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Editorial.
¿Hay una Verdad objetiva que juega el papel de piedra angular, que no puede ser desechada por el arquitecto de la "Civitas"?
Dos cosas son las que el hombre
principalmente desea -escribía Santo Tomás de Aquino-: el
conocimiento de la Verdad y la continuación de su propio ser.
Ambos deseos se identifican, sin embargo, al confluir, en uno
solo: vivir para siempre en la Verdad.
La falta de conocimiento de la Verdad puede ser resultado de una
simple carencia, a la que llamamos ignorancia, o fruto de una
falsificación, a la que llamamos error o mentira.
El hombre que no tiene conocimiento de la Verdad -ignorante o
equivocado- es un hombre que vacila, porque marcha a ciegas,
errático, porque se mueve o trata de moverse en un paraje
oscuro. Por el contrario , el hombre que tiene conocimiento de la
Verdad, es un hombre sereno, porque camina iluminado por ella y
porque su luz inunda de claridad el contorno.
El hombre que ha recibido la investidura cristiana, tiene el
privilegio de conocer la plenitud de la Verdad; plenitud que él,
por si solo, no hubiera encontrado, por tenaz e insaciable que
hubiera sido su búsqueda, pero que conoce porque le ha sido
revelada. El negativo del cosmos en el que está inserto, con su
opacidad, se ha hecho positivo y lleno de color al revelarse por
la Encarnación la Verdad.
El segundo deseo del hombre, decíamos, es la continuidad del
ser, y por ello, de su propia vida. Ahora bien; la vida, que la
conciencia y el subconsciente piden que se perpetúe, que no se
desmorone, que se eternice, se enfrenta en todo caso con la dura
realidad de la muerte como privación y fin de la vida.
Pero la muerte, en ocasiones -aun cuando parezca una
contradicción-, puede ser deseada por el hombre. El deseo de
continuidad del ser, de seguir viviendo, queda vencido y superado
por otro deseo más poderoso, el deseo de la muerte, que acaba
dominándole. Este deseo conduce al suicidio cuando no hay otra
obsesión que la de poner término a una vida que se ha hecho
insoportable, o al desposorio místico cuando se anhela la otra
vida, que Dios ha preparado y rescatado para el hombre, cuando,
como de sí decía Santa Teresa de Jesús, "muero porque no
muero".
El hombre que ha recibido la investidura cristiana, tiene el
privilegio de participar de la plenitud de la Vida, porque la
Vida se le ha manifestado para asegurarle una vida imperecedera,
porque "vita mutatur non tollitur", porque la muerte,
que tanto le desconsuela y angustia, es tan sólo un
desfallecimiento, un castigo -el salario del pecado es la muerte,
decía San Pablo- que afecta a la carne pero no al espíritu, y
porque a la inmortalidad del espíritu se agrega la
incorruptibilidad y en su caso la glorificación de la carne,
cuando se cierre el último día de la Historia, es decir, en la
jornada de la resurrección universal.
¿Qué tiene que ver todo esto -se habrá preguntado alguno- por
interesante y sugestivo que sea, con un texto de significación
política y social, como lo es, sin duda, el que ahora tenemos?
El enlace entre el tema de la Vida-Verdad y la Política, con
mayúscula, es evidente. Es cierto que sólo por analogía lo que
hace referencia al hombre aisladamente considerado -al uno solo-
puede aplicarse a la comunidad o a las comunidades en que el
hombre vive -al todo de los unos-. Pues bien; así como en el
plano religioso se contempla por una parte al cristiano y por
otra al pueblo de Dios o Cuerpo místico de Cristo, así
también, y con las diferencias y distanciamientos lógicos, en
el plano político puede contemplarse al ciudadano y a la Ciudad,
es decir, a la «Civitas» en la que los hombres coexisten y
conviven.
En el plano religioso, se nos dice que cada hombre en gracia es
Templo del Espíritu Santo, pero se nos dice también que el
Espíritu Santo es alma de la Iglesia En el plano político se
nos dice que el hombre, como ciudadano, como integrador de la
"Civitas", tiene unos derechos fundamentales anteriores
a ella, pero se nos dice también que a la "Civitas"
querida por Dios, dada la naturaleza social del hombre-
corresponden otros derechos que se ordenan a salvaguardar y a
hacer posible el ejercicio de los primeros.
Si las dos cosas que el hombre principalmente desea son, como
señalábamos al comienzo, conocer la Verdad y continuar
viviendo, la analogía apuntada nos lleva a concluir que una
comunidad política que goce de buena salud, debe aspirar, con
una voluntad esperanzada y recia, a vivir y seguir viviendo en la
Verdad.
Dos son, por tanto, los puntos doctrinales en que debemos fijar
nuestra atención:
¿Hay una Verdad objetiva que juega el papel de piedra angular,
que no puede ser desechada por el arquitecto de la
"Civitas", porque por muy bellos que sean los planos y
por muy elevada que sea la calidad de los materiales, de poco
sirven si el edificio de la comunidad política no se apoya en
ella?
¿Hay un «yo» colectivo, centro comunitario de actividad y
receptividad, una conciencia colectiva, un espíritu animador y
vitalizador de la "Civitas", que no pueden marginarse,
que han de ser reconocidos y estimulados si queremos que la
Comunidad continúe viviendo ?
Para mi, las dos respuestas son afirmativas. Hay una Verdad y hay
una vida comunitarias. La Verdad es idéntica para todas las
comunidades políticas. La vida es diferente para cada una de de
ellas porque cada una de ellas, descansando en la misma Verdad,
tiene una fisonomía propia, una identidad específica, un
talante distinto, una historia (tradición) y un futuro
(vocación) intransitivos e infungibles.
