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Españoles en las cruzadas.
A pesar de que los principales intereses y las necesidades españolas estaban en la reconquista penínsular, los castellanos, los aragoneses, portugueses y navarros, lograron adquirir en la Siria y en la Palestina iguales laureles, que los que habían obtenido en España; cuya península había sido hasta entonces la escuela donde se doctrinaron en la ciencia militar muchos caballeros que tanto sobresalieron después en los mismos viajes y guerras de Ultramar.
Las guerras de Ultramar, conocidas
también con el nombre de las Cruzadas, proyectadas y propuestas
por un ermitaño llamado Pedro, natural de Amiens, que se
anunciaba como mensajero de Jesucristo: apoyadas fervorosamente
en los concilios de Plasencia y Claramonte: sostenidas con
admirable empeño e interés por la política de los pontífices
romanos, cuyas exhortaciones e indulgencias conmovieron a toda la
cristiandad; y ejecutadas por la devoción y condescendencia de
todos los príncipes cristianos y sus súbditos, con una
constancia, con un celo y valor dignos de mejor suerte y destino,
forman una época muy señalada en la historia de la Edad Media,
así por el espíritu religioso y militar, de piedad y de
caballería que las distingue, como por las grandes consecuencias
que tuvieron después en las costumbres, y en la cultura e
ilustración de los latinos o europeos occidentales.
Algunos escritores, como Paulo Emilio, Sandoval, que le sigue sin
examen, Vertot, Sueyro y otros, excluyen a nuestra nación del
número de las que tuvieron parte en aquellas santas
expediciones, bajo el honorífico pretexto de hallarse sus
soberanos de Castilla, de Aragón y de Navarra, demasiado
ocupados en combatir a los árabes y sarracenos de España(1); y
aunque sea cierto que esta digna y heroica ocupación no
permitió que aquellos reyes tomasen a los principios una parte
activa y directa, también lo es que partieron, sin embargo,
muchas tropas españolas y gran número de campeones, que se
distinguieron por sus proezas como era natural, si atendemos al
carácter caballeresco de aquellos siglos y a la condición o
clase de unas empresas, que reunían el espíritu de la religión
al valor y al entusiasmo militar. Para demostrar esta verdad nos
será preciso examinar los enlaces y conexiones de nuestros reyes
entre sí, y con los príncipes franceses que más se
distinguieron en las Cruzadas.
Mientras que el papa Urbano II convocaba a los señores y
prelados de todo el Occidente, para proponer y tratar en el
concilio de Claramonte cuanto convenía a la conquista de los
Santos Lugares de Jerusalén, libertándolos así de la
dominación de los infieles, y en tanto que a sus voces y
exhortaciones fervorosas se conmovían e inflamaban los ánimos
de todos los cristianos para una guerra que miraban como dictada
por la voluntad de Dios; en nuestra nación, como dice
Mariana(2),« las cosas empeoraban, y parece estaban cercanas a
la caída por la venida y armas de los Almorávides. Nunca ni con
mayor ímpetu se hizo la guerra, ni con mayor peligro de
España». Para salvarla de él, y contener los progresos de
aquellos mahometanos, no sólo había preparado Don Alonso VI en
sus dominios un ejército poderoso que se coligó con el del. rey
de Aragón, sino que condescendiendo con sus instancias, le
había enviado el rey de Francia, desde algunos años antes,
muchas tropas y caballeros distinguidos, entre los cuales se
contaban, principalmente, Don Ramón de Borgoña, Don Enrique de
Besanzon o de Lorena, y Don Ramón, conde de Tolosa, todos deudos
del rey Don Alonso, y a quienes después de haber combatido
valerosamente en Castilla y Andalucía, quiso remunerar sus
importantes servicios, casándolos con tres hijas suyas, dando al
de Borgoña a Doña Urraca, y el gobierno de Galicia con el
título de conde; al de Tolosa a Doña Elvira, con grandes
riquezas, por querer volverse a los estados que tenía en
Francia; y a Don Enrique a Doña Teresa, cediéndole con el
título de conde lo que en Portugal tenía ganado de los
moros(3). De estas alianzas resultó que habiendo regresado a
Francia el conde de Tolosa, y siendo allí de los primeros
cruzados que con más ardor tomaron el empeño de ir a la
Palestina, pasó los Alpes con cerca de cien mil hombres(4),
muchos de ellos catalanes y de todos los demás reinos de
España, como lo dice nuestra historia de Ultramar refiriendo su
llegada al Asia, y su reunión allí con el ejército cristiano
en los términos siguientes: «estos dos hombres honrados, el
conde de Tolosa y el obispo de Puy, de que ya dijimos, cuando
salieron de su tierra para ir a Ultramar movieron gran gente con
ellos de buenos caballeros de armas, de hombres honrados también
de Tolosa, como de Provencia, como de Alvernia y Sanonge, de
Lemozin, de tierra de Caors, del condado de Hédes, y de
Cartasés, y de Gascoña, y de Catalanes. Y como quiera que gran
guerra hubiesen con moros en España, desde los puertos adentro
que es llamada España la mayor, ca de la una parte Don Alfonso
el viejo, rey de Castilla, guerreaba con Toledo, y el rey Don
Ramiro de Aragón sacara su hueste para ir a cercar a Lerida; mas
por todo eso no cesó que todos los reynos de España que de
cristianos eran, no fuesen caballeros, y otras gentes, y de los
más honrados(5)». Entre estos se distinguía un tercio de
españoles veteranos, que constaba a lo menos de siete mil
hombres muy bien armados y de respetable presencia y ánimo
esforzado, de quienes la misma historia, recontando las tropas
que salían a la famosa batalla de Antioquía, y la descripción
que iba haciendo de ellas al rey Corvalan su privado Amegdélis,
se explica de este modo: «Y pasaron así la puente y pararon sus
haces cerca de una oliva que estaba en el campo. Y dijeron así
unos a otros: gran merced nos hizo nuestro señor Dios, y muchos
nos ama, que de tantos peligros nos ha librado y nos ayuntó
aquí ahora para conquerir la su heredad. Y vil y deshonrado sea
todo aquel de nos que huyere por moro. Catad la tienda de
Corvalan como es rica. Si los caballeros mancebos antes la
conquirieren, que nosotros, seremos escarnidos y alabarse han
ante nos: Y nosotros no osaremos parecer ante ellos en ningún
lugar do ellos sean». Entonces Corvalan, que estaba en su tienda
cuando vio aquella gente tan desemejada de la otra preguntó a
Amegdélis y díjole: ¿Sabes tú quien son aquellos que están
apartados? Nunca vi otros tales, ni otra tal gente, ni semejante
a ellos. Dijo Amegdélis: «señor, bien lo puedes saber que
aquellos son los muy buenos caballeros del tiempo viejo que
conquirieron a España por el su gran esfuerzo, que más moros
mataron ellos después que nacieron que vos no trajistes aquí de
toda gente: y aunque los otros huyan del campo, sepas que estos
no huirán por ninguna manera, que conocen que han logrado ya
bien sus días: y si les acaeciere querrán antes aquí morir en
servicio de Dios que tornar las cabezas para huir». Lo cual
causó gran desmayo de ánimo en Corvalan, resuelto a no esperar
allí tropas tan esforzadas y aguerridas(6).
Llevó además consigo el de Tolosa a Doña Elvira, su mujer,
teniendo la satisfacción de que en el castillo de Monte
Peregrino, que había levantado el conde delante de la ciudad de
Trípoli, le naciese un hijo, a quien por respeto sin duda al rey
de Castilla, su abuelo, llamaron Alfonso, así como después le
dieron el apellido de Jordan, por haber sido bautizado en las
aguas del famoso río conocido con este nombre(7). Tan ilustre
personaje, que es muy conocido en nuestra historia, llegó a ser
por sus altas conexiones uno de los magnates de la corte de
nuestros reyes, en donde había fijado su residencia por haberle
cedido su hermano Don Beltran, después de la muerte del padre,
los bienes y estados que gozaba en España. Entre los que
acompañaron a la condesa en esta expedición cuentan los
historiadores extranjeros(8) varios condes españoles, y aun el
arzobispo de Toledo Don Bernardo, en lo cual padecieron alguna
equivocación, pues aunque es cierto que después de haber
asistido al concilio de Claramonte, partió de Toledo en el año
de 1096, con la gente que se prevenía para la expedición de la
Tierra Santa, también lo es que habiéndose dirigido a Roma a
tomar la bendición del papa Urbano II, éste no le permitió
proseguir la jornada, estimando más útil su presencia entre las
ovejas de su grey que entre el estruendo de las armas de los
cruzados(9). Constante, sin embargo, en su propósito de visitar
los Santos Lugares, partió otra vez para Roma el 3 de marzo de
1105, con ánimo también de informar a Pascual II del estado de
la iglesia de España, al mismo tiempo que del objeto de su
viaje; pero extrañando el papa que abandonase su iglesia, cuando
corría tan inminente riesgo a vista del poder de los
almorávides y de los reyes de Marruecos, le dispensó del voto
mandándole volver a cuidar de sus diocesanos, tan necesitados
entonces de sus auxilios como de su doctrina.
Antes de esta época había partido para la Tierra Santa con
Guillermo IV, conde de Tolosa, en el año de 1092 Berenguer
Raymundo, que en calidad de conde de Barcelona y en la de tutor
de su sobrino Raymundo Berenguer III había gobernado aquellos
estados, de los cuales hizo donación por los años de 1090 a la
Iglesia romana en manos del legado Raynero, con la promesa así
por él como por sus sucesores de tenerlo en feudo de la Santa
Sede, con el tributo de un censo de 25 libras de plata; y
cediendo después al sobrino la parte que le pertenecía del
condado, emprendió su viaje a la Palestina, donde murió el año
siguiente sin dejar sucesión(10). Este celo y devoción por
visitar los Santos Lugares creció mucho más desde que se
publicó la Cruzada; y así los del ejército del conde Don
Ramón de Tolosa se apresuraron a reunirse en Lombardía, y desde
allí atravesando la Istria, la Dalmacia y la Grecia por las
cercanías de Salónica y de Macedonia, llegaron con infinitos
trabajos hasta Constantinopla, donde se embarcaron para terminar
en el Asia su expedición(11).
Además de los muchos españoles que fueron en estas tropas y en
la comitiva de la condesa Doña Elvira, consta por auténticos
testimonios que se hallaron también en aquellas expediciones
otros muchos príncipes y caballeros de estos reinos. Zurita
tratando de los de la corona de Aragón dice que: «era tan
grande la devoción de aquellos tiempos, que aunque tenían en
España los enemigos de la fe casi, como dicen, de sus puertas
adentro, y era tan fiera y obstinada gente en la guerra; pero por
mayor mérito se movieron muchos señores muy principales, para
ir a servir a Nuestro Señor en aquella tan santa expedición; y
entre ellos fueron los más señalados Guillén conde de
Cerdania, que murió en ella herido de una saeta, y por esta
causa te llamaron de sobrenombre Jordán, y Guitardo conde de
Rosellón su primo, y Guillén de Canet(12)». Los catalanes
cuentan sus primeros viajes marítimos a la Palestina desde el
año de 1096, cuando animados con el fervor de las primeras
cruzadas de Godofredo de Bullón, partieron para la Siria con los
señores nombrados por Zurita otros varones de Cataluña, cuyo
ejemplo abrió y facilitó el camino para la Tierra Santa a
muchas personas principales de la provincia, de diferentes sexos
y estados que quisieron señalar su piedad y su valor(13). Entre
estas personas se conserva la memoria de una insigne mujer
llamada Azalaida, que partiendo para la Siria el año de 1104 con
las tropas que se embarcaban en la cruzada, dejó hecho su
testamento declarando por último sucesor de sus bienes a la mesa
capitular de Barcelona(14). A 6 de julio de 1110 hizo también
testamento Guillermo Ramón, antes de emprender su viaje a la
Tierra Santa, dejando cuantiosas mandas para diversas obras pías
en muchas iglesias de aquella ciudad y del condado(15). Y en
aquel año otro caballero llamado Arnaldo Mirón, al tiempo de
partir para la Palestina restituyó a la iglesia de Barcelona una
viña sita en Monjuich(16). En el mismo paraje poseía otra
heredad el canónigo de Barcelona Guillermo Berenguer, de la que
hizo donación a favor de su iglesia en 3 de septiembre de 1111,
hallándose en Trípoli con deseo de servir a Dios en la guerra
santa, y satisfacer por sus pecados (como él mismo confiesa)
firmando la escritura varios caballeros catalanes que servían
entre los cruzados, como Guillermo Jofre de Servid, Cúculo su
hermano, Pedro Guerao, Arnaldo Guillén, Ramón Folch y Pedro Mir
o Mirón(17). Consta igualmente por otros documentos, que Arnaldo
Valgario, señor de los castillos de Flix, Conques, Figarola,
Vallbert, Calaf, etc., partía para la Siria en 1116; que San
Olegario obispo de Barcelona y metropolitano de Tarragona,
visitó también la Tierra Santa en 1124, habiendo recibido
honoríficos obsequios de los prelados del Oriente, en especial
del obispo de Trípoli y del patriarca de Antioquía; y que en
1143 su sucesor Arnaldo obispo de Barcelona, hizo viaje a
Jerusalén con el mismo objeto de religiosa devoción(18).
No se limitaron los catalanes a satisfacer sólo su piedad en
estas peregrinaciones, sino que contribuyeron también con su
valor a la recuperación de los Santos Lugares, como consta de
varios pasajes de nuestra historia de Ultramar. Además de lo que
hemos citado anteriormente es notable el que refiriendo el cerco
o sitio de Antioquía, y la distribución del ejército cristiano
para custodiar las puertas de la ciudad, dice: «Y en derecho de
aquella puerta que llaman del Can, posó Don Remón el conde de
Tolosa y el obispo de Puy y Don Gastón de Bearte, con todos los
provinciales y los gascones: y otrosí lemosines y santdogeses de
Alvernia, de Peregois y de Cahors. Eran también con ellos una
gran pieza de España la mayor. Y todos estos posaban juntos
porque se entendían mejor y se armaban de una manera: y fue muy
mucha gente cuando estos todos fueron ayuntados: así que tenían
bien hasta la otra gran puerta, que era cerca de esa, do posó el
Duque Gudufre, y Eustacio su hermano, etc.». Y más abajo: «A
la otra puerta cerca aquella do estaba un turco llamado Carcán,
posó el conde Don Remón de Tolosa y el obispo de Puy, y con
ellos Don Gastón de Bearte y todos los tolosanos y provinciales
y gascones. Y otrosí los de Cataluña y de todos los reinos de
España, que eran ahí gran pieza de ellos en la hueste (19).»
También cita la historia entre los hombres honrados que se
distinguieron en una batalla a Dalúpas de Castro un hombre rico
de Cataluña(20): y en el encuentro que, hallándose el ejército
sobre Antioquía, tuvo el conde de Flandes con un sobrino del
soldán de Persia, llamado Aliadan, murió peleando con este
valerosamente otro caballero de Cataluña llamado Dalmas(21).
Finalmente en el año de 1164 falleció en la ciudad de Tiro,
Pedro su arzobispo, natural de Barcelona, que había sido antes
prior del Santo Sepulcro y de quien la historia sacra de ultramar
dice que era «nobilis secundum carnem sed spíritu nobilior»; y
la castellana del rey Don Alonso expresa, que era «hombre bueno
y entendido de buena vida, y que hizo muchas buenas obras en la
tierra»(22).
Ni era menor en Castilla el
fervor religioso, ni el espíritu marcial que animaba a sus
naturales, para acudir todos personalmente a la conquista de los
Santos Lugares. La crónica latina de Don Alonso VII escrita por
un anónimo coetáneo refiere, que el conde Don Rodrigo González
Girón, que había combatido heróicamente contra los agarenos de
España, hallándose gobernando la ciudad de Toledo y otros
pueblos, cayó en la desgracia de aquel monarca, y no pudiendo
sobrellevar este disgusto dimitió el mando que le había
confiado, y que se proveyó en Rodrigo Fernández, nombrándole
alcaide de aquella ciudad hacia el año de 1134. El conde
inmediatamente besó la mano al rey, se despidió de sus
parientes y amigos, y marchó a Jerusalén, donde se distinguió
en muchas batallas que se dieron contra los infieles. Allí
labró un castillo muy fuerte llamado Torón, situado frente de
Ascalona, el cual guarneció con tropa de infantería y
caballería, y proveyéndolo de muchos víveres le entregó a los
soldados del Temple. Volvió el conde a España, pero no pudiendo
lograr ver al rey, ni entrar en posesión de sus bienes
patrimoniales, se mantuvo sucesivamente al servicio de Don Ramón
conde de Barcelona, de Don García rey de Navarra, y de Abengaman
príncipe de los sarracenos en Valencia, hasta que dándole
éstos una bebida que le ocasionó una lepra, regresó a
Jerusalén, donde permaneció hasta su muerte(23). Por el mismo
tiempo pasó también en dos ocasiones a la conquista de la
Tierra Santa el conde Don Fernando de Galicia, hijo del conde Don
Pedro de Trava, ayo del emperador don Alonso VII: caballero tan
señalado en armas como en virtud, y que sin duda ejercitó allí
su valor, puesto que databa como época muy señalada la de su
regreso de Jerusalén según se observa en la donación que hizo
al monasterio de Sobrado, de la orden de san Benito, el día
primero de mayo del año de 1153 añadiendo: «Anno quo ego comes
Ferrandus, secundo Hierosolyman perrexi»(24).
Nuestra historia de Ultramar refiere que caminando en una
ocasión el ejército de los cristianos tan fatigado de la sed,
como acosado de los turcos, que no le perdían de vista, se
consolaban aquéllos con la próxima esperanza de descansar en
Damasco, cuando supieron que los enemigos estaban ya en posesión
de esta ciudad. Desanimados con tal noticia resolvieron la
retirada creyéndose perdidos, y para salvar al rey le
aconsejaron que tomando la cruz en la mano cabalgase en el
caballo de Juan Gómez, que era muy bueno; y de este modo
consiguieron libertarse, combatiendo con tanto valor y acierto
que causó suma admiración y terror a los mismos enemigos(25).
Durante el cerco de Antioquía, teatro de lucidos y gloriosos
hechos de nuestros cruzados, se fabricó un puente de barcas en
el río que mediaba entre la ciudad y el ejército. Fuéronle a
ver concluido los hombres honrados de la hueste, y entre ellos
Golfer de las Torres, que le pasó corriendo en un hermoso
caballo, llevando la lanza sobre el brazo; y luego que estuvo a
la otra parte se encontró con cinco turcos que venían a todo
correr a incomodar a los cristianos que pasasen. El denso polvo
que levantaron en su carrera no les dejó ver al español que los
esperaba, hasta que estuvieron junto a él. Entonces «hirió de
la lanza al primero que halló, sobre un escudo que traía, tan
de recio por los pechos, que se la sacó bien un codo a la otra
parte de las espaldas, y después sacó la lanza sana e hirió al
otro a sobre mano de una tan gran herida que ambos costados le
falsó; y de esta manera los mató a ambos dos. Y los otros tres
turcos cuando vieron sus compañeros muertos comenzaron a huir, y
él, como iba cerca de ellos, hirió al primero de la lanza por
las espaldas cabe el pescuezo de tan gran herida, que se la sacó
por los pechos: así que luego cayó muerto en tierra. Y los
otros dos cuando esto vieron desampararon los caballos y
metiéronse a pie por un postigo (en la ciudad); y Golfer de las
Torres cogió los cinco caballos ante sí y comenzolos a traer
contra la puente por do pasara, y veníase con ellos lo más paso
que él podía, porque no perdiese algunos de ellos; pero traía
el caballo herido de cuatro saetadas». Viendo esto salieron los
moros de la ciudad y corrieron en pos de él para alcanzarle, y
los de la hueste hicieron lo mismo para defenderle; empeñándose
así por ambas partes una batalla muy sangrienta, en que vencidos
los moros y encerrados en la ciudad, dejaron en el campo más de
mil muertos, entre ellos cuatrocientos de a caballo y dos
almirantes, y otros muchos de los más valientes y
principales(26). En la batalla que tuvo el conde de Tolosa con un
almirante, hijo del soldán de Niquea, llegó a verse aquel
caudillo en el mayor apuro, lleno de heridas, maltratado el
caballo, que apenas podía sostenerle, perdidas las armas propias
para su defensa, y sin remedio pereciera si no llegaran a
socorrerle dos caballeros, de los cuales fue el primero Golfer de
las Torres, que mató a uno de los almirantes y otros soldados
enemigos, libertando así al conde, a quien hallaron entre quince
moros que yacían en derredor suyo muertos por sus manos.
También se distinguió en aquella facción Juan de Mesa «y una
compañía de caballeros españoles que allí había, que
aguardaban al conde de Tolosa, de que él hiciera caudillo a Don
Pero González el Romero, que era muy buen caballero de armas, y
era natural de Castilla, e hizo mucho bien aquel día; así que
tres de los mejores caballeros que había entre los moros mató
por sus manos de lanza y de espada(27)»
De este valiente caballero vuelve a hacer honorífica mención
nuestra historia de Ultramar. Hallábanse los cristianos sobre
Antioquía, cuando resolvieron los moros quemar de noche un
puente de barcas que aquéllos habían fabricado. Apercibiose de
ello el conde de Flandes, que estaba de guardia, y aunque echó
menos a su escudero, que tenía gran parte de sus armas, picó a
su caballo, revolvió un mantón en su brazo, sacó la espada,
pasó el puente entre las llamas, mató, hirió y persiguió los
turcos que le defendían, hasta que viéndole solo al amanecer,
cargaron éstos con tal ímpetu y en tanto número que le mataron
el caballo, rompiéronle el mantón de su defensa, hiciéronle
muchas heridas, «él quedó de pie (dice la historia)
defendiéndose con su espada mucho a manera de bueno, llagando y
matando caballeros y caballos, y haciendo golpes muy maravillosos
hasta que le vino el socorro de la hueste, Y los primeros dos
caballeros que a él llegaron fue el uno de ellos de España, que
había nombre Don Pero González Romero, y el otro era de Francia
y llamábanle Drongo de Monte Mírante; más el español que
llegó primero, dio tan gran golpe a un moro por las espaldas con
una lanza que traía a sobre mano, que se la sacó por los pechos
más de un codo y dio con él muerto en tierra: en esto fueron
dando vagar ya cuanto al conde(28)». Teniendo Saladino cercada
la ciudad de Sur, intimó la rendición a Conrado el marqués,
que la desechó con gallardía, prometiendo defenderla hasta el
último trance. Entonces, el Saladino, haciendo traer de Acre
algunas galeras para que los cristianos no pudiesen ser
socorridos por la mar, comenzó a batir la plaza de día y de
noche con catorce ingenios, que hacían poco daño por la
industria de los sitiados: «y no pasaba día (dice la historia)
que no saliesen de la ciudad fuera a las barreras dos o tres
veces con un caballero de España que era en la ciudad y traía
las armas verdes, y cuando aquel caballero salía fuera todos los
turcos de la hueste se alborotaban(29)». Es prueba del buen
concepto que allí se habían grangeado los españoles la acción
de Licoradín, soldán de Damasco, que prendado del valor y
virtud de un caballero de España, miembro del Temple, le dejó
por su muerte encomendados sus hijos y su estado «porque vio que
los guardaría bien y lealmente (dice nuestra historia), que
tiempo había que le sirviera sin engaño, y mantuviera muy bien
su ley como buen cristiano, salvo en la guerra cuando iba contra
cristianos(30)».
También concurrieron a la primera Cruzada varios personajes de
la alta jerarquía del reino de Navarra, de los que nos han
quedado piadosas y recomendables memorias. Garibay, tratando de
esta sagrada expedición dice: «Con todo lo que en España
pasaba, no faltaron algunas personas de cuenta del reino de
Navarra, que allá pasaron (a Jerusalén), porque no faltan
autores que dicen que el infante Don Ramiro Sánchez, hijo del
rey Don Sancho Garcia, pasó allá cuando en el año 1096
partieron por mar y tierra los príncipes occidentales, cuyas
gentes con caballería e infantería pasaba de trescientos mil
combatientes, el cual número hay algunos que doblan, y todos
iban poniendo en sus pechos la salutífera señal de la santa
cruz, por lo cual aquellos católicos soldados se llamaron
cruzados(31)». Moret, hablando de uno llamado Don Aznar Garcés,
que estando de partida para Jerusalén en el año de 1094, dejó
toda su hacienda de Oteiza al monasterio de Leyre, si su hijo
falleciese sin sucesión legítima, añade que no es de este
caballero solo, sino de otros y no pocos el ejemplar de dejar la
guerra sagrada en casa para buscarla lejos de ella(32). De este
número fue sin duda Saturnino Lasterra, natural de Artajona en
la merindad de Olite, donde existe a corta distancia del pueblo
una basílica titulada de Nuestra Señora de Jerusalén, que es
muy celebrada y concurrida. La imagen es igual en el tamaño y
figura a la del sagrario de Toledo; y en un cajón que forma el
asiento de la silla hay una cajita de plata que contiene, según
dicen, una porción de tierra del santo Sepulcro, y un pergamino
escrito, por cuyo contenido(33) se cree comúnmente que Saturnino
Lasterra, hijo de aquella villa, estuvo en la conquista de
Jerusalén como capitán de las tropas de Don Ramiro infante de
Navarra, y que Godofredo de Bullón le regaló en premio de sus
servicios aquella imagen, la porción de tierra del santo
Sepulcro, y un «Lignumcrucis» muy precioso, que se conserva en
la iglesia parroquial. En los primeros tiempos se llamó esta
imagen Nuestra Señora del Olivo, por estar situado su santuario
en un olivar del mismo Saturnino Lasterra, hasta que visitando el
docto obispo de Pamplona, Fr. Prudencio de Sandoval, año de
1614, quiso titularla de Jerusalén en memoria de su origen; lo
que prueba que la antiquísima tradición que se conservaba en el
pueblo le hizo más fuerza que el carácter de la letra de la
citada inscripción, que ciertamente parece muy posterior al
siglo XI(34).
Algún fundamento da a la verdad de este viaje el que hizo a la
Tierra Santa el infante don Ramiro de Navarra por el mismo
tiempo; pues aunque Sandoval, Moret y otros historiadores
desconfíen con bastante razón de la legitimidad de la
escritura, que corre con el nombre de testamento de este infante,
otorgado en San Pedro de Cardeña el 13 de noviembre de la era
1148, que es el año de Jesucristo 1110, y que defienden Berganza
y algunos otros(35), todos convienen en que viajó a Jerusalén
acompañado de muchos caballeros y soldados cuando la primera
Cruzada; que concurrió a la guerra y conquista de aquella
ciudad, que visitó los Santos Lugares, tan venerables por las
maravillas que en ellos obró nuestro Redentor, y los santuarios
que allí había, en especial la sagrada Piscina, a cuya
semejanza mandó edificar cuando volvió a España una iglesia
con su territorio en honra de la Beatísima Virgen María, y en
memoria de su devota peregrinación; dejándola, según expresa
el testamento y se ha conservado hasta nuestros días, a sus
descendientes, así reyes como soldados, que proviniesen de su
sangre, con tal que guarden la policía y leyes de caballería.
Las revueltas de aquellos tiempos, las alteraciones que encontró
en su familia, la ocupación de su reino al regreso de
Jerusalén, y las persecuciones que de resultas padeció, le
obligaron a retirarse a Cardeña, donde parece que otorgó su
testamento y terminó su vida. Pero como hasta el año de 1134,
en que ciñó la corona de Navarra su hijo don García el
restaurador, no quedó libre el territorio que habían ocupado 58
años los perseguidores de don Ramiro, no pudo el abad de
Cardeña, don Pedro Virila, su pariente, albacea y ejecutor de su
testamento, fundar la iglesia, como dejaba ordenado en él, a
honra y gloria de María Santísima, con la advocación de la
Piscina. Viendo entonces que don García iba recuperando el
reino, a la primera entrada que hizo por el territorio llamado la
Sonsierra de Navarra, eligió sitio conveniente para cumplir la
voluntad del testador; y confome a ella hizo fabricar la iglesia
en la era 1174, que es año de Jesucristo 1136, y la consagró en
el siguiente el obispo de Calahorra y Nájera, Don Sancho de
Fúnes, según consta de las inscripciones y memorias que hemos
visto y copiado con detención, y que por ser poco conocidas
damos a luz(36), como una prueba de haber el infante concurrido a
la primera Cruzada y conquista de Jerusalén, con otros
caballeros y militares de Navarra.
Los portugueses, animados de su
religiosidad y valor, e impelidos de las exhortaciones del Sumo
Pontífice y del ejemplo de los demás pueblos cristianos,
pospusieron con igual generosidad los riesgos domésticos a la
gloria de contribuir a la recuperación de los Santos Lugares. Es
verosímil que el conde Don Enrique de Lorena, yerno de Alfonso
VI de Castilla, viendo el fervor con que en su país nativo se
emprendía esta memorable jornada, y el empeño que tomaban por
llevarla al cabo sus cuñados los condes de Tolosa, de Flandes y
de Borgoña, y otros príncipes franceses y alemanes, concurrió
también a ella con no menor esfuerzo y devoción; pero ni faltan
historiadores que lo nieguen (37), ni otros que lo aseguren, y
aun algunos que dupliquen las jornadas de Don Enrique a la
Palestina. El doctor Alexandro Ferreyra, que examinó este punto
muy de propósito con presencia de los antiguos diplomas y
crónicas de Portugal(38), es de opinión que el conde fue a la
Tierra Santa con los demás príncipes católicos el año de
1096: que asistió y contribuyó con su valor a la conquista de
Jerusalén, verificada en 15 de julio de 1099; que en esta
gloriosa empresa se adquirió por su valor el concepto de
aquellos príncipes y caudillos; que visitó con mucha ternura y
devoción los Santos Lugares, y que llamándole a Portugal las
atenciones y riesgos de sus estados amenazados continuamente de
los moros, se despidió del ilustre Godofredo, que en testimonio
de su aprecio le regaló varias sagradas reliquias, con las
cuales regresó a fines del mismo año; acompañado del venerable
Giraldo, arzobispo de Braga, por la vía de Constantinopla,
donde, obsequiado del emperador Alejo, obtuvo de él entre otras
reliquias un brazo del evangelista San Lucas, que todavía se
venera en la iglesia catedral de Braga. Añade el doctor
Ferreyra, siguendo en esto el parecer de Manuel de Faria y
Sousa(39), que pocos años después y probablemente en el de
1103, volvió Don Enrique a la Tierra Santa en compañía del
obispo de Coimbra Don Mauricio y del arcediano Don Tello,
embarcados en una armada genovesa que llevó grandes socorros a
los cruzados: que Balduíno, ya rey de Jerusalén y deudo del
conde, le empleó en varias empresas militares, especialmente en
la toma de Tolemaida, el año de 1104, la cual facilitó mucho el
socorro de los genoveses que sitiaron la plaza por mar con
setenta navíos; y, finalmente, que condescendiendo Don Enrique a
las instancias de su mujer, de sus hijos y de sus estados estaba
ya de vuelta en ellos a fines de 1105. Sin embargo, de este
resultado que saca el doctor Ferreyra del examen de los
documentos que cita, no son convincentes ni decisivas todas sus
conjeturas y deducciones. Contradícenlas poderosamente el
silencio de los escritores coetáneos de esta primera Cruzada; su
omisión de no citar jamás a un personaje tan ilustre, cuando
sus enlaces y su carácter militar le hacían tan distinguido; y
la incertidumbre del poderoso socorro que se supone envió a sus
órdenes don Alfonso VI para la guerra de Ultramar,
circunstancias que haciéndonos más recatados y circunspectos
para seguir el dictamen del doctor Ferreyra y Manuel de Faria,
dan a lo menos alguna mayor consideración a la autoridad de
varios historiadores portugueses, entre ellos Fr. Bernardo
Brito(40) y Fr. Antonio Brandaon(41), y otros castellanos como
Esteban de Garibay(42) y Juan de Mariana(43), que sólo atribuyen
al conde un viaje a la Palestina después de la muerte de
Godofredo, acaecida en 8 de julio del año de 1100, reuniendo en
él algunos de los sucesos que los otros dividen, como el regreso
por Constantinopla y los obsequios y dádivas de aquel emperador.
