Portada revista 38

Franz Von Papen, el último junker Indice de Revistas Españoles en las cruzadas

ARBIL, anotaciones de pensamiento y critica

El origen de Colombia y sus libertades .

Frente a un prejuicio antiespañol que se introdujo, tras la secesión, inspirado por los agentes británicos y franceses, los colombianos debemos recuperar los principios hispánicos para conquistar las libertades y derechos que los sistemas liberales destruyeron

El 17 de julio es el aniversario de la creación de la Audiencia del Nuevo Reino. Por Real Cédula de 17 de julio de 1549, expedida en Valladolid, a solicitud de los vecinos del Nuevo Reino, por el emperador Carlos V, se erigió una Audiencia en la ciudad de Santa Fe, Audiencia cuyo distrito debía abarcar «las provincias del Nuevo Reino, Santa Marta, Río de San Juan, Popayán, lindando con Quinto, la Guayana o Dorado y Cartagena», según reza tal documento. Este fue el origen de la República de Colombia y, sin embargo, no aparece por parte alguna el propósito de conmemorar tal suceso. Un prejuicio antiespañol, el cual es necesario desarraigar de la conciencia pública, hace que fechas como ésta se olviden deliberadamente o se sustituyan por otras de mucho menor significado histórico. Quien estas líneas escribe considera, por el contrario, que la verdadera fiesta patria de los colombianos tiene que ser aquella que señala su ingreso a la comunidad de naciones civilizados y que dio origen a su vida independiente dentro del concierto continental, o sea, el 17 de julio de 1549, cuyo aniversario debiera celebrarse en toda la República con singular esplendor. Fue en esta fecha cuando los territorios que constituyen la actual República de Colombia se segregaron de la Audiencia de Santo Domingo, creándose una entidad política autónoma con su capital, sede de la vida legislativa, judicial y administrativa, en la ciudad de Santa Fe. De este primer núcleo político surgieron posteriormente la Presidencia, luego el Virreino y, más tarde, la República de Colombia. Así, pues, la historia común de los colombianos, aquella que nos distingue de nuestros hermanos del Continente, arranca de esta fecha, y seríamos en extremo injustos con nuestros antepasados y colonizadores sí, perseverando en una concepción trunca de nuestra historia, que aspira a celebrar como fechas patrias sólo aquellos aniversarios de acontecimientos ocurridos durante el período republicano, intentáramos seguir pretermitiendo efemérides como ésta.

En verdad, ninguna entre las revoluciones, políticas, jurídicas o morales, que han transformado la fisonomía nacional en el curso de los siglos, ha revestido tanta trascendencia como la que se conmemora el 17 de julio. No sólo se organizó desde esa fecha por primera vez la entidad política que debía con los siglos dar origen a la actual República de Colombia, sino que fue también desde entonces cuando comenzaron a difundirse entre nosotros los beneficios de la civilización cristiana, y cuando de un pueblo bárbaro, compuesto de indios desnudos, antropófagos y polígamos, la sociedad de esta parte de América comenzó a transformarse en una organización cristiana y democrática en donde al poder del omnímodo cacique se sustituyó el concepto del Derecho público. Es también, pues, esta fecha, por excelencia, la fiesta del Derecho colombiano.

