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La racionalidad moderna ante el sentido religioso.
Sobre el sentido religioso y sobre la conciencia religiosa se aplica mejor que en ningún otro campo de la experiencia aquella observación que podría servir como criterio pedagógico y como provocación: "los hombres difícilmente aprenden lo que creen ya saber"
Lo que parece una sencilla evidencia
desde un punto de vista psicológico, en este terreno se muestra
cargado de consecuencias inimaginables.
Para introducir la cuestión puedo partir de mi experiencia como
estudiante universitario.
Hace dos décadas quien asistía a la Universidad estaba
convencido, o tal vez sea mejor decir, dominado por la opinión,
de que creer en Dios o participar de una determinada confesión
religiosa era, además de alienante, un signo de que la
irracionalidad no había sido del todo borrada de la faz de la
tierra.
En la Universidad pública, se reproducían las interpretaciones
ideológicas típicas del siglo pasado, creo que todavía hoy
existen lugares donde no se ha superado sustancialmente este
nivel de discusión. Estaba, por una parte, la interpretación
científico-positivista que bajo la idea del progreso de la
razón, sostenía una visión optimista de la historia. Una
historia que progresa linealmente hacia estadios siempre mejores
para la existencia humana, ha dejado atrás una edad religiosa o
mítica. La ciencia y la técnica son los instrumentos con los
cuales la razón hace avanzar a la humanidad. Y por otra, la
interpretación marxista, que intentaba construir la plena
emancipación y autonomía del hombre moderno, por medio de la
transformación violenta de las estructuras del poder. Uno de los
factores esenciales del poder que esclaviza al proletariado, se
pensaba, es la religión que sirve a los intereses del gran
capital.
Eran discusiones en las que de una manera bastante simplista se
identificaba la razón con la racionalidad científica; esto es,
la razón como cálculo y medida, que el hombre introduce sobre
la realidad y también la razón como dominio.
La religión que no podía, desde luego, asumir las exigencias de
la racionalidad científica quedaba, por ello mismo, expulsada
del terreno de la actividad humana y de la convivencia pública,
tal y como el hombre moderno las ha diseñado.
De esta manera sin tomarse siquiera la molestia de indagar que
cosa sea la religiosidad uno se sentía autorizado, a nombre de
la "razón" y de la modernidad, a sancionar el hecho
religioso; de un plumazo se le había juzgado y archivado en los
expedientes de la historia.
Así, bajo el supuesto que creemos saber lo suficiente sobre
religión, sin nada que nos reclame a interrogarnos con más
seriedad sobre tal materia, admitíamos la casi total
irrelevancia de la religiosidad para la vida real y para aquellas
tareas que nos interesan. Y dado que nos parece algo irrelevante
desde un punto de vista racional, si ha de existir, debe ser
confinada a una zona de sentimientos privados y subjetivos.
De una visión racionalista de la vida que podía ser tolerante
con los restos de "irracionalidad" religiosa que
persistían, se pasó a otra interpretación más agresiva y
belicosa. Desde una posición de militancia atea, marxista casi
siempre, se consolidó la idea de que la religión por ser una
conciencia ilusoria debe ser combatida y eliminada radicalmente
de la conciencia del pueblo.
Una observación que no podemos dejar de hacer en este momento es
que tanto el positivismo en el siglo XIX, como el marxismo en el
siglo XX, fueron paulatinamente conformando un sucedáneo de
religión: con sus creencias, sus santos, sus ceremonias y
rituales. No eran religiones, pero pretendían ofrecer al hombre
un sentido totalizante de la vida, o para decirlo con palabras de
Dawson: "una ideología en el sentido moderno de la palabra,
es muy diferente de una fe, aunque tiende a llenar las mismas
funciones sociológicas. Es la obra del hombre, un instrumento
por el cual la voluntad política consciente trata de amoldar la
tradición social a sus designios..."
Por esto precisamente, es posible comprender que la ignorancia de
lo que constituye una religiosidad auténtica, nos coloca en una
posición débil frente a las ideologías, ya que vuelve a la
persona esclava o al menos sometida al influjo del poder de quien
dicta la opinión dominante. Por el contrario, dado que
"...la fe mira más allá del mundo del hombre y sus
obras... introduce en la vida humana un elemento de libertad
espiritual que puede tener influencia creadora y transformadora
en la cultura social de los hombres y en su destino histórico...
El renacer de la
religiosidad.
Hoy las cosas han cambiado mucho, pero no necesariamente
mejorado. Después del estrepitoso fracaso de las ideologías,
cuyo emblema máximo fue, para nosotros, la caída del muro de
Berlín; y para la generación de nuestros padres, las dos
grandes guerras mundiales con su funesto cortejo de males, en los
que se hacía evidente que la irracionalidad no había sido
substancialmente superada por la racionalidad moderna.
Las sociedades opulentas, el llamado primer mundo, ahora nos
ofrece un espectáculo curioso de renacimiento de la
espiritualidad y de la búsqueda de experiencias religiosas. Un
deseo frenético de experiencias nuevas, asociadas con demandas
de salud física y mental a través de métodos alternativos, que
no desestiman el uso indiscriminado de prácticas religiosas, o
técnicas mágico-curativas; mezclando de múltiples formas un
lenguaje pseudo-científico sobre las energías cósmicas con la
meditación y relajación, así como el yoga y la magia, la
herbolaria y el canto gregoriano. Todo esto bajo un único
criterio: el bienestar individual.
Una racionalidad
obtusa, incapaz de entender el significado del lenguaje
religioso.
La racionalidad positivista que quiso colocar a la razón
científica como la medida de todo ha mostrado su fracaso como
racionalidad.
La razón, que es la capacidad del hombre para entrar en
relación con todas las cosas encerrada en sus propias
categorías termina censurando o evitando ciertas manifestaciones
de la realidad, se vuelve una razón cerrada, obtusa.
Esta situación a la que ha llegado el racionalismo puede ser
bien entendida si nos detenemos un poco sobre la figura de Albert
Einstein; es un hombre a quien le debemos, y le reconocemos, una
de las contribuciones más notables en el campo de la ciencia.
