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¿Puede haber democracia donde hay anorexia?.
El temor a repetir las experiencias totalitarias del siglo que culmina puede inducirnos a negar la existencia del bien común; la sociedad, sin embargo, requiere de todos una actitud de servicio que permita fundar, a través del diálogo, una convivencia con bases sólidas y objetivas
Cuando Aristóteles formuló modelos de
polis o constituciones escribió al menos doce; cuando quiso
entender qué era la política, lo que escribió fue breve, y
fácilmente clasificable como una unidad. La razón fundamental
es que él tenía muy presente la diferencia entre el bien común
y las diversas acciones y formas de organizar la realidad en
orden a ese bien común. El problema surge cuando se confunden
ambas cosas, o se pretende eliminar a una de ellas en favor de la
otra. Me explicaré.
La experiencia política del presente siglo ha estado signada,
especialmente en los primeros 60 años, por varios intentos de
reducir a una sola las posibles formas de organización de la
vida pública en orden al bien común. Así, la humanidad vio
aparecer uno tras otro a diversos totalitarismos mesiánicos con
los cuales el diálogo era poco menos que imposible. Se veía el
bien común y se trataba de alcanzarlo por una única vía, y se
ignoraban o rechazaban otros puntos de vista sobre la realidad.
Pero esto no puede durar, porque un hombre o un grupo selecto
nunca tendrán la percepción de las necesidades de una sociedad
en la que son muchos los que conviven. El bien común no es la
simple suma de los bienes particulares -eso está claro-, pero la
captación de los problemas de la comunidad es difícil cuando el
sector que ocupa el poder deja de lado a otros simplemente porque
éstos no coinciden con su forma de hacer las cosas.
En la historia reciente de la humanidad sobran ejemplos de lo
dicho; también están involucrados aquellos que hoy pregonan la
libertad como bien absoluto, casi supradivino. El fenómeno
alcanzó tal magnitud, que se llegó a creer -y se grabó en el
«inconsciente colectivo»- que con el mero acceso a una sociedad
abierta, pluralista y democrática todos los problemas se
resuelven. Sin embargo, y describiendo un peligroso movimiento
pendular, nuestro país se ha venido aproximando a las antípodas
de lo que un día consideró malo. Estamos viviendo una reacción
y nos movemos urgidos por las circunstancias, sin recoger las
enseñanzas del pasado y sin pensar en las futuras generaciones.
Un día, la sociedad argentina se dijo: "No podemos
renunciar a la diversidad de modos de buscar el bien
común." Nada más sano. Sin embargo, de inmediato surgió
el extremismo: "Por lo tanto, el bien común no existe. Si
sólo hay pluralidad, no hay un bien que nos concierna a todos,
sino bienes que conciernen a diversos grupos. Como son diversos,
no existe un piso común; cada uno lleva agua para su molino.
Sólo resta competir para determinar quién comanda la
convivencia." Es un planteo peligroso.
Esta mentalidad, sin embargo, no es sólo propia de la política,
sino que es parte de un contexto global. En el artículo anterior
hablaba de la actitud «zapping» llevada al plano político;
ahora señalo que tanto aquel fenómeno como el que hoy describo
tienen su origen en el escepticismo moderno, es decir, en eso que
impulsó al pensador Gianni Vattimo a proponer lo que ya estaba a
flor de piel en buena parte del pensamiento actual: un
«pensamiento débil», que nos evite toda posibilidad de
confrontación bajo los signos autoritarios de antaño. Lo que se
postula es un pensamiento «bajas calorías» que mantenga la
escultural apariencia de que todos nos hemos puesto de acuerdo
porque todavía no nos hemos matado, y de que hasta somos tan
civilizados que podemos hablar (sólo un rato) de fútbol
respetando la idea del otro ("Qué bueno: no tiene la culpa
de ser de Boca; lo heredó del papá.") No es malo hacer
dieta, sobre todo cuando uno se la ha pasado comiendo, pero
también la anorexia mata.
Sigamos adelante. Ahora resulta que, como no puede haber bien
común, nuestro suelo soporta periódicamente una lucha titánica
entre bienes de grupo para ver quién logrará poner condiciones.
Se dice que, en la práctica, el bien de la sociedad surgirá del
equilibrio entre las distintas fuerzas representativas, luego de
una lucha con reglas perfectamente claras. Pero esto también
implica un riesgo de disgregación social según el viejo
aforismo: "el hombre es lobo para el hombre". Así se
hace presente aquel principio de Hobbes según el cual "el
Estado es un Leviatán" nacido de los periódicos choques
entre grupos de poder, un monstruo contra el que hay que luchar
sólo para imponer ideas y al que hay que someterse luego de la
batalla, so pena de alterar el orden precario de la pluralidad
democrática. Son éstos los síntomas (y aun las causas) de
nuestra naciente bulimia política.
