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Chateaubriand y McCarthy. Dos católicos en la "vida pública".
Sus personalidades no solo eran diferentes sino contrapuestas, uno doctrinario, fino y magnífico estilista literario, otro un político populista fajador y correoso, poco amigo de los distingos y las sutilezas conceptuales. Pero ambos personajes entendían la política como un ejercicio total de responsabilidad por el bien común, hasta las últimas consecuencias, entre ellas las más penosas para sus propios intereses particulares. Su valor pone en evidencia a muchos políticos, "católicos oficiales", en los cuales solo hay una actitud meramente testimonial destinada a fabricar biografías políticas impolutas.
¿Qué es hoy un "católico en la
vida pública"? Puede serlo un rey que abdica de su
trono el tiempo suficiente para que su sustituto apruebe la ley
del aborto que él no quiere firmar (pero tampoco negarse a
firmar), y luego recupera la corona. O puede serlo un
parlamentario que abandona el hemiciclo el tiempo suficiente para
que se apruebe una ley de parejas de hecho sin su voto afirmativo
(pero tampoco con su voto contrario), y luego vuelve al
hemiciclo.
Dicho de otra forma, puede serlo un católico que ha desarrollado
la difícil habilidad de combinar sus principios con sus
intereses. Que entiende que la "objeción de
conciencia" consiste en evitarle a la conciencia el
fastidioso trago de sacrificar algo a sus objeciones. Y que
además puede recibir como premio el entusiasmo de otros
católicos, para quienes pasará a constituir un modelo de ética
política.
Pero -si se nos permite la expresión bíblica- "no
siempre fue así". Hubo un tiempo en que un "católico
en la vida pública" era alguien que se echaba sobre
los hombros la espinosa tarea de enfrentarse con quien hiciese
falta por librar una batalla contra los enemigos de la Iglesia
y/o de la civilización cristiana, a quienes acusaba con nombre y
apellidos, muy lejos de limitarse a una resistencia pasiva. Que
se manchaba las manos en la refriega y, como todo aquel que se
pelea, equivocaba algún que otro golpe. Que solía pagarlo muy
caro, porque toda su carrera quedaba comprometida y perdía la
poltrona y los amigos en el envite. Que no recibía el
agradecimiento de nadie, y bajaba sin compañía desde la
apetecida cumbre de la gloria a los solitarios abismos de la
nada. Y que veía mancillar su buen nombre, pasando a la historia
como un ser abominable.
Es el caso de los dos personajes reivindicados en estas líneas
(sobre todo el estadounidense), escogidos entre muchos otros
posibles, y que aquí relacionamos por un motivo meramente
circunstancial, y es que la reciente publicación de sendas
biografías por la editorial Criterio Libros (*) nos ha permitido
conocer bien su historia y abrigar hacia los biografiados un
sentido afecto.
René de Chateaubriand (1768-1848) había visto
el rostro más genuinamente anticristiano de la Revolución
Francesa, que además le robó la vida de su hermano. Se
enfrentó a ella en la figura de Napoleón, primero, y luego,
abogando por su aplastamiento en la España liberal, cuando en el
célebre Congreso de Verona postuló la intervención inmediata
de la Santa Alianza, en difícil coalición, allí donde pocos
años atrás habían fracasado las unidas armas del corso con el
ejército mejor preparado y dirigido del siglo.
Joseph McCarthy (1908-1957), convencido con el
Papa Pío XI de ser el comunismo "intrínsecamente
perverso", decidió atacarlo donde nadie se lo
esperaba: en los más recónditos despachos de la Administración
exterior y militar norteamericana. Desde allí estaba
consiguiendo un tropiezo tras otro de la diplomacia yanqui, y un
país caía en manos del socialismo a resultas de cada tropiezo.
Entre otros, ese gigante que aún lo padece, China, y que le ha
costado a nuestra Iglesia miles de mártires y un cisma.
Es cierto que ni uno ni otro obedecieron primariamente a un
impulso religioso en sus respectivas actividades públicas. En
Chateaubriand era determinante el factor monárquico, y en
McCarthy las necesidades de seguridad de un país que vivía en
plena Guerra Fría con el enemigo soviético.
Pero no es menos cierto que uno y otro, con todas las debilidades
humanas que se quiera, eran sinceros en su Fe, y el catolicismo
constituía la "forma mentis" que animaba sus
principios y su actividad política, si bien de formas muy
diversas.
Chateaubriand nunca fue piadoso, mientras McCarthy no abandonó
jamás la costumbre del rosario diario. Chateaubriand era un
doctrinario fino y su estilo ha pasado a la historia de la
literatura, mientras que McCarthy era un político populista
fajador y correoso, poco amigo de los distingos y las sutilezas
conceptuales. En Chateaubriand encontramos todavía una mente
contra- o pre-revolucionaria (esto ha sido objeto de debate),
mientras que McCarthy, en la línea del peculiar patriotismo
norteamericano, no cuestiona jamás el sistema constitucional
definido por los "Padres Fundadores", sino que más
bien se consagra a su defensa ante un enemigo todavía peor.
Y más de un siglo de distancia les separa, claro.
Pero hay algo que los une: ambos personajes entendían la
política como un ejercicio total de responsabilidad por el bien
común, hasta las últimas consecuencias, entre ellas las más
penosas para sus propios intereses particulares. En ese sentido
les reivindicamos aquí.
No se trata de comparar la estrictísima obligación moral que
tienen hoy un rey o un diputado de entorpecer (supuesto que no
puedan impedir) una disposición que viola la ley natural, con
las opciones políticas, legítimas pero a fin de cuentas
potestativas, que adoptaron Chateaubriand y McCarthy, y que en
algunos aspectos llevaron adelante de manera discutible.