El modelo físico de Einstein era tan revolucionario que, como
suele suceder, era difícil que fuera aceptado, ya que
significaba desmontar algunos de los presupuestos básicos de la
física moderna; a saber que el espacio y el tiempo, como
coordenadas para cualquier hecho físico, son absolutos. Einstein
intentaba cambiar esta idea y establecer que ni el espacio ni el
tiempo son absolutos y dependen de la posición del observador.
Con el tiempo la tesis de la relatividad vino a consolidarse
dentro de la física como una teoría más completa, gracias a
que las intuiciones del gran sabio pudieron adquirir el lenguaje
y la experimentación adecuadas.
Hay, sin embargo, una intuición de Einstein, a la que nadie
parece darle ningún valor, que quedó relegada al terreno de lo
anecdótico, reducido al campo de lo individual y subjetivo. Una
intuición que por lo mismo que se nos hace incomprensible ni se
le ha buscado el lenguaje ni la experiencia adecuados.
Einstein pensaba, y así lo confesó a alguno de sus amigos, que
quien no admite el Misterio no puede tampoco ser científico. Que
es como afirmar que no es lo que el hombre mide y calcula la
última palabra sobre la realidad, sino "Otra cosa" que
la razón advierte y, sin embargo, no sabe nombrar claramente ni
aferrar completamente: es Misterio.
Delante de una afirmación como ésta, el hombre moderno parece
como atado, incapaz de dar un paso adelante.
A esto debemos añadir que el hombre moderno no solo no entiende
el lenguaje religioso, en general, sino particularmente el
lenguaje cristiano; ni, por tanto, entiende el contendido de la
pretensión cristiana.
Ha sido Nietzsche, y no un cura o un apologista de la Iglesia,
quien ha señalado esta incapacidad casi congénita al hombre
moderno para comprender el lenguaje de la experiencia cristiana.
En su obra Mas allá del bien y del mal Nietzsche afirma que los
hombres modernos en su embotamiento ya no entienden el
significado del lenguaje cristiano. Al no entender la propuesta
cristiana, tampoco entiende lo que ha rechazado, ni puede
comprender tampoco la deuda que la cultura moderna tiene con el
pasado cristiano.
Es paradójico, sin duda, que sea uno de los pensadores más
radicalmente ateos que haya conocido el mundo moderno, quien nos
haya hecho ver esta deficiencia. De esta manera podemos poner
como punto de partida dos preguntas que nos permitan entender
esta dificultad que se ha vuelto crónica en la mentalidad
moderna. ¿en qué consiste una religiosidad auténtica? ¿y qué
es lo peculiar de la propuesta cristiana?.
Después analizaremos cuales son los pasos que ha seguido la
formación de la conciencia moderna ante lo religioso y las
consecuencias que trae consigo.
De entrada nos sería muy útil hacer una observación muy
general pero bastante ilustrativa, respecto al problema que
estamos planteando: a lo largo de todos los siglos de historia
humana, incluso toda la prehistoria hasta donde nos es permitido
asomarnos a esa etapa de la humanidad, el hombre vivió y
construyó su cultura y sus relaciones fundamentales dentro de un
marco religioso, sólo en los últimos doscientos años se abrió
paso la pretensión de construir una cultura, es decir un espacio
de vida humana sin referencia a Dios. Por lo tanto, se asume que
se podía construir la felicidad y la armonía entre los hombres
sin contar con ningún otro principio externo a la realidad
estrictamente humana.
La conciencia
religiosa.
Para poder situar un poco mejor qué es lo que caracteriza a una
conciencia religioso verdadera, es importante, evitar reducirla a
una de esas imágenes con las que solemos representarnos la
religión: unas prácticas de piedad que solo atraen a las
viejitas, unos ritos que embellecen celebraciones sociales o,
también un moralismo cuyas reglas resultan más sofocantes que
estimulantes para la vida o un ritualismo que en el mejor de los
casos queda reducido a simbolismo de paz, de unidad, de
espiritualidad, etc.
Además debemos distinguir entre religiosidad y confesionalidad.
No se trata en primer término de saber cuál es la confesión
verdadera, como si se tratara de un partido al cual adherirse, o
un sistema de verdades teóricas que nos resultan más
persuasivas; se trata de saber qué es la religiosidad como
factor estructural de lo humano.
Las preguntas
fundamentales
Para ubicar correctamente la religiosidad auténtica no partimos
de la religión, sino de la vida humana, porque la religiosidad
es una dimensión estructural de la vida humana. Y no
precisamente porque como se suele decir "todos tenemos que
creer en algo" que en el fondo puede ser una renuncia a
buscar razones.
El hombre es hombre porque incesantemente se interroga por el
sentido de las cosas, no sólo actúa sino que necesita tener una
"justificación" para hacer lo que hace y esta
justificación es una razón, un sentido; el preguntar es tan
constitutivo del hombre, incluso más que la ciencia misma, que
no es sino una forma de lograr algunas respuestas, dentro de un
campo muy limitado de la experiencia.
De hecho, el hombre ha existido mucho antes de que existiera la
ciencia, en cambio, la inteligencia humana persiste una y otra
vez en recapitular lo humano, en cuanto exigencia de sentido, al
nivel de ciertas preguntas que llamamos fundamentales,
precisamente porque en ellas se juega la conciencia que tiene el
hombre de sí mismo y de toda la realidad.
La presencia del hombre en la naturaleza introduce un factor
peculiar: la conciencia y el afán de significado; el hombre no
solo es consciente de que las cosas existen, sobre todo, se
interroga por qué existen, para qué, de qué están hechas. Sin
la presencia del hombre, es decir, sin esta conciencia de lo real
que se interroga y se afana por comprender el sentido de todo, la
naturaleza sería como opaca, ella misma sería para sí una
soledad inmensa por el vacío de sentido.
Esta necesidad del hombre no es un pasatiempo ni un lujo producto
del ocio; es una tarea en la cual se haya comprometida su propia
consciencia y su propio significado como ser humano, por eso es
una tarea dramática.
Afanarse en la búsqueda de su propio significado en cada momento
no es otra cosa que la necesidad de "comprender el nexo que
hay entre el instante presente y la totalidad", o mejor con
la eterno, lo que no es efímero.
