|
Gibraltar.
Breve historia militar y diplomática de la Roca
Gibraltar español: reconquista y
perdida. Batalla militar para su rescate
La vieja Julia Calpe, después de su conquista por los árabes,
en el año 711, al producirse la invasión de la Península, se
transformó en Gebel-al-Tarik por un castillo que éste (el
caudillo árabe Tarik) construyó en el lugar. De Gebel-al-Tarik
deriva el nombre cristiano de Gibraltar, y Gibraltar permaneció
en manos enemigas durante 751 años. La liberación de 1333 por
Alonso de Guzmán no fue duradera. Perdida nuevamente la roca, se
recupera en 1462 por Alonso de Arcos, al servicio del Duque de
Medina Sidonia, bajo cuyo señorío queda la plaza, hasta que en
1502 es incorporado a la corona.
Gibraltar se convierte en fortaleza y santuario. Barbarroja la
saquea en 1540, a pesar de las obras defensivas realizadas por
mandato de Carlos, el emperador. En 1607, el almirante holandés
Jacob Heemskerk fuerza la entrada en el puerto y destruye nuestra
flota.
En el extremo sur, y sobre una vieja mezquita, se alzaba -no
lejos del lugar que hoy ocupa el fue construido por los ingleses-
el santuario de Nuestra Señora de Europa, bella y dulce
advocación del más profundo significado. No había fragata,
galera o navío -se nos dice- que al pasar el Estrecho no
disparase salvas en honor de la Señora.
Ardía allí, en el Santuario de Punta Europa, la lámpara de
plata que regalaron los almirantes españoles, y los candelabros
que el Conde de Santa Gadea y don Pedro de Toledo habían
ofrecido en representación de nuestros Ejércitos; las lámparas
de los capitanes italianos Andrea Doria y Fabrizio Colonna,
llevadas al lugar como agradecimiento de victorias difíciles,
pero logradas.
Todo aquello quedó destrozado. Los historiadores narran que el
Santuario fue objeto de una refinada destrucción; la imagen de
la Virgen, brutalmente profanada y el Niño degollado.
Ello ocurría a principios de agosto de 1704. El antiguo deseo de
Cronwell, el Lord protector de Inglaterra, formulado en 1656,
apoderarse de Gibraltar y hacer a España, desde la Roca, una
guerra de corsarios, se iba a convertir para nosotros, ahora, en
desventurada realidad.
La ocasión propicia era, nada menos, que la Guerra de Sucesión
al trono de España, que provocó la muerte sin descendencia de
Carlos II, el Hechizado. A Inglaterra, sin embargo, en el fondo,
no le interesaba la sucesión en sí, lo que le interesaba era
parar en seco la hegemonía creciente de Francia, que iba a
incrementarse si la corona de España era ceñida por uno de los
Borbones. Si Inglaterra se opone a Felipe V y presta su ayuda
militar al pretendiente austríaco, es sólo y en tanto que
aspire a mantener el equilibrio europeo, y a ir afianzando su
propia voluntad de dominio, que tiene ya proyectos imperiales
para un próximo futuro.
Carlos III, el pretendiente austríaco, carecía de flota, y la
flota inglesa se puso a su servicio, ayudada, claro es, por
barcos holandeses. Gibraltar fue un acontecimiento que no estaba
del todo previsto. Gibraltar fue la consecuencia de un fracaso
repetido en Barcelona y en Cádiz. No podía la Armada regresar
con esa sensación de estúpida ineficacia, y fue entonces cuando
se decidió la toma de Gibraltar.
La escuadra se hallaba a las órdenes del almirante inglés
George Rooke, y el ejército todo al del generalísimo
austríaco, el Landgrave Jorge, Príncipe de Hesse Darmstadt. El
mando español correspondía a don Francisco de Castillo,
marqués de Villadarias, el soldado victorioso de Cádiz, y la
fortaleza estaba servida por 80 soldados, algunos cientos de
milicianos, con escasa o ninguna instrucción militar, y 120
cañones, bastantes de ellos, por desgracia, inservibles, a las
ordenes del sargento mayor don Diego de Salinas.
La fuerza enemiga instó a la rendición, hacienda llegar a los
defensores la carta del Archiduque de Austria, Carlos III de
España, fechada en Lisboa el 5 de mayo de 1704. En esa carta se
promete a cuantos quieran quedarse en la ciudad los mismos
privilegios que tenían en tiempo de Carlos II, permaneciendo
intactos la religión y los tribunales. La guarnición de
Gibraltar contestó que seguía a Felipe V. Reiterada y
desobedecida de nuevo la orden de rendición de la plaza, a las
cinco de la mañana del 3 de agosto comenzó el bombardeo naval.
Duró cinco horas, y 900 cañones hicieron 3.600 disparos. las
mujeres y los niños se refugiaron en el Santuario de Nuestra
Señora de Europa. El día 4 se negoció la capitulación, y la
plaza fue ocupada en nombre de Carlos III, Rey de España (el
archiduque Carlos).
