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Las Audiencias en América.
No se confundió nunca en tres siglos de vigencia de las Leyes de Indias el concepto de lo justo con el concepto de lo legal. Se admitía que, aun siendo perfectas ciertas leyes, en cuanto a su origen, bien podían ser desobedecidas por las autoridades, en razón de ese Derecho natural
Fue la Audiencia, entre todas las
instituciones hispánicas, la mejor encarnación de la política
española en América. De Tribunales de Justicia, que habían
sido originariamente en España, las Audiencias se convirtieron
en nuestro suelo hispanoamericano en órganos de las funciones
políticas, legislativas y judiciales resumiendo en uno solo todo
el poder público. Basta considerar el empeño, tal vez extraño
a los problemas del mundo contemporáneo, de hacer gobernar una
nación por su más alto Tribunal de Justicia, para admirar el
propósito que lo inspiraba. En un mundo en donde la ambición,
la crueldad, la codicia podían desgarrar una sociedad en
formación, el Monarca impone como supremo Gobierno un Tribunal
de Justicia para que las cosas públicas «estén -como dice
Mendoza- en manos de letrados, cuya profesión eran letras
legales, comedimiento, secreto, verdad, vida llana y sin
corrupción de costumbres». Con la creación de las Audiencias,
por ejemplo la del Nuevo Reino de Granada, el capricho de los
conquistadores se sustituye por la ley general, se imponen unos
límites a los posibles desmanes de las fuerzas militares, se
señala una órbita de derecho y por vez primera en la historia
americana comenzó a gobernarse a nombre de una entidad
geográfica; a legislarse a nombre de una comunidad, a
administrarse justicia con sujeción a normas preexistentes a los
hechos que se juzgarían. Fue, también desde entonces, cuando
los pobladores de estos territorios dejamos de recibir órdenes
de las autoridades españolas residentes en Santo Domingo y
emprendimos, con una Audiencia propia, la inenarrable aventura de
forjar una nación en el concierto de los pueblos.
En aquella época, cuando en ningún país se practicaba el
principio de la separación de los poderes, era la Audiencia un
órgano ejecutivo, legislativo y judicial a la vez. Ejercían la
fundación administrativa, nombrando funcionarios, recaudando
impuestos, desarrollando con una política previsora vastos
territorios, defendiendo los intereses reales y protegiendo a los
indios. Por medio de disposiciones de carácter general, que hoy
llamaríamos leyes y que entonces se llamaban «autos
acordados», estableció normas abstractas e impersonales para el
gobierno de la tierra, con una grande autonomía, porque nuestras
audiencias, a diferencia de las de Castilla y las de los dominios
españoles de Italia, legislaban tan soberanamente sobre el
territorio de su jurisdicción que, para la ejecución de sus
providencias, no era menester la confirmación real.
La Audiencia ejercía también, y muy principalmente, las
funciones jurisdiccionales. Basta leer, en la Recopilación de
Indias, las reglas de procedimiento en lo que a los derechos de
los indios se refiere, para comprobar la magnitud del esfuerzo
realizado en su favor. Sus demandas tenían prelación entre
todas y las apelaciones que se interponían contra las sentencias
que les eran favorables no podían concederse sin previa
ejecución. Los fiscales eran, por ley, abogados de oficio de los
indios y los pleitos en que se ventilaban intereses de los
aborígenes debían merecer una especial consideración de parte
de los oidores. Pero ¿qué importancia pueden tener detalles tan
nimios frente al hecho incontestable de que por primera vez se
conocía en nuestro territorio una ley distinta de la ley del
más fuerte? En verdad, podemos afirmar que cuando se celebra la
fundación de la Audiencia, se celabra la aparición del concepto
de derecho en nuestro suelo; la sustitución del poder omnímodo
de los caciques por una norma de justicia impersonal y abstracta.