De todos modos es muy natural que si el conde tuvo parte en esta
primera Cruzada llevase consigo muchos caballeros y militares
portugueses, o por ostentación y decoro de su dignidad, o por el
lisonjero empeño de que compitiesen en hazañas con los ilustres
guerreros de las demás naciones.
Cónstanos en efecto por el testimonio del arzobispo de Tiro,
autor coetáneo, que en la conquista de Jerusalen se distinguió
por su valor el caballero lusitano Tomás de Faria acompañado de
sus paisanos Guillermo Carpintero y Mendo Laude(44). Las
historias de aquel tiempo hacen mención de otro insigne
portugués llamado Pelagio o Payo de Brito, que dejó noble fama
y honrosa estimación entre los valientes que militaron en la
Palestina(45). Glorioso es para Portugal que un hijo suyo llamado
Arnaldo de Rocha fuese uno de los nueve primeros caballeros que
concurrieron a la institución del orden de los templarios,
siendo probable que cuando Don Gualdin Páez, natural de Braga,
pasó a Siria, donde tomó el hábito de aquella orden militar,
asistiendo cinco años a la guerra santa hasta la toma de
Ascalona, regresase a su patria con Arnaldo a continuar en ella
los empeños y obligaciones de su instituto(46). En el año de
1191 Don Sueiro Raymundo o Raymondes, rico-hombre de Portugal,
acompañó al rey Ricardo de Inglaterra en su expedición a la
Tierra Santa, adquiriendo claro renombre en la expugnación de
Chipre, y en cierto asalto que suponen se dio a Jerusalén por la
parte del muro llamado Mello, por cuyo buen éxito tomó para sí
este apellido, y aun le dio a una quinta que labró en la sierra
de la Estrella al regreso a su patria, donde murió siendo
alférez mayor del rey Don Alfonso II (47); pero en la última
circunstancia parece haber alguna equivocación, pues aunque el
rey Ricardo intentó sitiar a Jerusalén no llegó a verificarlo,
ni aquella santa ciudad, desde que Saladino se apoderó de ella
en el año de 1187, volvió a poder de los cristianos hasta que
la recuperó el emperador Federico II en 1228. Muchos fueron los
caballeros portugueses que en las ilustres órdenes del Hospital
y del Temple militaron en la Tierra Santa: habiendo sido gran
maestre de la primera en el año de 1195 el señor Don Alfonso de
Portugal, hijo del primer rey Don Alfonso Henríquez(48). Más
adelante tomó la cruz Don Alfonso III para mandar socorros a la
Palestina, concediéndole para esto el sumo pontífice Clemente
IV los diezmos sobre los bienes de la Iglesia y de los
eclesiásticos(49). Finalmente no pudiendo el rey Don Dionisio
concurrir personalmente a la Cruzada, a que exhortaba Nicolás IV
a todos los príncipes y católicos de Occidente, para recobrar
los Santos Lugares que acababan de ocupar los infieles, mandó en
su testamento tres mil libras para que un caballero fuese por él
a la guerra santa de Ultramar, y que permaneciese allí dos años
sirviendo a Dios en sufragio de su alma. En consecuencia de esta
disposición hecha en el año de 1299, nombró el mismo rey al
Merino Mayor de su casa Don Juan Simaon, por la gran confianza y
conocimiento que tenía de su valor y cristiandad(50). Estos
hechos prueban suficientemente que los españoles de la antigua
Lusitania, pese a ser los europeos más occidentales, y a estar
rodeados de infieles, con quienes tenían que combatir de
continuo para propagar el culto de la religión de Jesucristo y
asegurar la paz interior del país y el goce de sus bienes y
propiedades, no pudieron sofocar los estímulos de su valor y
religiosidad, hallando medios para distinguirse por sus hazañas
en el Asia, mientras que en Europa coronados de laureles y
victorias echaban los fundamentos de una monarquía, que han
ilustrado y ennoblecido después con hechos tan gloriosos y
memorables.
Merece también nuestra memoria el cardenal Pelagio o Pelayo
Galván, obispo abanense, natural de la ciudad de León en
España, o de alguno de los pueblos vecinos, a quien el papa
Honorio III hizo su legado para la expedición a la Tierra Santa
a donde condujo en el año de 1218 un refuerzo considerable de
tropas y muchos príncipes y señores principales de la
cristiandad. Dirigió por sí mismo durante dieciocho meses el
sitio de Damieta, y debiósele enteramente la toma de esta
importante plaza que se verificó en 5 de noviembre de 1219. Era
hombre de mucho espíritu y muy hábil, aunque de un carácter
fiero y tenaz; pero así pudo hacerse respetar de los infieles,
sabiendo al mismo tiempo conciliarse el amor de los cruzados. Ya
estaba de vuelta en Roma el año de 1224, y según las memorias
de la iglesia de León falleció a 29 de febrero de 1230(51). A
principios de aquel siglo pasó también a visitar los santos
lugares de Roma y Jerusalén el famoso Don Lucas, después obispo
de Tuy, con cuyo motivo estuvo en Francia, en Italia, en Grecia,
en Armenia, en Constantinopla, en Tarso de Cilicia, en Nazareth y
en otras varias partes del Oriente, como él mismo refiere;
adquiriendo en estos viajes aquel caudal de erudición y
conocimientos que le proporcionó las mayores dignidades de la
Iglesia de España, y que la gran reina Doña Berenguela, madre
de San Fernando, le nombrase su historiador por el reino de
León, para perpetuar las hazañas de los
Todos estos hechos comprueban el entusiasmo que desde los
principios se apoderó de los españoles de todas clases para ir
a la conquista de Tierra Santa: entusiasmo que llegó a ser furor
y exceso tan perjudicial que fue necesario que los mismos papas,
que por todas partes exhortaban e inducían a la continuación de
aquellas guerras y que parece querían arrancar Europa entera
para trasladarla a Asia, estos mismos se vieron obligados a
expedir sus breves para contener la emigración de los
españoles, a fin de que defendiesen sus propios hogares
combatiendo con los moros de la península; concediéndoles para
esto las mismas gracias e indulgencias que habían dispensado a
los cruzados de la Palestina. Así consta de la bula del papa
Pascual II, expedida en San Juan de Letrán a 8 de abril del año
de 1109, en que repite las amonestaciones hechas anteriormente a
los vasallos de Alonso VI a instancia de este soberano en los
años de 1100 y 1105, para que bajo el pretexto de ir a
Jerusalén no desamparasen sus domicilios, dejándolos en riesgo
de ser presa de los moros, cuyas incursiones amenazaban la
pérdida de los países occidentales de Europa. Por tanto mandaba
no sólo que desistiendo del viaje a la Tierra Santa regresasen
todos a su patria, sino que ninguno fuese osado a infamar o
calumniar a los que así lo hiciesen; antes bien, resistiendo en
el propio país con todas sus fuerzas a las que presentaban los
moros, y cumpliendo así sus penitencias, obtendrían con el
favor de Dios los mismos perdones y gracias que los demás
cruzados(53).
Desde entonces la guerra de España contra los mahometanos ocupó
seriamente, no menos que la de los Santos Lugares, la atención
de los concilios de la Iglesia y de los sumos pontífices: y por
esto cuando el rey de Aragón Don Alfonso I procurando extender
sus dominios se apoderó de Zaragoza después de largo asedio en
el año de 1118, el ejército sitiador solicitó del papa Gelasio
II algunas gracias espirituales; y su Santidad concedió desde
luego entre otras indulgencia plenaria y remisión de sus pecados
a cuantos muriesen en aquella empresa o perseverasen hasta
concluirla, y a los que sirviesen con algo al ejército y a la
reparación de la ciudad y de su iglesia. En Tolosa hubo concilio
en el mismo año de 1118 para alentar a la guerra sagrada de
España contra los sarracenos; y el concilio general Lateranense
I, celebrado en 1123, mandó que volviesen a la cruzada de
Jerusalén o de España los que habiendo tomado las cruces las
habían dejado después. Al mismo tiempo el papa Calixto II,
procurando fomentar eficazmente la guerra sagrada de nuestra
península, manifestó sus deseos de alentar al ejército con su
misma presencia, y no pudiendo cumplirlo sustituyó por su
persona a San Olegario arzobispo de Tarragona, nombrándole su
vicario y legado a látere, y dirigiendo a todos los fieles una
bula en que exhortaba a los reyes, príncipes, obispos, condes y
toda la cristiandad a la guerra de España contra los infieles,
concediéndoles las mismas indulgencias que a los defensores de
Jerusalén y encargándoles procediesen en todo con acuerdo y
resolución de aquel venerable prelado. Este se halló también
en el concilio de Claramonte, celebrado con asistencia de
Inocencio II a 18 de noviembre del año de 1130, en el cual se
impuso a los incendiarios después de la excomunión la
penitencia de que concurriesen por un año a la guerra santa de
Jerusalén o de España: siendo probable, como ya lo notó el
padre Florez, que San Olegario promoviese semejantes decretos por
el anhelo que tenía de ver libre y purificada su patria de la
secta mahometana. Lo cierto es que estimulados de semejantes
llamamientos y gracias concurrieron a militar en estos reinos
muchos varones ilustres, especialmente normandos y franceses, de
los cuales unos volvieron a sus tierras y otros perseveraron, y
aún se avecindaron en nuestra península(54).
El copioso fruto que produjeron estas amonestaciones y gracias de
los concilios y de los sumos pontífices, no sólo por lo que
alentaban a los españoles, sino por el gran concurso de
extranjeros que venían en su auxilio, hizo que los reyes de España
solicitasen en adelante de la Santa Sede la dispensación de la
cruzada para toda empresa de alguna importancia que se intentase
contra los moros establecidos en sus dominios. Así la obtuvo Don
Alonso VIII de Castilla del papa Inocencio III para la memorable
jornada de las Navas de Tolosa en 1212: así la dispensó
Clemente IV en 1265 a instancia de Don Alonso el Sabio y de Don
Jaime I de Aragón para evitar los daños que amenazaba la reunión
de los moros de Murcia y Granada con la multitud que venía del
Africa: así la concedió Gregorio IX al mismo Don Jaime de Aragón
en 1229 para la conquista de Mallorca y en 1232 para la de
Valencia y aun para la de Ibiza: así a San Fernando en 1247 para
la de Sevilla; y del mismo modo la solicitaron y obtuvieron todos
sus sucesores para continuar la guerra de España hasta la total
expulsión de los moros en 1492, quedando después perpetuada
esta bula para el goce de varias gracias e indulgencias, hasta
haberse erigido el consejo de Cruzada en el año de 1534 con un
comisario general, para cuyo nombramiento concedió facultad el
papa Paulo III al emperador Carlos V, que nombró en virtud de
ella al obispo de Palencia Don Francisco de Mendoza. Desde
entonces se han ido prorrogando estas gracias, y establecídose
por regalía de la corona la de proponer a su Santidad persona
para la comisaría general de cruzada en sus vacantes(55).
En Portugal no conocieron la cruzada hasta después de mediado el
siglo XV, cuando Mahomet II conquistó a Constantinopla y a todo
el Imperio de Oriente. Entonces el papa Calixto III para contener
los progresos de los turcos y salvar la cristiandad, convocó a
varios príncipes cristianos, y envió cruzada a Don Alonso V de
Portugal para más animarle en esta empresa. «Lucida flota (dice
el historiador Manuel de Faria y Sousa) salió de nuestro reino
para juntarse con las de la Liga: llegó a los puertos de Italia,
de donde volvió sin efecto, siendo la causa principal el poco
celo de Pío II, que publicando la expedición hizo tesoro para
sus intentos de lo que los príncipes cristianos le enviaron para
aquel. así que el ofrecimiento fue muy de ellos, y muy de Italia
aquella resolución.» Con este motivo hizo fabricar Don Alonso
la moneda que llamó cruzados, y unas doblas con el nombre de
cruzadas, que valían 150 y 200 maravedís(56). Tal suele ser el
término aún de aquellas benéficas instituciones, que desviándose
progresivamente de las causas de su origen, llegan a ser objeto
de los intereses o pasiones particulares de los hombres.
Mientras que tantos españoles viajaban a la Palestina en el
siglo XII a satisfacer su valor y devoción, un judío de Tudela
en el reino de Navarra, llamado Benjamín, de singular discreción
y muy instruido en la sagrada escritura, inflamado de su amor a
la ley de Moisés, resolvió ir a visitar a sus hermanos del
Oriente, creyendo hallarlos en tal grado de crédito y
prosperidad, que fuese capaz de hacer revivir el honor y la
dilatación de su secta. Con este designio salió de España en
1160, fue por tierra a Constantinopla, y atravesó los países
que están al norte del Ponto Euxinc: y del mar Caspio, hasta la
Tartaria china. De allí tomó su dirección hacia el Sur; y
después de haber atravesado diferentes provincias del interior
de la India, se embarcó en el Océano Indico, visitó muchas de
sus islas, y con las observaciones propias y las noticias que
recogió de otras personas fidedignas, volvió al fin de trece años
por Egipto a España, con grandes conocimientos sobre una porción
considerable de nuestro globo, desconocida entonces de los
pueblos occidentales. Su relación o itinerario ha tenido muchos
impugnadores, y también doctos apologistas sobre la verdad de su
narración; y entre éstos merece distinguido lugar nuestro célebre
Arias Montano, que fue el primero que la tradujo en latín a
instancias del ilustre obispo de Segovia Don Martín de
Ayala(57).
El origen y establecimiento que tuvieron a principios del siglo
XII en la Palestina las órdenes militares y hospitalarias de San
Juan de Jerusalén y del Temple, para defender de facinerosos en
los caminos a los cristianos que iban en peregrinación, para
asistirlos en los hospitales y curarlos de sus enfermedades y
dolencias, y para guerrear de continuo contra los enemigos de la
fe, dieron causa e impulso a los españoles, ya para incorporarse
en unos institutos tan análogos a su espíritu militar y a su
devoción, ya para procurar su engrandecimiento y propagación
por todos los estados cristianos de Europa. Los reyes, y
especialmente la nobleza, que tanta consistencia adquirió con
las nuevas religiones, se apresuraron sin término ni límite a
dar ejemplo de su piadosa generosidad. Por contemplación a San
Bernardo, de quien era muy devoto, determinó el emperador Don
Alfonso de Aragón dejar grandes heredamientos y posesiones a los
caballeros del Temple: y en efecto, cumplió este propósito
cuando muriendo a vista de Fraga en una batalla con los moros el
año de 1131, después de hacer otras mandas piadosas y notables
a varias iglesias y monasterios, dedaró por herederos y
sucesores de todos sus reinos y señoríos, en toda propiedad y
absoluto dominio, a aquellos religiosos y a los del Santo
Sepulcro de Jerusalén: donación que no pudo tener efecto por
circunstancias que obligaron a las mismas órdenes a renunciar
sus derechos, con algunas reservas y condiciones(58). Don Ramón
Berenguer, conde de Barcelona, tomó el hábito de San Juan, y su
hijo el príncipe Don Ramón, que fue muy apasionado de los
templarios, los hizo traer a Cataluña desde la Palestina, a
persuasión de San Olegario, quien como metropolitano celebró un
concilio en Barcelona a 15 de abril de 1134, en el cual se
determinó la inmunidad que debían gozar estos caballeros, se
les ofreció la protección de la Iglesia, y se promulgaron penas
y censuras contra quien los injuriase. Dióles entonces aquel príncipe
la villa de Monzón y muchos castillos, y otras rentas(59). En 21
de febrero de 1132 murió Don Pedro Atares, caballero muy
principal del reino de Aragón, y por no dejar hijos pretendieron
los religiosos del Hospital y del Temple suceder en el señorío
de la villa, ahora ciudad de Borja que les había cedido en vida;
y en tal concepto la dieron ellos en feudo a Doña Teresa madre
del donador, por cuya causa Don Ramón Berenguer, príncipe de
Aragón, se apoderó de aquella villa y de la de Magallón, dándoles
en recompensa otros pueblos(60). Hallándose en Huesca el rey Don
Alonso II por marzo de 1193 dio la villa de Caspe a la religión
de San Juan y en su nombre a Fr. Armengol de Aspa, maestre que
entonces llamaban en España de Amposta, y en 1196 los pueblos y
castillos de Alhambra, Orrios y la Peña del Cid a los
templarios. Después de la muerte de este rey heredaron los
hospitalarios de San Juan, como lo dejó mandado en su
testamento, la villa y castillo de Samper de Calanda en el año
de 1197(61).
Los reyes de Navarra y sus vasallos queriendo acreditar su devoción,
y el aprecio que hacían de las proezas y servicios importantes
con que se distinguían en la guerra santa de Ultramar los
religiosos de ambas órdenes, los colmaron también de riquezas,
exenciones y prerrogativas. A 18 de noviembre del año de 1135,
reinando Don García el Restaurador, donaron Lope Iñiguez y su
mujer Sancha Aznarez al Hospital de San Juan de Jerusalén la
iglesia de San Miguel de la villa de Zizur, en el obispado de
Pamplona(62). El mismo rey Don García donó en enero de 1142 a
la orden de San Juan las villas de Cavanillas y Fustiñana, para
sufragio de su alma, la de la reina Doña Margarita su mujer y la
de sus padres(63). En 1149 hallándose aquel rey en Tudela
concedió privilegio de exención de leuda a la religión del
Temple, y a su maestre Rigaldo Suger(64). El rey Don Sancho el
Sabio concedió en marzo de 1160 a los templarios facultad para
construir una presa y acequia en términos de Fontellas y tomar
el agua del Ebro; y en diciembre de 1173 les concedió además
las aguas sobrantes de los prados de Mosquera y Fontellas,
reservando a los de este pueblo y los de Tudela la facultad de
regar sus heredades(65). Así se enriquecieron estas órdenes, de
manera que a mediados del mismo siglo de su institución, no sólo
contaban los templarios en España doce conventos principales,
sino que eran dueños de muchas villas y castillos; y Don Alonso
VII les donó a Calatrava, que sostuvieron y defendieron de los
moros por tiempo de ocho años con grandes gastos de su hacienda
y peligro de sus personas(66). Fundaron además en Segovia un
convento con el título de Veracruz: obtuvieron en Toledo para sí
el monasterio de San Servando; y en el obispado de Astorga la
villa de Ponferrada que fortificaron y muchas iglesias y derechos
en los valles de Tavara y de Salas(67). Estas concesiones que se
multiplicaron en Castilla, fueron más extensas y repetidas en el
siglo inmediato; y si en ellas se ve un testimonio indeleble de
la piadosa protección y generosidad con que los monarcas españoles
y sus súbitos promovían las santas expediciones de Ultramar, se
descubre también el origen de la amortización de muchas
propiedades territoriales, de cuyas rentas salía gran parte
fuera de estos reinos, y en pos de ellas muchos nobles
castellanos, aragoneses y navarros, que hallaron en las nuevas
instituciones una carrera honorífica y ventajosa para su valor,
su piedad y su decorosa subsistencia.
Para contener los daños que de uno y otro podían resultar a
estos reinos, y convertir el celo y el valor de sus naturales a
objetos de más cercano interés y utilidad, dictó acaso la política
la institución de las órdenes militares de España, a imitación
y según el modelo de las establecidas en la Palestina, con tanta
gloria y aceptación universal: instituciones que exigía también
la necesidad, cuando divididos entre sí los príncipes
cristianos y sumergidos en querellas particulares, se
aprovechaban los moros con diligente sagacidad de estas
disensiones domésticas, para extender sus conquistas y su
dominación. Después de mediado el siglo XII comenzó a
levantarse esta nueva milicia religiosa para defender de las
invasiones y ataques de los sarracenos las fronteras de los
estados cristianos de la península. La orden de Calatrava
instituida el año 1158 por el rey Don Sancho el Deseado, y
aprobada por Alejandro III en 1164, estableció su convento en la
villa de Calatrava la Vieja contra los moros de Andalucía. La de
Santiago fundada o constituida de nuevo por Don Fernando II el año
de 1170, y aprobada por aquel papa cinco años después, fijó su
convento en la villa de Cáceres contra los moros de Extremadura,
y posteriormente en Alharilla y Uclés contra los de la Mancha y
Cuenca. La de San Julián de Pereiro, que despues se llamó de
Alcántara, creada también por el rey Don Fernando poco antes de
1177, en que fue aprobada por el mismo pontífice Alejandro, tuvo
su convento en el lugar de San Julián de Pereiro, que era en el
obispado de Ciudad-Rodrigo, y después en la villa de Alcántara
contra los moros de Extremadura y del reino de Sevilla. La orden
de Avis, según las crónicas portuguesas, se fundó el año de
1147, y se llamó entonces la caballería de Evora, por haber
establecido su convento en la ciudad de este nombre(68).
Los reyes, mirando en estas religiones militares el mejor apoyo
de sus tronos, el más poderoso escudo de sus estados, y el medio
más eficaz para dilatar y sostener la religión cristiana, les
favorecieron magníficamente desde su institución, honrándolas
y enriqueciéndolas, ya con prerrogativas y exenciones de toda
clase, ya con donaciones de territorios, villas y castillos:
consideraciones y riquezas que se aumentaron cuando su cooperación
y auxilio contribuyó tan poderosamente a las conquistas de los
reinos de Jaen, Córdoba, Sevilla y Granada, llegando el poder y
autoridad de los maestres a causar más de una vez celos y
rivalidad a los mismos príncipes a quienes servían, dejándolos
necesitados o menesterosos de su auxilio: lo cual pudo
probablemente influir en la determinación política de Fernando
el Católico de unir a su corona los maestrazgos de estas órdenes,
cuando ya por la conquista de Granada quedaba España libre
enteramente de la dominación mahometana(69). Pero no porque se
instituyesen estas órdenes en España cesó ni se amortiguó la
devoción y el fervor de sus naturales para distinguir y fomentar
las de Jerusalén; pues además de las notables adquisiciones que
hicieron en la península, y de los muchos nobles que tomaron su
hábito y profesaron su instituto, cuando se verificó la extinción
de los templarios a principios del siglo XIV, se repartieron sus
bienes entre las otras órdenes de caballería, especialmente la
de San Juan, y con los que tenían en Portugal y en Valencia
establecieron y dotaron los reyes Don Dionisio y Don Jaime las órdenes
de Jesucristo y de Montesa, habiendo ésta sido filiación de la
de Calatrava(70).
Este mismo espíritu de piedad y devoción, que a unos incitaba a
tomar las armas contra los infieles en Palestina y a contribuir
con sus donaciones y limosnas para la conservación de los Santos
Lugares, estimulaba a otros a visitarlos personalmente o por
penitencia y expiación de sus propios pecados, o por sufragio de
otros que se lo hubiesen encomendado con el mismo objeto. Las
peregrinaciones a Jerusalén eran muy antiguas, aún habiendo de
transitar por los mayores riesgos y peligros; pero cuando los
cristianos allanaron este camino con la conquista de aquella
santa ciudad, se multiplicaron a lo sumo en toda la cristiandad.
Era el año de 1112 cuando San Juan de Ortega, disgustado de las
revueltas que causaban en su país, cerca de Burgos, las guerras
entre Don Alonso el Batallador rey de Aragón y su mujer Doña
Urraca reina de Castilla, vendió sus propios bienes y
distribuyendo parte de ellos entre los pobres, emprendió con el
resto su viaje a Jerusalén con intención de visitar los Santos
Lugares. Permaneció allí algún tiempo con no poca tranquilidad
de su espíritu, hasta que creyendo sosegadas las turbaciones de
su patria, regresó a ella por mar sufriendo grandes y peligrosas
tormentas(71). Apenas había entonces en esta península persona
pudiente o de consideración, que ya por sí no hubiese hecho
este viaje en romería, no dejase a lo menos encargado en su
testamento que otro fuese en peregrinación a visitar por él la
Tierra Santa y ofrecer sufragios por su alma y las de sus
parientes: piedad que se hizo costumbre y continuó en los siglos
inmediatos como he reconocido en varias escrituras, especialmente
en un testamento otorgado en la villa de Navarrete a 1 de junio
de la era 1394, que es año de Jesucristo 1356, por Doña Toda
Martínez, donde se encuentran estas notables cláusulas: «Y
mando por mi ánima y por el ánima de Pero Martínez mi marido
que envíen un romero a pie a mi costa y misión a la casa santa
de Jerusalén; y mando por mi ánima envíen un romero a pie a
Santiago de Galicia y vaya por San Salvador de Oviedo... Y mando
que sepan los mis cabezaleros cuantos clérigos hay en la casa
santa de Jerusalén que dicen misas, cuando fuere allá el romero
que mando ir, y ofrezcan sendos florines de oro a cada clérigo
de mis bienes(72).»
Estas romerías tan continuadas, estas mandas y limosnas tan
crecidas y generales, y otras fundaciones piadosas de mucho valor
y consideración, para conservar el culto cristiano en los Santos
Lugares, dejándolos accesibles a los peregrinos aún despues que
aquel país estaba bajo la dominación de los infieles, probarán
siempre el fervor y empeño con que los españoles procuraron
mantener las comunicaciones que establecieron en el Asia en
tiempo de las cruzadas, contribuyendo entonces con sus personas y
bienes a sostener las guerras de ultramar, cuando tantos riesgos
y el temor y desconfianza de unos dominadores bárbaros, enemigos
del nombre cristiano, no sofocaron su celo y su piedad para
continuar en los siglos inmediatos estas devotas peregrinaciones.
Pero lo que más acrecentó el número de los españoles en las
guerras de Ultramar, fue el establecimiento de la dinastía
francesa reinante en Navarra en el primer tercio del siglo XIII,
pues instado Don Teobaldo I por las exhortaciones del papa
Gregorio IX, y animado del ejemplo doméstico, sacó de Navarra
(que entonces comprendía algunos pueblos ahora de Castilla)
muchas tropas de infantería y caballería, y cuatrocientos
caballeros navarros de solar conocido y sus armas en blasón para
guarda de su persona, y para valerse de ellos en los lances más
arrestados. Con esta lucida comitiva hizo su ostentosa entrada en
Paris en 1239; y reuniendo allí la mucha gente que había
aprestado en sus estados de Champaña y Bria, y los muchos
caballeros de otras naciones que llamó a su sueldo, se embarcó
con todos en Marsella, tocó en Sicilia, y tomó tierra por fin
en algunos puertos de Asia Menor que conservaban los cristianos y
los emperadores de Constantinopla.
Así fue a la verdad y así lo refieren Moret y otros clásicos
historiadores(73); pero Garibay, asegurando que por hallarse
ocupadas a la sazón las repúblicas marítimas de Italia en
guerras y alianzas no pudieron facilitar al rey de Navarra las
naves necesarias para transportarle, y que forzado a marchar por
tierra se dirigió con toda su comitiva por Alemania y Hungría a
Constantinopla, desde donde atravesando el Bósforo de Tracia
desembarcó en los puertos del Asia Menor(74), confundió los
hechos de un modo que nos parece conveniente esclarecerlos ahora.
Reunido el lucido ejército que había de mandar el rey de
Navarra con destino a la Tierra Santa, ocurrió que los
emperadores latinos de Constantinopla para sostener su vacilante
Imperio, combatido continuamente por los griegos y los búlgaros,
solicitaron los auxilios del sumo Pontífice, y este les
proporcionó entre otros el de los nuevos cruzados que iban a
partir para la Palestina. Casi al mismo tiempo, desavenido su
Santidad con el emperador Federico de Alemania sobre el dominio
del reino de Cerdeña, vió amenazados sus estados por un
poderoso ejército imperial, y publicando una nueva cruzada llamó
a su socorro a los demás príncipes cristianos y a los cruzados
reunidos a disposición del rey de Navarra. Estos dos
acontecimientos debilitaron considerablemente la expedición;
pues unos por defender los estados de la Iglesia creyeron cumplir
y satisfacer su voto empleándose en estas desavenencias y
querellas entre príncipes cristianos, Pero los que más
escrupulosos y delicados quisieron terminar su peregrinación en
los Santos Lugares, se vieron precisados a retardarla porque los
venecianos empeñados en transportar tropas a Constantinopla, y
los genoveses necesitando todas sus fuerzas navales para defender
al Papa, oponiéndose a la armada de los pisanos que favorecían
al emperador, no pudieron por entonces emplearse en conducirlos;
y así obligados a hacer su viaje por tierra con muchos trabajos,
pereció la mayor parte de hambre y de miseria, y los pocos que
llegaron a la Palestina se hallaron tan extenuados y débiles que
no pudieron ser de utilidad alguna.
Sólo las tropas que con el rey Teobaldo se embarcaron en
Marsella y Aguasmuertas, llegaron felizmente y fueron de gran
consuelo a los habitantes de Tolemaida y a los caballeros del
Temple. Pero las desavenencias que estos tenían con los
oficiales del emperador, cuyas tropas mandaba Rainaldo de
Baviera, hicieron que este general con el pretexto de mantener la
tregua que tenían hecha, rehusase atacar a los sarracenos en unión
con los nuevos cruzados, a quienes los soldados tudescos miraban
con esquivez y manifiesta aversión. Aquellos sin embargo,
guiados por los templarios, se pusieron en campaña y destruyeron
el país llano del rey de Damasco y del soldán de Egipto, cuando
por estar desavenidos entre sí estos príncipes infieles hubiera
sido más político y favorable promover sus discordias y
acalorar sus guerras particulares. Esta falta de discreción fue
muy perjudicial a los cristianos, porque el soldán de Egipto
informado de sus fuerzas e intenciones, además del ejército que
tenía contra su enemigo el de Damasco, levantó otro para
defender la ciudad de Gaza y su provincia. Los cruzados
intentaron inútilmente apoderarse de Ascalona; y llenos de celos
y rivalidades asolaron los campos a su antojo con las tropas que
cada uno mandaba separadamente. El aplauso y las riquezas que se
habían grangeado en estas correrías el duque de Bretaña y
otros señores, estimularon al rey de Navarra y al duque de Borgoña
a seguir su ejemplo; y unidos con otros caudillos, aunque contra
el dictamen de los templarios, corrieron y destruyeron sin
oposición las cercanías de Gaza, lo cual les dió ánimo para
intentar sorprender la plaza. Con este objeto emprendieron una
marcha tan acelerada que sin descansar durante la noche, y sin
conocimiento del terreno dieron al amanecer en unos pantanos y
arenales profundísimos donde ni podía maniobrar la caballería,
ni variar el ejército de posición, mucho menos cuando el
gobernador de Gaza, que era gran militar, instruido de las
intenciones de los cristianos había situado con tal ventaja su
guarnición que los incomodaba y provocaba a su salvo imposibilitándoles
hasta la retirada. En tan estrecha y apurada situación, que
aumentaba la falta de alimento, pasaron un día y una noche; y al
amanecer del siguiente fueron atacados por las tropas del soldán
reforzadas con las que llegaron de Egipto, cuando la hambre, la
sed, la vigilia y el cansancio apenas les permitían sostener las
armas. Fue sin embargo notable su valor y su resistencia en medio
de la muchedumbre de enemigos que por todas partes los atacaba;
pero quedaron al fin tan completamente derrotados que solo se
salvaron el rey de Navarra y el duque de Borgoña, caminando
errantes dos días y dos noches hasta que llegaron a Jafa y al
campo de Ascalona, donde las nuevas de tan infaustos sucesos
consternaron al ejército cristiano, que inmediatamente tomó el
camino de Tolemaida(75).