Aspiramos a comprender nuestra vida no de manera teórica ni
abstracta, sino en algo que responda de manera concreta a las
preguntas fundamentales: ¿Hay algo que le da sentido a cada
jornada, a cada momento que vivimos, al hecho de nacer, de
trabajar, de amar, a tener que sufrir y morir? O en definitiva
cada minuto y cada hora, así como las personas que amamos y los
encuentros que hacemos ¿están destinados a perderse en la nada?
De muchas maneras el hombre ha intentado establecer un contacto
con el significado de todo y, sin embargo, a esta meta, como a la
línea del horizonte, no se llega nunca. La palabra que las
religiones han inventado para indicar esta realidad, que al mismo
tiempo se muestra y se oculta, que es cercana y lejana, presencia
y ausencia, es Dios.
Dios es el objeto de este deseo irrefrenable de búsqueda de
sentido que la razón advierte y concibe como misterio. Misterio
tremendo y fascinante, que San Agustín, un hombre de una
profunda sensibilidad religiosa ha descrito así: "¿Qué es
esto que me deslumbra, que estremece mi corazón y no lo hiere,
que me hace temblar y me enardece? Tiemblo por parecerme tan poco
a ello y ardo porque me parezco tanto"
Es necesario subrayar que este deseo ardiente y la búsqueda de
significado no son algo externo o sobreañadido a la dinámica de
la vida personal. De hecho las preguntas más radicales y
fascinantes para el hombre son las preguntas coinciden con el
propio "yo", ¿Quien soy yo?, ¿para que vivo?, ¿por
que tengo que morir?. Porque en definitiva, las respuestas no
tendrían valor si no fueran para mí, si el sentido de la vida
no fuera el sentido de mi vida.
De este modo se comprende que el ser humano se expresa en sus
preguntas, de tal manera que: "La religiosidad coincide con
la naturaleza de nuestro yo en cuanto se expresa en ciertas
preguntas: ¿Cuál es el significado último de la existencia?,
¿Por qué existe el dolor y la muerte?, ¿Por qué vale la pena
vivir realmente? O
¿De qué y para qué está hecha la
realidad? "
La religiosidad es una de las dimensiones constitutivas del
hombre, precisamente en cuanto que este preguntar está siempre
presente, trascendiendo las preguntas que son pertinentes o
inevitables sólo para una época o momento histórico.
Una dimensión no es una parte, o un fragmento separable del
todo, sino un aspecto en el que se refleja y se expresa todo el
yo como anhelo de verdad, de bien y de belleza, en una palabra
como deseo de satisfacción plena.
Podría decirse además que el sentido religioso, permea y exalta
cualquier otra dimensión de lo humano, la sociabilidad, la
historicidad, la moralidad, por lo cual podemos llamarlo
"síntesis del espíritu".
Un puente entre el
hombre y el destino
Si la religiosidad es esta exigencia de significado que podemos
traducir como exigencia de verdad, de belleza, de justicia, de
felicidad, que son como la raíz desde la cual brota la vida y la
personalidad de cada uno, las religiones son el intento de una
respuesta adecuada que abarque integralmente al hombre, un modo
de establecer ese nexo entre la vida presente y el Destino.
Cada religión es como una hipótesis de significado global de la
vida y su valor reside en que corresponde a un tipo de
sensibilidad humana, a la de un pueblo o incluso varios pueblos,
que encuentran en sus representaciones de la divinidad, en su
moral y en sus ritos una correspondencia a sus necesidades de
significado. Por eso son como un intento de tender un puente
entre el hombre y Dios. Un puente in-finito porque la distancia
entre el hombre y Dios no puede ser nunca superada. De aquí que
no solo el temor ante lo santo sino también la esperanza sean
algo esencial a toda religión y a toda religiosidad verdadera.
Cuanto mayor es la sensibilidad religiosa de un hombre tanto más
se percibe esta desproporción entre el intento humano y su
objetivo último.
Las religiones no son una solución al enigma de Dios, sino una
vía a través de la cual el hombre camina delante de esa
Presencia que nunca acaba de mostrarse: Por eso los fundadores
religiosos nunca dicen: ¡"yo tengo la respuesta"!,
sino "yo se hacia donde ir para encontrar la
respuesta", "yo sé cuál es el camino que conduce a la
vida verdadera".
El cristianismo, un
"hecho" extraordinario y anómalo
El cristianismo es un fenómeno que concierne a la experiencia
religiosa, por eso no se le comprende si se le reduce a cualquier
otro tipo de ámbito, filosófico, político o incluso
exclusivamente moral.
En primer término es preciso señalar que en esa búsqueda de
relación con el Misterio, en la cual se experimenta casi
inmediatamente la desproporción entre el hombre y Dios, surge
como una posibilidad plenamente razonable la "hipótesis de
la revelación"; el hombre no comprende e incluso se cansa y
percibe la relación con el Misterio como una fuente de cierta
desdicha y de dolor. En medio de estos afanes es concebible
"otra posibilidad", a la cual la razón no puede
objetar nada, y es la posibilidad de que El se manifieste, que el
Misterio se muestre dentro de la vida humana. Para las religiones
siempre existen objetos, lugares, situaciones donde Dios se
muestra, pero también, por lo mismo, se oculta, porque ni los
objetos ni los lugares sagrados son Dios, sino que Él está
siempre "más allá".
El cristianismo consiste en la afirmación de que esta
"hipótesis" se ha verificado en la historia.
"El Verbo se ha hecho carne", de este modo uno de los
discípulos de Jesús trató de expresar lo que había
encontrado.
Esta frase significa que la respuesta al deseo de verdad, de
bien, de belleza, que son como las fibras y los impulsos más
íntimos del corazón humano, se puede encontrar en medio de
nosotros con un rostro humano: el de este hombre, Jesús de
Nazaret, un hombre nacido de mujer.
Dios así se ha hecho presente, se ha revelado y nos ha revelado
su naturaleza y su designio sobre la historia y sobre el cosmos.
"El anuncio cristiano es que un hombre que comía, caminaba,
que llevaba a cabo normalmente su existencia humana, habría
dicho; "Yo soy vuestro destino", "Yo soy aquel de
quien todo el Cosmos está hecho". Objetivamente es el
único caso en la historia en el que un hombre se ha, no ya
"divinizado" genéricamente, sino identificado
substancialmente con Dios" (14) Lo extraordinario del
cristianismo no reside en ser una nueva filosofía, más
penetrante que otras filosofías, ni haber descubierto una nueva
divinidad a la cual adorar, ni en una enseñanza moral suprema;
lo extraordinario es que un hombre ha dicho "Yo soy, eso que
todos los hombres buscan, la respuesta a las preguntas
fundamentales del hombre Soy Yo".
