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"There
is no salvation outside the Church".
O el discreto encanto del Catolicismo en la Inglaterra
postvictoriana..
La jerarquía anglicana ha procedido a reinventar la religión para insertarla como un elemento no discordante en el Nuevo Orden Mundial de la globalización y lo políticamente correcto, queriendo convertirla en una suerte de ética del bienestar y la solidaridad con un significado panteísta, emocional y antropocéntrico frente al tradicional de comunión con la Divinidad. Esta postura en el anglicanismo tiene antecedentes desde hace más de un siglo
Introducción: la Iglesia
Anglicana y la "reinvención" de la religión en el
cambio de siglo.
Recientemente, la Iglesia Anglicana ha interpretado de forma
harto imaginativa sus propias estadísticas para demostrar que,
lejos de proseguir su inexorable declive, por el al contrario las
cifras de asistencia al servicio dominical se han incrementado.
La realidad es bien diferente, tal y como se puede comprobar si
comparamos las cifras de asistencia al templo de forma
comparativa con otras confesiones. De hecho, la Iglesia
Anglicana, si bien es cierto que ha visto aumentadas sus cifras
de practicantes en el último año, es la confesión religiosa
que ocupa el último lugar en este aspecto en Inglaterra. En el
contexto de resurgir de la fe religiosa de muchos británicos
tras el impacto en las conciencias del 11 de Septiembre, podemos
decir que el anglicanismo se ha llevado apenas las migajas.
Y es que el problema, en opinión de muchos anglocatólicos bien
pensantes, no es únicamente que la sociedad británica, como la
del resto del Occidente, se haya secularizado hasta extremos de
virtual neopaganización, es que es la propia Iglesia Anglicana
la que ha secularizado el sentido de su propia misión
espiritual.
En efecto, algunos de los líderes más destacados de la
confesión anglicana están reinterpretando el Cristianismo en
tanto que una suerte de ética del bienestar y la solidaridad.
Precisamente, aquello en lo que los librepensadores deístas de
los siglos XVIII y XIX querían convertir la religión cristiana.
Los obispos anglicanos, siempre más "sensibles"
a las sensibilidades del mundo moderno y a la opinión pública
que a la tradición apostólica heredada, están otorgando al
concepto de "espiritualidad cristiana" un nuevo
significado acorde con la estética del movimiento denominado New
Age, un significado panteísta, emocional y antropocéntrico
frente al tradicional de comunión con la Divinidad.
Tal y como ha señalado Edward Norman, de hecho lo que estamos
presenciando no es ya sólo el declive de la religión, sino la "reinvención
de la religión" para insertarla como un elemento no
discordante en el nuevo orden mundial de la globalización y lo
políticamente correcto. Fue precisamente uno de los más
destacados conversos del anglicanismo al catolicismo, el
sacerdote Robert H. Benson (hijo del primado de la Iglesia
anglicana), quien anunció en su novela El Amo del Mundo que
en el futuro surgiría un humanitarismo mundial de tipo
totalitario que reduciría el Cristianismo a una inocua moral
privada. Un humanitarismo totalitario que se ha hecho realidad en
el actual "pensamiento único" agnóstico y
demoliberal, cuyo brazo ejecutor es la ONU y sus agencias
(organización a la que monseñor Schooyans recientemente ha
acusado en nombre del Vaticano de querer convertirse en un "gobierno
mundial"). Como ha escrito el filósofo italiano
Augusto Del Noce, hoy día el catolicismo "no es
perseguido, sino más bien, absorbido", convirtiéndose
así en una mera sección de rito católico del ecumenismo
agnóstico-humanitario mundial.
Hoy en día, en Inglaterra como en España, la población por
debajo de los cuarenta años alardea de una ignorancia abisal
sobre la doctrina cristiana. Ahora bien, casi sin excepción se
proclaman como perfectamente competentes para juzgar sobre la
Verdad religiosa y suelen llegar a la fácil conclusión, nacida
de la necedad, de que esta Verdad no existe y que no hay forma
alguna de llegar a Dios desde nuestra humanidad.
El denominador común de esta espiritualidad postmoderna es el
rechazo a toda autoridad y tradición. El mundo moderno, ya se
sabe, es alérgico a la "autoridad" en materia
ideológica o religiosa. Por consiguiente, las sectas y
movimientos de la Nueva Era se esfuerzan en halagar al posible
"cliente" con promesas de felicidad y listas de
"derechos" de los hijos de Dios: ningún deber para con
el Altísimo, no sea que se asusten y no consuman el producto.
