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Guerra justa.
Un breve análisis de la guerra como un derecho natural, como derecho legal, como crimen, de que es la paz verdadera, en qué circunstancias se atiene a las exigencias de la moral, de los requisitos para que la guerra, por ser justa, constituya un derecho de la comunidad política...
La guerra, es el enfrentamiento humano
que ha arrebatado la existencia al mayor número de seres a
través de los siglos. La guerra es, por ello, una cuestión
obsesionante, jamás agotada, que desasosiega al hombre, y hasta
tal punto que posiblemente el sustantivo guerra, considerado una
y otra vez, sea el que más adjetivos calificativos pueda
mostrarnos para identificar sus variedades o facetas. Se habla
así de guerra justa, de guerra divinas, de guerra santa, de
guerra ofensiva y defensiva, de prevención y de agresión, de
movimientos y de posiciones, de guerra sin cuartel, total, a
muerte, de aniquilación y de exterminio, de guerra convencional,
de guerra nuclear, de guerra a.b.c. (atómica, bacteriológico y
química), de guerra de las galaxias, de guerra civil, de guerra
de liberación, de guerra fría, subversiva y revolucionaria, de
guerra de guerrillas y de guerra sucia.
La guerra, en todo caso, decía Juan Pablo II el 1 de enero de
1980, «va contra la vida (y) se hace siempre para
matar», y en Hiroshima, el 25 de febrero de 1981, afiadió
que «la guerra es la destrucción de la vida humana..., es
la muerte». Por eso el Papa pide «una nueva conciencia
mundial contra la guerra (y hace) un llamamiento a todo
el mundo en nombre de la vida».
Ahora bien, si la guerra, en frase de Pío XII, es una «indecible
desgracia» (24 de diciembre de 1939), será preciso
examinar si, ello no obstante, no sólo se impone como una
necesidad biológica, como un corolario de la naturaleza humana
decaída de su estado original, sino también como un medio, por
terrible que sea, para mantener el derecho que la comunidad
política tiene a subsistir. Si la posibilidad de un injusto
agresor no puede descartarse y, como demostramos en artículo anterior, la legítima defensa es un derecho del
hombre, y hasta un derecho-deber, ¿no será también un derecho
y hasta un derecho-deber de la comunidad política apelar a la
legítima defensa, es decir, a la guerra, para oponerse a la
guerra como agresión injusta de otra u otras comunidades
políticas? Por el contrario, siendo la guerra en sí misma
injusta, ¿no será, recurrir a ella, en ningún caso posible, ni
siquiera para rechazar la que injustamente ha promovido el
adversario? El dilema girará, en última instancia, en torno a
uno de estos dos postulados: «Si vis pacem para bellum»
y «paz a cualquier precio y a toda costa». Ahora bien,
como en uno y otro caso lo que se pretende haciendo la guerra o
negándose a hacerla es la paz, conviene que nos detengamos en
dos temas fundamentales: en el concepto exacto de paz y en la
guerra como derecho -«ius ad bellum» para conseguirla.
Por lo que se refiere a la guerra como derecho, se pueden
registrar tres posiciones distintas, a saber: la que estima que
hay, en determinadas circunstancias, un derecho natural a la
guerra; la que entiende que toda comunidad política, por el
hecho de serlo, goza de un derecho legal para hacer la guerra, y
la que asegura que la guerra es siempre un crimen y jamás un
derecho.
La guerra como un derecho natural o «bellum
justum»: Royo Marín (ob. cít., pág. 690) escribe que «una
nación injustamente atacada tiene un derecho natural de
legítima defensa». Por su parte, Ives de la Briere, S. J.
(«El derecho de la guerra justa», Jus., México, 1944, pág.
87) explicita este punto de vista al afirmar que ese ataque
injusto puede producirse no sólo en caso de invasión, en cuyo
caso «vim vi repellere omnia jura permittunt», sino
también cuando, sin que haya invasión, se viola el derecho de
manera cierta, grave y obstinada, con manifiesta culpabilidad
moral e injusticia voluntarias.