En ningún otro caso ha ocurrido esto, ni Buda ni Moisés ni
Mahoma han dicho: "Yo soy". Nunca se habían
pronunciado estas palabras. "Yo soy el Camino, la Verdad y
la Vida".
Estas palabras, más bien podrían tomarse y fueron tomadas como
blasfemia en la causa que se le siguió a Jesús para
crucificarle.
De hecho, cuanto más genialidad religiosa tiene un hombre, menos
está tentado a identificar su ser contingente y lleno de
límites con Dios.
Es un hecho "anómalo", que además mete en crisis
(juzga radicalmente) los demás caminos religiosos que el hombre
ha concebido. En efecto, entendida la religión como ente puente
que el hombre intenta tender hacia el Absoluto, se puede decir
que todas las religiones son verdaderas, lo son precisamente en
cuanto constituyen una tensión noble, llena de belleza y
dramatismo, por alcanzar y verificar un significado total de la
vida y la realidad.
El cristianismo es un Acontecimiento, un Hecho que irrumpe dentro
de la historia humana, Dios que se hace hombre. Pero, el
cristianismo es "otra vía", no la vía ascendente del
hombre a Dios sino la descendente de Dios al hombre, por eso
puede llamarse, propiamente la verdadera religión, no en sentido
reductivo, sociológico o político, porque la verdad que Cristo
intenta mostrar no depende de que Constantino la haya hecho
oficial en el Imperio Romano, o de ser aliada de cualquier forma
de poder, para afirmarse sobre cualquier otra creencia y
excluirlas a todas: "Jesucristo nos revela que Él es el
camino no porque si imponga como tal aunque habría podido -¡era
Dios!), sino porque se comunica a través de la dinámica que es
más connatural y respetuosa del conocimiento humano. El se
revela como una presencia que corresponde de modo excepcional a
los deseos de la razón y del corazón humano"
Y al mismo tiempo, si este camino inaugurado por Cristo es el
método de Dios, quien vive la experiencia de seguirlo, está en
condiciones, no de tolerar simplemente, sino de valorizar mejor
los demás caminos, de reconocer lo que tienen de verdadero; es
lo que se llama "ecumenismo".
Con la Encarnación, la Muerte y la Resurrección de Cristo, Dios
nos ha mostrado que El tiene una pasión inmensa por el hombre, a
quien ama con un amor inefable, hasta tomar sobre sí el dolor y
la muerte humanas.
La parábola del hijo pródigo es la representación más bella
de esta pasión que el Padre, tiene por cada hijo; no por el que
es bueno sino por el que es hijo, o sea, todo hombre.
En una palabra Dios se ha vuelto un compañero, una compañía
real en cada uno los pasos por los que atraviesa la vida humana
sin excluir ni el dolor ni la muerte; de este modo Cristo ha
asumido toda la condición humana y la ha redimido, o sea, le ha
dado la posibilidad de ser lo que estaba llamada a ser desde el
origen.
Este "hecho" alcanzó a unos cuantos hombres y mujeres
que convivieron con Él unos pocos años, le oyeron hablar,
discutieron con Él, le malinterpretaron, le traicionaron, pero
al final como no podían traicionar su propia conciencia,
reconocen que sólo Él tiene palabras que explican la vida. Le
vieron padecer y aceptar la muerte por obediencia al Padre, es
decir entregando su vida confiadamente para que se realice el
designio de Otro. Y le vieron resucitado.
Esos pocos que le conocieron, aceptaron como motivo central de su
vida, vivir y ser la memoria de aquel Acontecimiento,
comunicándolo a todos los pueblos y dando origen así a un
pueblo nuevo, la Ecclesia, cuya unidad (communio) provenía de
perseverar en la Memoria y en la Misión.
La vida de los pueblos ahora contenía, aunque fuera sólo como
una pequeña semilla, una Presencia diferente. Dios no solo se
había encarnado para unos cuantos, sino para todos y permanecía
entre los hombres, de un modo peculiar, pero no menos real, en la
comunidad de los creyentes.
El acontecimiento
dentro de la historia humana.
Al referimos a la historia, nos referimos inmediatamente a la
historia y la civilización occidental, que es el cauce a través
del cual el cristianismo nos ha alcanzado a nosotros. Aunque
habría que decir que en la Europa oriental y en le medio
Oriente, también hay una historia y las huellas de una presencia
cristiana estupendas.
El cristianismo se difundió por el Imperio, siguiendo las rutas
comerciales y muchas veces por los mismos comerciantes que se
hacían cristianos y junto con sus mercaderías llevaban algunas
buenas noticias, el Evangelio.
La fuerza humana y civilizadora del Acontecimiento cristiano
impregnó, un periodo histórico sobre el cual tenemos más
prejuicios que conocimiento real, me refiero a la Edad media.
La edad media representa este periodo de estabilización de la
Ecclesia y de despliegue de su potencial humanizador, es decir,
la capacidad de gestar una sociedad y una cultura más humanas:
se trata de un despliegue lento y dramático, pero humanísimo.
No es una edad ideal, porque ninguna edad histórica puede serlo,
sino que es una periodo en el que un grupo de naciones resurge de
las ruinas del Imperio y se dan una nueva unidad cultural y
política, son pueblos que conservan sus diferencias entre sí y
al mismo tiempo reconocen el Acontecimiento cristiano como centro
ideal de la vida, en todas sus dimensiones.
Por eso al afirmar que la edad media es este periodo de la
historia en el que se ha intentado construir todo a partir del
Acontecimiento, no intentamos ni remotamente idealizarlo, ni
presentarlo como "cuento de hadas". Es una época
durísima. Podemos imaginar lo difícil que sería vivir después
de la devastación del Imperio; a causa de la invasión de los
bárbaros: desaparece totalmente la civilización y el orden
social; la guerra y la ley del más fuerte se imponen como la
condición más normal de la vida; no se puede cultivar la
tierra, ni criar animales; el que no era fuerte, para sobrevivir
tenia que volverse siervo del más fuerte, que le ofrecía
protección.