Después vino lo peor. Rooke tomó la bandera inglesa, arrancó
de cuajo la que antes había izado el Landgrave y colocó la
suya, haciéndola tremolar tres veces y tomando posesión de la
ciudad en nombre de Ana, Reina de Inglaterra. Luego comenzó la
destrucción del santuario por los anglicanos, enemigos del
catolicismo, la violación de las mujeres y el éxodo de los
nuestros, que en masa se trasladaron a la ermita de San Roque,
fundando en su contorno una ciudad en la que reside la muy noble
y más leal ciudad de Gibraltar, donde se conservan y guardan -en
una espera que ya se torna impaciente- la llave de la fortaleza y
el pendón bordado en Tordesillas por doña Juana la Loca.
¡Prefirieron abandonar la ciudad en que habían nacido a
someterse a una dominación extranjera!
Era necesario lavar la afrenta. Desde aquel mismo día surge la
voluntad de rescate. Estamos en noviembre de 1704. Dirige las
operaciones el mismo marqués de Villadarias. La operación es
como de cine. Hay quinientos españoles voluntarios. Su nombre:
"Huestes sagradas". Han jurado la toma de Gibraltar o
la muerte. Va a conducirles, de noche, entre las sombras, en
silencio, Simón Susarta, un cabrero que conoce como nadie las
troches, las hendiduras de las piedras, el peldaño angosto donde
apenas los animales aciertan a mantenerse. Van reptando, pegados
a la roca, conteniendo la respiración, evitando una caída, un
ruido, un desmoronamiento que pueda alertar al enemigo. Había
que verlos; el corazón enardecido, los ojos brillantes. Sobre la
empinada, el mar al fondo, las nubes ocultando la luna y el silbo
del aire en el ventisquero. Los monos les mirarían asustados.
Entre los dientes, cuchillos con puntas afiladas. Pistolones al
cinto. Cuerdas y escalas de mano para sostenerse, para auparse,
para subir por aquella inmensa, resbaladiza e inhóspita cucaña.
El primer grupo está arriba, a 426 metros de altura. Un momento
de aguante. El puesto de guardia británico está ahí. Se ven
los enemigos. ¡Ahora ! Es el privilegio de la sorpresa y de la
habilidad y de la audacia. El golpe de mano ha tenido éxito. Hay
que pernoctar. Una cueva, la de San Miguel, en la cumbre, les
sirve de guarida. Cuando se inicia el ataque, desde; la cima,
tres mil españoles atacarán por el valle. Será algo
sorprendente. El cielo y la tierra escupiendo fuego, quemando y
purificando la humillación. En el momento fijado, los de arriba
se descuelgan. Van iluminados por el amor a la patria, por un
afán de justicia, por una plena seguridad en el triunfo. Los
ingleses miran con terror al monte, cuajado de españoles, que
subieron hasta allí por obra de un milagro inexplicable y que
bajan con sus gritos de guerra infundiendo pavor. Pero fue
inútil el esfuerzo y el sacrificio. Los españoles del valle no
llegaron a iniciar la operación combinada. Se lo impide una
escuadra inglesa que acaba de llegar, y los nuestros, para ahorro
de la fatiga en el ascenso, iban con un puñado de municiones.
Luchan cuerpo a cuerpo, hombre a hombre, diente a diente, piel a
piel. Nos hacen doscientos prisioneros. Pueden escapar unos
pocos, muy pocos. La mayoría han caído en el campo del honor, o
han sido despeñados, precipitados al mar desde las rocas
abruptas.
La paz de Utrecht -13 de julio de 1713- termina con aquello. En
1727 España rompe con Inglaterra, y Gibraltar sufre un breve
sitio de cinco meses, que acaba con el Tratado de Sevilla.
Cincuenta años de paz en torno al Peñón. Ha comenzado la
guerra de la independencia norteamericana. Reina en España el
Borbón Carlos III y España y Francia ayudan a los que habían
de ser los Estados Unidos en su lucha contra Inglaterra. El sitio
de Gibraltar dura tres años, siete mesas y doce días.
El duque de Crillon, que ha reconquistado Menorca para España,
dirige las operaciones militares. Se había tenido en cuenta la
indicación del marqués de Pozobueno: "Con una buena armada
de navíos, con buenos oficiales y correspondiente tripulación,
se vería en breves años reducida la soberbia inglesa". Se
han tomado en esta oportunidad todas las precauciones. Cortada la
comunicación por tierra (tropas de Alvarez de Sotomayor), el
Peñón no tiene más salida que el mar, y en el mar se hallan
las escuadras francesa y española al mando de Barceló, y con
ellas unas baterías flotantes, refrigeradas, insumergibles e
incombustibles, el último grito del arte militar, debido al
ingeniero D'Arión. Todo está dispuesto para el ataque. Incluso
hay príncipes extranjeros que han acudido llevados de la
curiosidad, entre los espectadores. Nuevamente todo fracasa. las
baterías se hunden, se incendian, estallan y llevan por doquier
el desastre y el desánimo. Mueren miles de los nuestros. Las
aguas enrojecen y hay que levantar el sitio. Mientras, del otro
lado del Peñón, en la tierra firme, fue malherido, por una
granada, uno de los más grandes poetas y prosistas del siglos
XVIII, el autor de Cartas Marruecas, de los eruditos a la violeta
y de Canción a un patriota retirado a su aldea, don José
Cadalso y Vázquez.