La guerra como derecho legal o «bellum
legale»: la doctrina del «bellum justum» quedó maltrecho
y vicíada en su misma raíz cuando fue sustituida por la del
«bellum legale», conforme a la cual la guerra sigue siendo un
medio, pero no para defender la justicia e imponerla
restaurándola, sino como un medio de política internacional del
Estado. En esta línea de pensamiento Hugo Grocio concedió al
Estado el derecho a hacer la guerra, no exigiendo otro requisito
para su licitud que el de su previa declaración por el
Príncipe, y Maquiavelo fijó como único criterio a que el
Príncipe debería atenerse al declararla,el de la utilidad o
interés. Utilidad y estricta legalidad, sin planteamientos
morales de ningún género, dieron origen de consuno a la
formulación de los contrarios aparentes que rezan así: «la
guerra es la continuación de la política por otros medios»
(Clausevitz) y «la política es la continuación de la guerra
por otros medios» (Alfred Kraus).
La guerra como crimen o «bellum delictum»:
siendo la paz un valor supremo, la guerra no puede ser un
derecho. Tal es la postura del pacifismo integral, mantenida en
ambientes cristianos, no sólo protestantes, sino incluso
católicos. En favor de esta tesis, San Basilio afirmó que la
guerra no puede ser un medio al servicio de la justicia, porque
es en sí un acto contra la justicia misma, y Tertuliano
entendió que Cristo, desarmando a Pedro, desarmó a todos los
soldados: «Con verte gladium tuum in locum suum» (Mt.
26,52). Erasmo, por su parte, dijo que «la guerra está
condenada por la religión cristiana y que no hay paz, aun
injusta, que no sea preferible a la más justa de las guerras».
Más recientemente -y siempre dentro del campo católico-, la
Declaración de Friburgo, de 19 de octubre de 1931, declaró que «la
guerra moderna es inmoral», el cardenal Otraviani aseguró
que «la guerra no es ya un instrumento de justicia»,
el cardenal Alfrink, a la cabeza del movimiento «Pax Christi»,
sostiene que «ya no hay guerras justas», y monseñor Ancel,
más claro y contundente todavía, proclama que «incluso la
guerra defensiva es ilícita».
A favor de la guerra-crimen se alega, como en tantas ocasiones,
la exigencia absoluta, universal y perenne del «no
matarás», añadiendo aquí la bienaventuranza de los
pacíficos del Sermón de la Montaña, que deroga la posible
licitud de la guerra que pudiera deducirse de los libros de los
Macabeos. En tales alegatos se apoya la objeción católica de
conciencia a la prestación del servicio militar.
Se olvida, sin embargo, por los objetores católicos de
conciencia y por los defensores doctrinales de la guerra como
crimen en todo supuesto, que la trasposición de textos no es
lícita, y que tampoco es lícita la desfiguración del genuino
concepto de paz.
Si es cierto que el Señor ordena a Pedro que guarde su espada,
la verdad es que, ordenándoselo en Getsemaní, no ordena lo
mismo a todos los soldados, y ello por las siguietes
consideraciones: porque algún alcance tendrán, si es que no se
aspira a borrarlas del Evangelio, las frases del propio Cristo «Non
veni pacem mittere, sed glaudium» (Mt., 10,34), y «qui
non habet vendat tunicam suam et emat gladium» (Luc.,
22,36); porque no cabe la menor duda que el Señor alude, sin
reproche, al «rey que debe hacer la guerra» (Luc.,
14,3 l); porque Cristo no pide al centurión que abandone las
armas (Mt., 8,10/13); porque Juan el Bautista tampoco censura la
milicia, sino la posible malicia de su ejercicio (Luc., 3,14);
porque Pedro nada reprocha a Cornelio, el centurión, por serlo
(Hechos, 10, 112); porque Pablo hace el elogio de lo que «fortes
facti sunt in bello» -de los que fueron valientes en la
guerra y «castra verterunt exterorum» -y desbarataron
ejércitos extranjeros (Hechos, 11,34). Jesús, por lo tanto, que
no quiso que Pedro le defendiese con la espada, reconoce al
César, al que hay que reconocer lo suyo (Mt., 22,21; Mc., 12,17,
y Luc., 20,24), el derecho a hacer uso legítimo de la espada
(Rom., 13,4).