De lo que se trata es de saber si el concepto de "católico
en la vida pública" supone una militancia que
compromete la vida política entera en el éxito o en el fracaso,
o bien es una actitud meramente testimonial destinada a fabricar
biografías políticas impolutas.
Algunos piensan que cualquier causa terrenal que vaya unida a la
defensa de la Fe y la moral católicas, contamina a éstas.
¡Pobre concepto de la Fe y la moral tienen quienes así piensan,
no reparando en que, en vez de verse contaminadas, son éstas las
que purifican aquélla!
El católico en la vida pública que algunos proponen hoy como
modelo está a la expectativa de un nuevo avance en la
degradación pública para exigir que se le ponga coto... pero
precisamente en nombre de los principios que han hecho posible
dicha degradación, lo cual es el no-va-más del "pensamiento
desiderativo" y equivale, en la práctica, a dar por
perdida la batalla hasta la siguiente votación.
No eran así los héroes aquí glosados.
Buscaban al adversario en sus causas, no en sus efectos, y una
vez detectado iban hacia él con toda su artillería hasta cruzar
las líneas enemigas, a plena conciencia de que sus compañeros
se retirarían descubriéndoles los flancos primero, y enseguida
también la retaguardia.
No me imagino a Joseph McCarthy guardando en un cajón, por
disciplina ante un partido timorato, el famoso listado de
infiltrados comunistas y espías soviéticos que pululaban por la
Administración norteamericana hasta que él lo aireó. Le veo,
sin embargo, salir del ostracismo en que vivía como joven aunque
eficaz senador por el tranquilo Wisconsin, y poner patas arriba
la vida política estadounidense para denunciar al enemigo
marxista con el cual se convivía con demasiada tranquilidad.
McCarthy (el senador más popular de la época, prototipo del self
made man y herido en una guerra de la cual, como juez electo
que dejó de ser para acudir a ella, hubiera podido librarse) se
jugó una posible nominación republicana como candidato
presidencial para que la Administración estadounidense quedase
libre de enemigos de los Estados Unidos, que no lo eran sólo de
la política de aquel país, sino también de la civilización
cristiana y de la Iglesia.
Y tampoco me imagino al vizconde de Chateaubriand bajando la
cabeza ante Napoleón, o comentando la ejecución por Bonaparte
del duque de Enghien como una mera anécdota en medio de las
glorias del Primer Imperio. Le veo, sin embargo, denunciarla con
fuerza, o en otra sonada ocasión rozar la alta traición
al recomendarle al Papa Pío VII que impugnase las violaciones
concordatarias del gobierno napoleónico al que representaba. Ni
tampoco es fácil imaginárselo pasando de puntillas entre los
plenipotenciarios europeos haciendo como que el desastre del
trienio liberal fernandino no afectaba a la estabilidad de toda
Europa. Pero sí propugnando la arriesgada aventura de los Cien
Mil Hijos de San Luis, que sólo salió bien por la excepcional
acogida popular que tuvo (sin olvidar que más de la tercera
parte de los soldados comandados por Angulema eran españoles).
¿Y si hubiesen vivido en nuestros días?
Estoy seguro de que el bueno de René, encantado de poder llamar
la atención, habría provocado una gravísima crisis
institucional, en caso de verse como un rey en el trance de
apuntar un semi-golpe de Estado para impedir la entrada en vigor
de una disposición aprobada por el Parlamento. Y también estoy
seguro de que el bueno de Joe, topado de bruces con una ley
prosodomítica, habría conseguido que se estuviese hablando de
ella durante toda la legislatura, mientras sus compañeros de
partido huían de su compañía como de la peste, tachándole
para siempre de las posibilidades electorales inmediatas.
Claro que la mayoría de los políticos considerados hoy "católicos
en la vida pública" suelen llevar una vida personal
irreprochable, no como Chateaubriand con su egocentrismo y sus
múltiples amantes, o McCarthy con sus excesos alcohólicos y
algunos colaboradores corruptos, de los que no quiso librarse
(por perjudicial que resultase tal determinación para su causa)
por puro ejercicio de fidelidad a quienes fieles le habían sido
en momentos muy difíciles de soledad casi absoluta.
Y es que los Pilatos bien aseados y de atemperada voz (inocentes
siempre de la sangre de los justos cuyo derramamiento pudieron
evitar) tranquilizan más algunas conciencias que las virulentas
efusiones cordiales de, por ejemplo, un San Pedro.
Un San Pedro acoquinado ante las aguas bravías antes de confesar
la divinidad de quien las aquieta. Ora jurándole a Cristo no
abandonarle jamás y sacando la espada en Getsemaní, ora huyendo
luego despavorido. Negando tres veces a su Maestro y llorando
toda una vida su traición, lavándola con años de combate y la
palma del martirio. O metiendo la pata con unas disposiciones
judaizantes, y confesando después pública y humildemente su
error ante los argumentos de San Pablo.
¿Católicos en la vida pública? Sí, por favor, pero modositos
y sin estridencias que perturben el buen orden de la fiesta. Show
must go on!
Carmelo López-Arias Montenegro.
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(*)
- Fernando Alonso Barahona, "McCarthy o la historia ignorada del cine" (Criterio Libros, Madrid, 2001, 214 pp.), única biografía en castellano del político estadounidense.
- Mario Soria, "Chateaubriand o un espíritu incorrecto" (Criterio Libros, Madrid, 2002, 484 pp.).
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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