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El pensamiento único: de Fukuyama y los punkies
La desintegración de lo que era, desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el segundo polo de poder en el enfrentamiento Este-Oeste, no puso fin a la política de "bloques", sino que permitió al vencedor substituirla por otro enfrentamiento desigual, el enfrentamiento Capitalismo-persona transcendente, e imponer lo que los dirigentes del "sistema" consideran como el único «modelo» social posible.
En Europa, y a partir del protestantismo,
algunas ideologías y grupos de poder han pretendido que algunos
grupos de hombres suplantaran a Dios en la dirección del mundo.
Estos hombres deberían convertirse en dueños y señores de la
naturaleza a través de la ciencia y de la técnica, que, al
mismo tiempo, les otorgarían poder sobre los demás hombres y
pensaron poder satisfacer así este deseo de poder de abundancia
y de desarrollo de una manera ilimitada.
Y a este triunfo provisional para el que se sacrificaron
multitudes los ejecutores y sus ideólogos le llamaron
«progreso».
Pero, como indica Roger Garaudy, en la primera mitad del siglo
XX, la gran crisis de 1929 y dos guerras mundiales echaron por
tierra su optimismo.
Entonces nacieron, desde Heidegger a Sartre, pasando por
Foucault, las ideologías sin esperanza del vacío y del
sinsentido, seguidas de las ideologías de la muerte de Dios y de
la muerte del hombre.
Para escapar del naufragio, otros pensaron, después de Norbert
Wiener (y sin prestar atención a sus advertencias), que el mundo
era ya demasiado complicado para ser pilotado por el hombre y
que, para resolver todos nuestros problemas, hacía falta echarse
en los brazos del ordenador.
Así, los grandes pensadores que, en la «Modernidad», exigían
que el hombre reinase en el lugar de Dios, después de la quiebra
de su empresa, abdicaban en favor de las máquinas.
Este abandono de funciones por parte del hombre nos conduce a
plantearnos hoy tras el «paréntesis pretencioso» de
cinco siglos una extraña cuestión. Dado que la máquina
no puede responder a nuestras últimas preguntas ni al sentido de
nuestra vida, ¿tenemos necesidad de Dios? ¿De qué Dios?
El último intento de respuesta prometeica y negativa al sentido
último de la vida fue el del socialismo con su visión atea. El
hundimiento del sistema soviético, tanto para los que creían en
él como para los que lo temían y lo combatían, fue más que un
temblor de tierra un temblor de cielo, un cuestionamiento del
sentido de la historia y de la finalidad de la vida, es decir, un
problema religioso.
Desde hace más de un siglo, el marxismo había polarizado las
esperanzas mesiánicas de millones de seres humanos de toda la
tierra.
Tras su caída algunos vieron la única solución en el Nuevo
Orden Internacional liberal capitalista.
Para valorar la trayectoria que nos condujo al actual idolatrismo
del mercado hay que seguir sus huellas históricas. Una
trayectoria que se ha alimentado de tres mitos sucesivos.
Primero, del mito del progreso durante cuatro siglos. Después,
con el desencanto del mito del progreso tras la Segunda Guerra
Mundial, llegó el mito del sinsentido. Y, por último, los
filósofos del absurdo, al intentar acabar con su desesperación,
introdujeron el mito de la «inteligencia artificial» de las
máquinas que reemplazaron al hombre como timonel del mundo.
Nacía así el mito del ordinántropo.
Desde el Renacimiento, el mito del progreso ha intentado llenar
el vacío dejado por el retroceso de las posibilidades de Dios y
de su Providencia de colmar la esperanza humana.
Cuando el sistema capitalista, a finales del siglo XVIII y
comienzos del XIX, conoció su primer «boom» con la máquina de
vapor y el desarrollo de la industria, sus teóricos propagaron
una imagen idílica de él.
Adam Smith enseñaba que, gracias a «una mano invisible», el
interés general era la suma de los intereses individuales. Uno
de sus discípulos, Bastiat, en sus Armonías económicas enuncia
el principio básico de este optimismo beato si cada uno persigue
su interés personal, el interés general quedará satisfecho.
El liberalismo es portador de un principio de exclusión y de
desigualdad crecientes. Ya durante las primeras "orgías de
liberalismo", Lacordaire denunciaba sus efectos perversos:
"Entre el fuerte y el débil, escribía, está la libertad
del que oprime y la ley del que libera".
Una campaña mediática internacional de una amplitud sin
precedentes camufla este retorno al capitalismo salvaje
haciéndolo pasar por "liberalismo», pasándolo de
contrabando como libertad, y haciendo creer que ya no puede haber
otra alternativa creíble al gulag de esta vieja selva de
conocidos efectos: nacimiento de fortunas especulativas rápidas
para los ladrones y la gente sin escrúpulos, paro y aumento de
los precios en todas partes, desde Polonia a Rusia, desde las
naciones del tercer mundo, hasta los amplios sectores de la
población del primer mundo excluidos y marginados.