En este sentido, Karl Hörmann, en una análisis del precepto
cristiano del amor, concluye que dentro del mismo hay una
categoría dé valores, y que es precisamente el amor el que
obliga a los dirigentes del Estado, no a dejar indefensos a los
amenazados o agredidos, que deben proteger, sino a defenderlos de
la amenaza o de la agresión injusta que puede victimarlos.
Por otra parte, si, como sostienen los pacifistas integrales, la
paz es un valor supremo, según se deduce de la bienaventuranza
de los pacíficos, «beati pacifici» (Mt., 5,9), la
guerra que destruye la paz ha de ser forzosamente un crimen. Lo
que ocurre, sin embargo, cuando se contesta de forma tan radical,
es que se soslaya el segundo de los temas que antes
planteábamos, es decir, el de qué se entiende por paz. Por
ello, antes de saber si la guerra destruye la paz, hay que
preguntarse qué es la paz. En este sentido, la constitución
pastoral «Gaudium et spes» (núm. 78) señala que «la
paz no es la mera ausencia de la guerra, ni se reduce al solo
equilibrio de las fuerzas adversarias, ni surge de una hegemonía
despótica,., sino que con toda exactitud y propiedad se llama
obra de la justicia» (Is., 32,7). Pues bien, si la paz es
obra de la justicia, «opus iustitiae pax», si la paz
es la tranquilidad en el orden, como dice San Agustín, pero del
orden querido en la sociedad humana por su divino Fundador, que
nos da su paz, una paz distinta de la que da el mundo (Ju.,
14,27), la paz no sólo será el resultado de la justicia, sino
también del amor, que sobrepasa la justicia («Gaudium et
spes», núm. 78, pág. 2), y de la confianza mutuas. Por
eso, Juan XXIII, en «Pacen in terris» (11 de abril de
1963), dice que «la paz ha de estar fundada sobre la verdad,
construida con las armas de la justicia, vivificada por la
caridad y realizada en libertad».
Sentado esto, no cabe la menor duda que la tesis que descalifica
la guerra en términos absolutos, calificándola sin más de
crimen, no es aceptable. «Bellum non est per se inhonestum».
La guerra, decía Suárez, no es un mal absoluto.
Ahora bien, si la guerra no es de por sí inmoral, es preciso
saber en qué circunstancias se atiene a las exigencias de la
moral y, por tanto, constituye, por ser justa, un verdadero
derecho. Vamos, pues, a ocuparnos de:
La guerra justa, como derecho. La guerra como «ultima
ratio» será un derecho tan sólo cuando se haga por razón
de justicia y pretendiendo que con la justicia se logre la paz
verdadera. La Teología clásica y la doctrina católica
tradicional, desarrollando esa afirmación, exigen para que la
guerra, por ser justa, constituya un derecho de la comunidad
política, determinados requisitos. Santo Tomás señalaba que,
siendo la «ultima ratio», sea declarada por autoridad
competente («auctoritas principis»), que la causa sea
justa («iusta causa») y que haya recta intención («intentio
recta»).
En cuanto a la previa declaración de guerra «ex praedieto»,
conviene advertir, como dice Enrique Valcarce, que cuando la
autoridad competente no tenga posibilidad de declararla, por las
circunstancias que la hacen precisa, el pueblo mismo, como
ocurrió con el de Móstoles en tiempo de la invasión
napoleónica, puede declararla. También, y en este orden de
cosas, se apunta por Eduardo de No («Nueva enciclopedia
jurídica española», t. X, pág. 724), que «la
declaración de guerra (como) medida formal... tiene
(la) desventaja de hacer perder al Estado que inicia las
hostilidades el fruto de la sorpresa. (Por ello) el paso
del estado de paz al estado de guerra se determina por el hecho
(sin más) de la ruptura de las hostilidades», como
ocurrió en 107 de las guerras producidas entre 1700 y 1870. En
el supuesto de que se cumpla con el requisito formal de la
declaración de guerra, esta declaración puede ser simple, con
el comienzo inmediato de las operaciones bélicas, o
condicionada, para el caso de no conseguir la satisfacción
requerida, en cuyo supuesto se denomina «ultimátum».
