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El alma de Europa
No
desconocemos el origen del actual proyecto, hoy en fase de
realización, de "construcción europea", por tanto no
se nos ocultan sus peligros.
Pero sabemos también, conforme a una visión providencialista de
la Historia, que las calzadas que ordenaron construir los
emperadores romanos no estaban previstas para facilitar la
propagación del Evangelio, sino para que avanzaran las legiones
y transitaran por ellas las mercancías, y sin embargo, aquellas
calzadas sirvieron para que, por medio del Cristianismo, surgiese
la cultura europea
Por ello tenemos conciencia del deber, y
sentido del momento histórico español y europeo, y esperanza de
que ante el fracaso de las diversas alternativas ya ensayadas,
los españoles se resuelvan con aquel coraje que ha sido señal
identificadora de nuestra estirpe, a obrar conforme a sus ideas y
a sus sentimientos, y no al dictado de las máquinas
propagandísticas que quieren extender una idea equivocada de lo
que debe de ser Europa.
Por ello tenemos la responsabilidad de poner cuanto le sea
posible al servicio de una Europa reencontrada consigo misma en
la que España no pierda, sino que afirme, su diferenciada
personalidad como nación.
Hoy puede hablarse de Europa como problema, y de un problema tan
grave y, a la vez, tan agudo, que no faltan quienes pronostican
el fin del ciclo europeo en la Historia universal. Hay un
enjambre de escritores pesimistas, forjadores de lo que se llama
"poesía del ocaso", para los cuales Europa se halla en
su crepúsculo o, más aún, en la noche oscura del estertor. Se
trata de la "decadencia de Occidente", asegura
Spengler, del "suicidio de Europa" de que habla el
príncipe Sturdza. "Europa es un navío que hace agua por
todos sitios", aseguró Sartre. Europa, según Mauriac,
está perdida, entre la demencia senil, a que alude Luca de Tena,
y la puerilidad a que se refiere Ortega y Gasset.
Pero si esta situación es al menos aparentemente y parcialmente,
cierta, es la causa de esta dolorosa realidad la que nos urge
conocer. ¿Esa dolorosa realidad es el resultado de una amenaza
exterior, o responde a un mal interno que ha gangrenado la
esencia y la existencia de Europa como cultura?
La respuesta es comprometida y apasionante al mismo tiempo, y
debería llevarnos al análisis profundo, a través de la
historia y en el tiempo presente, de esa cultura, solera común,
en solares distintos, de todas las naciones del continente.
Ello no es posible hacerlo aquí. Pero lo que si es posible,
dentro de la concepción personalista, en un estudio de Europa
como problema, a través del hombre, eje de la cultura europea.
¿Quién ha sido ese hombre? ¿Cómo es hoy ese hombre? ¿Cómo
ha de ser el hombre, integrado en la minoría rectora, que dirija
el proyecto de reconstrucción de Europa?
Para mí, en última instancia, el problema de Europa se reduce
al problema del hombre europeo, del "deus ex maquina"
de la cultura de Occidente. Si hoy se habla de la ruptura del
Continente, y si hay ruptura del contenido, no puede
escandalizarlos llegar a la conclusión de que se ha roto la
intimidad, el sano equilibrio interior del hombre que ha sido
artífice de esa cultura.
Se pensará que se va a hacer un planteamiento teológico del
problema de Europa si ab initio me enfrento con el hombre
europeo. Pues así es, porque el hombre europeo, al lado del
hombre de las otras culturas, es el hombre que, gracias a la
Revelación, pudo adquirir una conciencia clara de si mismo
(autovisión) y de la Naturaleza circundante (cosmovisión).
El hombre europeo, como todo hombre, tuvo que enfrentarse con su
entorno, con su "hábitat", y sentirse lógicamente
sorprendido y perplejo. ¿No sería más que una pieza
biológica, más perfecta que las demás, pero sujeta al
determinismo de la Naturaleza?
Cuando el hombre se inserta de un modo total en la Naturaleza no
halla más que dos soluciones al problema radical del tiempo y,
por tanto, de la muerte: o estima, con el panteísmo, que con
ella pierde su identidad en el futuro, por absorción cósmica, o
entiende, con el reencarnacionismo que esa identidad no se
pierde, sino que retorna, de igual modo que retornan el día y la
noche, el invierno y el estío. En los dos supuestos la cultura
se hace fixista, la religión conduce al quietismo del
"nirvana" y la sociedad se petrifica. Las grandes
culturas orientales, especialmente la hindú, al igual que la
faraónica, la azteca y la incaica, así lo prueban hasta la
saciedad.