Una conducta tan temeraria e imprudente disgustó mucho a los
templarios, y este disgusto creció cuando pocos días después
comenzaron el rey Teobaldo y otros señores cruzados a tratar de
su regreso a Europa, dejándolos solos expuestos al resentimiento
de los egipcios. Con este temor y recelo hicieron con suma
reserva los templarios alianza con el soldán de Damasco para
socorrerse recíprocamente contra el de Egipto su enemigo común.
Los hospitalarios sus émulos y rivales no tardaron en descubrir
este tratado, y en oposición a él hicieron por su parte liga
con el soldán de Egipto; dando unos y otros con estas alianzas
reprensibles y escandalosas motivo a la murmuración y a su
descrédito, con mengua de la opinión y de los progresos de las
armas cristianas en aquel país(76). Incomodado el rey Teobaldo
por el mal éxito de su expedición, la discordia que dominaba
entre las órdenes militares, y las perjudiciales alianzas que
acababan de hacer, se embarcó para Europa a fines de 1242,
después de haber visitado el Santo Sepulcro con otros señores
de su comitiva, conteniendo al mismo tiempo a los que querían
abandonar la empresa de la guerra santa, alentándolos entre
otras razones con la próxima llegada de Ricardo, hermano del rey
de Inglaterra, con un ejército de 40.000 hombres; y siguiendo su
viaje a Roma según parece y a sus estados de Champaña, estaba
ya gobernando Navarra en abril de 1243. Era este príncipe de un
carácter noble, liberal y magnífico, de un trato dulce y
agradable, y de un talento vivo y penetrante, que había
cultivado con una educación esmerada en la universidad de
París, donde estudió las buenas letras, y en especial la
poesía y la música en que fue muy sobresaliente. Los
historiadores franceses ponderan mucho la elegancia de sus
versos, y han conservado algunos para muestra y ejemplo; y este
buen gusto ni pudo dejar de perfeccionarse en sus viajes al
Oriente y con el trato de tan varias naciones, ni trascender y
difundirse en su corte y en sus estados, por el imperio que tiene
siempre para la imitación de los súbditos el ejemplo de los
reyes(77).
Bien sabido es el celo y empeño con que San Luis rey de Francia,
procuró contribuir a sostener la guerra santa de Ultramar,
solicitando para la segunda expedición que dispuso con este
intento la alianza y los auxilios de otros príncipes cristianos.
Sus vínculos y relaciones con los que dominaban en España le
facilitaron tenerlos enteramente a su arbitrio y devoción. Por
una parte su primogénito Felipe III de Francia, estaba casado
con Doña Isabel hija del rey Don Jaime de Aragón, y hermana de
Doña Violante mujer de Don Alonso el Sabio; y por otra sus dos
hijas Doña Blanca y Doña Isabel habían contraído matrimonio,
la primera con Don Fernando de la Cerda infante y heredero de los
reinos de Castilla y León, como hijo de Don Alonso X, y la
segunda con Don Teobaldo II de Navarra. Para unirse este
príncipe con su suegro en aquella empresa aprestó allí muchas
tropas, y a su ejemplo tomaron la insignia de la cruz para
seguirle muchos señores vasallos y dependientes suyos de Navarra
y de Gascuña, y algunos de Castilla y Aragón. Entre los
primeros cita Aleson a los señores de Agramont con los de su
bando de la parte de los vascos, y de las montañas el señor de
Lusa con los suyos; Don Corbarán de Lehet con su casa y
parientes; Don Juan de Ureta con los suyos; el señor de
Monteagudo y Don Diego Velázquez de Rada; el señor de Aybar con
las gentes de la ribera, Don Iñigo Vélez de Guzmán y Don
Ladrón de Guevara su hermano; Don Iñigo de Avalos con los de la
divisa, Don Martín de Avalos señor de Leiva, Don Aznar de
Torres señor de Cortés, Don Diego Fernández de Ayanz, Don
Pedro Pérez de Lodosa, Don Iñigo Vélaz de Medrano, Don Sancho
Ramírez de Arellano señor de la casa de Vidaurreta y tierras de
la Solana, y otros muchos nobles y caballeros de no menor
calidad, con Don Juan González de Agoncillo alférez(78).
Garibay nombra entre los de Castilla a Don Juan Núñez de Lara,
hijo mayor del conde Don Nuño González de Lara(79). Y como el
primogénito del rey de Francia llevó consigo en esta
expedición a su mujer, hija del rey Don Jaime; es natural
también que gran parte de la comitiva y servidumbre de aquella
princesa se compusiera de señores y caballeros aragoneses.
Salió la expedición de los puertos de Marsella y Aguasmuertas a
principios de julio de 1270 en buques, cuya marinería por ser la
mayor parte de genoveses fue mal recibida en Cálleri de
Cerdeña, cuya isla dominaban los pisanos sus émulos naturales.
Reparados allí de los descalabros y fatigas de las borrascas que
sufrieron en la navegación, trataron del objeto de su jornada, y
adoptando al fin el dictamen de San Luis se dirigieron a Túnez
donde desembarcaron después de mediado el mes de julio, quizá
demasiado confiados en las promesas e ideas favorables de aquel
rey mahometano. Mas enterados de su perfidia por dos soldados
catalanes que huyeron de los reales de los moros, debilitado el
ejército al cabo de tres meses con los continuos encuentros y
batallas, con el progreso de las enfermedades, de que fueron
víctima el mismo San Luis y otros caudillos principales, y con
la intemperie del país en tan rigurosa estación, se vieron
precisados los cristianos a ajustar treguas con los infieles y a
embarcarse para Europa, tan perseguidos de la mala fortuna, que
por efecto de las terribles tormentas que sufrieron en esta
travesía perdieron 18 naves grandes además de otras menores, y
en ellas como 4.000 personas de ambos sexos, logrando los reyes
de Francia y de Navarra salvarse con gran trabajo en el puerto de
Trápana, donde falleció Don Teobaldo a 5 de diciembre de 1270
de resultas de tantas fatigas y contratiempos. Su mujer la reina
Doña Isabel murió cuatro meses después en Hiéres en Provenza,
y el rey Felipe habiendo atravesado la Italia y la Francia hasta
San Dionisio, depositó allí las reliquias del santo rey su
padre(80).
Algunos historiadores franceses cuentan que el rey Don Jaime de
Aragón fue convocado para esta jornada, y que para el apresto de
su armada le anticipó el rey de Francia 30.000 marcos de plata,
y alguna gente el rey de Castilla su yerno; pero habiéndose
embarcado él mismo y sufrido una horrible tormenta, se vio
precisado a regresar a Barcelona, cumpliendo después su empeño
con enviar algunas tropas auxiliares(81). Ni falta escritor
extranjero que se propase a injuriar la buena memoria de aquel
ilustre monarca, atribuyendo a una pasión criminal y vergonzosa
el regreso a sus estados, y la mudanza del propósito de ir a la
Tierra Santa, con el pretexto de que conocía no era agradable a
Dios este viaje, y que le dispensaba de hacerlo oponiéndole
tantos obstáculos y contradicciones(82). Hallamos en esta
narración tan confundidos unos hechos, y tan equivocados otros
por ignorancia o por malicia, que hemos creído conveniente
ilustrar esta parte de nuestra historia, tomando el asunto desde
tiempo anterior, para dar mejor a conocer la conducta noble y
generosa del rey Don Jaime respecto a las cruzadas de Ultramar.
No pudo auxiliarlas en los primeros años de su reinado, según
el espíritu de aquel tiempo, por lo mucho que le ocuparon los
negocios de su reino y la conquista de Mallorca. Resuelto
después a hacer la guerra a los moros del reino de Valencia,
publicó en Monzón el año de 1232 la bula de la cruzada,
otorgada por el papa Gregorio IX a todos los que saliesen
cruzados a esta jornada para el año inmediato(83). Con este
llamamiento y aliciente concurrieron muchos caballeros y gente
granada de Aragón y Cataluña, de quienes hacen honrosa mención
nuestros historiadores, con cuyo auxilio sitió Don Jaime a
Valencia obligando a Zayen rey moro de aquella ciudad, a
capitular firmando un tratado en 28 de septiembre de 1238, por el
que le cedió además todo el territorio desde el Júcar para
Levante. Así pudo el rey de Aragón entrar triunfante con su
ejército en la ciudad el 9 de octubre día de San Dionisio
según antigua tradición, y continuar en los años siguientes la
conquista y reducción de lo restante de aquel reino(84). Apenas
había descansado de tan gloriosas fatigas cuando ya comenzó
Inocencio IV a instarle para que contribuyese con sus fuerzas a
la reconquista de la Tierra Santa, concediendo indulgencia
plenaria a todos los vasallos suyos que coadyuvasen a esta
empresa, como consta del breve expedido por aquel Papa a 25 de
enero de 1245, año segundo de su pontificado; pero otras
atenciones muy graves, ya domésticas, ya de sus súbditos y ya
de los príncipes comarcanos, que le ocuparon de continuo en los
años sucesivos hasta el de 1266 en que verificó la conquista de
Murcia, no le dejaron por entonces acudir a aquel llamamiento.
Entre tanto su hija tercera la infanta Doña Sancha pasó en
peregrinación a visitar los Santos Lugares el año de 1251, Y
murió en el Hospital de San Juan de Jerusalén, habiendo
residido en él mucho tiempo en traje desconocido, sirviendo a
los enfermos con indecible caridad y amor(85).
Ni del corazón de su padre faltó jamás el ánimo de verificar
aquella empresa, como lo manifestó cuando supo el buen
recibimiento que habían tenido sus embajadores del soldán de
Babilonia, con cuya amistad y auxilio contaba para llevarla a
efecto; y con iguales miras había enviado a Juan Alarich con
embajada al gran Kan emperador de los tártaros, para entender su
voluntad y determinación acerca de la conquista de Jerusalén, y
certificarse de su poder y forma que tenía en esta jornada(86).
Resolvió al fin ejecutarla, hallándose en Toledo a fines de
1268 para asistir a la primera misa de su hijo el infante Don
Sancho arzobispo de aquella iglesia metropolitana; porque allí
supo la llegada a Cataluña de dos embajadores de aquellos
príncipes de Oriente, y recibió al mismo tiempo las instancias
del emperador de Constantinopla Miguel Paleólogo para que no
retardase la ejecución de su empeño, el cual tomó desde
entonces con tal calor que, no pudieron apartarle de él ni las
reflexiones de su yerno Don Alonso el Sabio, ni las instancias y
lágrimas de sus hijos. Viéndole pues tan resuelto y obstinado
prometió ayudarle Don Alonso con 100.000 maravedís de oro y con
100 caballos, y se ofrecieron a servirle también en esta jornada
Don Pelay Pérez Correa maestre de Santiago con 100 caballeros de
su orden, y Don Gonzalo Pereyra, lugarteniente general de la de
San Juan en los reinos de España(87)
. La ciudad de Barcelona contribuyó para los gastos con 80.000
sueldos barceloneses y los naturales de Mallorca con 50.000
sueldos de plata, habiendo pasado el rey Don Jaime a aquella isla
con sólo una galera y un bergantín, así para proveer lo
conveniente a su gobierno y defensa, como para recoger las naos y
otras provisiones con que le sirvieron los isleños en esta
ocasión(88).
Desde el mes de Mayo había celebrado en Barcelona varias
contratas con muchos caballeros y otros particulares para que a
mediados de Agosto se presentasen allí unos con los soldados,
caballos y armas a que respectivamente se comprometieron, y otros
con las embarcaciones armadas y equipadas que se necesitaban para
la expedición(89). Componíase la escuadra de 30 naves gruesas y
12 galeras todas catalanas, además de muchos bergantines y
fragatas; y se embarcaron 800 hombres de armas con tres caballos
para cada uno, los almogávares también de a caballo y la demás
gente de a pie, en número según fue fama de 20.000 infantes.
Embarcóse también el rey y dio la vela de la rada de Barcelona
el 4 de septiembre; pero hallándose sobre Menorca sobrevino tan
furiosa tempestad que dispersó el convoy de manera que una parte
corrió hasta la Siria, parte arribó a Cerdeña con pérdida de
algunos buques, y parte aportó a las costas del Languedoc muy
maltratada con gran peligro de aquel soberano. Éste desembarcó
en el puerto de Aguasmuertas, y dirigiéndose a Mompeller
regresó por tierra a Cataluña(90)
Las naves que llegaron a Acre pudieron animar y abastecer de
víveres a los cristianos que acababan de tener grandes pérdidas
y padecían suma carestía; pero viendo al cabo de algún tiempo
que ni aparecía el rey ni las tropas de sus aliados los
emperadores de la Tartaria y de Constantinopla, regresaron a
Barcelona, tocando antes en las islas de Creta y de Sicilia y
habiendo dejado en Acre muchos militares de a caballo y otros
ballesteros y hombres de armas, con las provisiones y caudales
necesarios para su socorro y el de los embajadores aliados que
habían transportado para que regresasen a su país(91).
Tal fue el éxito desgraciado de esta expedición, pero lejos de
desmayar por esto el papa Gregorio X procuró pocos años
después fomentar y dar vigor a la guerra de Tierra Santa, con
cuyo objeto y el de unir la Iglesia griega con la latina juntó
concilio en León de Francia en el año 1274, y allí trató con
el rey de Aragón de los aprestos que serían necesarios contra
el soldán y para defender las fortalezas que conservaban los
cristianos en Asia. Ofrecía el papa ir personalmente a esta
jornada, y Don Jaime después de dar su voto y manifestar su
opinión, añadió que acompañaría también con su persona a la
del sumo pontífice en esta expedición sin embargo de su vejez,
siguiéndole con un buen ejército: y que en el caso de que no
fuese su Santidad enviaría 1.000 caballos muy escogidos, pagados
por todo el tiempo que durase la guerra. Expuso también los
servicios que había hecho a la religión cristiana, conquistando
tres reinos de moros, e introduciendo en ellos la fe católica,
en cuya consideración pedía que su Santidad le coronase por su
mano con las ceremonias acostumbradas en tales casos; pero
negándose a ello el papa si primero no renovaba la promesa de
pagarle el censo en que su padre había gravado su reino a favor
de la Santa Sede, no sólo se excusó Don Jaime de contestar a
esta demanda, prefiriendo su propio honor y el bien de su pueblo
a una satisfacción tan estéril, sino que se despidió del
pontífice con mucha sequedad, perdiendo éste entonces por su
falta de condescendencia los socorros que había procurado y
consentido reunir para la jornada de Ultramar(92). Apenas murió
Gregorio X cuando su sucesor Inocencio V a causa de la guerra
promovida por el rey de Fez y Marruecos, que ayudaba a los moros
de Murcia y Granada contra el rey Don Jaime mandó al arzobispo
de Sevilla Don Raymundo Losana en el año de 1276 pasase al reino
de Aragón a publicar la cruzada contra infieles, por la plena
confianza que tenía de su virtud y de la pureza de su fe(93).
La última expedición a la Siria a que concurrieron la marina y
tropas de Cataluña fue en el año de 1290, cuando conquistada
Trípoli por el soldán de Egipto y amenazados los cristianos de
ser arrojados enteramente de Asia, solicitaron éstos los
auxilios de varias potencias, y el papa promovió una cruzada con
el objeto de recobrar aquella plaza. Las repúblicas marítimas
de Italia y los soberanos de Europa, envueltos entre sí en
guerras y disensiones particulares, no pudieron acudir a tan
urgente necesidad. Sólo el rey de Sicilia, instado vivamente del
sumo pontífice, despachó 23 naves de guerra en dos divisiones:
la una se dirigió al puerto de Acre; y la otra, compuesta de 16
galeras y mandada por el famoso almirante Roger de Lauria,
navegó hacia el puerto de Tolometa en África, donde apresadas
las naves que había en él, desembarcó sus tropas, que forzaron
las puertas y entraron a viva fuerza en el castillo, siguiéndose
el saqueo y destrucción de toda la ciudad(94).
Por otra parte el rey de Aragón Don Alonso III había permitido
al maestre de los templarios en sus dominios extraer de ellos
cuantos caballos, acémilas, armas y víveres necesitase para
socorro de la Tierra Santa; pero ni éste ni otros de igual
naturaleza y consideración que pudieron prestar los venecianos y
reunir la solicitud del papa, alcanzaron a evitar que los
sarracenos, dueños ya de cuantas plazas y fortalezas habían
poseído en Asia los cristianos, a excepción de Tolemaida o
Acre, les obligasen a encerrarse en esta ciudad, cuya pérdida
apresuraron éstos, más por su división e imprudencia que por
el valor o la fuerza de los enemigos.
Además de Enrique rey de Chipre, que debió haber tomado el
mando supremo, estaban allí el legado pontificio, el patriarca
de Jerusalén, el príncipe de Antioquía, el conde de Trípoli,
las tres órdenes militares del Hospital, del Temple y los
teutónicos; muchas tropas y naturales de Nápoles, Francia e
Inglaterra; los cónsules y comerciantes de Venecia, Génova y
Pisa; los armenios y los tártaros. Todos formaban barrios
separados dentro de la misma ciudad; todos ejercían sus
jurisdicciones particulares; todos tenían sus tribunales,
magistrados y oficiales, con la misma autoridad e independencia
los unos de los otros cual si fuesen otros tantos soberanos. De
aquí nació la discordia entre tantos caudillos llenos todos de
vanidad, de envidia y de ambición: de aquí la falta de gobierno
y de justicia: de aquí la corrupción de las costumbres y la
impunidad y tolerancia de los crímenes más atroces: de aquí
que los aventureros y gente perdida que había concurrido de
Europa, quebrantando el juramento y la ley de las treguas
obtenidas por la generosidad del soldán, no sólo acometiesen
traidoramente entre las sombras de la noche a los sarracenos, que
confiados en la solemnidad de sus pactos venían a comerciar a la
plaza, asesinándolos y robando sus habitaciones, sino que aún
en medio del día tuviesen la insolencia de salir en batallones
formados a talar los campos como si se estuviera en guerra
abierta, sin que ningún jefe, ninguna autoridad procurase
contener y castigar tan inauditos como escandalosos excesos. Aún
se negaron neciamente a dar al soldán la satisfacción que por
ellos demandaba, y con esto lo irritaron de manera que juntando
inmediatamente en Egipto un ejército de 60.000 caballos y
160.000 hombres de infantería, atravesó el desierto y aunque le
sobrevino la muerte, su hijo y sucesor, cumpliendo con denuedo la
última voluntad del padre, puso el sitio y comenzó los ataques
el 5 de abril de 1291, y después de varios sucesos prósperos y
adversos, y de una defensa de cuarenta y tres días bien
sostenida, en especial por los caballeros de las órdenes, se
hicieron los infieles dueños de la plaza, y los cristianos
perdieron el último asilo que les restaba en unos paises que
habían dominado por dos siglos, se embarcaron para trasladarse a
Chipre(95).
Al mismo tiempo que Enrique II de Lusiñán, rey de Jerusalén y
de aquella isla, procuraba asegurar su defensa, fijando en ella
la residencia de las órdenes militares del Hospital y del
Temple, porque los teutónicos prefirieron ir a establecerse en
Prusia, atendía también a proporcionar a sus vasallos las
comodidades del comercio; engrandeciendo y fortificando la ciudad
de Famagusta, a semejanza de la de Tolemaida, y excitando por
varios medios el concurso de las naciones extranjeras.(96) Con
este objeto concedió en octubre del mismo año de 1291 varias
franquicias a los mercaderes y navegantes catalanes que aportasen
a sus estados; a cuya imitación lograron también a 12 de enero
de 1299 iguales o semejantes privilegios de Carlos II rey de
Jerusalén y de Sicilia, confirmados después por su primogénito
el duque de Calabria(97).
No eran estos los únicos alicientes y beneficios que lograban
los catalanes para asegurar y extender su comercio marítimo. Los
soberanos de Aragón, que le consideraron siempre como el
cimiento más sólido de la riqueza y prosperidad de sus
súbditos, solicitaron y mantuvieron frecuentemente la amistad y
alianza de los mismos príncipes infieles; contra quienes en
otras ocasiones se confederaban con los príncipes cristianos,
más por respeto o condescendencia a la Santa Sede, que porque lo
dictasen la política y el interés de sus estados: Así es que
el rey Don Jaime I, viendo la concurrencia que había por los
años de 1250 de mercaderes barceloneses en Egipto al trato de la
especería, que era de mucha consideración, ajustó un tratado
de comercio con el soldán, y en 1272 ya tenían en Alejandría
los catalanes su cónsul nacional(98).
Pero este comercio padeció muchas interrupciones, porque los
papas, queriendo evitar con los infieles una comunicación que
podía acrecentar sus fuerzas, ya con los socorros y aprestos que
recibiesen de Europa, ya con los derechos exorbitantes que les
rendían sus propias aduanas, prohibieron este tráfico, en
especial con el soldán de Egipto, como lo hizo Gregorio X por
una bula, ampliando sin embargo o restringiendo esta ley en casos
y circunstancias particulares. Los diplomas del archivo de la
corona de Aragón ofrecen continuos ejemplares de esta
alternativa de rigor o condescendencia respecto a la observancia
de los mandatos o leyes prohibitivas que entonces se dictaron, y
no fue otro el principio de la real cédula que en el año de
1274 expidió Don Jaime I prohibiendo en sus dominios toda
extracción de hierro, armas, maderas de construcción naval,
granos y otros víveres para tierra de sarracenos: prohibición
que causó gran sensación en el comercio de Cataluña,
ocasionando muchas instancias y súplicas de los negociantes,
algunas consultas de teólogos y moralistas y varias aclaraciones
del soberano. Pero pocos años después ya parece se restableció
la navegación a los paises de Ultramar, según se infiere del
contenido de una carta que en 1286 dirigió Don Pedro IV desde
Barcelona al soldán de Egipto sobre varios puntos concernientes
al arreglo de los intereses mercantiles de sus respectivos
vasallos(99).
Aun después que los cristianos habían sido echados de Siria y
de la Palestina, mientras el papa Nicolás IV trabajaba con
infatigable celo en reunir y empeñar a los príncipes cristianos
en una nueva cruzada para reparar aquellas pérdidas, el rey de
Aragón Don Jaime II negociaba con el mismo conquistador de Acre
el soldán de Egipto Muley al Kraf un tratado de amistad y
alianza, no sólo para sí y sus estados, sino para los de
Castilla y Portugal(100), por medio de sus embajadores Romeo de
Marimon y Ralmundo Alemani, a quienes en 1292 despachó sus
instrucciones y credenciales. Esta negociación y solicitud no
obstó para que en el año siguiente de 1293 despachase aquel
mismo príncipe con cartas fechadas a 12 de noviembre otros
emisarios a los reyes de Chipre, de Armenia y de los Mogoles,
para concertar con ellos algunos asuntos de comercio, y solicitar
con especialidad entre otras cosas le informasen del estado de la
Tierra Santa y de los que la ocupaban, en el supuesto de que
tenía determinado trabajar incesantemente en su recuperación
con ayuda de ellos, luego que concluyese la paz que estaba
procurando con sus enemigos. Al último exhortaba en particular a
que uniendo su poder al suyo permitiese a las tropas aragonesas
desembarcar en Armenia para facilitar la reunión, y les
concediese un salvoconducto a fin de que pudiesen permanecer con
seguridad en los puertos, costas y lugares de aquellos dominios.
Por este mismo tiempo el papa Bonifacio VIII, queriendo unir a la
tiara la corona de Sicilia y empeñar en su conquista al rey Don
Jaime II de Aragón, expidió un breve a 5 de abril de 1297
promulgando sentencia de entredicho y excomunión contra los que
hostilmente invadiesen los reinos y bienes de aquel soberano
mientras estuviese empleado en servicio de la Iglesia y de la
Tierra Santa, o concurriendo a su auxilio armada de diez o más
galeras; mandando por otro breve despacho tres días después a
los obispos de Barcelona y Tortosa, entregasen al rey para los
gastos de la escuadra, que debia equipar aquel verano en servicio
de la Iglesia romana, los productos resultantes de las
absoluciones que diesen a los conductores o negociantes de cosas
prohibidas a los sarracenos de Alejandría, ya hubiesen
comerciado con ellos, ya dándoles consejo o auxilio; los cuales
siendo hombres debían perder el quinto de sus ganancias, y si
mujeres la cuarta parte.
Más activos los orientales que los europeos, procuraron
eficazmente hacerse dueños de los Santos Lugares, arrojando de
ellos a los sarracenos que los ocupaban. Luego que subió al
trono de Persia el rey Kasan, se dirigió a marchas forzadas
hacia el Eufrates a la cabeza de 200.000 combatientes, además de
las tropas auxiliares de los reyes de Armenia y de Georgia que se
le reunieron a la entrada de la Siria, y de las del rey de Chipre
que son los caballeros de las órdenes del Hospital y del Temple
quisieron tomar parte en esta expedición. Con tan poderosas
fuerzas atacó Kasan a los sarracenos junto a la ciudad de Emeso,
derrotándolos tan completamente que dueño a discreción de
todas las ciudades de la Siria, le abrieron las puertas hasta
Jerusalén y Damasco(101). Con noticia de aquellos preparativos
había despachado el rey Don Jaime II de Aragón a Pedro Solivera
por embajador al rey Kasan, con instrucción y carta fechada a 18
de mayo de 1300, ofreciéndole naves, galeras, armas, caballos,
víveres y cuanto fuese provechoso a su hueste, y aún su misma
real persona; noticiándole además haber ordenado que cualquiera
de sus vasallos que quisiese ir a aumentar sus ejércitos lo
pudiese hacer sin obstáculo(102).
Como esta expedición, a pesar de sus gloriosos y favorables
principios, se malogró por haber tenido que regresar a Persia el
rey Kasan a sosegar los alborotos, que durante su ausencia había
promovido un pariente suyo, volvieron a renovarse con mucha
severidad las prohibiciones de comerciar en Alejandría o Egipto
con los sarracenos, como parece por una cédula del rey Don Jaime
de 16 de junio de 1302; pero tres años después con motivo de
haber enviado el soldán un embajador a aquel soberano, y de
corresponder este con otro para solicitar la libertad de varios
cautivos cristianos en Alejandría y el permiso de abrir y
reedificar las iglesias destruidas, comenzó a permitirse de
nuevo la conducción de algunas mercaderías o efectos no
prohibidos, mediante los derechos que se impusieron. Sin embargo,
aunque el papa promovía en el año 1309 una nueva cruzada para
recobrar la Tierra Santa, y que a su solicitud había permitido
el rey de Aragón a los maestres y caballeros de las órdenes del
Hospital y del Temple, y a Hugo de Cardona arcediano de la silla
de Barcelona, extraer con este objeto de sus dominios muchas
armas, caballos, marineros, víveres y cuanto fuese necesario a
la expedición(103), procuraba este soberano cultivar por
entonces la amistad con Abilfat Mahomet, hijo de Almanzor,
soldán de Babilonia y señor de Levante, enviándole por sus
embajadores a Guillermo de Casanadal y Arnaldo Sabastida con
magníficos regalos, como lo hizo en 1314, procurando la
redención de los cautivos, el buen trato de sus vasallos, el
ejercicio libre de su religión en aquellos dominios y el que
pudiesen visitar con seguridad los Santos Lugares(104): gracias
que obtuvo por el favorable concepto que supo grangearse de los
príncipes mahometanos, de quienes se hizo respetar, al mismo
tiempo que los sumos pontífices, aunque usando de la facultad
que entonces ejercían de conceder aun al mismo rey el permiso de
enviar sus embajadores al soldán y hasta para despachar una nave
con mercaderías(105), imploraban su poderosa mediación para el
rescate de aquellos cristianos cuya libertad podía interesarles.
Tal fue el objeto y espíritu de las bulas o breves expedidos por
Juan XXII a 14 de octubre de 1317 y a 30 de junio de los años
1320 y 1321, conteniéndose especialmente en el último grandes
elogios del soberano de Aragón por los muchos cautivos que
había redimido; en cuya recompensa y consideración se le
otorgaba licencia para enviar una nave con sus embajadores y
algunas mercaderías a los puertos de Egipto.
Igual permiso concedió su Santidad pocos años después a
instancias del rey de Francia Carlos IV a Guillermo Bonesmans
francés de nación, para llevar una nave con mercaderías a los
dominios del soldán de Babilonia, transportando al mismo tiempo
los embajadores que su soberano enviaba para tratar asuntos
concernientes a la exaltación de la fe católica; y como
Bonesmans hubiese venido a Barcelona a fletar la coca o nave de
Francisco Bastida, vasallo del rey de Aragón, permitió éste en
8 de julio de 1327 que sus súbditos pudiesen llevar en ella
dinero y cosas no prohibidas y aun embarcarse ellos mismos:
gracia que costó 3.000 sueldos barceloneses, cuya mitad debía
invertirse en la fábrica del monasterio de Pedralves, y la otra
mitad en el de Valldonsella.
Esta dependencia en que estaban los reyes de Francia y de Aragón
de la voluntad del papa para el comercio de Ultramar, era de
tanto interés y ventaja a la curia romana por las multas que
imponía a los infractores, como por los derechos que exigía de
las licencias o permisos que otorgaba; pero tan perjudicial y
embarazosa al comercio y tan odiosa a los catalanes, que en las
Cortes generales que éstos celebraron en Barcelona el año de
1373, se ajustaron a 29 de enero dos famosas capitulaciones entre
el rey Don Pedro IV de Aragón y aquella ciudad, sobre la
libertad ilimitada de mandar embarcaciones con géneros y
mercaderías, que no fuesen de contrabando, al Egipto y demás
puertos del soldán de Babilonia, determinando lo que debería
pagar cada nave según su capacidad, fuese o no absuelta del
pontífice, y señalando cuáles deberían ser los derechos en el
caso de que no aportasen al Egipto sino a Chipre(106). A
consecuencia de esta resolución aprobó y confirmó el rey en 17
de junio de 1379 el nombramiento de los cónsules que para la
Siria, la Armenia y demás paises de Ultramar habían hecho los
conselleres de Barcelona; y como los soberanos de Aragón,
atentos siempre al engrandecimiento y decoro de sus estados y a
la prosperidad de sus súbditos, sostuvieron con sumo tesón el
respeto a su bandera y la seguridad de su navegación en todos
los mares, fomentando el comercio marítimo con muchas exenciones
y privilegios, y allanando los estorbos y trabas que podían
entorpecer su curso, lograron conservar la concurrencia en
Alejandría y Egipto aun muchos años después que el
descubrimiento de la India Oriental por los portugueses hizo
cambiar el giro de aquella contratación, aniquilando el poder de
las marinas del Mediterráneo, para levantar sobre sus ruinas las
que entonces comenzaron a enseñorearse de la vasta extensión
del Océano Atlántico. Este fue el influjo de las cruzadas con
respecto a la navegación y comercio de los súbditos de la
corona de Aragón a los países llamados entonces de Ultramar.
