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Las pautas morales.
La libertad no es ningún valor ético, sino una condición necesaria para la responsabilidad del hombre, y, en consecuencia, una aspiración humana legítima puesto que nuestros actos adquieren su auténtica dimensión si se desarrollan en libertad.
En un extracto que hace "The
Times" de la biografía de John Gielgud (el actor que
interpretaba a Casio en "Julio César" de Joseph L.
Mankiewicz, y el protagonista de "Agente secreto" de
Alfred Hitchcock, entre otros filmes, aparte su labor teatral,
que es donde más destacó) se refiere el autor, Sheridan Morley,
al año 1953 como trágico para la vida del actor a causa de un
incidente que no pudo olvidar en toda su vida: fué detenido por
abordar en un urinario público a un joven con propósitos de
sodomía. Esto ocurrió en el mes de Octubre, y unos meses antes
la Reina le había concedido el título de "Sir".
Además, ese mismo año había tenido buenos éxitos en su
carrera de actor, por ejemplo en su interpretación citada en
"Julio César", y estaba ganando bastante dinero. En
esa situación favorable para su vida artística y sus finanzas,
el incidente supuso un auténtico hachazo.
El juez, que en ningún momento dió señales de haber oído
hablar de él, se contentó con aplicarle una multa de diez
libras y dirigirle una admonición: "Vea a un doctor tan
pronto como salga de aquí y pídale consejo. Si se lo da,
sígalo, pues su conducta es peligrosa para otros hombres, sobre
todo para los jóvenes, y esto está resultando una plaga en esta
vecindad".
La mala suerte de Gielgud fué que un periodista presenció el
juicio, y en los días siguientes su caso apareció en toda la
Prensa.
El biógrafo presenta este desgraciado asunto como algo propio de
aquellos años previos a la revolución social de los sesenta, y
comenta que difícilmente la gente de hoy puede imaginarse lo que
eran tales años. Y celebra que aquel tiempo pasó ya.
El señor Morley puede pensar lo que quiera, pero uno puede
legítimamente especular sobre el valor real de sus opiniones y
otras semejantes. Es decir, si estamos conformes en que vivimos
en una época de decadencia, de transición quizás, ¿cómo
debemos justipreciar los juicios surgidos de este ambiente?
¿según las pautas existentes ahora? Pero ¿podemos utilizar
pautas que, por surgir de una sociedad deteriorada, han de ser
igualmente deterioradas?
Que vivimos en época de colapso de los valores cristianos es una
evidencia, por lo que no es necesario pararse a demostrarlo. Y
que esta circunstancia supone que esta época es decadente desde
ese punto de vista respecto de tiempos pasados, lo admitirán
hasta los progresistas. Lo que estos argüirán es que la
desaparición de los valores cristianos supone, en otro sentido,
un avance y un logro; que ha decaído un determinado código de
costumbres, pero han florecido la libertad y la tolerancia; y
que, en realidad, ha subsistido lo que de mejor había en el
cristianismo.
Sobre la libertad hay que decir que no es ningún valor ético,
sino una condición necesaria para la responsabilidad del hombre,
y, en consecuencia, una aspiración humana legítima puesto que
nuestros actos adquieren su auténtica dimensión si se
desarrollan en libertad. Pero la naturaleza de nuestros actos en
libertad resulta muy diversa, desde la ayuda a los necesitados
hasta la comisión de crímenes, por lo que la necesidad de una
pauta de conducta ética resulta bastante clara. Respecto de la
tolerancia: se trata de un valor engañoso, puesto que no es
posible ser tolerante con el crimen, los abusos y el vicio. No
tiene ningún sentido la tolerancia indiscriminada, que supone
licencia y disolución. En cuanto a la pervivencia de lo mejor
del cristianismo: se percibe que lo que se llama cristianismo hoy
es el resultado de un vaciado doctrinal, efectuado por
eclesiásticos expertos en mercadotecnia, con el resultado de la
supresión de todo lo que pudiera resultarnos desagradable,
según la opinión de estos expertos, como pueden ser el pecado,
el castigo y las penas. Y los progresistas, aún los que son
ateos o agnósticos, se apuntan, naturalmente, a este
cristianismo blando y desnaturalizado que sólo habla de amor e
invita a la relajación.