La desintegración de lo que era, desde finales de la Segunda
Guerra Mundial, el segundo polo de poder en el enfrentamiento
Este-Oeste, no puso fin a la política de "bloques",
sino que permitió al vencedor substituirla por otro
enfrentamiento desigual, el enfrentamiento Capitalismo-persona
transcendente, e imponer lo que los dirigentes del
"sistema" consideran como el único «modelo» social
posible.
La «santa alianza» entre la economía capitalista y esta
técnica de la información se lleva a cabo de una manera
natural, porque tanto una como la otra descansan sobre la misma
concepción reductora y cuantitativa del hombre y de su futuro.
En esta concepción de la «racionalidad» común a la idolatría
del dinero y a la de la tecnocracia, cualquier cuestión sobre la
interioridad o sobre la trascendencia es considerada, siguiendo
la filosofía unidimensional de Augusto Comte, como algo
perteneciente a tiempos remotos de la «metafísica» (que
pretende reflexionar sobre lo que está «más allá de la
física»; por ejemplo sobre la interioridad del hombre) o de la
«teología» (como reflexión sobre el sentido y el fin último
de la vida).
De esta forma, el futuro no es más que la extrapolación de
pasado y del presente, en virtud de esta «futurología»
positivista fruto de la anticipación tecnológica. Hay una
relación íntima entre las camisetas de los punkis con su slogan
"No future" y "El fin de la historia" de
Fukuyama, porque el «liberalismo» ha concretado todas sus
ambiciones en el triunfo final de un imperio universal de la
«modernidad», con sus guerras informatizadas y con su arte
«estocástico» que confía al ordenador la responsabilidad de
la creación.
Esta visión logística del hombre, del mundo y de la historia
segrega sus anticuerpos para excluir el espíritu crítico y la
libertad de elección del Hombre
Tradicionalmente, las respuestas a las preguntas transcendentes
nos llegaban de fuera, a través de la sociedad que proponía o
imponía sus "valores", es decir, los principios sobre
los que estaba cimentada su cohesión, o a través de una
religión que todos consideraban portadora de una sabiduría
trascendente o de una revelación de los fines últimos de la
vida.
Hoy, en nuestras sociedades desmembradas, atomizadas y animadas
por el único movimiento «browniano» de las partículas ciegas,
individuos, grupos y naciones enfrentadas, evolucionan a través
de relaciones de competencia y de fuerza que engendran
dominaciones y dependencias. El único criterio de triunfo en la
vida es alcanzar el éxito en la consecución del dinero, que es,
en definitiva, el que permite la supervivencia o confiere el
poder.
La cultura de la Modernidad ha reposado entre otros en estos tres
postulados :
El postulado de Descartes : "Convertirnos en dueños y
señores de la naturaleza" y de una naturaleza reducida a su
aspecto mecánico. Es decir, establecer relaciones de dominio
sobre una naturaleza despejada de toda finalidad propia
El postulado de Hobbes, que define las relaciones de los hombres
con su célebre axioma : El hombre es un lobo para el
hombre". Es decir, relaciones de competencia en el mercado,
enfrentamientos salvajes entre los individuos y los grupos y, por
tanto relaciones de dominado y dominador. Más aún, en el
momento actual y contando con el desarrollo técnico alcanzado,
el "orden del terror"
El postulado de Marlowe, que en su Fausto anuncia ya la muerte de
Dios. "Hombre, por tu poderoso cerebro te conviertes en Dios
y en Dueño y señor de todos los elementos" . Es decir, de
esta forma quedan consagradas la atrofia de la dimensión
transcendente del hombre y el rechazo de todo valor absoluto
Cinco siglos de experiencia han demostrado que los postulados de
semejante cultura conducen al mundo a la muerte.
El «dominio» de la naturaleza conduce a su expolio, a través
de las armas de destrucción masiva, del agotamiento de los
recursos acumulados en las entrañas de la tierra desde hace
millones de años y de la polución industrial que amenaza hasta
al ozone que nos protege de la muerte.
La competencia de los hombres en un mercado mundial sin límites
ha llevado a las guerras más salvajes de todos los tiempos, a la
explosión de los nacionalismos más agresivos, de los
«fundamentalismos» más extremistas y, sobre todo, a tales
desigualdades que el último postulado de esta civilización,
según el cual el hombre debe reemplazar a Dios, es el fundamento
de los otros dos, si se hace abstracción de su dimensión
trascendental.
Mientras el «progreso» se define únicamente en función al
perfeccionamiento de los utensilios y de las máquinas, mientras
se confunda la libertad del hombre con la libertad de mercado,
mientras Dios sea negado las derivaciones del sistema
precipitarán el suicidio planetaria.
Javier de Jaso y Azpilicueta *
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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