Aunque los reyes de Castilla no tuvieron durante el siglo XIII
tanta parte como los de Navarra y Aragón en las expediciones a
la Tierra Santa, no dejaron por esto de ser frecuentes sus
relaciones y su comunicación con los príncipes más poderosos
del Oriente. El viaje a Tierra Santa que algunos atribuyen a Don
Alonso VIII, llamado el Noble, en compañía de su suegro Ricardo
rey de Inglaterra, es una invención propagada por los poetas, y
desmentida por los documentos coetáneos y por el examen crítico
de las acciones de este gran monarca, historiadas con tanta
exactitud y prolijidad por el marqués de Mondéjar(107)
. Otros han supuesto que San Fernando y su hijo Don Alonso el
Sabio hicieron voto de pasar en socorro de la Tierra Santa(108);
pero esta especie es absolutamente incierta con respecto al
primero. Ninguna empresa parecía más propia y característica
de un príncipe tan cristiano, que siendo aún muy joven al
armarse caballero en Burgos había ofrecido a Dios hacer la
guerra a los moros hasta arrojarlos de España(109); y nada más
natural que cuando trató la boda de su hermana Doña Berenguela
con Juan de Brena rey de Jerusalén, hubiese concertado con éste
los auxilios que debiera o pudiera proporcionarle para recobrar
el trono que se había visto precisado a abandonar en Asia,
especialmente habiendo venido a Europa con este fin, o para
implorar el favor de algunos soberanos, o para proporcionarse con
otros alianzas que los interesasen en sus desgracias(110). Pero
la continuación gloriosa de las hazañas de San Fernando y su
propósito de libertar a España de la dominación mahometana, le
alejaron siempre de la guerra de Ultramar, habiendo merecido sin
embargo tan alto aprecio de los pontífices romanos, que en el
año de 1246 expidió Inocencio IV una bula de cruzada para los
que concurriesen a la conquista de Sevilla, concediendo además
al rey otras gracias y auxilios para tan importante empresa(111).
En ella tuvieron muy señalada parte los marinos de las costas de
Vizcaya y montañas de Santander, donde se fabricaron las naves
que mandadas por Don Ramón de Bonifaz, primer almirante de
Castilla, rompieron el puente de Triana y facilitaron la toma de
la ciudad. Guardando este mismo caudillo y defendiendo después
las costas de Andalucía, infestando y molestando las de Africa,
y manteniendo la amistad con algunos de sus régulos, preparaba
los caminos para hacer con mayor acierto y seguridad la guerra y
la conquista de aquel país, que meditaba el santo rey cuando le
sobrevino la muerte(112). Son notables las preeminencias y
exenciones que en los fueros de Sevilla concedió a la gente de
mar, a cuyo gremio pertenecían también los calafates,
carpinteros de ribera y los oficiales de las atarazanas(113), no
sólo como remuneración de sus servicios, sino porque su
política penetraba ya cuanto convenía a su reino el fomentar la
marinería y navegación, cuando ensanchando sus límites por las
costas del Océano, y hecho dueño de los puertos más ventajosos
y acomodados, facilitaba por este medio la comunicación con
todas las naciones, y abría para el comercio una mina inagotable
de riquezas y prosperidad: privilegios que por iguales
consideraciones confirmaron y repitieron, o ampliaron todos sus
sucesores en la corona de Castilla.
Fue tan eficaz el fruto de
estas sabias disposiciones, que la historia general de España
escrita por el rey Don Alonso el Sabio nos dejó ya una idea de
la grandeza de aquella insigne capital pocos años después de su
conquista, diciendo entre otras cosas muy notables lo siguiente:
«Vienen a Sevilla navíos cada día desde el mar por el río. Y
las galeras y naves apuertan hasta dentro en los muros, con todas
mercaderías cuantas son en todas partes del mundo. De Tánger,
de Ceuta, de Túnez, de Alejandría, de Génova, de Portugal, de
Inglaterra, de Pisa, de Lombardía, de Burdeos, de Bayona, de
Sicilia, de Gascuña, de Aragón, y aun de Francia vienen
también muchas y de otras muchas partes en atiende mar y de
tierra de cristianos. El su aceite suele ser afamado y abondar en
todo el mundo, ca es mucho placiente villa y muy llana, sin los
otros abundamientos y riquezas de la su tierra y alrededores; ca
en el su ajarafe había bien este día cien mil alcarías de
mucha prol de mucho agasajo sin los portazgos te salen muy
grandes rentas sin mesura. Así que fue esta una de las más
altas conquistas que en el mundo se hicieron.(114)» La crónica
antigua del santo rey conquistador, encontrada entre las
preciosas escrituras de la iglesia metropolitana de Sevilla e
impresa por la primera vez en 1516, copia con leve alteración
estas palabras, describiendo las maravillas y la riqueza de
ciudad tan opulenta y afamada(115). Eralo en efecto por su
comercio aun cuando la dominaban los árabes, en cuya época la
frecuentaban ya los catalanes, conduciendo de allí ricos
cargamentos a todo el Mediterráneo; pero después de
conquistada, la miraron como uno de los principales puntos para
su tráfico, ya por su feliz situación, ya por la asombrosa
fertilidad de su suelo. Así es que a competencia de los
genoveses, que habían sido muy favorecidos al tiempo de la
conquista, establecieron sus factorías y su cónsul nacional,
lograron la asignación de ciertas casas con sus tiendas que
formasen barrio separado para su residencia, con lonja y juzgado
para su contratación; y para la protección y seguridad de sus
personas y bienes en aquella ciudad y demás tierras de Castilla
y León, obtuvieron de Don Alonso el Sabio y de sus sucesores
franquicias y privilegios muy notables(116). Conducían a Sevilla
vinos y estofas de lana, y extraían aceites para su país y
otras partes de levante con especialidad después de verificada
la conquista; pues hasta mediado el siglo XIII era el aceite uno
de los géneros que se traían del Egipto a nuestros puertos del
Mediterráneo. También transportaban a Sevilla trigos y harinas
de otras tierras, por medio de un tráfico de economía, y
frecuentaban los demás puertos de los reinos de Murcia, Granada
y Sevilla sin desconocer los de Galicia y costa del mar
Cantábrico(117).
Continuó Don Alonso con empeño después de la muerte de su
padre los preparativos de la guerra de África, procurando
introducir la desunión entre los príncipes de aquel país, y
hostilizando a unos, ya estableciendo alianzas con otros, ya
renovando las antiguas con el rey moro de Granada, solicitando al
mismo tiempo que el papa Inocencio IV aprobase la confederación
con estos príncipes infieles: confirmación que obtuvo muy
pronto con otras órdenes que sucesivamente se expidieron, para
que le auxiliasen las iglesias de España con la tercera parte de
las rentas decimales, para que siguiesen el ejército algunos
varones religiosos, y para que los superiores de las órdenes en
Castilla y Navarra exhortasen a los pueblos a seguir las banderas
de la cruz, prometiendo de parte de Dios a los que fuesen a esta
empresa o contribuyesen para ella con su hacienda el perdón de
sus pecados; y para mayor estímulo tomó Don Alonso
públicamente la cruz con la solemnidad de los demás cruzados, y
recibió por ello los parabienes del mismo pontífice(118). Entre
tanto se aprestaba con actividad la armada, cuyas naves se
habían comenzado a construir en Vizcaya, y para custodiar las
que ya había en Sevilla se fabricaron allí las famosas
atarazanas, dotándolas con gran número de oficiales francos de
todos pechos, y asignando a su jurisdicción todos los montes de
aquellas comarcas que producían árboles propios para la
construcción de los bajeles. Instituyó además Don Alonso una
armada perpetua de 10 galeras, que habían de mantener sus
respectivos comitres o capitanes de mar y guerra mediante los
pactos y conciertos que recíprocamente establecieron; bien que
por haberse perdido sobre Algeciras en 1278 toda esta armada fue
preciso en adelante que los reyes la mantuviesen a sus propias
expensas(119). Con tal solicitud procuraba el rey cumplir las
ideas y llevar adelante los proyectos de su padre, cuando los
sinsabores domésticos y las discordias con su suegro el rey Don
Jaime de Aragón le apartaron de aquel propósito y
desconcertaron sus planes(120). Pero como estuviese anteriormente
comprometido para ir a la Tierra Santa, y cooperar a su conquista
por voto solemne que hizo al saber el desgraciado éxito de la
primera expedición o cruzada de San Luis, requeríanle o
amonestábanle con frecuencia los papas a su cumplimiento desde
que vieron frustrada la jornada de África; y no pudiendo Don
Alonso abandonar su reino en circunstancias tan críticas y
apuradas, sustituyó por su persona a su primo-hermano Don
Fernán Pérez Ponce, que sirvió en la Tierra Santa,
probablemente con gente pagada por el rey, desde fines de 1255, o
principios del siguiente, hasta los años 1275, en que comienza a
sonar su nombre confirmando algunos instrumentos públicos(121).
Para satisfacer más su compromiso y cumplir aquella obligación
instituyó Don Alonso por los años de 1260 la nueva dignidad de
Adelantado mayor de la mar, que confirió a Don Juan García de
Villamayor, su mayordomo principal, manifestando en el
privilegio, que lo hacía por el deseo de llevar adelante el
hecho de la cruzada de Ultramar al servicio de Dios, exaltamiento
de la cristiandad y provecho suyo y de sus dominios(122). Y tal
vez con el mismo objeto y el de fomentar su marina, creó en el
año de 1273 la orden militar de Santa María de España, cuyo
instituto según manifestó a la Academia en una disertación su
individuo de número el Señor Don Juan Pérez Villamil, parece
haber sido peculiar para los hechos de mar o expediciones
navales, así como el de las otras órdenes militares lo era para
pelear en tierra contra los enemigos de la religión y de la
patria(123). Por lo demás es cierto que en ninguno de los
reinados anteriores hubo mayor trato y comunicación entre los
españoles y los habitantes de los otros reinos de Europa. Las
conexiones y parentesco del rey de Castilla con el emperador de
Constantinopla, con los reyes de Francia, de Dinamarca, de
Hungría, de Sicilia y de Bohemia, y con el príncipe Eduardo de
Inglaterra(124); su elección al Imperio de Alemania, la fama que
le atraía los mensajeros del soldán de Egipto con ricos
presentes para solicitar su amistad, y otros sucesos no menos
notables proporcionaron que los españoles visitasen entonces
todos los países, y adquiriesen aquella cultura e ilustración
que principiaba a manifestarse en Europa, para disipar la antigua
rudeza y barbarie de los pueblos occidentales.
La decadencia y ruina del imperio de los cristianos en Asia, y el
deplorable estado a que los habían reducido a fines de este
siglo la imprudencia y la división de sus caudillos, dando
margen a que los mahometanos dilatasen su poder con la victoria y
buen éxito de sus armas, exaltaron el ardiente celo del célebre
Raymundo de Lulio, que después de haber ofrecido a la Santa Sede
y al colegio de cardenales su Arte general en 1288, y de haber
merecido en París el aprecio del famoso Escoto y la aprobación
de aquella universidad, volvió a Mompeller y de allí pasó a
Génova y a Roma, donde en el año de 1290 propuso al sacro
colegio un plan para destruir el paganismo y dilatar la religión
católica conquistando la Tierra Santa, el cual contenía: 1º.
Que en cada provincia se fundase un colegio donde hombres doctos
y celosos estudiasen su arte general y las lenguas de los paganos
para predicarles el Evangelio. 2º. Que de todas las religiones
militares se formase una sola que tuviese por cabeza un príncipe
o persona real, y que se ocupase de continuo en guerrear contra
los infieles que no aceptasen la predicación. 3º. Que las
décimas de la Iglesia, que su Santídad tenía concedidas a los
príncipes cristianos, se gastasen en los aprestos de esta guerra
hasta que se recuperase la Tierra Santa de Jerusalén. Propuso
además que el sumo pontífice prohibiese a los cristianos
navegar a Egipto para la compra de los aromas y especias; con
cuya providencia el soldán quedaría dentro de seis años
empobrecido, y los genoveses y catalanes se ingeniarían para ir
a buscarlas a Bagdad y a la India en derechura; proyecto que
presentó después en un libro titulado de Fine, escrito en 1305;
y que era enteramente conforme con el que en el año siguiente de
1306 manifestó también al papa Marino Sanuto, patricio
veneciano, después de haber recorrido como observador la
Palestina, las islas del Archipiélago y el Egipto. Inflamado con
estas ideas partió Lulio para la Armenia, peregrinó por la
Palestina, pasó a Chipre, atravesó el Egipto, y de allí por
tierra caminó a Túnez predicando en todas partes y excitando
los ánimos para hacer revivir el espíritu de las primitivas
cruzadas, ya muy amortiguado en su tiempo, y contribuir a la que
nuevamente meditaba. Vuelto a Roma solicitó de Bonifacio VIII su
autoridad para la conversión de los infieles, presentándole con
este objeto un tratado que había concluido en 1296; pero no
habiendo lugar su propuesta se retiró a Génova, donde la
nobleza le ofreció mucha cantidad de dinero para la conquista de
la Tierra Santa. De allí pasó a Mompeller a verse con el rey
Don Jaime de Mallorca, de quien ya había conseguido
anteriormente la fundación de un seminario en aquella isla para
la enseñanza de la lengua arábiga: volvió a París y obtuvo de
Felipe el Hermoso largos ofrecimientos para su proyectada
expedición, sobre lo cual despachó este rey un embajador al
papa. Con el mismo empeño y diligencia vino a España, y
habiéndole oído los soberanos de Castilla y Aragón, enviaron
también sus embajadas al sumo pontífice con iguales
ofrecimientos; pero todo se desvaneció por la dificultad de
concertarse entre sí aquellos príncipes. Lulio sin embargo
inflexible a todos los contratiempos peroró en público
consistorio sobre la obligación de recuperar los Santos Lugares,
pintó la miseria que ya padecían los cristianos de Armenia, y
anunció que si se retardaba el socorro, en breves días se
vería la Grecia presa y esclava de los turcos, como en efecto
sucedió. Ni el retiro ni la ocupación de escribir varios
tratados podían entibiar su celo ni apartarle de su propósito.
Marchó nuevamente al África, y en Bona, en Túnez y en Bujía
predicó el evangelio con algún fruto, pero con mayores
trabajos. Restituido a Roma insistió en su proyecto favorito, y
desesperando de efectuarle salió para España y poco después
marchó a París, donde el rey de Francia le prometió entre
otras cosas dejaría encargado en su testamento a los que le
sucedieran que acordando con la Santa Sede la conquista general
de las provincias infieles promoviesen eficazmente su ejecución.
Celebrabase por aquel tiempo un concilio general en Viena; y
aprovechándose Lulio de esta oportunidad presentó en él su
plan para la empresa de una nueva cruzada y para el
establecimiento de escuelas en toda la cristiandad con el objeto
de enseñar en ellas las leguas de los infieles; y logró que el
concilio determinase a persuasión suya, que en las universidades
de Roma, París, Bolonia y Salamanca se fundasen cátedras de las
lenguas hebrea, arábiga y caldea. Satisfecho con esto volvió a
Mallorca y de allí emprendió nuevo viaje a Egipto, y por la
costa del mar a Jerusalén, adonde llegó cerca del año 1314; y
continuó su peregrinación por la Armenia, la Siria, la Bohemia
y la costa de Bretaña hasta parar en Inglaterra. Volvió otra
vez a España, visitó de nuevo todos sus reyes y provincias, se
retiró a Mallorca, donde escribió varios tratados sobre los
caminos que podrían tomarse para ir a Jerusalén, con muchos
discursos militares para hacer la guerra santa con buen éxito;
pero cansado de ver que no se cumplían sus deseos, ni se tomaba
buena resolución en un asunto en que él creía vinculada la
gloria y la dilatación de la cristiandad, marchó al África con
el fervor de un apóstol y allí por resultado de sus
predicaciones padeció con heroica constancia los trabajos y la
muerte de los mártires(125). El celo infatigable de Lulio por
despertar en todas partes el espíritu de las primitivas cruzadas
sólo puede compararse al del ermitaño Pedro de Amiens que
promovió la primera con sus exhortaciones y su ejemplo, y al de
San Bernardo que predicó la segunda con sumo fervor y devoción
por diversos países de Francia y Alemania; pero estos tuvieron
la satisfacción de ver cumplidos sus planes y lleno el objeto de
sus predicaciones, mientras Lulio halló siempre mayor tibieza o
dificultad en los príncipes y en los caudillos que podían
ejecutar sus ideas. Tal debía ser el resultado de los
desengaños y escarmientos adquiridos en el espacio de dos
siglos, en que a la sombra de la religión se hizo del Asia la
morada de la ambición, de la discordia y de la corrupción de
costumbres, el sepulcro de millones de hombres, y la sima de
innumerables riquezas y propiedades. Los príncipes cristianos,
ocupados en extender sus dominios y en afirmar su autoridad,
consideraron prudentemente que unos establecimientos tan lejanos
de Europa, rodeados de naciones guerreras, y animadas de un celo
no menos exaltado, que el de los mismos cruzados, estaban
continuamente expuestos a su próxima destrucción; y en tales
circunstancias no era de esperar que las exhortaciones de Lulio
pudiesen más que los desengaños y que los intereses mejor
entendidos de los pueblos.
Pero por grandes que apareciesen en aquellos siglos los males que
ocasionaban las cruzadas, no tiene duda que fueron más generales
y de mayor consideración y trascendencia las ventajas que
produjeron para lo sucesivo. Conmovidas repentinamente para tales
expediciones casi todas las naciones de Europa, abrieron entre
sí una comunicación y trato, unas relaciones e intereses que
hasta entonces no habían conocido. Estas relaciones se
extendieron hasta con los árabes, como ya las habían
establecido las repúblicas de Italia por medio de su
contratación, y los cristianos de España con los que dominaban
en su península; y de aquí el cultivar el estudio de la lengua
arábiga, participando de la doctrina de sus libros y de todos
sus conocimientos científicos. Con los viajes a Ultramar
adquirieron también los latinos nociones más extensas sobre la
geografía y navegación, sobre el comercio y las artes, sobre el
gobierno y la política. Se mejoraron las instituciones sociales,
ya consolidando la autoridad de los príncipes, ya conteniendo
las demasías de los nobles, ya equilibrando su poder con la
representación civil del pueblo por medio de una influencia
equitativa en los concejos y ayuntamientos municipales. La misma
nobleza al paso que declinó de su influjo y de su poder, se
abrió entre las ruinas de la anarquía y del gobierno feudal que
había dominado una carrera más ilustre y gloriosa en las
expediciones militares de las cruzadas, en las órdenes de
caballería, en la inclinación a los hechos heroicos y
extraordinarios. La religión, la galantería, las aventuras, las
batallas campales, la conquista de la Ciudad Santa de Jerusalén,
el Oriente en toda su magia y esplendor, el entusiasmo universal
a las empresas grandes y maravillosas, fueron los elementos de la
caballería que así como sostuvieron los principios de
beneficencia entre el estruendo de las armas, despertaron
también la musa de los trovadores, y difundieron por Europa el
mismo gusto y espíritu, produciendo los caballeros andantes y
las portentosas e inauditas historias de sus hazañas(126). Así
la imaginación y la afectuosa ternura que inspira la poesía, y
es por lo común la precursora de los frutos de la razón y del
entendimiento, facilitó el camino para que la aurora de las
ciencias y de las ilustraciones comenzase a rayar sobre el
horizonte de Europa.
Los pueblos de las orillas del Báltico, temidos hasta entonces y
detestados de las demás naciones como piratas y usurpadores,
adquirieron costumbres más dulces, y comenzaron a tratar con sus
vecinos como traficantes. La pesca del arenque, que anualmente
hacían en la costa de Schonen y que parece haber sido el origen
de su riqueza, hizo que todas las naciones llevasen a los
dinamarqueses en cambio de este pescado el oro, la plata y todas
las comodidades de la vida(127). Los navegantes de Lubeck y Brema
hacía mucho tiempo se habían acostumbrado a recorrer y visitar
las costas de Dinamarca y de Suecia hasta la isla de Gutlandia,
en cuya capital se celebraba un mercado muy concurrido de todas
las naciones del Norte. Pero al impulso y movimiento general de
las primeras cruzadas osaron ya salir a mares más dilatados y
remotos, conduciendo a la Palestina en sus propias embarcaciones
a los habitantes de los países septentrionales; distinguiéndose
ellos mismos por sus hazañas en las guerras sagradas, donde
reuniendo el valor militar a la caridad religiosa fueron los
principales instituidores de la orden de los caballeros
teutónicos(128). En Inglaterra se reunieron inmediatamente en el
año de 1096 con Roberto, hermano mayor del rey, muchos señores
principales que emprendieron su viaje a la Tierra Santa para
militar bajo las órdenes de Godofredo de Bullon; y a su ejemplo
fueron también en los años sucesivos Edgar hermano del rey
Eduardo, y muchos caballeros ingleses que se señalaron por
acciones memorables en la guerra santa; y numerosos cuerpos de
tropas conducidos en grandes escuadras como la que en 1107 entró
en el puerto de Jafet o Jope, acompañada de muchos bajeles de
Dinamarca, de Flandes y de Amberes(129). Sueyro forma una prolija
relación de los principales señores y caballeros flamencos y de
otros países del Norte que pasaron entonces al Oriente; y
asegura que no fue menor el número de los tudescos e italianos,
así de la Toscana y Lombardía como de las repúblicas de
Venecia y Génova(130). Pero a todos excedieron los franceses,
pues habiendo sido los que principalmente promovieron las
cruzadas, y quienes más se aventajaron en ellas, fue tal el
número de los que emigraron de su país que hablando de la
primera dice nuestra historia de Ultramar. « Y tantos eran los
que iban que a malas penas podría hombre hallar casa poblada de
que algunos no saliesen. Y casa había donde salían el marido, y
la mujer, y los hijos pequeñuelos cuantos tenía; así que
quedaba el lugar despoblado. Y de ellos había que no querían
dejar los hijos chiquillos que mamaban: ni aún los perros ni los
gatos que todo no lo llevasen consigo(131)». « Y respecto a la
Segunda Cruzada dicen algunos historiadores, que las ciudades y
los castillos habían llegado a quedar desiertos, no viéndose
por todas partes sino viudas cuyos esposos vivían aún(132).
Pero estos europeos occidentales todavía ignorantes, inciviles y
feroces, hicieron sus incursiones en el Imperio de Oriente y en
el Asia con todo el furor y grosería de los pueblos salvajes.
Unos bajo los pretextos más frívolos acometieron y saquearon
varios lugares cristianos de la Hungría y de la Bulgaria,
degollando a sus míseros habitantes: otros por un celo exaltado
e impertinente, sacrificaron cuantos judíos hallaron a su paso,
de los cuales muchos vivían tranquilamente en las ciudades del
Rhin fronterizas a la Francia; y así todos estos peregrinos
guerreros mirados como un enjambre de bandidos llevaron tras sí
el horror y la desolación hasta las murallas de Constantinopla,
juntamente con la execración y el odio de los pueblos por donde
habían transitado. Cuando se verificó el asalto y saqueo de
aquella célebre ciudad en marzo de 1204 dejaron además
perpetuada su barbaridad entregándose a los excesos más
atroces. Tres horrorosos incendios arruinaron e hicieron
desaparecer para siempre las venerables iglesias, los magníficos
palacios y edificios, las reliquias santas, los altares, los
vasos y ornamentos sagrados que la devoción religiosa, el lujo
oriental y el buen gusto de tantos príncipes ilustrados habían
erigido y consagrado durante muchos siglos: nada pudo escapar de
la sacrílega rapacidad de estos soldados cristianos, hasta
excitar las quejas y la indignación del mismo Inocencio III,
aunque viendo unida de este modo la iglesia griega a la latina no
podía menos de aprobar la toma de Constantinopla, como medio de
facilitar la conquista de la Tierra Santa(133). Entonces pereció
probablemente la célebre biblioteca que el patriarca Focio
había formado y reunido casi dos siglos antes de la llegada de
los latinos, y por cuyos extractos y noticias sabemos que se
conservaban en ella muchas obras clásicas y completas de
Teopompo, de Arriano, de Ctesias, de Agatárquides, de Diodoro,
de Polibio, de Dionisio Halicarnaso, de Demóstenes, de su
maestro Iseo, de Lísias maestro de éste y de otros insignes
escritores griegos, hoy del todo desconocidas o infelizmente
desfiguradas e incompletas(134). Entonces se destruyeron las
bellas estatuas y bajorrelieves y otros preciosos monumentos de
las artes que Constantino había salvado de la antigüedad para
el ornato y magnificencia de la capital de su imperio. Nicetas,
historiador griego y testigo ocular, describe prolijamente las
obras más notables por su excelencia y su valor que entonces
perecieron. La estatua colosal de Juno erigida en la plaza
pública de Constantino: la de Paris en pie junto a Venus
entregándole la manzana de oro: la de Belerofonte montado sobre
el Pegaso: la de Hércules pensativo, trabajada por el famoso
Lisipo: las de dos célebres figuras del hombre y del asno, que
Augusto mandó hacer después de la victoria de Accio: la de la
loba que crió a Rómulo y Remo: la de Helena, de hermosura
extraordinaria, adornada de cuantos primores es capaz el arte: un
obelisco cuadrado de gran elevación, cubierto de excelentes
bajorrelieves, en cuyo remate había colocada una figura para
señalar el viento: y una obra de Apolonio de Tiana representando
una águila en acción de despedazar una serpiente: todas fueron
objeto del ciego furor de la bárbara estupidez de los cruzados,
quienes destruyeron y aniquilaron los mármoles y las piedras, e
hicieron fundir los metales para labrar moneda y satisfacer la
insaciable codicia de los soldados(135).
Los griegos por el contrario, menos inclinados a la guerra y de
constumbres más dulces y tranquilas, conservaban aquella
afición a las artes y a la literatura, aquel gusto delicado y
fino que caracterizó a sus predecesores. A la vista de los
grandes modelos en las unas, y habiendo conservado y reproducido
para honor de las letras las obras de Platón, de Aristóteles,
de Demóstenes, de Jenofonte, de Tucídides, de Basilio, de
Dionisio, de Orígenes y de otros doctos escritores, pudieron con
razón comparar su capital con la antigua Atenas, y mirarla como
el centro y morada de las musas. Ningún latino merecía el
concepto de bastante instruido si no había hecho allí sus
estudios; y la lengua griega, aunque hubiese perdido mucha parte
de su pureza y de su carácter por el frecuente trato de
comerciantes y extranjeros en Constantinopla, conservó no
obstante su riqueza, sus formas y su gramática. Así nos lo
aseguran Filelfo y su discípulo Eneas Silvio (después papa con
el nombre de Pío II) escritores coetáneos a los sucesos que
refieren del siglo XV(136). Con tan opuestas costumbres y
diversidad de genio y de educación no parecía extraño que los
historiadores griegos, tomando el tono de superioridad que
corresponde a un pueblo más culto e instruido en las artes del
gobierno y del gusto, o no hablen de los latinos, sino con
desprecio y como de un pueblo grosero, o que exaltados de
indignación al describir sus rapiñas y sus excesos, su
ferocidad y su barbarie, nos los retraten con aquel colorido y
aquella expresión viva y animada con que nuestros historiadores
pintaron las incursiones de los godos, de los vándalos, y demás
naciones bárbaras del Norte.
Sólo las ciudades de Italia, en especial Venecia, Amalfi,
Ancona, Génova y Pisa, que desde el siglo IX conservaron algún
comercio con la Grecia y los puertos de Siria y Egipto,
acrecentando su industria y sus riquezas de un modo poco común
en aquel tiempo, habían adquirido con esta comunicación mayor
regularidad y perfección en su gobierno, mayores conocimientos
en las artes y más dulzura y apacibilidad en sus costumbres que
los demás pueblos europeos. Cuando éstos en las primeras
cruzadas tuvieron que atravesar por tierra la Alemania, la
Hungría y la Grecia hasta Constantinopla, o cuando escarmentados
después de las penalidades y riesgos de un viaje tan dilatado
prefirieron ir a Italia para ser transportados en los bajeles de
aquellas repúblicas, no pudieron dejar de observar en su
tránsito la cultura y policía de estos paises, su industria y
su prosperidad, y detenerse a reconocer en la Grecia los
venerables restos del ingenio y de la aplicación de sus antiguos
moradores. Sobre todo Constantinopla, capital de un imperio tan
poderoso, corte de unos soberanos que aún en el período de su
decadencia conservaron el lujo oriental, el esplendor y la
ostentación de sus mejores tiempos; emporio de las más
exquisitas y apreciadas producciones de la India y de la China;
elegante y magnífica por sus soberbios palacios, ricas iglesias,
fuertes murallas, altas torres y otros suntuosos edificios,
concurrida de multitud de naves que conducían los géneros y
frutos de todas las naciones; poblada de inmensidad de naturales
y extranjeros que fijaban allí los intereses del comercio;
activa e industriosa por la variedad y perfección de sus
fábricas y manufacturas; y culta además por haber conservado el
sagrado depósito del buen gusto, y de la sabiduría en la
literatura y en las ciencias después de la caída del Imperio
Romano, llenó de admiración y asombro a los cruzados que la
vieron por la primera vez. Todo era muy superior a cuanto habían
dejado en su patria; todo excedía a las ideas que habían podido
formar del fausto, de la grandeza, de la elegancia del Imperio de
Oriente(137); y las expresiones con que los historiadores latinos
más ilustrados pintan esta sorpresa, son un testimonio
irrecusable del atraso de sus compatriotas respecto a los mismos
griegos, a quienes tal vez menospreciaban por su poca
inclinación a las armas y a los ejercicios militares.
Este trato que duró cerca de dos siglos, y principalmente el
ejemplo de las repúblicas de Italia, contribuyó poderosa aunque
lentamente a la cultura e ilustración de los demás pueblos. Las
marinas ya célebres entonces de Venecia, Génova y Pisa,
proveyendo de bajeles a los numerosos ejércitos de cruzados que
bajaban de todos los países de Europa a embarcarse en los
puertos de aquellas ciudades, recibieron por estos fletes y
transportes sumas de mucha consideración. Contrataron además el
surtimiento de todas las provisiones de víveres y de municiones
de guerra que pudiesen necesitar los ejércitos cristianos, y
mientras estos adelantaban sus conquistas internándose en la
Palestina, las escuadras guardaban la costa, y manteniendo libre
la comunicación con las tropas las proveían de cuanto les era
necesario y aun las auxiliaban militarmente en los sitios y
conquistas de las plazas o fortalezas marítimas. Por estos
medios aquellas tres repúblicas no sólo reunieron casi
exclusivamente en su mano todo el fruto de unas negociaciones tan
lucrativas, sino que haciéndose merecedoras del reconocimiento
de los príncipes cristianos que conquistaron y establecieron sus
nuevos estados en la Siria, obtuvieron de ellos los privilegios
más amplios y la exenciones más extraordinarias para fijar su
residencia con su gobierno y juzgado particular en las plazas
conquistadas o que se conquistasen, proporcionando al mismo
tiempo a su comercio todas las ventajas que pudieran acrecentar
su prosperidad y excitar el interés privado de sus marinos y
traficantes(138).