Un Gobierno de leyes y no de hombres, según el clásico
aforismo. ¿Por qué, entonces, oímos hablar con tanta
frecuencia del despotismo, de la tiranía, del régimen de fuerza
españoles? Podría limitarme a deciros que el error proviene de
comparar, no lo que existía entre los indios con lo que trajeron
los españoles, sino lo que hoy tenemos en el siglo xx, con lo
que era posible tener en materia de libertades durante el siglo
xv.
Meditemos sobre la época y las condiciones en que se produjo la
conquista y veamos si es cierto que aquella generosa legislación
fue aplicada en América. ¿Es acaso que toda legislación no
sufre tropiezos en su cumplimiento? ¿Es por ventura lo Propio de
las Leyes de Indias haber sido violadas o, por el contrario, la
característica de todo derecho positivo es la de ser un ideal
regulador de la vida colectiva, destinado a sufrir numerosas
violaciones, sin perder por ello su vigencia? ¿Quién puede
ignorar que entre los objetivos de una política y sus
realizaciones media siempre un abismo? Pero, con todo, dudo de
que sea posible poner en tela de juicio la eficacia de la
legislación hispánica por aquellos mismos que, aceptando su
bondad, desconocen su aplicación práctica. A quienes os hagan
la consideración de que ese monumento jurídico, que son las
Leyes de Indias, no tuvo vigencia en América, preguntadles si
conocen cuáles fueron las finalidades que buscaba la monarquía
española, para ver si media tan gran distancia entre los
propósitos y las realizaciones.
En una serie interminable de pragmáticas, cédulas reales y
ordenanzas que van desde el testamento de la Reina Católica
hasta los tardíos propósitos de las Cortes de León, hallaréis
los objetivos que en lo jurídico y en lo político buscaba la
Corona de Castilla. Aspiraba la Reina Isabel y quisieron sus
sucesores, en conformidad con la bula de Alejandro VI, que les
había hecho merced de estos reinos de América, hacer de sus
habitantes buenos vasallos, semejantes a los castellanos, y
cristianos a carta cabal.
La maravilla misma del descubrimiento, el don inesperado, con
proporciones de milagro, que deparara en suerte todo un
continente a los navegantes españoles, les impuso la obligación
de realizar otro milagro, y si la legislación fue excesivamente
generosa en ocasiones, idealista, como dicen algunos, forzoso es
admitir que ello se debió a la magnitud del propósito para
aquellos tiempos. Pero, saber si la política y las leyes
destinadas a evangelizar y civilizar los aborígenes tuvieron
éxito, si se hicieron buenos cristianos y buenos vasallos de los
indios americanos, si se cumplieron las Leyes de Indias, es algo
que no está por averiguar, mientras subsista un continente
entero con una misma civilización y una misma lengua, como no
existe en ninguna otra región de la tierra. Por eso, muchas
veces, al ver en el concierto de los pueblos, en las grandes
asambleas internacionales, en las jornadas del espíritu, en los
despliegues militares o en los eventos deportivos, ese tipo de
mestizo latino perfectamente distinguible entre todas las razas,
que es el hombre hispanoamericano, no he podido menos de renovar
mi admiración por la monarquía que hace tres siglos se propuso
incorporar a la civilización esta parte del mundo, mezclando el
indio con el ibérico, y consiguió agrupar en un continente lo
que hasta entonces sólo se había visto en el ámbito estrecho
de una sola nación. ¿Registra acaso la Historia en alguna otra
época un prodigio semejante al de la fusión de nuestras razas y
que ese prodigio hubiera obedecido a una política concebida por
una reina y sus consejeros; que para realizarlo esa reina hubiera
equiparado a los indios a sus propios vasallos europeos, y no a
esclavos; que hubiera preservado el derecho autóctono en aquello
que no era contrario a la moral católica; que hubiera hecho
legítimo el matrimonio entre las dos razas y legítimo el
derecho sucesoras proveniente de tales uniones? ¿No es
extraordinario en pleno siglo XVI?
