de perenne validez” y, en particular, del magisterio de Santo Tomás de Aquino. Y Pablo VI y Juan Pablo II insistirían varias veces más en la importancia de acogerse a la guía del “Doctor Angélico”, a quien incluso el segundo concedería el título de Doctor Humanitatis, “Doctor de la Humanidad”, aparte de reafirmar su valor en Fides et ratio. No obstante, a pesar de todo ello, y como hemos dicho, la Escolástica y el tomismo sufrieron una especie de derrumbe a partir de los años 60 y 70, pero esto era algo que se venía labrando desde mucho tiempo atrás por parte de sus enemigos. De especial interés resultan algunos estudios realizados unos años antes por prestigiosos teólogos, algunos de ellos españoles, que advertían de este peligro: tal es el caso del P. Bernardo Monsegú, religioso pasionista, y del P. carmelita Gregorio de Jesús Crucificado, en la XI Semana Española de Teología, celebrada en 1951 y dedicada a la Humani generis de Pío XII. Por poner otro ejemplo de unos 20 años después, cabe mencionar el trabajo dedicado por Miguel Poradowski a dilucidar cuáles son los motivos de la oposición marxista al tomismo. También debemos advertir que, pese al declive de la formación tomista y, mucho más aún, de la formación escolástica en el seno de la Iglesia Católica, sin embargo el tomismo sigue teniendo gran fuerza, tanto entre numerosos eclesiásticos y en bastantes centros de estudios, como quizá más todavía entre destacados filósofos seglares de hoy. Tal es el caso, en España, de la conocida “Escuela Tomista de Barcelona”, que entre sus cabezas ha contado y cuenta con nombres de prestigio nacional e internacional como el jesuita P. Ramón Orlandis, Francisco Canals, Eudaldo Forment, José María Alsina, Antonio Prevosti, Margarita Maurí, etc. Y también en España, es obligado mencionar el entorno de la “Fundación Speiro” y la revista Verbo, con sede en Madrid y actualmente bajo la dirección de Miguel Ayuso. Asimismo, no podemos olvidar el desarrollo que está adquiriendo la “Sociedad Internacional Tomás de Aquino” (S.I.T.A.), fundada en Roma con presencia de Pablo VI y por iniciativa del entonces cardenal Karol Wojtyla, hoy papa Juan Pablo II, y cuya irradiación va en aumento. De esta manera, puede decirse que el aparente cataclismo sufrido por el tomismo se halla ya en un claro proceso de superación y que más bien nos encontramos ante un momento de nueva restauración, quizá sobre todo en el ámbito seglar. Y sin embargo, en nuestros días aún seguimos pudiendo leer textos que ridiculizan o critican de diversas maneras la Escolástica y el tomismo, sobre todo redactados por religiosos y sacerdotes de la generación del Posconcilio o afectados por éste, y en general es indudable que persiste una mentalidad de “faceta superada” con respecto hacia la Escolástica y el tomismo, dentro del mundo eclesiástico. Ahora bien, ¿por qué estas consideraciones aquí acerca de la Escolástica y del tomismo, que en todo caso podrían venir mejor ajustadas en otra parte más avanzada de estas reflexiones? ¿Y por qué venidas de un benedictino, cuando tal vez el monacato haya desarrollado una “Teología monástica” más enraizada en los Santos Padres y en la propia experiencia espiritual? ¿Ha habido una Escolástica monástica? Responderemos antes brevemente a las dos preguntas últimas. Es cierto que el monacato ha desarrollado una “Teología monástica” con caracteres propios y más enraizada directamente en los Padres de la Iglesia y en la experiencia espiritual de los monjes místicos y teólogos, y que así fue defendida por grandes autores como el benedictino francés Dom Jean Mabillon, de la Congregación de San Mauro. Pero, al mismo tiempo, un monje, y más aún un benedictino, nunca debe olvidar que a nuestro gran San Anselmo siempre se le ha considerado el “Padre de la Escolástica” en el siglo XI y principios del XII. Y tampoco podemos perder de vista que en la Tradición teológica benedictina, y monástica en general, contamos con notorios autores que supieron depurar la Escolástica de adherencias insulsas y compaginarla con la Tradición patrística y monástica del mejor modo posible, como fue el caso de uno de los mayores anselmianos de la Historia, el cardenal español Fray José Sáenz de Aguirre, monje de la Congregación de San Benito de Valladolid en el siglo XVII. O a finales del siglo XIX y principios del XX, no podremos olvidar al P. Gredt y la escuela benedictino-tomista de Salzburgo. Asimismo, el monacato ofrece otras figuras del más alto relieve en el campo de la Escolástica, como el cartujo Dionisio de Rijckel, “Dionisio Cartujano”, del siglo XV, a quien algunos han denominado “el último escolástico” (o, más propiamente, el último de los escolásticos medievales). ¿Y qué decir de los estudiantes de Filosofía y Teología, a quienes en nuestros monasterios aún se sigue denominando cariñosamente “escolásticos”? En cuanto a la primera de las preguntas formuladas antes, respondemos diciendo que las consideraciones que en este punto de las reflexiones hemos hecho con relación a la Escolástica y al tomismo tienen su explicación en dos elementos. Uno es la claridad mental que la Escolástica y el tomismo aportan, además de la seguridad doctrinal que confiere su seguimiento, sobre todo en el tiempo de formación. Y otro es que queremos aproximarnos a la cuestión del ser y la identidad de Europa, y para ello hemos considerado oportuno realizarlo empleando de un modo analógico los conceptos escolástico-tomistas de ser e identidad. En muy breves líneas, diremos que la noción suprema del ser la adquirimos por abstracción de lo intelectual dado en lo sensible o en los datos de la experiencia, y que es una noción que se predica de Dios, de las criaturas, de las sustancias y de los accidentes. El ser es noción simplicísima y trascendental, y significa propiamente lo que existe en el orden físico, algo existente o que está fuera de la nada. Es una cosa determinada, que tiene aptitud para existir. Por lo tanto, el ser significa una cosa determinada y el actual ejercicio de su realidad: la esencia y la existencia. La esencia es algo determinado, que existe o puede existir, mientras que la existencia es la actuación de su realidad en el orden físico, lo que constituye a la cosa fuera de la nada. Así, pues, el ser comprende la esencia y la existencia. La noción de la esencia se expresa bien como “aquello por lo que una cosa es lo que es”; o también: “aquella nota o conjunto de notas que constituyen a cada cosa en sí y que le son tan necesarias que, quitada una, perece el concepto propio de la cosa”. Con razón, pues, se dice fundamento y principio de todas las propiedades del ser. Por su parte, la existencia es la noción más clara y más simple y no se puede definir, pero se puede describir como “la actual presencia del ser en el orden físico” o “aquello por lo que el ser intrínseca y formalmente se constituye presente en el orden de la naturaleza”. Es, por tanto, “la actualidad de la esencia”, y su oficio propio y efecto especial es constituir intrínseca y formalmente a una cosa actualmente presente en el orden físico o real, sacarla del estado de posibilidad y de la nada. El ser en toda su amplitud incluye los seres que actualmente existen (el ser actual, en acto) y los que pueden existir (el ser posible, en potencia). El tránsito de la potencia al acto conlleva la noción del fieri o devenir (llegar a ser) y el concepto de mutación, que es una de sus formas o especies. En general, una cosa puede hacerse, bien por mudanza de otra (producción, que es el caso ordinario, como el pan se hace de la harina), bien por producción total de la cosa (creación: de su no-ser total adquiere el ser). La creación es exclusiva del poder de Dios. En cuanto a la mutación o mudanza, podemos definirla también como el paso de un ser de un estado a otro, y cuenta con los siguientes elementos: a) el sujeto que pasa de un estado o término a otro (términos totales: inicial y final); b)el estado perdido (término inicial a quo);c c)el estado adquirido (término inicial ad quem); éste y el anterior son los términos formales; d) el mismo tránsito o mudanza de un estado a otro. Cabe dividir la mudanza de dos maneras: a) según la diversidad de los términos: generación (tránsito de un término formal negativo a otro positivo: así, la vivificación de la materia o la recuperación de la salud), corrupción (tránsito de un término formal positivo a otro negativo: así, la muerte o la pérdida de la salud) y conversión (tránsito de un término formal positivo a otro positivo: así, la conversión de un amigo en enemigo o la del agua en vino). b) según el modo de la mudanza: instantánea (el sujeto en un momento pasa totalmente de un término a otro, como la producción de los actos del entendimiento y de la voluntad) y sucesiva (el tránsito de un estado a otro se realiza paulatinamente, como el pasar el hombre de una edad a otra o el movimiento de los cuerpos). En relación con el acto y la potencia, cabe referirse también a la materia y la forma. La materia es el sujeto del que, como constitutivo intrínseco, se hace algo, “el sujeto permanente de todas las variaciones que se verifican en los seres corpóreos”, y por eso es acertado decir que la materia es la potencia pasiva o receptiva del acto, la parte determinable del compuesto. Por su parte, la forma es el acto que determina la potencia de la materia y le comunica la perfección para la que está en potencia, constituyendo con ella el compuesto como parte especificativa. La materia y la forma son verdaderas causas, porque ambas influyen en la constitución del ser compuesto, formando sus elementos esenciales y teniendo cada una su manera propia de influir en la producción y conservación del mismo. La causalidad de la materia y de la forma consiste en la unión por la que se comunican mutuamente su entidad en el compuesto, de tal manera que se puede afirmar que la materia “sustenta” a la forma y la forma “informa” a la materia. Del concepto del ser derivan inmediatamente tres principios: principio de contradicción, principio de identidad y principio de medio excluido. No obstante, estos dos últimos se hallan íntimamente relacionados con el primero, son como otras expresiones suyas. El principio de contradicción, denominado con acierto “primer principio” por los escolásticos, fue así enunciado por Aristóteles: “Es imposible que lo mismo convenga y no convenga a la misma cosa al mismo tiempo y bajo el mismo respecto”. En el orden lógico, ello supone que “un mismo predicado no puede afirmarse y negarse al mismo tiempo del mismo sujeto”; pero es ante todo un principio ontológico, no un principio lógico, ya que dos juicios contradictorios no pueden ser verdaderos, porque el mismo objeto no puede ser y no ser a la vez. Por lo tanto, otra definición que se ha dado del principio de contradicción es ésta: “Lo que es, en cuanto es, no puede no ser”. El principio de identidad, no conocido por Aristóteles y Santo Tomás como tal, fue expuesto por primera vez, según parece, por el escotista Antonio Andrés († 1320), quien lo formuló así: “Lo que es, es” (omne ens est ens). También se han ofrecido estas otras expresiones del mismo: “Lo que es, es aquello que es” (fórmula positiva); y “lo que no es, no es” (fórmula negativa). En cuanto al principio de medio excluido, afirma que “una cosa o es o no es”; “dos proposiciones contradictorias no pueden ser a la vez verdaderas o falsas”; “de una misma cosa (al mismo tiempo y bajo el mismo respecto), la afirmación o la negación es verdadera”. Por lo tanto, no puede darse medio entre el ser y el no ser; sería un absurdo. Es un principio, pues, distinto del de contradicción, pero deducido inmediatamente de él, mientras que el de identidad prácticamente puede reducirse al de contradicción. Dos nociones más que manejaremos serán las de identidad y distinción. La primera es “la conveniencia del ser consigo mismo” o “la conveniencia de varias cosas en una entidad”; se funda en la unidad y le añade la relación de conveniencia, bien entre conceptos que expresan una misma realidad, bien entre cosas distintas que se reducen a un concepto común. La identidad puede ser, ya real, ya lógica o de razón. La identidad real es la conveniencia en una entidad de aquellas cosas que se conciben como muchas (tales como la animalidad y la racionalidad en el hombre), y a su vez puede dividirse en física (la realidad física del ser permanece idéntica a sí misma en diversos tiempos, como ocurre con la del alma humana y las sustancias espirituales) y moral (el ser permanece el mismo según la apreciación de los hombres aunque la realidad física cambie paulatinamente, cual sucede en los cuerpos orgánicos y en la sociedad humana). La identidad lógica o de razón, por su parte, es la conveniencia de muchas cosas en un concepto objetivo, y puede dividirse en esencial, cualitativa y cuantitativa. Por lo que a la distinción atañe, hay que decir que se opone a identidad, es “la negación de identidad”: puesto que dos cosas se distinguen entre sí, porque la una no es la otra, se deduce que no son lo mismo. Y esta definición, aunque en forma negativa, significa la entidad propia de la cosa y niega su identidad con otro ser. Hay que advertir, además, que no es lo mismo distinción que división: la primera hace referencia a que una cosa no es la otra, estén o no físicamente separadas; en cambio, la segunda implica la separación física de las cosas. Por lo tanto, como se puede ir viendo, la aplicación que de estos conceptos hagamos a nuestro tema, que bien se puede encuadrar en la Filosofía de la Cultura y la Historia de las Civilizaciones, será de un modo analógico, no del todo exacto y apropiado. Y es conveniente hacer esta advertencia para evitar equívocos. Pero, ya que hacemos referencia a la analogía, hemos de añadir que estamos ante otro concepto empleado de forma muy importante también por la Metafísica, y cuya definición sin duda nos puede aclarar más las cosas. Por término análogo se entiende el que se predica de muchos sujetos en sentido en parte igual y en parte diverso (así, se puede hablar de “animal sano”, “alimento sano”, “color sano”, etc.). El concepto análogo es el que representa una forma que, por su misma razón, conviene a muchos, en parte de modo idéntico, en parte de modo diverso. Una vez expuestos brevemente estos conceptos metafísicos, trataremos de aplicarlos, de un modo analógico, al campo de la Filosofía de la Cultura y de la Historia de las Civilizaciones, para a continuación intentar adecuarlos a Europa y su situación actual. Si un marco humano más o menos amplio en el espacio y en el tiempo, definido por una cultura o un conjunto de ellas con unas características peculiares y un grado elevado de desarrollo material, intelectual y espiritual, es perceptible a los ojos del investigador e incluso del común de los mortales, podemos decir que nos hallamos ante una civilización. Y de ella, bien por el conocimiento presente, bien por el que nos transmiten los documentos de diverso tipo que ha dejado (escritos, arqueológicos, etc.), podremos saber y afirmar que tiene o ha tenido una existencia real en la Historia, ya actual, ya pasada (pero, en este caso, fue actual en otro tiempo). Si nos consta, pues, la existencia de esa civilización, podremos afirmar que es porque tiene o ha tenido ser, porque es o ha sido, dado que tiene o tuvo en otro tiempo aptitud para existir y de hecho existe o ha existido. Y si esa civilización es o ha sido, deberemos admitir que ha de poseer o hubo de poseer una esencia, algo determinado por lo que esa civilización es o ha sido tal civilización. Es decir, que nos ofrece un conjunto de notas que la constituyen o constituyeron como tal civilización concreta en sí, y de las cuales, si se elimina una de ellas, ya no es o no podría haber sido esa misma civilización en sí, sino otra cosa, otra formación humano-cultural. La esencia de una civilización, por lo tanto, es el fundamento y el principio que la define. El proceso y el momento o los momentos por los que una civilización aparece y se configura en la Historia, podemos considerarlos como un tránsito de la potencia al acto y como la actuación de una esencia en una existencia real en el orden físico. Podemos considerar que nos hallamos ante una mutación en el orden físico de las sociedades y de las culturas humanas. Mutación o mudanza que, en el plano de la Historia y de la Cultura, se efectúa de modo sucesivo, paulatinamente en el transcurso de los siglos, si bien en ocasiones hay un hecho histórico determinado que puede producir de manera instantánea la aparición definitiva de una civilización. Pero, en este caso, tal hecho habrá sido el punto final de un tránsito que se venía realizando paulatinamente desde tiempo atrás. Por lo general, el devenir será efectuado y perceptible desde una o unas formas culturales o de civilización concretas (término a quo) a otra civilización determinada (término ad quem). En sentido propio, consideramos que habría que considerar la mudanza en el campo de las civilizaciones como “conversión”, pero por analogía quizá podamos hablar también de “generación” ante la aparición de las primeras civilizaciones de la Historia o en un marco geográfico determinado, y asimismo de “corrupción” cuando una civilización pierde su vitalidad. Posiblemente con cierta disposición al error por nuestra parte, pero advirtiendo por ello mismo que nos estamos moviendo en términos de analogía, podamos considerar la materia y la forma de una civilización. La materia, desde nuestro punto de vista, será básicamente el territorio sobre el que se asienta, y que podrá expandirse hacia otras regiones en el transcurso del tiempo. La forma será el conjunto conformado por la sociedad que habite ese territorio y la cultura con que lo “informará” con unas características peculiares. Mutuamente, pues, materia y forma (es decir, territorio y sociedad con una cultura), se comunican su entidad en el compuesto: la materia “sustenta” a la forma y la forma “informa” a la materia. Como estamos viendo, una civilización está definida por unas características propias que la diferencian de otras. Aquí es donde podemos emplear los conceptos de identidad y distinción. Por identidad de una civilización entenderemos la conveniencia de varios pueblos y de varios rasgos culturales en una misma entidad común: unidad en la diversidad. Le convienen hasta el punto de que son como la definición de su ser, especialmente de cara hacia el exterior. Y como, al hablar de civilizaciones, nos hallamos ante sociedades humanas, habremos de considerar que se trata de identidad real moral. En relación con la identidad, la distinción diferenciará a una civilización concreta respecto de otras. Una civilización es ésa misma y no otra: posee una identidad que la distingue de otras. En fin, cabe asimismo hacer una aplicación analógica de los tres principios derivados del concepto del ser, de tal manera que el principio de contradicción nos vendrá referido más o menos del modo siguiente: una misma civilización no puede a la vez ser y no ser. Es decir, de una civilización no podemos afirmar a un mismo tiempo que es y no es. Y de aquí, teniendo en cuenta las nociones que ya hemos señalado de “esencia” y “existencia” y de “identidad” y “distinción”, habrá que deducir que será imposible afirmar y negar un mismo predicado, al mismo tiempo, de una misma civilización. Así, será absurdo predicar de una civilización que es cristiana y al mismo tiempo negarlo: si esa civilización es cristiana, no podrá no ser cristiana; si es cristiana y se niega que lo sea, se estará negando la realidad de esa civilización, se estará negando su ser. En todo caso, pues, lo que hará quien niegue el ser cristiano de esa civilización, será afirmar que dicha civilización es otra cosa distinta de lo que realmente es. Pero entonces, evidentemente, sólo caben dos posibilidades: o se expresa el deseo (voluntad no siempre conforme con la realidad) de la mutación de esa civilización, o se niega la verdad ontológica y se incurre en abierta falsedad, pues la verdad ha sido tradicionalmente definida como “la adecuación entre el entendimiento y la cosa” (adaequatio rei et intelectus), mientras que la falsedad, por oposición, es “cierta disconformidad entre el entendimiento y la cosa”. Si además hay doblez y maldad en la intención, podemos afirmar que tal afirmación será también un caso claro de falsedad moral o mentira, pues existe una disconformidad de lo que en el lenguaje se expresa, con respecto al juicio de la mente, el cual es consciente de la realidad cristiana de esa civilización, realidad que se niega en el lenguaje. En cuanto al principio de identidad, que ya dijimos que viene a ser otra forma de expresar el de contradicción, podrá aplicarse analógicamente al caso de las civilizaciones así: una civilización que es, es tal civilización. Y por lo que atañe al principio de medio excluido, nos llevará a afirmar que una civilización es tal civilización o no es tal civilización, pero que no son posibles términos intermedios que supongan a la vez una afirmación y una negación del ser de esa misma civilización. De lo contrario, se incurrirá en absurdo. Con todo lo que venimos viendo, habremos de llegar a la cuestión de saber qué es Europa. Y esto es de suma importancia, porque de ello se podrá deducir si lo que hoy afirman los nuevos “constructores” de Europa se ajusta o no a la realidad del ser de Europa; si están diciendo algo verdadero o falso; si ciertamente su proyecto se adecua a lo que realmente Europa es o si más bien están pretendiendo erigir un edificio del todo nuevo que, aunque lleve el nombre de Europa, no es la auténtica Europa, no es Europa. Hoy, como es de todos sabido, estos nuevos “constructores” de Europa nos hablan de la “unidad europea”, de la “Unión Europea”. Pero, como bien afirmó hace ya años el egregio filósofo español Adolfo Muñoz Alonso, “preguntarnos por la unidad de Europa equivale a preguntarnos por Europa”, por “el ser de Europa”. Y citando nuevamente sus palabras: “Europa se nos presenta como una civilización y una cultura, desplegadas sobre unas realidades geográficas no muy precisas, que nos permiten preguntarnos qué es. Que nos permiten preguntarnos y nos exigen que nos preguntemos.” Evidentemente, y como el mismo autor afirma, “la civilización y la cultura europeas se han desplegado sobre unas realidades geográficas […]. Indudablemente, a Europa se le pueden fijar los límites con un puntero escolar. Todo lo imprecisos que se quieran, pero hay extensiones que no son ya Europa. En Europa, como sustentación geográfica, se advierte una unidad en la diversidad.” Pero, como advierte por su parte el magnífico historiador y filósofo de la religión y de la cultura que fue Christopher Dawson, “Europa no es una unidad natural [geográfica y étnicamente], como lo son Australia o África; es el producto de un largo proceso de evolución histórica y caminar espiritual.” Y es que, como él mismo veía claro en sus estudios, en la formación de una cultura o de una civilización confluyen varios factores, de los cuales es fundamental el pensamiento, no simple o puramente intelectual, sino esencialmente el religioso: toda religión personifica una actitud ante la vida y un concepto de la realidad, y cualquier modificación que en éstos se produzca trae consigo un cambio en el carácter general de la cultura. Por lo tanto, y siguiendo al autor británico convertido al catolicismo, en toda civilización, cuando pierde los fundamentos religiosos y se contenta con los triunfos puramente materiales, se llega a la consecuencia inevitable de un “enajenamiento espiritual”, una decepción, y ello no es sino un reflejo de que la vitalidad de una sociedad está ligada a su religión. “El impulso religioso es el que proporciona la fuerza cohesiva que une a la sociedad y a la cultura. Las grandes civilizaciones mundiales no crean las religiones, como si se tratara de una especie de producto derivado; las grandes religiones son, en un sentido auténticamente real, las fundaciones [fundamentos, si se acepta una traducción más exacta] en que descansan las grandes civilizaciones. La sociedad que pierde su religión se convierte, tarde o temprano, en una sociedad sin cultura.” En opinión de Dawson, pues, “la religión en la clave de la Historia y es imposible comprender una cultura a menos que entendamos sus raíces religiosas”. Ahora bien, es indudable, como hemos dicho, que Europa, al igual que toda cultura y civilización, se asienta sobre un marco geográfico. De hecho, el medio ambiente o factor geográfico es un aspecto cuya importancia también resalta el mismo Dawson, quien define la cultura como “un sistema común de vida, una adaptación particular del hombre a su medio ambiente y a sus necesidades económicas”, aunque advierte a continuación que debe evitarse comprender esto según un determinismo natural o geográfico sobre el hombre. Pues, por supuesto, si bien el medio moldea al hombre, éste se deja libremente moldear y además, a su vez, moldea el medio, de tal modo que una cultura superior se revela “tan dominante y triunfal como un artista con sus recursos profesionales”. Y ello porque es el pensamiento, rasgo peculiar de la especie humana y que libera al hombre de una dependencia ciega del medio ambiente (a diferencia de lo que sucede con los animales irracionales), lo que posibilita la formación de una reserva siempre creciente de tradiciones sociales, de tal forma que los bienes logrados por una generación se transmitan a la siguiente y los descubrimientos o las nuevas ideas de un individuo se conviertan en propiedad común de la sociedad. Añadiremos que Dawson define la civilización como “la generalización de un número de culturas históricas de vida individual limitada”. Por lo tanto, una vez hechas estas precisiones acerca de la importancia del asentamiento y medio geográfico y de cómo hay otros factores superiores humanos que son capaces de actuar sobre él, debemos recordar muy superficialmente que Europa está formada por un conjunto de tierras continentales y de islas enmarcadas por el océano Atlántico al oeste, el mar Mediterráneo al sur, los Urales al este y el océano Glacial Ártico al norte. De este modo, linda con Asia por el oriente y el Mediterráneo la separa de África por el sur, y ciertamente existe una profunda diferenciación entre el mundo europeo, el asiático y el africano, pero no tanto desde un punto de vista geográfico como cultural, ya que, con respecto al continente asiático, la frontera geográfica es bastante convencional. Muñoz Alonso insistió en la influencia del mar en la configuración de Europa, pero creemos que en realidad no debe perderse de vista que varios de los pueblos que conforman Europa son difícilmente comprensibles sin una acentuada continentalidad interior, y que más bien les resultaría extraño el intento de una relación forzada con el mar por parte de un historiador o de un filósofo de la cultura. Tal es el caso de Suiza y de varios grupos de eslavos interiores, como checos y eslovacos. Sin duda alguna, la calma mediterránea fomentó las relaciones de los pueblos asentados en sus orillas (casos de la civilización helénica y de Roma) y las ansias de otros más lejanos por llegar a disfrutar de los recursos que este mar interior ofrecía (caso de las migraciones bárbaras germánicas). La insularidad favoreció el espíritu de independencia de otros pueblos (como ocurriría con los ingleses con el curso de los siglos), pero también la apertura al agreste Atlántico animó a la aventura del descubrimiento de nuevas y mejores tierras (como hicieron los vikingos del norte). Y las estepas orientales posibilitaron, por su parte, el desplazamiento de otras poblaciones (eslavos y grupos centroasiáticos) hacia el oeste, donde existían climas y condiciones de vida más envidiables. Es decir, la civilización europea nos ofrece un conjunto de rasgos geográficos que han contribuido poderosamente a su formación en el transcurso del tiempo. Pero en sí, por esa diversidad geográfica que podemos observar en su interior, creemos que no llegan a ser el elemento último para mejor comprender y definir qué es Europa. Con acierto afirma Otto de Habsburgo que “Europa no es tan sólo una entidad geográfica y económica. Es también, y sobre todo, una unidad moral y cultural distinta e independiente del resto del mundo.” En nuestra opinión, para comenzar a comprender Europa, es conveniente e incluso necesario realizar un proceso de aproximación a lo que, a primera vista, es posible observar desde una perspectiva cultural. Y esto, creemos, no es otra cosa que una clara diferenciación entre “dos Europas”, la oriental y la occidental, que se distinguen, no por una reciente división en dos bloques políticos en el siglo XX, sino por unos componentes culturales de mayor antigüedad y de más profundas raíces históricas. No hay duda, en nuestra óptica al menos, de que cabe hablar a grandes rasgos, incluso étnicamente, de una Europa occidental romano-germánica y de una Europa oriental bizantino-eslava. Pero, a su vez, y muy por encima de esta diferenciación, existen unos componentes culturales, sobre todo uno, que posibilitan hablar de una Europa y no de dos. Y ese componente fundamental, caracterizador, unificador, es el cristianismo. Europa es, ante todo, un continente cristiano y una civilización cristiana. La Europa romano-germánica occidental es cristiana, pues se forjó bajo el influjo de la Iglesia Católica Romana; y la Europa bizantino-eslava es cristiana, ya que se configuró por la acción igualmente de la Iglesia Católica Romana y luego, tras el doloroso cisma de 1054, siguió recibiendo la impronta cristiana a través de la Ortodoxia bizantina, pero sin que olvidemos que varios pueblos eslavos, como el polaco, el croata, el esloveno y el eslovaco, se mantuvieron mayoritariamente fieles al Papa de Roma. Por lo tanto, el cristianismo es el factor fundamental, el más importante, el más esencial que distingue a Europa, que nos define su identidad, que nos habla de su ser. Europa es esencialmente cristiana, y ello lo comprobaremos en los dos siguientes capítulos de estas reflexiones. Europa, o es cristiana, o no es Europa. Ahora bien, en estrecha unión con el cristianismo, existen otros tres factores que “informan” la civilización europea: el helenismo, el romanismo y el aporte de los pueblos bárbaros, es decir, el germanismo y/o el eslavismo, o bien en ocasiones otros rasgos particulares que hacen las veces de este cuarto elemento (casos de los magiares húngaros o de los fineses). Y en esto coincidimos plenamente con Christopher Dawson, quien asimismo ve cuatro elementos fundamentales en la formación de Europa y de su cultura y que se fusionaron hacia el siglo VI: la tradición científica de la Grecia clásica, el genio político unificador de Roma, la religión cristiana y el impulso radical de los pueblos bárbaros. Al hablar de fusión, nosotros pensamos también en una especie de unión sustancial entre los cuatro elementos, de tal modo que los cuatro son definitorios para la formación y la comprensión de Europa; están tan íntimamente unidos y compenetrados entre sí, que la ausencia de uno de ellos haría impensable Europa; al menos, haría impensable lo que es la auténtica Europa, aquello que realmente es Europa. Pero, como apuntamos, el elemento más fundamental, el que da unidad y sentido pleno a los otros tres, el que más decisivamente contribuye a la configuración de Europa, es el cristianismo. Coincidimos nuevamente con Christopher Dawson en afirmar que el origen histórico de la civilización europea se encuentra en la antigua Grecia, la cual adquirió la conciencia de ser una entidad cultural opuesta a Persia, a la que identificaba con la “barbarie” (los extranjeros) y, también genéricamente, con “Asia”. “Es de los griegos de donde sacamos los caracteres más distintivos del Occidente en cuanto opuesto a la cultura oriental: nuestras ciencias y filosofía, nuestra literatura y arte, nuestro pensamiento político y nuestras concepciones de la ley y de las instituciones de gobierno libre. […] Sin el helenismo, ni la civilización europea, ni incluso nuestra idea del hombre, serían siquiera concebibles.” Ciertamente, un elemento que ha caracterizado la cultura europea es la racionalidad helénica, el deseo de indagar y encontrar las últimas causas de las cosas por medio de las posibilidades de la razón con que cuenta el hombre. Esta racionalidad influyó en la concepción de unos cánones estéticos que se plasmaron en el arte, configuró unos gustos y un sentido de la belleza que se traspasaron a una literatura, y determinó la búsqueda por alcanzar unos sistemas políticos lo mejor organizados de acuerdo con la naturaleza social del hombre. La preocupación por el hombre, manifiesta especialmente en la Atenas clásica y en la filosofía que se desarrolló a partir de los sofistas y de su oponente, el honesto Sócrates, sería plenamente asumida tiempo después por el cristianismo, que completaría la visión con la perfección que sólo el mensaje de Jesucristo podía aportarle. Nos llama la atención que el prestigioso historiador don Luis Suárez, que tanto y con tan señalado acierto ha tratado acerca de lo que es Europa y de su formación histórica, insistiendo especialmente en sus raíces cristianas, no incida casi en el peso del elemento griego, y en cambio lo haga más bien en unos remotos vestigios hebraicos que llegan ya muy transformados a través de la cosmovisión cristiana. Por lo tanto, él acentúa más la existencia de un eje compuesto por Israel, Roma y la Cristiandad. Incluso opone el sentido de la trascendencia de la vida, propio del judaísmo, a una idea fatalista griega, lo cual es realmente verdad; pero ello no debe hacer olvidar, en nuestra opinión, el hecho de la amplia y múltiple aportación positiva que el helenismo tuvo para la configuración de lo que luego sería Europa. Aportación que básicamente se resume en la afirmación del valor del hombre y de su racionalidad. De acuerdo nuevamente con Dawson, “extender esta tradición [helénica, mediterránea oriental] de superior civilización al Oeste fue la obra de Roma, cuya misión consistió en actuar como intermediaria entre el civilizado mundo heleno del Mediterráneo oriental y los pueblos bárbaros del Occidente europeo. […] La incorporación de la Europa continental a la unidad cultural mediterránea [del mundo romano] se debió a la iniciativa personal y al genio militar de Julio César […].” Pero además, Roma en su conjunto añadió su propio genio creador y civilizador; no fue una mera transmisora del legado helénico. Roma poseyó un sentido claro y expreso de la política y de la ley, del Derecho, de la necesidad del buen ordenamiento de la sociedad y de las relaciones humanas, de la regularidad, de la disciplina. Todo ello se manifestó en su capacidad militar, en la organización de sus legiones, en la disposición urbanística de las ciudades, en la red de vías que unían los territorios de su imperio… y en las leyes y los códigos legales que las correspondientes instancias jurídicas promulgaron. Las posibilidades que Roma demostró tener para construir, organizar eficazmente y conservar durante mucho tiempo un gran imperio, sabiendo integrar a muy diversas poblaciones y dejarles una honda impronta cultural, reflejan que nos hallamos ante una civilización de primera talla, realmente creativa. Ahora bien, el genio romano, como el genio helénico, no alcanzaría su plenitud hasta que no incorporase un elemento clave, un elemento necesario para darle la visión trascendente de la vida y del mundo de que carecía: el cristianismo. Y así, en palabras de Dawson, “la nueva Roma cristiana […] estaba de hecho destinada a heredar la tradición romana y a conservar el viejo ideal de la unidad latina en un mundo despareciente [sic en la traducción; que desaparecía]. Gracias a ella los nuevos pueblos debieron a Roma la idea concreta de la posibilidad de una civilización común” y se inició así el camino hacia una nueva cultura europea. Y es que, en el mundo antiguo, “la artificial civilización superficial del Imperio romano precisaba de una inspiración religiosa de más profunda calidad que la contenida en los cultos oficiales del estado-ciudad”, y ésa sería la que aportaría el cristianismo, el cual “transformaría la vida y el pensamiento de la civilización antigua” sin que nadie pudiera haber previsto ni el hecho ni en qué manera lo iba a hacer. Lo que el cristianismo podía aportar era, sobre todo, su cosmovisión, si se quiere hablar en estos términos. Era la comprensión cristiana de la vida y del mundo lo que podía dar un nuevo valor y un nuevo vigor a la tradición clásica grecorromana; era el aliento espiritual que ésta necesitaba para echar los cimientos de una nueva civilización. El cristianismo afirmaba, ante todo, el puesto central de Dios en el mundo y en la vida del hombre. Afirmaba la existencia de un único Dios, Creador de todo, Providente y bondadoso con sus criaturas; un Dios enamorado del hombre, hasta el punto de que, a pesar de la soberbia desobediencia de éste, había determinado redimirle del pecado obrado contra Él, enviando para ello a su Hijo unigénito, Jesucristo, para que asumiera la condición humana y, como