Con semejante impulso se engrandecieron estas marinas, comenzaron
a enseñorearse de los mares y a dar mayor extensión a sus
empresas militares. Parece que hasta principios del siglo XII no
visitaron las costas de España ni establecieron comunicación
con sus puertos, que casi todos estaban en poder de los
sarracenos, o eran asolados por sus piratas. Por eso tenían los
pisanos tan escaso conocimiento de la costa de Cataluña, cuando
en el año de 1114 arribaron a ella creyendo llegar a Mallorca;
pero unidos en esta ocasión con los catalanes para la conquista
de las Baleares, que se concluyó felizmente al año inmediato,
lograron aniquilar los corsarios con que los moros infestaban los
mares vecinos, y dejar más franca y expedita la navegación para
Italia y demás puertos de Levante. Desde entonces fue ya
frecuente la comunicación recíproca de ambas potencias y la
solicitud y empeño de los pisanos por captarse la amistad y
benevolencia de los condes de Barcelona con preferencia a los
genoveses sus rivales y competidores.
Más éstos procuraron sagazmente eludir aquellas negociaciones y
conseguir por sus servicios el reconocimiento de los condes, cuya
autoridad y poderío respetaban en sumo grado. Compruebalo bien
el tratado hecho a 28 de noviembre de 1127 entre Raymundo
Berenguer III y la república de Génova, en que para cortar
algunas diferencias que se habían suscitado sobre la navegación
a España de los buques genoveses, se convino en que cada uno de
los que tomasen puerto en adelante desde Niza hasta cabo de
Tortosa, pagaría en Barcelona o en San Feliú de Guixóls diez
maravedíes al conde, a la condesa y a su hijo, ofredéndoles
aquel príncipe por su parte toda seguridad en sus dominios;
añadiéronse también otras condiciones no menos decorosas a los
condes de Barcelona que ventajosas a sus súbditos(139).
Esta unión y concordia entre los dos estados parece fue muy
permanente, pues llamados los genoveses y pagados por el
emperador Don Alonso VII de Castilla para auxiliarle en la
conquista de Almería el año de 1147, reunieron con este objeto
sus fuerzas marítimas con las del conde de Barcelona Don
Raymundo Berenguer IV. Entonces por consejo del senescal Don
Guillén Dapifer, prometió el conde solemnemente a los genoveses
que si concluida la expedición del emperador y antes de regresar
a sus puertos unían su armada con el ejército que él preparaba
para la conquista de Tortosa y luego de las islas Baleares, les
daría la tercera parte de la ciudades y lugares que se
conquistasen, libertándolos al mismo tiempo de pagar portazgo,
peaje y derecho de ancoraje desde el Ródano hacia poniente. Los
genoveses prometieron por su parte auxiliar al conde en la forma
que proponía, añadiendo que desde el Ebro hasta Almería no
sitiarían ciudad alguna o fortaleza sin su permiso, y que de lo
que se conquistase le darían dos terceras partes, reservándose
la otra para sí con todas sus pertenencias, añadiendo otras
promesas en comprobación de la buena armonía que entonces
reinaba entre las dos naciones(140).
Puesto y estrechado el sitio de Almería, y combatida la plaza
valerosa y tenazmente por mar y tierra, se tomó por fin el 17 de
octubre del mismo año, lográndose por resultas aniquilar aquel
nido de corsarios mahometanos, que interceptando el comercio y la
navegación tenían al mismo tiempo amedrentados a los habitantes
de las costas de España, Francia e Italia, que desde entonces
comenzaron a frecuentar con más seguridad la navegación del
estrecho de Gibraltar y la comunicación y trato con los puertos
del Océano(141).
Terminada con tanta gloria y
felicidad esta expedición, se restituyó el conde con sus
fuerzas navales y las de sus aliados a Barcelona, donde quedaron
a invernar la mayor parte de los genoveses mientras su armada
pasó a sus puertos a rehabilitarse y proveerse de lo necesario
para la conquista de Tortosa en el verano siguiente. Llegado
éste y concedida en 22 de junio del mismo año de 1148 por el
papa Eugenio III cruzada e indulgencia a los que acompañasen al
conde a esta jornada concurrieron con 63 galeras y 163 buques
menores, que unidos a las respetables fuerzas que con grandes
expensas había preparado el conde de Barcelona se colocaron el
día primero de julio a la boca del río Ebro, donde
desembarcaron la gente que llevaban, y subiendo las naves río
arriba cortaron el paso del puente que era de barcas, y cercaron
estrechamente la ciudad, la cuál después de muchos ataques y de
una tregua de cuarenta días se rindió el 31 de diciembre de
aquel año, con gran júbilo de todos los cristianos. Conforme a
los convenios ajustados repartió el conde la ciudad entre los
que le auxiliaron a su conquista, y en consecuencia concedió a
los genoveses la tercera parte de ella, además de la cesión que
ya les había hecho de las dos terceras partes de una isla
inmediata situada en el Ebro, en reconocimiento de sus buenos
servicios. Pero notando poco después los inconvenientes que
resultaban de la variedad y falta de conformidad en el gobierno
de una misma plaza, a solicitud del conde le vendieron los
genoveses su parte en el año de 1153 por 16.640 maravedís, con
otras condiciones que expresa la escritura que vio Diago para
corregir a Zurita(142).
No tuvo efecto por entonces la expedición a las Baleares según
los conciertos hechos anteriormente entre el conde de Barcelona y
los genoveses; pero tratándose al parecer de verificar poco
tiempo después, procuraron los pisanos empeñar al conde para
que se valiese de sus auxilios con preferencia a los que podrían
ofrecerle aquellos marinos sus rivales. Así se infiere de una
carta escrita por el juez de Arborea al conde, diciéndole que
sobre el hecho de Mallorca había hablado al arzobispo de Pisa y
por medio de sus amigos a los cónsules y senadores, y que le
aconsejaba se valiese más bien de los pisanos que de otros. Los
mismos cónsules escribieron también al conde pidiéndole su
amistad y recordándole la que tuvieron con su padre, a quien
ayudaron a retener el dominio de Valencia poseída a la sazón
por moros, y a tomar a Mallorca cuya isla quedó bajo su tutela,
y le rogaban por fin que si los genoveses intentasen invadir
alguna de aquellas ciudades o a Ibiza, que no sólo no les
favoreciese sino que se opusiese con su poder a semejantes
intentos.
Fueron sin embargo infructuosas estas negociaciones porque en
abril del año de 1167 se ajustó un convenio entre Don Alonso II
de Aragón y el cónsul genovés del Ródano, por el cual
prometía el rey no admitir ni permitir se admitiesen pisanos en
sus puertos desde San Feliú de Guixols hasta Niza: que en todos
sus estados permanecerían salvos y seguros los genoveses y sus
pertenencias y propiedades: que no pagarían deuda alguna ni
usaje, sino en Tamarit: que observaría el convenio que hicieron
con su padre: que les pagaría lo que este quedó debiéndoles; y
que les indemnizaría o haría indemnizar de los daños que
recibieron de sus vasallos. Los genoveses ofrecían lo mismo por
su parte en lo correspondiente a su dominio, y que con sus
galeras ayudarían de buena fe y lealmente al rey a tomar el
castillo de Alberon. A consecuencia de este compromiso hicieron
juramento en 15 de octubre del mismo año de 1167 varios vasallos
del rey de Aragón, de que este monarca en el plazo de un año
contado desde el día de todos los Santos inmediato pagaría la
mitad, y dentro de otro año la mitad restante de lo que el conde
don Raymundo Berenguer IV quedó debiendo al común de Génova y
a los particulares de aquel distrito; y los diputados genoveses
juraron también que la república cumpliría exactamente con las
obligaciones a que se comprometía por este tratado(143).
Tal vez sobre su cumplimiento ocurrieron después algunas
disensiones que alteraron la buena armonía entre las dos partes
contratantes, porque los pisanos atentos siempre a aprovecharse
de semejantes circunstancias, lograron con sus continuos ruegos y
diligente solicitud renovar en enero de 1176 otro tratado de paz
y amistad con Don Alonso II, atendiendo a la utilidad que había
traído a las dos naciones la buena correspondencia que tuvieron
anteriormente. Convínose en que todos los habitantes desde
Sálses hasta la extremidad de los estados de Aragón hacia
España no serían inquietados por mar ni por tierra de los
pisanos: que estos gozarían de la misma seguridad en el mar y en
aquellos dominios: que sólo pagarían en ellos lo que habían
acostumbrado a pagar sus antepasados; que recíprocamente se
restituirían lo que procediese de naufragios: que si se
suscitase alguna queja se hiciese justicia dentro de cuarenta
días; y que si esta paz se alterase no se pudiesen hostilizar
hasta después de un año de su quebrantamiento.
Los genoveses entretanto procuraron componer sus diferencias con
el rey de Aragón, y en octubre de 1186 ajustaron nuevo convenio,
por el que se restablecía la paz y amistad entre ambas partes,
condonándose mutuamente los daños e injurias recibidas.
Prometieron además sus agentes Guillermo Cáfaro y Arnaldo de
Burdin comportarse en adelante como buenos vasallos de aquel
monarca: hacer que los cónsules y el común de Génova aprobasen
este contrato, y que en caso de no conseguirlo volverían a
someterse al rey, el cual por su parte les ofrecía restituir una
galera con toda su jarcia y darles cuanto pudiesen necesitar para
su apresto y habilitación.
Por estos tiempos había prometido también el mismo príncipe a
los genoveses, que si los pisanos o cualquiera otra persona,
excepto el emperador de romanos y su hijo, les hostilizasen por
haber ellos ofrecido ayudar a la reina de Arborea para recobrar
su reino y juzgado, no admitiría a los pisanos en sus puertos,
antes bien dispondría contra ellos un armamento para hacerles la
guerra. Tal vez fuese consecuencia de esta promesa lo que consta
de una escritura de 4 de junio de 1204, en que se expone que
habiendo los pisanos dado caza y perseguido a una embarcación
genovesa en las aguas de Barcelona, los prohombres de esta ciudad
le dieron auxilio y lograron salvarla en el puerto, donde entró
después la nave pisana pidiendo le vendiesen víveres; más no
quisieron los barceloneses condescender a esta demanda, sino con
la condición de que jurasen antes que no causarían daño alguno
a los vasallos del rey de Aragón, ni a los genoveses en toda la
ribera de Barcelona: prueba evidente de que esta ciudad tenía ya
en tiempo de Don Pedro II fuerzas marítimas suficientes para
hacer respetar la neutralidad de sus costas.
Son tan desconocidos estos documentos del siglo XII, que se
ocultaron aun a la diligencia de nuestro académico el Señor
Capmany, y prestan tan copiosa luz para ilustrar nuestra historia
marítima y mercantil de aquella edad, que nos hemos detenido en
dar alguna noticia de los sucesos que contienen, con tanta mayor
razón cuanto comprueban hasta la evidencia cuál debió ser
entonces el poderío marítimo de los condes de Barcelona y de
los reyes de Aragón, cuando dos repúblicas de las más
respetables por su marina y la extensión de su comercio se
disputaban con tanto afán como emulación la preferencia de
merecer su amistad y alianza, sujetándose tal vez a ser sus
feudatarias a cambio de conseguirlo. Las fuerzas navales con que
el conde Don Raymundo Berenguer III se unió a la armada de los
pisanos y otros cruzados para la conquista de Mallorca en 1114, y
el alto concepto que tenían de su poder y autoridad para
conferirle por aclamación universal el mando supremo de la
expedición: la magnificencia del armamento con que el mismo
conde pasó a Italia en 1118 para negociar con el papa una
segunda cruzada contra los moros de España, y ajustar un tratado
de alianza con las repúblicas de Génova y de Pisa para que le
auxiliasen en tan gloriosa empresa(144), y otros hechos
semejantes que constan de varias memorias de aquel tiempo; todo
prueba que aun antes que las repúblicas de Italia frecuentasen
las costas de España, ya se habían hecho temer y respetar por
su poder y fuerzas marítimas los condes de Barcelona.
Es notable sin embargo que su contratación con los puertos de
Levante no fuese entonces tan frecuentada como lo fue después de
sus bajeles. Tal vez las piraterías de los moros de las Baleares
y de las costas de España dejaron limitado su tráfico a las de
sus propios dominios, hasta que conquistadas aquellas islas y las
plazas de Almería y Tortosa, ya porque quedase más franca y
segura la navegación, o porque el ejemplo de los genoveses y
pisanos excitase su industria y su codicia, comenzaron los
catalanes no sólo a ser partícipes de las ventajas y utilidades
de su comercio, sino a disputarlas en todos los puertos y escalas
de Levante, logrando en ellos y en los de Berbería, Sicilia,
Sevilla, y otras partes privilegios y gracias iguales o
semejantes a las que habían obtenido aquellas célebres
marinas(145).
Los progresos de esta contratación, y el ser ya Barcelona desde
principios del siglo XII un puerto abierto a todas las naciones
entonces conocidas, la elevaron a tal grado de opulencia y
prosperidad que el judío Benjamín de Tudela, que la visitó el
año de 1150 cuando pasaba a Jerusalén desde Toledo, la
representa como una ciudad marítima, aunque de corto recinto,
elegante y hermosa, y muy frecuentada de negociantes y mercaderes
de todos los países, como griegos, pisanos, genoveses,
sicilianos, egipcios, sirios y otros asiáticos(146). Tan insigne
concurrencia prueba a lo menos que la activa industria de los
catalanes proporcionaba ya producciones o manufacturas propias,
de suficiente aprecio para la exportación o para el cambio con
las exquisitas mercaderías de la India, de las cuales era
Barcelona entonces el depósito o emporio principal de Occidente,
desde donde se distribuían a las provincias interiores de
España.
Acrecentóse considerablemente este concurso en el siglo
inmediato, a medida del mayor vuelo que fue tomando el comercio
marítimo de Cataluña, según la multitud de negocios que
fijaban en su capital el domicilio de muchos mercaderes
extranjeros, y por el establecimiento de las factorías que
mantenían allí casi todas las naciones comerciantes,
especialmente de Italia, con gran beneficio de la riqueza y de la
población no sólo de Barcelona, sino de toda la provincia(147).
Contribuyó a ello poderosamente como hemos insinuado la
conquista de las Baleares, que produjo mayor libertad y seguridad
al comercio en el Mediterráneo, la extensión que fue
adquiriendo el de la península, y los progresos que por
consiguiente hizo el arte de navegar abriendo o facilitando la
comunicación con las demás naciones. Porque si bien el conde
Don Ramón Berenguer III había tomado la capital y parte de la
isla de Mallorca en el año de 1115 con auxilio de los pisanos,
noticioso de las incursiones que hacían en sus estados los
árabes de la península(148), hubo de acudir a su defensa,
dejando entretanto encomendada la parte ya conquistada a los
genoveses, quienes cometieron la perfidia de vender a los moros
la ciudad y abandonar la isla a su dirección, conciliándose la
enemistad del conde y el odio de los catalanes. Parece que los
pisanos aprovechándose de estas circunstancias ocuparon las
islas poco después; pero no pudieron conservarlas(149). Tratose
de su reconquista en 1147 en unión con los genoveses; pero
prefiriéndose la toma de Almería y Tortosa se difirió esta
expedición hasta que el rey Don Jaime I, persuadido de que
«perdido una vez el reino de Mallorca, no sólo Cataluña
perdería el imperio y poder absoluto que ya tenía sobre el mar
para entera comodidad de su navegación y comercio, sino Aragón
volvería a estar sujeto a las invasiones de los moros»(150),
trató este negocio en las Cortes que convocó en Barcelona, las
cuales le otorgaron servicios extraordinarios; reunió una armada
considerable en Salou a cargo de Ramón Plegamans barcelonés, y
llevando por piloto mayor al famoso marino Pedro Martell, vecino
de Tarragona, dio la vela el mismo rey a primero de septiembre de
1229 con 25 naves armadas, 12 galeras, 18 taridas, 100 entre
buscios y galeotas y muchos buques de transporte. Desembarcó en
la isla y después de una insigne victoria, entró en la ciudad
el postrero de diciembre de 1229, y no en el de 1228 como dice
Beuter, ni en el de 1230 según otros autores(151); y combatiendo
a los moros que se refugiaron en las montañas, acabó de reducir
la isla el domingo de ramos del año siguiente, permaneciendo en
ella hasta el día de San Simón y San Judas en que se embarcó
para volver a Cataluña(152).
Asegurada Mallorca y estando otra vez allí el rey Don Jaime el
año de 1232, por consejo de Fray Ramón de Serra maestre del
Temple, envió a éste con Don Bemardo de Santa Eugenia y Don
Pedro Masa a Menorca, cuyos naturales se gobernaban como
república desde la pérdida de Mallorca, a intimarles se le
entregasen. Para que hiciese más fuerza este mensaje se situó
el rey en el cabo de Pera, de donde se descubre claramente la
parte occidental de Menorca, y de noche mandó encender muchas
hogueras para dar a entender que tenía allí acampado un
ejército numeroso. Amedrentados los moros se rindieron bajo de
ciertos pactos y condiciones, por las cuales se reconoció la
isla feudataria de la corona de Aragón(153). Fue después
entregada en feudo por el mismo rey al arráez Abohezmen Zayc
Ibnehaquin y a su hijo y sucesores. No hemos podido encontrar el
documento primitivo de esta cesión; pero puede suplir su falta
otro de 1275 por el cual confirma el rey Don Jaime al expresado
arráez y sucesores todas las escrituras e instrumentos relativos
a la donación y concesión y a los tributos que le debían
pagar. Así permaneció gobernada esta isla hasta que el rey Don
Alonso III, noticioso del pérfido y falso trato que traía su
arráez con los moros y otros enemigos suyos, creyó tan urgente
sujetarla, que resolvió pasar en persona con una expedición en
lo más áspero del invierno a fines de 1285. La armada salió de
Rozas(154) en número de 122 velas y entró en el puerto de
Mahón: los isleños se recogieron en el castillo de San Agaiz,
donde sitiados por el rey hubieron al fin de entregarle la
fortaleza y toda la isla el 21 de enero de 1286, como consta de
las mismas capitulaciones; pues Zurita señala esta conquista en
el año de 1287, Muntaner, Carbonell y Capmany en 1288; y sólo
Dameto juzgó con acierto en vista de un privilegio que otorgó
el rey Don Alonso a los religiosos de San Antonio después de la
conquista, cuya data es en Ciudadela a las calendas de marzo de
1286(155).
Después de la conquista de Mallorca en 1230 y de haberse
reducido Menorca a feudataria dos años después, como
permaneciesen Ibiza y Formentera en poder de moros, de donde
salían los piratas a infestar los mares de Cataluña y Valencia,
Don Guillén de Mongri, dignidad de sacristán de la iglesia de
Gerona y electo arzobispo de Tarragona, juntó sus deudos y
amigos, y auxiliado de los condes de Rosellón y de Urgel pasó
con una buena armada de naves catalanas a aquellas islas, arrojó
de ellas a los moros y las pobló de catalanes, habiendo sido el
primero que subió al muro de Ibiza un soldado natural de Lérida
llamado Juan Chico. Esta expedición se concluyó en 1235 según
Zurita y otras memorias, y pudo emprenderse en el año anterior
en que la colocan Dameto y el P. Mariana(156).
Libre por estos medios y segura la navegación del Mediterráneo,
era ya muy conocido a principios del siglo XIII el comercio
directo de los barceloneses con Berbería y Egipto; y debió
contribuir poderosamente a engrandecerlo con gran aumento de su
marina y navegación la providencia del rey Don Jaime I, dada en
Monzón a 12 de octubre de 1227, prohibiendo a toda embarcación
extranjera tomar en Barcelona cargamento para Siria, Egipto y
Berbería mientras hubiese en su puerto nave nacional dispuesta y
propia para aquel viaje(157).
Las consecuencias correspondieron a lo atinado de tan política
como sabia disposición, pues a poco tiempo ya hubo necesidad de
establecer cónsules de comercio en casi todas las escalas de
Ultramar para proteger a los navegantes nacionales: tratóse de
repoblar la isla de Gerbes después de haberla conquistado, para
que fuese escala y depósito de los mercaderes que venían del
Egipto y de otros puertos de Levante: establecióse lonja de
contratación en Alejandría, al modo que la tenían los
venecianos, los genoveses, marselleses y otras naciones: y a
pesar de que las bulas prohibitivas de la Santa Sede, las guerras
entre catalanes y genoveses, la tiranía y mala fe de algunos
soldanes, y tal vez los excesivos derechos que se exigían de los
permisos o licencias, o las exorbitantes multas que se imponían
a los infractores eran otras tantas trabas que entorpecían el
curso de esta contratación; el amor a las grandes ganancias y el
interés privado de los negociantes prevalecieron de tal manera
que no sólo excitaron los celos y la rivalidad de los genoveses
y demás potencias marítimas, sino que los empeñaron algunas
veces en disensiones y guerras, en las cuales desplegaron los
reyes de Aragón todo el poder y fuerza de su marina, y todo el
valor, destreza y conocimientos náuticos de sus vasallos(158).
Pero este comercio tan activo como lucroso no se limitó a sólo
los países de Ultramar, bajo cuya denominación se comprendían
entonces las escalas o puertos de la Siria, de la Armenia Menor,
de la Cilicia, Chipre, Rodas, Candia y Egipto, sino que se
propagó en el mismo siglo XII y principios del siguiente por las
demás islas y costas del Archipiélago, de la Romania, de la
Italia, de la Sicilia, Cerdeña y Malta, de Languedoc y Provenza,
de Berbería, de los reinos de Andalucía, de Castilla y
Portugal, de la isla y reino de Inglaterra, y de las ciudades y
puertos de Flandes; y aunque este espíritu activo e industrioso
se comunicó a otras provincias marítimas de España en el
Océano, la falta de memorias o la incuria de nuestros escritores
ha hecho que no se tengan noticias circunstanciadas de su
navegación y tráfico a Levante hasta principios del siglo
XIV(159).Sin embargo sabemos que nuestros reyes de Asturias y de León durante los siglos IX, X y XI, para defenderse de las incursiones que hacían por mar en sus estados los normandos y sarracenos, prefirieron fortificar los puertos y las costas a establecer fuerzas navales que hubieran sido más eficaces(160); por cuya razón se hallaban tan atrasados en la marina los habitantes de aquellos reinos, que el célebre arzobispo de Santiago Don Diego Gelmírez, lastimado de los daños que sufrían sus diocesanos, hizo venir de Génova y de Pisa con espléndidos regalos y crecidos señalamientos varios constructores y marinos acreditados para fabricar y dirigir por los años 1115 y 1120 algunas galeras, que tripuladas con gente del país, hicieron respetar sus costas ahuyentando de ellas las escuadras sarracenas, quemando o apresando sus naves y tomándoles muchas riquezas(161). Estas campañas fueron la escuela de los marinos de Galicia, y probablemente de los de las provincias inmediatas, pues ni hay memoria positiva de ningún armamento ni expedición considerable de mar anterior a esta época, ni era natural que el arzobispo de Santiago si hubiera hallado dentro del reino y más próximos hábiles marineros y constructores, recurriese a las repúblicas de Italia con tan crecidos dispendios, cuando los genoveses y pisanos, habiendo extendido su crédito y sus relaciones desde la Primera Cruzada, comenzaban a visitar las costas de Cataluña y emprender la conquista de las Baleares con el auxilio del conde de Barcelona.
Así es que los guipuzcoanos, tan celosos de sus antigüedades, sólo datan el principio y la actividad de su comercio marítimo desde la mitad de aquel siglo: pues aunque en varios diplomas del siguiente se supone ya muy antigua entre ellos la pesca de la ballena, y muchos pueblos de aquella provincia, como Fuenterrabía, Guetaria, Motrico y otros, conservan en sus escudos de armas una ballenas como timbre de su industria y origen de su prosperidad; estas memorias, que sólo indican su aplicación a esta clase de pesquería, no prueban ciertamente su tráfico y relaciones mercantiles con otros pueblos, ni pueden referirse a época muy anterior al siglo XII. El documento más decisivo en esta materia es el fuero dado a San Sebastián hacia el año de 1180 por el rey Don Sancho el Sabio de Navarra, y confirmado por Don Alfonso VIII de Castilla en el de 1202, porque en él se contienen las leyes de comercio marítimo más antiguas de nuestra nación; se especifican los géneros y mercaderías que entraban en aquel puerto y salían de él; se mencionan las relaciones que tenía con otros ya famosos por su tráfico mercantil como Bayona y la Rochela; y particularmente trata del establecimiento de un almirantazgo en la misma ciudad, quizá el más antiguo del reino, señalándose los derechos que sobre el hierro se pagaban al almirante: nombre que suena aquí por primera vez en instrumentos públicos, porque así en Castilla y en Aragón, como en Francia, Inglaterra y Nápoles no se establecieron almirantes hasta muy entrado el siglo XIII. Este fuero se comunicó después a muchos de los pueblos marítimos de Guipúzcoa, que todos eran comerciantes(162); y en el de Santander dado por Don Alonso VIII a 10 de julio de 1187 hay bastantes indicios de tráfico de mar que ya se hacía por aquel puerto(163): con cuyos ejemplos y prerrogativas los naturales de las costas inmediatas de Vizcaya y la Montaña, que ya tenían crédito de hábiles marineros a principios del siglo XIII, fueron extendiendo su pesca, su comercio y navegación, aunque puramente costanera y de cabotaje, con el buen éxito que demostró la población, poder y riqueza de estas provincias en los siglos inmediatos.
Las marinas del Mediterráneo, aunque ya en cierto grado de esplendor y prosperidad a principios del siglo XII, se resentían sin embargo de su atraso en el arte de navegar. Una prueba convincente ofrece la expedición de los pisanos y otros cruzados contra los sarracenos que ocupaban las Baleares: empresa movida por el papa Pascual II y dirigida por un legado apostólico, cuyo armamento se hizo en Pisa por aquella poderosa república, contribuyendo también a él con sus subsidios los luqueses y los romanos. Su salida de Puerto-Pisano se verificó por agosto de 1114, y perdiendo el rumbo de Mallorca por impericia de los pilotos aportó inesperadamente a la costa de Blanes en Cataluña, creyendo que aquella era la tierra de moros que buscaban, y fue menester que sus moradores declarasen que eran cristianos y vasallos del conde de Barcelona para que no los persiguiesen como infieles, según refiere Laurencio Veronés diácono de Pisa y autor coetáneo. Desde Blanes enviaron los pisanos embajadores al conde con propuesta de elegirle por su compañero en la expedición y por caudillo supremo de sus armas; lo que aceptó este príncipe con mucha satisfacción por libertar las costas de sus dominios de los estragos que continuamente sufrían de los moros de las Baleares. A instancia del legado y para evitar los riesgos de un puerto tan poco seguro como el de Blanes se trasladó toda la armada al de San Feliú de Guixols, adonde fueron llegando sucesivamente varios confederados, entre otros el conde de Barcelona Raimundo Berenguer III, que tomó el mando supremo por aclamación universal, el señor de Mompeller, el vizconde de Narbona, el señor de Arlés en Provenza, el sacristán de Arlés y los barones de Rosellón, de Beziers, de Nimes y de toda la provincia. La derrota para Mallorca, que era muy fácil y sencilla por haberse de dirigir casi de norte a sur la distancia de 40 leguas, fue un asunto de tan grande dificultad para aquellos marinos que lejos de enmararse para abreviar su navegación, prefirieron no abandonar la costa y la siguieron a vista de Barcelona, costeando a Monjuich y boca del río Llobregat por Tamarit y Tarragona hasta Salou, a donde hicieron segunda arribada forzados de los vientos contrarios, resolviéndose al fin a invernar en Barcelona. Los pisanos se volvieron a su patria a reparar la armada, dejando parte de sus tropas en Cataluña hasta el verano siguiente; y reunido allí por segunda vez el armamento que pasó de Salou a los Alfaques de Tortosa a hacer la aguada, dio la vela con 500 embarcaciones y sin perder de vista la tierra del continente llegaron a Ibiza, que fue la primera isla que acometieron(164). Esta dirección tan singular en una empresa tan importante, practicada por los marinos más célebres de aquella edad, da una prueba concluyente del atraso en que estaba todavía el arte y la práctica de la navegación.
Ni los ingleses estaban más adelantados por aquellos tiempos, como lo demuestra el trágico suceso de su príncipe Guillermo hijo del rey Enrique I, que regresando con su padre en una numerosa escuadra desde Normandía a Inglaterra el año de 1120 quiso adelantarse a todos con una embarcación que había hecho construir para su pasaje y el de su comitiva. El afán y anhelo de recibir el primero las albricias de los ingleses, de quienes era muy amado, le hizo prometer generosas recompensas a los marineros si le proporcionaban aquella satisfacción; y deseando contribuir a ella el piloto abreviando el viaje cuanto fuese posible determinó seguir la costa tan cerca que tocando el bajel en una peña se deshizo y sumergió inmediatamente. Logróse libertar al príncipe en una lancha; pero oyendo éste los ayes y quejidos de su hermana Matilde que perecía entre las olas, se arrojó con intrepidez al mar para salvarla y sin conseguirlo pereció también en él, víctima de su cariño y generosidad: desgracia que alcanzó a más de 300 personas que venían en la nave, entre las cuales había algunas otras de la familia real y muchos de los principales personajes del reino y de la corte(165). No puede darse un testimonio más auténtico del atraso de la navegación que el concepto y la práctica de aquel piloto a cuyos conocimientos se fiaba la suerte del sucesor de un trono tan respetable. Esta ignorancia era común a todas las naciones marítimas; y así para inquirir el primer impulso favorable que recibió en esta época el arte de navegar, es preciso examinar aquellos sucesos memorables que reuniendo por primera vez con un mismo objeto a todas las naciones de Europa proporcionaron su recíproca comunicación, multiplicaron sus relaciones y estrecharon sus intereses. El deseo de facilitar y de acelerar este mutuo comercio, para adquirir mayores riquezas y comodidades, sugirió naturalmente los medios de cultivar la navegación y de fomentar la marinería.
Tales fueron las expediciones a la Tierra Santa desde fines del siglo XI, por cuyo medio no sólo practicaron los europeos occidentales la navegación de Levante y establecieron allí escalas para su contratación, sino que la extendieron a los países del Norte, especialmente después de disgustados los navegantes de Lubeck y Brema de los sucesos de las cruzadas, o que no correspondiesen a sus fatigas las ventajas que se habían prometido, abandonaron los dilatados viajes hasta el fondo del Mediterráneo por otras empresas que ofrecían a su piadoso celo y a su ambición un mar más vecino y otras naciones todavía idólatras y salvajes que podrían ser convertidas a la fe y sometidas a su imperio mercantil. Tales eran las que habitaban las costas meridionales del Báltico, que se extienden desde Lubeck hasta Rusia, de las cuales durante el siglo XII parte fueron exterminadas, y parte subyugadas y convertidas por los reyes de Dinamarca, los duques de Sajonia y otros príncipes, levantándose inmediatamente sobre las ruinas de sus chozas y cabañas ciudades magníficas como Rostok, Wismar, Stralsund y otras, que habitadas por colonos alemanes cristianos, aplicados al comercio y a la navegación, llegaron con el tiempo a ser miembros muy considerables por una Liga Hanseática(166).