La opinión de los progresistas no puede ser tomada en
consideración, porque obedece a pautas que surgen del ocaso de
una civilización, y no de su robustez y afirmamiento. En efecto,
si queremos, por ejemplo, comprender el espíritu de la
civilización romana, aquello que la hizo superior a cualquier
otra de las precedentes, deberemos trasladarnos a los tiempos de
la República o estudiar a aquellas figuras posteriores que aún
conservaban el vigor, la austeridad y la elevación de los
tiempos republicanos. Y, sin duda, el criterio de estas personas
será mucho más valioso y acertado que el que pudieran tener los
descaecidos hijos del Imperio. ¿Acaso no tienen mayor validez
las ideas de Marco Aurelio, concordantes con los valores de la
República, que las del degenerado Cómodo, producto relevante de
la corrupción de costumbres de la época imperial? ¿Qué duda
puede caber de que el único criterio válido, imperecedero, es
el que nace de aquellas ideas filosóficas y religiosas que hayan
sido el fundamento del auge y fortalecimiento de una alta
civilización? Si aplicamos esto, que es de sentido común, al
Occidente cristiano, poco aprecio podremos tener de las ideas
progresistas de la actualidad, que surgen de la revolución
social disolutoria de los años sesenta; uno de los movimientos
más nefastos y estériles de la Historia.
Estéril porque, en principio, se revolvía contra la sociedad
capitalista, con el resultado de que nunca el capitalismo ha sido
más poderoso que en la actualidad, pastoreando a unas sociedades
sin ideales, desnortadas, y, encima, envanecidas de una
pretendida condición de rebeldes por haber derribado la
"moral burguesa". Nunca tuvo el capitalismo más
oportunidades para prácticas salvajes, al no enfrentársele
normas restrictivas de ninguna clase, precisamente por haber sido
disuelta dicha moral. Nunca el capitalismo fué más fuerte. Por
tanto, además de haber sido un movimiento nefasto en lo moral,
ha resultado contraproducente para sus presuntos fines.
Una de las consecuencias de esta disolución del código moral
tradicional es la confusión, el trastocamiento de los términos
que definen política e ideológicamente a las personas. La
calificación de moderado, centrista, izquierdista, conservador,
ultramontano, extrema derecha, etc., no tienen el mismo
significado que hace cuarenta o cincuenta años. Habiéndose
deslizado la sociedad decididamente hacia la izquierda (en el
plano de las costumbres, como compensación de su nula crítica
del capitalismo), cualquiera que no haya seguido ese
deslizamiento y mantenga puntos de vista tradicionales, será
calificado de reaccionario y extremista de derecha. Con razón,
puesto que su ubicación real en la sociedad, al deslizarse ésta
hacia su izquierda, habrá de ser en el extremo de la derecha. El
juez que multó a John Gielgud y le conminó a un cambio de
conducta no puede hoy sino ser considerado como ultraconservador,
como así parece que lo juzga Morley. Pero de nuevo hay que
puntualizar que es nulo el valor de las formulaciones que emanen
de una sociedad que, en su sombrío ocaso (aunque enmascarado con
el brillo del progreso material), utiliza pautas necesariamente
equivocadas. ¿Qué respeto, qué contemplaciones se pueden
dedicar a una sociedad como la del Viejo Continente, cuyo
Parlamento Europeo recomendó a sus Estados miembros en
resolución del pasado 16 de Marzo que equiparasen legalmente los
matrimonios de homosexuales con los tradicionales y que
suprimiesen el límite de edad del menor para las relaciones
homosexuales? Las pautas del vicio no pueden ser tenidas en
cuenta por las personas equilibradas. Sería tanto como si el
citado Marco Aurelio, para escribir sus "Pensamientos",
hubiese prestado atención a las instrucciones éticas que le
hubiera podido impartir su degenerado hijo Cómodo.
El juez del caso Gielgud fué cortés y considerado. Y hasta
benévolo. Le aconsejó al actor según las pautas de la moral
auténtica. El editor John Gordon declaró: "Sir John
Gielgud debería considerarse afortunado por haber encontrado un
magistrado tan gentil. Se alega a menudo sobre la conducta de
esos desechos humanos, que son artísticas y frívolas criaturas,
las cuales, a causa de sus especiales cualidades, deberían tener
especiales libertades. Esto no es así. Ha llegado el tiempo de
que nuestra comunidad decida sanearse, pues si no somos capaces
de desarraigar esta podredumbre moral, ella nos abatirá".
Acertadas y proféticas palabras las de Mr. Gordon, como lo
demuestra la reciente resolución del Parlamento Europeo.
"Ella" nos ha abatido.
Es decir, ha triunfado plenamente en la sociedad y sus
instituciones. Nunca triunfará sobre aquellos que apliquen las
pautas correctas.
Ignacio San Miguel.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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