Si naciste en España después de
1985 eres un superviviente con suerte Uno de cada tres niños concebidos es asesinado con la complicidad del Estado, de sus Gobiernos, de su Parlamento... y con tu dinero |
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La confesión de Marcelino; In memoriam José María Sánchez-Silva (1911-2002)*
El autor sabía combinar la calidad literaria y el entretenimiento con unos contenidos llenos de valores y formadores de hombres
Desde que, por primera vez, un ensamblaje
de fotografías discurriese veloz ante la pupila expectante de
unos cuantos espectadores decimonónicos, el cine y la literatura
han caminado siempre unidos. Uno al servicio de otra, al
principio. Casi con los términos invertidos, hoy.
Pero no sé si hay muchos casos de simbiosis entre la obra de
arte impresa y la obra de arte visual como la que tuvo lugar
entre el cuento inmortal de José María Sánchez-Silva y la no
menos inmortal película de Ladislao Vajda. Ni adecuación más
perfecta que el rostro niño de Pablito Calvo al protagonista de
la narración literaria.
Explicaba el autor que con su Marcelino Pan y Vino de 1953
solamente había querido recoger sobre el papel, con su bien
aprendido oficio de escritor, la historia de incógnito origen
con que su madre le adormecía en la infancia. Un niño huérfano
acogido en un convento y convertido enseguida en centro de él;
un niño "malo" (con la "maldad" que puede
anidar en un corazón infantil antes del uso de razón) que
comienza a ser "bueno" desde que visita un polvoriento
y misterioso desván y se entretiene charlando con el Crucificado
que lo habita; y que muere en Sus brazos corriendo a encontrarse
con la madre que no conoció, y por la que pregunta con ilusión
a su nuevo amigo, "que también tenía una".
Asegura la leyenda que incluso Javier Arzallus esconde una
lágrima al llegar ese momento, que puede con los corazones más
endurecidos. No lloran los niños cuando ven la película por
primera vez; pero sí lo hacen los adultos (y no sólo en la
célebre escena final), tanto al leer el relato como ante el
esplendoroso blanco y negro de la pieza en que Vajda sitúa la
acción.
¿Y por qué esa diferencia? Creo que la razón está en la
confesión de Marcelino. Desciende Nuestro Señor del madero, se
sienta a su lado y le pregunta al chiquillo si sabe quién es
Él. "Sí. Eres Dios", contesta Marcelino, y
al decirlo deja grabada su voz y su mirada, para siempre, en
nuestras almas. Nuestros ojos infantiles veían la escena casi
impertérritos. Nuestros ojos adultos asisten a ella con un nudo
en la garganta y, si no estamos solos, buscamos una excusa para
abandonar la habitación por unos minutos y no dejar prueba
manifiesta y pública de nuestra debilidad.
Y es que han pasado años, muchos años, por nuestra vida. Nos
hemos habituado a pasar delante de una Cruz sin mirarla, tal vez
con el mismo pedazo de pan en el bolsillo que, como Marcelino, le
ofrecimos un día muy lejano, y que no Le hemos vuelto a regalar.
Nos hemos acostumbrado a ofenderLe, a caer y a no levantarnos de
las caídas o, en todo caso, a seguir cojeando tras ellas,
convencidos sin embargo de caminar con más destreza que nunca.
Es decir, hemos crecido. Hemos madurado. Nos hemos hecho adultos
y responsables. Esto es, engreídos y soberbios.
Y, de repente, una tarde de sábado, leyendo esas páginas
imperecederas, o bien entregados a la contemplación de un vídeo
algo añejo ya, nos hemos topado con un niño de mirada franca e
inocencia celestial que nos ha abierto los ojos a la realidad de
la vida.
"Sí. Eres Dios", afirma sin titubear.
¡Eres Dios...! Y nuestra percepción del mundo, cínica por la
carga de la experiencia, torva por la rabia de los sinsabores y
las injusticias que padecemos -o que creemos padecer cuando el
mundo no nos da lo que exigimos-, se vuelve dulce de nuevo.
Descubrimos que hubo un tiempo en que tal vez no éramos tan
guapos y cinematográficos como Pablito Calvo, pero sí tan
inocentes como Marcelino, y todavía teníamos la capacidad de
descubrir a Dios en los retratos de Dios, de sonreírLe y de
intentar "ayudarLe". Apenas levantábamos un palmo del
suelo, pero, como Marcelino, teníamos poder para cauterizar Sus
llagas, porque todavía no se debían a nuestras maldades
personales. Hoy hemos perdido ese poder, y, lo que es peor,
también la voluntad sanadora del niño de los frailes.
Pero no sólo en nuestra vida personal. Aburridos de sobrevivir
en un mundo adverso a Jesucristo, hemos olvidado que todas las
realidades terrenales deben rendirLe tributo. Cuando los ojos
brillantes de Marcelino, como un nuevo Dimas pero con el alma
limpia, confiesan la divinidad del Crucificado, dictan tanto una
lección moral al alma pecadora, como social, cultural y
política a las naciones que Le han dado la espalda.
Sí, eres Dios, y por eso las leyes no pueden equipararTe con
chamanes, santones o falsos profetas. Sí, eres Dios, y por eso
tu Voluntad no nos resulta opcional y ha de ser obedecida. Sí,
eres Dios, y por eso es deber de los gobiernos facilitar el
acceso de los hombres a tu misericordia, y no ahogarla entre
preservativos y "stock options". Sí, eres Dios, y por
eso las colectividades te deben adoración colectiva, como
individual te la deben los individuos.
Sí, eres Dios, y por eso eres Rey. Cristo Rey.
No sé si es exagerado ver ese mensaje en una de las escenas más
emblemáticas de la historia del cine español. Sólo sé que si
tuviésemos (personalmente o como nación) la oportunidad de
vivir la experiencia de Marcelino y ser interrogados de la misma
manera, confesaríamos, también, como él, y moriríamos,
también, como él. Pero no de amor, sino de vergüenza.
Carmelo López-Arias Montenegro
(*) Apenas unos días después de la muerte de Sánchez-Silva ha
aparecido su obra póstuma: Memorias de un niño de la calle
(Libros Libres, Madrid, 2002).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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