Siempre las letras y las armas unidas, como en Cervantes, autor
del Quijote y manco glorioso de Lepanto; como en Garcilaso de la
Vega, el de los sonetos, églogas, elegías y canciones, herido
de muerte ante la fortaleza de Frejus.
Inglaterra nunca ayudó a España; se sirvió de España para
ayudarse a sí misma. Así ocurrió cuando la guerra contra
Napoleón. A los españoles que se replegaban a Gibraltar les
abre sus puertas, pero nos obligan a destruir las fortificaciones
por si acaso eran ocupadas por los franceses. Fuimos nosotros
mismos -ingenuos españoles, siempre embaucados, engañados por
el enemigo avieso de la sonrisa por fuera y el látigo por
dentro- los que derruimos nuestras defensas, las que habíamos
construido con nuestro dinero, con nuestro trabajo y con nuestro
sudor.
Cuando regresa Fernando VII y ese peligro ya no existe,
intentamos reconstruir lo nuestro. ¡Ah! ya no nos era posible
hacer en nuestra casa lo que queríamos. Éramos una nación
mediatizada, colonizada-como en parte lo somos también ahora
cuando nos imponen películas, anuncios y programas de
televisión, donde ya ni siquiera reconocemos nuestro idioma y
nuestras costumbres. "Si empiezan ustedes a reconstruir,
dice el comandante inglés, dispararé un cañonazo; si
continúan, dispararé otro, y si no cesan, lanzaré una
andanada."
La historia, la pequeña historia posterior, es bien triste. Por
decisión unilateral de Inglaterra, aparece, en territorio que
nos es arrebatado, el neutral Groz~n~1 de 1826; el puerto de
Gibraltar se extiende a las aguas españolas que bañan la parte
Oeste del istmo; en 1899, el embajador inglés exige que
garanticemos la no fortificación o el desmantelamiento de las
fortificaciones de Sierra Carbonera y de las colinas dominantes;
en 1901, Inglaterra, también por su propia y exclusiva voluntad,
construye una verja de hierro.
Durante la última guerra mundial, todo incitaba a España para
adueñarse del Peñón. Unas potencies europeas, coaligadas y
triunfantes; un movimiento de exaltación nacionalista en el
país, ofendido por la ayuda prestada por las naciones liberales
a los marxistas; un antiguo y ahora renovado sentimiento de
reivindicación y de integración de la patria. A ello podíamos
añadir las promesas claras y contundentes de los vencedores del
primer momento y la necesidad estratégica de arrancar el Peñón
de manos enemigas, para evitar, de un lado, que la llave del
Mediterráneo continuara interrumpiendo el tráfico militar y
mercantil, y de otro, que el Peñón fuera refugio, primero, y
base, después, de una armada poderosa de desembarco en cualquier
lugar de África o de Europa, dominada por el Eje o inmediata a
sus posiciones fundamentales.
La operación "Félix" estuvo seria y totalmente
preparada. España dijo que no. España había aprendido aquello
de Ganivet: "el rescate de Gibraltar debe ser una obra
esencial y exclusivamente española; no puede buscar el amparo de
éste o aquel grupo político de Europa, porque este servicio
costaría demasiado caro y haría patente nuestra
debilidad".
Y que conste, que gracias a la benevolencia y neutralidad
española fue posible el desembarco en el Norte de África, como
han reconocido militares y dirigentes políticos aliados; y que
conste, que España había recibido promesas, como aquélla,
luego desmentida por los hechos, firmada por Roossevelt, que
empezaba así: "Mi querido general Franco"; o como
aquella otra del Foreing Office: "el gobierno inglés está
dispuesto a considerar más adelante el problema de
Gibraltar"; y que conste, que España pudo ser invadida por
el ejército poderoso que estaba en los Pirineos; y que si fuera
cierto, como escribió en 1901 el inglés Thomas Gibson, que
"el gran peligro para Gibraltar no es España, sino otras
potencies que actúan ostensiblemente sin contar con España y
hasta desafiándola si a sus intereses conviniera, porque en tal
caso, los españoles no podrán hacer respetar su
neutralidad", más cierto es que lo que no pudo hacer
ningún país de la Europa continental, ocupada por Hitler, ni
siquiera la pacífica y fría Suecia, que voluntariamente
accedió al paso de las tropas alemanas, lo hizo España a base
de serenidad, de habilidad, de nervios de acero y de patriotismo
sin reserva y sin tacha.
La batalla diplomática por Gibraltar
Cuando a Inglaterra dejó de convenirle, la guerra de sucesión
al trono de España tuvo su término. Ello sucedió cuando el
archiduque Carlos, por la muerte prematura de su hermano, se
convirtió en Carlos de Alemania. Inglaterra, en 1711, reconoció
a Felipe V, y el 13 de julio de 1713 se firmaba el Tratado de
Utrecht, a cuyas negociaciones no fueron admitidos los
representantes españoles. Todo se hizo a nuestras espaldas. Luis
XIV asumió allí y de forma bien peregrina y lacerante los
intereses de España, y cuando nuestros diplomáticos quisieron
intervenir, todo estaba resuelto.