Por el contrario, cuando el hombre tiene una respuesta clara a su
pregunta ¿quién soy?, y cuando por ella sabe que es una parte
de la naturaleza, una criatura, pero una criatura aparte y
distinta de las demás; que en él lo "natural" es la
sobrenaturaleza, que la creación es, efectivamente, su entorno,
pero también aquello que está llamado a dominar y no aquello
que ha de dominarle y absorberle, escapa con su libertad a la
tiranía de la naturaleza y a su tiempo cósmico.
Hemos llegado a la clave definitoria del hombre europeo y de la
cultura por él creada. El hombre europeo, que es el hombre de la
Revelación, no se inscribe en el tiempo cósmico, que es un
tiempo cíclico, un continuo y, podríamos decir eterno, volver a
empezar, que da vueltas como las manecillas del reloj y que se
puede representar de un modo gráfico por medio de una
circunferencia. El hombre de la Revelación vive en un tiempo
distinto, en el tiempo propiamente humano, que es el tiempo
psicológico, en el que no hay una vuelta a empezar, en el que no
es posible, como dijera Cristo a Nicodemo, el regreso al vientre
de la madre. El hombre de la Revelación no se ve envuelto y
cegado por el presente: tiene un pasado irrepetible, en el que
con sus actos libres ha ido en su persona labrando su
personalidad, y tiene un futuro, que ignora, que le inquieta y
que le invita, como una llamada, a la búsqueda y a la acción.
De aquí que el tiempo del hombre de la Revelación no pueda
representarse por una circunferencia, ni tenga su expresión de
medida en relojes, sino que se dibuja como una línea, como una
marcha incesante en busca de una meta trascendente.
La cultura del hombre de la Revelación, del hombre europeo, que
tiene conciencia de futuro en el tiempo y de inmortalidad, cuando
el tiempo concluya, tenía que ser una cultura creadora,
dinámica, descubridora, conquistadora, exportadora de sus
propios valores. La cultura del hombre de la Revelación, del
hombre europeo, fue capaz de conducir al cielo y de dominar la
tierra, de adentrarse en el misterio del alma con Santa Teresa y
San Juan de la Cruz y de dar la vuelta al mundo con Magallanes y
Sebastián Elcano.
El hombre europeo comienza a difuminarse tan pronto como se deja
seducir por dos tentaciones que afectan a su personalidad: La
atracción de la Naturaleza y la atracción luciferina. El hombre
europeo hombre cristiano, imago Dei, se hace, en el primer
supuesto, imago naturae, cayendo en el paganismo. El hombre
europeo, el hombre cristiano, imago Dei, se hace en el segundo
supuesto, imago diaboli, cayendo en el satanismo. En el primer
caso se recicla en el tiempo cósmico y pierde el sentido de lo
sobrenatural. En el segundo, no queriendo ser imagen de Dios,
sino Dios mismo, se asocia al enemigo de Dios y con él se hace
enemigo de los demás hombres.
La crisis de Europa, o dicho con mayor veracidad, la crisis de la
Cristiandad europea, como fórmula política del cristianismo,
comenzó a producirse cuando el hombre europeo cayó en una de
ambas tentaciones. La cultura que crearía después, cautivo de
ellas, tenía que ser una cultura separada de la Revelación.
Desde ese momento en la esencia de Europa se había inoculado el
mal. Desde ese momento perdida su unidad moral, Europa aparece
invertebrada, como escribe José Miguel Azaola. Desde ese
momento, la unidad quedó disgregada (Pío XII, 11-11-1948). Si
ninguna civilización, se dice, ha sobrevivido a la muerte de su
religión básica, se puede comprender tanto la frase de
Dostoiewski, "el Occidente ha perdido a Cristo, por eso el
Occidente muere", como la de Jesús Fueyo, "la
decadencia de la metafísica es la metafísica de la decadencia
de Occidente".