Mediador entre Dios y el hombre, reparase la ofensa y abriera de nuevo las fuentes de la gracia sobre los hombres. Jesucristo, Dios hecho hombre, el Hombre perfecto, el ideal y el modelo para todos los hombres por la excelsitud de sus virtudes, reveló los misterios anunciados en el Antiguo Testamento: la existencia de Tres Personas en un sólo Dios (misterio trinitario), el destino sobrenatural del hombre y su dignidad como hijo de Dios y llamado a la vida eterna con Él, el mandamiento supremo del amor a Dios, al prójimo y a sí mismo, y, en definitiva, todo el conjunto de las enseñanzas que la Iglesia recibiría de Él como un inagotable tesoro para la vida presente y futura y que ella habría de conservar íntegro y transmitir de generación en generación. Y así, gracias a esa riqueza espiritual y a la mano providente de Dios sobre el cristianismo, la religión perseguida por los gobernadores y emperadores romanos triunfó sobre el Imperio y le proporcionó nueva vitalidad, hasta el punto de proyectarse después sobre los pueblos invasores y, con ellos, poder edificar una nueva civilización. Pero antes de esto, el testimonio de los mártires y de la alegría con que afrontaban su cruenta muerte movió a muchos paganos a considerar que, o bien eran unos locos, o bien eran unos hombres y unas mujeres tan convencidos de la existencia de una vida eterna de gozo junto a un Dios personal, que ciertamente ese Dios cristiano tenía que existir. El cristianismo, al triunfar sobre el Imperio que le venía persiguiendo y al ser asumido por éste como religión, primero semioficial y luego definitivamente oficial, realizó la ingente labor humanizadora de las leyes y de las costumbres romanas; defendió y consiguió afirmar los derechos de la madre en la educación y en el cuidado de los hijos, así como los derechos de éstos ante la omnímoda patria potestas del padre, para transformarla en la paterna pietas; suavizó las condiciones de los esclavos y favoreció su manumisión; dulcificó el trato a los presos en las cárceles y promovió otras muchas leyes, desde época de Constantino, en favor de los campesinos y de los miembros de las clases humildes, además de organizar la beneficencia en provecho de las personas más necesitadas de la sociedad: viudas, huérfanos, pobres, enfermos, etc.; logró también erradicar costumbres salvajes, como los combates de gladiadores, e introdujo en varias disposiciones del Derecho Romano la idea de que el hombre está hecho a imagen de Dios, por lo cual goza de una alta dignidad y merece un trato respetuoso. En fin, cuando se produjera la arribada de los pueblos bárbaros al Imperio, la acción mediadora de la jerarquía eclesiástica sería la responsable de la salvaguarda de la vida y de la hacienda de la población del mundo romano frente a los actos de pillaje, y al mismo tiempo obtendría poco a poco la integración entre romanos y bárbaros, dando origen a una nueva sociedad y a una nueva civilización. Los romanos, incluso los romanos cristianos, creyeron con frecuencia que su Imperio perduraría hasta el final de los tiempos y del mundo, pues así lo querían, bien los dioses protectores, bien el Dios providente que había contado con esta formación política para la realización de sus planes de salvación sobre el género humano. Sin embargo, cuando, por una parte, la degradación de las costumbres dentro del Imperio, que se venía produciendo desde el final de la República y se acentuó en los siglos I y II d. C., y que prosiguió a pesar de la revitalización que supuso el cristianismo en tantos aspectos; y cuando, por otro lado, la penetración cada vez mayor y más incontrolada de pueblos bárbaros, principalmente germánicos, hizo tambalearse las estructuras del Imperio y su firmeza como gran Estado; entonces, gran número de romanos, tanto paganos como cristianos, fueron conscientes de estar asistiendo al final de una época e incluso pensaron tratarse del fin del mundo. Los unos creyeron que, por culpa de haber asumido el cristianismo, los dioses protectores habían abandonado a Roma; los otros, en cambio, sabedores de que tales dioses no eran precisamente modelos de moralidad (pues los relatos mitológicos narraban cómo eran ladrones, raptores, asesinos, egoístas, adúlteros, incestuosos, crueles con los hombres para satisfacer sus propios deseos… en definitiva, eran depravados), y conscientes asimismo de que Dios tenía unos planes superiores sobre la humanidad, acabaron asimilando con acierto las transformaciones que se estaban produciendo y fueron capaces de echar las bases de una nueva civilización, integrando en ella el aporte regenerador que ciertamente traían los pueblos bárbaros. Por lo tanto, como dice Dawson, “si Europa debe su existencia política al Imperio romano y su unidad espiritual a la Iglesia católica, es decisivo para su cultura intelectual un tercer factor, la tradición clásica, otro de los elementos fundamentales creadores de la unidad europea.” Tenemos una inmensa deuda hacia la tradición clásica, aunque no nos lleguemos a dar cuenta de su magnitud para la cultura occidental, pues “a lo largo de la historia de Europa, esta tradición ha sido el fundamento constante de la literatura y del pensamiento occidentales”. Roma la difundió al Oeste y en la Edad Media fue “una parte integrante de la herencia espiritual de la Iglesia cristiana”, hasta que en el Renacimiento conociera un renovado vigor e inspirase las nuevas literaturas europeas y la educación seglar. “Es casi imposible evaluar la influencia acumulada de una tradición tan continuada y tan antigua. No hay nada en la historia que pueda comparársela, excepto la tradición confuciana en China, siendo digno de notar que ambas parecen estar últimamente en peligro de sucumbir al mismo tiempo y a causa de las mismas fuerzas.” La tradición clásica es helenismo, asumido y difundido por Roma, y el cristianismo la hizo suya, la cristianizó y la transmitió a los siglos siguientes. Es decir, que tenemos ya tres elementos-clave de la futura civilización europea: helenismo, romanismo y cristianismo; los dos primeros, fusionados entre sí, conforman la tradición clásica, que el cristianismo asimiló y a su vez modeló, alcanzándose de este modo una fusión entre los tres factores. Pero a ellos hay que sumar aún otro más: el aporte de los pueblos bárbaros, en este caso principalmente el germanismo. Como el ya abundantemente mencionado Dawson asevera, “los tres elementos estudiados […] son los verdaderos cimientos de la unidad europea, pero no constituyen por sí solos a Europa. Son influjos formadores que dieron cuerpo y estilo al material de nuestra civilización, material que se encontraba en cualquier parte del caos oscuro del mundo bárbaro; pues son los bárbaros los que proporcionaron el material humano del cual fue labrada Europa, gentes enemigas del imperium y de la ecclesia: la fuente del elemento nacional en la vida europea.” Debemos advertir, por nuestra parte, que recogemos esta frase del autor británico, quien emplea el término “material” en un sentido diferente del que nosotros anteriormente lo hemos hecho; lo hace en el valor de “componente” o “elemento fundamental”. Ciertamente, ante esa sociedad que, si bien estaba impregnándose de cristianismo, se hallaba aún en un proceso de descomposición moral interna, así como en una fase general de decadencia material, la llegada de los pueblos bárbaros, sobre todo germánicos en estos momentos, supuso un aporte vivificador por lo que a nueva savia se refiere. Ante una sociedad en tantos aspectos corrompida, las costumbres y los valores que traían los pueblos germánicos (valor de la comunidad, del servicio, de la fidelidad al jefe y al grupo, entrega generosa, etc.), podían ser asumidos como aspectos positivos para la labor revitalizadora que el cristianismo estaba operando. Y además, sólo el cristianismo, porque no despreciaba a estos bárbaros rudos, sino que era capaz de comprender que eran hijos de Dios y hermanos de todos los demás hombres, podía vencer las reticencias que, de primera intención, podía causar en los propios cristianos el temor a la arribada y el asentamiento de tales gentes, que si bien se producía de forma pacífica y pactada en muchos casos, en otros estaba sucediendo con acciones violentas y de saqueo. Sólo el cristianismo, que al universalismo salvífico de Jesucristo supo unir extraordinariamente el universalismo romano, podía afrontar la tarea de integrar en una nueva sociedad común a romanos y germanos. Sólo el cristianismo estaba capacitado para fusionar, bajo su aliento espiritual, la tradición clásica y el aporte de los pueblos germanos. Y así lo hizo, dando lugar, como veremos, a la Europa occidental. Ahora bien, esto que referimos para el Occidente latino, debemos entenderlo de manera similar, prácticamente igual en lo esencial, con respecto al Oriente bizantino y a la llegada y asentamiento de los pueblos eslavos, que se produciría unos siglos después, en una segunda gran oleada migratoria hacia y en el seno del continente europeo, que esta vez se quedó retenida principalmente en la parte del este. El cristianismo, en el Imperio Romano de Oriente, heredero de la tradición griega y del romanismo, así como en las tierras más al norte de él, elaboró una fusión que, si bien se realizó en lo fundamental de manera semejante a la de Occidente, adquirió otros rasgos peculiares, en función de las diferencias existentes entre el este y el oeste. Pero efectuó esa fusión y nuevamente fue capaz de integrar en ella el aporte vivificador que traerían los pueblos eslavos. El cristianismo, una vez más, miró a los miembros de estos pueblos como hijos de Dios, como personas con una elevada dignidad, y entendió que se les debía llevar el mensaje salvador de Jesucristo junto con los beneficios de la civilización forjada en la Grecia y en la Roma antiguas y que se había visto definitivamente animada por el aliento poderoso de dicho mensaje. Y dio origen así a la civilización cristiana europea en su modalidad oriental. Esta conjunción de los cuatro elementos (helenismo, romanismo, germanismo y/o eslavismo, y cristianismo), que Dawson y nosotros observamos con claridad, ha sido apuntada también por otros muchos autores, entre ellos el igualmente mencionado Adolfo Muñoz Alonso, de quien son las siguientes palabras:“El mundo antiguo era un lastre para el cristianismo y para sus posibilidades edificantes. Y sin el cristianismo, la decadencia del Imperio Romano habría arrastrado consigo cualquier posibilidad cultural humana. El Imperio Romano deja diseñados los núcleos nacionales. El pueblo romano fue el gran arquitecto de Europa. El germanismo asegura para la historia occidental la fortaleza de sus ciudades. El cristianismo infunde vida real, social, política y cultural a esta inmensa catedral que es el Medievo, en la que hasta los disidentes no se sienten extraños a la hora de la plegaria que les religa con Dios.” Así, pues, son cuatro los elementos integrantes del ser de Europa; cuatro son las notas fundamentales que constituyen Europa como civilización y que están tan estrechamente fusionadas entre sí, tan sustancialmente unidas que, si se elimina una, nos quedamos ya con una imagen coja de Europa, con una idea falsa de Europa. La esencia de Europa, por lo tanto, es esa integración profunda de helenismo, romanismo, germanismo y/o eslavismo (o bien, en ciertos casos, otro aporte particular) y cristianismo. Y de estos cuatro elementos o notas, el que más esencialmente constituye y define la civilización europea es el cristianismo, porque es el que, bajo su aliento espiritual, une en perfecta armazón los otros tres y configura un conjunto armónico. Por eso, la civilización europea, Europa, es esencialmente cristiana. No puede no ser cristiana, porque si no, ya no será Europa. Será otra cosa, quizá otra civilización, muy posiblemente decadente y sin verdadera vida; pero nunca podremos decir que eso es, en sentido propio, Europa. Por lo tanto, la identidad de Europa nos refiere la conveniencia de los pueblos que la integran y de estos cuatro elementos que hemos indicado en una misma entidad común. Y le convienen hasta el punto de que son como la definición de su ser. Recogiendo nuevamente una cita de Muñoz Alonso: “quien niega el cristianismo renuncia a la Europa histórica y a la Europa posible”. Y así, “la conciencia de la unidad europea se afianza en la medida en que se organiza un sistema europeo de rango económico, técnico, industrial, pero no se reafirma como unidad sino en el grado en que mantiene su espíritu vivificante el cristianismo”. Como también ha aseverado la voz autorizada de Otto de Habsburgo, “al hablar de Europa no podemos olvidar la verdadera esencia de nuestro continente. Ante todo, somos un continente cristiano. […] El cristianismo es nuestra alma. Y renegar de ella supondría un suicidio. Si muchos europeos profesionales piensan hoy en la configuración de una nueva estructura en la cual se silencie vergonzosamente nuestra tradición cristiana se nos brinda así un nuevo testimonio de la gran vacuidad de esta falsa Europa que no tiene el valor de ser por sí misma y se extasía en la contemplación de modelos que le son ajenos. Hablar de una Europa cristiana significa, pues, realizar un acto de fe en la vida y en el futuro. Reconocer que nuestro continente, lejos de estar acabado, se encuentra en vísperas de su desarrollo mejor. Significa la afirmación de que nuestra Europa es un continente del futuro […].” Pilares, arcos y bóvedas: la formación de Europa Hemos visto en el capítulo anterior los cuatro elementos que conforman Europa como civilización; los cuatro elementos que, según podemos decir, conforman el ser de Europa. Ahora queremos presentar de manera escueta el modo en que históricamente se produjo esa fusión que dio lugar al nacimiento de Europa como civilización. Pero no lo haremos desde un punto de vista estrictamente histórico, pues para ello ya existen otras obras e incluso hemos realizado con anterioridad alguna síntesis de divulgación, sino que más bien nos seguiremos moviendo en el terreno de la reflexión. La historiografía conoce el siglo III en la civilización romana como un siglo de crisis, hasta el punto de que habla de “la crisis del siglo III”, caracterizada por la inestabilidad política provocada por numerosos golpes de Estado y las subidas al poder de efímeros emperadores, la formación de facciones en el ejército y en distintas provincias, la infiltración creciente de grupos de población bárbara en el seno del Imperio, los serios problemas y desajustes en la economía, una tendencia a la ruralización y a la pérdida de importancia de las ciudades (algo notorio en una civilización que se había destacado por su urbanismo), revueltas sociales en algunas zonas (como las bagaudas en la Galia e Hispania y los circumcelliones en el norte de África), la decadencia moral y la búsqueda de unas respuestas a las preguntas fundamentales acerca del hombre y del sentido de la vida, del dolor y de la muerte, lo cual originó en parte el ascenso de las “religiones mistéricas” y en parte favoreció el éxito de la respuesta que ofrecía el cristianismo a todas estas cuestiones. En este proceso de descomposición, que en buena medida llevó a los emperadores a adoptar medidas contra el cristianismo, pues se vio en éste el “chivo expiatorio” que había de pagar las culpas de los males que se sufrían, apareció, como decimos, el factor de las migraciones o invasiones bárbaras, principalmente germánicas, que progresivamente supusieron una especie de aldabonazo a la conciencia romana, ya que se hacía evidente que las fronteras del Imperio no eran infranqueables y que las estaban atravesando unos grupos poblacionales que, bien pacíficamente, bien mediante actividades violentas y de rapiña, estaban alterando cada vez más la vida de los ciudadanos y súbditos del Estado romano. En el año 406, una oleada de vándalos, suevos y alanos cruzó el Rin y descendió hasta Hispania, en la que penetró en 409, quedando manifiesto que el ejército romano era incapaz de hacerles frente y de controlar sus desplazamientos y su asentamiento en determinados territorios. No obstante, unos años antes, el último gran emperador romano, el hispano y cristiano Teodosio, había ideado la fórmula del foedus, pacto o federación con los visigodos, para lograr su instalación pacífica en el sur de la Galia, a cambio de los servicios que deberían prestar para la defensa militar del Imperio. Pero ahora, y cada vez más, resultaba claro que los movimientos migratorios bárbaros se escapaban por completo al control del Estado romano, que a la muerte de Teodosio y por disposición suya, pero recogiendo una realidad que venía ya de atrás, se había dividido en dos grandes partes: el Imperio de Oriente (futuro Bizancio), con cabeza en Constantinopla, y el Imperio de Occidente, con capital en Roma. En el año 476, el jefe hérulo Odoacro depuso al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo, y envió a Constantinopla las insignias imperiales, lo cual se consideró como el completo punto final del Imperio de Occidente. De todas formas, lo cierto es que éste era ya casi una quimera desde muchos años atrás. Tiempo antes, en 410, el saqueo de la ciudad de Roma por los visigodos de Alarico había conmovido profundamente a todo el orbe romano, tanto a paganos como a cristianos, pues la mítica capital del Imperio, la “Ciudad Eterna”, se había visto sacudida por unos bárbaros que habían penetrado en ella sin miramientos y sin respetos. Y sin embargo, una vez en ella, sí que mostraron tenerlos de forma muy importante, pues no tocaron a las personas que se refugiaron en las iglesias, incluidos bastantes paganos que acudieron a ellas como punto seguro de refugio, y eso hizo que los autores cristianos tuvieran un argumento más para esgrimir en defensa de su religión. Por lo tanto, dos aspectos hay que destacar en todos estos sucesos: por un lado, el ambiente en general pesimista que aturdía a la psiqué romana en esta época; y por otro, la esperanza que el cristianismo era capaz de ofrecer ante el panorama, pues la religión cristiana, que había sido capaz de vencer al Imperio Romano y de empaparlo en buena medida de su influencia, demostraba ahora tener también la fuerza suficiente para apaciguar a los bárbaros. Y es así como nos encontramos ante la realidad de la acción providencial que la Iglesia Católica jugó en la época: sólo ella podía salvar el legado de la tradición clásica, cosa que realizó; sólo ella podía integrar a los bárbaros en la sociedad tardorromana de este mundo antiguo que tocaba a su fin, y también esto lo llevó a cabo; y sólo ella podía, finalmente, construir con estos factores una nueva civilización, y ésa fue su gran obra civilizadora con respecto a Europa. La Iglesia Católica, salvando la herencia del mundo antiguo y asimilando en ella a los pueblos bárbaros, edificó en el Medievo la civilización europea. Pero veamos brevemente cómo dio estos pasos. Existe actualmente entre ciertos sectores del catolicismo una tendencia absurda e ignorante a romper con el helenismo y el romanismo que forman parte de nuestro tesoro cultural y religioso, como por un deseo de restaurar unas más remotas raíces hebraicas que, a decir verdad, nos resultarían extrañas en caso de lograr hacerlo; o de recuperar tal cual la vida idealizada de las primeras comunidades cristianas. El cristianismo, en vez de paganizarse al asumir la tradición clásica y al pasar a tener unas buenas relaciones con el Estado romano, cristianizó dicha tradición y tal Estado, dando con ello unos magníficos frutos, tanto en aquellos momentos, como otros de los que aún nos seguimos beneficiando nosotros y los continuarán disfrutando las generaciones venideras. Por lo tanto, como decimos, es absurdo renunciar al romanismo de la Iglesia Católica, en aras de un falso utopismo cristiano que pretende una imposible vuelta a una idílica pureza de las primeras comunidades (en las cuales, como reflejan las cartas de San Pablo y los Hechos de los Apóstoles, no faltaron problemas desde el principio, ya que estaban compuestas por hombres pecadores). No deja de ser chocante, además, que quienes tienen estas aspiraciones quiméricas, al mismo tiempo muestren muchas veces una gran admiración por los Padres de la Iglesia, por aquellos magníficos pastores y escritores que recogieron la vivencia cristiana de la época, que la defendieron frente al paganismo y que clarificaron el mensaje cristiano con sus comentarios bíblicos y sus precisiones doctrinales. Y decimos que es chocante, porque los Padres de la Iglesia son habitualmente el mejor reflejo de cómo el cristianismo fue capaz de asimilar todo lo positivo de la tradición cultural clásica grecorromana y empaparla de espíritu cristiano. Buen número de ellos son también el más claro modelo de la armonía con un Estado que pasaba a ser cristiano y comenzaba a actuar como tal, aun con sus fallos, caso en el que los Padres sabían ejercer la corrección incluso con contundencia si era necesario, lo cual es una prueba de la libertad con que hablaban y actuaban frente a cualquier tipo de temor humano. San Justino († 165), considerado el primer filósofo de la Iglesia, hizo apología del cristianismo con elementos de la filosofía griega y considerando la existencia de unas “semillas de verdad” puestas por Dios en el corazón de todos los hombres y presentes así entre los paganos, si bien la plenitud de la verdad, evidentemente, sólo podría encontrarse en Dios, Verdad suprema, y en su Hijo Jesucristo, que de Sí mismo afirmó ser “el Camino, la Verdad y la Vida”. Orígenes († 253), uno de los más prolíficos e interesantes autores del cristianismo antiguo, a pesar de ciertas desviaciones explicables por la imprecisión que aún existía en la definición de ciertos puntos de la doctrina, recogió no poco del legado clásico y, como refiere Dawson, fue uno de los primeros expositores de la idea de la Philosophia ancilla Theologiae, pues “propuso hacer de la filosofía un antecedente de la teología: «lo que los hijos de los filósofos dicen acerca de la geometría, y de la música, y de la gramática, y de la retórica, y de la astronomía, que son servidoras de la filosofía, debemos decir de la filosofía misma en relación con la teología» (Philocalia, XIII, I). Y enseñó, al decir de su discípulo Gregorio Taumaturgo, «que debemos filosofar y examinar, con todo nuestro esmero, cada uno de los escritos de los antiguos, sean filósofos o poetas, sin exceptuar ni excluir nada», salvo las obras de los ateos, «pero prestando ancha atención a todo» (Gregorio Taumaturgo, Panegírico de Orígenes, III).” San Pacomio († 346), el gran organizador del monacato cenobítico en el Egipto cristiano, había sido un militar del ejército romano, lo cual le facilitó el poder disponer de un espíritu de orden y disciplina que queda bien manifiesto en las Reglas que dio a sus monjes. San Basilio Magno († 379) y San Gregorio Nacianceno († 390) se formaron en el helenismo junto con el cristianismo, uno en Constantinopla y otro en Cesarea de Capadocia, Cesarea de Palestina y Alejandría, y ambos coincidieron y trabaron una íntima amistad en Atenas. Sus estudios de juventud se reflejarían luego a la hora de abordar con acierto y con precisión filosófico-teológica los problemas dogmáticos, pero además se sintieron siempre miembros del Imperio Romano y el primero destacó por sus buenas relaciones con el gobernador de Cesarea de Capadocia, que era cristiano, desde que el gran Basilio fue hecho obispo de la ciudad. San Ambrosio († 397), gobernador romano elevado a obispo de la sede de Milán, defendió con energía los derechos de la Iglesia, a la vez que, en palabras de Dawson, era “amigo leal de los emperadores y siervo devoto del imperio”; era “un romano de romanos […], que llevó al ministerio eclesiástico el espíritu público y la pasión por el deber de un magistrado romano. Su dedicación al cristianismo no debilitó en lo más mínimo su lealtad a Roma, pues opinaba que la nueva fe habría de ser fuente de nuevas energías para el imperio, y que tal como la Iglesia triunfó sobre el paganismo, el imperio triunfaría sobre los bárbaros.” Más aún, “Ambrosio es el primer expositor occidental de la idea de un Estado cristiano, tal como Eusebio de Cesarea lo había sido en Oriente”, si bien de manera distinta. San Jerónimo († 420), el infatigable estudiante de hebreo a una edad ya bastante avanzada e incansable traductor de la Biblia, se había formado en Roma y estaba lleno de espíritu romano, aun cuando detestase el ambiente moral decadente que en su juventud había conocido. Por eso, la penetración de los pueblos bárbaros y las sacudidas que estaban provocando al Imperio fueron para él unos duros golpes a su corazón y a su mente de romano, si bien su fe cristiana le llevaba a afrontarlo con una mirada sobrenatural. San Agustín († 430), el constante buscador de la Verdad, el corazón ardiente que se convirtió al Dios cristiano tras un largo periplo y a Él se entregó con un ansia, insaciable en esta vida, de llegar a descansar en Él, fue un hombre formado en la Cartago romana y en la propia Roma, un notable gramático romano y un perfecto conocedor de las filosofías griegas y de otras doctrinas de la Antigüedad, lo cual le hizo posible asimilar lo que tenían de positivo y perfilar una nueva cultura cristiana con una magnífica formulación filosófica y teológica. Él fue un cantor, como San Ambrosio y Eusebio de Cesarea, de las glorias de emperadores cristianos como Constantino y Teodosio, pero sin por ello olvidar que nada menos que su admirado San Ambrosio había actuado con firmeza y plena libertad a la hora de reprender a Teodosio por la matanza de Tesalónica, hasta el punto de obtener del soberano una ejemplar penitencia pública. Creemos que estos ejemplos resultan más que suficientes para demostrar que los Padres de la Iglesia y el cristianismo antiguo, lejos de rechazar la tradición clásica y el Estado romano constantiniano, y lejos de empobrecerse y amilanarse por las nuevas condiciones creadas a raíz del llamado Edicto de Milán de 313, se empaparon del legado grecorromano, lo hicieron suyo y le dieron un nuevo espíritu, a la vez que se identificaron con el Estado romano cristiano y lo trataron de encauzar correctamente. Así, pues, habiendo asimilado la Iglesia Católica la tradición clásica, sólo ella podía salvarla cuando el mundo antiguo se derrumbaba y los pueblos bárbaros amenazaban con terminar de un golpe con todo aquel rico tesoro cultural y político. Acabamos de ver unos pocos ejemplos relativos a la manera en que los pastores y escritores de la Iglesia hicieron suyo y cristianizaron el legado grecorromano. Pero cabe incidir en algunos casos particulares por su trascendencia realmente importante para el nacimiento de la nueva civilización europea. En primer lugar, para la configuración del pensamiento de los “tiempos medios” a partir de la Antigüedad clásica y cristiana, parece obligado referirse a la ingente figura de San Agustín de Hipona, muy especialmente por el valor y la influencia de su voluminoso tratado De civitate Dei (Sobre la ciudad de Dios). En él ofrece toda una filosofía y una teología de la Historia a la que ya nos hemos acercado en algún otro trabajo. El origen de esta obra agustiniana fue una respuesta apologética del cristianismo frente a las acusaciones que los paganos levantaron contra los seguidores de Jesús a raíz del saqueo de Roma por los visigodos de Alarico en 410. Es un conjunto formado por dos grandes bloques, de diez libros el primero y doce el segundo. San Agustín realiza una crítica de la religión romana y de sus dioses, demuestra cómo eran un ejemplo de inmoralidad e incapaces de proteger al Imperio y desmonta las ideas filosóficas y religiosas erróneas del mundo antiguo. Expone, por el contrario, el modo en que el Dios único y verdadero, el Dios predicado por el cristianismo, es providente y dueño de la Historia, tiene unos planes de salvación sobre el hombre y, en función de la realidad del pecado y del libre albedrío humano para aceptar o rechazar esta oferta de Dios, existen dos “ciudades”, dos sociedades entremezcladas en el tiempo presente: la “ciudad de Dios”, formada por aquellos que “aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos”, y la “ciudad terrena” o “del diablo”, compuesta por aquellos que “se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios”. El curso histórico de estas dos sociedades arribará al más allá, cuando, tras el juicio particular y final, los miembros de la “ciudad de Dios” gocen eternamente de Dios y los integrantes de la “ciudad terrena”, en cambio, por su obstinación hasta el final, sufran la condena eterna. Por lo tanto, podemos decir que la interpretación agustiniana de la Historia ofrece unos rasgos fundamentales. Primero, el providencialismo: Dios es protagonista de la Historia, tiene unos planes sobre el hombre y sobre el mundo, que se realizan en el transcurso del tiempo sobre la Tierra y tienen su término en la vida eterna. En segundo lugar, el papel del hombre, quien también es protagonista de la Historia, pues dispone del libre albedrío, el cual le permite elegir entre amar a Dios o despreciarle. En relación con esto, el tercer aspecto es lo que cabe llamar, un tanto impropiamente, un doble volitivismo, en el sentido de la existencia de dos amores, que originan dos “ciudades”. Un cuarto elemento, que en realidad ya hemos apuntado, es el valor trascendente de la Historia. San Agustín, en esta obra, como en todas las suyas, recoge a un mismo tiempo la tradición clásica y el pensamiento cristiano. Cita tanto a autores griegos y romanos antiguos como a los cristianos, por no hablar de la Sagrada Escritura, que es su fuente fundamental, como en todos los Padres de la Iglesia. En el tratado De civitate Dei se nos muestra como un romano admirador de Constantino y de Teodosio, como un romano cristiano que cree en la posibilidad de un Imperio cristiano en lo temporal, supeditado a las realidades supremas de lo espiritual. Su visión, que valora el deber cristiano de colaborar en la edificación de la paz y la justicia terrenas, apunta sin embargo a unos fines más altos, a unas metas más elevadas, pues mira hacia la vida eterna, anhela el Cielo. De ningún modo considera en sí diabólico el Estado ni lo terreno, como a veces se ha podido pensar, pero sí piensa que lo serán si se olvida la realidad trascendente del hombre y si éste comienza a preocuparse únicamente por su propio bienestar temporal, hasta el punto de despreciar a Dios, que es el dador de todos los dones. Por lo tanto, en su De civitate Dei, San Agustín era heredero a la vez de la tradición clásica y de la tradición cristiana, pero lo más importante es que ofrecía una interpretación de la Historia esencialmente cristiana, que inspiraría la cosmovisión medieval europea. Otro hombre providencial sería el primer papa monje, San Gregorio Magno († 604), prefecto antes de la ciudad de Roma, donde había nacido, y hombre profundamente formado en la tradición romana. Ya como eclesiástico, ejerció el cargo de apocrisario del papa en Constantinopla, lo cual le permitió conocer mejor el mundo bizantino y enraizarse asimismo en la tradición helénico-romana oriental. Autor de varias obras de carácter exegético, histórico y moral, destacan algunas como los Moralia in Iob (Comentarios morales al libro de Job), los Dialogorum libri (Diálogos), las cuarenta Homiliae in Evangelia (Homilías sobre los Evangelios) y la Regula pastoralis (Regla pastoral) que escribió para papas, obispos y pastores de la Iglesia. Todas ellas influirían poderosamente en el Medievo cristiano occidental. Como San Agustín, San Gregorio concibe el carácter trascendente de la Historia y la acción providente de Dios en ella, así como el papel de la libertad del hombre para entregarse a la búsqueda de las realidades celestiales, que merecen de verdad la pena, o para contentarse meramente con las terrenales. Pero además, el papa-monje fue un magnífico administrador de los territorios que pertenecían a la sede romana, lo que se denominó el Patrimonium Sancti Petri. En ello se vio su mente organizadora romana y su capacidad para encabezar las grandes empresas económico-sociales y políticas que al Sumo Pontífice le tocaba entonces asumir ante el vacío dejado por otros poderes desde la desaparición del Imperio Romano. La Iglesia de Roma, sin haberlo buscado, se había convertido en la heredera de éste en el Occidente. Y San Gregorio Magno supo afrontar esta misión con increíble acierto. A todo lo cual hay que sumar la organización de la beneficencia con buena parte de los fondos provenientes del “Patrimonio de San Pedro”. La cultura que este personaje muestra en sus obras fue fruto de su primera formación civil romanista, de su siguiente aprendizaje clásico y cristiano en el monasterio, y finalmente de sus contactos y su experiencia diplomática. Fue así como se convirtió en uno de los mejores transmisores de la tradición grecorromana y uno de sus más acertados cristianizadores, de tal manera que echó también, de forma muy importante, los cimientos de una nueva civilización, la de la Europa cristiana. San Gregorio, monje antes de ser papa, nos refleja, por lo tanto, el hecho de que en los monasterios se estaba conservando, incluso refugiando, el saber del mundo antiguo, y que allí se estaba gestando esa mencionada civilización europea por su fusión con el cristianismo. Él fue, además, el biógrafo de San Benito de Nursia, cuya vida y milagros nos describe en el libro segundo de sus Diálogos. “El hombre de Dios” Benito (480-547), un espíritu romano, estuvo formándose en “la Urbe eterna”, pero marchó de ella para huir del ambiente de escasa moralidad que allí encontraba y para buscar a sólo Dios en la vida eremítica. Sin embargo, la afluencia de discípulos atraídos por su santidad le acabó convirtiendo en un famoso abad de cenobitas en Subiaco y luego en Montecasino, para los que redactó aquí una Regula monachorum (Regla de monjes) que en los tiempos siguientes alcanzaría una extraordinaria difusión, amén de un éxito definitivo a partir del impulso dado a ella en el Imperio Carolingio a principios del siglo IX. Llegaría a ser así la Santa Regla monástica por antonomasia del Occidente cristiano, de un modo semejante a lo que las Reglas de San Basilio Magno lo eran para el Oriente, si bien con notables diferencias en cuanto a la forma de su extensión, aplicación e influencia. El San Benito legislador se nos revela como un romano organizador, que posee el sentido jurídico, de la norma, del orden y del Derecho. Pero, a la vez, se nos muestra como un cristiano empapado de la Sagrada Escritura y de la lectura de los Santos Padres, perfectamente enraizado en la tradición monástica anterior. No es tanto el paterfamilias romano-pagano como el pius pater romano-cristiano; y es el abbas, el abad paternal para sus monjes, pero que también posee la conciencia romana del deber de aplicar la justicia dentro de su monasterio, el cual es un “taller espiritual” y un cuartel en el que se ejercitan los milites Christi, los “soldados de Cristo” que forman la milicia al servicio de Cristo Rey y Señor. El monasterio es asimismo una dominici schola servitii, una “escuela del divino servicio”, en la que el monje aprende a combatir con las poderosas armas de la obediencia. ¿Qué decir de todo esto, sino que San Benito está recogiendo a un mismo tiempo la tradición clásica y la tradición bíblico-cristiana? El abad de Montecasino tiene aún presentes en su mente la fuerza y la disciplina de las legiones romanas hace ya mucho tiempo desaparecidas; tiene presentes las escuelas de Roma y del mundo antiguo, donde los alumnos se instruyen en la cultura y para la vida; tiene presentes los talleres artesanales del orbe romano y los collegia o asociaciones profesionales del mismo. Pero todo ello lo mira ya desde la óptica cristiana y lo armoniza con la tradición monástica de la que él se ha convertido en un eslabón, desde el momento en que el monje Román le impuso el hábito y desde que él se decidió a redactar una Regla de monjes que llegará a ser una de las más significativas señas de identidad de la Europa medieval. En sus monasterios, San Benito realza el valor del trabajo manual, en virtud del cual sus monjes cambiarán con la azada la faz económica y buena parte del paisaje de Europa en los siglos siguientes. A sus discípulos les manda leer con asiduidad la Sagrada Escritura y los libros de los Padres del monacato y de la Iglesia, lo cual obligará a sus cenobios a reunir bibliotecas que se incrementarán con el tiempo y en las que se recogerán también las obras de los autores de la Antigüedad griega y romana. Los hijos de San Benito, uniendo el imperativo del trabajo manual y el de cultivar la lectio divina, se dedicarán además a la copia de libros, no sólo religiosos, sino asimismo profanos, y gracias a ello se conservará, se salvará y se transmitirá el legado clásico, el bíblico y el cristiano. Por todo ello, y como iremos viendo, en justicia se ha llamado a San Benito “Padre de Europa” y el papa Pablo Cabe recoger algunos testimonios de los papas del siglo XX acerca de San Benito y Europa. San Pío X deseó “que muchos se acuerden del Padre de