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¿En defensa de Occidente?
La "cultura" actual de Occidente no es la "Cultura Occidental". Los acontecimientos históricos presentes han puesto sobre el tapete un debate amplio y a menudo confuso sobre la superioridad o no de la civilización occidental respecto al Islam. Las polémicas declaraciones de Berlusconi y la posterior serie de artículos de Oriana Fallaci han encendido la discusión enervando a cierta intelectualidad ilustrada que creía a pie juntillas (paradójica fe) en el relativismo cultural.
Las torres gemelas se les han atragantado
a muchos profesores de antropología cultural herederos de
Levi-Straus, los cuales, incluso desde las cátedras de algunas
universidades católicas, mantenían censurado el tabú de
comparar las culturas, como si no fuese posible una objetividad
antropológica. Es mucho el cine new age que también ha jugado
al todo vale en el mercado de la pseudoespiritualidad.
Pero tampoco es razonable caer en una apología atolondrada de
Occidente, sin más. ¿Es el Occidente heredero de Descartes, de
Hume, de Kant -el Occidente de Amenábar- el que queremos
defender? ¿O es el de Nietzsche, Sartre o el primer Ionesco, el
Occidente de la nada, del horizonte vacío, de la voluntad sin
patria y el American beauty? Quizá sean muchos los que piensen
que hay que custodiar el Occidente de la Revolución Francesa, el
de la demagogia con máscara de democracia, el de la raza y el
del pueblo a costa del pueblo. O tal vez, aquel Occidente wasp
que Griffith defendía en El nacimiento de una nación y que ha
tenido secuelas a lo largo de todo el siglo. ¿Es a lo mejor el
Occidente que propugna la cultura de la eutanasia, del aborto y
de la manipulación embrionaria, el Occidente de Las normas de la
casa de la sidra?
Lo que hay de valor en nuestra cultura se debe a su histórico
sustrato cristiano, sustrato del que Occidente parece haber
renegado, y que en muchos casos se esfuerza por borrar en una
fiebre neopagana sin precedentes. De hecho a la Iglesia en
Occidente no le va muy bien en los últimos siglos. Quizá la
tragedia de Nueva York obligue a los gurús del progresismo a
preguntarse qué cultura occidental es defendible frente a un
islamismo expansivo, y si son inteligentes comprenderán que dar
la espalda a nuestras raíces es allanar el terreno a los
seguidores de Mahoma. Ciertos políticos e intelectuales -incluso
en España- que llevan años flirteando con la media luna para
contrarrestar su mala conciencia frente al cristianismo deberán
repasar sus naipes y valorar hasta dónde pueden seguir
faroleando sin sucumbir a un órdago mortal. En realidad está en
Roma y no en Washington quién propone un modelo de sociedad y de
hombre merecedores de una defensa real. La fe cristiana es lo que
mejora al hombre, y esta ha dado prueba de ello tanto en Oriente
como en Occidente. No es cuestión de coordenadas geográficas,
sino de humanidad cambiada. En defínitiva, y sin caer en una
demente y abstracta equidistanca, hay que reconocer que tanto la
soberbia del laicismo postcristiano como la del islamismo
fanático han olvidado la pregunta fundamental ante el Misterio:
¿qué es el hombre para que te acuerdes de él?
El mundo del cine es una inquietante caja de resonancia de estas
contradiciones. Por un lado tenemos el imperio de una industria
que apuntala los principios de una cultura aparentemente
hedonista y epicúrea, pero profundamente nihilista. Ese cine se
hace en Occidente. Y no sólo en Hollywood. También en Madrid.
Ahí están los oscar a las películas arriba citadas. Ahí
están también los goyas a Nadie conoce a nadie y a
París-Tombuctú. Pero también tenemos el cine de la disidencia
económica, producido al margen de las grandes directrices. Se
trata de aquellas películas que intencionadamente o no
-normalmente de forma inconsciente, como fue el caso de Solas-
recuperan una cierta mirada de ecos cristianos sobre las cosas.
Curiosamente cuando ese cine tiene éxito es gracias al público,
que experimenta una ignota correspondencia y se vuelca, y no
gracias al apoyo industrial y promocional, que suele ser casi
inexistente.
Y en tercer lugar existe el cine de Oriente, que aprovechando
nuestra debilidad cultural penetra con fuerza por su delicadeza
argumental de singular belleza y su aparente pureza, virtudes en
desuso en el cine de acá. Por ejemplo, la disidencia china nos
ofrece una visión muy veraz de la experiencia humana. Si la
Palma de Oro del último festival de Cannes fue para la muy
Occidental La habitación del hijo, de Nanni Moretti, donde
muestra la falta de respuestas frente al problema de la muerte,
el Premio al Mejor Director se lo llevó el taiwanés
-incomprendido por el poder político- Edward Yang por Yi Yi, un
film que quiere describir el drama de la condición humana sin
reprimir una positividad última verdadera. O recordemos a Zhang
Yimou o Wong Kar-Wai, curiosamente favoritas de premios
eclesiales. Pero también el cine islámico e islamista aprovecha
nuestras goteras para verter su deslumbrante lluvia. Recordemos a
Abbas Kiarostami, cineasta iraní que nos abre los ojos, como
pocos, a la herida cotidiana del misterio del hombre; o a Mohsen
Makhmalbaf, fundador del Departamento Artístico de la
Organización para la Propaganda Islámica, cuyo único fin es la
penetración cultural en Occidente y cuyas interesantes
películas hacen las delicias de los intelectuales europeos.
En fin, no seamos ingenuos y hagamos cuentas con la debilidad de
Occidente, consecuencia de su apostasía cultural. Si miramos
hacia otro lado y ponemos nuestra esperanza en hilarantes escudos
antimisiles, al margen de la cuestión antropológica, nos
llegará el Islam muy suavemente en forma de aguas subterráneas,
atractivas y cristalinas, y mientras miramos embobados tanta
belleza, cuando queramos despertar, ya ni siquiera Al Ándalus
será nuestra.
Juan Orellana.
Este artículo ha sido publicado en el número 50 (octubre, 2001)
de la revista de la Asociación Cultural Charles Péguy de
Madrid, (www.paginasparaelmes.com).
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