El artículo X del Tratado dice así, en cuanto ahora nos
interesa: "El Rey católico, por sí y por sus herederos,
cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña, la plena y
entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente
con su puerto, defensa y fortalezas, que le pertenecen ... y ...
se ha de entender que la dicha propiedad se cede a la Gran
Bretaña sin jurisdicción alguna territorial y sin comunicación
alguna abierta con el país circunvecino por parte de
tierra."
Es decir, que no hubo más, como dicen Castiella y Areilza,
recogiendo el estudio de Raúl Genet, que una atribución
inmobiliaria referente a construcciones superficiales, pero
jamás del suelo que la sustenta; hubo cesión del ius utendi et
fruendi, de un usufructo temporal, pero nunca cesión de la
soberanía.
Sin duda por ello y por las anómalas circunstancias de la
ocupación inglesa, la batalla diplomática, paralela a la
militar, comenzó en seguida con el propósito retiradamente
frustrado de recuperar el Peñón.
Ordenados, cronológica y sistemáticamente, los episodios de
esta labor diplomática tenacísima, pueden sintetizarse así:
Felipe V, desde 1721 a 1728, mantiene como embajador en Londres a
don Jacinto de Pozobueno y Belver marqués de Pozobueno. Sus
instrucciones son muy concretas: recuperación de Gibraltar,
negociando la entrega a cambio de los privilegios comerciales que
necesitaba Inglaterra, a saber: confirmación del privilegio del
asiento, que le facultaba para importar esclavos a América, y
navío anual de permiso, que le autorizaba un comercio limitado,
pero bastante, para facilitar y en cierto modo camuflar bajo
apariencias legales, su inmenso contrabando. Era mejor así para
Inglaterra y para su famosa compañía del Mar del Sur, que el
recurso permanente, peligroso e inseguro del filibusterismo;
aunque la piratería organizada tuviera bases de protección en
Jamaica, conquistada hacía años por Cronwell, y otras islas
más pequeñas del archipiélago antillano.
Standhope, el que luego habría de llamarse Lord Harrington,
embajador de Inglaterra en Madrid, ayudaba desde aquí al
torpedeo de las negociaciones. Cuando se firma el Tratado de
Madrid, de 1721 (13 de junio), ya hablamos entregado lo que
pedían los ingleses. Nosotros, a cambio de la no recuperación
de Gibraltar, nos contentamos con una carta -y ya hemos sabido lo
que valen las cartas de los sajones- de Jorge I, en la cual se
decía: "No vacilo en asegurar a V. M. que estoy pronto a
complacer en lo relativo a la restitución de Gibraltar." La
promesa concretaba que la devolución se haría dentro del año
1721.
Al romperse las hostilidades entre España e Inglaterra, en 1727,
el marqués de Pozobueno regresa a Madrid, y Standhope abandona
España y vuelve a Londres. La promesa austríaca de ayudarnos a
la guerra tampoco se cumple y en 1728 firmamos, en El Pardo, el
Acta de Confirmación y declaración de preliminares, por la que
devolvemos a Inglaterra, incluso con una indemnización por
daños, la nave Príncipe Federico, manifestando tan sólo el
representante de la Gran Bretaña que su país trataría del
asunto del Peñón en un Congreso internacional que se
celebraría en Soissons. El Congreso tuvo lugar, efectivamente,
en junio del propio año 1728. A él acudieron, por España, el
marqués de Santa Cruz y don Joaquín Ignacio de Barrenechea,
pidiendo a los ingleses el cumplimiento de la promesa de 1721.
Pero de lo dicho, como siempre, nada. Standhope y Walpole,
dijeron, simplemente, que no.
La paz quedó al fin asegurada por el Tratado de Sevilla, de
1729. Vientos no favorables soplaban entonces para Inglaterra.
Standhope vuelve a España, y en una Convención secreta a la que
hay alusiones claras en la documentación de nuestro archivo de
Simancas, como dice la doctora Gómez Molleda, se asegura a
España la devolución de Gibraltar en un plazo de seis años.
Claro es que, a cambio, como era de esperar, confirmamos y
restablecimos los privilegios comerciales de los ingleses en
América, dándoles una patente de corso para continuar su
enriquecimiento y su contrabando.
Pasaron los seis años y muchos más. Don Melchor de Macanaz, en
1747, marcha al Congreso de Aquisgrán, en Aix Chapelle. A pesar
de las instrucciones recibidas, son tantas las presiones que
actúan sobre Madrid que como nos cuenta José Carlos de Lana,
Fernando VI ordena a su representante que abandone el Congreso y
marche "para la ciudad libre que de su voluntad fuere, no en
los dominios de España, y con un viático para alimentos de ocho
mil ducados anuales".
Han seguido después, con machacona insistencia, las frustradas
negociaciones o propuestas de rescate.
En 1756, simultáneamente con Francia y con Inglaterra, a cambio
de la neutralidad española.
