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El cáncer de Occidente.
La asunción del relativismo conduce inexorablemente a la depresión espiritual, y en esta situación anímica resulta ilusoria la posibilidad de combatir el fundamentalismo
Así se ha llegado a llamar esa actitud
plenamente extendida que consiste en igualar todas las opiniones,
y, todavía peor, en igualar las convicciones con las opiniones,
en valorarlas igual, y que vulgarmente se traduce en lo que
tantas veces oímos que nos dicen: "Sí, sí, tu piensas
así; pero hay otros que piensan de distinta forma". Dicho
ello con la evidente satisfacción de quien juzga que está
expresando algo muy inteligente.
Y lo cierto es que esta actitud tan generalizada dista de ser
propiamente inteligente. Más bien resulta la consecuencia de una
postración espiritual que impide la generación de convicciones
fuertes. Por esto, ha habido pensadores que consideran al
relativismo como la enfermedad incurable de Occidente. No es un
pensamiento inteligente, ni moderado, ni discreto, como se
quisiera, sino la manifestación de una impotencia.
El relativista se arropa siempre con las galas de la tolerancia.
Hay que respetar todas las ideas, porque todas son igualmente
respetables. Esa es su teoría, magnánima en apariencia; pero
sólo en apariencia. En primer lugar, no se deriva de ninguna
virtud, sino de la confusión mental y de la debilidad
espiritual. Incapaz de decidirse por un orden de ideas
determinado, pues su juicio crítico se encuentra debilitado,
opta por la tolerancia, que, en puridad, supone la igualación de
todas las ideas. En segundo lugar, constituye una mentira y una
flagrante injusticia. Porque ¿en razón de qué se puede admitir
que todas las ideas sean igualmente respetables? ¿Es que no
existen las ideas acertadas y las ideas desacertadas; las ideas
falsas y las verdaderas? ¿Y por qué habrían de ser igual de
respetables las primeras que las segundas? No existe, por
ejemplo, ninguna razón para suponer que las ideas de un
abortista sean igual de respetables que las de un antiabortista.
Ni son igual de respetables las ideas que desprecian y mueven a
contravenir la ley natural que las que defienden su acatamiento.
A esto se añade una porción considerable de hipocresía
decadente. Porque el relativista occidental está dispuesto a
admitir, apreciar y comprender las ideas dogmáticas, el
fundamentalismo de las civilizaciones no cristianas; pero es
extraordinariamente duro con el integrismo cristiano.
Uno de los caracteres que ha elevado al cristiano occidental
sobre el resto de la Humanidad es esa facultad tan humana, y tan
inteligente, de comprender las razones del contrario, de
entenderlo, lo que supone valorarlo debidamente como persona.
Pero toda virtud es susceptible de degeneración. Y cuando se
llega no sólo a entender las razones del adversario sino a
considerarlas de más peso, de más valor, que las propias,
entonces nos estamos encaminando irremediablemente a la
decadencia. Que es lo que ocurre cuando, por ejemplo, nos
lamentamos de la desaparición de las civilizaciones
precolombinas y su sustitución por la cristiana.
Esta es la situación en que nos encontramos en la actualidad:
como formulación teórica, la proclamación de la idoneidad del
relativismo y la tolerancia general; y, en la práctica, el
respeto a cualesquiera fundamentalismos a excepción del
cristiano.
El relativismo tiene sus teorizadores. Son mentes de altura
intelectual considerable, pero irremediablemente hijas de su
tiempo. Lo que quiere decir que, a poco que nos pongamos a
reflexionar sobre lo que exponen, encontremos su falla
fundamental y no puedan alcanzar a convencernos.
Bernard-Henri Lévy, en su ensayo "La pureza peligrosa"
(La pureté dangereuse, 1994) va describiendo con agudeza y
precisión el estado espiritual del europeo de hoy. El cansancio
ideológico, el derrumbe de los códigos morales, el vivir al
día, el ahogamiento del horizonte espiritual y la tendencia
consiguiente a los placeres físicos, sensuales, etc., son
expuestos con acuidad y crudeza, lejos de arteros moderamientos
que disimulen la verdad. Aspecto esencial de esta situación es
la subsistencia de ideas de todas clases, sustentadas con la
flojedad o falta de firmeza y convicción derivadas de la
aceptación sin objeciones del relativismo al que he hecho
referencia. Ante tal marasmo espiritual, Lévy atisba un peligro:
los fundamentalismos que acechan y que pueden rebrotar en este
terreno propicio, caracterizado por un pluralismo de ideas sin
fuste. Y omnipresente y poderoso, ya no como peligro potencial,
sino como realidad bien consistente, nos enfrenta la gran amenaza
para Occidente: el fundamentalismo islámico.