Muchas razas se han mezclado sobre la Tierra, y, en último
término, las naciones no son sino el fruto de estas fusiones
raciales cuando llegan a fijarse definitivamente sobre un
territorio. Pero ¿cuándo se había visto que esta mezcla de
razas fuera auspiciada por un pueblo conquistador, como el
español, que patrocinó la atracción y no el exterminio del
vencido? ¿Cuándo se expidieron en Norteamérica por los
ingleses unas leyes como las de Indias para proteger a los
aborígenes? ¿Qué resultado dieron para la población indígena
las tan celebradas libertades inglesas? ¿En dónde está el tipo
del norteamericano racial que conserve algo de la raza autóctona
y no se confunda con el europeo? ¿Se podrá todavía discutir si
la legislación española cumplió sus fines y si se alcanzaron
los objetivos que se proponía la política castellana?
Contemplando el fenómeno político extraordinario que ha sido en
nuestro siglo el ascenso vertical del Estado soviético, en menos
de treinta años, episodio que muchos quieren hacer aparecer como
un hecho sin precedentes en la historia de los pueblos, tenemos
que llegar a la conclusión de que solamente en la conquista de
América por los españoles se había visto una transformación
social semejante (en este caso positiva frente a la negativa
comunista), por obra de la voluntad tenaz de una minoría
dirigente. La acción del hombre al servicio de una idea pudo
crear en la América del siglo XVI, como en la U. R. S. S.
contemporánea, los instrumentos políticos adecuados para quemar
etapas históricas en el perezoso proceso del desarrollo natural
de los pueblos. ¡Y no seré yo quien esté para negar que
semejantes trasformaciones se hacen al precio de muchas vidas y
de muchas libertades!
Tal vez este proceso histórico de la colonización española se
explique por una concepción del Estado de inspiración
religiosa, según la cual el Gobierno debe suplir a las
desigualdades entre los hombres, sirviendo de regulador de la
convivencia social, factor de unidad en regiones tan remotas como
las que formaban los dominios de América.
Por su aspiración casi mística de realizar la igualdad entre
los españoles y los indios, la empresa colonizadora española no
tiene par en los anales de pueblo alguno, mucho menos en la
colonización británica, cuyos frutos mejores sólo han podido
obtenerse en regiones semejantes a las europeas, por las
condiciones del clima, y en donde existe una población
homogénea. La civilización hispánica floreció precisamente en
aquellos Estados en donde el problema racial era más agudo, el
Virreynato de Nueva España y el Virreynato del Perú, edificados
sobre las ruinas de los dos grandes Imperios precolombinos. Las
mismas instituciones republicanas de los nuevos países
américanos no pudieron resolver en un siglo el problema de la
paz social en estos países y sólo en el siglo xx los hemos
visto alcanzar una relativa estabilidad.
El Estado español, como la religión católica de entonces,
pusieron coto a los desmanes de los conquistadores, a quienes se
residenciaba de continuo, haciendo menos gravosas las condiciones
de los indios y sometieron en lo posible al interés general las
fuerzas económicas y militares que no hubieran querido ver en
América otra ley que la propia. Cristóbal Colón, quien regresa
a España con los grillos del presidiario, es un símbolo eterno
del implacable afán de justicia de aquella Corona. Jamás estuvo
la Corona de Castilla al servicio de los encomenderos. Jamás fue
la Iglesia católica la aliada de los grandes intereses
territoriales. A brazo partido lucharon tres siglos, una y otra,
contra todos los poderosos de este mundo y jamás, hasta los
tiempos modernos, encontraron los desvalidos de nuestra patria
mejor escudo contra las desigualdades de su condición que la
palabra y la acción de las órdenes religiosas, que intervenían
entonces en los propios consejos de la Corona, promoviendo la
expedición de estatutos más justos.
