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¿Hispanidad versus Europa?
La Hispanidad es contraria a la Europa que recibe su consagración legal, que no legítima, en Westfalia. Es lo mismo que la Europa de los principios que engendraron el Edicto de Milán y el Sacro Imperio Romano Germánico
Todas las ideas, cuando se insiste
demasiado sobre ellas, corren peligro de convertirse en tópicos.
Parece que la idea de la Hispanidad estuviese a punto de incurrir
en ello a juzgar por el interés que está sintiendo cierto
núcleo de espíritus «escogidos» en presentarla bajo formas
verdaderamente extrañas, como, por ejemplo, la de
contraposición diametral con la idea de Europa. Peligro grave
también ésta para la idea de Hispanidad; porque, ¿quién
sería el español dotado de arrestos suficientes para optar, en
la alternativa Europa-Hispanoamérica, por el extremo americano?
No es que dudemos del amor de España hacia su obra maestra, sino
que anotamos, simplemente, cómo dicha opción vendría a
suponer, para el español que tal hiciese, caso de ser correcto
el planteamiento de la disyuntiva, el renegar de su propio ser
histórico.
No se trata de hipótesis. En varias ocasiones hemos oído
afirmar a personas de cierta responsabilidad que la obra de
acercamiento entre España y los antiguos reinos españoles de
América, emprendida por ciertos sectores espirituales de una y
otra orillas del Atlántico, equivaldría a una verdadera
deserción por parte de la nación española para con Europa. Se
insiste en que España está en Europa y no en América, y que,
por consiguiente, es en Europa y no en América donde residen y
deben custodiarse sus más caros intereses. Sobre todo, en que la
labor de acercamiento a Hispanoamérica traería como
consecuencia inevitable -dicen ellos- un conflicto más o menos
serio con Norteamérica, dado que la gran organización política
sajona parece haberse reservado como esfera de influencia el
territorio y la población de todas las repúblicas
hispanoamericanas. Hasta aquí los europeístas, haciendo
constar, por nuestra parte, que no hemos agregado por cuenta
propia absolutamente nada.
Lo primero que es preciso definir ahora es la idea de Europa,
porque será éste el único modo de evitar que se caiga en un
funesto quid pro quo. Que, al acercarse España a América,
deserta de Europa -dicen- ¡Pero de qué Europa! Porque si es de
aquella que brota de la Reforma y que recibe su consagración
legal, que no legítima, en Westfalia, lo primero que se le
ocurre pensar a todo el que tenga conciencia clara de los
fenómenos históricos, es que de semejante Europa lo mejor es
desertar. ¿Es que puede concebirse para España, en este caso,
otra actitud que no vaya en contra de su dignidad nacional?
Si, por el contrario, se trata de lo que podríamos llamar la
Europa eterna, la cosa cambia por completo. Los principios que
engendraron esta Europa son los que quedaron concretados en el
Edicto de Milán, primero, y luego, en la creación del Sacro
Imperio. Son, por tanto, los que presidieron también el
nacimiento y desarrollo de la América española. ¿Cómo,
entonces, podría cobrar el acercamiento de España a
Hispanoamérica, respecto de esta Europa, caracteres de
deserción? Tendríamos entonces que admitir el absurdo de que
los principios que provocan el nacimiento de una realidad son
radicalmente incompatibles con los que la mantienen en el ser...
Pensemos un instante en la misión que, sin duda le compete a
España en esta dolorosa encrucijada histórica: la de exponer e
imponer los principios cristianos en la vida política de los
pueblos. Exponerlos resulta mucho más fácil que imponerlos.
Mucho más fácil y mucho menos útil. Su sola exposición por
parte de España no ha de enderezar en lo más mínimo el curso
temeroso que sigue la vida política europea; porque los
poderosos de la tierra no suelen escuchar al que se presenta en
condiciones materiales relativamente inferiores, incluso si, como
en el presente caso, les aventaja en nobleza de abolengo
espiritual. Las puras sugerencias españolas serán miradas con
desconfianza por las potencias directoras de la política
europea, si no con manifiesta hostilidad. Sería preciso,
entonces, pasar de la mera exposición a la verdadera
imposición. Y que no nos asuste la palabra. Sí; a la
imposición de unos principios que traerán beneficios para
todos; para quienes los impusiesen y para quienes, de buen o mal
grado, se los dejasen imponer. Y aquí sí que tiene que entrar
necesariamente en juego el acercamiento hispanoamericano. Es
decir, que España debe procurar la unión cada vez más estrecha
con América si quiere pasar de la simple exposición a la
verdadera imposición en Europa de los principios que hicieron a
Europa.