Por lo que se refiere a la causa justa, San Isidoro de Sevilla
especificaba las de «rebus repetendis», recuperar
bienes, y «propulsandorum hostium», rechazar a los
enemigos. En general, el castigo de una injusticia (violación
cierta, grave y obstinada, decía Vitoria), y el recobro de un
derecho, por ser considerado como agresiones, se equiparan a la
invasión del territorio nacional.
Tratándose de la recta intención, definida como «ut
bonorum promoveatur, ut malum vitetur», se requiere, para
que exista, una valoración seria de los motivos y de las
circunstancias que evite la adopción de un medio que para la
prudencia, y no sólo la justicia, no sea desproporcionado.
Además, la recta intención, para hacer justa la guerra, no debe
concurrir tan sólo en el momento de iniciarla, sino también en
el modo de llevarla a cabo («iustus modus»). En este
aspecto, jamás pueden ser lícitas las matanzas de no
combatientes o de prisioneros (recuérdense los genocidios de
Hirohisma y Nagasaki, los bombardeos con fósforo de Dresden y
Colonia, y los cementerios de Katin y Paracuellos del Jarama).
Por eso, una guerra justa por su causa puede transformarse en
injusta, por el modo de conducirla («modus bellandi»),
como puede suceder cuando «las acciones bélicas produzcan
destrucciones enormes e indiscriminadas, que traspasen
excesivamente los límites de la legítima defensa» («Gaudium
et spes», núm. 80). Pío XII ya había dicho tajantemente en
1954 que «toda acción bélica que tienda
indiscriminadamente a la destrucción de ciudades enteras o de
extensas regiones junto con sus habitantes, es un crimen contra
Dios y la humanidad, que hay que condenar con firmeza y
valentía».
Lo que acabamos de exponer sobre la guerra, y que parece
reducirse a los conflictos bélicos entre Estados, se aplica
también a las guerras civiles y a la guerra que impone el
terrorismo. Al terrorismo, «nuevo sistema de guerra»
(«Gaudium et spes», núm. 79, pág. l), «guerra verdadera
contra los hombres inermes y las instituciones, movida por
oscuros centros de poder», aludía Juan Pablo II
dirigiéndose al Sacro Colegio Cardenalicio, el 22 de diciembre
de 1980, llamando la atención sobre la «paz del
cementerio» que nace de «las ruinas y de la muerte»
(que causa) su violencia.
Por lo que se refiere a las guerras civiles, reconocido el
derecho de resistencia al poder público (León XIII, «Sapiantiae
Christianae»), cuando el poder público es causa del caos
moral y político del pueblo, no cabe duda que tal resistencia,
que puede iniciarse con la llamada desobediencia civil, puede
legitimar, en su caso, el alzamiento en armas. Así se afirma por
el cardenal Pla y Deniel, en «Las dos ciudades» (30 de
septiembre de 1936), y Pío XI, en su encíclica «Firmisiman
constantiam», justifica que «los ciudadanos se unieran en
Méjico para defender la nación y defenderse a sí mismos con
medios lícitos y apropiados contra los que se valen del poder
público para arrastrarlos a la ruina». En tal supuesto,
señalaba Balmes, no hay sedición.... «porque la sedición
es la revolución contra el bien, y en este caso extremo el
verdadero sedicioso es el poder, que usa de su soberanía para
arrancar a las almas el respeto de la verdad, del orden y de la
justicia». De aquí que Pío XI enviara una «bendición
especial a cuantos, se impusieron la difícil y peligrosa tarea
de defender y restaurar los derechos y el honor de Dios y de la
religión».
