|
Objetividad y Relatividad del Bien .
¿Qué es lo bueno? ¿qué es el bien? Todo hombre guarda en lo más hondo de su corazón el deseo invencible de ser bueno, de hacer lo bueno. Sabemos que «lo bueno es el bien» y que «lo malo es el mal». Fórmulas que parecen tautologías pero por ello mismo ponen sobre el tapete la complejidad del asunto. En la práctica no pocas veces se nos plantea: ¿esto que parece bueno lo es de verdad? La respuesta no es siempre inmediata y cierta; a veces requiere una reflexión larga y ardua. A menudo están en juego valores de vital importancia. Comprendemos que el estudio haya de ser -en lo posible- riguroso, científico, de manera que la conclusión se apoye en argumentos sólidos e irrefutables. Así se origina y desarrolla la Ética
Cuando se dice que algo «es ético» o
que «no es ético», se está afirmando que es o no es bueno.
Ahora bien, si casi todos coincidimos en que nuestra conducta ha
de ser «ética», no siempre estamos de acuerdo en «lo que» es
ético. Lo que parece «ético» a unos, puede resultar una
monstruosidad a otros. Así algunos llaman «ético» a cierto
tipo de abortos provocados; lo cual, a otros parece uno de los
peores crímenes, negación del más elemental derecho de la
persona, el derecho a la vida.
Este caso nos permite entender la enorme importancia de
aclararnos sobre qué es y qué no es «ético»; sobre qué es
en realidad «lo bueno». Se trata no pocas veces de una
cuestión de vida o muerte, o de felicidad o infelicidad propia o
ajena; y es preciso encararla con toda seriedad y rigor.
¿Es posible llegar a un conocimiento cierto sobre «lo que es
bueno», al menos en lo fundamental, o estamos condenados a una
eterna duda o a opiniones sucesivas sin fundamento racional,
objetivable? ¿Existe un criterio objetivo de bondad que nos
permita, sin temor a equivocarnos, discernir el bien del mal? Con
otras palabras, ¿el bien es una realidad «objetiva» o
«subjetiva»? ¿Depende de condiciones objetivables o meramente
subjetivas (percepciones, sentimientos, deseos, voliciones...)?
¿Nos encontramos en la situación de inventores inevitables del
bien y del mal, como quería Nietzsche, llevando al paroxismo el
ansia creadora, una vez «matado» a Dios? Jean Paul Sartre
intenta seguirle por ese camino, pero no puede dejar de poner de
manifiesto que resulta una tarea angustiosa, más una condena que
una liberación. Si el bien y el mal no fueran objetivables, y
hubiéramos de estar siempre creándolos, «más allá», ¿no
seríamos semejantes a Sísifo -el del mito clásico y de Albert
Camus-, inventando y destruyendo, para seguir inventando una y
otra vez, inútilmente, estúpidamente, «para nada»?
Muchas veces se confunden, sobre todo en el lenguaje coloquial,
«subjetivo» y «relativo», quizá porque «subjetivismo» y
«relativismo», en sentido gnoseológico, se implican. Por ello
pienso que es relevante situar la cuestión del bien en el orden
ontológico; en el cual «subjetivo» y «relativo» significan
cosas muy diferentes. Concretamente, a mi juicio, ha de decirse
que, a diferencia de la verdad, siempre universal y objetiva, el
bien es siempre relativo y sin embargo a la vez objetivo.
¿Qué es el bien?
Es claro que el bien -lo bueno- es tal por contener alguna
perfección que hace a la cosa deseable, apetecible. Aristóteles
decía que «el bien es lo que todos desean», aunque no quiere
esto decir, que todos deseemos explícitamente lo mismo. Pero,
¿por qué todos deseamos el bien, o lo que entendemos por bien?
Porque vemos en ello -lo que sea- algo que nos bene-ficia, que
«nos hace bien», nos «per-fecciona», nos mejora,
«satis-face» nuestras necesidades profundas, nos hace felices.
En suma, el bien no es cualquier perfección, sino una
perfección que me perfecciona, una perfección perfectiva para
mí, aunque puede no serlo para otros.
La Relatividad del
Bien
Es de subrayar que no todo lo que perfecciona a un sujeto,
perfecciona a otros. El abono animal nutre las flores, pero no al
hombre. La alfalfa es buena, sabrosa y sana, perfectiva, para las
vacas, no para el hombre (a no ser mediando las vacas). Es claro
que el bien es relativo: dice relación a un sujeto o a un
conjunto más o menos numeroso de sujetos determinados.
Esa «relatividad» del bien induce a muchos a pensar que el bien
no es «objetivo» como tal, es decir, que no está ahí,
independientemente de que yo lo piense, desee o apetezca, sino
que cada uno puede tomar por bueno «lo que le parezca», lo que
opine, desee o sienta. Cada uno sería libre de considerar bueno
una cosa o su contraria y decidir por su cuenta sobre el bien y
el mal. Cada uno sería el «creador de valores», porque el
valor o bondad de las cosas no estaría en ellas, sino en mi
subjetividad, en mi pensamiento, en mi deseo o en mi opinión.