La presencia de Dios entre los hombres no destruye la naturaleza
humana, no elimina ninguna fatiga ni esfuerzo, más bien les
confiere un sentido nuevo, los abre a un horizonte distinto: Dios
entra en todos los aspectos de la vida, no para hacer cómoda o
más fácil la vida sino para llenarla de sentido, de este modo
el trabajo humano adquiere una dignidad y una fecundidad
peculiar.
"La cultura medieval, en efecto, favorecía la formación de
una mentalidad marcada por una religiosidad auténtica. La
religiosidad auténtica esta caracterizada por la imagen de Dios
como horizonte totalizador de cada uno de los actos del hombre,
es decir, por una concepción de Dios como algo pertinente a
todos los aspectos de la vida que subyace a cualquier experiencia
humana, sin excluir ninguna y por tanto como ideal unificador de
todo"
La edad media, como cualquier otra época, tiene una imagen
privilegiada del hombre; detrás de la imagen del guerrero y del
monje que eran dos modelos sociales, que corresponden también a
"funciones" sociales significativas para la época, se
delinea la figura del "santo"; que no es algo así como
el "buen chico" como solemos representarlo nosotros, ni
siquiera podemos afirmar que es el hombre de la coherencia moral.
El ideal de la santidad no reside propiamente en la coherencia
moral sino en una apertura a la totalidad: que no es sino la
auténtica religiosidad, porque ésta consiste en reconocer que
Dios es la fuente de todo y Él tiene que ver con todo. Por eso
el santo es "el hombre de la totalidad", viviendo la
situación concreta que le toca vivir, descubre y reconoce que
todo tiene una sola fuente y raíz: el Dios verdadero, que se ha
vuelto una Presencia viva y operante en medio de la vida
concreta.
De tal manera que la unidad y la armonía entre el hombre, la
naturaleza y la historia, es asegurada no en virtud del poder
humano, sino a partir de que se reconoce a Dios, como origen y
consistencia de todo.
La ruptura de la
unidad y la fragmentación.
El mundo moderno y por tanto la formación de la conciencia del
hombre moderno se inicia con la fractura de esta mentalidad
unitaria (no homogénea), que caracterizó a la edad media.
La ruptura de esta "mentalidad unitaria" tiene causas
complejas que es difícil sintetizar en este momento, pero se
puede identificar históricamente en las tendencias culturales
que están en la base del Renacimiento, que se conocen como
"Humanismo"
Sin seguir necesariamente una secuencia histórica podemos fijar
tres factores impulsados por el Humanismo renacentista que
intervienen directamente en la formación de la conciencia del
hombre moderno:
El hombre de éxito, el divo, sustituye a la imagen del santo.
El Humanismo desde el punto de vista que aquí nos interesa, es
un nuevo sentido del hombre y de sus problemas. Un nuevo sentido
que parte de la afirmación optimista de la dignidad del hombre y
de su superioridad sobre la creación; no importa tanto que el
hombre viva la "relación con la totalidad", sino que
sea capaz de hazañas y realizaciones admirables en un campo
particular de la actividad humana.
Esto es precisamente el "divo", un hombre que triunfa
en un campo determinado, ya sea en el arte, la técnica, o en el
terreno militar o político.
Se forma así una mentalidad que de hecho no niega a Dios, pero
tiende a dejarlo de lado; "el individuo, se convierte en
algo interesante por sí mismo. La observación y el análisis
psicológico se centran sobre él"
Hace su aparición un sentimiento nuevo de lo extraordinario que
se contiene dentro de lo humano y lo natural. Lo extraordinario
no es ya la Presencia del Misterio en medio de los hombres, sino
el medirse de la genialidad y la potencia del individuo con
grandes empresas terrenas. El ideal humano es un hombre grande
"apoyado en el ingenium, conducido por la fortuna
recompensado por la fama y la gloria".
Por eso en el renacimiento se han vuelto tan sugestivas las
figuras de la diosa "Fortuna" y de la "Fama".
Este es el hombre que a decir del humanista Coluccio Salutati
merece el cielo: "Del cielo es digno el hombre que hace
grandes cosas en la tierra".
Las grandes empresas que motivan la genialidad individual se
diversifican y adquieren formas incipientes pero bien definidas
de autonomía: en la Política (Maquiavelo), en la Ciencia
(Galileo y Bacon), en el Arte (Petrarca y Masacchio), aún en el
mismo campo de la experiencia cristiana, la llamada reforma
protestante, vendrá a producir una profunda fractura y a
plantear la autonomía de la conciencia individual en el modo de
vivir la experiencia de la fe (Lutero), la sola fides basta, no
se necesita ni la traditio ni la Ecclesia como comunidad
objetiva.
No estoy censurando ni aprobando estos procesos, sólo quiero
señalar que desde el punto de vista de aquella mentalidad
unitaria, que impregnó el mundo medieval, expresada en sus
catedrales, en su vida comunitaria monástica y civil y en las
Summas, esa tensión constante ha saltado en pedazos, y cada
fragmento del orden social y cósmico tiende a volverse
independiente de los demás.
2. La adopción del naturalismo, para explicar la fuente de
energía humana.
Conforme Dios deja de ser una Presencia real y se le va relegando
a un cielo que nada tiene que ver con la condición terrena, se
va formando la convicción de que el hombre es sostenido en sus
afanes por la energía que le da la naturaleza; de hecho, el
Renacimiento que suele ser identificado con un retorno al mundo
clásico, exaltó la antigüedad como un paradigma del hombre
natural, de lo que el hombre es capaz sin que ninguna fuente
sobrenatural lo sostenga.
La naturaleza en esta nueva mentalidad significa, algo diferente
a la idea cristiana de creación, la diferencia reside
precisamente en la condición de autonomía. La naturaleza es lo
inmediatamente dado, la totalidad de las cosas, un conjunto de
energías y materias, de seres y leyes, autoreferidos. La idea de
creación, por el contrario, implica la dependencia radical de
todas esas cosas de un principio superior, de Algo que no es
creado.