Difícilmente podría afirmarse que con anterioridad a la fecha de creación de la Audiencia de Santa Fe, y más propiamente aún de la venida de los conquistadores españoles, existiera entre nosotros derecho alguno, público o privado. El poder de los jefes o caciques indígenas no conocía límite alguno y se ejercitaba como un hecho de fuerza en forma arbitraria. La existencia del derecho entre nosotros data precisamente del momento en que se adoptaron, acondicionándolas a nuestro medio, las instituciones españolas. Fue solamente cuando se les enseñó a los indios el concepto cristiano de la dignidad humana cuando comenzó a concebirse el Estado como un poder limitado por Derechos naturales, inherentes a la condición de criatura racional de sus sujetos. Esos mismos Derechos naturales fueron los que, con criterio afrancesado, y deficientemente enumerados, se enunciaron como derechos del hombre en nuestras Declaraciones de Independencia. De ahí surgió el error difundido por espacio de más de un siglo en los textos de una historia patria adocenado y convencional, escrita a raíz de la guerra de Independencia, cuando aún no se habían acallado los odios surgidos de la contienda armada, error según el cual durante el período colonial se desconocieron y vulneraron aquellos derechos propios de la dignidad de la persona humana, como si este concepto jurídico no hubiera tenido su origen en la doctrina católica que inspiraba a la monarquía española. Tal es el afán de buscarle un ancestro francés o anglosajón a nuestras instituciones jurídicas que, aun en nuestros días, se requiere celebrar como fecha del reconocimiento de los derechos del hombre en nuestro pueblo, no la creación de la primera Audiencia española en Santa Fe, sino la del 20 de julio de 1810, del cual dice con razón don Miguel Antonio Caro que puede ser aniversario de una revolución política, reflejo de las revoluciones francesa y norteamericana, pero no de la Independencia ni del reconocimiento de los Derechos naturales entre nosotros.

En los colegios mayores universitarios colombianos, fundado mucho antes de que pensara constituirse por primera vez una república independiente del antiguo virreinato, se les enseña a los estudiantes a hablar de la tiranía y el oscurantismo colonial, como si precisamente no estuviéramos usufructuando en estas aulas de la generosidad y del afán de cultura de nuestros antepasados castellanos. No se les enseña, en cambio, a las juventudes por qué todavía no se ha empezado a reaccionar contra los errores difundidos en más de cien años, que en la actualidad todos los rumbos de la nacionalidad se encaminan hacia una conveniente rectificación histórica en el sentido de restablecer dentro de moldes modernos las viejas instituciones coloniales.

Paradójicamente, en otras latitudes, como en la Inglaterra laborista, el profesor Harold Laski, sostiene reiteradamente en sus obras que en el pensamiento de los teólogos y filósofos españoles de los siglos XVI y XVII es en donde puede hallarse la más valiosa contribución jurídica para dilucidar los problemas sociales de la vida contemporánea, a la luz del concepto del Derecho natural, tal como lo concibieron un Vitoria o un Covarrubias. Nosotros, por el contrario, mientras otros admiran el genio político hispano, abominamos de nuestras tradiciones, y no sólo hemos adoptado toda clase de instituciones extranjeras indiscriminadamente, sino que hemos llegado a admitir con la calidad de un dogma intocable la superioridad de las razas nórdicas, lamentando que nuestros conquistadores no hubieran sido los mismos que llegaron a las playas de Norteamérica. El suscrito, por estar hondamente convencido de lo contrario, y pensar que va de por medio el interés nacional en desarraigar semejantes prejuicios, desearía y así lo somete respetuosamente a las autoridades, que, con la celebración del 17 de julio, se incide una vasta labor de rectificación histórica que contribuye a redimir a nuestra juventud de lo que no puede menos de calificarse de complejo de inferioridad ante otros pueblos.

Es necesario convencernos de que, después de un siglo de experimentación no siempre fecunda, porque produjo toda clase de revoluciones y trastornos sociales que tuvieron por causa principal la manía de copiar sin mayor discriminación la Constitución norteamericana, hemos llegado en nuestros países a un punto de la vida nacional en que, si no en la doctrina, por lo menos en los hechos, regresamos al viejo cauce de inspiración cristiana que le había dado grandeza a nuestra Patria, porque no otro es el sentido de lo que algunos suelen llamar revolución de nuestro tiempo.