La Objetividad del
Bien
Pues bien, aunque el bien sea «relativo» respecto a un sujeto o
a un número determinado de sujetos y no a otros, es al menos
casi tan objetivo como la verdad. La bondad del aire que
respiramos, el agua que bebemos, el calor y la luz del sol que
nos vivifica, etcétera, etcétera, no son valores que inventamos
o creamos: no tienen una bondad «opinable»: está ahí, con
independencia de nuestra estimación o juicio.
De modo similar descubrimos el valor de la justicia, de la
libertad, de la paz, de la fraternidad, de la solidaridad:
valores objetivos que no tendría sentido negar. Si yo los negase
porque en algún momento no me apetecieran, seguirían siendo
valiosos para mí y para todos. Mi inapetencia sería un síntoma
seguro de alguna enfermedad del cuerpo o del espíritu.
Es también importante advertir -frente a lo pensado y difundido
por ciertos filósofos- que si yo apetezco la manzana, no es
porque yo le confiera el buen sabor. La manzana no es sabrosa
simplemente porque yo la saboree con gusto. Aunque a otro no le
guste -quizá porque esté enfermo-, la bondad de la manzana no
es un simple producto de mi subjetividad: la manzana misma tiene
por sí la aptitud para causar un buen sabor y una buena
nutrición. Si así no fuera, el mismo sabor y la misma virtud
nutritiva podría encontrar yo en el acíbar o en la basura.
Es indudable que hay bienes o valores objetivos. Cabe preguntarse
si todos los bienes lo son. Y, en efecto, la respuesta es
afirmativa, porque, en la práctica, las cosas y las acciones
humanas, quiérase o no, siempre perfeccionan o deterioran,
incluso las que, teóricamente, pueden considerarse indiferentes
(como, por ejemplo, pasear).
La relatividad del bien por tanto no significa que el bien sea
bueno porque mi voluntad lo desea, sino que mi voluntad lo desea
porque es bueno. La bondad, primeramente está en la cosa y
después puede estar en mi juicio, capricho, opinión o
estimación. Lo que es bueno para mí puede ser malo para otro
-ahí está la relatividad-; por ejemplo, un fármaco o un
trabajo determinado. Pero la relatividad no depende de mi
parecer. ¿De qué depende entonces?
El bien, para mí, depende, justamente, de lo que yo soy, es
decir, depende de mi ser, lo cual, ahora mismo, no depende de mi
voluntad ni es una cuestión opinable. Aunque yo ahora tenga
cualidades y defectos que sean consecuencia de mi libre voluntad,
lo que he llegado a ser, lo que ahora soy, lo soy ya con
independencia de mi voluntad, y con la misma independencia habrá
cosas buenas o malas para mí.
En suma, el bien depende del ser (real, objetivable, que está
ahí con independencia de la estimación del sujeto) y, más
concretamente, del modo de ser. Y hay algo que el hombre nunca
podrá dejar de ser, esto es, precisamente, hombre. Las
características individuantes o personales de cada uno, no
difuminan ni anulan la naturaleza humana, al contrario, son
perfecciones (o limitaciones y defectos) de esa naturaleza
peculiar, que compartimos todos, y que hace posible que hablemos
con sentido del «género humano» o de la «especie humana», y
también de un bien objetivo común a toda la humanidad.
Hay bienes relativos a personas singulares. Pero hay también,
indudablemente, bienes relativos a la naturaleza humana, común,
y, por tanto, a todos y a cada uno de los individuos de nuestra
especie. Por eso hay leyes o normas morales objetivas,
universales y permanentes que afectan a todos los humanos, de
cualquier tiempo y lugar. Lo que daña a la naturaleza,
forzosamente ha de dañar a la persona, porque la persona no es
ajena a la naturaleza sino una perfección --el sujeto-- de esa
naturaleza determinada.
A naturalezas diversas corresponden diversos bienes. Lo que es
bueno para el bruto o para el ángel, puede no ser bueno para el
hombre. Por eso, para saber lo que es bueno para el hombre -para
todos y cada uno- es indispensable conocer antes la respuesta a
la gran pregunta: ¿qué es el hombre? «Qué soy yo, Dios mío?
-exclamaba San Agustín-. Mi esencia, ¿cuál es?» (1).
La Etica (ciencia sobre los bienes del hombre) supone la
Antropología filosófica (que estudia qué es el hombre). En la
historia del pensamiento se encuentran éticas diferentes porque
hay diversos conceptos sobre el hombre; y, en consecuencia, hay
diversos conceptos sobre los bienes relativos al hombre.