Arrojados por una tempestad los mismos navegantes de Lubeck y de Brema en el año de 1158 al paraje en que el Dwina desagua en el Báltico, tuvieron ocasión de descubrir la Livonia, y de aprovecharse de los recursos y ventajas que ofrecía para el comercio. Con este fin establecieron allí una colonia, que se aumentó rápidamente y contribuyó mucho a la conversión de los livonios: conversión que sirvió después de pretexto a los príncipes de Dinamarca y de Alemania para conquistarlos. Este celo de propagar el cristianismo en aquellos vastos continentes se hizo más general en el siglo inmediato. El orden teutónico, que llegó a ser soberano bajo la protección del Imperio, y varios príncipes y obispos de la parte meridional del Báltico, emprendieron con mucho fervor esta conquista espiritual; pero necesitando para ella de los navegantes de aquella confederación, les dispensaron los más amplios privilegios, extendiéndose también a otras ciudades marítimas de la baja Alemania, y con especial distinción a la de Lubeck(167).
Así se dilataba la navegación y se enriquecía el tráfico de estos pueblos por el Occidente y por el mar de Alemania, logrando en todas partes exenciones y gracias de mucha consideración. Se permitió a sus vecinos formar en Londres una compañía, establecer allí su casa y almacenes, y celebrar sus juntas. El pueblo inglés, tan celoso ahora de su comercio marítimo, dejó por mucho tiempo a estos extranjeros consolidar sin oposición y extender sin rivalidad su imperio comerciante en el seno mismo de la Gran Bretaña. Su actividad les hizo penetrar a fines del siglo XIII desde la Livonia hasta Novogorod la Grande, a una de las principales ciudades de la Rusia, donde establecieron sus factorías, en las cuales ejercieron su jurisdicción los magistrados de Lubeck. Y por estos medios creció el poder y autoridad de las ciudades ya confederadas entonces, de tal manera que para defender los privilegios que intentaba disputarles el rey de Noruega armaron una escuadra numerosa, y lograron triunfar de la resistencia de aquel príncipe(168).
Si estos felices acontecimientos aumentaban el crédito, el respeto y la autoridad de la confederación entre los estados vecinos, también contribuyeron a consolidar su constitución y dilatar su dominio desde el Escalda y las islas de Zelanda hasta la Livonia, entrando en ella como a porfía muchas ciudades del interior del Imperio y aun provincias enteras que lo solicitaron con gran empeño. Esta unión se fue estrechando más y más con la necesidad de sostener una guerra muy obstinada con el rey de Dinamarca, y pudo ya a la mitad del siglo XIV hacerse respetar, y darse a conocer de toda la Europa con el nombre de Liga Hanseática(169).
Árbitra exclusiva del comercio del Norte, cuyos países había en gran parte descubierto y civilizado con su industria, le comunicaba por medio de sus navegantes a los pueblos del mediodía, manteniendo para esto con mucha discreción sus relaciones amistosas y mercantiles con las repúblicas de Italia. Estas por su parte, no menos atrevidas e industriosas, comenzaron a comunicarse directamente con los puertos del Báltico; pero como la navegación era tan dilatada y tan imperfecto el estado de la náutica, que para un viaje redondo desde Venecia empleaban unos ocho meses, de seis a siete desde Génova y Pisa, y poco menos desde Barcelona, se estimó de recíproca conveniencia partir la distancia, estableciendo en medio del camino una escala o emporio común entre los pueblos marítimos del norte y los del mediodía de la Europa, y ninguno pareció más proporcionado que la ciudad de Brujas, plaza ya conocida por su contratación en los estados de Flandes, cuya riqueza y prosperidad adquirió desde entonces un incremento asombroso. Allí pues se depositaban por una parte las lanas y otras primeras materias de Inglaterra, los paños y manufacturas de los Países Bajos, los efectos navales del norte como maderas, brea, cáñamos, lonas y diferentes géneros y artefactos: y por otra cuanto se exportaba del Mediterráneo, ya de las preciosas producciones de la India, ya de las propias y naturales, o de las fábricas de Italia, de Francia y de España. Las primeras se cargaban en bajeles de venecianos, genoveses y españoles para distribuirse por los países del Mediodía mientras las segundas las repartían los navíos de las ciudades hanseáticas por toda la Alemania y reinos septentrionales. Los unos introducían de este modo el lujo, gusto y afición a las drogas y mercaderías del oriente entre los habitantes del norte; y los otros recibían además de los efectos propios o industriales de aquellos pueblos una considerable cantidad de oro y plata de las minas de varias provincias de Alemania, las más ricas y abundantes que se conocían entonces en Europa(170).
Sin embargo, aunque los viajes a Flandes fuesen mirados aun de los marinos italianos como los últimos esfuerzos del arte náutico, nos consta cuan repetidos eran por los españoles de las costas del Océano y del Mediterráneo a fines del siglo XIII. Los navarros que en virtud de un tratado ajustado en 31 de octubre de 1248 por Don Teobaldo I con la ciudad de Bayona, y renovado y ratificado en 20 de agosto de 1253, hacían libremente su comercio por aquel puerto, sujeto entonces al rey de Inglaterra, obtuvieron en 8 de diciembre de 1286 una real cédula de don Sancho IV de Castilla en favor de los comerciantes de Navarra para que pudiesen embarcar en San Sebastián sus mercaderías con destino a Flandes y otras partes: gracia que les amplió el rey don Pedro en el año de 1351 libertando de la contribución del diezmo a cuanto embarcasen en aquel puerto con tal que no fuesen géneros de Castilla, pudiendo también descargar allí los que viniesen para Navarra(171). Los guipuzcoanos conducían ya entonces en naves propias el hierro, la sidra y vinos no sólo a Asturias, Galicia, Andalucía, Portugal y Cataluña, sino con mayor frecuencia y actividad a los reinos o estados del Norte, por cuya razón antes de mediado el siglo XIV habían ya establecido con los demás vascongados una lonja nacional en Brujas y una compañía de mercaderes en la Rochela(172); de que resultó ser tal el crédito y buena fama de sus marinos que no sólo contribuyeron con sus naves a todas las expediciones de nuestros reyes desde la conquista de Sevilla, sino que los de Francia los atraían con grandes sueldos a su servicio. Así Felipe el Hermoso a fines del siglo XIII hizo tratados con las ciudades de Fuenterrabía y San Sebastián sobre el número de navíos con que debían auxiliarle. A Felipe de Valois sirvieron con mucha frecuencia y utilidad en virtud de la alianza que renovó con Alonso XI; y todavía continuaron los españoles aquellos servicios navales a Carlos V rey de Francia, con quien se estrechó más la amistad y confederación del soberano de Castilla. Reinando Carlos VI, dice el P. Daniel, se comenzó a hablar en Francia de una nueva clase de navíos de gran magnitud que llamaban carracas e iban de España y Génova, a cuya presencia apenas osaban aparecer los navíos ingleses: cuya noticia nos ha parecido tan extraña y singular cuanto es indudable que más de siglo y medio antes eran conocidas estas embarcaciones en la marina española. Algún tiempo después Carlos VII empleó con mucha ventaja en el bloqueo y toma de Bayona a mitad del siglo XV doce naves de Vizcaya llamadas pinazas. Y finalmente hasta el reinado de los Reyes Católicos ni dejaron las naves castellanas de auxiliar o formar una parte muy principal de las fuerzas navales de Francia, ni esta potencia dejó de depender de los socorros extranjeros hasta que Francisco I ya muy entrado en el siglo XVI creó una marina propia y respetable(173).
Si estos auxilios dados a los reyes de Francia son un indicio seguro de la fuerza y valor de la marina castellana en aquel tiempo, es prueba no menos concluyente de esta verdad el respeto y consideración que merecía a los soberanos de Inglaterra. En 28 de julio de 1306 aprobó Eduardo II las treguas hechas entre los vecinos de Bayona y las gentes de los puertos marítimos de Castilla, en que se comprendían los de Guipúzcoa, Vizcaya y costa de Santander; las cuales se renovaron en 1309 por los procuradores de Bayona y los del rey Don Fernando IV(174). Interesadas las ciudades de Flandes en la frecuencia y seguridad del tráfico que allí hacían los españoles y molestaban e interrumpían los ingleses con sus piraterías, imploraron la protección del rey de Inglaterra Eduardo III; y lograron que este monarca condescendiendo a la solicitud de las ciudades de Gante, Ipre y Brujas concediese en 12 de abril de 1340 salvoconducto a favor de las naves y mercaderes castellanos, catalanes y mallorquines que hiciesen el viaje de Flandes y Bravante(175). La carta que el mismo rey escribió a los de Bayona en Westmister a 8 de septiembre de 1350 para que hiciesen guerra a los vascongados, prueba el respeto con que los miraba, pues dice que con sus navíos corrían los mares de aquella isla, arruinaban su comercio, amenazaban invadir sus costas y pretendían el dominio exclusivo de los mares(176)
Para terminar estas hostilidades, poco ventajosas a los ingleses, se hizo un tratado en Londres a primero de agosto de 1351 entre todos los súbditos del rey Eduardo y los del rey de Castilla y del señorío de Vizcaya, estipulando una tregua de veinte años por mar y tierra, y que los vascongados pudieran pescar libremente en los puertos y costas de Inglaterra y Bretaña. Sin embargo parece duró poco esta tranquilidad, pues en el año de 1353 se concluyeron otros dos tratados de paz, uno a 29 de octubre en la iglesia de Santa María de Fuenterrabía entre los diputados de la ciudad de Bayona y lugar de Biarritz, y los de Castro-Urdiales, San Sebastián, Guetaria, Fuenterrabía, Motrico y Laredo, villas marítimas de Castilla; y el otro en la misma ciudad a 21 de diciembre entre los diputados de Bayona y de Biarritz y los de Bermeo, Placencia, Bilbao, Lequeitio y Ondárroa, villas y lugares marítimos del señorío o condado de Vizcaya: paces que fueron confirmadas por el rey de Inglaterra en el palacio de Westmister a 9 de julio de 1354(177). Los celos y rivalidades del comercio activo y ventajoso que hacían entonces los castellanos y vascongados con los estados del Norte, y las piraterías que sufrían de los ingleses al tránsito por sus costas y por el canal de la Mancha, fueron probablemente las causas de tan frecuentes desavenencias; pero terminadas ya tomó el rey Eduardo bajo su protección y especial defensa a los mercaderes de dichas villas que moraban en la Rochela, y a los maestres, marineros y traficantes que fuesen con sus navíos a negociar en aquel puerto, según consta de una carta del mismo rey dada en Westmister a 6 de marzo de 1361, que publicó Rymer en su colección diplomática(178). Con esta protección y seguridad tomó tal incremento y actividad el tráfico de las villas marítimas de Castilla y de los vascongados en lo restante de aquel siglo y en el siguiente, que cuando los Reyes Católicos establecieron la jurisdicción privativa del consulado de Burgos por real cédula expedida en Medina del Campo a 21 de junio de 1494, expresaron en ella las relaciones y factorías que ya tenían los castellanos en el condado de Flandes, de Amberes, en la Rochela, en Nantes, en Londres y en Florencia; dando idea al mismo tiempo del concurso, cambios y negociaciones de las famosas ferias de Medina del Campo, del comercio activo de lanas, y algunas mercaderías de Burgos, Segovia, Vitoria, Logroño, Valladolid y Medina de Rioseco, y otras noticias importantes para la historia del comercio marítimo de aquella época(179). Más, como los principales marineros y dueños de las naves eran los naturales de Vizcaya y Guipúzcoa, se dieron por resentidos y agraviados de algunas disposiciones insertas en aquella real cédula, especialmente sobre la facultad privativa del prior y cónsules de Burgos para fletar los navíos de las flotas que se cargasen de mercaderías de estos reinos, así en aquellas provincias como en los puertos de Castilla; de cuyas resultas obtuvieron los vascongados real provisión dada en Burgos a 11 de agosto de 1495, en que se les concedía libertad para poder fletar por sí los buques, anulando en esta parte la concesión hecha a favor del consulado de aquella ciudad(180). Los géneros o efectos de su contratación eran comúnmente el abadejo, el aceite de ballena, y el hierro como producción y manufactura propia del país; y a esto se añadían las lanas que desde Castilla, Navarra y Aragón se llevaban en el siglo XV a Guipúzcoa para embarcarse en sus puertos con destino a las provincias o estados del Norte. En tiempos anteriores extraían también la sidra y vinos de la península como consta de una real cédula de Don Sancho IV expedida en Burgos a 3 de abril de 1286. Prueban asimismo la protección que dispensaban los reyes de Castilla a estos marinos traficantes la cédula que mandó expedir Don Alonso XI hallándose en Dueñas, para que los vecinos de San Sebastián no pagasen en la aduana de Sevilla más que la veintena como pagaban los genoveses y bayoneses que eran los más privilegiados; y el reconocimiento que dispuso se hiciese de la concha o ensenada de aquella ciudad y del canal de Pasajes para señalar los sitios en que habían de andar los bajeles(181). También extendían su tráfico y navegación al Mediterráneo, pues consta que en 1383 escribieron los magistrados municipales de Barcelona a los comandantes de la armada del rey de Castilla para que desembargasen una nave vizcaína que habiendo salido de aquel puerto con varias mercaderías y un factor barcelonés para Flandes fue detenida en Bilbao(182). Y a 28 de mayo de 1443 hallándose en Nápoles Don Alonso V de Aragón mandó por un edicto al gobernador y justicias del reino de Mallorca no admitiesen naves de vizcaínos o castellanos sin tomar idónea caución de que no harían daño con sus acostumbradas piraterías; ni las diesen salvoconducto general sin consentimiento de los jurados y de los defensores del colegio de mercaderes(183). Era en efecto muy extendida y poderosa la navegación que así los vascongados como los castellanos, asturianos y gallegos hacían en aquel tiempo directamente desde sus puertos a los del norte, y desde estos a los del Mediterráneo en las costas de Francia, Italia, islas de Sicilia y Cerdeña y otras del Archipiélago, o con frutos propios, o con mercaderías extranjeras que cargaban en Flandes por cuenta de comerciantes alemanes para Barcelona y al contrario. La decadencia que ya sufría a fines del siglo XV el comercio de los catalanes al norte y a levante hizo que fuese muy frecuentado entonces el puerto de Barcelona, de naves de la corona de Castilla, hasta que el descubrimiento de las Indias haciendo mudar el rumbo de su contratación, abrió nuevo y más extendido campo a sus especulaciones mercantiles(184).
Las ciudades del Norte, no menos activas e industriosas que los castellanos y vascongados, establecieron también su comunicación directa con los puertos de la península: y así, cuando el rey de Castilla Don Juan II prohibió a los hanseáticos la comunicación y relaciones de comercio que mantenían con sus estados, les confiscó de una vez ochenta y cuatro embarcaciones que a la sazón estaban en los puertos de sus dominios. Luego que los consejos de la Liga tuvieron conocimiento de esta providencia dieron orden a la factoría de Brujas para usar de represalias y cerrar a los españoles la entrada en los puertos de los Países Bajos. Pero esta prohibición se levantó y anuló en el año de 1472; y como desde fines de aquel siglo y principios del siguiente, a causa de los enlaces de nuestros príncipes con los de la casa de Austria, se aumentaron y estrecharon las relaciones e intereses de los españoles con Flandes y demás países del Norte, concluyó Felipe II en el año de 1551 un tratado de comercio con la Liga Hanseática en que la favoreció mucho, y que hace pocos años no se consideraba como absolutamente anulado, pues sobre algunos de sus artículos estribaban aún las grandes ventajas que gozaban en su comercio con España las tres ciudades de Lubeck, Hamburgo y Brema, que sostienen unidas la representación y nombre de aquella famosa liga(185).
Los barceloneses tenían también a fines del siglo XIII comerciantes establecidos en Holanda, negociando allí giro de cambios; y aunque esto es un indicio vehemente de que desde tiempo anterior concurriesen sus naves a aquellos puertos, no consta sin embargo por falta de memorias que los frecuentasen hasta principios del siglo siguiente cuando ya Brujas, Ipre y Gante ostentaban con su opulencia los beneficios que debían a la libertad del comercio y a la ilustrada política de sus soberanos(186). Son en efecto muchos y muy decisivos los documentos de esta época que comprueban la frecuencia y actividad del tráfico que allí hacían las naves españolas desde los puertos de la península, a pesar de que a los riesgos de una navegación tan dilatada se unían los robos y piraterías de los ingleses al atravesar por sus mares o por las cercanías de sus costas. Por esta causa abandonaron alguna vez a Inglaterra los comerciantes extranjeros que allí residían, causando de resultas una subida exorbitante en el precio de los géneros y mercaderías que se conducían de otras naciones, por la rudeza y atraso en que todavía se hallaban en aquella isla sus fábricas y manufacturas. También obligaron estos excesos a que los castellanos y catalanes emprendiesen en adelante aquellos viajes con galeazas armadas o en flotas y convoyes bien escoltados, como lo pidió el reino a Don Juan II de Castilla en las Cortes de Toledo de 1436, y en las de Madrigal de 1438; y las ciudades de Barcelona y Mallorca a Don Juan I de Aragón en las Cortes de Monzón, donde obtuvieron de este soberano un privilegio dado en 15 de febrero de 1389 con varias prerogativas a los que armasen sus naves para asegurar la contratación con los países del Norte. Finalmente los daños y extorsiones que produjeron estos piratas dieron margen a las enérgicas reclamaciones de los reyes de Castilla, Francia, Portugal, Aragón y Mallorca y de las repúblicas de Venecia y Génova, y a muchas cartas de los reyes de Inglaterra en satisfacción a estas quejas y demandas, que publicaron Rymer y Capmany en sus colecciones diplomáticas(187). Infiérese con todo del examen de estos documentos que el poder y constancia de los reyes de Aragón y la industria y actividad de los catalanes vencieron tantas dificultades y contradicciones logrando éstos tener establecida en Brujas su lonja nacional en el año de 1389, donde además de las letras de cambio que giraban y negociaban, conducían en sus naves las drogas y especerías de Oriente y el azafrán que era uno de los objetos de su comercio activo como fruto propio de las cosechas del principado(188). También traficaron con Inglaterra desde el siglo XIII y se establecieron en algunos de sus puertos, extrayendo de allí las lanas en rama para fomento y perfección de sus fábricas de paños, siendo la exportación de aquella primera materia el fondo principal de la riqueza de los ingleses por el abandono y atraso que tenían sus fábricas y manufacturas(189). La consideración que los mercaderes catalanes merecían en aquel país hizo que fuesen habilitados como vocales en la junta de árbitros que se formó en Londres el año de 1303 con otros extranjeros y procuradores de las clases o estados del reino para decidir las diferencias entre Felipe el Hermoso de Francia y Eduardo II de Inglaterra acerca del dominio del mar de la Mancha(190); que Eduardo III en 1353 concediese salvoconducto y protección a todos los navegantes y mercaderes catalanes que fuesen a Inglaterra a vender y negociar en sus mercados(191); y que Enrique V mandase despachar en 1418 unas letras patentes concediendo salvoconducto y su real protección a los vasallos de la corona de Aragón que aportasen a Inglaterra con sus naves y comerciasen en ella(192). Con estas y otras prerrogativas semejantes continuaron prósperamente su contratación con los ingleses hasta fines de aquel siglo en que estos empezaron a salir en buques propios para los viajes del Mediterráneo.
Tal es el aspecto que presenta el comercio marítimo y la navegación mercantil de los españoles al comenzar el siglo XV, como principio de la extensión, del poder y de la riqueza que fueron sucesivamente adquiriendo hasta el reinado venturoso de los Reyes Católicos. La náutica o el arte de navegar siguió en sus progresos los mismos pasos; porque a proporción que la osadía y el interés de los traficantes llevaban su contratación por mares y costas desconocidas o poco frecuentadas, los conocimientos prácticos y experimentales, que son el fundamento sólido de las mejores teóricas, se iban adelantando, ya sobre la situación y arrumbam iento de las mismas costas, de sus puertos y bajíos, ya sobre las profundidades o sondas del mar y la calidad de sus fondos, ya sobre la dirección de los vientos, corrientes y mareas, y ya en fin sobre otros puntos que forman el principal objeto de la ciencia que conocemos con el nombre de Hidrografía. La ignorancia que de ella se tuvo a fines del siglo XI y principios del siguiente, cuando se emprendieron los primeros viajes de mar por los cruzados que pasaban desde Italia o desde los puertos del Norte a la Palestina, fue causa de tanto lastimoso naufragio como refieren con dolor y asombro los historiadores de aquella edad, hasta atribuirlos a causas sobrenaturales o encantamientos diabólicos, según lo creyeron los que acompañaron a Don Teobaldo II de Navarra en su expedición a la Tierra Santa(193). Tales eran los extravagantes discursos que sugería la ignorancia y el horror que inspiraban tan fatales acontecimientos.
Para evitarlos o minorarlos en lo sucesivo reduciendo a un sistema de doctrina náutica las prácticas usadas y las observaciones hechas por los marinos de Levante y del Océano combinándolas con los principios de las ciencias exactas, especialmente de la astronomía que tanto habían cultivado los árabes y rabinos españoles, escribió el portentoso Raymundo de Lulio varios tratados científicos y entre ellos un «Arte de navegar» que citan D. Nicolás Antonio y otros escritores. Si esta obra hubiera llegado a nuestros días pudiéramos examinar y conocer el método con que trató ciertos puntos fundamentales de la navegación, o averiguar si acaso fue un mero recopilador de lo que dejaron escrito los antiguos. Pero juzgando por la doctrina que vertió en otras obras misceláneas y matemáticas no podemos dejar de admirar los sólidos principios en que fundaba el estudio de la náutica. En una de ellas, publicada en 1286, trató de los vientos y de las causas que lo producen; en otra del año de 1295 dio excelentes documentos sobre la necesidad que tenía el marinero de considerar el tiempo para navegar, los puertos a donde debía refugiarse y sobre la estrella y el imán, los rumbos y distancias que andaba, y, finalmente, sobre cuanto correspondía a su profesión. Dijo en su «Geometría» que de ella dependía la náutica, y entre sus figuras se nota un astrolabio para conocer las horas de la noche, que dice es de mucha utilidad para los navegantes; y en su «Arte general última» no sólo puso un compendio de ciertas instrucciones para que los marineros ejecutasen con arte lo que obraban por pura rutina y experiencia, sino que trató expresamente de la navegación(194), sentando que desciende y procede de la geometría y aritmética; y en comprobación de ello traza una figura dividida en cuatro triángulos y constituida en ángulos rectos, agudos y obtusos a semejanza de los cuartieres que hoy sirven tanto para la práctica de la navegación, declarando por medio de esta invención cuanto anda una nave según el viento que sopla y el rumbo que sigue respecto a los cuatro puntos cardinales, de lo cual deduce el lugar o paraje del mar en que se halla a una hora o momento determinado; y trata además en aquella obra de los vientos y de las señales para pronosticar su dirección. Si por esta muestra y otras semejantes que ofrecen los voluminosos escritos de Lulio hemos de juzgar del mérito de su tratado de náutica y de sus conocimientos en esta materia con relación a su siglo, no podremos menos de maravillarnos de su instrucción casi universal, de su ingenio original y penetrante, y de su talento vasto y combinador en descubrir las relaciones que tienen entre sí todas las ciencias y aplicarlas recíproca y oportunamente para dar un impulso favorable a sus adelantamientos y facilitar los métodos de su enseñanza(195). De aquí puede inferirse naturalmente que si el primer tratado de náutica en la Edad Media se debe a un español, fue también consecuencia de lo mucho que éste peregrinó entre las naciones de Europa, Asia y África con motivo de promover las cruzadas; cuyas expediciones anteriores, fomentando la navegación e ilustrando la geografía al paso que multiplicaron los intereses y las relaciones de los pueblos entre sí, hicieron también recíprocos sus conocimientos, principalmente los que se dirigían a facilitar más sus comunicaciones por mar disminuyendo los riesgos y peligros que la ignorancia hacía tan comunes y repetidos.
Mucho pudo también contribuir a ellos el atraso en que aún estaba la arquitectura naval o el arte de la construcción de los bajeles. La multitud prodigiosa de cruzados que fueron a Venecia y a Génova para pasar al Asia y a otros puertos de Levante, obligó a fabricar navíos de una grandeza desconocida hasta entonces, así por aumentar la ganancia de los fletes, como por al afán con que solicitaban los pasajeros ir en compañía unos de otros, conforme habían hecho sus peregrinaciones por tierra. Con este motivo se inventaron los navíos de carga llamados en la latinidad de aquel tiempo huisseria, usseria, usaria y usceria ó uscheria, que eran una especie de galeazas muy grandes destinadas a transportar caballos en las expediciones marítimas y a veces se hacía uso de ellas en los combates, fortificándolas con castillos redondos. De su capacidad nos da alguna idea Godofredo monje de San Pantaleón de Colonia, diciendo que 50 bastaban para transportar dos mil caballeros con sus caballos de batalla, y otros diez mil soldados con sus armas(196). De la misma clase eran los buscios, naves grandes de tres palos para llevar mucha carga; las taridas, especie de tartanas de gran volumen; las cocas, buques de primera magnitud, introducidas en Levante por los marinos del Océano; los leños, conocidos en la baja latinidad con el nombre de lignum ó lembus; y las saetías, barcas sutiles propias del Mediterráneo. Estas embarcaciones se conocieron desde las primeras cruzadas y se multiplicaron en el siglo XII(197), siendo ya tan crecido su número y tan varia su nomenclatura en el siguiente que el rey Don Alonso el Sabio decía en una de sus partidas: «Navíos para andar sobre mar son de muchas guisas; y por ende pusieron a cada uno de aquellos su nombre según la manera en que es hecho; ca a los mayores que van a dos vientos llámanlos carracas, y de estos hay de dos mástiles y de uno; y otros menores que son de esta manera, y dícenles nombres porque sean conocidos, así como carracones, y buzos, y taridas, y cocas, y leños, y haloques, y barcas. Más en España no dicen a otros navíos sino a aquellos que han velas y remos; ca estos son hechos señaladamente para guerrear con ellos»(198). Y como todas estas alteraciones se hicieron arbitrariamente, cuando se ignoraban aún los métodos de aplicar a la construcción naval los principios de la mecánica y de la hidráulica para dar mayor solidez y velocidad a las embarcaciones, debieron por la misma razón influir directa y poderosamente en la triste repetición de tantas pérdidas y calamidades. Pero al cabo un desengaño tan costoso y una experiencia tan continuada debieron también despertar la atención y sugerir poco a poco los medios de corregir los defectos más obvios y esenciales. Conocióse, por ejemplo, que un solo palo no bastaba para dar a un bajel de magnitud tan desmedida los movimientos necesarios; y de aquí nació el aumentar su número y el proporcionar su colocación según lo iba dictando la práctica y la necesidad, así para facilitar las orzadas y arribadas como para virar y mudar de rumbo cuando se estimaba conveniente(199). También refieren a este tiempo algunos escritores el uso de la vela triangular, llamada latina, a causa de haber sido inventada por las ciudades marítimas de Italia que restauraron la navegación en Occidente, distinguido del Oriente desde la ruina del Imperio Romano por país de los Latinos. Esta invención se adoptó desde su origen en el Mediterráneo por la facilidad de su manejo y disposición para aprovechar las variaciones o escaseadas del viento en la navegación de aquellos mares(200). Tampoco faltan autores que atribuyen el primer uso de la brújula a las expediciones de las cruzadas(201); pero nosotros después de examinado este punto con la detención que manifestaremos en lugar más oportuno, juzgamos que la comunicación que se abrió entonces entre el Occidente y Oriente, donde parece se conocía y usaba desde tiempos antiguos aquel instrumento, proporcionó a los europeos su noticia y uso, que fueron perfeccionando sucesivamente, conjetura que podrá graduarse de demostración si reflexionamos que hasta ahora no se ha encontrado en Europa documento anterior al siglo XI que haga mención del uso de la aguja náutica, mientras las crónicas e historias de la India y de la China hablan de ella como conocida allí desde tiempos muy remotos.
De la concurrencia de tantas naciones marítimas en los puertos de Levante con motivo de las Cruzadas, de la rivalidad de algunas durante esta crisis, especialmente entre las repúblicas de Italia y los catalanes, de las disensiones y guerras que produjo esta emulación y la codicia e intereses del comercio, resultó la necesidad de una legislación que no pudo dejar de ser convencional cuando ninguna autoridad suprema podía dictarla y hacerla respetar entre naciones émulas, independientes y poderosas. En medio de estos siglos de anarquía universal en que la fuerza sola era la suprema ley, la Cataluña vio nacer en su seno a principios del siglo XIII un código de derecho marítimo ordenado y recopilado por los antiguos prohombres del mar de Barcelona ilustrados con la experiencia y noticias que los primeros navegantes catalanes trajeron a su patria después de haber corrido los puertos más frecuentados del Mediterráneo y observado las costumbres y prácticas con que se regía el comercio marítimo en los puertos de Levante(202). Azuni, reproduciendo modernamente el pensamiento de Constantino Cayetano, pretende atribuir esta gloria a los pisanos con razones tan especiosas en nuestro dictamen que dejan en todo su vigor las que alegó Capmany en favor de los catalanes y otras que pudieran añadirse en confirmación de la opinión de éste contra los alegatos del escritor italiano(203). Y si la razón necesitase del apoyo de la autoridad ¿cómo podrían desatenderse las de Grocio, Marquard, Targa y Casarégis, escritores extranjeros e imparciales y maestros en la materia de que tratan, cuando aseguran que el consulado de mar se escribió y formó en tiempo de las Cruzadas por orden de los antiguos reyes de Aragón(204)? Este código parece que se adoptó primero por los venecianos establecidos en Constantinopla, celebrando con este objeto una asamblea en la iglesia de Santa Sofía el año de 1255 y traduciéndole entonces al italiano(205); cuyo ejemplo siguieron desde luego los pisanos, los genoveses y otros pueblos comerciantes de Europa. Por este medio, llegó a ser el consulado de mar la ley fundamental, el derecho común, la guía y norma de la razón y de los juicios de las naciones marítimas de Levante. Su influencia fue todavía más general. La duquesa de Guiena, Leonor, madre de Ricardo I, rey de Inglaterra, considerando, cuando regresó de la Tierra Santa, el crédito y autoridad que tenían en todo el Oriente las leyes y costumbres insertas en el libro del Consulado, mandó compilar las sentencias y juicios del mar de poniente bajo el título de «Reglas de Oleron», y su hijo Ricardo I a su vuelta de la Palestina hizo en ellas algunas adiciones, mejorando su lenguaje y publicándolas y autorizándolas nuevamente(206). Los españoles de la costa cantábrica las tradujeron poco tiempo después para reglar su comercio naval, extendiéndolas para navegaciones posteriores a países que ellos frecuentaban, o suprimiendo lo que juzgaron no convenirles. Así es que añadieron los casos y disposiciones relativas a su contratación con Inglaterra, Escocia, Normandía, Flandes y Calais; capítulo que falta en el original, porque éste limita los casos a los viajes que desde Burdeos se hacían a varios puertos de la Francia Occidental(207). Sin embargo, de esta trascendencia tan útil e importante que tuvieron las leyes del consulado de mar, concebidas en medio de los desórdenes de una piratería universal, es preciso conocer que estaban muy distantes en sus disposiciones de la perfección que reclama una edad más culta e ilustrada en que tanto se ha perfeccionado el derecho de gentes; pero, sin embargo, reconocidas como leyes contuvieron la arbitrariedad y desterraron el desorden; y en los artículos de derecho privado ofrecieron una seguridad y garantía que en aquella época fue para el comercio un beneficio muy notable(208). De todos modos se ve que las Cruzadas influyeron en la necesidad de una legislación marítima mercantil: que España tuvo la gloria de dictarla(209), que se adoptó y siguió por todas las naciones que a su ejemplo y según sus principios formaron otros códigos de jurisprudencia naval; y, finalmente, que fue la fuente y manantial de donde precedieron las máximas esenciales de este derecho y el cimiento de los progresos que ha ido haciendo en los siglos sucesivos entre las naciones cultas de Europa.