«Es que son ustedes un país muy especial», le decía no hace
mucho tiempo a un amigo nuestro un profesor norteamericano, que,
por añadidura, tenía pujos de hispanista. Y esto lo decía
porque nuestro amigo le enrostraba la injusticia implicada en
insistir sobre los asesinatos cometidos durante el Movimiento
liberador español cuando disculpaba los que se perpetraron en
cierto país norte-europeo a raíz de la retirada de los
ejércitos germánicos. No eran los asesinatos, era la
especialidad del carácter español lo que provocaba la
antipatía del profesor norteamericano; o hablando en claro
romance castellano, era el espíritu español, eran las
cualidades privativas del carácter español lo que le hacía
justificar la inquina que sienten hacia España los capitostes de
la política internacional, ya que es la especialidad o lo
específico lo que constituye el manantial primero intrínseco de
las cualidades distintivas de un ser. Esto nos debe servir de
lección. España, sin fuerza material, sin posibilidades de
imposición por parte suya no podrá encontrar más que
desconfianza y antipatía de parte del mundo actual. Con fuerza
material se hará oír a pesar de todo. Y esa fuerza es obvio que
sólo la podrá encontrar en Hispanoamérica.
Es evidente que los cientos de millones de iberoamericanos
podríamos contar con la posibilidad de imponer nuestro espíritu
mucho mejor que cuarenta millones de españoles. Hoy día resulta
necio y extemporáneo pretender que en el plano de las realidades
políticas internacionales puede conseguirse cualquier cosa sin
una fuerte base demográfica y una economía moderna y bien
saneada. Una y otra cosas estarán por igual a nuestro alcance si
se lleva a efecto la unión de España con América, una unión
que ha de suponer naturalmente la de cada país de los
hispanoamericanos con todos los demás. Claro está que los
partidarios de un europeísmo a ultranza podrían respondernos
que esas mismas fuerzas las podría encontrar España uniéndose
con las demás naciones europeas, en especial con aquellas que,
como Italia y Francia, pueden quedar incluidas junto con ella en
el rubro común de la latinidad. Pero la respuesta no lograría
adquirir jamás vigencia social. En la naturaleza misma de las
cosas está que los elementos más aptos para unirse de modo
duradero han de ser los que se encuentren mutuamente dotados de
mayor afinidad. Por tal motivo, seria ridículo intentar
establecer unión prescindiendo de la afinidad o, con mayor
razón aún, yendo en contra de sus exigencias. Tal contubernio
no podría sino engendrar monstruos. Las ramas no podrán
mantenerse lozanas sino en comunión vital con la raíz. Pero que
no se inquieten los europeístas. La Hispanidad no ha tenido ni
tendrá jamás el más pequeño matiz agresivo. La unión mutua
de todos los miembros de la familia hispánica no tiene como
objetivo excluir la unión con los demás países, sino tan sólo
el procurar que dicha unión se efectúe en las debidas
condiciones.
No hay tampoco que ver en ello manifestación alguna de soberbia.
Lo que pasa es que cada nación representa un peón insustituible
en el ajedrez divino, y que, por consiguiente, cada cual se halla
obligada a cumplir con una misión determinada. Esto trae como
consecuencia que cada nación debe también buscar y hallar los
medios necesarios para llevarla a cabo, so pena de hacerse reo de
cierto pecado de infidelidad colectiva. Ahora bien; es preciso
confesar que el proceso histórico de desarrollo de la comunidad
hispánica que estamos presenciando no ha dado motivo alguno para
que se le pueda tachar de exclusivista o xenófobo. Lo único que
se pretende es que se respete por todos la libertad de
asociación. Si las restantes comunidades culturales o raciales
no intervienen abusivamente en nuestros asuntos particulares no
tendrán nada que temer de parte nuestra; pero si, por el
contrario, se entremezclan en lo que no les atañe, no deberán
admirarse que la reacción revista ciertos caracteres. Y conste
que las intervenciones abusivas pueden ser de muchos tipos, y
que, a veces, las más arteras son las más irritantes.
Resumiendo: el desarrollo y fortalecimiento de la Hispanidad,
lejos de significar el abandono por parte de España, de su
idiosincrasia y misión europeas, ha de brindarle, de suyo, los
mejores instrumentos para su feliz y pronta realización. España
se dirige a Hispanoamérica para sacar de esa unión las fuerzas
necesarias que han de permitir imponer en Europa la vigencia
estable de los valores europeos. En otras palabras, para hacer
que Europa vuelva a ser europea. Para que la Europa geográfica y
al través de ella el mundo todo entero vuelva a ser, otra vez,
Europa espiritual.
Osvaldo Lira, SS.CC. (alferez en Filosofía).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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