¿Qué es el
hombre?
Para algunos, el hombre no es más que un conjunto de
corpúsculos, aunque complejo y maravilloso (para Carl Sagan, por
ejemplo); se ha contemplado como pura química o biología, o
como un mero manojo de instintos fatalmente determinados; o como
un número en una especie zoológica. Son éstas diversas
manifestaciones de la concepción materialista del hombre.
Si el hombre está dotado de una dimensión espiritual,
irreductible a la materia, el materialismo es incapaz de conocer
lo que el hombre en verdad es; y, por lo mismo, no puede saber
tampoco lo que en realidad es bueno o «ético». Al pensar al
hombre como simple animal evolucionado -y nada más-, no puede
evitar pensar lo bueno reducido a lo material y sensitivo; y
fácilmente concederá un valor absoluto a lo económico. Se le
escapa lo más valioso: el espíritu, donde se halla la raíz
indispensable del entendimiento y de la libre voluntad. Por eso,
los términos «libertad», «justicia», «paz», «amor»,
etcétera, carecen, en el materialismo, del contenido que se
contempla en una perspectiva integral del ser humano y se
confunden con las sombras que de tales cosas existen -o parecen
existir- en el mundo zoológico. El mismo concepto de «persona»
se vacía y el hombre queda reducido a un «número» al servicio
de la «especie» (llamada «sociedad»). Si la «especie» lo
reclama, no habrá inconveniente en sacrificar al individuo: se
le podrá saquear, con toda paz, o encerrarle en un hospital
siquiátrico, o eliminarle del todo: sólo cuenta el bien de la
«especie», como en zoología. Esta es la tremenda conclusión
del colectivismo.
Si realmente queremos lo bueno, el bien para nosotros y para la
sociedad -compuesta no de meros individuos sustituibles, sino de
personas con valor único irrepetible-, hemos de empeñarnos en
contemplar al hombre en todas sus dimensiones. No basta ver
cuerpo con sentidos e instintos. Esto sería no ver al hombre,
como no ve el cilindro quien mira solamente una de sus secciones,
la horizontal o la vertical. Así se puede confundir el cilindro
con un círculo o con un cuadrado; e incluso llegar a la
conclusión de que el cilindro es un círculo cuadrado, y, por
tanto, un absurdo que no puede existir sino como una vana
ilusión de la mente. Podríamos llegar a la negación de la
posibilidad del cilindro, de modo similar a como se ha llegado a
la negación del alma humana inmortal: seccionando al ser humano
por la mitad de su cuerpo, descuartizándolo. Y una vez
descuartizado en la mesa de disección, el «sabio» sentencia:
como no veo el alma por ninguna parte, el alma no existe.
(Aplausos). Como hizo aquél astronauta soviético, que declaró
triunfante que Dios no existía, porque él no lo había visto en
su viaje espacial.
El hombre es un «cilindro» muy peculiar: no tiene techo, no
tiene límite hacia arriba, y sólo una «sección» totalmente
«vertical» puede descubrir su dimensión trascendente a la
materia. No es difícil descubrirla, si no se ha perdido del todo
el sentido común. Es cierto lo que, en medio de su confusión
religiosa, afirmaba gráficamente Unamuno: «lo que llaman
espíritu me parece mucho más material (quería decir
«claramente perceptible») que lo que llamamos materia; a mi
alma la siento más de bulto y más sensible que a mi cuerpo».
Con razón se ha dicho que el materialismo es el más peregrino
ensayo de querer probar, asistidos del espíritu, la no
existencia del espíritu, porque «sólo un ser pensante, esto
es, espiritual, puede ponerse a 'demostrar' con argumentos el
materialismo» (2).
El materialismo, deslumbrado ante la semejanza morfológica entre
el hombre y el mono, los confunde. Sucede lo que advierte
Giambattista Torelló: «objetos de estudio esencialmente
diversos, proyectados por el investigador sobre un plano inferior
se presentan a su vista como iguales: así la proyección de un
cilindro, una esfera y un cono es la misma: un círculo ambiguo y
tentador para espíritus simplistas, capaces de concluir que, en
el fondo, cilindro, esfera y cono son en realidad una misma
cosa»:
Ciertamente tenemos un cuerpo, unos sentidos que reclaman las
satisfacciones de sus necesidades vitales. Pero, ante todo
gozamos de algo que excede todo lo que puede proceder de la
evolución de la materia: el entendimiento, ávido, insaciable de
verdad.
Antonio Orozco Arvo
Notas
(1) SAN AGUSTIN, Confesiones, X, XVII.
(2) CORNELIO FABRO, Dios, Ed. Rialp, Madrid 1961, p. 203.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
La reproducción total o parcial de estos documentos esta a
disposición de la gente siempre bajo los criterios de buena fe y
citando su origen.