El problema, pues, de la reconstrucción de Europa pasa
forzosamente por la restauración del hombre europeo como hombre
de la Revelación. Sin este tipo de hombres, la llamada de Juan
Pablo II en Santiago de Compostela: "Europa sé tú misma,
vuelve a tus raíces", será inútil. Y la verdad es que en
la Europa descristianizada de hoy los paganos oficiales o de
hecho son millones, y los que rinden culto a Satanás o le sirven
son decenas de millares. Unos y otros, fruto de las ideas
bárbaras, como diría Donoso Cortés, constituyen la barbarie
omnímoda, de Ortega. Se trata de los últimos bárbaros, sin la
metafísica ni la ética del hombre de la Revelación, pero con
la ciencia y la técnica a que dio origen su cultura. Estos
últimos bárbaros que nos invaden niegan el pensamiento
reflexivo y sólo utilizan el pensamiento calculador, contemplan
al hombre como productor o consumidor, pero nunca como ser moral
y trascendente, hablan de la cultura de medios y jamás de la
cultura de fines y obligan a Europa a un repliegue materialista
aniquilador de su unidad, que no se impone con la exigencia de un
Mercado común, sino que brota del espíritu, dador de vida, es
decir, del cristianismo "alma mater Europae", sin la
cual Europa se reduce a geografía y material biológico.
Estos últimos bárbaros son infinitamente más peligrosos que
los primitivos. Los bárbaros de la prehistoria combatían y
exponían, al atacar o al defenderse con sus hachas de sílex.
Los bárbaros de nuestro tiempo no exponen nada de sí mismos,
cuando disponen de lo ajeno. Su delenda cultura animi no conoce
fronteras, y lo mismo destrozan el átomo, queriendo o sin
querer, y nos ofrecen el espanto de Hiroshima o de Chernobil, o
fabrican hombres, combinando los gametos fecundantes en la
probeta de un laboratorio de ingeniería genética .
Los últimos bárbaros enarbolan en su estandarte un cuádruple
No: al decálogo, a la conciencia, a la historia y a la nobleza
del espíritu. De aquí que frente al santo, al héroe, al
caballero y a la dama, se exalten al bellaco, insumiso, al
homosexual o a la prostituta.
Si en la restauración del hombre europeo como hombre de la
Revelación está la clave de la reconstrucción de Europa, y si
se aspira a que tal restauración se produzca, está claro que
nuestro objetivo esencial ha de ser la puesta en línea de
combate con quienes todavía luchan en los distintos solares que
son nuestras patrias, por la solera común, que es la cultura
europea.
Por ello no debemos renunciar a la revisión de cuanto lesiona
gravemente a la economía nacional como resultado de un ingreso
sin cautelas en el Mercado común, ni a un espacio social europeo
que favorezca a nuestros trabajadores; ni a la unificación
legislativa, sobre todo en materia penal para que el terrorismo y
el narcotráfico se erradiquen; ni a la defensa militar
colectiva. Pero reiteramos que nuestra preocupación máxima
tiene como objetivo el hombre y, por tanto, la de crear un
ordenamiento jurídico a nivel del continente, que corrija las
grandes desviaciones culturales que han producido la gran crisis.
Y por tanto, que la vida se considere sagrada desde la
concepción, que el matrimonio sea indisoluble, que se proteja a
la familia, que la educación sea un derecho de los padres, que
la libertad se ordene al bien común, que la propiedad privada
sea garantía de libertad y no instrumento de explotación, que
la ley sea ordenada por la razón y no por la voluntad de la
mayoría, que el Estado sirva a la nación y conserve su
identidad histórica, y no la destruya.
Creemos que España puede hacer mucho para que el proceso de
reconstrucción de Europa no se esterilice o se frustre, por no
hacerlo descansar en su cimiento. Es posible, para hacer una
remisión al mito, que el toro ibérico al raptar a Europa la
trajese a España y que sea en España donde haya vivido Europa
sin contaminarse, como lo demostró históricamente con su
cortejo de héroes y de mártires, por la fe, por la Patria, por
la cultura de Occidente.
Ha escrito Wilhensen que "el destino de Occidente se
decidirá en España, y que España tendrá que volver a jugar su
papel histórico dentro de Occidente, (de tal modo) que si
España no lo hiciera dejaría de existir y con ella el Occidente
europeo e hispanoamericano, (y ello porque la restauración de
Europa no ha de hacerse) con más comodidades, (aunque) este
bienestar (sea) bueno y deseable. (lo que ocurre es que con el
mismo) no baste (pues) lo que hace falta es el espíritu de la
verdad, la recristianización de nuestra cultura".
Para ello España tiene que estar en Europa, hacerse presente en
ella, no para mendigar, sino para ofrecer generosamente, y
ofrecer, como decía Camoens, un alma a una Europa que la tiene
partida.
A tal fin, hace falta que los españoles, simultáneamente, nos
pongamos a la tarea de hacer a España digna de sí. Una nación
desarmada moral y políticamente nunca podrá acometer la tarea
que vocacionalmente le corresponde. Más aún, se difuminará al
contacto con una realidad contaminada y contagiante.
P. López *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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