En 1783, al firmarse la paz de Versalles, luego de concluir la
guerra de independencia americana, negándose a España
Gibraltar, aunque recuperamos Menorca y La Florida.
En 1786, Floridablanca, al negociarse los límites de Honduras,
tratando de canjear el peñón por Caracas y Puerto Rico.
En 1795-96, intentando Godoy, de una parte, sublevar la plaza y,
de otra, entregar a Francia La Luisiana, si Francia nos ayudaba
al rescate de Gibraltar.
En 1870, por Prim.
En 1914-18, por Dato, que ofrece nuestra neutralidad a cambio de
la Roca y de Tánger.
En 1925-29, por don Miguel Primo de Rivera, que desea un cambio
de Gibraltar por Ceuta.
¡Qué rosario de ruegos y de imprecaciones no escuchadas o, a lo
sumo, acogidos con sorna y con desprecio !
¡Basta! Areilza y Castiella lo dijeron: "pedimos limpia y
terminantemente la restitución de lo robado en 1704, sin pactos,
componendas ni compensaciones".
El problema en el momento actual
Desde que estas palabras se escribieron han pasado muchas cosas,
muchísimas cosas por el mundo, y estas cosas han influido en el
planteamiento de los problemas, matizándolos, colocándolos
sobre una plataforma distinta o arrojando sobre ellos una luz
nueva y diferente que los perfila de un modo distinto.
Hoy está claro que Gibraltar ha perdido, para Inglaterra, dos
valores fundamentales. Comercial y militarmente, Gibraltar
significa muy poco. En efecto, si Gibraltar era una de las
posiciones básicas de Inglaterra en su camino hacia Oriente,
jalonado por Malta, Chipre, Alejandría y Port Said, es lógico
que, desaparecido el Imperio y convertidos en países
independientes la India, el Pakistán y Egipto, nación en cuyas
manos y bajo cuya soberanía plena se halla el canal de Suez,
Gibraltar ya no es el vigía de la ruta comercial inglesa.
De otro lado, y a pesar de que la roca está horadada y perforada
por obras de defensa, y de que como aseguraba The Sunday Expres,
de Londres, correspondiente al 15 de diciembre de 1963, en un
túnel de 22 millas se almacenan toda clase de armamento pesado e
incluso aviones dispuestos para emplear la bomba H, es evidente
que dada el progreso balístico, la artillería moderna puede
alcanzar al Peñón desde la Sierra Carbonera y desde las plazas
españolas del Norte de África y que dada la capacidad
incrementada de bombardeo por parte de la aviación, Gibraltar
puede ser inutilizado con rapidez. Aun suponiendo que no pusiera
el pie la infantería, su misión como base aeronaval y como
plaza fuerte quedaría inutilizada por completo. Más aún, desde
la guerra de 1914 a 1918, está demostrado que en las mejores
circunstancias para Inglaterra, el estrecho, como llave del
Mediterráneo, funciona sólo con respecto a la superficie, pero
nunca o con tremendas dificultades para la navegación submarina.
Por si aún fuera poco, el Peñón es una roca de caliza
jurásica y pizarra silúrica que se haría pedazos al estallar
las bombas explosivas.
Si tal es el nuevo planteamiento del tema de Gibraltar, desde el
punto de vista mercantil y desde el punto de vista estratégico,
facetas coda vez más nítidas presenta al contemplarlo no ya
como usurpación del territorio nacional, como una ofensa
permanente a nuestro pueblo y como una afrenta a la soberanía
española, sino, además, como un cáncer para la economía del
país, como un centro de corrupción, fraude fiscal y de
narcotráfico.
Poco importan nuestro plan de desarrollo, nuestros polos de
crecimiento y nuestra reforma fiscal, si en el extremo Sur del
país, una especie de succión, protegida de un lado y tolerada
de otro, absorbe una parte de nuestra riqueza, canalizándola
hacia los bolsillos y las cuentas corrientes, no de los modestos
y humildes contrabandistas, que salen y entran en la plaza por
tierra o por mar, llevando pequeñas cantidades de mercancías,
sino de los grandes logreros que utilizan a esa manada de
hombres, y que desde Gibraltar, y al amparo de una bandera
extraña, han instalado uno de los más pingües y de los más
grandes negocios ilícitos que nunca jamás haya conocido la
Historia.
Desde este ángulo económico, Gibraltar, en manos no españolas,
puerto franco donde todo se vende y almacena, es una fístula que
detrae y desangra al Tesoro, que destruye el comercio honrado,
que dificulta el desarrollo industrial. La guerra al contrabando,
a través del Peñón, debía ser una consigna nacional,
difundida y alentada con espíritu patriótico, servida por un
cuerpo especial de represión numeroso, eficaz en la vigilancia y
rápido en la persecución, expeditivo y enérgico en las
sanciones y aún , por qué no, estimulado de alguna manera con
cargo a los propios alijos y a las sanciones a los bancos
intermediarios.
Ahora bien, si como afirmaba, quizá con alguna razón, Mr.