los monjes de Occidente, a los cuales Europa debe en gran parte la civilización de que goza hoy día; que se vea cómo la sucesión de los tiempos no ha agotado el inteligente poder de trabajo de sus hijos”. Según él, “el gran monasterio de Casino, fundado en el siglo VI de la Era de nuestra Redención, apareció en tiempos en extremo turbados, como columna de la Iglesia y fortín de la fe. Efectivamente, en la hora en que la invasión de los bárbaros empezaba a devastar de arriba abajo todas las regiones de Europa, con su acompañamiento de discordias intestinas, motines, muertes y guerras sangrientas, derribando a la vez el orden social, este monasterio se convirtió en asilo de paz, refugio seguro de la religión no menos que de las artes liberales. Desde allí fue de donde los monjes santos transmitieron de mano en mano, por decirlo así, la antorcha de la sabiduría antigua, alumbrando de esta manera a los pueblos amenazados por todas partes de caer en las tinieblas. Allí fue también donde se conservó la santidad de la ley divina y de la ley humana, en medio de horrorosa tempestad y de la violencia e injusticia que trastornaban todas las cosas. Lo que Italia, lo que la sociedad europea deben a los monjes de Casino, la historia lo enseña, como sabia consejera de nuestra existencia y tesorera de la verdad.” Para Pío XI, la Orden Benedictina merece una admiración especial, no sólo por su antigüedad (pues es la primera Orden cronológicamente), sino más aún “por razón de la figura sublime de su fundador, que domina, por decirlo así, el horizonte de los siglos y de la Historia; por razón de la huella luminosa que este verdadero gigante de la vida religiosa ha dejado a través de los siglos” y por razón de todos los títulos de santidad, esplendor y vida de que gozan su Regla y sus hijos. “A todo esto hay que añadir el inmenso tesoro de sus santas obras, bienhechoras, individuales, sociales y aun económicas y científicas; todo el conjunto inmenso de bienes que la familia benedictina ha proporcionado y continúa proporcionando a través del mundo con magnificencia universal […].” Pío XII, por su parte, elaboró una encíclica, la Fulgens radiatur, sobre el decimocuarto centenario de la muerte de San Benito (21-III-1947), que comenzaba con estas palabras: “Benito de Nursia resplandece fulgente como astro entre las tinieblas de la noche y es honra de Italia y de toda la Iglesia.” En la “cruel tormenta, y en medio de tanto cataclismo” por el derrumbe del Imperio Romano y las incursiones de los pueblos bárbaros, la esperanza para la sociedad humana surgió de la Iglesia Católica, y concretamente en aquel momento se hizo patente en San Benito. La Historia conoce los beneficios debidos a la Orden Benedictina en aquellos tiempos y en el transcurso de los siglos siguientes, porque sus monjes fueron los que “conservaron incólumes los códices de las diversas ciencias, que transcribieron y comentaron con suma diligencia; ellos fueron también los que ejercitaron las artes, las ciencias y la enseñanza, promoviéndolas de todas las maneras.” Y de entre ellos salieron “innumerables apóstoles, encendidos en caridad celestial, [que] recorrieron desconocidas y turbulentas regiones de Europa, las regaron con su generosa sangre y sudor, y pacificados sus moradores les llevaron a la luz de la católica verdad y santidad […]. Porque no solamente Inglaterra, Francia, Holanda, Frisia, Dinamarca, Alemania y Escandinavia, sino también no pocos de los pueblos eslavos se glorían del apostolado de los monjes, y los tienen como timbre de gloria, considerándolos como autores esclarecidos de su civilización.” En fin, “una generosidad semejante es ciertamente como una deuda que la civilización debe a San Benito; porque si hoy resplandece la sociedad con tan gran luz de ciencia, si se goza con la posesión de los monumentos de la antigüedad, en gran parte debe agradecérselo a él y a su laboriosa descendencia.” Unos meses después, el mismo Pontífice decía: “Si alguno busca y escudriña los anales de la historia, ¿cómo podrá negar lo que vamos a decir, cómo dudará de lo que hemos de afirmar? San Benito es Padre de Europa. Cuando el Imperio Romano se corrompía, agotado por la vejez y los vicios, y por sus provincias avanzaban en tumulto los bárbaros, él mismo, llamado el último de los magnates romanos, juntando en una sola cosa (séanos lícito usar el vocablo de Tertuliano) la romanidad y el Evangelio, sacó de ellos el vigor y la fuerza, y contribuyó grandemente a unir los pueblos de Europa bajo el signo y el auspicio de Cristo, y a formar felizmente la unidad de los cristianos. Desde el mar Báltico hasta el mar Mediterráneo, desde el océano Atlántico hasta los verdes prados de Polonia, se establecieron legiones de benedictinos que civilizaron con la Cruz, con los libros y con el arado a las gentes indómitas y salvajes.” Por su parte, el Beato Juan XXIII recordó que la Iglesia Católica debe mucho a la Orden Benedictina y a sus monjes, los cuales, “al derrumbarse el Imperio Romano, hicieron revivir y cultivaron a las gentes y tierras bárbaras con la Cruz y el arado, ilustrándolas con la luz del Evangelio y enderezándolas hacia obras de civilización y cultura.” Pablo VI, como hemos dicho, proclamó a San Benito “Patrono de Europa”. Gran admirador de su Orden, el papa señaló cuánto le debía el mundo y cómo el santo proporcionó a la sociedad europea sus raíces cristianas, que le dieron vigor y esplendor. Según el Pontífice, hay “dos capítulos que todavía hacen desear la austera y delicada presencia de San Benito entre nosotros; por la fe que él y su Orden predicaron en la familia de los pueblos, especialmente en la llamada Europa; la fe cristiana, la religión de nuestra civilización, la de la unidad, en la que el gran monje solitario y social nos educó como hermanos, y por la que Europa fue la Cristiandad. Fe y unidad, ¿qué cosa mejor podemos desear y pedir a todo el mundo, y de manera especial para la selecta y conspicua porción que, repetimos, se llama Europa? ¿Qué cosa más moderna y más urgente? […] Y precisamente, para que a los hombres de hoy, para los que puedan trabajar y para los que sólo puedan aspirar, les sea intangible y sagrado el ideal de la unidad espiritual de Europa, y no les falte la ayuda de lo alto para realizarlo con prácticas y providenciales ordenanzas, hemos querido proclamar a San Benito Patrono y protector de Europa.” Muy recientemente, Juan Pablo II ha solicitado a los benedictinos: “Permaneced fieles a vuestra historia. Nuestro mundo secularizado os es deudor por el testimonio de vuestras comunidades, que ponen a Dios en el centro.” El Papa ha resaltado también el papel de los monjes “en este momento histórico para conservar en Europa sus raíces cristianas”. Creemos que estos testimonios de los papas son suficientemente elocuentes para destacar el papel fundamental que San Benito y sus monjes han jugado en la Historia de Europa, así como para reflejar el aprecio de los Romanos Pontífices hacia ellos. Lo que en páginas siguientes iremos viendo justifica sin duda estas valoraciones, así como las hechas por Christopher Dawson, quien a este respecto dice que la Alta Edad Media “sobre todo es la edad de los monjes, una edad que comienza con los Padres del desierto y concluye con el gran movimiento de reforma monástica, que se simboliza en los nombres de Cluny en Occidente y el monte Athos en Oriente. Los nombres más señeros de la época son nombres de monjes: San Benito y San Gregorio, los dos Columbanos, Beda y San Bonifacio, Alcuino, Rábano Mauro y San Dunstan, siendo los monjes los autores de los mayores resultados culturales, tanto por lo que toca a la conservación del saber clásico cuanto en lo que respecta a la conversión de los pueblos nuevos y a la formación de nuevos centros de civilización en Irlanda, en Nortumbria y en el Imperio carolingio. Es muy difícil para quien no sea católico darse cuenta cabal de lo que significa esa magna tradición. […] Para el católico la institución monástica forma aún parte integrante de su mundo espiritual. La Regla benedictina regula hoy vidas humanas ni más ni menos que en tiempos de Beda. Hay hombres que todavía rezan los mismos oficios divinos y siguen idénticos ideales de disciplina y contemplación. Con lo que la tradición monástica viene a ser un puente vivo por el cual podemos pasar a la otra orilla de aquella extraña sociedad antediluviana del siglo VI [esta expresión la utiliza refiriéndose a cómo resulta para los no católicos], sin perder del todo el contacto con el mundo en que vivimos.” Pero, volviendo a las consideraciones que estábamos realizando y que dejamos con la figura de San Benito, y en unión con todo lo que hemos visto acerca del puesto que los monjes han ocupado en la configuración de la civilización europea, debemos hacer mención también de un personaje singular de la Italia del siglo VI, prácticamente coetáneo del autor de la famosa Regula monachorum: Casiodoro († 576/582). Natural de Esquilache o Squillace (Calabria, Italia) y miembro de una familia influyente, formado en la tradición romana, se dedicó desde su adolescencia a la política y llegó a ejercer el cargo de prefecto del pretorio (primer ministro del gobierno ostrogodo en Italia), pero en los últimos años de su vida se produjo lo que denominó su “conversión”, con un interés creciente por la fe cristiana, que le llevó a escribir varias obras de tema religioso y a intentar fundar en Roma una escuela de “estudios cristianos”, según el modelo de las existentes en otras ciudades, como Alejandría en Egipto y Nisibe en los límites de la antigua Siria con Persia. Las guerras góticas y la invasión bizantina de Italia truncaron su proyecto y, después de dimitir de su cargo de prefecto, se retiró a una finca familiar en Esquilache, denominada Vivarium, donde estableció un monasterio. Desde entonces centró su interés fundamentalmente en la Sagrada Escritura y organizó la vida y la actividad del cenobio, con un claro sentido jurídico de la ley, de la regla, del orden y de la disciplina, semejante al de San Benito y que refleja igualmente su espíritu romano. En la mente de Casiodoro, sus monjes deberían dedicarse de forma importante a la copia de manuscritos y a un trabajo de estudio de los textos, de tal manera que se pudiera salvar el legado cultural recibido de los siglos anteriores y de la propia fe cristiana, en medio del panorama más bien desolador en que vivía inmersa Italia, como también el Occidente en general. Por lo tanto, a Casiodoro le corresponde el mérito de haber emprendido una labor de salvaguardia de la cultura, tanto sacra como profana, que en los años siguientes, a pesar de que su obra de Vivarium prácticamente desapareciera, sería sin embargo asumida por otros monasterios y monjes, entre ellos, sobre todo, los hijos de San Benito. El otro aspecto que debemos resaltar de Casiodoro, aunque es el que abandonó para dedicarse a la vida monástica, fue el de servir de ejemplo de fusión entre los ostrogodos invasores y los italo-romanos, sobre todo en la época de Teodorico, quien trató de conservar la tradición romana y realizar una integración entre este elemento y el aporte germánico. No obstante, la dificultad nacida especialmente de la profesión arriana de los ostrogodos y ciertos desatinos del propio Teodorico, por una parte, y la campaña bizantina emprendida por los generales de Justiniano (en especial Belisario) para reconstruir el Imperio Romano, dieron al traste con estos proyectos del rey godo y ocasionaron en buena medida el descontento de Casiodoro. Hecho éste que, unido a la “conversión” interior que fue experimentando (ya era cristiano, pero conoció una mutación hacia una mayor inquietud espiritual), le condujeron al abandono de la vida política para dedicarse a la monacal y a la salvaguarda del legado cultural clásico y cristiano. Es por esto por lo que con razón ha dicho Dawson que “Casiodoro contribuyó, todavía más que Boecio [de quien hablaremos a continuación], a tender un puente entre la cultura medieval y la del mundo antiguo. […] Vivarium fue el punto de partida de la tradición de la enseñanza monacal que más adelante cubriría de gloria a la Orden benedictina. El monaquismo occidental se hizo cargo de la herencia de la cultura clásica, salvándola de la ruina que amenazaba a la civilización centenaria del Occidente latino a finales del siglo VI. Es a las bibliotecas de los conventos y a sus scriptoria a quienes debemos la conservación y la transmisión de casi todo el cuerpo de literatura latina clásica que hoy tenemos; su labor fue recogida y completada por los hijos de un mundo nuevo, los monjes irlandeses y anglo-sajones que allanaron el camino al renacimiento del clasicismo cristiano, que al cabo surgió en la época carolingia.” Acabamos de hacer mención de Boecio, de quien el mismo Dawson afirma que “no fue solamente el último de los clásicos, sino también el primero de los escolásticos, un gran educador a través de quien el Oeste medieval tuvo conocimiento de la lógica aristotélica y rudimentos de las matemáticas griegas”. Coetáneo de San Benito, si bien murió antes, y por lo tanto algo anterior también a Casiodoro, este personaje estudió en Atenas las doctrinas de Platón, Aristóteles y los estoicos, y en 510 Teodorico le nombró consejero y probablemente cónsul, lo cual refleja, una vez más, las intenciones del rey ostrogodo de alcanzar una fusión entre lo romano y lo germánico. Sin embargo, por causas no bien conocidas, el mismo monarca le procesó en 524 y murió en la prisión de Pavía ese año o el siguiente. Autor de varias obras, la más conocida es sin duda el De consolatione philosophiae (Sobre la consolación de la Filosofía). El valor más importante de Boecio es haber recogido la herencia del pensamiento filosófico griego, haberla fundido con el cristianismo y haberla trasmitido a las generaciones posteriores: antes del “redescubrimiento” de Aristóteles en la Plena Edad Media, lo que se conocería del “Peripatético” lo sería gracias a él. Concretamente, en el De consolatione philosophiae ofreció a la conciencia cristiana un sistema racional de Teodicea que no contradecía al dogma. Y por eso se ha llamado con razón a Boecio “el primer escolástico y el último romano”. Otra figura señera, de las mayores sin duda, en esta ingente labor de conservación y transmisión del legado cultural antiguo y de su fusión con el cristianismo en aquellos tiempos de desplazamientos y asentamiento de pueblos bárbaros en el fenecido Imperio Romano de Occidente, es San Isidoro de Sevilla († 636). Ya su hermano San Leandro, como referiremos más adelante, fue un personaje de los más importantes en el proceso de unión de las poblaciones hispano-romana y germánica, pero es a San Isidoro, que le sucedió al frente de la sede episcopal metropolitana de Sevilla, a quien se debe el desempeño de la obra de que hacemos mención. Su magna obra escrita tocó prácticamente todos los campos del saber sacro y profano. Regulador del monacato como San Benito y monje antes de ser nombrado prelado, no descuidó el que los monjes cultivasen las letras y la salvaguarda de los escritos anteriores. Pero sus libros-cumbre son, sin lugar a dudas, las Sentencias y, sobre todo, las Etimologías, de las que con acierto se ha dicho que son como una enciclopedia en la que se recogen todos los conocimientos del momento. Todo ello fue fundamental ya en aquella misma época, y quizá aún más en los siglos medievales siguientes: a raíz de la invasión islámica de España, las obras de San Isidoro circularon por todo el Occidente cristiano e influyeron poderosamente en la cultura. Con frecuencia se ha afirmado que se trataba simplemente de un compilador (meritorio, por supuesto, en aquellos momentos) y que carecía de originalidad. Sin embargo, como han venido demostrando varios y autorizados estudiosos desde los años 60, entre ellos algunos como Jacques Fontaine, San Isidoro ofrece una originalidad mayor que la que se venía diciendo, pues aporta opiniones y elementos de un pensamiento propio y además realiza toda una labor de organización sistemática de los saberes que transmite, con lo cual, en cierta manera, influirá en el posterior desarrollo de la Escolástica. San Isidoro protagonizó una época de nuevo esplendor cultural bajo los reyes visigodos que gobernaron y unificaron Hispania: la denominada “era isidoriana”. Y él precisamente proporcionó a esta monarquía y a los germanos e hispano-romanos unidos en ella los fundamentos para la toma de conciencia de su nueva misión en el orbe cristiano, como herederos a la vez de un pueblo de guerreros (la estirpe gótica) y de una tradición cultural tan rica como la grecorromana, y como habitantes de unas tierras a las que él cantó con verdadera pasión amorosa hacia la Patria en su famoso Laus Hispaniae. España tiene en San Isidoro un astro del que puede gloriarse siempre, que iluminó a toda Europa y al que los hispanos invocaron en los siglos medievales como uno de sus más singulares patronos. Algo más o menos parecido podemos decir de otras figuras eclesiásticas de aquellos tiempos en diversas partes del Occidente, pero quizá debamos resaltar especialmente el caso de San Beda el Venerable († 735), monje benedictino del monasterio de Wearmouth, en el que permaneció como un modelo de religioso dedicado de lleno a la vida espiritual e intelectual, entre la observancia de la Regla y el canto del Oficio Divino en la Iglesia, entregado a la tarea de aprender, enseñar y escribir. Autor de varias obras históricas y religiosas y comentarista de la Sagrada Escritura, recogió tanto el legado de los Santos Padres como el de la Antigüedad clásica y los mantuvo vivos en el saber de los monjes anglosajones. No sin razón, pues, dijo Gilbert K. Chesterton que “la historia útil y provechosa de la Inglaterra anglosajona se reduce a la historia de sus monasterios. Éstos, palmo a palmo, y casi hombre a hombre, difundían las enseñanzas y enriquecían la tierra.” Además, según el mismo autor, “la sola palabra «monje» es ya una revolución, porque significando soledad, vino a significar comunidad, que es sociabilidad. La vida comunal llegó a ser una reserva y refugio de la individual, un hospital para toda clase de hospitalidad. […] En tiempos de individualismo no se puede hallar nada comparable. […] Decir que monjes y monjas fueron para la humanidad como una especie de santa liga constituida entre los tíos y las tías de la familia humana, es algo más que un buen chiste. Y que ellos hicieran por los hombres lo que nadie más pudiera haber hecho, ya es un lugar común. Las abadías llevaban el diario del mundo, combatían todas las plagas de la carne, enseñaban las primeras artes técnicas, preservaban las letras paganas, y, sobre todo, por una perpetua urdimbre de caridades, mantenían al pobre muy lejos de su actual estado de desesperación.” La labor de San Beda, sin duda, preparó en buena medida el camino al renacimiento cultural que Inglaterra vivió en el siglo IX bajo el cetro de Alfredo el Grande. Del mismo modo, su obra, junto con la de San Isidoro y la de otros autores más, recogida y transmitida por los monjes benedictinos y celtas, había estado en los fundamentos del gran “Renacimiento Carolingio” de esa misma centuria. Hasta aquí hemos visto en resumen la primera gran labor de la Iglesia Católica a través de sus hijos, en aquella época de derrumbamiento del mundo antiguo: la salvaguarda del legado grecorromano y su fusión con el mensaje cristiano. Corresponde ahora acercarnos, también escuetamente, a hacer algunas consideraciones en torno a su segunda gran obra: la asimilación e integración de los pueblos bárbaros para la configuración de una sociedad común. Así sería posible el nacimiento de una nueva civilización: la civilización cristiana europea. La referida asimilación de los bárbaros hubo de ser a la vez una empresa pacificadora y civilizadora, y para eso no podía ser sino evangelizadora. Sólo el mensaje de salvación universal de Jesucristo, abierto a todos los hombres, porque en cada uno veía un hijo de Dios redimido por la Sangre del Redentor en la Cruz, podía abrir el cauce para dar origen a una nueva sociedad y a una nueva civilización. Sólo un espíritu apostólico que desease salvar el mayor número de almas posible, superando para ello cualquier tipo de dificultades y afrontando con alegría incluso el martirio, era capaz de promover y culminar una fusión de poblaciones bajo una fe y una cultura comunes. Y fue así como se completó la conversión de Europa al cristianismo, en un proceso que principalmente nos ofrece dos aspectos: la conversión de los bárbaros ya asentados en las tierras del antiguo Imperio Romano y la de aquéllos situados más allá de sus fronteras, habitantes de regiones desconocidas y misteriosas para los que vivían en las de más acá. A lo primero hay que añadir otra empresa que con mucha frecuencia desarrollaron los pastores de la Iglesia: la mediación en favor de la población indígena-romana ante los invasores. Éste último aspecto que hemos señalado es enormemente rico por su significado, pues revela tres hechos: la impotencia del poder imperial romano y de sus delegados provinciales para proteger a su población; la sustitución práctica de dicho poder por la jerarquía eclesiástica, no porque ésta lo hubiera buscado ni deseado, sino porque la situación venía dada de facto; y la solicitud con que los pastores de la grey de Cristo cuidaron de ésta. Así, en la Italia turbulenta y agitada por la irrupción de pueblos bárbaros en el siglo VI, San Gregorio Magno nos narra en varios pasajes de sus Diálogos y en algunas de las Cuarenta homilias sobre los Evangelios la ingente labor pacificadora y civilizadora que desarrollaron bastantes hombres de Iglesia, mediando en favor de su rebaño ante los invasores, acogiendo a éstos con un espíritu de hospitalidad cristiana y conservando y transmitiendo tanto el legado de la cultura clásica grecorromana como el mensaje y el saber cristianos. Esta tarea, que en realidad sucedió no sólo en Italia, sino en todo el Occidente, alcanzó uno de sus hitos más significativos en la entrevista que el papa San León Magno había mantenido con Atila, rey de los hunos, y en la que consiguió hacerle desistir de su intención de saquear Roma (452). Más tarde pondría límites asimismo a la acometida de los vándalos contra la “Ciudad Eterna”. En cuanto a algunos de los casos narrados por San Gregorio Magno, cabe destacar la acción intercesora y acogedora de los obispos Bonifacio de Ferentis y Fortunato de Todi ante los ostrogodos, así como la de Santulo, presbítero de la comarca de Nursia, hacia los longobardos. También describe cómo San Benito consiguió atraerse la admiración y el respeto del rey godo Totila y acogió paternalmente entre sus monjes vocaciones provenientes de este pueblo. Además, no debemos olvidar la acción que desempeñó el propio San Gregorio, gracias a la buena relación que mantuvo con la reina Teodolinda de los longobardos. A todos éstos cabría sumar otros ejemplos más, como la mediación de Severino de Nórica ante los germanos y los servicios que San Agustín prestó en el año 430 a su grey, hallándose prácticamente al frente de la ciudad de Hipona ante el asedio vándalo, circunstancia en la que le sobrevino la muerte. La rudeza de los bárbaros, por lo tanto, era aplacada por los santos y los hombres de Iglesia. La santidad, la entereza viril, la capacidad para sobreponerse al miedo, el desafío pacífico o enérgico, según los casos, a la brutalidad de los invasores, terminaban causando una profunda admiración entre éstos, que de primera intención habían despreciado a aquellos eclesiásticos. Se reproducía así lo que había sucedido con los paganos romanos en la época de las persecuciones: la santidad de la Iglesia y de sus hijos era más fuerte que el poderío imperial y que los leones del circo. Jesucristo, por medio de aquella fortaleza pacífica, se hacía presente a quienes habían hecho de la fuerza un valor en sí mismo. Jesucristo, pues, tenía que acabar triunfando sobre los bárbaros, como antes lo había hecho sobre los paganos del Imperio Romano. Y triunfó. La definitiva pacificación de los pueblos bárbaros y su integración en una misma sociedad con la población romana sólo podía alcanzarse a través de su evangelización, pues el mensaje de Jesucristo es en sí también un mensaje civilizador, que contiene unas normas morales que favorecen el desarrollo de la vida personal y social. Los hijos de la Iglesia que se lanzaron a la cristianización de los bárbaros no buscaban propiamente esta faceta civilizadora, sino la salvación de las almas de los invasores, pero ello conllevaba aquel otro efecto. Los pueblos germánicos cautivaron en sus razzias a prisioneros cristianos, y fueron tal vez éstos los primeros que emprendieron, individualmente, ciertas tareas de catequesis entre sus captores, por ejemplo en la zona del Danubio. Sin embargo, sería algo más adelante cuando la Iglesia ya asumiera una clara empresa de cristianización, al irse asentando estos pueblos en el mundo romano mediante la constitución de nuevos reinos. No obstante, la fe católica encontró una dificultad seria en un primer momento, y fue la arrianización de los visigodos, y luego de otros grupos germánicos más, a partir de la predicación de Ulfilas, a quien Eusebio de Nicomedia designó en el siglo IV “obispo de los cristianos (arrianos) en tierra de los godos”. Así, el paso de los germanos desde el paganismo al catolicismo conocería por lo general una fase intermedia de cristianización arriana. De todas formas, también hay que pensar que, en la Sabiduría de la Providencia divina, esto tal vez fue una etapa de preparación para una mejor asimilación de la fe cristiana católica, pues quizá una conversión directa desde el paganismo hubiera dejado más lagunas. Sólo conocemos bien un caso de conversión directa desde el paganismo al catolicismo y otro que aún presenta ciertas dudas. El primero es el de los francos asentados en la Galia, que pronto daría buenos frutos, y fue protagonizado por el rey Clodoveo en la Navidad del año 498 ó 499, al ser bautizado por San Remigio de Reims, primado de las Galias. No hay que olvidar la influencia que ejerció para este paso la esposa del monarca, Santa Clotilde. A raíz de este hecho histórico, con frecuencia los papas denominarían a Francia “la hija primogénita de la Iglesia”. El otro caso al que nos referimos es el de los suevos, según lo narra principalmente San Isidoro de Sevilla. Según su relato, este pueblo, asentado en el noroeste de Hispania (la región de Gallaecia), se convirtió del paganismo al catolicismo bajo el rey Rekhiario, pero luego pasó al arrianismo por la acción del misionero Ayax, y finalmente retornaría a la fe católica gracias a los trabajos de San Martín de Braga († 580), una de las figuras más gigantestas de la Iglesia de aquella época. Nativo de Panonia (actual Hungría) como su homónimo San Martín de Tours, es otro heredero a la vez de la tradición clásica (se ha estudiado, por ejemplo, su senequismo) y de la cristiana de cuño bíblico, patrístico y monástico. De hecho, con San Martín de Braga nos encontramos con un monje más y padre de monjes, no benedictino, sino de un monacato muy entroncado en la tradición egipcio-oriental. Por lo que se refiere a los visigodos, que realizaron un largo periplo por tierras europeas hasta crear un reino en el sur de la Galia y luego en Hispania (reinos de Tolosa y Toledo, respectivamente), ya hemos dicho que fueron primeramente arrianizados por medio del obispo godo Ulfilas. Asentados en Hispania, el rey Leovigildo († 586) llevó a cabo la unificación política del territorio y trató de lograr también la unidad religiosa bajo la imposición del arrianismo, si bien finalmente optó por buscar una fórmula más propiamente macedoniana que tampoco atrajo a los católicos hispano-romanos. Después de su fracaso, sería su hijo Recaredo quien en el III Concilio de Toledo (589), presidido por San Leandro, metropolitano de Sevilla, se convirtiera al catolicismo, y tras él se produjera el bautismo de los visigodos. La Iglesia católica de la España visigoda, según hemos referido ya al hablar de San Isidoro, daría abundantes frutos espirituales y culturales. Además, la unidad religiosa, la Unidad Católica de España, posibilitó la plena fusión de las dos poblaciones, germánica e hispano-romana, pues se superaron definitivamente las trabas jurídicas, sociales y mentales para los matrimonios mixtos, a la vez que la Iglesia promovía la integración de godos y suevos en su seno, como se observa en su progresivo ascenso dentro del episcopado hispano y en la composición étnica del monacato de San Fructuoso de Braga. Con el rey Recesvinto tuvo lugar la unificación jurídica mediante la promulgación del Liber Iudiciorum, que en los siglos medievales sería conocido en el ámbito castellano como Fuero Juzgo e inspiraría igualmente los Usatges catalanes. Por lo que atañe a los ostrogodos, que se asentaron en Italia, hay que señalar que, bajo su rey Teodorico (493-526), oscilaron entre fases de entendimiento con los papas de Roma y algunos momentos en que les presionaron más, tal como sucedió cuando el monarca apresó a Juan I. Esta actitud condujo a que los papas buscasen la protección de Bizancio y, años más tarde, la de los francos católicos, también ante la acometida longobarda sobre Italia. Pero, en cualquier caso, como ya se adelantó antes, los hombres de Iglesia, entre ellos San Benito, ejercieron una labor notable de pacificación, conversión e integración de los ostrogodos en la sociedad italo-romana. Los burgundios, que se instalaron en la zona a la que darían nombre (Borgoña) hasta su anexión por los francos de Clodoveo, fueron ganados para el catolicismo gracias a la acción del obispo Avito de Vienne (Viena de Francia), quien obtuvo la conversión de Segismundo, heredero del trono. Los vándalos, férreamente arrianos, pasaron de Hispania a África en 429, bajo el mando de su rey Genserico, el cual llevó a cabo una fuerte presión sobre la población católica. El final de esta difícil situación para la Iglesia terminaría cuando los bizantinos conquistasen el norte de África en época de Justiniano. Los longobardos fueron la última oleada germánica en llegar al sur de Europa, concretamente a Italia, tal como hemos dicho ya, y se asentaron en el norte, dando así origen a Lombardía. Habían sido arrianizados en Panonia hacia el año 400 y pasaron en 568 al norte de la península Itálica bajo la guía de su rey Alboíno. San Gregorio Magno logró detenerles en su avance y pudo salvar Roma del saqueo, como algo más de un siglo antes hubiera hecho su antecesor San León Magno con los hunos. Además, el papa-monje inició los trabajos para su conversión al catolicismo, sobre todo por medio de Teodolinda († 628), hija del duque de Baviera casada con el rey longobardo Autario en 589, y también a través de la influencia ejercida por el monasterio de Bobbio, que había sido fundado por el monje celta irlandés San Columbano. Entre los germanos que llegaron a entrar y asentarse dentro de la parte oriental del Imperio Romano, del Imperio de Bizancio, que fueron muchos menos que en el lado occidental (entre otras cosas, porque los soberanos de Constantinopla utilizaron su habilidad diplomática para favorecer el desplazamiento de los grupos bárbaros hacia el oeste), la Iglesia desempeñó igualmente tareas notables de evangelización, pacificación e integración. En ellas destacaron desde pronto los monjes y el gran pastor y orador San Juan Crisóstomo, quien nombró un obispo católico para los godos. También otros prelados, como el obispo Juan de Éfeso, obtuvieron miles de conversiones, y en Constantinopla se dedicó una iglesia para los germanos que moraban en la ciudad. Si ya de por sí es impresionante toda esta labor evangelizadora y civilizadora de los pueblos germánicos asentados dentro de las fronteras del antiguo Imperio Romano, aún lo son mucho más las empresas misioneras asumidas con total generosidad y entrega por los monjes, fundamentalmente celtas y benedictinos, más allá del limes Imperii. Cabe empezar fijando nuestra atención en Irlanda, que fue cristianizada básicamente por San Patricio (formado en algunos monasterios de la Galia) en el siglo V, aunque ya tiempo antes Paladio había ejercido su acción en este sentido. La isla se convirtió en un foco misionero de gran magnitud y con una enorme repercusión sobre todo el Occidente. La cristiandad celta irlandesa se caracterizaba por una tendencia a un estricto ascetismo y por la importancia de los monasterios en la base de la organización eclesiástica y social-tribal. Sus monjes practicarían la “peregrinación por Cristo” (peregrinatio propter Christum) como práctica penitencial y ascética, abandonando temporal o permanentemente la propia patria y viajando por tierra y/o por mar. Lógicamente, una consecuencia directa habría de ser la acción misionera en las zonas por las que pasaban o donde se asentaban. Varios de sus inolvidables nombres son los de San Columba (521-597), monje del monasterio de Clonard y fundador del de Iona (Escocia) y de algunos más, desde los que se realizarían las labores apostólicas hacia los escotos, los pictos y los habitantes de las islas Orcadas, Shetland y Feroe, e incluso hacia la desabitada Islandia; San Brendán († 577), del que existen algunos datos legendarios, pero también otros históricos que nos hablan de su presencia en las Shetland, las Hébridas, Escocia y Gales; San Columbano (540-615), procedente del monasterio irlandés de Bangor y viajero-misionero por los Vosgos y por tierras de alamanes, suabos y longobardos, fundador de los cenobios de Luxeuil y Bobbio; y San Galo, discípulo suyo que dio vida al monasterio de Saint-Gall en Suiza. Todos estos centros monacales de Irlanda y las fundaciones hechas en las islas del norte y en el continente serían focos de irradiación apostólica y la cuna de otros nuevos monasterios masculinos y femeninos. Por otra parte, en el año 407 las tropas romanas habían abandonado la provincia de Britania, lo cual facilitó la penetración de pictos por el norte y la migración de jutos, anglos y sajones desde el noroeste europeo a la isla. La presencia cristiana había sido temprana y la Iglesia británica conocía entonces un notable desarrollo, por lo que desde estos momentos de inicios del siglo V se acentuó el desarrollo de unas peculiaridades litúrgicas y de la vida eclesial. Sin embargo, los nuevos moradores recién llegados se mantenían en el paganismo y serían evangelizados a partir de la iniciativa de San Gregorio Magno. El papa-monje, ya antes de su elección pontificia en 590, era consciente de la necesidad de que los pueblos germanos se convirtieran al cristianismo, puesto que dominaban políticamente el Occidente, y comprendía que esa tarea sólo podía llevarse con eficacia desde el Papado, con una organización sólida que llegase más allá que las iniciativas individuales de los monjes celtas, por muy meritorias que sin duda éstas fueran. Para él, la evangelización de los germanos debía ser obra de toda la Iglesia, con una organización universal que pudiera dar al Occidente una cultura común, la cultura cristiana. San Gregorio, deseoso de llevar el anuncio de Cristo a los anglosajones y habiendo conocido el interés que por el cristianismo mostraba el rey Etelberto de Kent (uno de los reyes de la “Heptarquía” o siete reinos), en parte por la influencia de su esposa, la princesa católica franca Berta, pensó en formar un clero indígena con esclavos de Britania, para los que se consiguiera la libertad. Pero sobre todo encomendó los inicios de la misión a San Agustín, prior del monasterio romano de San Andrés sobre el Monte Celio, quien emprendió el viaje con 40 monjes el año 596. La acogida favorable de Etelberto y su bautismo favoreció la conversión de otros muchos súbditos del reino de Kent, y posteriormente San Agustín comenzó a organizar la Iglesia de Inglaterra, siendo él mismo nombrado obispo metropolitano de Canterbury, sede que sería la primada. Algo más tarde se erigió también la de York, que alcanzó gran importancia, y el propio San Agustín de Canterbury y sus discípulos promovieron la conversión de los anglosajones de otros reinos de la isla (Essex, Sussex, Wessex…), así como la formación de un clero nativo que pronto pudiera hacerse cargo de las sedes episcopales. En fin, dos aspectos más que debemos señalar son las directrices que San Gregorio dio para la evangelización de Inglaterra, especialmente encaminadas a la cristianización de las costumbres y de los santuarios paganos, y las dificultades que surgieron por las diferencias existentes entre las cristiandades celta y romano-anglosajona, que concluyeron con el sínodo de Whitby del año 664. Los buenos frutos de la evangelización de Inglaterra y el impulso monástico en ella se plasmarían en la saga de monjes misioneros que la isla aportaría más adelante al continente, así como en la egregia figura de San Beda el Venerable y en otros monjes de elevada cultura, tales como Alcuino de York. Y es que, efectivamente, la cristianización de Alemania y del noroeste europeo fue realizada en gran medida por monjes anglosajones. Así, nos encontramos con Wilfrido, obispo de York, que