Desde una perspectiva antropocéntrica cuando no egotista se
considera que es verdadero y bueno aquello que satisface el ego o
la emotividad del "consumidor" en este supermercado de
las religiones.
Todo esto es más o menos bien sabido por toda persona bien
informada. Lo que resulta curioso para el caso que aquí nos
ocupa es que fue la propia Iglesia anglicana la que en sus
propias escuelas (Church schools) creó en los años 70
el caldo de cultivo para este panteísmo. Fue en los 70, en
efecto, cuando las escuelas anglicanas dejaron de enseñar el
Cristianismo como una doctrina de salvación recibida en tanto
que tradición dogmática y comenzaron a adoptar una perspectiva
multiculturalista en la que la religión de Jesucristo era una
más entre otras muchas creencias, no necesariamente superior.
Enseñar que hay una Verdad única, salvífica y sin compromisos,
había pasado a ser poco liberal y abierto en una sociedad
multicultural como la británica, consideraron entonces los
prelados anglicanos. No es extraño que el vaciamiento de las
iglesias anglicanas date de ese momento, cuando los niños
educados en estas escuelas crecieron en un vago deísmo de
filiación cristiana que les "desmovilizó" como
creyentes por así decirlo. Ahora bien, este neopaganismo hoy tan
rampante en Inglaterra como en España debe ser comprendido como
un fenómeno que no es intrínsecamente postmoderno. Viene de
lejos.
Lo que va de un
siglo a otro: Catolicismo y Anglicanismo a principios del siglo
XX.
Contra lo que pudiera pensarse, el panorama religioso en
Inglaterra a principios del siglo pasado, salvando las
distancias, no era tan distinto al actual. Cuando, apenas
transcurridas tres semanas del siglo XX, el 22 de Enero de 1901
moría la reina Victoria en Osborne House, muchas de las ideas
que hoy nos azotan ya estaban en movimiento. Sólo que en estado
embrionario.
Su reinado había durado sesenta años y muchos percibieron su
fallecimiento como una ocasión memorable, incluso como el fin de
toda una época. El joven Gilbert Keith Chesterton, todavía un
desconocido para el público, lloró al conocer la noticia. Pero
siendo ya por entonces un tradicionalista de pro ciertamente no
podía llorar por la muerte del siglo "ominoso".
La muerte de la reina que había sido testigo de la creación del
Imperio Británico había sido de algún modo también la muerte
de un siglo, el XIX, sin duda nefasto para la causa de la
religión. El escepticismo, el materialismo, el anticlericalismo
y el cientifismo se daban entonces la mano para apartar a toda
una generación de la fe de sus mayores, fuera esta la católica,
la anglicana o la protestante. El socialismo fabiano y la
pseudoreligión del progreso humano hacían presa de las almas
idealistas de los estudiantes de Oxford y Cambridge, distraídos
de los oficios divinos por una serie de invenciones inglesas que
todavía hoy impiden a muchos jóvenes ir a la casa del Señor:
el deporte como forma de vida (sportmanship que hace del
Domingo el día del fútbol y no el de la santa misa), el
dandismo (hoy lo llamamos "ir a la moda") y la
homosexualidad (bien conocida como "el vicio
inglés").
Únicamente la titánica figura del cardenal John Henry Newman se
había alzado contracorriente en esas décadas para intentar
devolver su patria a la vía recta. En su periodo como
carismático clérigo anglicano en la Universidad de Oxford
había sido el principal impulsor del llamado Oxford Movement,
una corriente teológica que devolvió a parte de la Iglesia
Anglicana a la tradición apostólica. Se ha dicho, creemos que
sin exagerar, que de no haber sido por Newman, la Iglesia
Anglicana estaría hoy virtualmente disuelta, desmembrada en las
múltiples confesiones de filiación puritana que se conocen como
Low Church ("baja Iglesia"), las mismas que
hoy han impuesto el sacerdocio para mujeres e invertidos (la
introducción de los practicantes del "vicio
inglés" en el sacerdocio parece que era lo propio de
una "Iglesia verdaderamente nacional" comentó
con flema británica un sin duda "retrógrado"
articulista inglés en el Daily Telegraph).