Después de esta exposición que ocupa las tres cuartas partes de
su ensayo, Lévy nos expone los términos de la lucha contra la
"pureza peligrosa", que es como él llama a ese
fundamentalismo, potencial o real, que ve como el máximo peligro
para la civilización. Y ahí es donde se produce la falla
evidente. Porque el remedio contra el fundamentalismo es, según
él, ni más ni menos que el pluralismo. El pluralismo occidental
debe enfrentarse con el fundamentalismo oriental y con
cualesquiera otros fundamentalismos que pudiesen surgir en el
mismo Occidente. La gran idea de este Occidente, que debe
constituir su nueva religión, es la idea del pluralismo. La
verdad absoluta no existe, sólo existen las verdades relativas,
y el pluralismo de "verdades" resultantes es la gran
riqueza occidental. Debemos luchar con entusiasmo por esta nueva
religión.
Pero esto constituye una imposibilidad psicológica y lógica. El
hombre no puede luchar más que por una verdad, sea ésta
verdadera o falsa. No puede luchar por una pluralidad de verdades
incompatibles entre sí. No puede ilusionarse por la existencia
de esa pluralidad. No puede sentirse exaltado con el pensamiento
de que la verdad en realidad no existe, ni puede entusiasmarse
con la contemplación de un conjunto de entelequias, puro
producto de la mente, y cuya aparente utilidad se reduce a pugnar
las unas con las otras. La asunción del relativismo conduce
inexorablemente a la depresión espiritual, y en esta situación
anímica resulta ilusoria la posibilidad de combatir el
fundamentalismo islámico o cualesquiera otros. Y, por otra
parte, va contra la lógica elemental que a la verdad, verdadera
o falsa, se le pueda combatir con una no-verdad pluralizante. La
lógica demanda que el adversario de una verdad falsa sea una
verdad verdadera. Y esta última es la única que puede levantar
los espíritus.
El problema de Lévy consiste en que es hijo de su tiempo, es
relativista, está a años luz de asumir la antigua fe de
Occidente, para él un caso más de fundamentalismo: y, haciendo
de la necesidad virtud, con los pobres mimbres del pluralismo
occidental procura elevar una sólida construcción intelectual
que pueda oponerse con éxito a los fundamentalismos amenazantes.
Algo tan imposible como la cuadratura del círculo.
Isaiah Berlin nos ofrece un planteamiento que tiene importantes
puntos de coincidencia con el de la obra de Bernard-Henri Lévy.
También Berlin ofrece como solución el florecimiento de un
pluralismo pujante, como lo expresa Joaquín Abellán en su
Introducción a "Antología de ensayos", de este autor
(Espasa Calpe, S. A., 1995). Pero no llega a concluir que la
verdad no exista. Se contenta con declarar que todos los
adversarios ideológicos tienen una verdad, pero que ésta no es
absoluta. Y que deben luchar por esa verdad con denuedo, a pesar
de tal circunstancia.
De nuevo nos encontramos con una imposibilidad. ¿Cómo podemos
combatir con denuedo y entusiasmo las ideas de un adversario si
creemos que nuestra verdad no es absoluta y que nuestro oponente
nos combate con pareja legitimidad, puesto que defiende una
auténtica verdad, aunque no sea absoluta, lo mismo que la
nuestra? Lo lógico sería que nos reuniéramos con él para
componer la verdad entera e indiscutible. En cualquier caso,
nunca nos sentiríamos impulsados a combatirle en su verdad.
Resulta bastante claro que Berlin se encuentra al final de su
ensayo en la misma situación que Lévy. Ante la constatación de
que existe un pluralismo de ideas, siendo impotente para
decidirse por una de ellas; ante el hecho de que esta pluralidad
produce confusión y relativismo escéptico (nada que eleve el
espíritu); ante esta crisis y sin saber cómo salir de ella,
Berlin hace de la necesidad virtud, lo mismo que Lévy, y
proclama el pluralismo como ideal de vida, alentando a hacer algo
imposible: combatir apasionadamente en defensa de la verdad
propia, pero admitiendo que nuestros adversarios tienen también
una verdad por la que luchan legítimamente. De nuevo, la
cuadratura del círculo.
Porque lo cierto es que el pluralismo es una situación de hecho,
no un ideal. Es verdad que hay pluralismo, pero ¿por qué
habría de ser lo deseable? ¿Acaso no sería más deseable que
todos nos pusiésemos de acuerdo en una serie de cuestiones
fundamentales? ¿Que todos pensásemos lo mismo sobre esas
cuestiones? El pluralismo no es una filosofía acertada, sino,
por el contrario, el producto de errores y desviaciones del
pensamiento.