por circunstancias ajenas a su voluntad acabó arribando a Frisia (actual Holanda) y allí se despertó su preocupación misionera. A pesar de ser una región apegada al paganismo y muy hostil al cristianismo, gracias al apoyo del rey Aldgilso y a la conversión de algunos jefes frisones consiguió ciertos éxitos limitados que no pudo afianzar otro monje, Radbordo, ni el también monje anglosajón Egberto el Santo († 729). En cambio, lograría resultados mucho mayores el igualmente benedictino anglosajón San Wilibrordo († 739), que además había recibido la formación del monacato celta. Con la ayuda del Reino Franco para sus misiones, consiguió la conversión de buena parte de Frisia, estableció la sede episcopal de Utrecht e intentó llevar el Evangelio a los daneses y a Turingia. La labor de San Wilibrordo sería completada por San Bonifacio (Winfrid de nombre de cuna, 673-754), el “apóstol de Alemania”. Natural del reino anglosajón de Wessex y formando como monje en los monasterios de Exeter y Nursling, en 716 advirtió una fuerte vocación misionera que le llevaría a predicar en Alemania, sobre todo en Frisia, Hesse y Turingia. Asentaría la organización de la Iglesia en diversos territorios ya cristianizados, como Baviera, donde estableció importantes sedes episcopales (Ratisbona, Passau, Salzburgo en Austria…). Fue designado obispo en 722 y destacó asimismo como fundador de monasterios benedictinos, de los que sobresale el de Fulda. Para sus tareas apostólicas, contó con la colaboración de bastantes monjes anglosajones, algunos de los cuales fueron consagrados obispos. El año 753 reemprendió la predicación en Frisia, pero en el siguiente fue asesinado, junto con sus compañeros, por un grupo de paganos. San Bonifacio es sin duda una de las mayores figuras en la cristianización de Europa y en la pacificación de los pueblos germánicos, concretamente de la zona de Alemania y de Holanda. Por eso, el papa Pío XII, ensalzando el valor de San Bonifacio, a quien llama “hombre apostólico”, recuerda con entusiasmo la trascendencia histórica de su misión y de su fundación del monasterio de Fulda, que destacó como un centro de piedad y de cultura: “Por esta razón se puede afirmar con todo derecho que las ciencias sagradas y profanas, que tanto honran hoy al pueblo germánico, tuvieron allí la cuna, a la cual mira él hoy con veneración. De estas moradas [de Fulda] partieron, además, innumerables monjes benedictinos que, con la cruz y con el arado, es decir, con la oración y con el trabajo, llevaron a las tierras, envueltas aún en las tinieblas, la luz del cristianismo y de la civilización. Por su obra constante e incansable, selvas inmensas, pobladas antes de bestias feroces e inaccesibles al hombre, se convirtieron en campos cultivados y fecundos. Y aquellas tribus, divididas antes por costumbres feroces, llegaron a ser con el tiempo una sola nación, suavizada por la mansedumbre y el vigor del Evangelio y esclarecida por las virtudes cristianas y cívicas. Pero, sobre todo, el monasterio de Fulda fue casa de plegaria y de divina contemplación. Allí trabajaron los monjes con la oración, con la penitencia y con el trabajo para adaptarse al ideal de la santidad antes de afrontar la difícil empresa de evangelizar a los pueblos.” Y es que, “en cualquier parte donde se construyeron cenobios de monjes o de monjas, fueron éstos sede no sólo del culto divino, sino también de la civilización, de las letras, de las ciencias y de las artes.” Tampoco debemos olvidar la acción de otros monjes en Alemania y la Europa noroccidental. Así, el aquitano San Amando († 676) realizó notables labores de apostolado en el norte de Francia, Lorena y Flandes y fundó monasterios para ser focos de irradiación del Evangelio y cunas de nuevos misioneros. El hispano San Pirminio († 753), huido de la España ocupada por los musulmanes, recogió de ésta el legado religioso y cultural isidoriano y emprendió la predicación en la ribera del Rin, entre Alsacia y Alemania, extendiéndose su acción por el norte hasta Luxemburgo y Bélgica y por el sur hasta Baviera y Suiza. Fue igualmente fundador de monasterios, de los que destacan los de Murbach y Reichenau, y organizó una especie de congregación de todos ellos, de los que envió monjes misioneros por toda Alemania. Aunque era benedictino, recibió también la influencia, sobre todo espiritual, del monacato celta. En cuanto a la evangelización de Escandinavia, hay que señalar que sus habitantes eran igualmente germanos y, debido principalmente a su situación geográfica, habían permanecido prácticamente aislados respecto del mundo franco y occidental en general. Sin embargo, bajo el emperador carolingio Ludovico Pío se inició desde el año 814 una nueva etapa evangelizadora hacia estas tierras y hacia los eslavos de la Europa oriental. No consta de forma tan clara la participación de los monjes como misioneros en las regiones escandinavas, pero sí parece que, aparte de su propia iniciativa, se les debieron de seguir encomendando estas tareas, sobre todo a los monjes anglosajones, pues eran los eclesiásticos que mejor disposición y capacidad ofrecían para ellas y para los sacrificios que conllevaban. La evangelización de Escandinavia fue más lenta que la de Germania o Sajonia, por ejemplo, pues tardaría más de dos siglos en completarse y coincidió con la fragmentación del Imperio Carolingio y con la expansión de los vikingos por todos los mares conocidos. Entre los misioneros más destacados hay que mencionar al benedictino Ansgar, San Anscario (o San Óscar, † 865), del monasterio de Corbie, que contó con la colaboración de otro monje del mismo, Atberto. Viajaron a Dinamarca en 826, y en los años siguientes, cosechando tanto éxitos como nulos o escasos resultados, fueron predicando por este país y por Suecia. Para tener un centro de apoyo se erigió el arzobispado de Hamburgo, cuyo primer titular fue San Anscario. Sin embargo, la conversión definitiva de Escandinavia habría de esperar hasta inicios del siglo X, gracias en buena medida al apoyo de Otón I, quien reconstruyó el Imperio en tierras principalmente alemanas. Las misiones comenzaron a orientarse primero hacia las colonias vikingas establecidas fuera de la península, sobre todo las del ducado de Normandía y de las Islas Británicas, y los matrimonios mixtos favorecieron las conversiones. En cuanto a los reinos escandinavos, el primero en abrazar oficialmente la fe católica fue Dinamarca, al ser bautizado el rey Haroldo “Diente Azul” a mediados del siglo X, y bajo Canuto el Grande (1018-35) se cerró definitivamente el proceso y quedó asentada la organización de la Iglesia. En Noruega, los reyes Haakón el Bueno (938-961) y San Olaf (1014-30) impulsaron la cristianización de este reino, mientras que en Islandia la fe de Cristo fue declarada religión oficial en el año 1000 por el Allthing o asamblea popular. En Suecia, en cambio, aún permanecerían fuertes reductos paganos hasta el siglo XII. Desde Escandinavia, a su vez, partirían misiones hacia Finlandia a mediados del siglo XII y hacia Estonia en el XIII. Mención especial merece la evangelización del este europeo, y sobre todo la de los eslavos. Éstos, rama importantísima de la familia indoeuropea, constituían un conjunto de pueblos que, partiendo de los Urales, habían venido tras los pasos de los grupos germánicos y habían ocupado gran parte del este de Europa hasta el Elba y el Adriático, durante los siglos VI y VII. Por lo tanto, su cristianización suponía, además de una deber moral y espiritual para la Iglesia, una mayor garantía de paz y de tranquilidad para el antiguo mundo latino y griego, así como para el germánico, y conllevaba la posibilidad de asimilarlos culturalmente. Al mismo tiempo, toda esta labor se perfiló como una cuestión de jurisdicción y de poder político y eclesiástico, entre el Papado, Bizancio y el Imperio Carolingio y su sucesor el Imperio Romano-Germánico. Parece que fueron los croatas los primeros eslavos en convertirse al cristianismo, a partir del envío de misioneros latinos, solicitados por el emperador bizantino Heraclio al papa, en la primera mitad del siglo VII. Su evangelización avanzó considerablemente a finales del siglo VIII y se consolidó en el IX, con la participación de clérigos y monjes francos y bávaros, cuya acción se extendió también a eslovenos, eslovacos, moravos, checos y otros pueblos más. No obstante, los más firmemente cristianizados entonces fueron los croatas. En el siglo IX se había constituido en Europa central la Gran Moravia como principal potencia eslava de la región. Su príncipe Ratislav (846-870) pidió al emperador bizantino Miguel III el envío de misioneros que instruyeran a su pueblo en la fe católica empleando su propio idioma. Los escogidos para esta tarea fueron dos hermanos: Constantino, quien luego cambiaría su nombre por el de Cirilo, y Metodio, hijos de un alto dignatario de la administración bizantina en Constantinopla. El primero era un intelectual y el segundo un monje también con buena formación. Los dos, junto con los sacerdotes y monjes bizantinos que les acompañaban, fueron muy bien acogidos por los moravos, a los que predicaron en su lengua desde su llegada en 867. Aquí resalta la gran labor cultural y evangélica de San Constantino-Cirilo, pues para ello compuso un alfabeto escrito que, a partir del griego y de otros orientales, se adecuase al alfabeto fonético eslavo, y éste fue el alfabeto “cirílico”, que hasta hoy siguen usando muchos de los pueblos eslavos. Asimismo, tradujo algunas lecturas de la Sagrada Escritura, en especial de los Evangelios, y echó los fundamentos también de la liturgia eslava. Ante las resistencias del clero germánico, el papa Adriano II llamó a comparecer a los dos hermanos en Roma y aprobó la solución de San Cirilo, quien murió en 869 tras profesar como monje en un monasterio romano (fue entonces cuando adoptó este nombre, con el que habitualmente se le conoce en Occidente). San Metodio, por su parte, continuó la misión con el apoyo del papa, que le nombró arzobispo de Sirmio, hasta su muerte en 885. A pesar de los sucesos religiosos y políticos que parecieron dar al traste con la obra de los dos hermanos a finales del siglo VIII y principios del IX, el refugio que la liturgia eslava y algunos discípulos de San Metodio hallaron en Bulgaria, donde el príncipe Boris había impulsado con la ayuda del papa la conversión del país, salvó su legado. Las dificultades surgidas después acabaron orientando a Bulgaria hacia la Cristiandad oriental greco-bizantina, aunque con liturgia eslava. Por su parte, la evangelización de Bohemia fue llevada a cabo en el siglo X sobre todo por misioneros bávaros y gracias al apoyo de los emperadores alemanes otónidas. En Polonia, el bautismo del duque Miezko el año 966 es la fecha que marca la conversión de esta nación, tarea en la que participaron misioneros alemanes y checos enviados por Otón I. Por supuesto, la cristianización de Rusia adquiere una relevancia muy singular y se produjo fundamentalmente por la conversión del poderoso San Wladimiro, príncipe de Kiev, que recibió el bautismo en 988. Rusia quedó incluida en el ámbito religioso greco-bizantino con liturgia eslava, aunque en algunas de sus partes occidentales trabajaron asimismo misioneros occidentales, como San Bruno de Querfurt. Hay que decir que en Rusia y en todos los países eslavos se difundiría mucho el monacato y que los cenobios serían notorios centros de irradiación apostólica y cultural. Por lo que se refiere al caso del pueblo húngaro o magiar, grupo de raza mixta, nómada y temible por sus saqueos, que había llegado a la región de Panonia y Transilvania desde el mar de Azov a principios del siglo IX, fue cristianizado a raíz del bautismo del rey San Esteban en 985, lo cual favoreció también la pacificación y plena integración de este nuevo Estado en el Occidente. En las tareas evangelizadoras participaron figuras tales como el monje griego Hieroteo, el benedictino suabo San Wolfgang y su hermano de hábito San Adalberto de Praga. Sólo nos queda, en fin, referirnos a la difusión de la fe en Cristo en la región del Báltico, aunque ya hemos hecho alguna alusión, sobre todo para el caso de Estonia. En todas estas tierras trabajaron de manera importante el citado San Adalberto, de origen bohemio, y otro notable monje alemán, San Bruno de Querfurt. Sus actividades se desplegaron por Prusia, Suecia y Rusia, y ambos murieron martirizados por los prusianos, el primero en 997 y el segundo en 1009. Los pomeranos fueron evangellizados asimismo por otros monjes, como el hispano Bernardo y especialmente el obispo San Otón de Bamberg († 1139), pero la plena conversión del país no se aceleraría sino desde 1155, con la llegada de los premonstratenses y los cistercienses, y en el siglo XIII con la de franciscanos y dominicos. Además, la Orden Militar Teutónica, vinculada al Císter, y la denominada “marcha alemana hacia el este”, facilitaron el proceso de cristianización. Desde Alemania se misionó en Letonia entre los siglos XII y XIII, y Lituania se configuró como reino cristiano desde mediados de éste y definitivamente desde finales del XIV. Así quedaba completada, pues, la conversión de Europa al cristianismo, factor que era la mejor garantía para la pacificación del continente, para la difusión y el afianzamiento cultural en él y para la toma de conciencia de una realidad común: “Europa” o la “Cristiandad”. De este modo, se hace patente lo verídico y acertado de la opinión de destacados autores, como Otto de Habsburgo, Muñoz Alonso y Dawson, entre otros: la fe cristiana fue la que hizo posible y la que plasmó la unidad europea, y sólo desde ella podrá entenderse Europa y la unidad de Europa. La esencia de Europa es cristiana. Antes de ocuparnos de esa toma de conciencia europea, nos parece conveniente exponer algunas ideas sobre la manera en que nació la cultura europea como tal. Acabamos de ver cómo se produjo la difusión del cristianismo y la integración de los pueblos germánicos y eslavos, amén de otros como el magiar, en la sociedad cristiana heredera del legado clásico. Y antes nos hemos aproximado a aquellos personajes que protagonizaron la salvaguarda de éste y su fusión con la fe evangélica, tarea con la que echaron las bases para el surgimiento de una nueva civilización. Consideramos, pues, que es oportuno ocuparse ahora brevemente de las bases culturales de ésta última. Según hemos podido ver, hubo dos elementos que jugaron un papel fundamental en el tránsito del mundo antiguo a la Edad Media y en el origen, por lo tanto, de la civilización nacida en ésta en Occidente: el Pontificado Romano y el monacato. Por lo que atañe al primero, en palabras de Dawson, “fue en estos momentos de ruina y universal destrucción [las presiones bárbaras] cuando se echaron los cimientos de la nueva Europa por hombres como San Gregorio, inconsciente de que edificaba un nuevo orden social y que creía laborar por la salvación de los hombres en un mundo agonizante próximo a desaparecer. Y fue precisamente esta indiferencia para los resultados temporales de su obra lo que dio al Papado el papel de centro de integración de todas las fuerzas vitales en la decadencia general de la civilización europea.” En Occidente, el Pontificado Romano no sólo fue la cabeza espiritual, sino que también asumió el relevo del Imperio Romano como entidad y como autoridad que supo aunar a muy diferentes pueblos y ganarse un respeto general. Consciente de la importancia de su puesto y de su influencia, el Papado sirvió de mediador entre los invasores bárbaros y la población nativo-romana. Consecuente con el mandato recibido de Jesucristo, emprendió las tareas de la evangelización de los bárbaros llegados y de aquellos otros que se hallaban en tierras más lejanas y externas al antiguo limes Imperii. De un modo muy especial, como bien señala Dawson y hemos podido ver antes, resalta en este aspecto la figura de San Gregorio Magno, uno de los grandes configuradores de la nueva civilización cristiana de la Europa medieval. En cuanto al monacato, también nos parece interesante recoger varias ideas de Christopher Dawson, quien afirma que “en los distritos rurales de Occidente el monasterio fue el solo foco de vida y doctrina cristianas, y tocó a los monjes más que a clérigos y obispos la tarea de convertir al paganismo o semipaganismo [se entiende, convertir a los paganos al cristianismo] en que habían al final caído las poblaciones campesinas […]”, pero sobre todo “fue en los territorios celtas del lejano Oeste recién convertidos donde la influencia del monasticismo se volvió todopoderosa”. El monacato celta creó una cultura original, enraizada en gran parte en la cultura clásica y producto también de su fusión con los elementos indígenas; además, adquirió una profunda relación con la sociedad celta. “La importancia efectiva de estas corrientes radica en el impulso que dieron a la actividad misionera, ya que en calidad de misioneros es como los monjes celtas labraron sus mayores aportaciones a la cultura europea. […] Esos son los hombres a quienes realmente se debe la conversión de las clases rurales, porque acercándose tanto a la gente campesina pudieron infundirle el espíritu de la nueva religión.” Pero, añade el autor británico, “la evangelización de la Europa rural durante el período merovingio es, sin embargo, uno sólo entre los servicios que el monasticismo rindió a la civilización europea. A la par estaba destinado a ser el agente del Papado en su empresa de reforma eclesiástica y a ejercer una influencia vital en la restauración política y cultural de la sociedad europea. La misma edad que vio levantarse monasterios celtas en Irlanda presenció el renacimiento del monasticismo italiano, llamado a tener una importancia histórica aún mayor. Lo que se debió a la labor de San Benito, «el patriarca de los monjes de Occidente» […], y que fue quien primero aplicó a la institución monacal el genio latino para la ley y para el orden, completando la socialización de la vida monástica ya iniciada por San Pacomio y San Basilio.” En la vida de los monjes, el centro lo ocupaba el rezo del Oficio Divino, pero asimismo tenían un lugar muy destacado el trabajo y el estudio, de tal modo que “eran los monasterios los que mantenían viva la tradición clásica después de la caída del Imperio”. “El monasticismo occidental heredó ambas tradiciones” (la de Casiodoro, especialmente orientada a la conservación de la cultura, y la sencillez benedictina). Siguiendo de cerca al mismo Dawson, diremos con él que “la aparición de la nueva cultura anglosajona del siglo VII es quizá el acontecimiento más importante del tiempo que media entre los días de Justiniano y los de Carlomagno, pues tuvo profundas resonancias en todo el proceso continental. En sus orígenes era deudo por igual de las dos fuerzas descritas, del movimiento monástico celta y de la misión benedictina romana. El norte de Inglaterra fue campo común de ambas, siendo allí donde se forjó la nueva cultura cristiana entre 650 y 680 a causa de la interacción y fusión de los dos factores.” Las vocaciones monásticas surgidas entre los recién cristianizados anglosajones mostraron un verdadero entusiasmo por el latín y la cultura romana, de tal modo que su conversión produjo un cambio vital en Inglaterra, porque implicaba la resurrección de la antigua tradición cultural tras la victoria pasajera del barbarismo, y así “era el retorno de Bretaña a Europa y a su pasado”. Por todo esto, Dawson considera a San Beda “representante del más alto nivel cultural en Occidente desde la caída del Imperio al [hasta el] siglo IX”, y asevera que no ha habido “edad alguna en que Inglaterra haya ejercido tanta influencia como entonces sobre la cultura continental”; para él, San Bonifacio, “el apóstol de los germanos”, fue “el inglés que más huella ha dejado en la historia de Europa”, siendo, a diferencia de sus antecesores celtas, “un organizador y un hombre de Estado, servidor, sobre todo, del orden romano”. Más adelante, sería la dinastía carolingia la que patrocinase el movimiento de reforma eclesiástica, a cambio de encontrar en la Iglesia y en la cultura monástica la fuerza que necesitaba para su empresa de reorganización política, “pero fueron los monjes anglosajones, y sobre todo San Bonifacio, quienes antes que nadie realizaron aquella síntesis de la iniciativa teutónica con el orden latino que es fuente de todo el proceso cultural de la Edad Media”. Por lo tanto, fue enorme la trascendencia de la cristianización de los anglosajones, tarea que San Gregorio Magno encomendó a San Agustín de Canterbury y a los otros benedictinos que marcharon con él. Asimismo, fue grandísima la influencia del monacato irlandés, pues la unión de ambos factores, el celta y el romano, dieron lugar a la aparición y el desarrollo de la cultura anglosajona de los siglos VII y VIII, que a su vez preparó el camino, como ya indicamos con anterioridad, al renacimiento cultural que se produjo en la isla bajo el reinado de Alfredo el Grande, así como al renacimiento cultural carolingio, en el cual es habitual encontrar la plasmación del concepto de “Europa”. A este respecto, hay que decir, nuevamente con Dawson, que la cultura de la época carolingia supuso “un verdadero renacimiento”, de no menor importancia para la marcha de la cultura europea que el del siglo XV: “amasar conjuntamente los elementos dispersos de las tradiciones clásica y patrística, reordenándolos sobre bases culturales nuevas, fue el más grande de todos los éxitos de la época de Carlomagno. Movimiento nacido de la cooperación de las dos fuerzas ya descritas: la cultura monacal de los misioneros irlandeses y anglosajones, y el genio organizador de la monarquía franca.” Sin duda la importancia monacal fue de primer orden, como se puede ver por la actividad y la influencia de los grandes monasterios de Fulda, Tours, los dos Corbies, Saint-Gall, Lorsch, Saint- Wandrille, Auxerre, Pavía… “Es imposible exagerar la importancia de la abadía carolingia en la historia de la civilización del alto Medievo, cuando era una institución basada en una economía puramente agraria, y que, sin embargo, encarnaba la más alta cultura espiritual e intelectual de aquellos tiempos. Las grandes abadías, como Saint-Gall, Reichenau, Fulda y Corbie, no solamente fueron las cabezas religiosas e intelectuales de Europa, sino también los principales focos de cultura material y de actividad industrial y artística.” Gracias a ellas, la cultura carolingia sobrevivió al propio Imperio, y “a través de las tinieblas y de las calamidades de los cien años que corren del 850 al 950, los grandes monasterios de la Europa central, cuales Saint-Gall, Reichenau y Corvey, mantuvieron viva la llama de la civilización, evitando que se interrumpiera la transmisión de la cultura desde el período carolingio al del nuevo imperio sajón” [se refiere al Imperio Otónida]. También antes de ocuparnos del nacimiento de la conciencia europea, debemos referirnos a la otra gran realidad político-cultural del continente, aquella de su parte oriental: el Imperio Bizantino y su influencia en la formación del mundo eslavo. E igualmente seguiremos de cerca a Dawson en algunas de sus valoraciones. Según el historiador y pensador católico británico, “la cultura bizantina no es mera supervivencia decadente del pasado clásico; se trata de una creación nueva, que forma el trasfondo de todo el desarrollo cultural del Medievo y, hasta cierto punto, incluso del Islam. Verdad es que la grandeza de la cultura bizantina radica más en las esferas religiosas y artísticas que en sus realizaciones sociales y políticas”, pero la misma duración del Imperio oriental muestra que también poseyó elementos de fuerza política y social. La originalidad de la cultura bizantina, según nos parece, y en esto coincidimos asimismo con Dawson, consiste en buena medida en haber integrado en su seno un elemento fundamental para ella: el orientalismo, el legado de las grandes civilizaciones contemporáneas del Este (como la Persia sasánida y los califatos de Damasco o Bagdad), y de ahí deriva en gran parte su concepción política teocrática. De esta manera, en la cultura bizantina hay que destacar tres notas esenciales y una cuarta que las funde y les da vida: el helenismo, el romanismo y el orientalismo, unidas por el cristianismo. En efecto, Bizancio se sabía y se sentía heredero de la rica tradición cultural griega y de la legitimidad política de Roma; era a un mismo tiempo un Imperio abierto hacia el Oriente, tanto para la defensa y la expansión de la fe cristiana hacia allí como para la recepción de las posibles influencias positivas venidas de él; y, sobre todo, se sentía orgulloso del patrimonio que poseía en cuanto se refería a un elevado nivel teológico y de vida religiosa, que era manifiesto en los Padres Griegos de la Iglesia, en los grandes concilios ecuménicos que habían contribuido a la definición de los dogmas de la ortodoxia doctrinal, en la fuerza de una Iglesia poderosa y prestigiosa y en el arraigo y la vitalidad de un monacato principalmente basiliano. Con respecto al romanismo bizantino, no debemos olvidar, como ha señalado Dawson, que “es a la administración bizantina a quien debemos no solamente la conservación del derecho romano, sino también el que completara su proceso evolutivo. […] Es a la burocracia de Teodosio II y de Justiniano a quien hemos de agradecer los grandes códigos por cuyo intermedio la herencia de la jurisprudencia romana fue transmitida al mundo medieval y al moderno.” Ahora bien, quizá la herencia más notable que dejó Bizancio, sobre todo desde que desapareció políticamente en 1453 ante la acometida de los turcos, fue la formación de la cultura eslava en el este europeo, que ha perdurado hasta nuestros días y que confiamos en que siga viva, a pesar de los años de desarraigo sufridos bajo el yugo del marxismo y por la actual irrupción brutal del relativismo liberalcapitalista. Como ya hemos visto, fue la Iglesia, no sólo la bizantina, sino de forma muy importante la latina, la configuradora de ese nuevo mundo eslavo surgido en la Edad Media a raíz de las migraciones de estos pueblos, de su cristianización e inserción en el ámbito europeo y de la preparación de los basamentos que definirían el edificio cultural que en adelante les caracterizaría. No obstante, según ha observado acertadamente Dawson, una debilidad de Bizancio, al echar los cimientos de la nueva cultura eslavo-bizantina en la Europa oriental, y a diferencia de lo acaecido en su contrapié romano-germánico en Occidente, fue que “la cultura bizantina había conservado las tradiciones de la civilización clásica en un grado mucho mayor que el Oeste latino, pero falló en cuanto a propagarla y transmitirla a los pueblos nuevos. Esta cultura superior permaneció como patrimonio de un pequeño núcleo de la clase superior, reducida a la corte y a la capital, por lo que los pueblos eslavos heredaron únicamente los elementos artísticos de la cultura bizantina”, pero no propiamente la herencia intelectual del pensamiento y las letras griegas, que en cambio fue recogida por sus antiguos enemigos y rivales del Occidente latino. Así, “la cultura bizantina mantuvo fielmente su tradición original, pero resultó impotente para crear nuevas formas sociales y nuevos ideales de cultura. Su vida cultural y espiritual transcurrió en los moldes fijos de la Iglesia-Estado de Bizancio, por lo que al caer ésta se encontró sin bases para un nuevo esfuerzo social”. En cambio, en el Occidente altomedieval no hubo tales armazones de cultura políticamente fijos y, ante la debilidad del Estado, fue en la Iglesia donde se buscó una orientación cultural, “y gracias a su independencia espiritual gozó la Iglesia de ese poder de iniciativa moral y social que faltaba en Oriente”; con lo cual, la civilización de la Europa occidental, siendo muy inferior en comparación con la del Imperio bizantino, “era una fuerza dinámica y no estática, que ejerció una influencia decisiva sobre la vida social de los pueblos nuevos.” En efecto, el modelo de la teocracia bizantina se observará después en los Estados eslavos, principalmente en el ruso, con las limitaciones que ello conllevaba para la evolución social y política y para la libertad de la propia Iglesia (no hay que olvidar que esta teocracia se plasmó y sobre todo se acentuó desde el Cisma de Miguel Cerulario en 1054, por el que se produjo la separación de la Iglesia Ortodoxa oriental respecto de Roma). Asimismo, la herencia helénica fue transmitida en un grado mucho menor a los pueblos eslavos que como llegó al Occidente, donde se produjo un redescubrimiento de aquel tesoro cultural desde los siglos XII y XIII. Y el romanismo fue tenido casi más como un lejano ideal político que como una auténtica realidad jurídica y cultural: hay que tener en cuenta que Rusia, señaladamente a partir de la caída de Constantinopla en 1453, se presentó al mundo como la heredera del Imperio Romano y Moscú reclamó para sí los derechos de ser la “tercera Roma”, mientras que el príncipe ruso adoptaría el título de Zar, que derivaba del de Caesar; sin embargo, el mundo jurídico de la Rusia zarista poco tendría que ver con el Derecho Romano, el cual sería nuevamente recuperado por el Occidente en la Plena Edad Media (época del “Derecho Común”), y difícilmente encontramos en esta Rusia semejanzas con lo que se suele concebir como el “sentido latino del orden”. Por lo tanto, la cultura bizantino-eslava oriental es una realidad original, con características propias que la diferencian respecto de la cultura latino-germánica occidental. Pero, a un mismo tiempo, está construida básicamente sobre los mismos pilares: el helenismo, el romanismo, el aporte de los pueblos bárbaros y el cristianismo que da aliento y unifica todo el conjunto. Por eso, desde nuestro punto de vista, ambas culturas forman parte de la misma civilización europea, una y otra son europeas, y esta consideración no la merecen únicamente por razones geográficas, sino, sobre todo, por motivos culturales. Así, pues, una vez vistas las bases culturales de la civilización cristiana europea que nació en la Edad Media, creemos que estamos ya en disposición de acercarnos al hecho del surgimiento de la propia conciencia europea, que tuvo lugar, propiamente, en el siglo VIII, cuando apareció la idea también de una unidad europea. Ciertamente, el nombre de “Europa” procede de la tradición griega y de su mitología. Además, en las Guerras Médicas de los Estados helénicos coaligados contra el Imperio Persa, se desarrollaría la noción del enfrentamiento entre dos realidades culturales opuestas: “Europa”, defendida por los griegos, y “Asia”, representada por los persas. Sin embargo, como decimos y como igualmente afirman la mayor parte de los historiadores y pensadores, la verdadera formación del concepto de Europa y de la idea de su unidad no tendría lugar hasta la Alta Edad Media, concretamente en la época carolingia. Pero, antes de fijarnos en este hecho, debemos recordar que, desde la caída del Imperio Romano de Occidente y la creación de los reinos germánicos que lo reemplazaron, también se habían echado las bases para el nacimiento de las diversas conciencias nacionales a que dio lugar la fusión de la población nativo-romana con los pueblos venidos del otro lado del limes. Fusión, recordémoslo bien, que fue posible gracias al influjo decisivo de la Iglesia Católica. En virtud del bautismo a la fe católica de los pueblos germánicos, se pudieron superar las diferencias que apartaban a los dos grandes grupos étnicos, se fomentaron los matrimonios mixtos, se promulgaron legislaciones comunes, se produjo una aceptación expresa y cada vez más sincera y fiel de las nuevas monarquías y, por la conjunción de todos estos factores y de algunos más, aparecieron los esbozos de unas conciencias nacionales, sobre todo tres: la franco-gala, origen de la francesa; la hispano-visigoda, fundamento de la española; y la anglosajona, base de la inglesa. Esta fusión étnica, hecha al amparo de la Cruz redentora de Cristo y bajo el gobierno de las diferentes monarquías germánicas, asumiendo a la vez la herencia clásica transmitida por la Iglesia, se plasmó con toda claridad en el campo de la historiografía, donde, de la mano de destacados eclesiásticos, aparecieron las primeras historias nacionales. Concretamente, una vez más, nos referimos a los tres casos indicados: para la nueva Galia franca, fue la Historia de los francos de San Gregorio de Tours; para la nueva Hispania visigótica, la Historia de los reyes visigodos, vándalos y suevos de San Isidoro de Sevilla; y para la nueva Britania anglosajona, la Historia eclesiástica del pueblo de los anglos de San Beda el Venerable. En todas ellas hay ya una identificación de los autores con los nuevos reinos y con sus detentores católicos más ejemplares; hay una asunción consciente de la historia particular de los pueblos bárbaros que han configurado las nuevas realidades políticas; hay una noción evidente de recepción y transmisión del legado cultural clásico; y hay un claro sentido de Patria, que en el caso de San Isidoro se manifiesta en un precioso elogio de España, el famoso Laus Hispaniae. Sobre esta base, pues, de una diversidad nacional en el Occidente, es sobre la que surgiría en el siglo VIII la idea carolingia de una Europa unida. Como señala Luis Suárez, “el término Europa, referido a un ámbito especial de cultura, se encuentra en algunos escritores de los siglos VIII y IX, como Beda, llamado el Venerable, un anónimo redactor de la Continuatio hispana de San Isidoro, y Eghinardo, cronista de Carlomagno. Con él se referían a una cristiandad que había roto los límites de la latinidad, o a un empeño de defensa frente al islam, o a un proyecto político encarnado en el Imperio de Carlomagno. Pero no transcurrió mucho tiempo sin que fuera sustituido por otro, Christianitas (Cristiandad), que se presentaba bajo la doble dimensión de una comunidad formada por fieles bautizados obedientes a Roma (Universitas christiana), atenta a la búsqueda de un bien común (Respublica christiana). A partir del siglo XV, por iniciativa de un papa humanista, Eneas Silvio Piccolomini, que quiso llamarse Pío II, se restaurará el viejo nombre, ya que era preciso reconocer que existían otras cristiandades fuera de Europa y algunas iban a constituirse posteriormente. No debemos, en consecuencia, olvidar que el cristianismo fue conformador de europeidad […].” Por lo tanto, la noción de Europa, desde el inicio del uso de este término en el siglo VIII hasta el XV, se identifica con la de Cristiandad; en todo el período medieval, Cristiandad y Europa son una misma realidad. Y ello marca de forma irreversible, evidentemente, la esencia cristiana de Europa. Si esto se niega, se estará queriendo construir una realidad distinta y ajena a Europa, y será por ello la negación de Europa. Además, la recuperación del término “Europa” en el Renacimiento, según acabamos de ver en la cita de Suárez, se debió a un romano pontífice. Así que, incluso por este hecho, la utilización del nombre tiene una deuda para con la Iglesia Católica. Poco después del reinado de Clodoveo, la Galia franca conoció la división política en cuatro reinos (Austrasia, Neustria, Borgoña y Aquitania), de mediados del siglo VI al VIII, cada uno de ellos con dinastías regias merovingias al frente. En el seno de las aristocracias de estos reinos, destacaba la figura del “mayordomo de palacio”, que tenía gran fuerza y clientelas, e incluso se produjo la formación de dinastías de mayordomos. Fue en este marco en el que tuvo lugar el ascenso de los Pipínidas, una familia de mayordomos de palacio del reino de Austrasia, que poseían importantes dominios en Herstal, entre los ríos Mosa y Mosela. En 751, Pipino el Breve, hijo del prestigioso Carlos Martel (artífice de la victoria de Poitiers en 732 sobre los invasores musulmanes), fue aclamado rey por los nobles, contando con la tutela del Papado y de la Iglesia galo-franca. Debido a su fuerza ascendente, el papa le pidió ayuda frente a los longobardos, tarea que desempeñó con éxito y a raíz de la cual aparecieron sobre el mapa los Estados Pontificios. A la muerte de Pipino, su hijo Carlos, Carlomagno, acabaría convirtiéndose en el único rey de los francos, entre el año 768 y el 814. Desde una importante base territorial y de poder, realizó una importante expansión militar por Italia, Sajonia y Frisia y resolvió toda una serie de cuestiones fronterizas: victoria sobre los ávaros (que estaban asentados en la Panonia, valle del Danubio, actual Hungría, y desaparecieron a raíz de este enfrentamiento) y establecimiento de unas “marcas” fronterizas, al norte frente a los normandos daneses, y al sur en los condados catalanes frente a los musulmanes. Así, en el año 800, Carlomagno contaba con un poderosísimo conjunto territorial; y el día de Navidad fue coronado emperador en Roma por el papa León III, hecho mal acogido en Bizancio, ya que supuso la configuración de un Imperio cristiano occidental-latino, el cual se identificó con “Europa”. Las concepciones políticas que inspiraron esta formación política hacían referencia, como apuntamos, a la idea de