Se trate de guerra entre Estados o de guerra civil dentro del
Estado, no puede olvidarse, según copiamos a la letra de la
famosa carta colectiva del Episcopado espafiol, publicada a raíz
de la Cruzada, que no obstante ser «la guerra uno de los
azotes más tremendos de la humanidad, es, a veces, el remedio
heroico (y) único para centrar las cosas en el quicio
de la justicia y volverlas al reinado de la paz».
Pero así y todo, vuelve a insistiese, ¿no será la guerra un
remedio bárbaro y cruel, origen de desastres sin cuento, de
muerte de miles de personas a las que no cabe ninguna
responsabilidad en el litigio? ¿Acaso no hay contradicción
entre el propósito de defender la justicia y la utilización
para tal fin de un remedio que es a todas luces injusto? ¿No
quedará ¡legitimado el quehacer bélico, no por razón de su
fin, sino por razón del medio?
A mi juicio, no, si concurren los requisitos de la guerra justa y
se pone en juego la virtud de la prudencia al adoptar la
decisión de emplearla. Si se hace apelación a la prudencia es,
sin duda, porque antes se ha reconocido la licitud de la guerra
misma, pues la prudencia, lógicamente, no puede actuar en el
vacío. En éste, como en tantos temas, Pío XII, en momentos de
la máxima tensión internacional, el 24 de diciembre de 1939, se
pronunciaba así: «El anhelo cristiano de paz... es de
temple muy distinto del simple sentimiento de humanidad, formado
las más de las veces por una mera impresionabilidad, que no odia
a la guerra, sino tan sólo por sus horrores y atrocidades, por
sus destrucciones y consecuencias, pero no, al mismo tiempo, por
su injusticias».
Cuando la guerra, es decir, la agresión injusta, se produce, «el
verdadero anhelo cristiano de paz -continuaba Pío XII- es
fuerza (y) no debilidad ni causa de resignación. Un
pueblo amenazado o víctima ya de una agresión injusta, si
quiere pensar y obrar cristianamente, no puede permanecer en una
indiferencia pasiva». Más aún, calificada «toda
guerra de agresión contra aquellos bienes que la ordenación
divina de la paz obliga a respetar y a garantizar
incondicionalmente y, por ello, también a proteger y defender (como)
pecado (y) delito contra la majestad de Dios creador
y ordenador del mundo.... la solidaridad de los pueblos, les
prohíbe comportarse (ante la agresión injusta) como meros
espectadores en actitud de impasible neutralidad».
Cuando los tanques soviéticos ocuparon Hungría, Pla y Deniel
hizo aplicación de la doctrina expuesta. «No intervenir en
ayuda de Hungría y de los pueblos que sufren, dejar sin socorro
a las víctimas inocentes es hoy una falta grave contra la
justicia y la caridad»; y el propio Pío XII, con vibrante
energía, exclamó entonces: «Cuando en un pueblo se violan
los derechos humanos y armas extranjeras con hierro y con sangre
abrogan el honor y la libertad, entonces la sangre vertida clama
venganza, entonces -con frases de Isaías¡ay de ti, devastador!;
¡ay de ti, saqueador que confías en la muchedumbre de los
carros, porque el Señor se levanta contra aquellos que obran la
iniquidad!»
Es cierto que, como los padres conciliares observaron, «las
nuevas armas nos obligan al examen de la guerra con una
mentalidad totalmente nueva» («Gaudium et spes», número
86, pág. 2), pues «en nuestro tiempo, que se ufana de la
energía atómica, es irracional pensar que la guerra sea medio
apto para restablecer los derechos violados» (Juan XXIII,
«Pacem in terris»).
Pero, aun así, mientras haya valores que son más fundamentales
que el hombre por sí mismo; mientras consideremos al hombre como
algo más que un «robot» o un esclavo, mientras la libertad y
la dignidad de los hijos de Dios esté por encima de la paz falsa
y de la vida, mientras no haya un desarme total y una fuerza que
lo garantice, los pueblos no pueden evitar que otros les impongan
la guerra, y tienen el derecho y el deber de defenderse de la
guerra misma, prepa rándose para ella y luchando contra aquellos
que se la imponen.