Cuando lo políticamente correcto aún no había sido
inventado por nuestros pecados, Newman y sus seguidores
consiguieron revitalizar el sector tradicional de la comunión
anglicana, la llamada High Church ("alta
Iglesia", también conocidos como anglocatólicos), tan
perseguida desde el triunfo de los whighs con la
(¡sic!) Glorious Revolution (1688), debido a su
identificación con la causa de los jacobitas (defensores del
legitimismo Estuardo).
Con Newman, el ritual anglicano de la misa volvía a ser
importante y majestuoso y no un mero ágape comunitario o
pascual, las iglesias volvieron a poblarse de vidrieras así
como de imágenes de Nuestra Señora y de los santos, que habían
sido salvajemente mutiladas o destruidas durante la dictadura
puritana de Oliver Cromnwell. Volvían, en suma, las tradiciones
milenarias de la Cristiandad inglesa, aquellas que les conectaban
con las figuras de San Agustín de Canterbury, San Beda el
Venerable o Santo Tomás Becket.
Este movimiento teológico de Oxford acaudillado por Newman
influyó decisivamente en que se pusiera de moda de nuevo en
Inglaterra el estilo gótico (el Gothic revival al cual
debemos edificios de gran belleza) y que, en el ámbito de la
pintura, la corriente prerrafaelita, nostálgica de tiempos
mejores para el espíritu, desafiara el grosero realismo de los
pintores de inspiración marxista o fabiana. El rey Arturo y los
monjes medievales volvían así a ser temas pictóricos.
Ahora bien, el movimiento de Oxford y la Iglesia anglicana iban a
perder a su líder natural cuando Newman, tan brillante en su
pensamiento como coherente con él, decidiera que en realidad la
única forma de ser fiel a la tradición apostólica (que él
conocía muy bien a través de sus estudios de Patrística) era
volver a la obediencia romana. De hecho, cuando Newman solicita
ser aceptado en la Iglesia de sus antepasados, lo único que hace
es reconocer al Sucesor de San Pedro como Vicario de Cristo con
poder para hacer y deshacer. En materia doctrinal él ya había
llevado a la Iglesia anglicana por los senderos de la verdadera
tradición apostólica por lo que, antes de hacerse católico, no
podemos considerarle en ningún modo un hereje, sino únicamente
un cismático.
En efecto, los pocos anglicanos todavía adscritos a la High
Church se dicen hoy día catholic gracias al
magisterio de Newman en sus años oxonienses y sólo el problema
de la obediencia romana les separa de los
"papistas". El problema radica en que nuestra
Madre, la Iglesia Romana, si bien tan santa y apostólica como
siempre ha sido, en algunos de sus sectores se ha ido pareciendo,
a lo largo de este siglo que acaba de morir, más y más al
sector puritano y cada vez menos a la High Church, para
consternación de los católicos ingleses, grandes amantes de la
misa tridentina en latín y a los que la nueva misa vaticana en
inglés les sonaba al principio a herejía anglicana. No
obstante, ello no ha impedido que miles de anglicanos del sector "anglocatólico"
hayan abrazado la fe romana de sus antepasados al comprobar que
su Iglesia, anglicana, se iba convirtiendo en un club de alterne
para vicarios con novio, sacerdotisas ecologistas, presbíteras
lesbianas y curas ye-ye de todo jaez.
En fin, es al gran Newman a quien se debe el hecho curioso de que
podamos presenciar todavía hoy día en las capillas de los
colleges de Oxford y Cambridge bellísimas misas anglicanas mucho
más fieles a la tradición católica que muchas que se celebran
en algunas parroquias de nuestro país.
En este sentido, no deja de ser curioso que algunos curas
postconciliares entusiastas del estilo ye-ye (tan difícil, por
cierto, de conciliar con el sentido del misterio) hayan importado
canciones anglosajonas de los Beatles y Simon & Garfunkel al
ritual de nuestras sufridas parroquias al mismo tiempo que en
Inglaterra dejaban de sonar los majestuosos himnos latinos
tridentinos, último vestigio de la unidad medieval de la
Cristiandad insular con la continental.
Sin embargo, resulta evidente que para un católico romano la
misa anglocatólica, por fiel al ritual apostólico que sea (de
hecho, paradojas de la historia, se parece más al ritual
tridentino que algunas versiones progres del novus ordo
missae del Vaticano II), no deja de ser una bella pantomima,
ya que el sagrario no contiene más que un pedazo de pan
consagrado por un farsante ordenado por una Iglesia cismática
fundada por un rey gordinflón, adúltero y cruel allá por el
siglo XVI. La sangre de trescientos mártires encabezados por
Santo Tomás Moro o San Juan Fisher fue derramada para
testimoniarlo.