Permitidme que sustituya mi desaliñada prosa por el espléndido
lenguaje de un antiguo presidente de la República Española para
describir uno de estos episodios. Felipe IV, habiendo tenido
noticia de los malos tratamientos que reciben los indios en
obrajes de paños, sin plena libertad, estando ello prohibido,
fue servido de resolver que se guardasen las leyes dadas sobre
prohibición y servicio personal, y añadió de su real mano la
cláusula siguiente.- QUIERO QUE ME DEIS SATISFACCION A MI Y AL
MUNDO DEL MODO DE TRATAR ESOS MIS VASALLOS, Y DE NO HACERLO CON
QUE EN RESPUESTA DE ESTA CARTA VEA YO EJECUTADOS EJEMPLARES
CASTIGOS EN LOS QUE HUBIEREN EXCEDIDO EN ESTA PARTE, ME DARE POR
DESERVIDO, Y ASEGURAOS QUE NO LO REMEDIEIS, LO TENGO QUE REMEDIAR
Y MANDAROS HACER GRAN CARGO DE LAS MAS LEVES OMISIONES EN ESTO,
POR SER CONTRA DIOS Y CONTRA MI Y EN TOTAL RUINA Y DESTRUCCION DE
ESTOS REINOS, CUYOS NATURALES ESTIMO Y QUIERO QUE SEAN TRATADOS
COMO LO MERECEN VASALLOS QUE TANTO SIRVEN A LA MONARQUIA Y TANTO
LA HAN ENGRANDECIDO E ILUSTRADO. El autógrafo, texto auténtico
emanado del Rey que no pudo sustraerse el esplendor literario de
su tiempo, tiene un estilo nervioso en algunos enlaces de
construcción incorrecta, como escrito con tanta cólera y rabia,
que según la famosa expresión del clásico romance: «Donde la
pluma pone, el delgado papel rasga» (1).
Como ni la Corona ni la Iglesia le debían su autoridad al
consentimiento de la burguesía, sino que, por el contrario, se
sentían llamados por un destino providencial a ejecutar un
mandato divino, ambas procedieron en el ejercicio del gobierno
con miras al interés colectivo, prescindiendo por completo de la
suerte de los intereses privados. Al cadalso llegó uno de los
primeros virreyes del Perú por haber querido hacer efectiva la
abolición de la encomienda ordenada por el Emperador Carlos V, a
instancias del padre Las Casas. El Virrey Núñez Vela, derrotado
en lucha desigual por los encomenderos, no quiso someterse a
éstos, porque la Corona le había ordenado que velara, no por
los intereses de los españoles sino de los indios puestos bajo
su cuidado. Así eran la mayor parte de los funcionarios del
período colonial, que, como no le debían su nombramiento a la
opinión pública, osaban enfrentarse, con vocación de
mártires, a las aristocracias americanas, cuando estimaban que
con ello cumplían su deber. Y, precisamente, porque la Corona se
había constituido en tutora de los débiles, las restricciones
que sufrió la libertad en aquellos tiempos encuentran para
nosotros una justificación histórica.
Don precioso es la libertad económica y política en aquellos
pueblos en donde la igualdad va camino de ser alcanzada; pero,en
aquellas sociedades en donde la libertad sólo sirve para hacer
más profundas las -diferencias económicas, la libertad es el
azote de los débiles.
¿Para qué hubiera servido a los indios americanos la libertad
política o la libertad económica frente a los españoles
radicados en América y a la oligarquía criolla vinculada a la
encomienda? ¿Estaban acaso los indios en condiciones de
disfrutar de la libertad económica y política? ¿Se les servía
mejor dirigiendo, por medio de la intervención paternalista del
Estado, el engranaje económico del cual ellos formaban parte?