un Imperio cristiano y sucesor del Romano. Por eso, el emperador asumía unos deberes religiosos, principalmente enfocados a facilitar a sus súbditos el camino hacia la salvación eterna, en una respublica christiana o Estado cristiano en la Tierra. Se desarrolló toda una teoría política imperial, de la que el máximo exponente fue el monje Alcuino de York, pero que chocaba con la realidad de las concepciones germánicas y patrimonialistas del poder, por las que se entendía el reino como un patrimonio personal del monarca, quien lo podía dividir entre sus hijos al morir. Resulta evidente, por lo tanto, que el verdadero origen de estas teorías, más que Carlomagno, fue el círculo de intelectuales que éste reunió en su capital de Aquisgrán, y de los cuales fue la figura del benedictino Alcuino la que actuó de forma más destacada como cabeza pensante. Cabe recordar que acerca de todo este tema se han producido interesantes estudios y debates en la historiografía del siglo XX, pero en los que aquí no nos corresponde ahora entrar. Lo esencial, pues, es resaltar el hecho histórico de la configuración de ese Imperio cristiano, que al menos en la teoría se sentía heredero del Romano (motivo por el que chocó con Bizancio), y que se identificó con el término y la idea de Europa: Europa vel Imperium christianum. Es decir, se produjo una identificación entre Europa, la Cristiandad y el Imperio Romano-cristiano restaurado y encarnado por los francos en la persona de Carlomagno. Este Imperio hacía referencia también a una entidad política suprema: el propio Imperio y su cabeza, el emperador; pero a la vez guardaba relación con una diversidad interna, cual era la de la administración territorial: ducados, condados, vizcondados y “marcas”. El Imperio era el aglutinador de varios miembros y su unión conformaba un conjunto armónico, pues nos encontramos ya ante una concepción política, de raíz a un mismo tiempo natural y cristiana, que va a estar presente en toda la Edad Media europea: la visión orgánica de la sociedad. Como decimos, parece bien claro que el mayor artífice de la teoría imperial carolingia fue Alcuino, así como algunos otros personajes de la élite intelectual de Carlomagno, tales como Arno de Salzburgo, Hildebrando, Riculfo y el monje Wizzo. Por lo tanto, se trataba de un círculo de eclesiásticos, de los que una buena porción eran monjes o se habían formado en la Tradición cultural clásica y cristiana conservada y transmitida en las abadías y en los libros salidos de sus scriptoria. Concretamente, Alcuino era heredero de lo que San Beda había aportado con su labor en Inglaterra, y de toda la tradición del monacato anglosajón en Britania, fruto a un mismo tiempo de las influencias romanas venidas con los benedictinos de San Agustín de Canterbury y de las traídas por los monjes celtas. De ahí que, cuando se habla del denominado Renacimiento Carolingio, que fue una auténtica realidad cultural, sea cierto lo que afirma Dawson a este respecto: la cultura de la época carolingia supuso “un verdadero renacimiento”, de no menor importancia para la marcha de la cultura europea que el del s. XV; “amasar conjuntamente los elementos dispersos de las tradiciones clásica y patrística, reordenándolos sobre bases culturales nuevas, fue el más grande de todos los éxitos de la época de Carlomagno. Movimiento nacido de la cooperación de las dos fuerzas ya descritas: la cultura monacal de los misioneros irlandeses y anglosajones, y el genio organizador de la monarquía franca.” El “Renacimiento Carolingio” fue, pues, un “renacimiento” cultural llevado a cabo por clérigos con elementos bíblico-cristianos y grecorromanos. Su desarrollo histórico conoció tres etapas: a) La de los “maestros de escuela”, bajo Carlomagno: extranjeros atraídos al Imperio desde Italia, Britania, Irlanda e Hispania, aparte de los francos. De entre ellos, destacó Alcuino de York, monje y director espiritual de Carlomagno, teorizador del Imperio y artífice de este “Renacimiento” cultural, así como impulsor de la reforma religioso-moral. También sobresalió Paulo Diácono, historiador lombardo. Esta fase se caracterizó por la creación de escuelas catedralicias y monásticas, así como por la fundación de pequeñas escuelas parroquiales. Aquisgrán, construida por Carlomagno para ser la capital del Imperio (con lo cual recogía una herencia imperial romana) se convirtió en el centro del movimiento; se hablaba de ella como de una “Nueva Atenas”, “Segunda Roma” y “Nueva Jerusalén”, mientras que el monarca se presentaba como el “Nuevo David”. Con todo esto, se hace evidente el deseado entronque con unas raíces a la vez bíblico-cristianas, helénicas y romanas. Y no hubiera sido posible sino gracias a Alcuino y a los eclesiásticos del círculo de intelectuales, que habían bebido de toda esta Tradición a través de la Tradición monástica. b) La segunda etapa es la calificada como de los “imitadores”, bajo el gobierno de Luis el Piadoso, el hijo de Carlomagno. En este período destacaron principalmente el hispano Teodulfo y Eginardo, el biógrafo de Carlomagno. No obstante, algunas de las figuras de este tiempo ya habían venido antes a Aquisgrán, en época del primer emperador. c) En fin, la etapa de los “autores originales”, en la que sobresalen personajes de la talla de San Rábano Mauro en Alemania, Hincmaro de Reims en Francia y, sobre todo y por su originalidad, el irlandés Escoto Eriúgena. Además de este notorio renacimiento cultural, hay que destacar toda la labor de reforma religiosa emprendida en tiempos de Carlomagno y de Luis el Piadoso, que se plasmó en la reforma del clero secular por medio de sínodos y concilios que dieron normas para mejorar el nivel cultural y moral del clero; en la reforma monástica, que promovió la decidida extensión de la Regla de San Benito (“Santa Regla”) por el Occidente; y en la reforma del pueblo a través de las disposiciones sinodales y conciliares y de los decretos y leyes dados por los emperadores. Con todo ello se saneó la vida de la Iglesia, tanto en estos momentos como de cara al futuro. Consideramos así muy acertado el juicio de Christopher Dawson, quien ha afirmado que “la importancia histórica de la era carolingia supera a sus resultados materiales”, pues “el informe Imperio de Carlomagno […] señala el primer paso de la cultura europea desde el crepúsculo de la inconsciencia original a la consciencia de la vida activa”. Además, como ya dijimos anteriormente citando al mismo autor, “es imposible exagerar la importancia de la abadía carolingia en la historia de la civilización del alto Medievo”, y en los oscuros tiempos del 850 al 950, los grandes monasterios de la Europa central “mantuvieron viva la llama de la civilización, evitando que se interrumpiera la transmisión de la cultura desde el período carolingio al del nuevo imperio sajón” (el Imperio Otónida). En efecto, a la muerte de Carlomagno (814), le sucedió su hijo Ludovico Pío (Luis el Piadoso, 814-840), quien tuvo dificultades para mantener la unidad del Imperio. Pero no sería hasta la sucesión por sus hijos (Carlos el Calvo, Lotario y Luis el Germánico) cuando se produjera su ruptura, debido a las luchas entre ellos, que culminaron con el Tratado de Verdún (843) y con el reparto de las posesiones antes unidas bajo una misma corona. Además, desde el fallecimiento de Carlomagno, la fuerza para contener las “segundas invasiones” (siglos VII-XI) fue mucho más limitada, y fue entonces cuando tuvo lugar este fenómeno protagonizado por los escandinavos (normandos o vikingos: noruegos, suecos y daneses), los sarracenos (musulmanes norteafricanos dedicados a la piratería mediterránea), los húngaros o magiares (pueblo estepario venido a finales del siglo IX a la llanura de Panonia) y los búlgaros y eslavos. Asimismo, la situación para la Iglesia fue especialmente difícil desde la segunda mitad del siglo IX hasta mediados del XI, debido a los efectos de la feudalización (régimen de iglesias privadas e intromisiones laicas), de la simonía y el nicolaísmo, del cesaropapismo imperial, del descenso del nivel de vida religiosa y moral, etc. Por ello se habla del “siglo de hierro” para la Iglesia. Pero también se produjeron reacciones tendentes a la revitalización de la vida eclesial, principalmente los movimientos de reforma monástica, como Cluny. Y sin duda, en medio de todo este panorama, la herencia de la reforma religiosa y del renacimiento cultural carolingios estuvo por encima de todas las dificultades y permitió el resurgimiento general que se pudo observar desde el siglo XI. Por eso es cierto que la importancia histórica de la época carolingia superó a sus resultados materiales y a la existencia política limitada de aquel Imperio. Los monjes de las abadías reformadas en ese tiempo fueron hombres de cultura y transmisores de Tradición, sabios administradores de economía y roturadores de tierras, evangelizadores y pacificadores. Gracias a ellos, Europa siguió siendo una realidad posible y la civilización europea permaneció viva y siguió su curso de desarrollo, del mismo modo que, gracias a los monjes orientales, la cultura y la religiosidad bizantinas culminaron la obra de la integración de la mayor parte de los eslavos en la Cristiandad, tarea iniciada principalmente bajo el amparo pontificio y en parte realizada asimismo por hombres de Iglesia occidentales. Por otro lado, a pesar de la descomposición política del Imperio Carolingio, su ideal sería heredado de manera importante por los Otónidas de Alemania y por la formación política a la que darían lugar y que, con el tiempo, sería conocida como Sacro Imperio Romano-Germánico. En la segunda mitad del siglo IX se produjo la fragmentación del antiguo reino de Luis el Germánico, pero en los territorios germánicos triunfó la lengua propia (el alemán) y un sentimiento de identidad (Teodisch, después Deustsch = lo popular). Algunos grandes ducados alemanes, como Sajonia, Baviera, Franconia, Suabia y Alta Lorena, destacaron por su relevancia, y el año 911 acordaron elegir a Conrado de Franconia como “Rey de Germania”. Este personaje fundamentó su poder enlazándose con el Imperio Carolingio y prefirió que le sucediera el duque de Sajonia, Enrique el Pajarero, en 918. De este modo, se conjugaron desde entonces el principio de herencia y el de elección, los cuales caracterizarían en adelante el sistema de sucesión imperial. La Casa de Sajonia, conocida como Otónidas, contó con tres figuras destacadas: Otón I, II y III. Otón I (936-973) avanzó en la dirección de un poder central más fuerte sobre los grandes duques y buscó la alianza con la Iglesia, mientras que en la política exterior se definió por la creación de “marcas” fronterizas al este, el vasallaje de Borgoña y Provenza, y además se hizo coronar “Rey de Italia”. En 962 procedió a su coronación imperial, de manos del Papa, si bien habiendo sido elegido por los grandes duques y los altos dignatarios alemanes. Sobre estos fundamentos, a principios del siglo XI, los Otónidas habrían logrado ya la unificación de Alemania, Italia y Borgoña. Dawson caracteriza de la siguiente manera la idea europea en época del emperador Otón III y del papa Silvestre II (Gerberto de Aurillac): “Todas las fuerzas que iban a constituir la Europa medieval se ayuntaban en ella [en la política de Otón III]: las tradiciones tanto bizantina como carolingias del imperio cristiano, el universalismo eclesiástico del Papado, los ideales espirituales de reformadores monásticos como San Nilo y San Romualdo, el espíritu misionero de San Adalberto, el humanismo carolingio de Gerberto y la devoción nacional que por la idea romana sentían italianos del tipo de León de Vercelli. Por lo cual marca el punto en el que las tradiciones del pasado corrían juntas y se mezclaban en la nueva cultura del Occidente medieval.” Es cierto que la concepción del Imperio que tenía Otón III no se realizaría jamás, pero conservaba como una existencia ideal, y en los años de gobierno conjunto de Otón III y Silvestre II, los nuevos pueblos cristianos de la Europa oriental dieron sus primeros pasos como Estados. Con respecto a la tradición imperial carolingia, se podía observar además una modificación vital: “no se convive ya la unidad de la Cristiandad como unidad basada en una autocracia imperialista […], sino como una comunidad de pueblos libres presidida por el emperador y el papa de Roma”. Así, pues, sobre todos estos fundamentos, fue desarrollándose Europa, y el siglo XI conoció ya la salida de la “edad tenebrosa” y una nueva etapa histórica de revitalización. Los pueblos de Europa se sentirían a un mismo tiempo independientes como naciones (sentimiento que fue creciendo sobre todo desde el siglo XIII) e integrantes de una gran comunidad denominada Christianitas (Cristiandad), la cual se identificaba con Europa. Al frente de esa Cristiandad europea, en lo espiritual se reconocía la primacía del Romano Pontífice como Vicario de Cristo en la Tierra y sucesor de San Pedro. Políticamente, se admitía la existencia, aunque cada vez con mayores reservas desde el siglo XIII, de una autoridad que, al menos en honor y prestigio, ocupaba el primer rango, cual era el emperador; no obstante, en esto se producía un choque de posiciones entre el este y el oeste, entre el Imperio Bizantino y el Imperio Romano-Germánico. La Plena Edad Media conoció la construcción de lo que hemos querido llamar las “bóvedas de Europa”, la culminación de los grandes elementos arquitectónicos del edificio de Europa, edificio que, por la relevancia en él del cristianismo medieval, hemos deseado equiparar a una catedral. Entre los siglos XI y XIII, Europa, muy especialmente la Europa occidental, experimentó un desarrollo notable en todos los campos, que fue a la vez el punto álgido de los tiempos medievales y el origen de la Europa de los siglos siguientes, así como el fermento, a la vez, de lo que conocemos como “civilización occidental”, fruto ésta de la expansión de la civilización europea por otras partes del mundo desde finales del siglo XV e inicios del XVI. Las bóvedas de Europa son las monarquías nacionales que, sobre todo desde el siglo XIII, van configurando cada vez más el mapa del continente, tanto en el mundo occidental como en el oriental. Es el nacimiento y/o la consolidación de muchas de las patrias europeas, que asumen a un mismo tiempo la riqueza de sus propios valores y la pertenencia a una comunidad supranacional de raíz espiritual, a la que denominan “Cristiandad” y que se identifica con Europa. Las bóvedas de Europa son también las Cruzadas, emprendidas contra el islam que amenaza por el sur y por el sureste del continente y que ha arrebatado los Santos Lugares, los cuales están considerados como un patrimonio común de la Cristiandad. Las Cruzadas suponen un proyecto común europeo, por encima de las diferencias nacionales y de los Estados, y contribuyen a acentuar la conciencia europea frente a lo que acertadamente se ve como un peligro común. Por lo tanto, sirven asimismo para alcanzar mejor la pacificación interna del continente, fin al que apuntaban ya previos intentos nacidos de la Iglesia y conocidos como “paz de Dios” y “tregua de Dios”. Las bóvedas de Europa son igualmente los avances demográficos y económicos que permiten importantísimas transformaciones sociales. Son el incremento de la población europea y ciertas mejoras en la alimentación; las roturaciones de tierras y su puesta en cultivo; el paso del sistema de rotación bienal de cultivos al trienal; el sabio aprovechamiento de montes, de bosques y de ríos; la invención y/o la difusión de instrumentos hidráulicos (molino de agua), del molino de viento y de la metalurgia, así como el mayor uso del hierro para el utillaje agrícola, el cual se renueva (arado de dos ruedas y vertedera); la mejora también de los sistemas de tracción (atalaje para équidos, yugo para bueyes y herradura); y toda una serie de nuevas técnicas que permitirán a historiadores como Gimpel hablar de “la revolución industrial de la Edad Media”. Estas bóvedas son además el renacimiento urbano y la consiguiente reactivación del comercio a diferentes niveles, con la aparición de ferias y mercados, la apertura y la revitalización de rutas comerciales, etc. Son asimismo las bóvedas que se construyen con la evolución social desde la servidumbre hacia la libertad, en camino hacia la culminación de un proceso que el cristianismo hizo posible cuando, al final del mundo antiguo, promovió la desaparición o, al menos, la reducción de la esclavitud. Las bóvedas de Europa son también las cofradías, los gremios, las guildas y todas las corporaciones que dan vida a la economía y a la sociedad a partir de la realidad profesional y de unas bases naturales y religiosas, y que desarrollan todo un sistema de previsión social para sus miembros, el cual ayuda a completar la acción benéfica que la Iglesia venía desarrollando desde sus primeros tiempos. Estas bóvedas son además los municipios que cobran fuerza y aspiran al reconocimiento de sus derechos dentro de los nuevos Estados, como un elemento fundamental de la constitución vital y política de éstos. Son asimismo las formas de representatividad que, en el seno de las monarquías cristianas, componen de manera orgánica las Cortes, los Estados Generales, los Parlamentos, las Dietas… Las bóvedas de Europa son también el Derecho Canónico, los Fueros y el Derecho Común, el cual supone la recuperación de todo lo mejor del Derecho Romano. Son igualmente doctrinas políticas como el llamado “agustinismo político”, el pensamiento de San Isidoro retomado por Juan de Salisbury sobre la tiranía y el tiranicidio, una concepción cristiana organicista de la sociedad y la idea del bien común en Santo Tomás de Aquino. Las bóvedas de Europa son los avances que se logran y los fundamentos que en este tiempo se echan para nuevos éxitos futuros en la investigación científica, en la expansión descubridora por tierra y por mar, en el interés por conocer nuevos mundos y el Universo de los astros que se alza sobre las cabezas de los hombres que moran en la tierra. Las bóvedas de Europa son la Escolástica, que nace al calor de las escuelas monásticas y que se transfiere a las catedralicias, para culminar en los Estudios Generales y las Universidades, magnífica creación ésta de la Edad Media cristiana, sin auténtico parangón en otras culturas. Estas bóvedas son también la vida orgánica que define a las Universidades (Universitas), como un cuerpo vivo y comunidad de miembros, y las becas que facilitan el acceso a los estudios a personas sin recursos. Las bóvedas de Europa son asimismo la beneficencia de la Iglesia, sus hospitales, los Montes de Piedad, las Órdenes de redención de cautivos que nacen para liberar a los cristianos esclavizados en tierras musulmanas, y tantas iniciativas más que sólo pueden surgir del amor cristiano. Las bóvedas de Europa, en fin, son también los grandes papas del Pleno Medievo o que lo configuran, como un San Gregorio VII y un Inocencio III; son los santos que hacen brillar a la “Esposa de Cristo”, que es la Iglesia, por encima de la corrupción de algunos de sus miembros; son las reformas monásticas que, como el Císter impulsado por San Bernardo de Claraval y la Cartuja de San Bruno, demuestran la permanente vitalidad del monacato; son las nuevas Órdenes mendicantes de franciscanos, dominicos, carmelitas, agustinos…; son un Poverello de Asís que renueva por completo la espiritualidad europea y sabe llegar de un modo extraordinario a las clases populares, y un Santo Domingo de Guzmán que con su obra contribuirá a sostener la pureza de la fe y a expandirla por la predicación; son un San Anselmo, un Santo Tomás de Aquino y un San Buenaventura, que con la claridad de su doctrina resplandecerán por encima de los tiempos y de las fronteras, como un tesoro inagotable más de la Iglesia. Éstas son, pues, las bóvedas de la catedral europea, de ese edificio en cuya construcción participaron de manera fundamental algunos de los personajes a los que hemos hecho referencia en páginas anteriores. Pero, desde nuestro punto de vista, cabe hacer aún una consideración final, acerca de la jerarquizada importancia que los distintos tipos de personajes han tenido en este proceso y tienen por lo general en los procesos históricos. A nuestro parecer, por lo que los datos históricos permiten deducir, y frente a lo que habitualmente se opinará, los personajes históricos que mayor influencia ejercen en la evolución de las realidades temporales son, por este orden, el santo, el pensador y el político. El político, cual Carlomagno, protagoniza unos cambios históricos en un momento determinado. Su acción es muy llamativa, cuando se trata ciertamente de un político relevante y que efectúa transformaciones de relieve, incluso muy rápidas. Pero, de no estar asegurado por algunos elementos que garanticen la continuidad de su obra, ésta corre el riesgo de perecer a su muerte. El pensador, en cambio, elabora unas ideas, que en realidad raramente son del todo nuevas, pues siempre, aun por muy revolucionario que desee ser y que pretenda presentarse, se asienta sobre unas bases anteriores. Pero, indudablemente, la obra del pensador es acogida por otros intelectuales y por políticos, e incluso puede ser asumida en mayor o menor medida por grupos relativamente amplios y hasta por las clases populares, y eso le confiere una pervivencia mayor en el tiempo. Es el caso de Alcuino, que configura el Estado carolingio y, aunque éste desaparezca, el impulso dado al pensamiento a través del renacimiento cultural de la época hará que sus ideas se transmitan de generación en generación a lo largo de varios siglos. Pero, por encima del político y del pensador, es el santo el que mayor influencia ejerce en la Historia, y eso normalmente sin quererlo ni buscarlo. El santo desea pasar desapercibido, pero la fuerza de su santidad atrae y arrastra; el testimonio vivo es elocuente y no puede pasar oculto a las inquietudes más profundas del ser humano. El santo, como San Benito, llama poderosamente la atención de políticos como el rey godo Totila, al que con su serenidad interior, nacida de su experiencia de Dios, logra apaciguar y reprender, ambas cosas paternalmente. El santo, como San Benito, deja tras de sí fama de santidad, la cual genera discípulos y ansias de imitación, y ello es a su vez garantía de perpetuidad a lo largo de los siglos. San Benito, como todos los santos, abre una estela que se va acrecentando con el tiempo y en la que querrán entrar pensadores y políticos. Alcuino será un monje benedictino y Carlomagno, por la influencia de Alcuino y por la atracción que sobre él mismo ejerce la fuerza del monacato y de la santidad de los benedictinos, contribuirá decisivamente a impulsar la Santa Regla, con la cual se reformarán y se fundarán monasterios, en los que surgirán escuelas de pensamiento y de santidad, y de los que saldrán evangelizadores y civilizadores. Por eso, con razón dice don Luis Suárez acerca de San Benito: “Su obra es más importante que la de cualquier fundador de imperios: construyó un modelo de vida válido para quienes querían seguir aquel que la Iglesia llama «camino de perfección», asumido por los monjes, pero válido también para los demás seres humanos”. Cuando estos tipos de personajes se reúnen en uno, podemos observar que se suman los efectos indicados. Así, San Isidoro influirá en los siglos medievales y a lo largo de toda la Historia como santo y como pensador, y será decisivo su papel en la elaboración del pensamiento político que yazga en la base teórica del Reino Visigodo y que se perpetúe a lo largo de las centurias del Medievo. Será igualmente relevante a la hora de contribuir a la plasmación escrita, a la consolidación y a la difusión de la conciencia nacional española. San Luis de Francia, por poner otro ejemplo, o San Fernando de Castilla y León, juntarán en sus personas las virtudes del santo con las cualidades del político. Para un benedictino, en fin, le llena de sana satisfacción saber que su Padre San Benito haya sido declarado con justicia Padre y Patrono de Europa, así como los Santos Cirilo y Metodio, también monjes de Cristo. Lo que hoy se hace necesario, es que los “constructores” de la “nueva Europa” no olviden esta realidad histórica, porque, en caso de hacerlo, dejarán de lado también algo aún más importante: la esencia cristiana de Europa. Y en ese caso, incurrirán en la negación de Europa. Tímpanos y capiteles: el mensaje de Europa En las catedrales del Medievo, románicas y góticas, la decoración y la iconografía transmitían los valores espirituales y morales que debían configurar y regir la sociedad cristiana. Los tímpanos de las puertas y los capíteles que remataban las columnas eran puntos neurálgicos para la realización de esta auténtica pedagogía catequética orientada hacia el pueblo fiel. Las escenas allí representadas adquirían el valor de un libro abierto e ilustrado para que pudiera ser comprendido por los que carecían de conocimiento alguno de lectura y escritura. Por este motivo denominamos “Tímpanos y capiteles” a este capítulo, en el que deseamos fijarnos en el mensaje que la civilización europea ha podido trasmitir al resto del mundo. Desde nuestro punto de vista, el mensaje de Europa puede resumirse o englobarse en cuatro grandes aspectos: la visión trascendente de la realidad, el puesto central de Dios, el valor del hombre y el origen y composición natural de la sociedad. Visión trascendente de la realidad. El cristianismo aportó de manera definitiva a la civilización europea una visión trascendente de la vida, del mundo y de la Historia. El antiguo mundo pagano, ciertamente, ofrecía en su diversidad religiosa unos atisbos de respuestas a las preguntas fundamentales que todo ser humano se plantea sobre el sentido de la vida y de la muerte, sobre la existencia de una realidad ultraterrena y sobre el verdadero valor de lo caduco y terreno. La experiencia religiosa es inherente al ser humano, mientras que el ateísmo doctrinario y sus derivados no son sino un producto de laboratorio ideológico del mundo contemporáneo. El hombre de la Antigüedad europea, por lo tanto, ya fuera griego o romano, celta o de otra cultura, fue un hombre religioso. El paganismo, en todas sus variantes, suponía la solución a los grandes interrogantes, o más bien el intento de solución. El hombre antiguo creía en numerosos dioses y genios, tanto protectores como malignos, y procuraba atraerse su favor y el de las fuerzas de la Naturaleza, a las que en ocasiones llegaba a divinizar. Todo ello le confería también un modo de afrontar la vida terrena en la totalidad de sus facetas, y al mismo tiempo le llevaba a confiar en las respuestas que las religiones paganas le presentaban ante el problema de la muerte y la posibilidad de la inmortalidad. ¿Qué pueblo no creyó en la vida de ultratumba, como lo demuestran sus sepulturas y sus ritos funerarios? Sin embargo, lo cierto es que todas aquellas religiones antiguas no acababan de satisfacer el ansia de plenitud y de eternidad que existe en lo más íntimo y profundo del ser humano. Muchas veces, por no decir siempre, se quedaban realmente en un terrenalismo materialista e inmanentista, porque lo único que aparentemente podían ofrecer era la obtención de beneficios temporales y pasajeros, con frecuencia banales, y a lo sumo podían hacer albergar la esperanza de una vida terrena sin demasiados problemas, pero que luego era desmentida con facilidad por los avatares más inesperados. Por eso, era inevitable que en la sociedad tardoantigua, y más concretamente en la época de la historia de Roma conocida como “del Imperio”, se produjera una verdadera crisis religiosa, la cual desembocó en la decadencia y el abandono progresivo de las viejas prácticas tradicionales paganas y en un descontento y sensación de vacío, que llevaron a la búsqueda de otras alternativas de mayor calado espiritual. Fue así como conocieron su auge los llamados “cultos mistéricos” o “religiones mistéricas”, provenientes del Oriente antiguo: cultos de Isis, Mitra, Dioniso-Baco… Pronto se desarrollaron con un carácter sectario y exótico que, de forma semejante a lo que ha ocurrido recientemente en el Occidente con las religiones del Extremo Oriente y con muchos grupos esotéricos, atrajeron la atención de quienes se sentían carentes de vida interior y deseosos de una experiencia religiosa que diera sentido a su existencia. Al lado de estos cultos mistéricos, con todo el peligro que contenían y el vacío que a medio y largo plazo también acababan produciendo, se expandió desde el siglo I de nuestra era una religión que ofrecía una respuesta total a todas esas preguntas fundamentales del hombre y que no caía en las extravagancias ni el secretismo de tales cultos: el cristianismo. Si los cristianos llamaban la atención de los paganos, era precisamente por su modo de vida modélico y por su ejemplo como ciudadanos cumplidores de sus deberes. Y si en bastantes ocasiones habían de realizar ocultamente sus ceremonias, era a consecuencia de la persecución oficial. Pero el mensaje de salvación de Cristo estaba abierto a todos los hombres y mujeres de todas las condiciones sociales, razas y culturas, y aspiraba a poder manifestarse abiertamente en libertad. Todo ello, unido evidentemente a la acción de la Providencia, hizo que el cristianismo se convirtiera en la fuerza espiritual que acabase imperando en el mundo romano y que de perseguido pasase a ser adoptado como religión oficial del Estado. Hay dos factores que nunca se deben olvidar cuando se habla de la conversión del mundo antiguo al cristianismo, porque fueron con frecuencia motivo de reflexión para muchas mentes paganas: el testimonio de la caridad y el testimonio de los mártires. Juliano el Apóstata, como otros muchos paganos antes que él, no podía menos que admirarse ante el modo extraordinario en que los cristianos ejercían la beneficencia, no sólo hacia sus hermanos en la fe, sino hacia todos los hombres; y por eso, algunos de los paganos más duramente debeladores del cristianismo quisieron en ocasiones hacer que surgiera una beneficencia pagana que contrarrestase la fuerza de la cristiana, pero aquello era un imposible. No terminaban de comprender que la raíz de la acción social cristiana estaba en un amor profundísimo al prójimo, al ser humano, en el que se veía la misma imagen de Dios y un hermano redimido por la Sangre de Cristo. Algunos paganos, ciertamente, veían con sus ojos la realidad y exclamaban: “Mirad cómo se aman”. Pero no podían llegar a entender la raíz de ese amor sólo con los ojos y con la razón. No obstante, esa impresión, esa reflexión, ese intento de comprender, condujo a muchos paganos a abrir sus corazones y sus mentes a la acción del Dios cristiano, que derramó sobre ellos su gracia y les llevó la luz de la verdad a través de la Iglesia. Por lo que se refiere al testimonio de los mártires, es algo que continúa sorprendiendo, más aún cuando el martirio es una realidad que sigue plenamente viva a inicios del siglo XXI y que existirá hasta el final de los tiempos. La asunción del martirio por un cristiano es ciertamente un magnífico testimonio de la fuerza de su fe y de la verdad del mensaje de Cristo: serían incomprensibles, si no, la entereza, la capacidad de perdón para con el perseguidor, la esperanza y la alegría con que un mártir cristiano afronta el tormento y la muerte. Y esto era lo que causaba una honda impresión entre la población pagana del Imperio Romano. ¿Cómo podían aquellos hombres y mujeres, a veces niños aún, cantar ante la muerte, ir con valor y llenos de felicidad hacia un final cruel de su vida y no temer o vencer inexplicablemente el miedo al fuego, a la espada o a las fieras? No pocas conversiones al cristianismo se produjeron a partir de estos hechos, como parece ser el caso de Tertuliano, quien precisamente escribió aquella famosa sentencia: “¡es semilla la sangre de los cristianos!”. En verdad, pues, el testimonio de los mártires era y es un testimonio de la existencia de Dios, de que el mundo presente no lo es todo, de que hay una vida ultraterrena, de que merece la pena ganar la eternidad. Es, en definitiva, un testimonio elocuentísimo de esa visión trascendente de la realidad a la que nos referimos en este punto. Se hace evidente que, ante el vacío provocado en lo más profundo del hombre por el paganismo antiguo, junto con la insatisfacción que a medio y largo plazo habían de producir también las religiones mistéricas (aparte de otros defectos inmediatos), y teniendo presente, por otro lado, la fuerza atrayente del cristianismo y de sus testimonios más llamativos (la caridad y el martirio), éste había de triunfar en el mundo antiguo y dar origen a una nueva civilización impregnada de sus valores. Sólo una religión que no ponía todas sus miras en satisfacciones temporales ni en un superficialismo de la inmortalidad podía responder de un modo absoluto a las expectativas humanas de plenitud y felicidad. Por eso mismo, el cristianismo triunfaría igualmente sobre el paganismo germánico, eslavo y de otros pueblos europeos que fueron siendo evangelizados al final de la Edad Antigua y en el Medievo. ¿Cómo podían resistir a largo plazo los druidas celtas de Irlanda ante el testimonio de vida de los monjes cristianos que poblaron la isla? ¿Qué podía hacer la noción de un paraíso materialista lleno de comida, bebida y walkirias para los guerreros, frente a la esperanza en una dicha eterna abierta a todos los hombres y mujeres y cuyo gozo supremo sería la posesión de un Dios que es Amor? *** El cristianismo, ciertamente, es la religión de la esperanza, mucho más que ninguna otra. No en balde, la doctrina católica enseña que una de las tres virtudes teologales es la esperanza. El cristiano cree y espera confiadamente en un Dios que es Amor: se sabe amado por Dios y a su vez ama a Dios, y por eso es consciente de que puede confiar en Él y esperarlo todo de Él; espera confiadamente en su auxilio para su caminar en este mundo terreno y, sobre todo, espera que al final del mismo le conceda vivir feliz y eternamente con Él. La vida eterna, para el cristiano, no es una escapatoria o una forma de distraer ni de disminuir su empeño por las realidades terrenas, como muchas veces se ha pretendido decir. Para el cristiano, por el contrario, el premio o el castigo, la dicha o la condenación eternas, dependerán en gran medida del uso de su libertad en la vida terrena y, por lo tanto, de sus buenas o malas acciones. Sabe que cuenta con un recurso fundamental, sin el que nada puede hacer, que es la gracia divina. Pero también es consciente de que debe cooperar a la acción de la gracia con su libertad, la cual está orientada al ejercicio del bien. De esta manera, la vida eterna no constituye un obstáculo a la construcción de un mundo terreno mejor, sino que se convierte en un verdadero estímulo a la acción. La doctrina católica tiene muy en cuenta, como es conocido, el valor de las obras. No es una doctrina de la inacción y de la pasividad, al estilo de muchas del Extremo Oriente y del “quietismo” que surgió en Francia y España en el siglo XVII y que la Iglesia Católica condenó como herético. La esperanza en la vida eterna, por tanto, motiva la recta actuación en la presente. Pero a su vez, esa esperanza en la eternidad hace ponderar justamente lo terreno y temporal, evitando sobrevalorarlo de forma desmedida, que es lo que han hecho todos los materialismos, siempre con unos resultados bien tristes para el ser humano. La valoración de lo temporal como lo que es, es decir, algo transitorio y pasajero, pero con lo que puede ganarse la dicha eterna si se usa rectamente de ello, es lo que hizo que fueran los cristianos y no los paganos los que pusieran en marcha toda una serie de obras de beneficencia con las que jamás había soñado el mundo pagano. Muchos potentados convertidos al cristianismo dejaron de vivir para el lujo y el ocio y encauzaron sus riquezas a la fundación de hospitales, la concesión de libertad y de un medio de vida digno a sus esclavos, la realización de grandes y numerosas limosnas, etc. Es el caso, por ejemplo, del círculo romano de San Jerónimo. *** No obstante, se puede objetar: si se acaba de decir que la mirada hacia la eternidad, propia del cristianismo, no supone una huida de la realidad terrena y de sus problemas, sino que incluso es un estímulo para una mejor y más eficaz actuación sobre lo temporal, ¿cómo es que en la Tradición cristiana existen con gran fuerza las ideas de la fuga mundi, esto es, de la “huida del mundo”, y del contemptus mundi, del “desprecio del mundo”? Es más, son conceptos muy arraigados entre los monjes, de los cuales se ha exaltado toda su labor en la configuración de la civilización europea. La respuesta a esta cuestión está en la recta comprensión de tales ideas, que conviene aclarar. Correctamente interpretada y enfocada, la fuga mundi no consiste en despreocuparse de los problemas de los hombres ni en desentenderse de toda una serie de dificultades, lo cual sería una forma de egoísmo, aun por muy espiritualizado que se presentase. Bien considerado, el concepto hace referencia al deseo y a la necesidad que todo hombre tiene realmente de dedicar al menos un tiempo a encontrarse consigo mismo y con Dios, y esto requiere siempre un apartamiento, un retiro de la vida ajetreada y bulliciosa del mundo, porque donde uno puede encontrarse consigo mismo y con Dios es en la soledad y el silencio (silencio interior, sobre todo, pero al que ayuda el exterior). Y ahí precisamente, en ese encuentro retirado, es donde puede un alma hablar a Dios acerca de los hombres y rogarle por ellos. En este sentido, pues, debe entenderse correctamente la fuga mundi, y así decía un autor monástico oriental de época patrística, Evagrio Póntico, que “monje es aquel que, separado de todo, está unido a todos”. De hecho, es nada menos que Jesucristo quien, como Maestro supremo, dio también sus lecciones sobre este modo de actuar con su propio ejemplo: cuando deseaba orar, se retiraba a solas al monte, o bien buscaba el silencio de la noche o se iba a un lugar donde no le hallaran los hombres… y allí se encontraba con el Padre… y luego, tras esos tiempos intensos de oración, realizaba sus grandes acciones y sus obras externas: elección de los Apóstoles, predicación, etc. Esto enseña, por tanto, que la vida contemplativa, que mira a lo trascendente y eterno, que apunta a Dios mismo, es el fundamento de todo apostolado y de toda acción transformadora del mundo presente. ¿Cómo mejorar el mundo si no hay un referente supremo al que tender? La fuga mundi ha sido un concepto muy arraigado en toda la Tradición monástica desde los “Padres del Desierto”, pero también fuera del monacato fue asumido y definido pronto. Por ejemplo, San Ambrosio de Milán escribió un breve tratado De fuga mundi, y una de las mayores joyas de la espiritualidad cristiana de todos los tiempos, el conocido “Kempis”, lleva por título original De contemptu mundi, “Del desprecio del mundo”. Ahora bien, al mencionar este segundo concepto tan unido al de la huida del mundo, cabe objetar nuevamente y con razón: si se habla de “desprecio”, es que hay una visión negativa del mundo. En efecto, el propio Jesucristo afirma a sus discípulos: “Si el mundo os odia, sabed que antes que a vosotros me ha odiado a Mí. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo que era suyo, pero como no sois del mundo, sino que Yo os entresaqué del mundo, por eso os odia el mundo.” Y también les avisa: “En el mundo tendréis apretura, pero tened valor, Yo he vencido al mundo”. Son las palabras que dirige a sus Apóstoles en el Sermón de la Última Cena, recogidas por San Juan, y en ellas se expresa claramente ese principio, asumido por la Iglesia Católica, de “estar en el mundo, pero sin ser del mundo”. Cristo, ciertamente, envió a los Apóstoles al mundo, igual que Él vino al mundo, pero no perteneció al mundo. También San Juan, en su primera carta, habla de la “victoria sobre el mundo”: “ésta es la victoria que venció al mundo: nuestra fe”. Comentando esto, un destacado autor espiritual benedictino del siglo XX, el abad Beato Columba Marmión, dice que por “el mundo” hay que entender a los hombres que viven la vida material mirando sólo a lo terrenal, y que “el mundo”, de este modo, tiene unos principios y unos prejuicios inspirados en “la concupiscencia de los ojos, la concupiscencia de la carne y la soberbia en la vida”. Por lo tanto, según Dom Marmión, “el mundo” desprecia las máximas evangélicas y para él la Cruz es locura y escándalo. Este mundo halaga al hombre natural y le solicita con sus atractivos: le ofrece riquezas, honores y placeres. Pero el monje, y el cristiano en general, al seguir a Cristo y adherirse a Él sólo, desprecia “el mundo” y sus halagos y así obtiene, por la fe en Jesucristo, “la victoria sobre el mundo”. Por eso, lejos de desentenderse de las apreturas y luchas de sus hermanos cristianos que están en “el mundo” sin ser de él, y lejos asimismo de olvidarse de los hombres que son víctimas del “mundo” y de las esclavitudes que éste crea al haber asumido consciente o inconscientemente sus “ideales”, el monje, en su vocación de oración y de entrega diaria, les encomienda cada día al Padre de todos para que, siguiendo el ejemplo del Hijo, logren vencer “al mundo” con la asistencia del Espíritu Santo. El monje pide a Dios que los hombres no olviden que en este “mundo” están de paso y que Él les ha prometido a todos la vida eterna y que, por lo tanto, a ella deben apuntar, teniendo presente que además han de esforzarse por mejorar la realidad terrena mientras están en ella, de acuerdo con los valores evangélicos y con su plasmación en la doctrina de la Iglesia. Además, el monje es consciente de que su “vida está escondida con Cristo en Dios”, según la definición paulina, y que, al igual que sucedía cuando Jesús se retiraba a orar y le buscaban y encontraban, es un verdadero testimonio vivo de la existencia de Dios y de las realidades eternas, pues si no, no tendría razón de ser la vida monástica. El silencio del monje es así elocuente, su retiro es un grito al “mundo” y su renuncia es un clamor de una opción por el Cielo; el monje, si vive fielmente su vocación, da un testimonio auténtico de la primacía de Dios y del Reino de los Cielos. Éste fue realmente “el secreto de los monjes” que edificaron la civilización europea en la Edad Media: como ha dicho un abad francés de nuestro tiempo, “los monjes hicieron Europa, pero no lo hicieron expresamente”; su aventura era interior, espiritual, pues el único móvil en ellos fue la sed de Absoluto; pero tal sed, que les convirtió en testigos inmóviles de un mundo venidero, les llevó a construir una nueva civilización sobre la Tierra, porque los monasterios se erigieron en puertos de paz y estabilidad, centros de cultura y escuelas, y sus religiosos fueron los sabios y los educadores de Europa. Ciertamente, San Benito señaló de forma clara en su Regula monachorum cuál debía ser la aspiración de los monjes que se acogieran a ella, cuando al marcarles el camino de la vida monástica les aseguró que, de seguirlo fielmente, “participaremos en los sufrimientos de Cristo con la paciencia, para que merezcamos compartir también su reino”. Y concluyendo su magnífico texto espiritual-legislativo, exhorta y desea a sus discípulos “que no antepongan absolutamente nada a Cristo, el cual nos lleve a todos juntos a la vida eterna”. En cuanto al deber de mejorar y transformar las realidades terrenas, el cristianismo sabe que no podrá ser según los esquemas del “mundo”, porque éstos más bien son la causa de sus males, ya que se enraízan en la soberbia humana que quiere construir “el mundo” sin Dios. Por lo tanto, habrá de hacerse conforme a los principios evangélicos como los recoge y enseña la doctrina de la Iglesia, según se ha dicho. Cuando se hace con criterios meramente humanos al margen de Dios, sucede lo que se ha podido ver con esas doctrinas “del mundo” que soñaban construir un paraíso terrenal sin Dios, tal como pretendía el marxismo en sus diversas variantes: ha fracasado estrepitosamente en el mismo plano económico en que centraba su fundamento y sus fines, no originando más que miseria y caos, por no hablar de la sangre que ha derramado. *** El principio directorio de buscar ante todo los bienes eternos fue asentado de manera bien clara por Jesucristo y corroborado por San Pablo: “Así, pues, si resucitasteis con Cristo, buscad las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios; aspirad a las cosas de arriba, no a las que están sobre la Tierra”. Significa la valoración de lo terrenal como lo que realmente es: algo transitorio y pasajero, a lo que no hay que apegarse, pero que se debe emplear rectamente para el fin superior de obtener los bienes celestiales. Y el mejor uso de las cosas temporales es el que se orienta en la dirección de la caridad hacia quienes están más privados de ellas. Es decir, el anhelo de la eternidad no significa una despreocupación respecto de los necesitados, sino que precisamente es un impulso al ejercicio de la justicia y de la beneficencia. Jesucristo dio todo su ejemplo con sus milagros, con sus palabras y con sus gestos, que revelaban un amor sincero por los más desvalidos. Y San Pablo, por su parte, también promovió la recaudación y distribución de limosnas. Así, pues, en el Maestro Divino y en el Apóstol de los Gentiles hallamos exhortaciones y modelos magníficos para la orientación de la acción transformadora del mundo presente por parte de los cristianos. Muchas podrían ser las citas de los Padres de la Iglesia con relación a la prioridad de la búsqueda de los bienes supremos y eternos, que sería plenamente asumida como un principio configurador de la civilización europea surgida en el Medievo. Por ejemplo, San Agustín advierte que “quien desea ser feliz debe procurarse bienes permanentes que no le puedan ser arrebatados por ningún revés de la fortuna” y, puesto que Dios es eterno y siempre permanece, es feliz el que posee a Dios. Numerosas y elocuentes podrían ser las citas de sus Confessiones, algunas de ellas muy conocidas. Asimismo, en las siguientes palabras, notablemente famosas, describe lo que será aquel “nuestro sábado [eterno, la dicha del Cielo], cuyo término no será la tarde, sino el día del Señor, como día octavo eterno, que ha sido consagrado por la resurrección de Cristo, significando el eterno descanso no sólo del espíritu, sino también del cuerpo. Allí descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos. He aquí lo que habrá al fin, mas sin fin. Pues, ¿qué otro puede ser nuestro fin sino llegar al reino que no tiene fin?” Otro de los Santos Padres más leídos e influyentes en la Cristiandad medieval, San Gregorio Magno, insistía con mucha frecuencia en el valor superior de las cosas celestiales y eternas. Se observa con facilidad, por ejemplo, en sus Homiliae XL in Evangelia, que tuvieron un gran éxito popular. En ellas no deja de recordar: “¿Qué es la vida mortal sino un camino?”, y añade que, como camino que es, tiene un fin. Por eso es oportuno evitar el amor a lo terreno y temporal, al que van unidas la soberbia, la envidia y la lujuria, y aprender a vencerse a sí mismo por amor de Dios y con la esperanza del premio eterno prometido. Son muchos los lugares de estas homilias donde el primer Papa-monje exhorta a obrar el bien y apartarse del mal, con la esperanza en la vida eterna con que Dios premiará a los que sean fieles a Él. Entre los escolásticos, en unos términos que nos recuerdan a San Agustín, San Anselmo exclama así al dirigirse a Dios: “Yo te buscaré deseándote, te desearé buscándote, te encontraré amándote, te amaré encontrándote”. Tanto en la Patrística como en la Escolástica nos encontramos con un número bastante abundante de tratados De vita beata, que evidentemente cifran la felicidad del hombre en la posesión de Dios en la vida eterna. *** Desde luego, esta visión trascendente de la vida humana fue la que impregnó las concepciones de la sociedad europea medieval. Pero no sólo se configuró una óptica tal con respecto a la vida del hombre, sino también con relación a la Historia de la Humanidad entera, según la plasmó San Agustín en su De civitate Dei. A esta cuestión, como ya hemos indicado en otra parte del ensayo, dedicamos en su día un artículo en la revista Arbil. De él recogemos unos párrafos que sirvan de resumen y de presentación general. Ciertamente, el tratado De civitate Dei ofrece una visión cristiana de la Historia, por lo que ha sido considerado muchas veces como la primera filosofía o teología de la Historia. San Agustín trata de desvincular la Historia de Roma y la Historia de la Salvación: para él, si bien ambas pueden estar interrelacionadas en ciertos aspectos y siempre han quedado bajo la mirada providente de Dios, la vida o la muerte del Imperio Romano no es algo trascendental para el desarrollo del plan salvífico universal de Dios, a diferencia de lo que creían otros autores. La Historia de la Salvación presenta la oferta de esa Salvación que la venida de Jesucristo supone para el hombre, abriéndole la puerta a la vida eterna. Así, la Obra Redentora de Jesucristo es el eje central de la Historia; y la Historia humana, tanto personal como colectiva, posee una trascendencia, ya que se orienta hacia la eternidad. San Agustín sostiene la intervención de Dios en la Historia y en la vida del hombre para ayudarle a salvarse. De este Dios providente procede toda autoridad terrena, tanto la que se ejerce bien como la que lo hace mal, y todo acontecimiento depende de Él, pues actúa para buenos y malos, para promover la salvación de todos ellos (voluntad salvífica universal). Sin embargo, la Providencia no niega la libertad humana, sino que Dios, conocedor de todas las causas, conoce la voluntad del hombre, que es causa de sus actos; y así conoce los actos que éste realizará. El hombre es libre, libremente escoge entre el bien y el mal, y Dios conoce y permite su elección. No existe, pues, ningún fatalismo que determine al hombre, sino plena armonía entre la libre voluntad humana y la Presciencia divina. Esa libertad, con la posibilidad de elección entre lo bueno o lo malo, da lugar a dos ciudades: “dos amores han dado origen a dos ciudades: el amor de sí mismo hasta el desprecio de Dios, la terrena; y el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celeste”. Y como no sólo el hombre es libre, sino que también lo es el ángel, las dos ciudades existen tanto entre los hombres como entre los ángeles. Pero, mientras que en éstos se hallan separadas, entre nosotros se encuentran mezcladas (permixtae). La “Ciudad de Dios”, “Ciudad celeste” o “Jerusalén celeste” se caracteriza por la humildad, el temor de Dios y el amor de Dios y de la verdadera felicidad. Es eterna, con plena felicidad y amor a la verdad. Su fin es la dicha eterna, la vida eterna con Dios, el Cielo. En cambio, la “Ciudad terrena”, “Ciudad del diablo” o “Babilonia terrena” se basa en la soberbia, el amor propio, el ansia de gloria y de poder, etc. Su fin es la pena eterna, el Infierno, la vida eterna sin Dios. Satanás con sus ángeles fue el primero en rebelarse por soberbia contra Dios y se constituyó en Príncipe del mal (habiendo sido creado bueno, se produjo su conversión al mal por su soberbia) y Príncipe de la “Ciudad terrena” o Príncipe del mundo, tal como se le denomina. Entre los hombres, San Agustín muestra seis edades, desde Abel y los siguientes fieles de Dios que formaron la “Ciudad de Dios”, y Caín y sus continuadores, amantes de sí mismos y miembros de la “Ciudad terrena”. El fin de la Historia es la séptima edad, la edad eterna o sábado eterno (el siete es el número perfecto y el sábado es el día perfecto, en el que Dios descansó tras la Creación). De esta aproximación general, se pueden extraer, a nuestro parecer, varias notas o rasgos que definen la interpretación agustiniana de la Historia y que en el artículo referido se analizan más detalladamente: a) Providencialismo: la consideración de Dios como Ser Supremo providente, sin el cual la Historia no tiene el más mínimo sentido. Sólo reconociendo la existencia y la importancia de la Providencia se podrá comprender realmente la Historia. b) El libre albedrío: el valor de la libertad humana, que no es negada por la Providencia divina y que hace a Dios y al hombre agentes de la Historia. c) El doble volitivismo (entendiendo aquí este término en el sentido de los dos amores: de Dios y de sí mismo): los dos amores dan lugar a dos grandes tipos de filosofías de la vida, dos grandes tipos de concepciones del mundo. Más que aplicarse a sociedades concretas, se observan en los hombres individuales que se hallan entremezclados en la sociedad. d) El valor trascendente de la Historia: la Historia no puede ser un círculo sin fin, sino un camino hacia un fin que le dé sentido. Jesucristo y su Obra Redentora constituyen el eje del desarrollo histórico. e) En definitiva, es una visión que habla de una Historia del Hombre como persona y como comunidad, en la que el alma es su fundamento, pues busca o rechaza a Dios. *** Por lo tanto, la civilización europea se vio definida en gran medida por una concepción trascendente de la vida, del mundo y de la Historia. La muerte, para el europeo medieval y moderno, como hombre impregnado de fe cristiana en toda su visión de la realidad, no aparecía como el final de todo ni como un punto terrible de llegada y en el que se acababa la felicidad. Al contrario, la muerte se alzaba como un tránsito a la eternidad, como una puerta que un día sería necesario atravesar y que daba acceso a una vida superior y sin fin. Por eso, el europeo era consciente de que, a lo largo de su vida terrena, debía actuar conforme al fin para el que había sido creado, de tal modo que pudiera arribar bien preparado a un momento tan esencial en la consecución de su dicha completa. Las nociones del juicio personal y del Juicio Final emergían como un factor que estimulaba la responsabilidad del hombre individual en su actuación presente y ante su futuro. En el arte, en la literatura, en los documentos que reflejan de forma principal la actitud ante la vida y ante la muerte, estas realidades aparecen perfectamente expresadas. Y ya que aquí hemos querido fijarnos en cierto modo en las catedrales del Medievo europeo, ¿cómo no recordar los tímpanos de las portadas, principalmente en las románicas, donde con frecuencia se representa la escena del Juicio Final? En realidad, el templo románico en su conjunto, bien sea una catedral urbana, bien una iglesia abacial de un monasterio, bien una pequeña parroquia rural, permite observar la atmósfera de sobrenaturalidad en que el europeo de entonces se movía: la manera en que la luz y la sombra crean un ambiente de recogimiento espiritual, la decoración de los capiteles de las columnas, la sobriedad de las formas, la centralidad del culto y del misterio sacramental, junto con otros muchos rasgos más, son tal vez el testimonio más elocuente de cómo se percibía y se vivía en la sociedad lo que estamos diciendo. Por otro lado, también es posible ver en la esbeltez y en la elevación de las catedrales góticas un reflejo completo de una sociedad que, aún por encima de las realidades terrenas que no desprecia radicalmente, apunta hacia los valores supremos y aspira a la vida eterna. Evidentemente, es una sociedad que ha evolucionado desde los tiempos del románico, pero que continúa teniendo en Dios y en el Cielo su meta última. El gótico, desde nuestro punto de vista, revela y a la vez alienta esa elevación de los espíritus. Cuando los burgueses de una ciudad en la que florece el comercio y se afianza la autonomía municipal financian la construcción de una nueva catedral en estilo gótico, además de desear que sea conocido de todos el prestigio creciente de su ciudad, están poniendo su dinero para la edificación de un templo dedicado a Dios y en el que, ya en su interior, ya en su cementerio, serán después recogidos sus restos para esperar allí la resurrección del cuerpo y su reunión con el alma. Por supuesto, los enterramientos y los testamentos que les preceden son otro testimonio elocuente de las miras hacia la eternidad que dominaban en la civilización europea en su identidad más auténtica. Los testamentos, que comienzan con invocaciones religiosas y encomendando el alma a Dios Uno y Trino, además de hacer una profesión de fe, muestran siempre un número más o menos importante de mandas piadosas, caritativas y relativas al enterramiento: encargos de misas y otros sufragios por la salvación del alma del difunto, modo de recibir sepultura, donaciones a iglesias y monasterios o a centros de beneficencia, fundación de conventos y de hospitales, etc. Es tal vez una de las mejores muestras de cómo se enfoca el recto uso de los bienes terrenos a la hora de la verdad, en el momento de la muerte. Asimismo, los enterramientos hablan muchas veces por sí solos, tanto al exterior como quizá aún más en el interior de la caja mortuoria del sepulcro: ¿qué decir de la humildad de las mortajas que no pocas veces se eligen, sobre todo hábitos de Órdenes religiosas por parte de seglares? ¿Para qué, ciertamente, iban a valer a los miembros de clases altas los vestidos lujosos que en esta vida podían haber llevado? A la hora de la verdad, el hombre y la mujer europeos adquirían plena conciencia del auténtico valor de las cosas y de la vida. No raras veces, y no por formalismos jurídicos, se observan en los testamentos sinceras peticiones de perdón a Dios y al prójimo ofendido y se leen arrepentimientos finales por no haber empleado mejor el tiempo de la vida terrena. *** Para terminar este punto, parece oportuno hacer referencia a otro aspecto más, tal cual es la idea del fin del mundo, en parte ya apuntada. No es el caso entrar en ella en detalle, pero sí decir que, según hemos visto, se halla presente en la civilización europea, como lo reflejan en la Edad Media las escenas del Juicio Final y todas las representaciones apocalípticas. No obstante, hay que advertir que, en el seno de la Cristiandad, surgieron con relativa frecuencia grupos heterodoxos que anunciaban el próximo fin y la recapitulación del mundo, dando lugar o acogiéndose a tendencias que cabe denominar como “apocalipticismos” y “milenarismos”. La Iglesia Católica siempre los miró con precaución y desconfianza y con frecuencia los condenó como heréticos. Esto, por tanto, debe hacernos comprender que existe una enorme diferencia entre la verdadera fe de la Iglesia, que afirma que ciertamente el mundo presente no será eterno, y las doctrinas de esos grupos, que en todos los casos se decantaron por ideas imaginarias y tremendistas. El puesto central de Dios. Como resulta lógico, una civilización que posee una visión trascendente de la vida, del mundo y de la Historia, que pone sus metas últimas en las realidades ultraterrenas y que considera la existencia de un Dios personal que es la razón suprema de todo ello, no puede sino concederle a Él el puesto central. Por muy elevada que sea la estima que tal civilización tenga acerca del valor del ser humano, se hace evidente que siempre habrá de ser mayor la que muestre hacia Dios, sin quien el hombre no poseería ninguna dignidad propia y ni siquiera la existencia. La sociedad cristiana medieval, en la que estamos cifrando en buena medida los elementos que configuran y caracterizan realmente la civilización europea, ofrece un modelo teocéntrico. Para el europeo medieval, que mira al más allá, que apunta hacia la vida eterna, que tiene una concepción trascendente de la vida y de las cosas de la Tierra, es Dios, y sólo Dios, quien concede la felicidad verdadera al hombre. El Dios Uno y Trino ha creado al hombre para que sea eternamente feliz, ha querido redimirle amorosamente del pecado de Adán y de sus consecuencias para que recupere esa vocación a la felicidad eterna, y le concede los dones y las gracias que necesita para alcanzar tal meta. El Dios cristiano es un Padre que ama a sus hijos los hombres, a los que ha enviado a su Hijo Unigénito para que muera en la Cruz y los salve, y a los que otorga la asistencia eficaz del Espíritu Santo en orden a su santificación. Por todo ello, Dios es el fin de todas las acciones del hombre, pues a Él le debe todo y sólo de Él, con Él y en Él podrá el hombre vivir feliz por los siglos de los siglos. La Europa medieval gira en torno a la realidad de Dios y los europeos del Medievo viven con sus miras puestas en Él. No sólo los clérigos, los teólogos y los místicos lo hacen, sino todos los hombres y toda la sociedad europea de la época. Y en gran medida, esto se mantendrá en un muy alto porcentaje durante la Modernidad hasta el siglo XIX, e incluso en muchos países y regiones hasta el XX. Aunque una parte importante de los filósofos modernos proclame la centralidad del hombre y anhele el desplazamiento de Dios a un lugar periférico, la masa de la población europea será religiosa hasta tiempos muy recientes y, consecuentemente, concederá a Dios el puesto central. *** Se puede decir que el teocentrismo europeo, como es propio del cristianismo, es en gran medida un teocentrismo cristocéntrico: Jesucristo es a la vez Dios y Hombre. Es el Dios humanado que posibilita al hombre recuperar la imagen divina y vivir eternamente con Dios gracias a su Obra Redentora. Él es el Hombre perfecto y el Modelo supremo del ser humano. El cristocentrismo es una verdad teológica y una vivencia espiritual. Es una verdad teológica porque, además de lo que acabamos de decir, no hay que olvidar que ha sido Jesucristo quien ha traído la plenitud del mensaje de Salvación; en torno a Él gira toda la Revelación de Dios a través de la Sagrada Escritura. Cristo nos ha devuelto la filiación divina y nos ha reconciliado con el Padre, y es por Cristo por quien hemos podido recibir al Espíritu Santo, el cual alienta la Iglesia, fundada por Cristo. Sólo por medio de la Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo que Cristo nos ha atraído, el hombre puede participar de los instrumentos de salvación que le conducen a la vida eterna. ¿Qué habríamos podido hacer sin Jesucristo? Por eso mismo, cuando se meditan estas realidades, al interiorizar estas verdades de la Teología, se viven en lo más profundo del corazón y el ser humano pasa a vivir espiritualmente de Jesucristo y por Jesucristo para Dios. Así el cristocentrismo se convierte también en una vivencia espiritual, en una experiencia del alma cristiana, que acaba impregnando todo el conjunto del ser humano y de sus acciones externas, tanto de culto como de cualquier otra faceta. Tal vez una de las más elocuentes expresiones de este cristocentrismo que configuró de forma importantísima a nuestra Europa fue la que formuló San Benito en su Regla monástica, cuando ordenó a sus monjes “no anteponer nada al amor de Cristo” (nihil amori christi praeponere), “nada absolutamente antepongan a Cristo” (Christo omnino nihil praeponant). Toda la Regla, desde luego, está atravesada de esta directriz espiritual y ha venido definiendo la vida de los monjes benedictinos y su acción sobre el continente europeo: por este cristocentrismo han atendido a los enfermos como al mismo Cristo (sicut revera Christo, ita eis serviatur), han recibido a los huéspedes como a Cristo (tamquam Christus suscipiantur) y han enfocado toda su vida como una milicia al servicio de Cristo Rey y Señor (Domino Christo vero regi militaturus). Cabría recoger otras citas más, pero éstas parecen suficientes y permiten observar con claridad cuál fue la motivación profunda que animaba a aquellos monjes que, sin pretenderlo, construyeron una civilización. Asimismo, en otras Reglas monásticas es posible percibir un cristocentrismo más o menos semejante. Pero baste ahora recordar, por el relieve que tuvieron en la difusión del Evangelio y en la edificación de la civilización cristiana en Europa, que los monjes irlandeses realizaban sus largos viajes de peregrinación propter Christum, a causa de Cristo. En general, el cristocentrismo se ha de encontrar siempre en el cristianismo. Por eso, en la Europa medieval es posible observar la proliferación de tratados cristológicos, y en la Baja Edad Media se llevó a cabo la redacción y difusión de Vitae Christi y de la famosa Imitación de Cristo o De contemptu mundi. *** Si se para un poco a pensar, se observará que, para todo aquel que afirme la existencia de Dios, el teocentrismo es una consecuencia lógica y coherente. Resulta un absurdo que una persona que sostenga que Dios existe, defienda al mismo tiempo cualquier forma de antropocentrismo. Si Dios existe realmente, ¿cómo es posible negarle la centralidad? Y en todo caso, conceder al hombre la centralidad es llevar a cabo una divinización ilegítima e irreal del ser humano. El antropocentrismo no es una postura conforme a la realidad, sino ilusoria. Es una quimera ideológica de los tiempos modernos, pero que ya tuvo sus precedentes en la Antigüedad. No obstante, en lo que atañe a los hechos prácticos, es verdad que actitudes antropocéntricas se han producido siempre en la Historia humana y siempre han concluido en auténticos dramas para el hombre. El antropocentrismo, inevitablemente, conduce a formas extremas de individualismo o de colectivismo, negadoras las unas del valor y la necesidad de la sociedad, y las otras del valor y la dignidad de la persona. Al poner todas sus expectativas en este mundo terreno y en el logro de la plenitud del hombre en él, el antropocentrismo lleva a exaltar al máximo, bien al hombre individual como ser supremo, bien a una masa colectiva de hombres como divinidad anónima y tiránica. Nos encontramos así ante la exaltación del “hombre-yo” o la del “hombre-masa” u “hombre-especie”. En el mundo antiguo, los sofistas griegos, a los que se oponía el honesto Sócrates, llegaron a defender formas extremas de relativismo e individualismo, en consonancia con las posibilidades de alcanzar el éxito en la democracia ateniense. Aquel principio famoso de uno sus más conocidos representantes, Protágoras, “el hombre es la medida de todas las cosas”, bien puede entenderse como “yo soy la medida de todas las cosas”. En gran medida, los sofistas formaban políticos que habían de hacerse un puesto y triunfar en el seno de la democracia y gracias a ella. Por eso, Sócrates defendió frente a ellos la verdad y el bien moral, con una actitud coherente y valiente que le costó la vida. En el mundo moderno europeo, a partir del Renacimiento comenzó a avanzar con fuerza creciente una tendencia antropocéntrica que fue dando lugar a diversas variantes. No todo el humanismo renacentista fue antropocéntrico, como con frecuencia se cree, pues no hay más que ver el caso español para comprobar que no fue así. Pero sí una parte importante del humanismo del Renacimiento cifró todas sus metas en el hombre. Luego, el racionalismo supondría la exaltación de la razón humana frente a Dios, la Ilustración anhelaría la construcción de un mundo del hombre para el hombre y el liberalismo alcanzaría las más altas cimas del individualismo, al ensalzar las libertades individuales de un modo absoluto y justificar la explotación del hombre por el hombre (basándose paradójicamente en principios de igualdad jurídica y libertad individual) en su forma económica, que fue y es el capitalismo. En el campo de la Filosofía, el individualismo también conocería formas extremas como las soflamas de Nietzsche sobre el “superhombre”, pero habría de llevar consecuentemente a actitudes de un absoluto descontento y de una angustia existencial ante la suerte de ese “hombre-yo”, que se hace por fin consciente de sus limitaciones, pero sin saber dar con la respuesta al porqué de ellas y de su náusea vital: nos hallamos así ante Sartre y Camus, entre otros. Ahora bien, como decimos, al lado de un antropocentrismo que deriva por la vertiente del extremismo individualista, es posible, y de hecho se ha dado, otro que lo hace por la línea del extremismo colectivista, en el cual el hombre individual, la persona humana, desaparece no ya al final de un proceso en el que se encuentra con su nada, sino desde el principio mismo, porque es negada su dignidad en beneficio de una entidad comunitaria suprema y anónima. El hombre, en este caso, tiene el mismo valor que una hormiga en su comunidad: ha de limitarse a cumplir su función sin preguntarse nada ni aspirar a algo más; su vida nace y concluye en esa colectividad y no tiene mayor valor que el de servir a ella. Éste es el antropocentrismo del “hombre-masa” o del “hombre-especie”, el propio del materialismo marxista, del nacionalismo y del positivismo cientificista. La persona queda en estos casos absorbida por la colectividad, la cual suplanta a Dios como lo suplanta el ego en el antropocentrismo individualista. Y así, en definitiva, totalitarismo e individualismo suponen en la teoría y en la práctica una auténtica negación de lo que es en realidad el ser humano, de su dignidad como persona y de su carácter social rectamente entendidos. Cabe recordar que ya en la Antigüedad existieron modelos colectivistas totalitarios, de los que tal vez el más destacado fue el lacedemonio o espartano, y en el plano de lo teórico el de Platón, que debía mucho a aquél en su inspiración. En el mundo moderno, la supeditación completa del hombre individual a la raza o al Estado comunista se han traducido en tragedias espantosas en el siglo XX. En fin, parece lógico entonces comprender y afirmar que sólo una sociedad que tenga a Dios como centro será capaz de comprender la realidad y de medir y estimar rectamente el valor del hombre y de las cosas. Reconocer la centralidad de Dios no es negar al hombre ni acabar con su dignidad, sino estar abierto a la realidad objetiva. Reconocer la centralidad de Dios llevará en consecuencia a entender y apreciar la importancia que para Dios tuvo la creación del hombre, el amor que le guarda y el fin elevadísimo al que le ha llamado. Por lo tanto, sólo así será posible penetrar en la profunda dignidad del hombre, cuando se tenga presente su estrecha relación con Dios; jamás se podrá hacer si ésta es negada. Aquella actitud positiva es la que asumió, vivió y difundió la auténtica civilización europea. El valor del hombre. La preocupación por el hombre y el descubrimiento y afirmación de su valor y dignidad es sin duda uno de los elementos más característicos de la civilización europea. Así lo ven tanto los defensores de las raíces y de la esencia cristianas de Europa, como aquellos otros que pretenden fundamentar la nueva Europa sobre las bases de la “Declaración de los Derechos del Hombre” que proclamó la Revolución Francesa. No obstante, esto mismo hace fácilmente comprensible que el modo de entender ese valor y dignidad del hombre, y al propio hombre en sí, habrá de ser distinto entre una y otra óptica. En cualquier caso, valga por el momento decir que la afirmación y defensa del valor del hombre, así como la difusión de este principio, han supuesto una de las aportaciones mayores de Europa a la Historia de la Humanidad. A excepción de las regiones del mundo donde se ha expandido y asentado el cristianismo (pues en éste, como veremos, está la clave sustancial), y tal vez también con la salvedad del confucionismo chino (pero no de la civilización china en su conjunto, ya que el taoísmo y otras corrientes configuradoras de ella apuntan en otras líneas), creemos que resulta muy difícil, por no decir imposible, encontrar una civilización que haya poseído una concepción tan elevada del hombre y que la haya extendido a otras áreas de la Tierra como lo ha hecho Europa. *** Es innegable que la antigua Grecia mostró un interés fundamental por el problema del hombre, como se observa en su filosofía, en su literatura y en su arte, además de otras facetas de su cultura. Hemos hecho referencia poco antes a los sofistas, y no hay que perder de vista que con ellos propiamente se inaugura el período socrático de la filosofía griega, caracterizado por una orientación hacia la cuestión del hombre, tanto en el aspecto teórico como en el práctico. Para comprender el ascenso de la toma de conciencia del hombre en la antigua civilización griega, son sumamente elocuentes las palabras que el maestro de la tragedia helénica, Sófocles (muerto nonagenario hacia el 406 a. C.), pone en boca del coro en Antígona, y que no nos resistimos a recoger: “Muchas cosas hay portentosas, pero ninguna tan portentosa como el hombre; él, que ayudado por el noto tempestuoso llega al otro extremo de la espumosa mar, atravesándola a pesar de las olas que rugen, descomunales; él, que fatiga la sublimísima divina tierra, inconsumible, inagotable, con el ir y venir del arado, año tras año, recorriéndola con sus mulas. Con sus trampas captura a la tribu de pájaros incapaces de pensar y al pueblo de los animales salvajes y a los peces que viven en el mar, en las mallas de sus trenzadas redes, el ingenioso hombre que con su ingenio domina al salvaje animal montaraz; capaz de uncir con un yugo que su cuello por ambos lados sujete al caballo de poblada crin y al toro también infatigable de la sierra; y la palabra por sí mismo ha aprendido y el pensamiento, rápido como el viento, y el carácter que regula la vida en sociedad, y a huir de la intemperie desapacible bajo los dardos de la nieve y de la lluvia: recursos tiene para todo, y, sin recursos, en nada se aventura hacia el futuro; sólo la muerte no ha conseguido evitar, pero sí se ha agenciado formas de eludir las enfermedades inevitables. Referente a la sabia inventiva, ha logrado conocimientos técnicos más allá de lo esperable y a veces los encamina hacia el mal, otras veces hacia el bien. Si cumple los usos locales y la justicia por divinos juramentos confirmada, a la cima llega de la ciudadanía; si, atrevido, del crimen hace su compañía, sin ciudad queda: ni se siente en mi mesa ni tenga pensamientos iguales a los míos, quien tal haga.” Sófocles, por tanto, se admira ante el hombre, su misterio y su grandeza, y no pierde de vista su gran limitación en la vida presente: la muerte. De los antiguos griegos viene la comprensión del hombre como “animal racional mortal”, definición asumida por el pensamiento cristiano, si bien completada. Y Aristóteles, que tanto atendió a la cuestión moral y a ella dedicó varias obras, afirma con claridad: “así como el hombre es el mejor de