En principio, se trata de un estado de derecho bajo el imperio de
la ley, y no veo mejor forma de construir la convivencia. Sin
embargo, lo que es saludable para el orden institucional positivo
no lo es para el uso político (cuando hablo de «uso político»
me refiero a la actitud que manifiestan los hombres que conducen
a la sociedad en todos sus estamentos, pero especialmente al
ámbito de aquellos a quienes se conoce como «políticos», es
decir, los que tienen en sus manos las decisiones que conciernen
al conjunto de la sociedad). La Constitución es la guía que
ordena nuestra convivencia, pero hay un espíritu que da origen a
ese ordenamiento y que va más allá de la letra escrita
(convivimos porque la convivencia está impresa en nuestra
naturaleza; el hombre es, como dice Aristóteles, «zoon
politikon», y por ello la Constitución no es causa eficiente ni
final de la convivencia, sino sólo parte de su causa formal). Lo
que quiero decir es que nuestras discusiones políticas
cotidianas debieran estar animadas más por la busca del bien
común que por el mero respeto a las normas escritas. El
argumento que suele plantearse es el que sigue: "Fue
aprobado; por lo tanto, debe cumplirse. Jugamos el partido y
perdiste." O, como diría un adolescente:
"Fuiste". El asunto es sutil, y al analizarlo no
debemos precipitarnos, porque se presta a malos entendidos. Parte
del tratamiento para salir de la anorexia política en que nos
hallamos consiste en no ser simplistas ni etiquetar a nadie antes
de haberlo escuchado y comprendido. Por eso debemos prestar
atención a varios temas que se refieren a nuestras instituciones
y así saber qué debemos esperar de ellas.
Dicen los estadounidenses que tener democracia es sencillo, y que
lo difícil es que cada ciudadano sea democrático. Nosotros
tenemos la democracia; ahora, con el sistema consolidado, debemos
mirarnos a nosotros mismos y averiguar en qué puntos podemos
mejorar nuestra vida política. Están en juego aspectos
cruciales de nuestras vidas: el asunto no puede ser tratado con
los códigos de un partido de fútbol. De paso: pareciera ser que
ha comenzado el torneo Clausura y que el libro de pases ha estado
abierto. Recuerdo que, cuando éramos chicos, ante el inicio de
cada torneo debíamos comenzar una nueva colección de figuritas
en la que el que antes era de Boca aparecía con la camiseta de
River. En la política también suelen sorprendernos algunos
cambios.
La Constitución es la guía que ordena nuestra convivencia, pero
hay un espíritu que da origen a ese ordenamiento y que va más
allá de la letra escrita.
Ser democrático no es ser demagógico; no es decir que se hace
lo que el pueblo quiere, ni aparentar cercanía con la gente por
haber caminado tres o cuatro barrios o haber firmado autógrafos.
Democrático es aquel que pone alguna virtud personal al servicio
de los demás para que todos vivamos un poco mejor. El espíritu
democrático surge de la dialéctica entre lo que el servidor
(político) entiende que puede y debe hacer para mejorar la
realidad, y las necesidades manifiestas en el contacto con el
pueblo. No ha de invalidarse el diálogo ni se debe diluir la
acción en la dialéctica de la aniquilación; hoy todo se reduce
a ganar la partida en el Congreso para prevalecer. Son pocos los
que proponen una convivencia regida por un verdadero espíritu
democrático; entre tanto, los problemas se multiplican.
Ninguna visión debe excluir a las otras, pero tampoco hemos de
caer en el engaño de una pluralidad que exija la inexistencia
del bien común (y por lo tanto, único). Necesitamos dirigentes
con espíritu de servicio y que, dueños de una particular forma
de ver los problemas, entablen un diálogo que permita construir
un piso común. Frente al recuerdo del totalitarismo sentimos
temor y apostamos al pensamiento débil; "que cada uno haga
la suya". De este modo la anorexia política es inevitable;
el discurso de los políticos busca conservar o arrebatar el
poder mientras la gente no halla solución a sus problemas.
No basta con que cambien las caras o los nombres: es necesario un
cambio de actitud, un nuevo uso político que se centre
desinteresadamente en el bien común. No le temo a la pluralidad
de ideas; no me atemoriza que mi idea pueda ser derrotada en la
dialéctica democrática. Lo que me atemoriza es que las batallas
sean un fin en sí mismas, que no sean libradas con la mira en el
bien común. No me preocupan las alianzas, ni quién sea el que
gane en tal o cual contienda. Lo que el país necesita es
reconocer el estado avanzado de su anorexia política y comenzar
a producir dirigentes más honestos, con una honestidad que no se
limite a no robar sino que comprenda también la busca del bien
común. Ese es el alimento que nos va a hacer democráticos. Es
este gran diálogo nacional lo que va a sacarnos adelante. Si la
Alianza, en caso de derrotar al actual gobierno, propone esta
nueva actitud, celebro complacido el pacto; de lo contrario,
auguro una nueva frustración en la vida de nuestro pueblo.
Siguiendo esta hermenéutica, es de preguntarse cómo y con qué
motivación nace la Alianza. La situación presente es similar a
la que viviría una familia caída en un profundo pozo: lo que
vemos es a los padres peleándose por establecer quién fue el
culpable de la caída y haciendo todo lo posible para que la idea
salvadora no se le ocurra al otro. Mientras tanto, los chicos
miran sin saber si son más hijos del padre (que estaba
«alegre» por las copas al caer) o de la madre (que estaba
preocupada por que no se le corriera el rímel y por eso no vio
el pozo), sabiendo que quisieran estar arriba y que están
muriéndose de hambre y de frío, muriéndose de anorexia.
Lic. Carlos Beltramo Álvarez. (FUNDACIÓN ARGÉNTEA).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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