La libertad era en labios de los encomenderos una añagaza falaz,
como lo ha sido desde entonces en los labios de todos los
explotadores de la sociedad, que ven en la intervención del
Estado un obstáculo para sus planes de codicia. Vosotros la
habéis visto eclipsarse en el curso de estos años, y
contemplaréis en el porvenir la desaparición de esta clase de
libertades. En buena hora la libertad de contratar quedó ya
cercenada por las leyes sociales que lo niegan al obrero la
autonomía para perjudicarse, contratando sin incluir cláusulas
que garanticen su salario mínimo, sus vacaciones, sus auxilios
de enfermedad. Igualmente habéis visto desaparecer la libertad
para negociar con el oro, tal como lo prohibían los españoles.
Habéis visto del comercio dirigido por el Estado y regularizado
en su afán de especulación. Ya no es la sal el elemento de
primera necesidad con que puedan traficar los particulares y
vuelve el Estado a reivindicar la propiedad del suelo y del
subsuelo de la patria. Por todas partes se está aplicando el
principio del viejo Estado castellano, según el cual los
desvalidos están bajo la tutela de la Corona, que no permitía
el abuso de los ricos con el nombre pomposo de libertad
económica.
Y ¿qué decir de la libertad en el orden espiritual? ¿Os
imagináis que otros Estados europeos en aquellos tiempos la
practicaban mejor que los españoles? ¿Qué Gobierno hubiera
permitido tiznar empresas guerreras de carácter nacional con
mancha tan indeleble como la que dejara la leyenda negra de la
conquista de América difundida por el padre Las Casas? Y, como
si esta libertad de opción y de imprenta no fuera ya amplísima
tolerancia del Estado castellano con sus críticos, la misma
monarquía prohibe que vengan a América obras como las de
Vitoria y Ginés de Sepúlveda, destinadas a refutar en parte a
Las Casas.
Todo Estado concede únicamente las libertades que no entraban
una amenaza contra su supervivencia. Existe un equilibrio social
establecido que los jurisconsultos denominan el orden público y
que depende del mantenimiento de determinadas creencias que hacen
legítimo el ejercicio de la autoridad. Cuando quiera que se
consagran las libertades dentro de un Estado existe el principio
expreso o tácito de que tales libertades no puedan ejercerse
contra el orden público. Nuestra propia Constitución,
democrática liberal por excelencia, no dice otra cosa en su
articulado sobre los derechos ciudadanos. Se consagra la libertad
de palabra, la de reunión, la de prensa, la de culto, pero
siempre con la reserva de que su uso no debe ser contrario a las
buenas costumbres ni al orden público No otra cosa sucedía
durante el período colonial, aun cuando así no se dijera
expresamente en las leyes. Había libertad en muchas esferas y
hasta donde era posible entonces, pero, como para mantener ese
orden público era necesario impedir que esas libertades se
ejercitaran en contra de aquellas creencias en que se fundaba el
prestigio de la autoridad, las libertades tuvieron que ser
limitadas. Mal podía patrocinar el propio Estado español el
desquiciamiento de los principios medievales en que estaba
fundado. Sobre todo, en el conflicto entre la ciencia naciente y
la religión no estaba de por medio un simple problema de
conciencia individual ni la salvación de algunas almas. ello
implicaba poner en tela de juicio el derecho de la Monarquía.
¿Para qué discutir en este día el concepto sobre el origen de
la autoridad de los Gobiernos que profesaban los españoles? Cada
época tiene sus principios políticos que pueden parecer errores
a las generaciones siguientes. El mérito de una ideología
política puede medirse solamente por los resultados obtenidos.