los animales una vez que se ha perfeccionado, así también es el peor de todos cuando se aparta de la ley y la justicia”. Es decir, el hombre es un animal que tiene una capacidad de perfectibilidad muy superior a la del resto; pero de que se oriente adecuadamente a su fin y actúe conforme a los principios morales que han de regir su acción, o de que se salga de este orden natural y moral, dependerá que ciertamente avance en su perfeccionamiento o que, por el contrario, pueda rebajarse hasta un grado ínfimo. El valor del hombre también aparece expresado en el arte helénico, de un modo especial en la escultura, donde se manifiesta la perfección y la belleza estética del cuerpo humano, tanto masculino como femenino, a la vez que de fondo se trasluce el carácter racional que define el alma y todo el conjunto del hombre. Incluso cuando se representa un hombre en actitud de ejercicio o de combate, con frecuencia se ve al ser que reflexiona en su mente sobre el modo en que debe hacerlo, como cabría observar en el Auriga de Delfos o en el Discóbolo de Mirón. La plasmación de un canon responde a un ideal del ser humano, varón o mujer, y sobre todo al ideal de su belleza física, como es el caso de la Venus de Milo. Además, el hombre no sólo aparece representado en esculturas exentas, sino también en relieves que decoran, por ejemplo, los templos, y que con cierta frecuencia tratan el tema de la lucha de hombres con bestias mitológicas, el combate del hombre racional y civilizado contra la barbarie. En el plano religioso, los mismos dioses, como era frecuente en la Antigüedad y en las religiones paganas, eran concebidos de manera antropomórfica, y por eso acababan siendo depositarios no sólo de las virtudes humanas, sino asimismo de los peores defectos, vicios y pasiones en que puede incurrir y caer el hombre. Esto nos hace comprender que, en realidad, la visión del hombre que poseyó la cultura griega, en gran medida asumida por la romana, ofrecía no pocas limitaciones. Una de ellas, por ejemplo, es la valoración en torno al cuerpo. Si por una parte se produjo con cierta frecuencia una tendencia al culto al cuerpo y a la exaltación de los placeres carnales sin un dominio de la razón, lo cual es algo que acaba denigrando la dignidad humana, por otro lado la filosofía de Platón creó una visión negativa del cuerpo como “cárcel del alma” y llegó a decir que “en su totalidad, la ocupación de un hombre semejante [filósofo] no versa sobre el cuerpo, sino, al contrario, en estar separado lo más posible de él y en aplicarse al alma”. La visión platónica, como es sabido, hablaba de la transmigración y reencarnación de las almas, siendo esta reencarnación como un castigo para ellas. De otra parte, también nos encontramos con otras limitaciones serias en la valoración del hombre en la antigua Grecia, sobre todo con relación a los esclavos, que no eran tenidos tanto por seres humanos como por cosas vivientes. En la famosa y tan cacareada democracia ateniense no todos gozaban de los mismos derechos, pues los metecos o extranjeros y los esclavos no tenían aquellos que poseían los ciudadanos libres, entre los cuales, además, existían diferencias económicas y sociales importantes. Asimismo, en la igualdad de los homoioi (“iguales”) espartanos, sólo eran “iguales” éstos, los esparciatas, pues ni los periecos (campesinos libres) ni los hilotas (población sometida y semiesclava) disfrutaban de derechos políticos ni de las relativas o supuestas ventajas del régimen comunista. Y en el terreno de la especulación, el propio Aristóteles afirmaba la inferioridad del esclavo y llegaba a definirlo como “un artículo de propiedad dotado de vida”, como una herramienta o un instrumento con vida. *** En la civilización romana, nos hallamos en buena medida ante la recepción del legado cultural helénico y su compenetración con el propio del Lacio y con el etrusco e itálico. Adquiere gran importancia, como veremos después, la cuestión de la ciudadanía, que es la que de una manera definitiva parece conferir en realidad la condición humana. Entre las figuras más destacadas del pensamiento romano, cabe resaltar las siguientes palabras de Cicerón, que señala la diferencia entre el hombre y los animales, fundamentada esencialmente en la racionalidad: “En primer lugar, todos los animales han recibido de la naturaleza el instinto de conservar su vida y su cuerpo, de huir de todo lo que les puede ser perjudicial, de buscar y prevenir lo necesario para mantenerse, como el sustento, el abrigo y otras cosas semejantes. También ha inspirado a todos el apetito, cuyo objeto es la propagación, y un cierto cuidado con los frutos de este instinto. Pero hay esta gran diferencia entre el hombre y la bestia: que ésta, no teniendo otro guía que el sentido, se acomoda a sólo aquello que se le pone delante, con muy corto sentimiento de lo pasado y futuro. Mas al hombre, que participa de las luces de la razón, por la cual conoce las causas de las cosas y sus consecuencias, no se le ocultan sus progresos ni antecedentes; compara los semejantes y une a las cosas presentes y las futuras; registra fácilmente todo el curso de la vida y previene lo necesario para pasarla.” Por lo tanto, Cicerón se hace eco de esa definición del hombre como “animal racional mortal”. Y en virtud precisamente del hecho de estar dotado de razón, observa que “especialmente es propia del hombre la averiguación de la verdad”, y que “no es tampoco pequeño efecto de la fuerza de nuestra naturaleza y de la razón que sólo el hombre entre todos los animales es capaz de conocer el orden, el decoro y aquella regla y medida que debe guardarse en las palabras y en las obras”. Ahora bien, al igual que en el mundo griego, en el romano nos encontramos con serias limitaciones si queremos descubrir una aún más profunda y sustancial valoración de la dignidad del ser humano, y de ahí deriva una limitación en la universalidad de su reconocimiento a todo hombre. Por un lado, porque el ideal del hombre perfecto y su bienaventuranza se ve con frecuencia restringido a unos pocos: al sabio, al filósofo, heredando una visión de bastantes de las escuelas filosóficas griegas. En el ámbito romano, esto resulta clarísimo cuando nos aproximamos a la lectura de los autores estoicos, quienes, a pesar de acertar en muchas de sus apreciaciones, incurrieron en varios errores, entre ellos el de un humanismo elitista. El cordobés Séneca, por ejemplo, traza el prototipo del hombre dichoso: “Quiero, pues, que llamemos bienaventurado al hombre que no tiene por mal o por bien sino el tener bueno o malo el ánimo, y al que siendo venerador de lo bueno y estando contento con la virtud, no le ensoberbecen ni abaten los bienes de la fortuna, y al que no conoce otro mayor bien que el que se pueda dar a sí mismo, y al que tiene por sumo deleite el desprecio de los deleites”. En otro lugar añade: “Y ninguno que estuviere apartado de la verdad se podrá llamar bienaventurado, y sólo lo será el que tuviere la vida estable y firme y el juicio cierto y recto, porque el ánimo estará entonces limpio y libre de todos los males […]”. Ciertamente, estas ideas de Séneca son acertadas en una buena dosis, aunque fallan sobre todo en dos aspectos: uno, que viene a cifrar toda la felicidad en la vida presente y olvida en parte que su plenitud sólo podrá alcanzarse en la vida eterna, porque la terrena ofrece sus limitaciones inherentes a ella misma; y el segundo, que el ideal lo considera únicamente posible para unos pocos, para los sabios o filósofos. Por otro lado, la gran carencia que encontramos en la concepción romana del hombre es que, siendo una civilización que miraba a la universalidad, sin embargo no concedía a todos y cada uno de los hombres pertenecientes a su Imperio idéntico valor ni la misma dignidad. No sólo, como diremos en el punto siguiente, por lo que atañe a las diferencias en cuanto a las categorías de ciudadanía, sino porque incluso llegaba a negar cualquier tipo de ciudadanía a aquellos que tenían la desgracia de nacer o de ser hechos esclavos. La civilización romana, con todas sus magníficas aportaciones a la Historia de la Humanidad, fue sin embargo una civilización acentuadamente esclavista y que no reconocía un ser humano en el esclavo, sino un instrumento de trabajo con vida, una cosa y objeto de propiedad con vida, como lo podía ser más o menos un caballo o un buey. Por eso, los más salvajes espectáculos basados en el sufrimiento y el derramamiento de sangre humana para diversión de los ciudadanos, tales como las luchas de gladiadores y luego los martirios de cristianos arrojados a las fieras, pudieron arraigar y tener tanto éxito en aquella civilización que, en otros aspectos, había alcanzado tan elevados niveles. *** Fue el cristianismo la fuerza emergente y la savia renovadora que vino a completar y perfeccionar la visión clásica del hombre. Heredero de la Revelación veterotestamentaria confiada primero al pueblo de Israel, entendió al hombre como un ser creado a imagen y semejanza de Dios, quien le otorgó además el dominio sobre la Tierra. A diferencia de las mitologías politeístas antiguas, que narraban la creación del mundo y del hombre como un acto voluntarista de uno o varios dioses o como el fruto del azar causado por las acciones de éstos, la descripción bíblica nos descubre que en la Creación ha intervenido el entendimiento omnisciente de Dios y su voluntad omnipotente, y que la razón profunda de llevarla a cabo ha sido su Bondad infinita. Esto, ciertamente, es lo que se trasluce en la complacencia divina al término de cada día cuando contempla su obra (“Y vio Dios que estaba bien” / “Y vio Dios que era bueno”) y al final de toda ella en su conjunto (“Entonces examinó Dios todo cuanto había hecho, y he aquí que estaba muy bien”). También se observa en la indicación que en algún caso se hace de que Dios bendice a sus criaturas, singularmente al hombre y la mujer. Y ese Amor de Dios al ser humano se percibe además con nitidez en la narración de su creación, en la concesión del dominio sobre la Tierra, en la colocación en el Edén y en todos los dones que le otorga, sobre todo el del conocimiento y el trato íntimo de Él mismo. Esta visión del Amor de Dios al hombre (hombre y mujer) estaba en realidad ausente en las mitologías paganas, en las que el hombre debía con frecuencia esconderse del capricho egoísta de los dioses y de sus iras injustas. En cuanto a las corrientes filosóficas del mundo clásico, o bien carecían de la noción de un Dios único personal, o bien afirmaban su existencia e incluso su Providencia, pero sin llegar a descubrir su Amor infinito por el hombre. Como en el mundo clásico grecorromano, también se observa que la concepción bíblica del hombre considera su racionalidad como un elemento esencialmente distintivo con respecto a los otros animales, y así lo recuerda el salmo 31: “No seas sin juicio, como es el caballo o el mulo”. Pero entre estas composiciones poético-religiosas, sin duda resalta por su belleza y profundidad la manera en que el salmo 8 canta la majestad de Dios Creador y Providente y la dignidad del hombre que Él ha creado con singular benevolencia: “¡Oh Yahveh, Señor nuestro! / ¡Cuán ilustre es tu nombre / por todo el universo! / Tu majestad ensalza por cima de los cielos […]. / ¿Qué cosa será el hombre para que hagas recuerdo / de él? ¿Qué el hijo del hombre para estar a él atento? / Algo menor le hiciste que los ángeles bellos; / de gloria y majestad le coronaste luego. / En la obra de tus manos le concediste imperio; / debajo de sus plantas toda cosa le has puesto […].” El pecado original, cometido por soberbia y orgullo contra Dios al desobedecer su mandato, trajo terribles consecuencias para el ser humano por la pérdida de muchos de los dones que había recibido y, sobre todo, porque supuso una ruptura con Dios mismo. Eso hizo que la imagen y semejanza de Dios en el hombre se empañara y que la naturaleza del hombre quedase herida, con una inclinación al mal que, sin embargo, no destruye en él la posibilidad de obrar libremente el bien. Para poder realizar el bien, Dios le concedió primero la Ley; pero al enviar después al mundo a su Hijo Unigénito, Jesucristo, para que se hiciera Hombre y redimiera con su Pasión, Muerte y Resurrección al hombre caído, otorgó a éste el don inmensamente mayor de la gracia sobrenatural, la cual le permite obrar el bien, participar nuevamente de la vida divina y poder alcanzar finalmente la dicha eterna junto a Dios. La Encarnación del Hijo de Dios en el seno de la Virgen María fue un acontecimiento que superó y supera toda capacidad humana de comprensión. Jesucristo, al asumir la naturaleza humana, no perdió la naturaleza divina, sino que una y otra quedaron unidas en su única persona divina, la segunda de la Trinidad. Es así perfecto Dios y perfecto Hombre. Él es, ciertamente, el Hombre perfecto, el modelo para el hombre, de lo cual se deriva una consecuencia lógica: para que el ser humano logre su propia perfección, habrá de configurarse con Jesucristo. Esa perfección humana será entonces una perfección en Dios, que únicamente podrá ser consumada en la gloria eterna y llegará a su plenitud cuando, habiendo ya resucitado el cuerpo, éste, ahora en condición gloriosa, se una de nuevo al alma que lo informaba y se una íntimamente a Dios: ésta será la deificación del hombre, a la que Dios mismo le destinó. Participar profundamente de la vida divina: tal es la dignidad que Dios ha querido para el hombre desde la eternidad. ¿Acaso puede encontrarse algo semejante en las religiones paganas de la antigua Europa y en otras religiones del mundo? Porque además, a diferencia de lo que se encuentra en el hinduismo, por poner un ejemplo, en esta visión cristiana el hombre no desaparece disuelto en un Absoluto impersonal, sino que su personalidad humana permanece y se plenifica en su unión con las tres divinas personas. Ésta es una diferencia esencial entre la deificación como la concibe el cristianismo católico y las ideas sostenidas por el panteísmo. La Redención obrada por Jesucristo, por tanto, ha supuesto la restauración del hombre, que debe proseguir personalmente cada ser humano con la ayuda de la gracia que Él nos ha atraído y que ahora derrama sobre nosotros el Espíritu Santo por medio de la Iglesia. Y como la Redención de Cristo ha tenido un carácter universal, de ella se benefician todos los hombres: Dios “quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al pleno conocimiento de la verdad. Porque uno es Dios, uno también el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se dio a Sí mismo como precio de rescate por todos”. Por eso, “no hay ya judío ni gentil, no hay esclavo ni libre, no hay varón ni hembra, pues todos vosotros sois uno en Cristo Jesús”. Todo lo que le faltaba a la concepción clásica grecorromana del hombre, lo aportó, completó y perfeccionó el cristianismo. Éste tuvo un papel fundamental en la progresiva reducción de la esclavitud en el tránsito del mundo tardoantiguo al medieval y en la adopción de medidas humanizadoras en la legislación romana a partir de Constantino, desde las leyes de 315-316. Por ejemplo, se promulgaron algunas muy notables protegiendo al campesino contra las usurpaciones de los propietarios ricos, a los hijos huérfanos de madre frente al padre que aspirase a hacerse con su hacienda, o prohibiendo marcar a los delincuentes en el rostro porque éste “ha sido formado a imagen de la belleza celeste”. Las manumisiones de esclavos no sólo fueron una realidad llevada a cabo por patricios convertidos a la fe de Cristo, sino también favorecidas por el Derecho del Estado desde estos años, gracias a la influencia cristiana en él. Se eliminó además la pena de crucifixión para los esclavos y se les protegió contra los abusos de sus dueños, a la par que se daban disposiciones para impedir la brutalidad de los carceleros hacia los prisioneros. Los Padres de la Iglesia con frecuencia resaltaron la dignidad del hombre conforme a la visión cristiana, y así San Gregorio Magno llegaba a considerar que ahora los ángeles veneran la naturaleza humana como superior a la suya, por haberla asumido y ensalzado el Rey del Cielo, el Hombre-Dios. El primer papa-monje, en las propiedades que constituían el Patrimonium Petri, realizó una importante labor de mejora de las condiciones sociales y laborales de quienes trabajaban en ellas, al mismo tiempo que con los recursos obtenidos de su rendimiento financiaba múltiples y grandes obras de beneficencia en Roma y su entorno. *** Pero, por si fuera poco, el cristianismo fue además el que descubrió y desarrolló el concepto de “persona” referido al ser humano, y ésta es sin lugar a dudas una de las aportaciones mayores que la civilización europea, impregnada de cristianismo hasta la médula, ha podido hacer al mundo entero. El concepto fue elaborado a partir de la teología trinitaria y cristológica, con motivo fundamentalmente de las discusiones sobre la existencia, la divinidad y las relaciones de las tres personas de la Santísima Trinidad, y de los debates habidos acerca de las naturalezas y de la persona de Jesucristo, que tuvieron lugar en los primeros siglos del cristianismo. El desarrollo y la clarificación de los términos ousía e hipóstasis en griego y substantia, essentia y persona en latín, fue posible gracias al pensamiento teológico cristiano. A partir de estas cuestiones y de su puesta en relación con la Antropología, fue como se pudo llegar a la definición y la profundización del concepto de persona humana, que alcanzó su plenitud en la Escolástica. Por ejemplo, San Anselmo recuerda que se ha señalado como un principio básico en Antropología el que afirma: “todo individuo humano es una persona”. No obstante, advierte que esta noción ha creado equívocos entre algunos a la hora de referirlo tal cual a Jesucristo, pues en Él, realmente, se han unido la naturaleza divina y la naturaleza humana en la única persona divina del Verbo. La cristianización de la metafísica aristotélica, tal como la realizó en un primer momento Boecio y más tarde en grado sumo Santo Tomás de Aquino, hizo que éste, el “Doctor Angélico”, llegase a un grado difícil de superar en la comprensión adecuada del concepto de persona. A partir de él, lo cierto es que la única manera posible de profundizar en dicho concepto no ha sido otra que sobre la base de sus enseñanzas al respecto. De este modo, el auténtico tomismo es el que, a lo largo de los siglos siguientes, con mayor acierto ha tratado la realidad de la persona humana y su dignidad. El concepto de persona, en la metafísica tomista, deriva de la noción del ser. La sustancia se define como el ser que existe en sí mismo o el ser que para existir no necesita de sujeto de inhesión. La subsistencia propia de la sustancia se da de manera perfectísima en el supuesto y la persona. El supuesto (sub-positum) es toda sustancia singular, completa según su especie, que no existe unida físicamente a otra, sino aislada de todas las demás y formando por sí sola un todo incomunicable; la incomunicabilidad es esencial al supuesto. Y la persona es el supuesto o hipóstasis racional, que Boecio definió, según su conocida fórmula, como “sustancia individual de naturaleza racional” (rationalis naturae individua substantia). Es, por lo tanto, una sustancia completa e individua, que excluye toda comunicabilidad. Santo Tomás incide en que “persona” significa lo más perfecto que hay en toda naturaleza, es decir, el ser subsistente en la naturaleza racional; y al significar una substancia particular, dotada de dignidad, ello explica que este término de “persona” se aplique solamente a la naturaleza intelectual. Además, Santo Tomás asevera que “el hombre es una persona, no por la sola alma, sino por el alma y el cuerpo”, con lo cual realza el valor del cuerpo humano y su importancia esencial de cara a la plenitud del hombre. Como es sabido, el Aquinate sostiene la unión sustancial (no accidental, frente al platonismo) del alma y del cuerpo en el hombre. Y sobre esta base metafísica, se hace evidente la verdad de la doctrina teológica católica acerca de la resurrección del cuerpo y de la dicha eterna del hombre completo: resulta necesaria la resurrección de la carne para que el ser humano sea completamente persona y pueda disfrutar plenamente de la felicidad eterna tal como Dios lo ha dispuesto para él. Como ha indicado Michele Federico Sciacca, “la doctrina tomista sobre el compuesto humano –la esencia del hombre consiste en la composición de alma y cuerpo– […] es uno de los puntos más originales de la Ontología del Aquinate, el quicio de su antropología especulativa”. En efecto, “estamos en presencia de una nueva síntesis de elementos del ‘naturalismo’ aristotélico y del ‘espiritualismo’ platónico” y “la tesis fundamental es ésta: el hombre, por su corporeidad, está enraizado en el mundo material; pero por su alma intelectual, trasciende la naturaleza y es, respecto de la misma, autónomo e independiente”. Como podemos ver, “así la metafísica del ser justifica la dignidad y perfección de la persona humana, mostrando su profunda unidad, ya que su ‘naturaleza’ y su vida no quedan separados de su espíritu”. Ciertamente, el término persona lleva consigo la connotación de dignidad; se trata de una dignidad metafísica, fundamentada en el ser: “la dignidad metafísica de la persona humana, raíz de las demás esferas humanas de dignidad y de dignificación”. Y es que “la persona humana se constituye […] por la ordenación trascendental de la substancia individual de naturaleza racional al propio acto de existir. Hay dos aspectos o dimensiones en ella, uno cuasi genérico y entitativo, el subsistens distinctum; y otro cuasi específico, la naturaleza racional. La singular dignidad le viene a la persona humana de ambos elementos constitutivos o perfectivos, aunque de distinto orden: uno entitativo-dinánimo superior en su orden: el ser de naturaleza racional o intelectual, superior a la de los demás seres creados no intelectuales […]. Otro es entitativo, de persistencia en el existir, participado del Ser por esencia, y en su duración eterna in posterum […]”. La racionalidad, en efecto, es una perfección que supone una mayor participación en el ser que los demás individuos, y de ahí el que se le confiera un “nombre de dignidad”, cual es el de persona. Ahora bien, esto no implica una quimérica separación de la persona con respecto al individuo, como bien ha resaltado Eudaldo Forment frente a las opiniones erróneas en que ha incurrido el denominado “personalismo cristiano” de Maritain y Mounier: “Es totalmente imposible, por tanto, separar la persona del individuo. No es concebible que el hombre no sea persona, o deje de serlo, y sea solamente individuo; porque si no fuera, o cesara, de ser persona no sería tampoco individuo. Y, a la inversa, si no fuese, o continuase siendo, individuo, de ninguna manera podría ser persona.” La persona, pues, hace relación al ser y goza de una dignidad metafísica, porque es un ser participado en mayor medida que los restantes seres. Por eso hace relación a Dios, su Creador, que es el Ser Supremo. Y por eso también la dignidad de la persona humana está por encima de los reduccionismos a los que el hombre ha quedado sometido con harta frecuencia en los tiempos modernos por parte de las corrientes subjetivistas. La persona no se constituye por la conciencia actual de sí, ni la identidad de la persona por la continuidad de la misma conciencia, pues de seguirse esto, se llegaría a defender, tal como se ha llegado a hacer, que el hombre no es persona cuando carece de conciencia actual de sí mismo (por ejemplo, en la demencia o cuando padece alguna lesión cerebral que altera el conocimiento de la propia identidad). Tales posturas reduccionistas, basadas filosóficamente en el pensamiento de Descartes, de Locke, de Kant y de tantos otros, acaban justificando en sus últimos derroteros la eliminación física o, al menos, la marginación social de aquellos individuos humanos que no poseen en plenitud conciencia de sí mismos: dementes, disminuidos, niños no nacidos e incluso nacidos ya, ancianos, etc. Por el contrario, la philosophia perennis cristiana, la que la Iglesia Católica hace suya, reconoce que la dignidad metafísica de la persona nace del ser y no en último grado de la autoconciencia. En cuanto a la incomunicabilidad del ser, no obsta para que la metafísica tomista enseñe que la persona humana sea capaz de una comunicación de vida personal, precisamente porque es la vida personal (la vida propia del hombre) la que posibilita el amor de amistad y el amor de benevolencia. *** Según acabamos de ver, pese a algunas influencias dualistas de origen fundamentalmente platónico en los primeros siglos del cristianismo (por otro lado nunca determinantes en la doctrina oficial de la Iglesia), que fueron superadas con pleno acierto por Santo Tomás, la visión cristiana ofrece una concepción positiva del cuerpo humano, reconoce su dignidad como obra de Dios y afirma que, tras su corrupción en el sepulcro, resurgirá y será nuevamente informado por el alma para disfrutar de una existencia sublime y eterna junto al Creador. No obstante, el cristianismo católico, al igual que evita caer en un espiritualismo de tipo platónico y en posturas dualistas de corte maniqueo que tienen una consideración negativa del cuerpo humano y de todo lo material, también rechaza el sensualismo y toda forma de culto al cuerpo que vaya en detrimento de la vida del alma y del ser completo del hombre. La fe católica sabe y enseña que el hombre, a consecuencia del pecado original, ha visto herida su naturaleza, tanto en el cuerpo como en el alma. En efecto, el pecado original ha dañado el uso perfecto de la capacidad intelectiva y volitiva del alma humana y no le permite orientarse del modo debido hacia su fin último, que es Dios. Asimismo, ha provocado un desorden en la realidad corporal del hombre y ha desatado en ella las tendencias, apetitos, instintos y pasiones más propiamente animales. Por eso se hace necesario que, en el uso de su libertad y con el imprescindible auxilio de la gracia sobrenatural que Dios le otorga, el hombre lleve a cabo la restauración de la imagen divina en sí mismo, sometiendo rectamente las tendencias naturales del cuerpo, no anulándolas, sino educándolas y orientándolas hacia sus fines auténticos; deberá lograr el dominio de la razón y de la voluntad sobre ellas, a la vez que habrá de conseguir que la voluntad sea guiada por la razón y que ésta asuma como verdaderos los principios de la fe revelada y a ellos se adhiera. *** Puesto que nos hemos referido a la razón y a su importancia rectora en la vida del hombre, debemos incidir en el valor que el pensamiento europeo le ha conferido desde la cultura helénica, como ya hemos venido viendo. Tanto es así, que la definición clásica de “hombre” no fue otra que la de “animal racional mortal”. Es decir, la cualidad racional ha sido tenida como esencial al hombre, y esencial lo es igualmente a su condición de persona, según se ha dicho también. Desde los primeros pasos de la Patrística, los autores cristianos abordaron el asunto de las relaciones entre la razón y la fe. Salvo algunos casos en los que se consideró la existencia de una oposición que hacía de la primera un elemento negativo y de la segunda el único por el que había de regirse el hombre, en general se comprendió que debía existir y de hecho existe una armonía entre las dos, si bien, lógicamente, con un predominio de la fe. Tal cosa fue la que enseñó en varias ocasiones San Agustín, sobre todo a través de ese famoso principio: “entiende para creer, cree para entender” (intellige ut credas, crede ut intelligas). Asimismo, San Anselmo abordó numerosas veces las relaciones entre fe y razón, el papel de cada una y su armonía y complementariedad; deseaba comprender, explicar y demostrar con los argumentos de la razón la veracidad de la fe católica (nostrae fidei rationem studemus inquirere), sin olvidar nunca la primacía de ésta. Se ha hecho famosa, sin duda, la expresión con que inicialmente pensó titular su Proslogion: “la fe que busca entender” (valga esta traducción), fides quaerens intellectum. Y Santo Tomás alcanzó plenamente el logro de la armonía fe-razón al plantear y desarrollar el puesto de una y de otra en el estudio de la Teología, teniendo como axioma que, “como la gracia no anula la naturaleza, sino que la perfecciona, conviene que la razón natural esté al servicio de la fe (oportet quod naturalis ratio subserviat fidei), lo mismo que la natural inclinación de la voluntad sirve a la caridad”. Por lo tanto, esta actitud cristiana no es otra cosa que un reconocimiento de la capacidad racional con que Dios ha dotado al hombre y que le permite llegar al conocimiento de sí mismo, del mundo que le rodea y de su Creador. Gracias a esta visión positiva de la razón humana, se hacen posibles la Teología y la Filosofía, así como las demás ciencias. Frente a lo que con frecuencia se ha dicho, el pensamiento cristiano medieval hizo viable también el desarrollo de la Ciencia moderna, pues el famoso principio escolástico nihil est in intellectu quod non prius fuerit in sensu, no hace sino reconocer el valor de los sentidos para el conocimiento de la realidad exterior, realidad cuyo valor objetivo precisamente se afirma rotundamente en el realismo tomista, pero que de manera contraria será negado en los tiempos modernos por las corrientes de corte subjetivista. Parece evidente, en verdad, que el subjetivismo ha de dificultar más bien el desarrollo de la Ciencia y su conocimiento de la Naturaleza, al considerar que las cosas exteriores son propiamente conformadas e incluso creadas por la mente del sujeto. El benedictino P. Stanley L. Jaki, destacado filósofo de la Ciencia, ha resaltado cómo, por el contrario de lo que el positivismo contemporáneo ha aseverado con frecuencia, el nacimiento de la Ciencia moderna se produjo en un ambiente cultural impregnado de fe, singularmente definido por la doctrina cristiana de un Creador personal y racional del Universo, tal como lo advirtió Whitehead en sus conferencias de 1925: la fe firme de la Edad Media europea favorecía una línea de pensamiento, un clima de confianza intelectual y de optimismo y condujo a la actividad emprendedora en el campo científico y a la determinación de buscar la racionalidad de todos los procesos de la Naturaleza. Aquella Europa que vivía sus siglos de fe, consideraba el mundo como la obra de un Creador racional y comprendía que los hombres debían conservarla, como hijos de un Creador todopoderoso y bueno, de un Dios que es Padre para con los hombres; esto infundía la confianza en el resultado final del afán humano por lograr un auténtico conocimiento científico. Por otro lado, en consonancia con lo que hemos indicado en el párrafo anterior, el P. Jaki afirma que, si no se asegura la existencia de la realidad, la llamada objetividad científica o empírica carece de fundamento firme en que basarse. ¿Quién se atreve a negar hoy que el desarrollo científico ha sido una de las mayores aportaciones de Europa a la Historia de la Humanidad? Además, en la Europa cristiana del Medievo, especialmente desde los siglos XII y XIII, también hubo un desarrollo tecnológico en la agricultura, en la navegación y en otros muchos campos, que abrió paso a los espectaculares avances de la técnica en los tiempos modernos. En definitiva, el reconocimiento del conocimiento sensible, de la razón humana y de la existencia de un Dios Creador, tal como lo hizo el pensamiento cristiano medieval, posibilitó el desarrollo de la Ciencia moderna y de la Cultura. En la Edad Media se produjo asimismo el nacimiento de las universidades, en las cuales se estudiaron y se enseñaron la Teología, la Filosofía, el Derecho, la Medicina y otras artes y disciplinas. En ellas alcanzó su apogeo la Escolástica, que venía labrándose sobre todo desde las escuelas monásticas altomedievales, y se recuperó de un modo muy importante el legado cultural clásico, al que se unió el proveniente del mundo árabe y del hebreo. Sin la valoración positiva del hombre y de sus cualidades no habría sido posible nada de esto. Si tal apreciación se dio, fue gracias fundamentalmente a la visión antropológica del cristianismo. *** En fin, conviene destacar un aspecto más, aunque en buena medida ha ido quedando ya visto: la comprensión cristiana de la perfectibilidad del hombre, tanto en la vida presente como en la eterna a la que está llamado. Como ser dotado de una dignidad especial, como hijo de Dios e imagen suya, el hombre posee una perfección mayor que otras criaturas. A pesar de su caída original y de sus efectos sobre todo el género humano, no ha desaparecido en él la huella de la Bondad creadora de Dios ni la aspiración última a ese Bien Supremo y Eterno. Aun con las consecuencias del pecado original, sus capacidades no han sido del todo anuladas, y con la ayuda imprescindible de la gracia divina puede crecer tanto en su vida natural como en la sobrenatural. La Obra Salvadora de Cristo ha facilitado la restauración de la imagen divina del hombre y requiere la libre colaboración de cada uno. El hombre, pues, puede avanzar en su conocimiento de las cosas, le cabe crecer en su saber acerca de sí mismo, del mundo y de Dios, y es capaz de dedicarse a la actividad científica y cultural, gracias a sus capacidades naturales. Puede además mejorar en el camino de la virtud, tender con mayor acierto hacia el bien, hacerse virtuoso e incluso santo. Puede, en fin, alcanzar la vida eterna y gozar eternamente de Dios. Origen y composición natural de la sociedad. El mundo europeo, hasta la aparición de ciertas corrientes de pensamiento en la época moderna, siempre concibió la sociedad humana como una realidad natural, tanto por su origen como por su composición y funcionamiento internos. La civilización griega (salvo algunas excepciones, sobre todo entre ciertos sofistas), la civilización romana y la civilización cristiana europea así lo entendieron y nunca lo pusieron en duda, porque comprendieron al hombre como un ser social por naturaleza. *** La civilización helénica, hasta la época de dominio macedónico, fue una civilización de ciudades-estado. La vida, los intereses, las adversidades y los proyectos de la ciudad-estado incumbían a sus ciudadanos, independientemente del modelo político imperante en ella. No se podía pensar en un hombre que viviera al margen de este ámbito social. Por lo tanto, para todos y cada uno de los antiguos griegos, la sociedad organizada era una institución natural al hombre, el cual era a su vez un ser naturalmente social y político. Y por eso se desarrolló un patriotismo natural de la ciudad-estado, a la par que existía una conciencia nacional panhelénica. Ésta quedó manifiesta en las Guerras Médicas frente a Persia, en las Olimpíadas y en el culto del santuario de Delfos, pero experimentó duros momentos de crisis como las Guerras del Peloponeso. En cuanto al patriotismo de la ciudad-estado, resultaba evidente en la llamada a filas en los momentos de necesidad (formación de las falanges hoplitas y otras unidades de ciudadanos), en el entusiasmo puesto en los conflictos y en las diferentes formas de participación en las instituciones políticas. Hay que tener muy en cuenta que la civilización griega conoció un desarrollo notabilísimo de muy diversos modos de organización política del Estado (propiamente ciudades-estado, es decir, una ciudad capital con un territorio circundante más o menos amplio): monarquía, aristocracia, oligarquía, tiranía, democracia, formas mixtas, etc. Por eso algunos autores de la época dedicaron estudios al funcionamiento de las más importantes, como La República de los lacedemonios de Jenofonte, La República de los atenienses del Pseudo-Jenofonte y la Constitución de Atenas de Aristóteles. La vida social y política, ciertamente, adquiría una relevancia fundamental en la civilización helénica, y la participación democrática de los ciudadanos sin duda lo reflejaba, tal como es posible observar en el caso ateniense y, a su modo, en el espartano o lacedemonio. En el campo de la Filosofía, Platón expuso con bastante claridad en La República la visión de la naturaleza social y política del hombre, teniendo en consideración su incapacidad para vivir sin recibir la ayuda de los demás: “A mi entender –repliqué yo–, la ciudad toma su origen de la impotencia de cada uno de nosotros para bastarse a sí mismo y de la necesidad que siente de muchas cosas. […] Por consiguiente, cada cual va uniéndose a aquel que satisface sus necesidades, y así ocurre en múltiples casos, hasta el punto de que, al tener todos necesidades de muchas cosas, agrúpanse en una sola vivienda con miras a un auxilio en común, con lo que surge ya lo que denominamos ciudad.” Es muy bonito ver cómo va presentando a continuación el nacimiento de una ciudad y los primeros oficios en ella, y cómo progresivamente se va haciendo más compleja y ordenada su organización, con una necesaria especialización del trabajo y de las diversas funciones. De hecho, la República platónica será una sociedad política organizada en grupos sociales cuya complementariedad hará posible