La nación colombiana, hasta la implantación de las doctrinas individualistas, se había desarrollado mediante la intervención tenaz del Estado en todos los órdenes de la actividad pública. La circunstancia de haber constituido nuestro suelo un dominio ultramarino dependiente de la Corona de España obligó a los gobernantes a practicar una política de intervención del Estado para impulsar la agricultura, el comercio, la minería y la industria, como no se había hecho antes ni después de nuestra historia. En menos de cien años no sólo se desarrolló económicamente nuestro país, hasta donde era posible en esas épocas, sino que se enseñaron a los aborígenes los rudimentos de la religión, del alfabeto, del derecho y de las matemáticas que por sí solos apenas habían logrado vislumbrar. Doctrinas venidas de otras latitudes y principalmente de las concepciones utópicas de Juan Jacobo Rousseau en lo político, y de los anglosajones en lo económico, determinaron el eclipse del Estado paternalista por espacio de más de un siglo, con grave perjuicio para la riqueza pública y privada, no menos que para la cultura nacional. Al mismo tiempo, esas mismas doctrinas, según las cuales la soberanía una, indivisible e inalienable reside en la nación, y no en la solidaridad social, nos llevaron inevitablemente, a semejanza de los Estados europeos, a constituir países antagónicos y rivales en lo que hasta entonces había sido un conjunto de Estados semisoberanos orientados colectivamente por el Estado español. ¿Cabe preguntar entonces qué otra cosa buscamos en nuestro tiempo distinta de reducir la soberanía de los Estados americanos a una nueva solidaridad continental para volver a reagrupar lo que divorció la aplicación de la doctrina extranjera?

Y si se dice en nuestro tiempo que la propiedad desempeña una función social, o sea, que el ejercicio del derecho privado de propiedad está sometido al interés colectivo, ¿qué se hace sino volver por los fueros de la antigua concepción católica, desechando el concepto absolutista del derecho de propiedad, puesto que bajo el régimen colonial casi siempre estuvo sujeto el dominio a la condición resolutoria de la explotación económica del suelo por el propietario para poder conservarlo? ¿No es acaso éste el mismo ideal contemporáneo de hacer dueños sólo a los que laboran la tierra en oposición a quienes sólo ejercen el dominio sobre el papel? ¿Y qué decir del principio de la separación de los tres poderes del Estado del poder público, transitoria innovación con que quiso sustituirse, debilitando el Estado, el principio de colaboración y asistencia que se prestaban los diversos órganos del poder bajo el dominio español? ¿No hemos renunciado de una vez por todas en nuestra propia Constitución a tan ilusorio divorcio de los poderes para admitir que sólo existe la cooperación entre los distintos órganos del Estado?

Otro tanto sucede con la manera como se elebora el derecho en nuestros días. El auge que alcanzan los precedentes judiciales y administrativos como fuentes del Derecho positivo nos demuestra de manera inconfundible la sabiduría de la legislación de Indias, fruto de siglos de experiencias, en donde se atendía de preferencia al contenido de las disposiciones y a sus consecuencias sociales, más que a su tenor literal para dejar de ejecutarlas. Conceptos nuevos en la apreciación del derecho, tales como el de la equidad, la licitud en los móviles, el enriquecimiento sin causa, el abuso en el ejercicio mismo de los derechos, se han abierto camino en los últimos años dentro de la legislación colombiana como una reacción contra el criterio formalista de aplicar puramente el texto de las leyes, según las concepciones roussonianas, y al mismo tiempo es cada día más notorio el afán de nuestros legisladores de expedir leyes adecuadas a las distintas regiones del país, reconociendo las diferencias del clima, las costumbres, el medio ambiente, etc. No otra cosa practicaron los gobernadores españoles, a quienes se tachó en su día de casuistas y leguleyos, porque no buscaron la uniformidad legislativa en todo el Continente. Ahora bien, si, como la experiencia demuestra cada día en todos los órdenes de la vida nacional, la tendencia general es la de volver a la inspiración de las instituciones castellanas, sea con el principio de la intervención del Estado, sea con el de la colaboración de los órganos del poder público, o con el de la solidaridad americana, o bien con el sometimiento de la propiedad privada al interés colectivo, o con la lucha del poder político en contra del comercio desenfrenado de tipo laiseferista, y en favor de los consumidores, o en el esfuerzo por recuperar para el dominio eminente del Estado, frente a las multinacionales, de nuestro subsuelo, como en tantos otros aspectos de la vida nacional que sería ocioso enumerar en esta comunicación, el sus- crito se atreve a sugerir acoger la fecha de la creación de la primera Audiencia en Santa Fe para iniciar la recti ficación de los errores difundidos en un siglo de sectarismo contra su patria y en contra de la teoría política de sus convicciones religiosas. No otra es la finalidad de este artículo.

A. L. M..

 



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