Pero la idea de naturaleza también adquiere un sentido
valorativo, al principio el Humanismo no negará lo sobrenatural,
pero lo vuelve irrelevante, en cambio, lo natural se vuelve
normativo. La norma del conocer y del obrar es "lo
natural", que se vuelve entonces sinónimo de lo recto. De
la naturaleza se pueden extraer los criterios para la existencia
válida. Recordemos como en su momento el racionalismo opondrá a
la educación escolástica que juzga equivocada y fuente
confusión, el estudio en el "libro de la naturaleza".
Ahora bien como la naturaleza es fuente de justificación, una
norma, ella no necesita ser justificada, ni puede ser
trascendida.
La implicación más precisa del naturalismo con la acción
humana se expresa claramente en esta afirmación de Rabelais:
"haz lo que quieras porque por naturaleza el hombre está
impulsado a realizar actos virtuosos".
De este modo virtud y instintividad coinciden; la naturaleza obra
bien, precisamente porque es natural. Es claro que aquí se
dibuja ya la raíz de una nueva moral.
"La naturaleza impulsa al hombre a realizar actos
buenos", "la naturaleza es buena". He aquí dos
afirmaciones que nos desafían, porque si en un momento estuvimos
tentados a censurarlas como falsas, si reflexionamos un poco nos
damos cuenta de que ambas afirmaciones son verdaderas.
El error del naturalismo no está, en este caso, en lo que
afirma, sino en lo que censura, en lo que deja de considerar.
Porque si bien es verdad que en el hombre esta inscrita una
tendencia natural al bien, el realismo nos exige no olvidar que
el hombre está como herido, y hace el mal que no quiere y obra
contra su conciencia, o sea en contra de lo que reconoce como
objetivamente bueno. De esta manera no hay una armonía pacifica
entre la inclinación natural al bien y la inclinación inmediata
que experimentamos. "El justo peca siete veces", dice
la Escritura y esto coincide más con la dinámica y con la
condición real de nuestro comportamiento, que la supuesta pureza
de una naturaleza indefectiblemente recta.
El naturalismo trae una consecuencia gravísima: si la naturaleza
es fuente de justificación, en el campo moral pronto aparece la
ley de Dios como una censura, como un puro NO y por esta vía
Dios empieza a dejar de ser algo simplemente lejano para volverse
potencial o manifiestamente enemigo.
El espíritu
Prometéico.
Prometeo es aquella figura de la mitología griega que roba el
fuego a los dioses para entregarlo a los hombres.
Después del Renacimiento vendrá la era de los grandes
descubrimientos científicos y tecnológicos, el hombre que se
había vuelto sobre sí mismo descubre en la razón su propio
poder, el poder de someter la naturaleza.
La razón es esta capacidad que el hombre tiene para conocer y
arrebatarle a la naturaleza sus propios secretos para dominarla.
De esta manera aparece la razón como el dios, la fuente de donde
surge la felicidad y el instrumento para alcanzarla. Viene así
la era de la Razón, la ilustración, o la "mayoría de
edad" del hombre, que Kant claramente ha caracterizado como
aquella edad en la cual el hombre ya "no es conducido por
otro". Una razón que se autoafirma negando la alteridad
Se instaura, desde entonces el momento de la lucha abierta de la
Razón contra Dios. La fe se vuelve sinónimo de oscuridad,
minoridad, retraso, frente a la luz, la adultez y el progreso que
representan la Razón.
En una palabra, el hombre no tiene que preguntarse por el sentido
de su vida y su destino, ahora él tiene (pretende tener) el
poder de construirlo y de dárselo a sí mismo.
Las consecuencias de esta triple herencia:
El ateísmo es, no la negación, sino la expulsión de Dios del
mundo del hombre.
La negación de Dios en su forma más terrible no es, como suele
pensarse el materialismo, que al final termina sustituyendo un
Dios por otro, o mejor por un Idolo.
El ateísmo en su forma más sutil, porque involucra incluso a
los que decimos ser creyentes, no es el que afirma "Dios no
existe", la formula que podría expresar mejor el ateísmo
que la conciencia del hombre moderno ha fraguado es aquella de
Cornelio Fabro: "Dios, si existe, no entra".
Un Dios que no tiene nada que ver con la vida, refundido en la
lejanía de su cielo y en su beatitud, que no le interesa el
hombre, ni la historia, ni el cosmos, no es en definitiva un
Dios, al menos no para quien tiene una conciencia religiosa viva.
Por eso Nietzsche, que no es un ateo vulgar, burdo, hace decir a
su Zaratustra, está frase terrible y paradójica: "Dios ha
muerto, nosotros le hemos matado". Es como si dijéramos;
"Aquí en este dominio de la vida, nosotros somos los
creadores de su sentido, nosotros somos el sentido de la tierra,
del mundo, Tú, no entras."
Recuerdan el relato del Gran Inquisidor de los Hermanos
Karamazov. En éste Ivan confiesa a su hermano haber imaginado la
forma de ateísmo que jamás nadie concibió; en el centro de
este relato esta el diálogo del Gran Inquisidor con Cristo, que
es reconocido como el hijo de Dios y, sin embargo el gran
Inquisidor dice a Cristo, "por qué regresaste, no debiste
haber regresado, nosotros hemos corregido tu obra".
Se crea una separación infranqueable entre lo sagrado y lo
profano y el hombre se apropia de lo profano, Dios está fuera.
El laicismo.
La palabra que indica más exactamente esta que llamamos la forma
más radical del ateísmo es laicismo: la idea de que el poder
político, la economía, la educación y la vida pública, son
espacios neutros a la presencia de Dios, para repetirlo,
"Dios, no entra". Se trata de la realización de
aquella autonomía que el Humanismo promovió. La fe y la
religiosidad tienen derecho de existir dentro de una esfera
privada, dentro de las conciencias individuales y a lo sumo en
las relaciones familiares, pero en los ámbitos de la vida
pública, Dios no entra.
La palabra "laico", que está en la raíz de
"laicismo", viene de laos que quiere decir pueblo y los
pueblos europeos y los americanos como es todavía patente,
vivían una cultura señaladamente religiosa. En cambio el
laicismo, sustituye al pueblo real, por el pueblo como proyecto
nacido del poder del Estado. El laicismo moderno fue sostenido,
difundido y abanderado sobre todo por élites ligadas al poder
político.