Conocer la Verdad iluminadora de la "Civitas", para no
caminar colectivamente a ciegas, para que la comunidad no
tropiece, caiga y se despedace, es una exigencia de la Política
y de quienes se entregan al quehacer político. Detectar el alma
de la "Civitas", para encarnarla, primero, y
vigorizarla en el cuerpo social después, es tarea y misión
ineludible e imprescindible para aquellos que se constituyen en
su cabeza rectora, a no ser que tan solo aspiren a ser
considerados como cabecillas o cabezotas, incapaces y a la vez
responsables de la debilidad e incluso de la dimisión histórica
de la "Cívitas" a cuyo frente se hallan.
La Verdad en que descansan las comunidades políticas que gozan
de buena salud, se traduce en unas cuantas afirmaciones de
principio, que es necesario con insistencia repetir, porque aun
cuando la repetición sea monótona, la repetición es un método
didáctico inapreciable, con el que aprendimos por ejemplo, la
tabla de multiplicar.
Esas afirmaciones de principio son las siguientes:
1) el hombre es un ser social por naturaleza, y a ello se debe
que el hombre viva en comunidad,
2) el hombre es un ser libre, lo que le permite elegir entre el
bien y el mal;
3) la definición de lo que es bueno o malo es una ciencia divina
y, a la vez, objetiva que no corresponde al hombre, porque si
correspondiese al hombre, éste -aislado o en
comunidad-dictaminaría moralmente de un modo arbitrario,
cambiante y hasta dañino para los otros o para el común;
4) la "Civitas" requiere para regirla una autoridad,
autoridad que ejerce un poder, poder cuya fuente originaria no
radica en la voluntad ni siquiera mayoritaria de los ciudadanos
-aunque esta pueda ser uno de sus cauces- sino en la voluntad de
Dios;
5) el dilema y la aparente contradicción autoridad-libertad, se
resuelven, entendiendo que la autoridad se halla al servicio del
bien común, que del bien común forma parte el recto ejercicio
de la libertad y que es necesario, por ello mismo, impedir,
previniendo o sancionando, el ejercicio incorrecto de aquélla.
La vida comunitaria sólo subsiste en función, como decíamos
antes, del espíritu animador de la "Civitas" concreta
de que se trate. Ese espíritu animador supone entendimiento,
memoria y voluntad, que son las potencias del alma tanto
individual como coIectiva. Sin ellas, el ser comunitario se
difumina y desaparece, mediante el entendimiento, la comunidad
política se conoce y aprende las afirmaciones de principio que
hemos enumerado. Mediante la memoria, la comunidad política se
reconoce en el tiempo histórico, en los trances felices o
dolorosos, en la tradición que le ha ido conformando a través
de los siglos. Mediante la voluntad, la "Civitas" tiene
vocación de futuro y se propone de un modo decidido continuar
viviendo sin pérdida de su identidad, para enriquecer de este
modo con su propia aportación al resto de las comunidades
políticas.
Es indudable que esta exposición no se ha hecho con fines
puramente doctrinales, sino para aplicarla a una comunidad
política que nos interesa especial y apasionadamente, y que es
la nuestra. Se trata, por consiguiente, de saber si en el tiempo
de hoy España descansa o no descansa en la Verdad, si la Nación
española sigue o no animada por un espíritu comunitario que
garantiza su permanencia y su fortaleza.
A mi modo de ver, y acometiendo la ingrata tarea del descenso a
la realidad, España camina a ciegas. Se ha repudiado la roca de
la Verdad y se está edificando sobre la arena movediza de las
meras opiniones, lícitas sólo cuando se trata de lo accidental.
Una Constitución laica o atea ha negado el origen divino del
poder, ha aplastado la libertad y ha exaltado el libertinaje;
libertinaje nocivo para el bien común y para los mismos derechos
fundamentales que se proclaman como el derecho a la vida con el
aborto y el diálogo tolerante con los terroristas; el derecho a
la salud con la legalización de la droga; y el derecho a la
educación con el intento de monopolizar la enseñanza.
Un descenso de la moralidad pública -corrupción escandalosa en
las Administraciones y en los partidos políticos- y en la
moralidad privada -profusión de la delincuencia de todo tipo-
encienden ya el semáforo rojo que debiera movilizarnos para
decir con energía: ¡Basta!
Simultáneamente, España está perdiendo su espíritu. El
entendimiento colectivo se halla confuso porque la Verdad se
desvanece y porque el interrogante sobre nuestra propia razón de
ser hace que España se encuentre somnolienta, indecisa y
apática, resignándose a lo que se llama el mal menor, que se va
haciendose mayor cada día. La memoria se va difuminando, porque
el Sistema edificado sobre la nueva filosofía, pretende o el
olvido histórico, es decir, la amnesia colectiva, o el rechazo
de la tradición, para avergonzarnos de ella. La voluntad, por
fin, sin entendimiento y sin memoria de un ser colectivo a que
servir, renuncia al futuro, y renunciando al futuro, España se
suicida.
Sin entendimiento, sin memoria y sin voluntad, el alma colectiva
de España se esfuma y deja un vacío. Y entonces, una de dos: o
ese vacío lo ocupan ideológicamente otra u otras naciones en
cuyo caso aunque conserve su nombre, España se reduce a la
condición de colonia, o bien, sin que nadie ajeno lo ocupe, el
patrimonio de la Nación se divide y adjudica a los separatismos
-el gran pecado contra el alma de la Nación, que no se puede
perdonar, como decía un gran pensador- y que ya están al acecho
para borrar de la Historia y hasta de la Geografía el bendito
nombre de España.
Para evitar todo ello es para lo que debemos trabajar.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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