En verdad, la santa hostia consagrada por el cura obrero
católico más ye-ye, lector asiduo de El País y enemigo de la
sotana vale infinitamente más que cualquier bella liturgia.
Aunque ese tipo imbuido de teología de la liberación no sea
consciente del mysterium tremendum del cual es
instrumento indigno. Pero... aún así no deja de ser una triste
burla de la historia el hecho de que mi amigos tories y
anglocatólicos de la Universidad de Cambridge pudieran presumir
con sorna británica de que su liturgia es más fiel a la
tradición católica que la de la propia Iglesia católica. Ante
eso sólo podía responder, medio en broma, que eso no les iba a
librar del Infierno o quizá el Purgatorio por cismáticos
recalcitrantes.
Sea como fuere, Newman y con él otros muchos dons de Oxford y
Cambridge, vieron la luz y se dieron cuenta de cuanta verdad hay
en el axioma nulla salus extra ecclesiam ("no hay
salvación fuera de la Iglesia"), un principio tan
cuestionado hoy por algunos muy dentro de la susodicha santa
institución salvífica. Newman, líder indiscutible de la
Iglesia Anglicana (con un prestigio e influencia muy por encima
del propio arzobispo de Canterbury) entró en el seno de la
religión verdadera para convertirse en un sacerdote más, sin
que el episcopado católico inglés le diera el protagonismo que
su sabiduría y vida santa exigían (si excluimos el breve
intervalo como rector de Trinity College en Dublín). El miedo de
los obispos católicos ingleses a provocar al poderoso
stablishment anglicano dando prominencia a un converso sin
complejos como Newman fue clave en la postergación del que
podría haber sido el hombre que reparara el daño de Enrique
VIII si se le llegan a dar los medios.
Pero es que hay que tener en cuenta en descarga de los obispos
ingleses que era aún muy reciente la concesión de la libertad y
los derechos civiles a los católicos (Emancipation Act
de 1836). No quedaban muy lejos los tiempos en que ser católico
era peligroso en Inglaterra. No quedaban lejos los tiempos en que
ser católico suponía que muchos te miraran como un sospechoso
de deslealtad al Rey, en que suponía también que en el
"día de Guy Fawkes" tenías que presenciar como se
quemaban en hogueras por todo el reino efigies del Papa y se
insultaba a los papistas, en que suponía no poder ir a la
Universidad, en que suponía no poder ser diputado en el
Parlamento, en que suponía en fin que si tu propio hermano se
convertía al anglicanismo perdías la herencia de tus padres que
iba íntegramente a sus manos y otra larga serie de mezquindades
que nos sería doloroso enumerar.
Baste como botón de muestra decir que cuando el Papa decidió
reinstaurar la jerarquía católica en Inglaterra (es decir,
volver a designar arzobispos y obispos que pudieran mostrarse a
la luz pública) ello provocó una gran indignación en
Inglaterra en tanto que "terrible provocación"
y se optó por crear diocésis diferentes a las anglicanas (que
no son sino las católicas originales). Esa es la razón por la
cual no hay hoy día arzobispo católico de Canterbury sino
arzobispo de Westminster. Lo cual viene a significar que por no
ofender a los anglicanos la sede de Santo Tomás Becket ha sido
enajenada de la Santa Iglesia Universal. Y es que para hacerse
una idea de lo que ha sido la Iglesia católica inglesa durante
los siglos XVI al XIX el único referente serían las iglesias
perseguidas del Este de los tiempos del comunismo soviético,
felizmente fenecido. Como en el bloque comunista, los sacerdotes
católicos ingleses llegaron a tener que celebrar en sótanos
ocultos de las casas. Iglesias perseguidas pero iglesias
fecundas. Inglaterra nos dió a John Henry Newman, Polonia nos ha
dado a Karol Wojtyla.