Geoffrey Adam, del Foreing Office: "si los españoles se
resienten por prácticas ilegales de comercio que puedan
perjudicar a sus intereses, es asunto de ellos el
impedirlo", sigamos su consejo. Más aún, si se sanciona a
quienes dentro del territorio nacional no cumplen con las leyes
fiscales, ¿no será un incentivo para evadirse de tales
sanciones y vivir en la más alegre impunidad, una política
transigente para el contrabando que realizan quienes han montado
su ilícito negocio al amparo del pabellón que cubre la
vergüenza de Gibraltar?
Con ello, todavía, el problema de Gibraltar no se perfila del
todo en la nueva situación. A ello puede añadirse otro dato, y
éste de suma importancia. La cuestión de Gibraltar se ha
internacionalizado. Y se ha internacionalizado porque, de
conformidad con lo dispuesto en la Resolución 1.514, punto 6.°,
aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas:
"Todo intento conducente a la desintegración total o
parcial de la Unidad Nacional o de la integridad territorial de
un país es incompatible con los objetivos y principios de la
Carta de las Naciones Unidas."
Como decía un editorial de A B C, "la bandera británica
izada en el extremo meridional de la Península, ya no es tanto
una provocación a nuestra soberanía, cuanto un atentado a los
principios de la Carta y al espíritu descolonizador que tan
impetuosamente anima a la comunidad internacional".
Alberto Martín Artajo, al que alguien llamó con acierto el
canciller de la resistencia, es decir, el canciller del tiempo
duro y difícil, en 1952, apuntaba ya, en este orden de ideas y
tratando de hacer viable la discusión amistosa con Inglaterra:
"Hemos distinguido sabiamente entre la soberanía del
territorio y el uso de sus instalaciones marítimas. Lo que nos
interesa a los españoles es la reintegración de la Plaza a la
soberanía nacional, que ondee sobre ella la bandera bicolor y
que sea regida por su legítimo Ayuntamiento. Lo demás, es
decir, las instalaciones marítimas, son bienes cuya explotación
acaso conjunta o bien arrendada por un tiempo puede ser negociado
con Inglaterra."
En 1957, ya en la O. N. U., Martín Artajo decía en su discurso
ante la Asamblea General: "La punta Sur de la Península
ofrece ejemplo de una de esas anacrónicas supervivencias a la
que nuestro país presto dolorida atención. El gobierno
español, celoso tanto de su derecho imprescriptible como de la
paz y el equilibrio universales, confía en el sentido jurídico
de la otra parte, que ha de facilitar la solución por vía
bilateral de este permanente conflicto, sin verse obligada a
acudir ante las Naciones Unidas para buscar en ellas el apoyo
moral y jurídico que le ofrecen las disposiciones de la
Carta."
Desgraciadamente, esta instancia a las Naciones Unidas se ha
producido ya, y ello como consecuencia del planteamiento ex
officio del problema ante la famosa Comisión de los 24, que se
ocupa de los asuntos referentes a territorios no autónomos.
Fernando María Castiella, en su discurso ante la XVIII Asamblea
General, de 24 de septiembre de 1963, decía: "Tenemos un
problema colonial limitado, pero grave... (un) cáncer que
perturba la economía de nuestra región Sur y se nutre
exclusivamente a su costa."
Por su parte, Jaime de Piniés, en su informe ante la mencionada
Comisión, afirmaba que la misma incluyó en su agenda de trabajo
el tema de Gibraltar, no porque España lo reivindicara, sino
porque la Roca es un territorio colonial, reconocido expresamente
por Inglaterra, que ha venido enviando a la Secretaría General
de las Naciones Unidas la documentación pertinente que se exige
a los Estados miembros cuando de tal clase de territorios se
trata.
Piniés, en su brillante informe, ponía de relieve cómo
Gibraltar no puede vivir sin su Campo, compuesto por los
municipios de La Línea, Tarifa, Algeciras, los Barrios y San
Roque, de los cuales se lleva hasta el agua que los 26.000
habitantes del Peñón necesitan y ni que decir tiene, su
población obrera. En Gibraltar no hay prácticamente industria,
ni pesca, ni agricultura, no hay más que la nómina de la
Administración militar inglesa, el tráfico ilegal de divisas y
el negocio ilícito a través de las ciudades vecinas. En
Gibraltar la vida es imposible; la claustrofobia asfixia a los
que allí moran y necesitan biológicamente salir a la zona
circundante para desentumecer las piernas.
Creo que la postura española podría sintetizarse así:
Devolución de Gibraltar a la soberanía española; declaración
de puerto franco y arrendamiento a Inglaterra por un plazo a
convenir de las instalaciones navales.
Para un diálogo en cuestión tan espinosa no puede pedirse mejor
postura de arranque. Pero, ¿cuál ha sido la actitud de los
otros, de la otra nación interesada en el problema ?
Yo os lo diré: con alguna excepción, silencio o sorna. Con
alguna excepción, como la de Cobden que clamaba:
"Inglaterra tomó posesión del peñón sin hallarse
efectivamente en guerra con España, y lo retiene actualmente
contra todos los principios de la moral." Pero con éstas y
otras, muy pocos, excepciones, el silencio o la negativa.