el buen funcionamiento del conjunto, que viene a ser así una agrupación viva, como lo es el cuerpo humano. Otra cosa ya es la valoración que quepa hacer sobre la bondad o maldad del Estado de Platón y su acierto o su error con relación al mismo, pero ello no quita el que atine con verdad en partir de la naturaleza social del hombre y en considerar el consiguiente origen natural de la sociedad humana. Por su parte, Aristóteles define al hombre como “un animal político” o social (zoón politikón) y asegura que lo es en mayor grado que cualquier abeja o cualquier animal gregario. Nada más abrirse su magna obra Política, el lector se encuentra con que el Estagirita se ocupa del origen natural de la sociedad humana y del Estado como forma más desarrollada y perfecta de ésta, y afirma que tiene siempre un fin, el cual corresponde en realidad a la perfección del hombre: “Toda ciudad o Estado es, como podemos ver, una especie de comunidad, y toda comunidad se ha formado teniendo como fin un determinado bien –ya que todas las acciones de la especie humana en su totalidad se hacen con la vista puesta en algo que los hombres creen ser un bien–. Es, por tanto, evidente que, mientras que todas las comunidades tienden a algún bien, la comunidad superior a todas y que incluye en sí todas las demás debe hacer esto en un grado supremo por encima de todas, y aspira al más alto de todos los bienes; y ésa es la comunidad llamada el Estado, la asociación política.” Debemos advertir que Aristóteles, como buen griego, cuando habla del Estado tiene presente principalmente la ciudad-estado. ¿Y cómo se llega a la aparición del Estado, según él? Se llega por la complejidad creciente del entramado social, el cual surge naturalmente por la condición social y política del hombre y para que éste pueda ver cubiertas sus necesidades y alcanzar sus fines, sobre todo el fin último de su propia perfectibilidad y felicidad. Recogiendo sus palabras: “En este tema, como en los demás, el mejor método de investigación es estudiar las cosas en el proceso de su desarrollo desde el comienzo. Así, pues, la primera unión de personas a que da origen la necesidad es la que se da entre aquellos seres que son incapaces de vivir el uno sin el otro, es decir, es la unión del varón y la hembra para la continuidad de la especie –y eso no por un propósito deliberado, sino porque en el hombre, igual que en los demás animales y las plantas, hay un instinto natural que desea dejar detrás de sí otro ser de la misma clase que uno mismo […]. Por consiguiente, la comunidad que brota naturalmente para atender las cosas cotidianas es la casa o familia […]. Por otra parte, la comunidad primaria constituida por varias familias para satisfacción de las necesidades meramente cotidianas es el pueblo […] o aldea […]. Finalmente, la comunidad compuesta de varios pueblos o aldeas es la ciudad-estado. Ésa ha conseguido al fin el límite de una autosuficiencia virtualmente completa, y así, habiendo comenzado a existir simplemente para proveer la vida, existe actualmente para atender a una vida buena [en cuanto al fin del hombre y la virtud]. De aquí que toda ciudad-estado existe por naturaleza en la misma medida en que existe naturalmente la primera de las comunidades; la ciudad-estado, en efecto, es el fin de las otras comunidades, y la naturaleza es un fin, ya que aquello que es cada cosa una vez ha completado su desarrollo decimos que es su naturaleza […]. Por otra parte, el motivo por el cual una cosa existe, su fin, es su bien principal […]. Según esto, pues, es evidente que la ciudad-estado es una cosa natural y que el hombre es por naturaleza un animal político o social.” Nos parece que no necesitan comentarios estas afirmaciones bien fundamentadas de Aristóteles, salvo quizá la ya indicada de que concebía propiamente el Estado como la ciudad-estado. Desde luego, se observa que entiende la sociedad humana como una realidad natural porque es natural al hombre el vivir en sociedad. Por otro lado, no está de más señalar que, a pesar de que entre los antiguos griegos, sobre todo en fase de decadencia, eran bastante habituales la homosexualidad y la pederastia homosexual (casi siempre es homosexual), y a diferencia de lo que hoy nos tratan de hacer creer muchos medios de comunicación, Aristóteles, con una mente bien sensata y equilibrada, no considera natural la unión de dos personas del mismo sexo, sino la del varón y la hembra, porque la propia tendencia natural a la continuación de la especie así lo exige. *** La civilización romana comprendió igualmente la sociabilidad del hombre como una realidad natural e inherente a él y tuvo al Estado (res publica) por formación socio-política más perfecta. La idea de la res publica es fundamental en Roma: implica que “la cosa pública” a todos compete y todos se ven por eso obligados hacia ella, tanto en el cumplimiento de sus respectivas funciones como en la presencia en las diversas vías de participación ciudadana (comitia, etc.) y en la prestación del largo servicio militar. El populus romanus, bien que con frecuencia manipulado demagógicamente, es el fundamento humano de la res publica, en la que las instituciones dotadas de potestas y auctoritas han de actuar para su bien. La res publica, ciertamente, surge como una entidad natural por la asociación natural de los hombres que componen el populus. Además, la civilización romana incide particularmente en la importancia de la vida ciudadana, dado que ella misma ha nacido de una ciudad, la Urbs por antonomasia. De ahí la concesión del derecho de ciudadanía, ya romana, ya latina. El hombre propiamente con derechos políticos es el cives, el ciudadano, un hombre dotado de virtudes, porque la vida en sociedad, la vida social, es la garante de su cualidad de tal. La vida social y política origina el desarrollo de la lex y del ius. El romano no concibe que la vida en comunidad pueda desenvolverse sin un adecuado ordenamiento conforme a la naturaleza del hombre y a su bien particular y común. Por otro lado, no debe olvidarse que en el seno de la sociedad funcionan y se expanden organizaciones de tipo asociativo o corporativo, como los collegia, que revelan que el conjunto social total no puede desarrollarse por una imposición absoluta del Estado, sino que éste ha de permitir la vida autónoma y orgánica de la sociedad y de sus miembros. Cicerón considera el papel esencial de la cualidad racional del hombre en el origen y el desenvolvimiento de la sociedad humana: “La misma naturaleza, por medio de la luz de la razón, concilia unos hombres con otros, así para el habla recíproca como para la vida sociable, y engendra un amor especial para con los hijos, obligándonos a desear que haya unión y sociedad entre los hombres, y a poder a ser participantes de la misma sociedad, y también a que por esto procuremos apercibirnos de lo necesario para el sustento y porte, no sólo de nosotros, sino también de nuestras mujeres, nuestros hijos y de todos aquellos a quienes amamos y debemos proteger […].” Frente a cualquier tipo de individualismo, afirma el carácter social del hombre y considera el amor filial a los padres y a la Patria como una realidad natural: “Mas por cuanto, según dijo muy bien Platón, no hemos nacido para nosotros únicamente, sino que una parte de nuestro nacimiento la debemos a nuestra Patria, otra a nuestros padres y otra a los amigos, y según asientan los estoicos, todo cuanto produce la tierra fue criado para el uso de los hombres, y los hombres para los hombres, de forma que puedan servirse de provecho a sí y a los demás: en esto debemos seguir por maestra a la naturaleza, promover la utilidad común con el mutuo comercio de las obligaciones, así en el dar como en el recibir, y estrechar esta sociedad unida por la naturaleza con toda nuestra industria, nuestro trabajo y nuestras facultades.” Cicerón afirma asimismo el origen y el carácter natural de la sociedad humana, desde el matrimonio y la familia hasta la sociedad universal, si bien en el libro en que aquí nos fijamos la va presentando de mayor a menor, para luego hacerlo del modo inverso: “El primero [de los principios fundamentales de la vida sociable] es aquel que forma con tan estrecho vínculo la sociedad universal del género humano, y consiste en la razón y el habla que […] concilia los hombres entre sí y los une en una sociedad natural”. “Son muchos los grados de la sociedad humana. Porque descendiendo de aquella infinita y universal, la más inmediata es la de una misma nación, la de una misma tierra, la de una misma lengua, por la cual se unen mucho unos hombres con otros. Pero todavía es más estrecha la de una misma ciudad, porque son muchas las cosas que tienen comunes los ciudadanos […]. Aún es más de adentro la de los parientes, que reduce a un estrecho punto la sociedad universal de todos los hombres. Porque como sea propio de todos los animales el deseo de multiplicarse, la primera sociedad está en el matrimonio; la segunda, en los hijos, de que se forma una casa y un todo común, y éste es el principio de las ciudades, y como seminario de la república; síguense después los hermanos, sus hijos y los hijos de éstos, que no cabiendo ya en una casa, se extienden y reparten en otras, a manera de colonias. Después los casamientos y entronques con otras familias, de que resultan otros muchos parientes, la cual propagación y descendencia es causa y origen de las repúblicas. El vínculo de la sangre es uno de los que más estrechan la unión y la benevolencia de unos hombres con otros, a lo cual contribuye mucho tener en su familia los mismos monumentos, la misma religión y las mismas sepulturas.” Muy bellas son algunas apreciaciones ciceronianas sobre lo que la naturaleza social del hombre exige a éste para el correcto y fraternal funcionamiento de la sociedad en sus distintos niveles. Así, al referirse a la sociedad humana universal, “que abraza todo el género humano”, dice que en ella “deben ser comunes todas aquellas cosas que crió la naturaleza para el uso común, de suerte que en orden a la separación de ellas, tengan las leyes civiles su vigor y su efecto en las posesiones particulares, y en los demás se observe puntualmente aquel adagio griego en que se dice: ‘Los bienes de los amigos son comunes’”. Por otro lado, como buen seguidor del estoicismo, resalta especialmente el valor humano de la amistad entre hombres virtuosos: “Mas entre todas las sociedades ninguna es más sólida y estimable que la que componen los hombres de bien, parecidos en costumbres, con la unión de la amistad. Porque la virtud […], cuando la vemos en otro, nos mueve y nos hace amar a aquel en quien nos parece que se halla. […] No hay cosa más amable y atractiva que la semejanza de costumbres de los buenos.” Comprende además Cicerón la importancia de que en la sociedad cada uno cumpla adecuadamente sus deberes: “También es grande la unión que resulta de los recíprocos oficios, que siendo muchos y correspondidos, unen a aquellos entre quienes pasan con una amistad muy firme y verdadera”. No obstante, como buen romano, no podía faltar en él una consideración tan hermosa como la siguiente: “Pero recorramos con los ojos del ánimo y de la razón todas las diferentes sociedades, y hallaremos que la más estrecha, la que con más amor nos une, es la que tenemos los hombres con la república. Muy amados son los padres, los hijos, los parientes y los amigos, pero todos estos amores los encierra y abraza en sí el amor de la Patria, por la cual, ¿qué hombre de bien dudará exponer su vida si con esto le puede ser de provecho? Tanto más abominable la crueldad de aquellos que la han tiranizado con todo género de maldades, y que se han ocupado, y aún ahora se ocupan, en arruinarla enteramente.” *** Aun donde no se ha desarrollado una reflexión filosófica y un pensamiento sobre el hombre, la sociedad y la política, resulta evidente que toda persona percibe el carácter natural de la vida social y de las relaciones entre los seres humanos, del matrimonio y la familia y de la comunidad a la que se pertenece. Al sentido común no le es dado concebir la sociedad como una mera agrupación contractual que puede ser organizada o disuelta según el particular parecer y conveniencia de sus individuos, de un modo convencional. Por el contrario, este sentido común, que percibe la realidad natural de la sociedad, se observa claramente en los pueblos germánicos y eslavos que contribuyeron con su aporte propio a la formación de la civilización europea. En ellos no se había desarrollado la reflexión filosófica cuando vivían en sus regiones de origen ni cuando fueron arribando a tierras mejores del Imperio Romano o de otras partes del continente europeo, pero todos sus miembros entendían que pertenecían a un pueblo al que se debían y por cuyo bien común habían de esforzarse y de sacrificarse. Algunas manifestaciones de ese espíritu gregario y de pertenencia a una estirpe son evidentes de manera especial: la venganza de la ofensa sufrida por un miembro del grupo o de la familia, la fidelidad y obediencia al jefe o rey del pueblo (incluso hasta el punto de abrazar una nueva fe religiosa siguiendo su ejemplo), el servicio casi constante de las armas conforme al carácter guerrero de estas gentes, la participación en las asambleas populares (no sin razón se ha visto en los thing del norte vikingo de Europa uno de los precedentes de los actuales parlamentos, si bien con bastantes matizaciones), etc. De todas formas, tal como sucedió con frecuencia en la España visigótica, tampoco se ha de perder de vista la existencia de facciones internas en el seno de las sociedades germánicas y eslavas, que daban lugar a revueltas políticas, intrigas palaciegas, refriegas sangrientas y guerras civiles que engendraban una acentuada inestabilidad; por lo general, tales fenómenos giraban en torno a dos estirpes o familias principales, con las cuales había unos lazos singulares de solidaridad por parte de otras familias dependientes. Por lo tanto, la familia nuclear y la familia amplia, la estirpe y el clan, el pueblo o gens, son realidades sociales del mundo germánico y eslavo, que sus miembros miran como agrupaciones naturales de vida, a las que pertenecen por nacimiento y de las cuales no se pueden desgajar por simple voluntad individual. Podemos afirmar, pues, que en la mente germánica y eslava, el hombre es igualmente un ser social por naturaleza y que la sociedad humana es una exigencia y una realidad natural para él. *** El cristianismo, una vez más, vino a completar toda esta visión helénica, romana, germánica y eslava, coincidiendo con la de cada una de estas civilizaciones y culturas en la concepción natural de la sociedad humana por el carácter naturalmente social del hombre. Heredando a su vez la visión hebrea, al acoger la revelación bíblica, el pensamiento cristiano no podía sino comprender al hombre como un ser social, tal como Dios mismo lo quiso en la Creación: “Luego díjose Yahveh Dios: ‘No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda semejante a él’”, y por eso creó a la mujer; al contemplarla, el hombre exclamó admirado: “¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!” Y de esta manera, la unión entre el hombre y la mujer surge como una realidad natural querida por Dios, hasta tal punto que “por eso abandonará el varón a su padre y a su madre y se unirá con su mujer, formando ambos una sola carne”. El matrimonio, pues, tal como queda de manifiesto en la Sagrada Escritura, es una sociedad natural, de la cual se deriva naturalmente toda otra sociedad humana, comenzando por la familia: “Creó, pues, Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó, macho y hembra los creó. Y los bendijo Dios y les dijo: ‘Procread y multiplicaos, y henchid la tierra y sojuzgadla, y dominad en los peces del mar, y en las aves del cielo, y en toda bestia que se mueve sobre la tierra.’” Los judíos entendieron la sociedad humana como algo natural y la propia sociedad judía como el pueblo elegido de Dios. La presentación de las primeras sociedades patriarcales hace evidente ambas realidades. Por ello, al pensamiento cristiano primitivo no le resultaba extraño, conforme a la cosmovisión bíblica, comprender igualmente al hombre como un ser naturalmente social y la sociedad humana como su consecuencia. Uno de los más egregios Padres de la Iglesia y de los más influyentes legisladores del monacato, San Basilio Magno, después de resaltar la dignidad del hombre, viene a considerar que uno de los principales fundamentos de la vida monástica cenobítica se halla en que el hombre es un ser sociable y manso, lo cual hace que nada sea más conforme a nuestra naturaleza que frecuentarnos mutuamente, buscarnos los unos a los otros y amar a nuestro semejante, porque Dios ha puesto en nosotros el germen de todo esto y nos lo ha ordenado, tal como se ve en el mandamiento nuevo de Cristo, el mandamiento del amor. Por eso incide en el valor y las ventajas de la vida común, concretamente para el monje, y desarrolla una visión orgánico-corporativa de la comunidad monástica a partir de esa naturaleza social del hombre y de la noción del Cuerpo Místico de Cristo. Santo Tomás de Aquino, sintetizando a la perfección la visión cristiana con la clásica, especialmente la aristotélica, recuerda que el hombre, como ser racional, dirige por la razón sus actos al fin que le conviene y afirma que “es natural al hombre el ser un animal social y político, que vive en comunidad, más que todos los otros animales. Esto es evidente si consideramos sus mismas necesidades naturales. Pues la naturaleza misma proveyó a otros animales de sustento, los cubrió con la piel, los dotó de defensas en los dientes, cuernos, uñas, o por lo menos en la velocidad de su fuga. Mas el hombre no fue provisto por la naturaleza de nada de esto, sino que en su lugar se le dio la razón. Por ella puede proporcionarse a sí mismo todo mediante la industria de sus manos, aunque para hacerlo no es suficiente un hombre solo. Un hombre solo no podría recorrer su camino. Por ello es natural al hombre vivir asociado con sus semejantes. […] Es, pues, necesario que el hombre viva en sociedad, y que uno se ayude al otro, y que cada uno se desarrolle en un campo de conocimientos, como uno en la medicina, otro en esto y otro en aquello, etc.” Además, en virtud de la palabra, “el hombre supera a todos [los animales] en comunicabilidad, aun a los animales que viven gregariamente”. Y lo mismo que es natural al hombre vivir en sociedad, lo es que tenga un guía dentro de la multitud: es decir, la autoridad política surge como una realidad igualmente natural. *** La Edad Media de la Europa cristiana conoció el desarrollo de las teorías trinitarias y orgánico-corporativas con relación al orden social. La sociedad se concebía habitualmente en esta época, y así lo reflejan tales ideas, como un organismo vivo, como un cuerpo, en relación con el concepto eclesiológico paulino del Cuerpo Místico de Cristo (de ahí la idea corporativa que informaría las cofradías, los gremios, los municipios, las universidades…). También se distinguía en ella un orden tripartito, como imagen de la Santísima Trinidad y de acuerdo con la complementariedad entre los tres grupos, órdenes o estamentos. La visión más típica del Alto Medievo es la división en monjes y clérigos (oratores), guerreros (bellatores) y campesinos o trabajadores (laboratores); pero no era la única, sobre todo desde el siglo XII, aunque generalmente se mantuvo el reparto en un orden tripartito. Algunos autores destacaron de un modo especial por sus consideraciones acerca del orden social, como Adalberón de Laón y Juan de Salisbury. Entre los estudiosos y teóricos sociales de la época contemporánea, muchos se fijaron desde el siglo XIX en aquellas ideas, sobre todo en las de tipo orgánico-corporativo, y en su plasmación real, para resaltar su validez supratemporal y la posibilidad e incluso la necesidad de volver la mirada hacia ellas con el fin de, adaptándolas adecuadamente a los nuevos tiempos, lograr la paz, la justicia y el orden sociales: tal es el caso, por ejemplo, de Karl von Vogelsang y el marqués de La Tour du Pin entre los católico-sociales, de Cole entre los social-gremialistas, o de otros como Otto von Gierke y Othmar Spann, aparte de un número muy elevado de varios más. Ahora bien, no fue únicamente en el campo teórico donde se desarrolló un concepto orgánico o corporativo de la sociedad, sino que ésta realmente funcionó de esa manera. Precisamente, si tal concepto se trató en el terreno de las ideas, fue porque los pensadores y estudiosos lo percibían y lo vivían en la realidad de cada día. La Plena Edad Media asistió al nacimiento, crecimiento y auge de numerosísimas entidades corporativas, de verdaderos cuerpos sociales a través de los cuales el hombre individual ocupaba una función y se integraba en el conjunto total de la sociedad y del orden político y económico. Dentro del marco general de un renacimiento urbano y comercial, nos encontramos en el siglo XII con la aparición de una serie de asociaciones corporativas de carácter laboral y religioso, pero es en el XIII cuando se multiplican. Según los casos y las regiones, se las conoce como “guildas”, “gremios” y “cofradías” profesionales, aparte de otros nombres. Agrupaban a los artesanos y mercaderes por oficios y estuvieron imbuidas de espíritu cristiano. Se basaban en una necesidad de colaboración y de comunidad y en un sentido muy agudo de la solidaridad y de la fraternidad cristianas. Reunían a patronos y obreros de un mismo oficio y tenían por fin asegurar la calidad y la honestidad del trabajo: vigilancia sobre la fabricación, los precios y las ventas, suprimiendo la competencia y luchando fuertemente contra el fraude. Así se convirtieron en las verdaderas protagonistas de la vida económica de las ciudades y en un auténtico poder social que había de ser tenido en cuenta por la autoridad política, la cual en ocasiones fue inicialmente remisa, pero al final hubo de reconocerlas e incluso apoyarse en ellas. Las cofradías, a diferencia de las guildas y los gremios, podían tener un componente profesional y religioso o únicamente religioso, aunque era frecuente la unión de ambos. Las corporaciones de carácter religioso y las que unían lo piadoso con lo laboral jugaron un papel considerable en la Plena y la Baja Edad Media europeas. En el siglo XV alcanzaron su consolidación y en muchas partes, entre ellas España, la agremiación se hizo del todo obligatoria para los trabajadores de los distintos sectores profesionales. En gran medida favoreció la cristianización del mundo artesanal y comercial, y de hecho estas asociaciones nacían siempre con un espíritu religioso y en no pocas ocasiones eran creadas incluso por Órdenes mendicantes. Asimismo, las cofradías de carácter piadoso se expandieron por el mundo rural, y las marineras y de pescadores encuadraron a los trabajadores del mar con finalidades religiosas, económico-laborales y de previsión social. De entre las entidades corporativas que en esta época fueron definiendo la vida socio-económica, no ha de olvidarse a otras que configuraron el campo de la cultura: los nacientes estudios generales y universidades. Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y León, ofrece esta definición: “Estudio es ayuntamiento de maestros et de escolares, que es fecho en algúnt logar con voluntad et con entendimiento de aprender los saberes”; señala que puede tratarse de un “estudio general”, el cual debe ser establecido por mandato pontificio, imperial o real, o bien un “estudio particular”, que puede ser erigido por un obispo o un concejo (municipio). Conviene incidir en el hecho de que la orden de aprobación para la erección del estudio, ya general, ya particular, que es otorgada por la autoridad, lo que hace es reconocer la iniciativa de maestros y escolares y darle legalidad. Es decir, que la autoridad política o eclesiástica deja su libre funcionamiento a la iniciativa que parte de la sociedad. Al lado de la vida propia de los gremios y cofradías y de las universidades y estudios, se desarrolló la de los municipios, comunas, etc. Es decir, si en el ámbito profesional y del saber surgieron y crecieron esas asociaciones de forma natural, la realidad de la vida local autónoma se hizo evidente por igual. Más aún, en muchos casos los gremios y cofradías configuraron esta vida local y asumieron el papel director o, al menos, un puesto de alto relieve en ella. Además, el poder político supremo, la monarquía, hubo de tener en cuenta la fuerza cada vez mayor de los municipios y por eso no fue raro que incluso se apoyase en ellos para hacer frente a los poderes señoriales de tinte feudal a los que trataba de someter a su verdadera soberanía. Incluso a un nivel superior al local, se observa con frecuencia la formación de juntas, hermandades, etc., que agrupaban a los municipios y los vecinos de una comarca, una provincia o una región y que estaban dotadas asimismo de una auténtica vida propia, como lo reflejan sus reuniones, las decisiones que adoptaban sobre usos de montes y bienes comunes, la creación de unidades de orden público para la lucha contra el bandidaje, etc. El hombre, tal como es posible observar en el ascendente modelo plenomedieval, se ve integrado en el lugar y en el territorio donde nace y/o donde reside y en la profesión que desempeña, y por medio de las asociaciones que revelan la vida de estos ámbitos sociales, se halla integrado a su vez en el conjunto total de la sociedad. De esta manera, la sociedad funciona como un verdadero organismo vivo, como un cuerpo compuesto de miembros (los cuerpos intermedios), los cuales por su parte están conformados por personas y familias. Las agrupaciones sociales naturales (profesionales, universitarias, municipales, comarcales, regionales…) se fueron integrando en el naciente Estado monárquico de la Plena Edad Media y aportaron una vertebración social al mismo. Lejos de una presión estatalista sobre el individuo y sobre la sociedad, el nuevo Estado reconoció la realidad social existente y se apoyó en ella para limitar las tentativas de los poderes señoriales. Los monarcas aprobaron o concedieron unas normas propias de derecho a las organizaciones sociales, conscientes de que estaban dotadas de una vida propia y de que, de la unión de todas ellas y del cumplimiento de sus respectivas funciones, dependía la vida de todo el conjunto social. Ciertamente, esto suponía el reconocimiento de lo que siglos más tarde la Doctrina Social de la Iglesia definiría como “principio de subsidiariedad”. Los “fueros”, las “cartas de privilegio” y otros documentos jurídicos en favor de las agrupaciones naturales de la vida social, son en gran medida una manifestación de la armonía existente entre autoridad y subsidiariedad. Las Cortes, los Estados Generales, los Parlamentos y Dietas y otras asambleas similares, que en esta época fueron apareciendo y desarrollándose, reflejaron cada vez más la realidad social a través de los “brazos” y miembros que las componían. De este modo, pues, entre la persona y el Estado, con el reconocimiento de la dignidad de aquélla y de la soberanía de quien está a la cabeza de éste, emergen unos cuerpos intermedios que nacen por razones naturales derivadas del carácter social del hombre y que se constituyen para el logro de los fines comunes de un grupo social y para la defensa de sus intereses. No se niega el valor y el objeto del naciente Estado, pero se es consciente de que no goza de un poder absoluto sobre la vida social y sobre las personas. El hombre, ante el Estado, queda protegido y representado por la agrupación social que le acoge en su seno. •- •-• -••• •••-• Santiago Cantera Montenegro, O.S.B. Segunda Parte TERTULIANO, Apologeticum, XXXIX, 7; manejamos la ed. de TERTULIANO, El Apologético, intr., trad. y notas de Julio Andión Marán, Madrid, Ciudad Nueva, 1997, p. 149. TERTULIANO, Apologeticum, L, 13; en ed. cit., p. 186. EVAGRIO PÓNTICO, Sobre la oración, nº 124; en Obras espirituales, ed. de José I. González Villanueva (O.S.B.) y Juan Pablo Rubio Sadia (O.S.B.), Madrid, Ciudad Nueva, 1995, p. 266. MARMION, Columba (O.S.B.), Jesucristo, ideal del monje. Conferencias espirituales sobre la vida monástica y religiosa, Barcelona, Editorial Litúrgica, 1956 (3ª ed.), p. 116; parte II, cap. 5-1. UN MOINE BÉNÉDICTIN (Dom Gérard Calvet), La vocation monastique, Le Barroux, Sainte-Madeleine, 1990, pp. 39-42; la cita textual entrecomillada, en p. 42. SAN BENITO, Regula monachorum, (en adelante, RB) Pról., 50. SAN AGUSTÍN, De vita beata, II, 11; en Obras de San Agustín, t. I (bajo la dirección del P. Félix García, O.S.A.), Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos (B.A.C.), 1946, pp. 638/639. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, XXII, 30, 5; en Obras de San Agustín, t. XVI y XVII (introducción y notas del P. Victorino Capánaga, O.R.S.A.), Madrid, B.A.C., 1977-78 (3 edición), concretamente t. XVII, pp. 957-958. En latín, estas conocidas y preciosas sentencias rezan así: Ibi vacabimus, et videbimus; videbimus, et amabimus; amabimus, et laudabimus. Ecce quod erit fine sine fine. SAN GREGORIO MAGNO, Homilia I In Evangelia, 3; en Obras de San Gregorio Magno, ed. de Paulino Gallardo y Melquiades Andrés, Madrid, B.A.C., 1958, p. 539. SAN GREGORIO MAGNO, Homilia IV in Evangelia, 4; en Obras de San Gregorio Magno, ed. cit., pp. 548-549. SAN ANSELMO, Proslogion, I; en Obras Completas de San Anselmo, t. I (ed. de Julián Alameda, O.S.B.), Madrid, B.A.C., 1952, pp. 364-365. La cita latina: Quaeram Te desiderando, desiderem quaerendo, inveniam amando, amem inveniendo. “El tratado De civitate Dei y la interpretación agustiniana de la Historia”, en Arbil. Anotaciones de Pensamiento y Crítica (Revista virtual, por Internet), nº 76 (diciembre 2004), artículo elaborado en colaboración con Alejandro RODRÍGUEZ DE LA PEÑA. SAN AGUSTÍN, De civitate Dei, libro XIV, cap. 28; en ed. cit., t. XVII, p. 137. RB, respectivamente IV, 21 y LXXII, 11. RB LIII, 1 y también 7 y 15. Citado textualmente por Sócrates en el diálogo de PLATÓN, Teeteto o de la Ciencia, 151 e - 152 a; en PLATÓN, Obras Completas, Madrid, Aguilar, 1972, p. 898. La frase también ha sido transmitida por otros pasajes griegos, incluso del mismo Platón, y en un fragmento conservado de una obra del propio Protágoras. SÓFOCLES, Ayax. Antigona. Edipo rey, ed. de Carlos Miralles Sola, con prólogo de José María Pemán e introducción de José Alsina Clota, Estella, Salvat - Alianza, 1969, pp. 87-88. Nótese cómo refleja la dedicación marítima y el dominio de la navegación por los antiguos griegos. ARISTÓTELES, Política, libro I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. de Francisco de P. Samaranch, Madrid, Aguilar, 1964, p. 1415. PLATÓN, Fedón o Del alma, 64; en PLATÓN, Obras Completas, ed. cit., p. 615. ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1413-1414. ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 2; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., p. 1416. CICERÓN, Marco Tulio, Los oficios, lib. I, cap. 4; manejamos la ed. de CICERÓN, Los oficios, Madrid, Espasa-Calpe (col. Austral), 1959 (3ª ed.), pp. 29-30. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 4; ed. cit., pp. 30-31. SÉNECA, Lucio Anneo, De la vida bienaventurada, las dos citas son, respectivamente, de los caps. 4 y 5; manejamos la ed. de SÉNECA, Tratados morales, México, Espasa-Calpe Mexicana, 1961 (4ª ed.), pp. 26 y 27. SAN GREGORIO MAGNO, Homilia VIII in Evangelia, 2; en Obras de San Gregorio Magno, ed. cit., p. 565. SAN ANSELMO, Epistola de Incarnatione Verbi, I y IX; en Obras Completas de San Anselmo, t. I, pp. 694/695-696/697 y 722/723. La cita latina: omnis enim individuus homo est persona, y también omnis homo individuus esse persona cognoscitur. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 3, a. 4, ad 1. Manejamos la ed. bilingüe latín-español de la Biblioteca de Autores Cristianos: SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, texto latino de la ed. crítica Leonina, trad. y anotaciones por una comisión de PP. Dominicos presidida por Fr. Francisco Barbado Viejo (O.P.), obispo de Salamanca, con intr. general de Fr. Santiago Ramírez (O.P.), 16 vols., Madrid, B.A.C., 1947-60. La definición expresada aparece aquí traducida de la siguiente manera: “algo a lo cual nada se añade”, aliquid cui non fit additio, y se explica que tal es “el ser sin adición”, esse sine additio, ya sea el ser divino, ya el ser en general; en la ed. cit., t. I (“Tratado de Dios Uno en esencia”, Madrid, 1947), pp. 184/185-186/187. Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 1; en la ed. cit., t. II (“Tratado de la Santísima Trinidad” y “Tratado de la Creación en general”, Madrid, 1953), p. 96. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 29, a. 3 in c, e ibíd. ad 2; persona significat id quod est perfectissimum in tota natura, scilicet subsistens in rationali natura. En la ed. cit., t. II, pp. 104-106. SANTO TOMÁS DE AQUINO, In quattuor libros Sententiarum, III Sent., d. 5, q. 3, a. 2; cf. FORMENT, Eudaldo, Lecciones de Metafísica, Madrid, Rialp, 1992, p. 340. SCIACCA, Michele Federico, Perspectiva de la metafísica de Santo Tomás, Madrid, Speiro, 1976, p. 143. SCIACCA, M. F., Perspectiva…, p. 144. FORMENT, Eudaldo, Introducción a la Metafísica, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1984 (2ª ed.), p. 174. RODRÍGUEZ, Victorino, O.P., Estudios de antropología teológica, Madrid, Speiro, 1991, p. 30. RODRÍGUEZ, V., Estudios…, pp. 30-31. FORMENT, E., Lecciones…, p. 345. El profesor Forment ha profundizado en el tema de la persona en varios estudios, incluso monográficos, pero pensamos que es especialmente recomendable su lección X (“Metafísica y persona”) de las Lecciones de Metafísica ya citadas. En cuanto al P. Victorino Rodríguez, no podemos menos de aconsejar el capítulo I (“Estructura metafísica de la persona humana”) de los también mencionados Estudios de antropología teológica. Enunciado, por ejemplo, en SAN AGUSTÍN, Sermo XLIII, especialmente 4 y 7; en Obras de San Agustín, t. VII (“Sermones”, trad. y pról. de Fr. Amador del Fueyo, O.S.A.), Madrid, B.A.C., 1950, pp. 736/737 y 740/741. La cita, en SAN ANSELMO, Cur Deus homo, I, 2; en Obras Completas de San Anselmo, pp. 748/749. SAN ANSELMO, Proslogion, Proemio; en Obras Completas de San Anselmo, pp. 360/361. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 8; en la ed. cit., t. I, pp. 92/93. Por ejemplo, el Doctor Angélico afirma que “lo natural del entendimiento es llegar a lo inteligible por medio de lo sensible, ya que todos nuestros conocimientos empiezan en los sentidos” ( est autem naturale homini ut per sensibilia ad intelligibilia veniat: quia omnis nostra cognitio a sensu initium habet); SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 1, a. 9 in c; en la ed. cit., t. I, pp. 94/95. JAKI, Stanley L. (O.S.B.), Ciencia, Fe, Cultura, Madrid, Palabra, 1990, pp. 128-129. JAKI, S. L., Ciencia…, p. 131. JAKI, S. L., Ciencia…, p. 113. PLATÓN, La República, o De la Justicia (o El Estado), lib. II, cap. XI, 369 b-c; en PLATÓN, Obras Completas, ed. cit., pp 690-691. ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1414-1415. ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., p. 1413. ARISTÓTELES, Política, lib. I, cap. 1; en ARISTÓTELES, Obras, ed. cit., pp. 1413-1414. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 4; ed. cit., p. 30. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 7; ed. cit., p. 34. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 16; ed. cit., p. 44. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., pp. 45-46. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 16; ed. cit., p. 45. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., p. 46. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., pp. 46-47. CICERÓN, Los oficios, lib. I, cap. 17; ed. cit., p. 47. SAN BASILIO MAGNO, Grandes Reglas, 3; en SAINT BASILE, Les Règles monastiques, ed. de Léon Lèbe (O.S.B.) y Olivier Rousseau (O.S.B.), Maredosus, Éditions de Maredsous, 1969, pp. 55-56. SAN BASILIO MAGNO, Grandes Reglas, por ejemplo 7; en SAINT BASILE, Les Règles…, pp. 64-68. SANTO TOMÁS DE AQUINO, De regimine principum, lib. I, cap. 1, 2-6; manejamos dos ediciones en español: la de TOMÁS DE AQUINO, Tratado de la Ley, Tratado de la Justicia, Opúsculo sobre el gobierno de los príncipes, trad. e intr. de Carlos Ignacio González (S.J.), México, Porrúa, 1985, pp. 257-258; y SANTO TOMÁS DE AQUINO, El régimen político, intr., versión y comentarios de Victorino Rodríguez (O.P.), Madrid, Fuerza Nueva, 1978, pp. 24-26. Ésta ed. del P. Rodríguez cuenta con sus interesantes glosas y recoge sin embargo una versión más breve, que es en realidad la auténtica del Doctor Angélico, pues no llegó a terminar la obra; la versión completa, recogida en la ed. del jesuita P. González, fue ya elaborada por Tolomeo de Luca, siendo de inferior valor. ALFONSO X, Las siete Partidas, Partida II, Título XXXI, Ley I; cf. MITRE FERNÁNDEZ, Emilio, Textos y documentos de época medieval (análisis y comentario), Barcelona, Ariel, 1992, p. 130. |
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