Y la catástrofe real de casi todos los pueblos americanos, para
decir algunos, proviene del divorcio cultural entre las élites y
el pueblo.
El laicismo, sus
valores centrales
Cuando repasamos la historia se asocian el proceso del laicismo
ciertas consecuencias: la desamortización de los bienes del
clero, la secularización del registro civil y de los panteones y
cosas por el estilo.
Aquí no nos interesa por el momento juzgar estos fenómenos, que
tienen una significado de tipo político y social, más que
religioso.
En realidad las consecuencias del laicismo, como expulsión de
Dios de ciertos dominios de la vida del hombre, son mucho más
profundas y decisivas que las anteriores.
La razón como medida de todas las cosas.
La razón es ante todo una atributo del hombre una, la energía
cognoscitiva con la cual establece relación con todas las cosas:
es conciencia de la realidad según la totalidad de sus factores;
por tanto en el hombre significa una apertura a lo real y
después una atención a la totalidad.
La racionalidad moderna, mejor llamada racionalismo y desplegada
culturalmente en el iluminismo, es concebida como el instrumento
supremo de dominio hombre. "Conocer es poder", es la
divisa que el empirista Francis Bacon establece como nuevo
criterio de racionalidad, así la razón es ante todo medida de
lo real y es verdadero sólo aquello que la razón mide y
calcula. De modo que la razón en lugar de abrir al hombre a la
totalidad lo cierra a sus pripios límites y cálculos.
El hombre moderno que ha desmontado su fundamento y lo ha dejado
de lado, tiene que darse a sí mismo firmeza y seguridad, por
ello la verdad que le importa no es la que él puede reconocer,
no es aquel "gaudium de veritate" gozo de la verdad que
fascinaba a San Agustín, sino la verdad que le da poder, la
verdad que le asegura dominio sobre las cosas y también sobre
los demás ya que potencialmente siempre son una fuente de
peligro para la propia seguridad. Dice Ortega y Gasset que la
razón moderna mas que del amor por la verdad ha nacido del miedo
al error; en efecto, para quien funda la certeza de su vida
exclusivamente en su propia energía, el error es catastrófico.
El hombre cristiano está lleno de errores como cualquier otro
hombre, sin embargo, la fuente de su certeza y su paz está en
Otro, que no mide nuestra dignidad por nuestros límites sino por
la misericordia.
La libertad.
Junto con la razón lo que más caracteriza la vida humana es la
libertad: por eso un cambio significativo en la imagen del
hombre, trae consigo un cambio en la idea de libertad humana.
Tendríamos que es en el cristianismo en el que se muestra
cabalmente una forma de la libertad que pone al hombre delante
del Infinito; la libertad que conoció la cultura clásica
pagana, era la del la polis, la del ciudadano, al final el hombre
no podía trascender el orden de la ciudad o el Estado, ni el
orden cósmico. En cambió la libertad del cristianismo es en
sentido estricto la libertad, el hombre puesto ante la
posibilidad extrema: adherir al Ser o desertar, renegar.
Justamente en esto reside el carácter de la libertad en una
adhesión amorosa a la realidad o se rechazo, el hombre es así
responsable de manera plena.
La libertad moderna no se entiende sin la raíz cristiana, y si
embargo, se le confiere una valencia distinta: la libertad es
ante todo autonomía, ausencia de vínculo. La única moral que
es posible admitir según los cánones racionalistas es la de la
voluntad autónoma, que se da a sí misma su propia norma. Una
moral que esta desarticulada de lo real; distancia y ausencia de
nexo.
De una manera es el abandono de uno mismo a su propia
espontaneidad, hedonismo y subjetivismo ético y de otro modo, en
su formulación racional es coherencia consigo mismo e
independencia de otro.
La conciencia.
Para decirlo directamente deja de ser el lugar donde se escucha
la voz del Otro, y ahora se le concibe como lugar donde se
formula la norma ética de la acción, es decir, donde el
individuo elabora la propia justificación a su actuar,
coincidiendo así con la idea de autonomía.
La cultura, si la razón es la medida de lo real, la cultura que
surge de la razón autónoma es sobre todo dominio, posesión de
lo real, que se refleja en el afán de "tener". La
cultura tiene como criterio el éxito, no a la persona que a
través de la cultura va manifestando su rostro y su densidad
humana.
La fe en el
Progreso
Toda esta mentalidad, bajo un impulso renovado que la daría la
Ilustración. Se sintetizo y cristalizo en la idea del progreso.
El hombre disponiendo de este poderoso instrumento que le da la
ciencia y la técnica, cree que avanzará siempre hacia estadios
mejores de vida y de convivencia.
El hombre occidental del siglo XIX vivió el momento más pleno
de realización de ésta idea; es un hombre que aunque conserve
ciertas prácticas de culto y moralidad religiosa, cree más en
el progreso que en Dios, o mejor dicho, asegurando tener el
progreso hasta se podría creer en el Dios que a cada cual le
convenza o le convenga.
La novela de Julio Verne ejemplifica muy bien este espíritu, el
hombre con la ciencia, conquistará el espacio, las profundidades
del mar, las regiones más inhóspitas, pero sobre todo
construirá su propia grandeza.
Es muy aleccionador, para el asunto que nos interesa en este
momento, recordar las palabras de un personaje que representa a
un típico hombre decimonónico, activo y consciente de su
condición de hombre progresista: Jules Castagnary, quien escribe
un discurso para ser pronunciado en una tertulia, una filosofía
de salón, hacia mediados del siglo pasado y dice lo siguiente:
Al lado del jardín divino del que he sido expulsado, construiré
un nuevo Eden(...) a su entrada colocaré el progreso(...) y
pondré una espada llameante en su mano; él dirá entonces a
Dios: "Tú no entrarás aquí". Y así fue como los
hombres comenzaron a construir la comunidad humana"
Una optimismo
frustrado.
Con todo esta confianza en el progreso hacia el finales del siglo
XIX empezó a mostrar signos de debilidad, el burgués europeo,
orgulloso de sus conquistas empezó a experimentar un malestar
que irá develándose a lo largo de este siglo como síntoma de
una crisis profunda. Esta fe que como dice Baumer,
"suplantaba la vieja fe religiosa, y era una compensación y
un consuelo por su pérdida. Sostendría muy bien al hombre
occidental hasta el día que (el malestar) la Malasie histórica,
así como la religiosa, se dejan sentir, como ocurrirá en el
siglo XX"
Sería demasiado prolijo documentar este malestar y los
acontecimientos que marcan la debacle de esta mentalidad, sería
también interminable la lista de pensadores y de escritores que
atestiguan durante este siglo este fenómeno.