Para el pueblo inglés, ha escrito Thomas Gibson, fuera de las
islas británicas no existe territorio alguno en todo el planeta
que tenga más importancia ni sea tan valioso como Gibraltar
(pues) representa a la vez que la gloria del pasado, su fuerza
del presente y la seguridad del porvenir.
Su pérdida, dice Ablot (en Introduction to the documents
relating to the international status of Gibraltar, Nueva York,
1934), representaría un golpe tal para la moral y el prestigio
de la nación que pocos o ningún gobierno podrían resistirlo.
En idéntico sentido, pero ahora con tono oficial, las propuestas
españolas han merecido estas sencillas y categóricas
contestaciones: En 1959 (17 de abril) ante una interpelación
hecha en el Parlamento, sobre Gibraltar, replica el Subsecretario
de Colonias, Julián Amery: "No se trata de que consideremos
ninguna modificación en el Estatuto de Gibraltar"; en 1961,
en el curso de otro debate, el diputado laborista Wyat se
expresó así: "Creo que el general Franco tiene pleno
derecho a Gibraltar, pero tengo confianza en nuestra fuerza para
oponernos a su pretensión".
Con más desparpajo lo había dicho ya Sir Alexandre Godley:
"De España no tiene Gibraltar nada que temer."
Ya lo sabéis, españoles. Mientras, Inglaterra no ha dejado de
moverse en el interior de Gibraltar, modificando ligeramente su
status jurídico-administrativo. Sin dejar nunca de ser Crown
Colony, se la dotó de Ayuntamiento en 1921, y en 1950,
ascendiéndola un grado en la rigurosa Jerarquía colonial, y
equiparando el Peñón a Tanganika, se estableció un Comité
Ejecutivo y otro legislativo. Más recientemente, y con ocasión
del debate en las Naciones Unidas, se ha solicitado por los
ingleses un plebiscito, olvidando que el tema del Peñón no
puede sustraerse a su Campo, que los que pernoctan en Gibraltar,
salvo las fuerzas armadas, son ingleses de pasaporte y de última
categoría a los ojos de la propia Inglaterra, y que de admitirse
la petición se incitaría, para ganar las votaciones, a expulsar
a los naturales -como se hizo con los linajes del Gibraltar
auténtico, refugiados en San Roque- para poblar la zona con
extraños. ¡Bonito manera de cosechar votos e inhumar la vida !
* * *
Pero, ¿qué hacer ante el silencio, la sorna o la negativa?
Castiella, que en 1941 escribía: "quizá no haya a estas
alturas solución pacífica viable para el problema de
Gibraltar", vislumbra esa posible solución pacífica cuando
ya investido canciller ha proclamado ante la O. N. U. que para
resolver la cuestión "solamente nos hemos cerrado un
camino: el de la violencia", sin duda, porque como ya había
dicho el Jefe del Estado, "Gibraltar no vale una
guerra".
Ahora bien, si Gibraltar, ciertamente, no vale una guerra, es
decir, la violencia armada para recuperar lo que es nuestro, lo
que nos pertenece y nos fue arrebatado, no hay razón alguna que
nos impida tolerar la situación de coloniaje en que viva, en
cierto modo, la zona del Campo de Gibraltar y la nación entera.
Si en aras de la buena voluntad -decía Piniés en su informe- el
gobierno español ha tratado de poner sordina a la justa
irritación de nuestro pueblo, la verdad es que este
acogotamiento de la indignación nacional no ha conducido ni ha
servido para nada, como no sea que se intente aguar nuestra
rebeldía y nuestro patriotismo.
Se recuerda aquella manifestación universitaria de proporciones
gigantescas en Madrid, Recoletos y Castellana arriba, pidiendo y
exigiendo la devolución de Gibraltar, y recuerdo también a la
policía armada disolviendo a los manifestantes ante la embajada
inglesa. Aquello no ha vuelto a producirse. Había demasiado
temor y demasiados intereses en juego. Pero os aseguro que la
juventud universitaria española, que estaba dispuesta y que
había sido predispuesta, sufrió una decepción muy amarga; y es
que hay sentimientos sagrados con los cuales no se puede jugar
con infantil alegría.
La situación, ha dicho Piniés -fijaros que utilizo textos
oficiales- no puede continuar. El Sindicato de trabajadores
españoles de Gibraltar, la posibilidad de instalar un puerto
franco en Algeciras, la acción de nuestra juventud necesitada
como nunca de horizontes e ideales, la restitución del famoso
día de Gibraltar, que celebraron nuestras Organizaciones
Juveniles, la represión del contrabando a que antes hicimos
referencia ¿no serían armas que sin llegar a la guerra y que
respaldando la acción diplomática de nuestro gobierno,
obligarían al usurpador a devolver lo que hace tiempo nos debe?
Esta es nuestra política, nuestra gran política, a la que
tendríamos que supeditar muchas cosas accidentales y superfluas
.