Berlin niega que sea relativista, lo que no deja de ser una
afirmación gratuita, puesto que su filosofía no puede ser
considerada de otra índole.
Esta situación de las ideas de Occidente que podría llamarse
pantanosa puesto que los esfuerzos de salir de ella resultan
inútiles una y otra vez, pudiera llevarnos a concluir que no
existe solución alguna. Y puede ser que, efectivamente, sea
así, puesto que todo dependería de una reacción del espíritu
occidental, lo que no es dado prever que suceda, pues no se
perciben indicios suficientes de que esta reacción sea probable.
Es algo, por tanto, que pertenece al icognoscible futuro.
Pero sí resulta factible que varias verdades evidentes vayan
abriéndose paso, facilitando esa hipotética reacción. La
primera verdad consiste en que los fundamentalismos no se pueden
combatir exitosamente con pluralismos relativistas. La segunda es
que precisamente la situación actual de pluralismo relativista
de Occidente resulta el caldo de cultivo idóneo para el
surgimiento de fundamentalismos pequeños y disgregadores en su
seno (a veces, terroristas) y el fortalecimiento y aumento de
influencia del gran fundamentalismo enemigo de Occidente: el
Islam. Tengamos en cuenta las palabras de un autorizado personaje
musulmán en un encuentro oficial sobre el diálogo
islamo-cristiano, dirigiéndose a los participantes cristianos:
"Gracias a vuestras leyes democráticas os invadiremos;
gracias a nuestras leyes religiosas os dominaremos".
Efectivamente, en la pugna entre pluralismo y fundamentalismo, la
victoria no es dudosa.
Estas dos verdades nos pueden llevar a pensar que la victoria
sobre un fundamentalismo falso sólo sería posible con la
adhesión a la verdad íntegra de la fe antigua de Occidente. No
hay otro camino, pues no es serio depositar nuestras esperanzas
en la multitud de sectas que han proliferado en las últimas
décadas. Ni siquiera parece tener mucho porvenir la "New
Age", a la que se refirió distraidamente el joven escritor
francés Michel Houellebeck no hace mucho: "¿La New Age?
Ah, sí, esa payasada..." De seguro que no se le hubiese
ocurrido referirse de esta manera a la doctrina de Tomás de
Aquino.
Pero, llegados a este punto, surge el gravísimo escollo de la
pérdida de la fe. La antigua fe ha quedado sumamente
deteriorada, sobre todo después de Concilio Vaticano II. Sólo
quedan restos. Y no existe una nueva fe católica, que, por otra
parte, sería un contrasentido; lo que existe es una
desnaturalización del catolicismo. Y la mayoría opondrá sus
razones: "Yo no tengo fe. Y ¿cómo voy a conseguirla? Estos
ya no son tiempos de aquella fe. Vivimos en tiempos de
postcristianismo."
Efectivamente, es difícil tener fe en esta época. Máxime,
cuando la fe es un don que no depende de uno en última
instancia. Pero hay algo mucho más fácil de conseguir, y que
casi resulta obligado en personas reflexivas y ecuánimes. Se
puede tener fe en la fe. Sobre todo, se puede tener fe en los
valores perdidos junto con la fe. Se puede apreciar fácilmente
el deterioro espiritual, social y estético (otro día habría
que tratar de la relación entre ética y estética) sobrevenidos
con la falta de vigencia de esos valores, de esa fe. Y es muy
fácil que, entonces, surja el convencimiento de que tal fe y
tales valores eran valiosos, mucho más valiosos que el
agnosticismo, indiferentismo, relativismo y consiguiente
amoralismo, actuales, y cuyas consecuencias están a la vista.
William James diría que esa bondad práctica de la doctrina
ortodoxa antigua era el mejor signo de su veracidad, de su
correspondencia con una realidad objetiva.
No es difícil, por tanto, apostar por estos valores, por estas
creencias. Se trataría, en puridad, de apostar por lo mejor.
Únicamente lo encontrarán difícil las personas de poco
carácter que temen ir contra corriente. Pero es el tratamiento
recomendado por Blas Pascal a los que no tienen fe, y que
podríamos resumir así: "Si no tienes fe y quieres tenerla,
obra en todo como si ya la tuvieras, y al cabo del tiempo podrás
obtenerla". Es la apuesta de Pascal.
Este es el primer paso de la reacción, y está al alcance del
hombre. La auténtica fe, que podría venir después, habría de
contar con otra Voluntad.
Ignacio San Miguel
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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