Nos parece haber indicado con suficiente claridad en esta exposición cuánta parte tuvieron los castellanos, portugueses, aragoneses y navarros en las guerras de Ultramar, y cuánto debió influir en su cultura e ilustración el trato y comercio que de resultas supieron establecer con todas las naciones entonces conocidas, aunque los españoles por su anterior comunicación con los árabes de la península eran ya los europeos más instruidos y civilizados. Del mismo modo hemos procurado demostrar que el impulso e incremento que tomó la contratación marítima desde el siglo XI hasta el XV y los progresos consiguientes que adquirió el arte de navegar, se debieron originariamente a aquellas sagradas expediciones, las cuales si temporalmente ocasionaron algunos males y perjuicios, produjeron también bienes y ventajas más sólidas, más permanentes y de una trascendencia más general para la cultura e ilustración de los pueblos occidentales.
Martín Fernández de Navarrete
Notas
1. Paulo Emilio De rebus gestis Franc. lib, 4. Sandoval Hist. de los Reyes de Castilla en D. Al. VI pág. 86. y Vertot. Hist. de Malte lib. 1. Pág. 37. Sueyro, Anal de Flandes, lib. V, tomo I, pág. 128.
2. Mariana, Hist. de Esp. lib. X cap. I.
3. Hist de Esp. en el mismo lugar.
4. Maimbourg, Hist. des Croisados, lib. I, pág. 128 y sig. La gran conq. de ultramar,Lib. I, cap. 209.
5. La gran conq. de ultramar. Lib. I, cap. 209, fol. 87.
6. Lib. 3, cap. 120, fol. 182.
7. Florez, Reynas Catol. tomo 4, págs, 181, y 200. Mariana, Hist. Gen. de Esp. lib. X, c. 3.
8. El P. Maimbourg Hist. des Croisades lib. 1.
9. Mariana, Hist. de Esp. lib. X, cap. 3. Escalona, Hist. del Monast. de Sahagun, lib. II, cap. 8 S. 6. Pisa, Hist. de Toledo lib. III, cap. 8. Ferreras, Sinópsis hist. Parte V, año 1096 S. 7, y año 1105. S. 1.
10. Campillo, De Disquisitione AErae christianae, cap. XXXIIII. Diago Hist. de los Condes de Barc. lib. 2, cap. 79. Capmany, Mem. de la Ant. Mar, de Barc. tomo II, apénd. de notas núm. XXVII, pág. 9 1..
11. La gran conquista de ultramar, lib. 1, cap. 209
12. Zurita, Anal de Arag. lib. 1, cap. 32.
13. Capmany Ant. Mar. de Barcelon. part. 1, lib. II, cap. 3. tom. 1. pág. 124.
14. Capmany en el mismo lug. nota 2, citando el lib. 3. Antiquit. Eccles. Barc. fol. 32, núm. 87.
15. Archivo real de Aragón en Barc. pergam. núm. 130. de un leg. que comprende desde el 101 hasta el 150, y copia en la colec. de mss. de Don Juan Sans y de Barutell, art. 1, núm. 1.
16. Capmany en la misma nota, citando el Arch. S. Sedis Barcinon. aposento de media escalera Armar. 1, núm. 60.
17. Florez, España Sagr. Trat. 65, cap. 6,S. 229. tomo 29, pág. 250. Capmany en el mismo lugar, citando como Florez el lib. 1. Antiquit. Ecclesiae Barcinon, fol. 241, núm. 651. y 652.
18. Capmany ia. loc. cit. Vita Sancti Ollegarii. núm. 11. Apend. XXI del tom. 29, de la Esp. Sag. pag. 479. Florez en
19. La gran conq. de ultramar, lib. II, cap. 30, fol. 113. Y. y sig..
20. lb. lib. II, cap. 54
21. Ib. lib. II, cap. 43.
22. Ibidem lib. III cap. 299. Hist. Sacra. ap. Gesta Dei per Francos.
23. Berganza Antig. de Esp. tom. II. Apénd. Secc. 2, S. 119, pág. 598. Florez Esp. sagr. tom. XXI. Apénd. pag. 338. Sandoval, Cron. del Emper. Don Alonso VII, cap. XXXII, pág. 76. y sig.
24. Sandoval, Cron. del Emperador Don Alonso VII, cap. LIX, p. 159.
25. La gran conq. de ultramar, lib. III, cap. 291.
26. La gran conq. de ultramar, lib. II, cap, 34.
27. La gran conq. de ultramar. lib. II, cap. 49.
28. Allí mismo, lib. II, cap. 53.
29. La gran conq. de ultramar. lib. IV, cap. 157.
30. Ib. lib. IV, cap.308.
31. Garibay, comp. hist. de Esp. lib. XXIII, cap. 3. Briz Martínez, Hist. de S. Juan de la Peña, lib. 4, cap. 1.
32. Moret, Anal. de Nav lb. XVI, cap. 1, S. 2.
33. El letrero que contiene el pergamino según se publicó en el Dicc. hist. geograf, de la Acad. es así: Gutufre bulloni res jerosolimitani dinisimus datum myqui Saturnini Lastter artajonis terra regis ispanic capitanis diletas in conquistan oc figuran marie cum jesus qui feci nicodemus discipuli xpi et terra sepulcrum santi ani U.X.C.IX. In jerosolima. Sandoval le copia con ortografía más correcta señalando el año de MCXI en su hist. de los Reyes de Cast. en D. Alonso VI, pág. 80. v.
34. Diccionario hist. geograf. de Navarra y Prov. vascong. por la Real Academia de la Historia, tom. 1, pág. 111, art. Artajona.
35. Sandoval, Catálogo de los obispos de Pamplona cap. 20, pág. 69 y sigs. Hist. de los Reyes de Cast. en doña Urraca, pág. 110. Fund. de San Benito, en Cardeña, S. XVI, pág. 48. v. Moret. Investigac. de Navarra, lib. III, cap. V., pág. 630 y sigs. Berganza, Antg. de España, tom. I, lib. V, cap. 36, pág. 556 y sigs.
36. Los sucesos del Infante don Ramiro casado con Doña Elvira hija del Cid, están llenos de oscuridad y han sido muy controvertidos por nuestros principales historiadores; pero todos respetan al menos la antigua y constante tradición de haber fundado la iglesia y divisa de la Piscina, al regreso del viaje que hizo a Jerusalen, donde asistió a la primera Cruzada, con muchos militares y caballeros. El edificio de la iglesia de la Piscina se conserva todavía aunque abandonado y ruinoso -en la Sonsierra de Navarra, entre el lugar de Peciña y la villa de Abalos mi patria, ofreciendo algunas memorias que atestiguan su antigüedad y esclarecido origen, y que podrán ilustrar las cuestiones suscitadas, apoyando al mismo tiempo el objeto de esta disertación.
La memoria de esta fundación consta de dos letreros, que se esculpieron encima de las dos puertas de la iglesia. En la principal, situada hacia el mediodía, se renovó la inscripción y se puso el escudo de armas por los años de 1537 como se deja conocer, y dice lo siguiente:
DOMINVS PETRVS ABBAS BERILLA EX COMMISIONE REMIRE REGIS NAVARRAE ERA MILLESSIMA
CENTESIMA SEPTVAGESIMA QVARTA.
El letrero colocado en el arco de la puerta del atrio que mira al norte, está en caracteres antiguos del siglo XII, en estos términos:
DOMINVS PETRVS ABBAS BERILLA FABRICAVIT HANC ECCI.ESIAM ERA MCLXXIIII
Alguna otra dicción contiene que no puede leerse por estar muy demolida la piedra con la intemperie.
No hace muchos años que en un nicho que estaba debajo de la piedra que servía de mesa para el altar, se encontró una cajita de madera, y dentro de ella un cartulario en pergamino, y envueltas en unas correas de lo mismo diferentes partículas de huesecillos y polvos de los santos que se expresan. La inscripción del cartulario dice así: «Consecrata est haec Ecclesiae a Santio Calagurrensi sive Nagerensi Episcopo, in honore Sanctae Mariae Virginis, et Sanctae Crucis, et Sancti Joannis, et Sancti Thomae Apostoli, et Sancti Juliani, et Sancti Georgii, et Sanctorum Cirici et Jalitae, et Sancti Cristofori, et Sancti AEmiliani, et Sanctae Eufemiae, et Sancti Salvatoris, et omniun Sanctorum: In era MCLXXV. Kalendis Augusti.»
En las correas de pergamino que ciñen y ligan las reliquias se lee: Sanctae Mariae; Sanct Joannis; Sancti Cristofori; Sancti Georgii; Sancti Thomae; Sancti Quirici; Sancti Sebastiani; Sanctae Eufemiae; Sancti Salvatoris; Sanctae Crucis; Sancti Juliani, Sancti Jacobi. De todo lo cual se infiere, que el abad Virila fabricó la iglesia por encargo del infante Don Ramiro en el año 1136, y que la consagró el día primero de Agosto del siguiente de 1137 el obispo de Calahorra y Nájera Don Sancho de Funes: resultando por consiguiente equivocada y errónea la noticia y traducción que del primer letrero publicó Berganza. (Ant. de Esp. lib. V, cap. 42, núm. 453,) expresando haberse hecho la fábrica el mismo año de 1110 en que murió don Ramiro, y alguna otra adición que no se halla en el original. La existencia coetánea del abad Don Pedro Virila nos consta por Sandoval (Fundaciones de San Benito, en Cardeña S XVII. p. 50) y por varias escrituras que cita Berganza, de cuyas fechas se infiere que gobernó la abadía del monasterio de Cardeña, a lo menos desde el año de 1103 hasta el de 1139, siguiendo por mucho tiempo la corte de Alonso VI y de Alonso VII el emperador, y habiendo pasado a Roma como procurador general para la reforma de los monasterios benedictinos de España. El coincidir la existencia del abad Virila con los sucesos que se refieren y la circunstancia de haber dejado el infante al monasterio de Cardeña las reliquias que trajo de Jerusalen según expresa en su testamento, la fundación de la iglesia y divisa de la Piscina en memoria de la Probática Piscina que estaba en Jerusalen y menciona el evangelista San Juan (cap. 5) la constante tradición de los diversos descendientes de este linaje, el haber sido consagrada la iglesia por el diocesano, las memorias que se conservan de los viajes a Ultramar de Saturnino Lasterra y de Don Aznar Garcés y otros, todas son inducciones que contribuyen a demostrar que el infante don Ramiro concurrió a la primera Cruzada acompañado de muchos militares y caballeros navarros, dejando después piadosas memorias que lo atestiguan y comprueban.
37. Duarte Núñez de León, Crón. dos Reys de Portugal, part. I, pág, 15, y Maimbourg, Hist. des croisades, lib.III, t, 1, pág. 450.
38. Memorias o noticias históricas du celebre ordem militar dos Templarios na Palestina. 2. tom. fol. imp. en Lisboa año do 1735. Veáse el tomo II, Apénd. I desde el núm. 783 al núm. 834.
39. Faria, Europa Portug. tom. II, part. 1, cap. 2, núm. 10 y 19.
40. Crón. del Cister, part. 1, lib. 5, cap. 3. Ferreyra, núm. 801.
41. Monarq. Lusit. part. 3, lib. 8, cap. 22. Ferreyra, núm. 818.
42. Comp. Hist. de España, lib. XXXIV, cap. 7.
43. Hist. gen. de Esp. lib. 10, cap. 13.
44. Guillermo de Tiro, Hist. Sacra lib. 1, cap. 29. Faria, nota S al Nobiliar. del conde Don Pedro, pág. 674. Ferreyra, núm. 849, 850 y 851.
45. Gest, Dei per Francos en su catálogo, Ferreyra núm. 843.
46. Ferreyra, Apénd. IL desde el núm. 835 al núm. 842. Faria, Europa Portug.. tom. 3, part. 4, cap. 8, núm. 13.
47. Carvallo, Corograf. Portug. tom. 2, lib. 1, cap. 12. Ferreyra núm. 852 y sig.
48. Ferreyra, Mem. da ord. dos Templ. part. 1, cap. 8, S.I, núm. 397.
49. Ibid. cap. 11, núm. 564
50. Ibid. cap. 13, núm. 715 y 716.
51. Risco, Esp. sag. trat. 71, cap. 4, S. 25. (tom. 35, pág. 288) Maimbourg, Hist. des Croisades, lib. IX y X, tom. 5, pág. 207 y sigs. y tom. 4, pág. 11 y sigs.
52. Florez, Esp. sag. trat. 61, cap. 7, S. 18 y sig. (tom. 22, pág. 108.)
53. Hist. Compost. lib. I, cap. 39. en la Esp. sag, tom. 20, pág. 88, Ferreras, Sinópsis his, part. V, año 1100, S. 3, y año 1105 S. 1.
54. Florez, Esp. sag. tom. 25, trat. 63, cap. 6, núm. 14 y sig. y tom. 29, trat. 65, cap. 6. Risco, Esp. sag. tom. 31, trat. 67.
55. Origen de la Cruzada en España, cap. 1, tom. XXXII de ms. de la Acad. de la Hist. Riol, Informe sobre la creación de los Consejos, Tribunales, Archivos, etc., núm. 101 y sig. en el tom. III del Seman. Erudito, pág. 173.
56. Faria y Sousa, Epit. de las hist. Portug. part. III, cap. 13.
57. Rodríguez de Castro, Bibl, de escrit. rabinos, tom, 1, pág. 82. Roberston, Hist. de l'Amer. lib. I.
58. Fúnes. Crópi. de la Relig. de S. Juan, lib. 1, cap. 2. Zurita, Anal. de Arag. lib. I, cap. 45 y 52, y lib. II, cap. 4.
59. Zurita, Anal. de Arag. lib. I, cap. 29, y lib. II, cap. 4. Fúnes, lib. 1, cap. 3. Florez, Esp. Sag. trat. 65, cap. 6, tom. 29, p. 270.
60. Zurita, Anal. de Arag. lib. II, cap. 13. Fúnes, lib. I, cap.7.
61. Zurita, Anal. de Arag. lib. II, cap. 45, 47 y 48. Fúnes, Crón. de la Relig. de S. Juan, pág. 72.
62. Archivo del gran Priorato de Nav. cax. de Zizur. núm. 2; y copia en la colec. diplom. del Sr. Abella en la Acad. de la Hist.
63. En el mismo arch. y en la colec. del Sr. Abella.
64. En el mismo arch. y colección citada.
65. En el mismo arch. y colec.
66. Rádes, Crón, de la ord. de Calatrava, cap. 1.
67. Colmenares, Hist. de Segovia, cap. XIX, S. 4. Alcocer, Hist. de Toledo, lib. II, cap. 4. Florez, Esp. sag. trat. 56, cap. 4 y 6, tom. 16, pág. 58 y 252.
68. Rádes, Crón. de las orde de Sant. Calat. y Alcánt. y en la Calat. fol. 32.
69. Ibid. Crón. de Sant. cap. 49, fol. 73, Crón. de Calat, cap. 39, fol. 82, v. Crón. de Alcant. cap. 58, fol. 55, v.
70. Rádes, Crón. de Calat. cap. 1, fol. 3. v. y cap. 26, fol. 49. v. Ferreira, Mem. hist. dos templ. part. I, núm. 866.
71. Siguenza, Hist. de la ord. de S. Gerón. Part. II, lib. 3. cap. 10, pág. 455. Gonz. Tejada Abrahan de la Rioja, lib. I, cap. 11, S. 1; y cap. 19, S. 3; y lib. II, cap. 1. S. 4.
72. Hállase este testamento en el archivo de la casa y mayorazgo que posee en dicha villa mi hermano Don Antonio Fernández de Navarrete. Lope de Vega en el prólogo a su Jerusalén conquistada dice que el infante Don Juan señor de Vizcaya mandó en su testamento que sus albaceas enviasen por su alma y a su costa con buen salario un hombre honrado a Jerusalén; y que el Adelantado mayor de León Don Pedro Suárez de Quiñones mandó en su última disposición a la Cruzada, que era la conquista de aquella santa ciudad, cien maravedis: cantidad según dice de mucha consideración entonces cuando él mismo compró a Laguna en ochenta mil maravedis.
73. Moret y Aleson su continuador, Anal. de Nav. lib. XXI, caps.2 y 3-, y en las adiciones Jauna, Hist. Gen. de Jerusalén, lib. XI, caps,I, II y III. Maimbourg, Hist. des Croisades, lib. X, tom. 4, pág. 110.
74. Garibay, Comp. hist. de Esp. lib. XXV, cap. 3.
75. Maimbourg, Hist. des Crois. lib. X, tom. 4, pág. 113 y sig. Moret, Anal de Nav. lib. XXl, cap. 4. Jauna, Hist. Gen. de Jerusalén, lib. XI, cap. 2. Este autor, a quien principalmente hemos seguido en esta narración, refiere los sucesos del rey Teobaldo que omiten o alteran en algo los analistas de Navarra.
76. Maimbourg, Hist. des Crois. lib. X, tom. 4, p. ll7. Jauna, Hist. Gen. de Jerus. lib. XI, cap. 2, art. 5. Ferreira, Mem. da ord. dos templ. part. 1, cap. 10, S. 3, núm. 496.
77. Moret y Aleson en el lug. citado. Maimbourg. Hist. des Croisades, lib. X, tom. 4, pág. 62, Mr. Lavesque de la Llavaliere ha hecho una edición de las poesías del rey Teobaldo, precedidas de un discurso sobre las revoluciones de la lengua francesa.
78. Aleson, en los escolios y adiciones del lib. XXII, cap. 7, de los Anal. de Nav. de Moret. S. 19, tom. 3, pág. 340.
79. Garibay, Comp. hist. de Esp. lib. XXV, cap. 9.
80. Moret. Anal. de Nav. lib. XXII, cap. V y VI; y en los escolios y adiciones correspondientes. Maimbourg, Hist. des Croisades, lib. XII, tom. 4, pág. 260.
81. El P. Bussieres y Dupleix, refiriéndose a la crónica de los condes de Monfort: cítalos Aleson en sus adiciones.
82. Maimbourg, Hist, des Crois. lib. XII, tom. 4, pág. 373 y sig.
83. Zurita, Anal. de Arag. lib. III, cap. 15. Bleda, Hist. de los Moros, lib. IV, cap. 14.
84. Gómez Miedes, Hist. del rey Don Jayme, lib. IX, cap. 3 y sigs. Escolano, Hist. de Valencia, lib. III, cap. 6, S. 8.
85. Zurita, Anal. de Arag. part. 1, lib. 3, cap. 46. Fúnes, Crón.de la relig. de San Juan, lib. 1, cap. 23.
86. Gómez Miedes, Hist. del rey Don Jayme, lib. XVI, cap. 6 y lib. XVII, cap. 18.
87. Zurita, Anal. lib. III cap. 74. Gómez Miedes, Hist. de Don Jayme, lib. XVII, cap. 18 y sig. Mondéjar, Mem. de Don Alonso el Sabio, lib. IV, cap. 35 y 36.
88. Gómez Miedes, Hist. de Don Jayme, lib. XVIII, cap. 2.
89. Estos convenios o contratos se hallan en el arch. gen. de la cor. de Arag. y copias en la colec. de Sans, art. 1, núm. 11 y sig.
90. Gómez Miedes, Hist. del rey Don Jayme, lib.XVIII, cap. 111 y sig. Zurita, Anal. lib. 3, cap. 74. Jauna Hist. gen. de Jerusalen, lib. XII, cap. 6, art. 4.
91. Los historiadores extranjeros como Maimbourg (Hist. des Crois. lib. XII, tom. 4, p. 574,) y Jauna (Hist. gen. de Jerus. lib. XII, cap. 6, art. 4,) dicen que estos buques que arribaron a Tolemaida o Acre regresaron muy pronto sin haber hecho cosa alguna de utilidad o ventajosa a los cruzados. Para desvanecer este concepto falso o equivocado nos parece muy oportuno citar los documentos que existen en los registros del archivo general de la corona de Aragón (Reg. 10, Jacob. I, de 1265 ad. 1275 en varios folios) de donde los copió nuestro académico el Sr. Sans y cuyo resumen bastará para dar idea de los socorros que aquellas naves suministraron a los cristianos que se hallaban en situación muy crítica y apurada.
I. Noticias registradas del día en que respectivamente entraron en el puerto de Acre la naves de Rehedor, otra cuyo dueño se ignora, de Guillermo Ros, de N. Costa, de Pedro Ris que condujo al embajador del emperador de Constantinopla, de Pascual Montobru, de N. Pintor, de Berenguer Cuc, de Guillermo Dalmau, de Bernardo Saporta, de N. Mollet, con expresión de los sujetos o gentes de guerra y de los caballeros armados que transportaron, del dinero que se entregó a cada uno por cuenta de ración, y de lo que importó todo. Del registro de la nave de Montobru se deduce que el cabo principal de guerra que llegó a Acre fue Pedro Ferrandiz.
II. Dos relaciones de los granos que se recibieron en el puerto de Acre a cuenta del rey Don Jaime de Aragón de las naves que habían llegado allí de Barcelona.
III. Relación de las cosas o efectos que se recibieron en el puerto de Acre de varias naves y sujetos que se expresan, cuyo valor ascendió a 50569 besantes.
IV. Noticia registrada de los caudales que por equivalente a ración se suministraron en Acre a los ricos-hombres, caballeros y demás gente de guerra con sus caballos, que de dicho puerto se volvieron a Barcelona.
V. Noticia registrada de los ballesteros que quedaron en Acre y de los caudales que se les suministraron por cuenta de ración. Según este registro y el siguiente a los que quedaron en Acre se les socorrió con tres meses de su sueldo y raciones.
VI. Noticia registrada de los caudales que en lugar de ración se suministraron en Acre a los caballeros que con caballos armados se quedaron en aquel puerto y de lo que se suministró al embajador del emperador griego y al del emperador de Trapisonda.
Estos documentos, que cada uno forma un registro separado muy expresivo, indican bastantemente los socorros que recibieron los cristianos en la Palestina de las naves del rey de Aragón, así de tropas y caballos, como de armas, víveres y caudales. Según nuestro historiador Feliú (tom. II, lib. 11, cap. 12) solo con la fama de la ida del rey Don Jaime, que con tanta justicia y gloria se había grangeado el epíteto de Conquistador, se retiró el ejército turco y dejó libres por entonces a los cristianos.
92. Zurita, Anal. lib. III, cap. 87. Gómez Miedes, Hist. de Don Jayme, lib. XIX, cap. 7.
93. Oderico Raynaldo, año 1276, núm. 20. Ortiz Zúñiga, Anal. de Sev. lib. II, año 1276, S. 5.
94. Zurita, Anal. lib. IV, cap. 114. Capmany, Mem. de Barc. part. 1, lib. II, cap. 3.
95. Jauna, Hist. gen. de Chipre, Jerusalen, etc, lib. XIII, caps. 7, 8 y 9.
96. Jauna, lib. XIV, cap. 1.
97. Capmany, Mem. de Barc. colec. diplom. tom. II, núms. 31 y 37.
98. Ibid. Mem. de Barc. tom. 1, parte 2, cap. 2.
99. Capmany, Mem. de Barc. tom. 1, part. 2, cap. 2, y tom. 2, colec. diplom. núm. XVII, pág. 36.
100. Ibid. colec. diplom. tom. 4, núm. 8.
101. Jauna, Hist. gen. de Chipre, Jerusalen etc. lib. XIV, cap. 3.
102. Capmany, Mem. de Barc, colec. diplom. tom. IV, núm. 12, p. 28 y en la de Sans, ms. art. 1, núm. 75
103. Colecc. dipl. de Sans ms. en la Acad. de la Hist. art. 1, núms. 82, 83, 84 y 85.
104. Colec. diplom. de Sans, art. 1, núms. 87 hasta el 91, copiados del arch. gral. de la corona de Aragón, Reg, Legationum, Jacob. II, de 1310 a 1318, fols. 231 al 233 v. Capmany, colec, diplom. tom. IV, núm. 32, p. 64.
105. Capmany, colec. diplom. tom. IV, núm. 40, p. 79, y núm. 48, p. 96.
106. Arch. gen. de Arag. leg. de cartas y cuadernos del armario de Cerdeña, en cuya cubierta está escrito pro civitate Barchinone, y cop. en la colec. de Sans art. 1, núm. 106. Capmany copia una de estas capitulaciones o convenios en el tom. II de sus Mem. hist. colec. diplom. núm. 91, pág. 144.
107. Lope de Vega para dar algún apoyo de verosimilitud a la acción de su epopeya trágica intitulada «Jerusalen conquistada», fundado en que Don Alonso VIII estuvo casado con Doña Leonor hija de Ricardo rey de Inglaterra, asegura la expedición de estos dos príncipes a la Tierra Santa en estos términos:«Y desde esta conquista que fue el emperador Conrado y Luis de Francia en tiempo de Eugenio III, cuando el perverso Emanuel de Constantinopla hizo tantas traiciones y Rogerio de Sicilia tantas hazañas, hasta la que yo escribo de Ricardo y Alfonso, pasaron cuarenta y dos años, porque fue en el pontificado de Gregorio VIII». La expedición del emperador Conrado y del rey Luis de Francia el joven fue en el año de 1137 según los historiadores (Maimbourg, Hist. des crois. lib. 111. Jauna, Hist. de Jerur. lib. IV, cap. 1): por consiguiente la de Ricardo y Alfonso debió ser 42 años después, esto es en 1189, cuando ya Gregorio VIII había muerto, pues solo disfrutó la tiara 58 días en el año de 1187 (Illescas, His. Pontif. lib. V, cap. 29). Por otra parte consta que el rey Ricardo llegó con su expedición al puerto de Acre el 8 de junio de 1191 (Maimbourg, Hist. des crois. lib. VI), y que su yerno Don Alonso no pudo acompañarle, pues desde los años anteriores hasta el de 1193 en que celebró las famosas Cortes en Carrión hay muchos privilegios dados en varias ciudades de España que refiere Mondejar con su notoria exactitud (Hist. de Don Alonso VIII, cap. 59 y sig.) Tampoco pudo ir antes ni después de esta época; y por lo mismo no hacen mención de este viaje ni la Crónica general de España escrita por Don Alonso el Sabio, ni el Sumario de los reyes de España que escribió el despensero mayor de la reina Doña Leonor mujer de Don Juan I. La incertidumbre con que según Lope de Vega hablaron algunos escritores de esta expedición prueba también su falsedad; pues unos la atribuyen a Don Alonso VI, otros al VIII y algunos al IX; y si bien Lope adopta y sostiene la opinión de que fue el segundo de los tres, receloso sin embargo de las objeciones que pudieran ponerle, concluye diciendo: « Y cuando todo fuera distinto de la verdad, que no debe ningún español creerlo, basta haber dicho Aristóteles: Non poetae esse facta ipsa narrare, sed quemadmodum vel geri quiverint, vel verosimile, vel omnino necessarium fuerit.» Lope, que también adoptaba la fábula de la judía Raquel, pretendía vindicar las glorias de su patria con sostener y publicar las hazañas supuestas de Don Alonso en el Asia; pero se olvidó de que estas apologías caducan cuando en lugar de apoyarse en documentos y testimonios históricos de buena nota se levantan sobre ficciones poéticas que si entretienen y deleitan la imaginación jamás persuaden ni convencen al entendimiento.
108. Mondejar, Mem. de Don Alonso el Sabio, lib. 1, cap. 28.
109. Ferreras, Sinópsis hist. part. IV, año 1210, S. 2.
110. Mem. para la vida de San Fern. part. I, cap. 33.
111. Ortiz de Zúñiga, Anal. de Sevilla, lib. 1, año 1247, S. 2.
112. Ortiz de Zúñiga, Anal, de Sev. lib. I, año 1247, SS. 1 y 5, y año 1251, S. 6. Mems. para la vida de San Fern. part. 1, caps. 59, 62, 69 y 82.
113. Ortiz de Zúñiga, Anal. lib. I, año 1250, S. 2 y lib. II, año de 1253, SS. 22 y 24.
114. Part. IV, fol. 425 v. de la edic. de Valladolid 1604.
115. Cap. 73, fol. 37 v. edic. de Sevilla año 1516.
116. Conócese por todos los diplomas que se han conservado cuanto fue el empeño de nuestros reyes por el engrandecimiento de Sevilla después de conquistada. «Por el gran sabor que tenemos que la noble ciudad de Sevilla se pueble bien y sea más rica y más abundada», eran las expresiones con que Don Alonso el Sabio y su hijo Don Sancho el Bravo concedían los privilegios para que la poblasen los mercaderes o comerciantes extranjeros. Ya desde los principios estableció el santo rey entre la partición de barrios el de Francos, llamado así por sus franquicias no por su habitación de franceses, y el de genoveses, hoy calle de Génova, con grandes privilegios y exenciones, a cuya fama acudieron a la población muchos extranjeros y naturales de otras provincias de España, de quienes se conservan los barrios con el nombre de calles de placentines, gallegos, catalanes, vizcaínos, de Bayona y otros, y muchas mantienen los nombres de los oficios o tratos que ejercían, en prueba de la industria y de la actividad del comercio de Sevilla desde el tiempo mismo de su conquista. (Ortiz de Zúñiga, Anal. de Sev, lib. II, año 1252, núms. 21 y 22). Don Alonso X concedió a los catalanes en 11 de octubre de 1281 y en 20 de abril del siguiente las franquicias y exenciones que San Femando su padre había concedido a los genoveses, dándoles entre otras barrio y alhóndiga en la ciudad; pero no lo verificaron entonces respecto a que Don Sancho IV les repitió esta gracia mandando en 25 de Agosto de 1284 que hiciesen su barrio nacional, dándoles a este fin libres de todo derecho y con todas sus pertenencias las casas que fueron de Pedro Bonifaz con todas sus tiendas que son en cabo de la rua de Francos, y tienen hasta la plazuela de Santa María, do venden la fruta; y que allí pudiesen establecer lonja y horno, y vender y comprar paños por mayor y por menor como lo hacían los genoveses: que las quejas contra los catalanes se demandasen ante su cónsul; y que no fuesen prendados por deudas salvo si eran deudores principales o fiadores. En 14 de Febrero de 1282 declaró el rey Don Alonso que todas las franquicias que dio a los genoveses las gozasen también los mercaderes catalanes que llevasen por tierra a Sevilla sus mercaderías habiendo pagado ya en los puertos los derechos establecidos. Y en 15 de noviembre del mismo año concedió a los catalanes y demás vasallos del rey de Aragón y de Mallorca que trajesen a Sevilla y otros lugares de sus reinos pan, trigo, cebada y otros granos, vendiéndolos salvos y seguros, y pudiendo sacar su importe en géneros no prohibidos; todo con exención de derechos por tres años. Estos privilegios los confirmó D. Sancho IV en el 1284. Véase la colec. diplom. de Capmany en el tom. II de sus Mem. de Barc. núms.XX, XXII, XXIII, XXIV y XXV.