No nos engañemos. El profeta Isaías dejó escrito que en la
mancha del pecado está la raíz de la guerra en el hombre, y
entre los hombres y la Constitución «Gaudium et spes», en
idéntica línea de pensamiento, concluye: «En cuanto los
hombres son pecadores les amenaza el peligro de la guerra y les
seguirá amenazando hasta la venida de Cristo» (número 78,
p. 116).
De aquí que, como el texto conciliar dice (número 79, p.' 4), «mientras
persista el peligro de guerra y falte una autoridad internacional
competente dotada de fuerza bas tante, no se podrá negar a los
Gobiernos el que, agotadas todas las formas posibles de tratos
pacíficos, recurran al derecho de legítima defensa. A los
gobernantes y a todos cuantos participan de la responsabilidad de
un Estado in cumbe por ello el deber de proteger la vida de los
pueblos puestos a su cuidado».
Por su parte, Pablo VI, en su discurso a la ONU de 4 de octubre
de 1965, afirmó: «Si queréis ser hermanos, dejar caer las
armas. Sin embargo, mientras el hombre sea el ser débil,
cambiante e incluso a menudo peligroso, las armas defensivas
serán desgraciadamente necesarias», y en 21 de abril de
1965 especificaba: «El centurión demuestra que no hay
incompatibilidad entre la rígida disciplina del soldado y la
disciplina de la fe, entre el ideal del soldado y el ideal del
creyente.» Por su parte, la misma Constitución «Gaudium
et spes» (número 79, p." 5), dice que «los que al
servicio de la patria se hallan en el ejército, considérense
instrumentos de la seguridad y libertad de los pueblos, pues
desempeñando bien esta función contribuyen realmente a
estabilizar la paz».
El repudio de la guerra total y de exterminio, el deseo de que la
humanidad se libere de la guerra no implican, pues, la
condenación en todo caso de la guerra, ni mucho menos
identificar la paz con el mantenimiento de la injusticia.
A título de conclusiones, podemos formular las siguientes:
1ª) que la guerra de agresión es inmoral e injusta, un
verdadero crimen o delito grave, que debe ser castigado
internacionalmente (Pío XII, radiomensaje de Navidad de 1948; 30
de septiembre de 1954 y 3 de octubre de 1953);
2ª) que la guerra defensiva contra un agresor injusto es lícita
y puede constituir una obligación cristiana para la defensa de
la justicia y de la paz (Pío Xil, 3 de octubre de 1953,
radiomensaje de Navidad de 1956: «Este derecho a mantenerse
a la defensiva no se le puede negar ni aun en el día de hoy a
ningún Estado»);
3ª) que la guerra defensiva lícita puede ser una guerra
preventiva para impedir que la amenaza se consume;
4ª) que «no sólo frente a la invasión clamorosa y armada,
sino también frente a aquella agresión reticente y sorda de la
que ha venido en llamarse guerra fría -que la moral
absolutamente condena-, el atacado o atacados pacíficos tienen
no sólo el derecho, sino el sagrado deber de rechazarla, porque
ningún Estado puede aceptar tranquilamente la ruina económica o
la esclavitud política» (Pío XII, 19 de septiembre de
1952);
5ª) que aun en el supuesto de que existiera «una autoridad
internacional competente y prevista de medios eficaces» («Gaudium
et spes», número 79, p." 4) la coacción armada ejercida
sobre el injusto agresor, legitimado, además en este caso, por
una instancia superadora de la identificación del juez y de la
parte, seria también una guerra, aunque, por supuesto, justa;
6ª) que el drama humano consiste en que no obstante la
brutalidad de la guerra, cuando se quiere luchar contra la
guerra, por injusta, no cabe más, agotados los otros medios, que
recurrir a la misma guerra, que en este caso sería justa. Por
eso, hasta los pacifistas, desde el subconsciente, no tienen otra
solución que gritar: ¡guerra a la guerra!
B.P.L.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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