Hoy en día, las doctrinas políticas españolas pueden
parecernos erróneas; pero no es menos cierto que nunca en la
historia de nuestra patria colombiana se preservó la paz social
por un tan dilatado espacio de tiempo y con un reducidísimo
número de hombres sobre las armas como en el período que se
inicia con la creación de la Audiencia. Fue solamente cuando se
hizo necesario defender por la fuerza el orden establecido,
porque empepezaban a propalarse doctrinas que menoscababan el
prestigio de la autoridad, sustituyendo el Derecho Natural por el
principio del consentimiento popular; fue solamente entonces,
repito, cuando la Corona repelió el ataque, como lo hubiera
hecho cualquier otro Estado en circunstancias semejantes. Yo os
pregunto: ¿si mañana, por ejemplo, se abriera camino en
Colombia una doctrina que no aceptara ni el principio de la
soberanía popular, ni el principio de la propiedad privada y,
recurriendo a la violencia, organizara una revolución social
para transformar el orden público existente en algo nuevo, donde
no tuviera cabida la autoridad emanada del sufragio, rechazaría
ese ataque el Estado colombiano por medio de la fuerza? ¿No
dispararían los soldados contra aquellos que pretendieran
transformar nuestra sociedad en algo distinto? Y, seguramente,
cien años después, ya triunfantes las nuevas ideas, se
enseñaría en las escuelas una historia según la cual en esta
época estábamos viviendo bajo una tiranía que no había
vacilado en ahogar en sangre las libertades; pero, tenedlo por
cierto, ese nuevo Estado tampoco vacilaría en negarles a sus
adversarios la libertad para destruirlo. Tan necesario era
preservar en aquellos tiempos coloniales el origen divino de la
autoridad, como lo es hoy en día, para la República, el
principio de la soberanía popular.
Las leyes se obedecían, porque emanaban de una monarquía
católica y, obedeciéndolas, se obedecía la voluntad divina. Si
el derecho se trata, obedecer a una ley porque se presume
conforme con el Derecho natural vale tanto como obedecerla porque
cuenta con el respaldo de las mayorías. Probablemente esta
concepción del Derecho natural, superior a las mismas leyes
positivas, es lo más valioso que nos resta del pensamiento
jurídico español. No se confundió nunca en tres siglos de
vigencia de las Leyes de Indias el concepto de lo justo con el
concepto de lo legal. Se admitía que, aun siendo perfectas
ciertas leyes, en cuanto a su origen, bien podían ser
desobedecidas por las autoridades, en razón de ese Derecho
natural que se impone aun al propio Monarca. Castillo de
Bovadilla lo dice en su obra «Política para corregidores»:
«POR LAS LEYES DEL REINO SE HA ESTABLECIDO QUE LAS LEYES Y
DECRETOS CONTRARIOS A LA JUSTICIA NO VALEN Y POR LO TANTO NO
DEBEN SER EJECUTADOS, SIN QUE ELLO ENTRAÑE DESACATO O REBELION
CONTRA LA AUTORIDAD.» Estos mismos principios se incorporaron en
las Leyes de Indias, (libro 2.', ley 24), cuando Carlos V, en
Monzón, permitió a los funcionarios en las Indias abstenerse de
ejecutar aquellas leyes «de cuyo cumplimiento se siga daño o
escándalo irreparables
Tal es el origen de aquel sabio aforismo colonial: «Se obedece
pero no se cumple», que sigue sirviendo todavía de motivo de
befa contra lo español. Vosotros, a quienes ha correspondido en
suerte ver resurgir la moral en la aplicación de las normas
jurídicas, en una época en que el legislador ha consagrado en
tantas formas el principio romano de que la mayor injusticia es
la aplicación estricta del texto legal, ahora, cuando se han
abierto a los Tribunales tantos caminos para abstenerse de
ejecutar las leyes, cuando de su aplicación resulte el abuso del
derecho, un enriquecimiento sin causa o consecuencias
imprevistas, que frustran en el tiempo el propósito inicial de
los contratantes, podréis apreciar la política y la sabiduría
de la legislación española, en donde el orden jurídico se
subordinaba al orden moral.
Todo esto, que es civilización y es derecho, lo celebramos en la
creación de las Audiencias en los países americanos.
Alfonso López
1) Alcalá Zamora. Reflexiones sobre las Leyes de Indias.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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