117. Capmany, Mem. de Bar. tom. I, part. 2, lib. I, cap. 6, y cap. 2, nota 11, pág. 44.
118. Mondejar, Mems. de Don Alfonso el Sabio, lib. II, caps. 8 y 20.
119. Ortiz de Zúñiga, Anal. lib. II, año 1252,S.37 y 38. Mondejar, en los mismos capítulos.
120. Mondejar, lib. II, cap. 20, S. 6.
121. Ortiz de Zúñiga, Anal. lib. II, año 1260, S. 5, y año 1274, S. 2. Mondejar, lib. II, cap. 37. Ferreras, Sinópsis hist. part. VI, año 1250, S. 2.
122. Ortiz de Zúñiga, Anal. lib. II, año 1260, S. 5.
123. Esta disertación escrita por el Señor Don Juan Pérez Villamil, y leída por él en la Academia el 23 de abril de 1803, se conserva ms. en su Biblioteca.
124. Mondejar, lib. II, cap. 5.
125. Escolano, Hist. de Valencia, lib. III, cap. 21 y 22. Mut, Hist. de Mallorca, lib. II, cap. 2 y sig. Nicol. Ant. Bibliot. vetus, lib. IX, cap.3.
126. El objeto de las Cruzadas tan religioso como militar dio un carácter sublime a la caballería propio para elevar y ennoblecer las almas. No era el interés privado ni mira alguna temporal sino la exaltación de la fe y de la iglesia, y la gloria de Jesucristo lo que inflamaba el ánimo y la imaginación de todos estos guerreros cristianos para combatir en el Asia contra los infieles. Esta noble elevación, este desprendimiento generoso distinguirá siempre lo grande y maravilloso de lo vulgar y común en las acciones de los hombres, y será el carácter propio de la caballería de estos siglos. El respeto y temor a las cosas divinas templaba y moderaba la ferocidad y rudeza de estos guerreros; y del mismo principio nacieron las máximas bienhechoras y admirables a cuya práctica se dedicaron. La ofensa hecha al débil, al desarmado e indefenso se miró como un crimen: protegerlo, ampararlo, defenderlo de esas violencias fue uno de los deberes esenciales de los caballeros; y esta fuerza que se levantó en el seno mismo de la anarquía, era la única que pudo subsistir entonces cuando ninguna policía ni magistratura velaba en Europa sobre la seguridad pública de los pueblos. He aquí el origen de la caballería andante, que degenerada con la sucesión del tiempo negó a ser tan perjudicial como la lectura de sus historias. Nuestro culto historiador Fray José de Siguenza refiriendo la peregrinación de San Juan de Ortega (Historia de la orden de San Gerónimo, lib. III, cap. 10, pág. 455), dice a este propósito lo siguiente: «Estaba entonces la Tierra Santa en poder de cristianos, porque Godofre de Bulton la había conquistado pocos años antes, que fue el del Señor de 1099. A esta sazón tenía su hermano Balduino el reino, y comenzaba con harta prosperidad aquella infeliz orden de los templarios con grandes muestras de valor y santidad, teniendo por oficio en aquellas partes los caballeros valerosos de Jesucristo, de acompañar a los peregrinos que iban a visitar los lugares santos, librándolos y defendiéndolos de la gente facinerosa que estorbaban pasos tan santos, poniéndose en los más peligrosos a robarlos y matarlos: obra de gran piedad y de igual dificultad y peligro; donde les sucedían casos extraños, y de donde creo que tuvo fundamento la vanidad de muchos escritores ociosos de España de hacer libros de caballerías, tan fabulosos y de tan monstruosa invención y tan sin arte como sus ingenios, recibidos de otros tales con no poco daño y pérdida de tiempo y de la virtud.» Este daño fue el que quiso y logró curar Cervantes con su inmortal fábula del Quijote.
127. Robertson, Introducción a la historia de Carlos V, tomo II, nota 29.
128. Mallet, De la ligue hanseatique,cap. II, pág. 19. Jauna His. gen de Jerusalen, lib. VII, cap. 2 art. 1. Este autor difiere de Maimbourg (Hist. des crois. lib. III) en cuanto al origen de los teutónicos. Dice Jauna, historiador alemán que residió muchos años en Levante y escribió su historia con presencia de los documentos y memorias que conservan aquellas naciones, que la orden teutónica tuvo su principio y formación en el sitio de Tolemaida que duró tres años, rindiéndose al fin esta plaza por capitulación y entrando en ella los cristianos el día 12 de junio de 1191. Perecieron en este sitio más hombres que hubieran sido menestar para conquistar todo el Oriente. Entre ellos se contó un número inmenso de soldados alemanes, franceses, ingleses, dinamarqueses, frisios y levantinos, y muchos grandes señores y nobles distinguidos de todas las naciones, que fueron víctimas de la peste y otras enfermedades, o de las heridas que recibieron en los combates. Tan lastimosa situación excitó la caridad de algunos capitanes de los navíos de las ciudades hanseáticas de Lubek y de Brema, los cuales condolidos de la miseria en que se veían tantos pobres soldados, que por falta de asistencia casi nunca curaban de sus heridas o enfermedades, hicieron con las velas de sus buques unas barracas o tiendas de campaña donde recibían generosamente a estos desvalidos enfermos, cuidando no solo de servirlos y alimentarlos sino también de hacerlos curar a sus expensas.
El alivio que recibió todo el ejército y especialmente los alemanes, de la piedad generosa de estas gentes caritativas, empeñó a varios prelados y señores de su nación a contribuir con liberalidad a una obra tan cristiana. A su ejemplo los personajes más ilustres de las demás naciones, no solo sostuvieron con dádivas considerables tan útil establecimiento, sino que unidos con los que le habían comenzado se aplicaron de mancomun a servir y consolar a los enfermos. Así fue propagándose este fervor y espíritu de caridad hasta formar una compañía numerosa, que hallando apoyo y protección en todos los príncipes y señores alemanes que se hallaron en este famoso sitio, fue el cimiento y la cuna de esta orden tan célebre y distinguida que la principal nobleza de Alemania se honra de entrar en ella y de condecorarse con sus insignias.
El instituto de estos caballeros fue siempre semejante al de los hospitalarios de San Juan. Como ellos ejercían la hospitalidad, hacían la guerra a los infieles y se elegían un superior con el título de maestre, Solo se diferenciaban en el hábito; pues los teutónicos le llevaban blanco con una cruz negra, y los hospitalarios le usaban negro con la cruz blanca.
129. Lediard, Historia naval de Inglaterra, lib. 1, cap. 2 y 3.
130. Sueyro, Anales de Flandes, lib. V, años 1095 y 1096, tom. 1, pág. 127.
131. Lib. 1, cap. 30.
132. Estas palabras las cita Fleuri como tomadas de la epístola 224 de San Bernardo; pero es yerro conocido, pues no se hallan en ninguna de las cartas del santo al papa Eugenio, y así creemos que sean de Othon de Fresinga. Véase a Villefore en la vida del santo, pág. 412.
133. Maimbourg, Hist. des croisades, lib. VIII, tom. 3, pág. 176, Jauna, Hist. gen. de Chipre, Jerusalen etc. lib. VIII, cap. 8.
134. Heeren, Essai sur l´influence des croisades, part. III, págs. 406 y sigs.
135. Nicet. crón. ap. Bisant script. vol. 3, pág. 302 etc. Harris, Hist. de la edad media, cap. V.
136. Philelpho, Epist. de graecis ilustribus, lib. 1 AEneas Silv. Epist., págs. 704 y 705, edit. Basil. 1551.
137. Esta sorpresa, esta admiración con que vieron los cruzados los magníficos edificios y los ilustres monumentos de las artes en la Grecia, en Constantinopla, en la Siria, la Palestina, la Persia, el Egipto y demás países de oriente que visitaron con motivo de las guerras sagradas, debió excitar su curiosidad y conducirlos naturalmente a la imitación, introduciendo de esta manera en Europa el modo de edificar llamado gótico o tudesco, que con mayor propiedad pudiera llamarse oriental, cuya duración entre nosotros puede fijarse desde principios del siglo XIII hasta fines del XV. Así procuró demostrarlo con juiciosas reflexiones y exquisita erudición nuestro difunto académico el Señor Don Gaspar Melchor de Jovellanos, en sus notas al elogio de Don Juan Ventura Rodríguez. A vista de las muchas tropas que pasaron de estos reinos a la Tierra Santa, especialmente con el ejército del conde de Tolosa y con el infante de Navarra don Ramiro, de los muchos personajes españoles que visitaron entonces el Oriente, y de la comunicación que establecieron con las repúblicas de Italia y demás naciones que reunía en Asia un mismo espíritu e interés, no puede quedar duda de que por su medio, vino a España aquel gusto arquitectónico que desde fines del siglo XII había llegado a hacerse rico, atrevido y elegante, de sencillo, tímido y pesado que antes era: aquel gusto que caracteriza nuestras catedrales de León, de Burgos y de Toledo las más bellas y antiguas de todas, edificadas también en el siglo XIII y la de Barcelona principiada en 1298 sólida, magnífica y elegante (Jovell. nota X, pág. 105 y sig. Capm, mem. de Barc. tom. 3, P. 3, c. 3); y como aparecieron ya en su mayor pompa y perfección, y tal vez levantadas por arquitectos españoles como nos consta de la de Toledo, podemos inferir o que estos vinieron ya del oriente bien instruidos en su profesión, o que precedieron en todo el siglo XII otros edificios de menor consideración que sobre el orden y gusto antiguo de edificar, empezaron a participar del moderno que traían los cruzados del Asia, especialmente en la parte de los adornos y accesorios que más le distinguían. Los franceses indican este gran carácter en los edificios que salieron de mano de Montreuil, arquitecto que siguió a San Luis a la Tierra Santa. Sabemos que San Juan de Ortega antes de ir a Jerusalén había ayudado a construir algunos puentes y otros edificios a Santo Domingo de la Calzada, y que a su regreso no solo hizo sólidos caminos sobre pantanos que antes impedían el paso de los caminantes y levantó puentes sobre el Ebro y el Najerilla, sino que fabricó en montes de Oca una ermita con su habitación y hospedería para recoger los peregrinos que se dirigían a Santiago de Galicia (Siguenza, Hist. de San Gerón. lib. 3, cap. 10. Texada, Abraham de la Rioja, lib. II, cap. 1, S. 4). La pequeña iglesia de la Piscina, de que hemos hablado anteriormente, edificada el año de 1136 por encargo del infante Don Ramiro después de su viaje a Palestina, conserva a nuestro parecer vestigios de este gusto que comenzaba a introducirse, y se advierte más en los adornos de puertas y ventanas y en las metopas de piedra llenas alternativamente de niños, animales y otros caprichos de puro ornato, que ciertamente distan mucho del gusto arabesco que había precedido (Jovellanos, nota XI, pág. 151). En este y otros puntos concernientes a la historia de nuestra arquitectura debemos esperar cumplida ilustración de los conocimientos y laboriosidad con que nuestro académico Don Juan Ceán Bermudez se ha esmerado en corregir y aumentar considerablemente las noticias de los arquitectos y arquitectura de España, que había trabajado el señor Don Eugenio Llaguno y le dejó al tiempo de su fallecimiento.
138. Robertson, Introducción a la hist. de Carlos V, sección I, pág. 40: Capmany Mem. de Barc. tom. I, parte 2, lib. 14. Muratori, Antiquit. Italiae, tom. II, disertación XXX.
139. Capmany, Mem. de Barc. colecc. diplom. tom. 4, núm. 1, y en la colecc. de Sans, art. 13, núm, 1.
140. Diago, Hist. de los condes de Barcelona, lib. II, cap. 149 y 151. Risco, Esp. sagr. trat. 68, cap. II. (tom. 42, pág. 110).
141. Crónica latina de Don Alonso VII, en la Esp. sagr. tom. 21, pág. 398. Sandoval, Hist. de Don Alonso VII, pág. 262, de la edic. de 1792. Diago y Risco en los lugares citados.
142. Diago, Historia de los condes de Barcelona, libro II, capítulos 151 hasta 163. Risco, España sagrada, tratado 78, capítulos 11 y 12 (tom. 42, pág. 108 y sig.).
143. El Señor Capmany refiere estos tratos con alguna variedad, tomandolos de Cafaro, Ann. genon. ap. Muratori, tom. VI, pág. 319 (Mem. de Barc. tom. I, parte 2. cap. 1, pág. 25).
144. Vita Sancti Ollegarii, número 5, en la Esp. Sagr. tom. 29, apéndice XXI, pág. 472.
145. Capmany Mem. de Barc. tom. I. parte 2, lib. I, pág. 19.
146. Bergeron, Recueil des voyages; tom. II, Itinerarium Benjaminis de Tudela.
147. Capmany, Mem. de Barc. tom. I, part. 2, cap. I, pág. 29.
148. Para comprobar la cronología de los sucesos que referimos de las Baleares e ilustrar con otros nuevos su historia, nos ha parecido conveniente publicar en este lugar los apuntamientos que nos ha franqueado nuestro académico y anticuario Don José Antonio Conde sacados de los historiadores árabes que ha reconocido y extractado para escribir la historia de España durante el largo tiempo que estuvo dominada de aquellas gentes.
El año 321 de la Hégira (932 de J. C.) salió con expedición para África de orden del rey de Córdoba Abderraman III el gobernador de Mallorca Giafar ben Otman, y se apoderó de Fez echando de la ciudad al usurpador y rebelde Muza ben Alafia (Abdel Halim). Fue Giafar hijo de Otman Mustafá Abulcasem ben Casila, sevillano: tuvo mucho valimiento con Abderraman y se distinguió como excelente capitán y gobernador de las Baleares. Después en tiempo de Alhakem hijo de aquel rey fue capitán de su guardia y su secretario, y en este empleo murió (Alabar valenciano).
El año 406 (1015 de J.C.) Mugehid ben Abdala Alameri, conocido por Abul Geix Almufek, que era gobernador de Denia, viendo muy revueltas las cosas de España, dispuso una buena flota y con gentes que tomó a su sueldo pasó a las islas de Yebisat o Mayoricas y se apoderó de ellas y las fortificó, y al año siguiente pasó a la isla grande de los cristianos llamada Sardenia, y por fuerza de armas se apoderó de sus fortalezas; pero obligado de las instancias de los suyos y por el mal clima la abandonó, y con muchas riquezas de ganados y cautivos se embarcó y en una fuerte tempestad las perdió, y con las reliquias de su flota tomó a Mallorca y fue señor de ella y de Denia, y le sucedió en el estado su hijo. Murió Mugeid en Denia en el año 436, 1044 de J.C. (Alcodai valenciano).
Acabada la dinastía de los Omeyas de Córdoba, Abdelaziz Abul Hasan de los Alameríes, descendientes del célebre Almanzor, que tenía el gobierno de Valencia se apoderó de Denia y de las islas de Mallorca (Abulfeda, año 422 de la H. 1030 de J.C.).
Los cristianos conquistaron la isla de Mallorca y mataron a su rey y cautivaron sus mujeres y un hijo, año de 501 que es el de 1107 de J.C (Abu Dinar).
El año de 509 (1115 de J.C.) los genoveses, auxiliares de los cristianos en la conquista de Mallorca, como hubiesen quedado en ella para mantenerla la vendieron a los musulmanes (Alabar).
En el año 538 (1145 de J. C.) cuando la insurrección contra los almorávides se apoderó de Mallorca. Aben Ayad y de las otras islas, hasta el año 540 en que ya dueño de ellas vino a España con naves y gente y se apoderó del reino de Murcia, y murió al fin peleando con los cristianos cerca de Uclés el día 22 de Rabie primera año 542 (correspondiente al 19 de agosto del 1147 de J.C.). Había puesto en Valencia a Giafar que murió en la batalla y le sucedió su primo Abdala Muhamad ben Hamdani que se cansó de la guerra civil y se retiró con muchas riquezas a Marruecos año 574 (1178 de J.C.). Le sucedió en Valencia Muhamad ben Saad y en Murcia Abul Hasan ben Oveid (Alabar).
Abdelmumen, rey de los almohades, venció a los almorávides en África y murió su rey Ishak: muchos de estos almorávides se retiraron a los desiertos y algunos quedaron dueños de las islas de Mallorca año 541 (1146 de J.C.) (Abdel Halim el granadino en el Cartás).
En el año 552 (1157 de J. C.) los almohades echaron de toda España a los almorávides y solo les quedó el señorío de Mallorca (Abu Dinar y Guacir).
Muhamad Aben Saad fue dueño de la parte oriental de España hasta que murió año 569 (1173 de J.C.). Ishak llamado Ben Umeya fue hijo de Aben Saad y se estableció en Mallorca y le sucedieron allí sus hijos hasta que los despojó de sus estados el rey de los almohades año 601 que es 1204 de J.C. (Alchatib).
Aly Ben Ishak de la familia de los almorávides quedó en posesión de Mallorca cuando los almohades los echaron de sus estados en África y en España, y como entendiese este rey Ishak que Abu Jacob rey de los almohades había muerto, juntó gran flota y mucha gente y pasó contra Bugia y se apoderó de ella y echó de ella a Zuleyman Ben Abdala Ben Abdelmumen y sus almohades, y mandó hacer oración en sus mezquitas por el Califa de Bagdad Nasrodin. El rey Abu Jucef cuando tuvo esta nueva fue sobre Bugia y cercó a los almorávides y los venció en batalla y los echó de Cahes y Cafsa de que estaban apoderados: esto en el año 580, 1184 de J.C. (Nuveiri y Abul Mahasin).
En el año 580 (1184 de J.C.) murió Ishak ben Umeya rey que se decía de Mallorca. Dejó cuatro hijos, Aly, Yahye, Muhamad Aben Lub, y Abdala que continuaron la guerra contra los almohades: Aly en África; Abdala en Mallorca y Aben Lub en Valencia y Murcia (Guacir y Abu Dinar).
Muhamad Anasir rey de los almohades venció año 598 (1201 de J.C.) en África a Yahye ben Ishak y después (debió ser en el año de 600 o 601) pasó a Mallorca, donde reinaba un hermano de Yahye llamado Abdala, y entró el país a sangre y fuego y venció en batalla al rey Abdala, y le prendió y cortó la cabeza, que envió a Marruecos, y mandó colgar el cuerpo de los muros de Mallorca. Asimismo se entregaron, por avenencia Ibiza y Menorca que eran de Abdala, y entonces Muhamad tornó a Argel (Guacir y Abu Dinar).
Muhamad Anasir rey de los almohades en el día 15 de Giumada segunda del año 601, correspondiente al 6 de marzo de 1204 de J.C., venció al rey de las islas de Mallorca después que había sojuzgado los estados de África (Alchatib, granadino). Este rey de los almohades fue el que perdió la batalla de las Navas de Tolosa ocho años después.
En día martes 14 de la luna Safar fue conquistada Mallorca por los cristianos: esto año 627, correspondiente al 1 de enero de 1230 de J.C. (Alabar y Abu Dinar). Según Luis del Mármol (Descripc. gen. de Africa, lib. II, cap. 38) cuando el rey Don Jaime conquistó aquella isla era señor de ella el jeque Abul Habib, quien fue preso; y los moros viendo perdida la ciudad se fortificaron en las montañas e hicieron caudillo a Xoaib, pero viendo que no les venía socorro de Berbería se rindieron a merced del rey.
Saib ben Alhaken Abu Otman Coraisi, de Tavira de Algarve en España, en el día 15 de Safar año 627, correspondiente al 2 de enero de 1230 de J.C. pasó a Mallorca donde fue perfecto tributario de los cristianos hasta el año 631 (1233 J.C. Alabar).
149. Zurita, Anal. lib. I, cap. 40, y lib. III, cap. 10. Dameto, Hist. de las Baleares, lib. I, tit. 4, S. 5 y 6.
150. Palabras del razonamiento que hizo el rey a los aragoneses en 1227 y refiere Gómez Miedes lib. XVI, cap. 11, pág. 364 de la trad. castellana.
151. Esta diferencia suele provenir en los escritores aragoneses del modo con que antiguamente databan en aquel reino los privilegios e instrumentos públicos: siendo cierto que desde el año de 1180 en que falleció Luis VII rey de Francia hasta el de 1356 en que el rey Don Pedro IV celebró las famosas Cortes de Perpiñan, el cómputo de los años se hizo en los dominios de Aragón con referencia al de la Encarnación del Señor; y por consiguiente el primer día del año era entonces el 25 de marzo, y el último el 24 del mismo mes. Nuestro académico Don Juan Sans de Barutell ha dado a esta curiosa investigación toda la luz necesaria reuniendo las autoridades y documentos que la apoyan y comprueban.
152. Crón. del rey Don Jayme escrita por el mismo, cap. 53, fol. 20, v. Tomic, Conq. e Hist. dels reys de Aragó, cap. 38. Zurita, Anal. lib. III, cap. 4 y sigs. Dameto, Hist. de las Baleares, lib. II, tit. 1, S. 12.
153. Biblioteca de los PP. dominicos de Barcelona, tom. 6, ms. intitulado Serra de Cataluña, y copia en la colec. de Sans, art. 2, núm. 6. Zurita, Anal. lib. III, cap. 14, Dameto, lib. II, tit. 2, S. 8.
154. Carbonell dice (Crón. d'España, fol. 83) que el armamento salió de Portfangos; pero Nicolao Specialis (lib. rer. sicul. tom. 10, pág. 950), supone que la conquista se hizo siendo aún infante Don Alonso, y que la expedición salió de Rozas. Esto opinó también Capmany y parece más verosímil (Mem. sobre la mar. de Barc.) tom. I, pág. 135, nota núm. 26).
155. Carbonell, Crón. d'Espagne, fol. 83. Zurita An. lib. IV, cap. 88. Dameto, lib. III, tit. 2, S. 4. Capmany, Mem. de la mar. de Barcel. tom. I, cap. 3, pág. 135.
156. Biblioteca de los padres dominicos de Barcelona, tomo 12, intitulado Serra de Cataluña; y copia en la colección de Sans, artículo 2, número 5. Zurita, An. lib. III, cap. 20, Dameto lib. II, tit. 2, S. 9. Maríana, Hist, de Esp. lib. XII, cap. 16.
157. Capmany, Mem. de Barc. colecc. diplom. tom. II, núm. 4, pág. 11.
158. Capmany, Mem. de Barc. tomo 1, parte 2, lib. 1, cap. 2.
159. Capmany, Mem. de Barc. tom. 1, parte 2, lib. 1. caps. 2 y sig.
160. Risco, Esp. sag. tom. 37, trat. 73, caps. 23, 24 y 25. Morales, Crón. gen. de Esp. lib. XVI, cap. 34. Florez, Esp. sag. tom. 19, trat. 59, cap. 6; y tom. 22, trat. 61, cap. 5.
161. Hist. Compostelana, lib. I, cap. 103, caps. 21 y 76 en el tomo 20 de la Esp. sagrada.
162. Diccion. geog. hist. de Esp. por la real Acad. de la Hist. secc. 1, tom. I, art. Guipúzcoa; y tom. II, art. San Sebastian: cuyo fuero se publicó en los apéndices pág. 541 del tomo II. Reimprimiole Don Juan Antonio Llorente en la pág. 244 del tomo IV de sus Noticias históricas de las provincias vascongadas, señalándole por carecer de fecha el original, la del año de 1180 con sólidos fundamentos.
163. En la misma obra tom. IV, pág. 305 se publicó también el fuero de Santander.
164. Laurentii Veronensis Diaconi carmen rerum in Majorica Pisanorum, anno 1115, apud Muratori Scrip. rer. Ital. tom. VI, pág. 112. Capmany copia algunos trozos de este poema en el apéndice de notas núm. XIV del tom. 11 de las Mem. de la ant. mar. de Barcelona.
165. Lediard, Hist, nav. de Inglat. lib. 1, cap. 3, tom. I, pág. 17.
166. Mallet, de la Ligue Hanseatique, cap. 2, pág. 21.
167. Mallet, en el mismo lugar, pág. 22.
168. Mallet en el mismo lugar, pag. 24.
169. Mallet, en el mismo lugar, pág. 25.
170. Robertson, Recherches hist, sur l Inde, tom. 1, pág. 179. El mismo, Introd. la Hist. de Carlos V, nota 29.
171. Moret, Anal. de Nav. lib. XXI, cap. V, S. 6, núm. 18; y lib. XXII, cap. I, S. 2, núm, 5. Dicc. hist. geog. de las Prov. Vascong. art. Guipúzcoa, tom. 1, pág. 332 y sig.
172. Dicc. hist. geog. en el mismo lugar, y en el art. San Sebastian, tom. II, pág. 320. Capmany, Mem. de la mar. y com. de Barc. tom. I, parte 2, cap. 10.
173. El P. Daniel, Hist. de la Milic. franc., lib. XIV, cap. 4, tom II, pág. 627, 636, 643 y sig.
174. Dicc. geog. hist. de la Acad. tom. I, art. Guipúzcoa, p. 345.
175. Rymer, Faed. et Acta publ. Angliae, tom. II, P. IV, p. 72. Capmany, Colecc. Dipl. tom. II, núm. 64, p. 110.
176. Rymer, Faed. et Act, publ. Angliae, de donde la copió el Señor Llaguno en las adiciones a la notas de la crón. del rey Don Pedro; Adic. V. pág. 583.
177. Rymer y Llaguno, en los mismos lugares.
178. Llaguno, en el mismo lugar.
179. Capmany insertó esta real cédula entre otros apreciables documentos de jurisprudencia marítima en el Apénd. a las Costumb. marit. del lib. del Consulado, p. 153.
180. Nuestro académico Don José de Vargas y Ponce sacó de los archivos de Guipúzcoa la copia que hemos visto de esta real provisión de 1495.
181. Dicc. geogr. hist. de la Acad. tom. I, art. Guipúzcoa, y tom. II, art. S. Sebastián.
182. Capmany, Colec. diplom. tom. II, núm. 105, p. 170.
183. Capmany, Colec. diplom. tom. IV, núm. 120, p. 230
184. Capmany, Mem. de Barc. tom. III, part. 2, cap. 6.
185. Mallet, De la Ligue Hanseatique, cap. 12, p. 300.
186. Capmany, Mem. de Barc. tom. I, part. 2, lib. 1, cap. 10, p. 126 y 129; y en la colec. diplom. tom. II, núm. 258, p. 376.
187. Capmany, en el mismo lugar, caps. 10 y 11; y tom. III, part. 2, cap. 4. en la colecc. diplom. tom. II, núm. 54, 69 y 144; y tom. IV, núm. 87 y 88.
188. Capmany, tom. I y III, en los caps. citados; y en la colec. diplom. tom. II, núm. 120, p. 201, y núm. 172, p. 265.
189. Id. y en la colec. diplom. tom. II, núm. 154, p. 241, y núms. 277, pág. 427.
190. Capmany, tom. I, part. 2, lib. 1, cap. II, p. 141.
191. Rymer, tom. III, part. I, p. 87; Capmany, tom. II, núm. 80. p. 132.
192. Capmany, tom. I, parte 2, lib. 1, cap. XI, p. 143.
193. Moret, Anal. de Nav., lib. XXII, cap. 7, S. 5, núm. 20.
194. Ars generalis última, obra que empezó en 1305 y acabó en 1308, part. X, cap. 14, art. 96 de Navigatione.
195. Nicol. Ant. Bib. vet. tom. II, pág. 122 y sig. Pascual, Descubrimiento de la aguja náutica, pág. 5, y S. 1, 3 y 4. Fr. Bart. Fornes, Lib. apolog. contra Feijóo, dist. 3, cap. 6.
196. P. Daniel, Hist. de la Milic. franc. tom. II, pág. 639.
197. Capmany, Mem. de Barc. tom. I, part. I, cap. 2, p. 34; y tom. III, cap. 5, p. 80.
198. Partida 2, tit. 24, ley 7, edición de la Acad. El obispo de Burgos Don Alonso de Cartagena copió estas leyes de la partida en el tit. 8 de su Doctrinal de los Caballeros imp. en Burgos por maestre Fadrique alemán año de 1487.
199. Hist. gen. de la Marina, tom. III. De l'Arquitecture navale ancienne et moderne, part. II, pág. 242.
200. Capmany, Mem de Barc. tom. I, part. I, lib. I, cap. 3, pág. 48.
201. Azuni, Dissertation sur l'origine de la Boussole, Pág. 105
202. Heeren, Essai sur l'influence des croissades, part. II, sect. 2, art. I, núm. 3. Capmany, Cost. marit. Disc. prel. p. XII y sig. y en las Mem. de Barc. tom. 1, part. 2, lib. 2, cap. 2.
203. Azuni, Syst. univ. de princip. du droit marit. de l'Europe, tom. I, part. I. cap. 3, art. 8, S. 44 y sig. Capmany, en los mismos lugares.
204. Grocio, De jure belli ac pacis, lib. 3, cap. 1, S. 5, in allegat. Núm. 6. Marquard, de jure mercatorum, cap. 5, núm. 39. Targa, Ponderazioni maritime ch. 96. Casarégis, Nuova spiegazione del Consulato del mare, imp. en Venecia año 170.
205. Marin, Storia civile e politica del commerzio de Veneziani, tom. IV, p. 66 y sig.
206. Azuni, part. 1, cap. 3, art. X. Capmany, Cost. mar. Disc. prel. p. XXIL Esteban Cleirac, Us et cotumes de la mer, p. 2 de la introducción.
207. Capmany, Cost. marit. tom. 2, apén. p. 32.
208. Heeren, en el lugar citado.
209. Capmany siguiendo la opinión general aseguró en su discurso preliminar al Código de las Costumbres marítimas (S. IV, p. XXXV) que el libro llamado del consulado fue impreso la primera vez en su original catalán en Barcelona, a 14 de Agosto del año 1502 de orden de los cónsules del mar, corregido y coordinado por Francisco Çelelles, y que esta edición sirvió de texto para todas las traducciones que se hicieron en varias lenguas durante el siglo XVI; pero al concluirse la impresión del citado discurso preliminar llegó casualmente a manos de su autor otro ejemplar del consulado mucho más antiguo que según conjetura con mucho fundamento es de impresión anterior al año 1484 (Suplem. p. LXVII). En la Biblioteca náutica de Pinelo añadida por el Señor Barcia se citan otras ediciones del original catalán anteriores a la de 1502: una en folio del año 1494, y otra hecha en Barcelona en cuarto el año de 1498, cuya noticia no tuvo el Señor Capmany. Ignoramos que en Italia haya ediciones más antiguas, pues aún las de sus traducciones son muy posteriores.
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