Nuestra Reina católica, ante el Notario don Gaspar de Gricio y
los siete testigos que entonces exigía la Ley para otorgar
testamento abierto o nuncupativo y que, simbólicamente, como
dice mi ilustre compañero Francisco Gómez Mercado,
representaban al pueblo español de todos los tiempos, expresó
su voluntad decidida y solemne: "mando a ... mi hija ... e
al ... Príncipe ... e a los Reyes que después de ella
sucederán en estos mis reinos, que siempre tengan en la Corona e
Patrimonio real dellos, a la ... ciudad de Gibraltar, con todo lo
que le pertenece y no lo den ni enajenen, ni consientan dar ni
enajenar, ni cosa alguna della".
Si el hecho de que poseyera esa Plaza un grande de España
-agrega Gómez Mercado- era ya un menoscabo de la nacionalidad,
¿cómo consentir que se halle en poder de un pueblo extraño?
Tal ha sido la línea del pensamiento tradicional y
revolucionario.
Tal es nuestra historia, nuestra pequeña y a la vez grande
historia de Gibraltar. Os la he contado apasionadamente porque
este tipo de histories sólo pueden contarse así. La única
historia fría, aseguraban Areilza y Castiella, no hace mucho, al
ocuparse del Peñón, es la historia natural; y aquí hablamos no
de historia natural, sino de la historia de España.
Yo os he hablado en español, sintiendo hasta la médula los
versos de Rubén:
"Yo siempre fui por obra y por cabeza español de
conciencia, obra y deseo y yo, nada concibo, ni nada veo, sino
español por mi naturaleza. Con la España que acaba y con la que
empieza canto y auguro, profetizo y creo."
Por otro lado, creo que es llegada la hora de romper la sordina y
de que pongamos en práctica y en acción aquello de nuestro
ilustre polígrafo don Francisco de Quevedo:
"No he de callar por más que con el dedo ya tocando la boca
o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo. ¿No ha de
haber un espíritu valiente? ¿Siempre se ha de sentir lo que se
dice? ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?
Son casi 300 años de espera. La paciencia ha sido larga. Ha
llegado el momento de la decisión. Castiella decía en la 0. N.
U.: "Solamente nos hemos cerrado a nosotros mismos un
camino: el de la violencia. Pero nadie entienda por ello que ni
en la reivindicación de Gibraltar ni en ninguna otra cuestión
que como ésta afecte a los intereses nacionales, vamos a tener
debilidad."
La aclaración era obligada y urgente. Ya el marqués de
Pozobueno, el encargado por Felipe V de gestionar en Londres la
devolución de la plaza, advertía: "No les usemos un trato
tan obligante y halagüeño como hasta ahora, pares siempre lo
interpretarían como un obsequio y sumisión", (por ello)
sin deponer la afabilidad de buenos amigos, la acompañaremos
siempre con un estilo y con los modos de lo que puede llamarse
gravedad española."
Si Gibraltar, la roca, el peñón, sigue siendo, como decía
Manuel Aznar, honor y deber de los españoles España, en frase
de Fernando María Castiella, silenciosa, compacta, firma,
erguida, espera liquidar esta vieja cuenta que tiene pendiente
con el Reino Unido.
Nunca se les deparará a dos hombres la posibilidad de poner en
ejercicio, desde los altos puestos que hoy ocupan, embajador de
España en las Naciones Unidas, y ministro español de Asuntos
Exteriores, lo que predicaron y exigieron como simples
españoles.
Pero no es solamente España la que confina con Gibraltar, es
decir, con una vergüenza, es todo el mundo hispánico el que
tiene en sus entrañas quistes semejantes; como si para hacer
más patente la unidad, la solidaridad, la identidad de nuestros
pueblos, lleváramos en nuestra carne los mismos infamantes
estigmas: la isla de Guam y el Norte de Borneo, en Filipinas;
Belice, en Honduras; las Guayanas., en Venezuela y Brasil; las
islas Malvinas, llamadas Falkland por los ingleses, en la
República Argentina; un trozo de la Antártida, en Chile, y en
la propia Argentina; Guantánamo, en Cuba, y la zona del Canal,
en la nación panameña.
He aquí uno de los argumentos básicos para urgir la unidad de
acción de las naciones hispánicas. Nada conseguiremos en este
orden -ni por supuesto en ninguno- mientras permanezcamos
divididos, atomizados, comidos por querellas intestinas, a merced
de los otros más inteligentes o más sagaces que nos uncen al
yugo de su voluntad, de su interés o de su ideología. Para
ocupar el puesto que en el mundo nos corresponde, lo primero es
afirmarnos en nosotros mismos, reconocernos en nuestra historia,
dar fe de nuestra conciencia nacional y trazarnos un quehacer
para el futuro, un plan de acuerdo con nuestra propia
idiosincrasia, con nuestra vocación y nuestro estilo.
Como dijo Ganivet, que Gibraltar es un hecho de fuerza para
Inglaterra, mientras España sea débil, porque sólo sobre los
países débiles se puede ejercer impunemente la alta piratería
política.
España quiere salir de una época de postración y de debilidad.
Queremos la unidad de las tierras de España que no estará hecha
en tanto subsista la amputación de Gibraltar; queramos una
España libre, que no existirá completa mientras un trozo de
España esté subyugado por una nación extranjera..
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.