Podemos, podemos sin embrago indicar algunos fenómenos que
tienen relación esta conciencia de frustración, de haber
llegado a un límite en el cual el hombre ya no era sostenido y
confortado por una fe ingenua en el optimismo progresista.
En primer lugar tendríamos que señalas las dos grandes
mundiales, como el desmentido más elocuente y trágico del
optimismo moderno. En efecto, no una filosofía sino los hechos
venían a echar por tierra la idea de que el hombre progresa
siempre hacia forma superiores de civilización, las guerras
mostraron a todos que el europeo burgués progresista seguía
siendo tan "bárbaro y primitivo" como el hombre de
todos los tiempos. Bernard Shaw, escritor ingles y un testigo
laico de la primera Guerra, se hace esta reflexión que muestra
cabalmente la conciencia de fracaso:
"La naturaleza nos dio un largo crédito, abusamos de él al
máximo. Pero cuando al fin nos azoto, lo hizo con furia. Durante
cuatro años arrasó nuestros primogénitos y apilo sobre
nosotros plagas nunca soñadas en Egipto"
La obra de Shaw tiene un título, que dice casi todo: Heartbreak
house. La casa del corazón roto.
Es algo más conocida una anécdota que tiene como protagonista a
Winston Churchill, el primer ministro inglés, al cual le toco
conducir los destinos de Inglaterra durante la Segunda Guerra
Mundial, que pronunciara aquel celebérrimo discurso en el que
decía a los ingleses: "os prometo sangre, sudor y
lágrimas".
La anécdota ocurre al final de la Guerra cuando, ya confirmado
el triunfo de las fuerzas aliadas, en los Estados Unidos se hace
un gran homenaje al estadista inglés, en el Instituto
Tecnológico de Massachusetts - como se sabe uno de los centros
de alta tecnología más reconocidos del mundo -. El rector
dirigió a Churchill un discurso en el que rebozaba aquella
optimismo ingenuo en el poder de la ciencia. El orador prometía
que la civilización salvada, encontraría en la ciencia la
capacidad para tomar posesión de todos aspectos del ser humano,
del pensamiento, de los afectos y los sentimientos del hombre, de
tal modo que, en el futuro sería imposible que surgiera un nuevo
Hitler y nacería la sociedad perfecta. Churchill se puso en pie,
agradeció los reconocimientos que se le hacían y respecto al
mundo feliz que se le profetizaba, dijo: "espero
ardientemente estar muerto antes de que tal cosa ocurra".
El desarrollo del potencial nuclear en el terreno militar, con la
carga de irracionalidad que este hecho contiene, no puede pasar
desapercibido. El hombre siempre se ha hecho de instrumentos
bélicos, de armas y ha desarrollado permanentemente nuevos
instrumentos y cada vez más efectivos y poderosos, esto no es un
hecho nuevo. Pero aquí no se trata solamente de instrumentos de
guerra, sino de que por primera vez en toda la historia, el
hombre se ha colocado a sí mismo en la posibilidad de su
autodestrucción, de su exterminio. Esto simple y llanamente es
irracional.
Pero hay algo que lo hace más crispante y contradictorio. No se
construyen bombas nucleares con conjuros mágicos o con
supersticiones o rituales religiosos, eso que para la razón
ilustrada representa lo irracional, sino con la razón, es decir,
con la ciencia y la tecnología más sofisticada. Por tanto, hace
su aparición la "irracionalidad" de la razón.
Esto naturalmente ha provocado que se acentúe en el hombre
contemporáneo un sentimiento de humillación, de angustia ante
el destino.
"Dios ha muerto y nosotros nos hemos quedado sin sol y sin
horizonte", estas palabras de Nietzsche parecen proféticas
para el hombre contemporáneo.
El extravío de la
razón y la crisis contemporánea
El vacío de significado y el extravío de la razón han
provocado en el hombre contemporáneo, una perdida del gusto por
la vida, esto a pasar de toda la comodidad o todo el bienestar de
los cuales se puede disponer hoy como en ninguna otra época: Es
como si el tedio, el hastío, "la nausea" se
convirtieran en la condición habitual.
El hombre trata de huir de sí mismo y se refugia en los
mecanismos, en los sistemas, en las estructuras. Construimos
grandes hospitales pero ahí la gente se muere en la soledad más
terrible, con asistencia profesional pero sin una compañía
humana. Podríamos decir con Chesterton que: "El hombre
moderno es semejante al viajero que olvida el nombre de su
destino y tiene que regresar al lugar del que partió para
averiguar incluso donde se dirigía" El hombre
contemporáneo, en cambio, se da cuenta que hay una cosa más
absurda que la ausencia de Dios. Es más absurdo, enerva más la
conciencia y el sentimiento de fracaso reconocer, como hace
Kafka, que sí existe una meta, hay un sentido, pero no hay
camino; para el hombre actual no hay camino.
La Alternativa:
Para nosotros la alternativa es o el nihilismo, es decir, que
todo va hacia la nada y entonces aceptar con Nietzsche incipit
tragedia, comienza la tragedia, o bien quedar abiertos a que algo
acontezca.
Kierkegaard dice que la única relación con la grandeza, con lo
Absoluto, es la contemporaneidad. Si Dios está, está en el
presente, es una Presencia o no es Dios.
Entonces tenemos que aprender a mirar lo que sucede y a esperar.
Termino con estas palabras:
Vivimos, por lo tanto, en un momento dramáticamente bello,
porque todo se apoya cada vez más en nuestra decisión, que debe
luchar contra la mentalidad común... en la cual... aparecen hoy
la nostalgia y los destellos de una conciencia de las exigencia
humanas que ha estado más oscurecida en otros periodos
históricos.
Al término de su itinerario filosófico Horkheimer dice:
"Sin la revelación de un dios, el hombre no consigue
recapacitar sobre sí mismo"
Por Jorge L. Navarro Campos.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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