A pesar de los pesares, desde la oscuridad de su humilde oratorio
en Manchester, Newman, tras ser ordenado sacerdote católico,
continuó escribiendo sin descanso y recordándole a la orgullosa
Inglaterra victoriana del Britannia rules the waves que
no era, con toda su vanidad, más que un Imperio de herejes y
cismáticos. Ni una palabra de queja contra la jerarquía
católica que le ninguneaba salió de su boca. El tardío
reconocimiento del Papa con un birrete cardenacilio reparó, no
obstante, la injusticia que se había cometido con él y le
devolvió en su patria la inmensa fama de la que había gozado en
sus años de Oxford. Desde Santo Tomás Moro Inglaterra no había
dado al mundo un hombre tan grande para ponerlo al servicio de
Cristo.
Cuando Newman muere nos encontramos con que la Iglesia católica
inglesa había salido de las catacumbas sociales pero que justo
entonces era la propia religión cristiana la que, en el conjunto
de sus confesiones, comenzaba a estar acosada por los
intelectuales, los liberales, los socialistas, las feministas,
los periodistas y otras gentes de mal vivir.
Pero para la Iglesia católica, acostumbrada en Inglaterra a ser
sufriente y mártir, ello no iba a ser un problema. Se sentía y
se siente a gusto en el papel de confesión sospechosa y mal
vista por el mundo, verdadera vocación de los cristianos desde
el tiempo de las grandes Persecuciones. De ahí que mientras que
la hostilidad del siglo XX al cristianismo debilitaría
enormemente a la Iglesia anglicana, al fin y al cabo una
"institución social" en las que la gente mayor hace
amigos y toma el té como la definiera Newman, la Iglesia
católica inglesa salió inmensamente reforzada de la prueba,
atrayendo en el curso del siglo de la increencia a las mentes
más lúcidas del Reino Unido. Su enorme coherencia, su negativa
a transigir con el relativismo pluriconfesional del stablishment
liberal, la santidad de vida de las Órdenes monásticas
(mención especial merecen las mendicantes y los jesuitas) y,
sobre todo, su convencimiento irreductible de que no había
salvación fuera de su seno maternal la hicieron enormemente
atractiva para aquellos intelectuales británicos a la búsqueda
de certezas. En el siglo de la confusión, sólo la Iglesia
católica ofrecía el Camino, la Verdad y la Vida sin matices ni
pasteleos con el Mundo.
Una breve lista de los intelectuales católicos británicos del
siglo XX (conversos muchos de ellos) incluiría los siguientes
nombres: Gilbert Keith Chesterton, Hilaire Belloc, John Ronald
Ruelen Tolkien, Evelyn Waugh, Graham Greene, Christopher Dawson,
Alec Guinnes, etc... Podríamos incluso incluir a una figura de
la talla de Oscar Wilde, que murió reconciliado con la Iglesia,
pero nos parece que el conjunto de su trayectoria vital, marcada
por el hedonismo y el escándalo por sodomía, ciertamente le
inhabilita para figurar en la misma lista que personajes de vida
tan ejemplar como el gran Tolkien o el propio Chesterton.
Además, omito aquí los nombres de aquellos personajes
importantes en el ámbito británico pero que puedan ser
desconocidos para el lector español.
Frente a esta impresionante lista, la Iglesia anglicana sólo
puede oponer los nombres de dos célebres intelectuales conversos
(desde el ateísmo, nunca desde el catolicismo): T. S. Eliot y C.
S. Lewis. Si a ello le añadimos que Eliot se convirtió
mayormente por razones estéticas (era un norteamericano
conservador enamorado de la Inglaterra medieval) y Lewis por
influencia de su amigo archicatólico Tolkien (que le retiró su
amistad cuando vió que todo su esfuerzo catequético había
terminado con su amigo en la Iglesia equivocada), el balance
anglicano resulta aún más patético. Aunque, eso sí, hay que
concederles que han conseguido recientemente la adhesión
entusiasta de todos los intelectuales progresistas del Reino
Unido tras su "valiente" decisión de ordenar a
aquellos que Nuestro Señor no quiso llamar al sacerdocio.
La lástima es que sus entusiastas panegiristas son, casi en su
totalidad, descreídos. Tienen el mismo perfil que los
intelectuales que en estos últimos tiempos solicitan en España
con celo digno de mejor causa el fin del celibato clerical o han
convertido al cura Mantero en lascivo protomártir de la
triunfante causa de Sodoma. Pero siempre hay gente que prefiere
salir bajo una luz favorable en los "papeles" y en las
pantallas que salvar almas. Y no sólo en la Iglesia anglicana.
M. A. Rodríguez de la Peña.
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
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