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Génesis de la independencia hispanoamericana.
La independencia hispanoamericana no fue otra cosa que el estallar del individualismo español, al perderse la fuerza centrípeta y unificadora del ideal hispánico que unificaba aquel inmenso Imperio. Por eso el proceso de la independencia no terminó con la separación de España sino que siguió en América con la separación entre sí, por eso el tema de nuestra separación es, pues, el tema de nuestra unión.
El tema que he escogido es el tema de
nuestra separación, porque allí donde comenzó un divorcio
político entre los españoles de América y los españoles de
España, comenzó también un divorcio espiritual, y porque este
divorcio espiritual entre las Españas no fue sino la proyección
de ese otro divorcio espiritual de los españoles con su
tradición, con su historia y con su destino
La independencia de Hispanoamérica debe considerarse como un
aborto político provocado por la violencia de circunstancias
históricas especiales, que desprendió prematuramente de su
organismo materno a pueblos en formación, sin la madurez y
autonomía biológicas necesarias
Sin embargo, nuestros pueblos hubieran podido adquirir
rápidamente esta madurez y autonomía, y con ellas un desarrollo
histórico normal, si a su peligrosa y precoz emancipación de la
tutela de España no se hubiera agregado el brusco y audaz
abandono de las tradicionales normas de vida política y de los
viejos y probados principios de gobierno, el absurdo y
revolucionario cambio total de las instituciones políticas, al
cual se opusieron, sabia pero inútilmente, los grandes
Libertadores, hasta verse arrastrados, incomprendidos y hasta
perseguidos y asesinados, en la ola de traición y anarquía
sangrientas desencadenada por los ideólogos y demagogos
reformadores
La independencia hispanoamericana no es solamente la separación
de España, es un desmoronamiento total, como el desgranarse de
una mazorca de pueblos
No es un movimiento de las provincias americanas contra la
metrópoli, sino muchos movimientos
No una sola gran independencia, sino muchas pequeñas
independencias
Y todavía después de 1821 el proceso de desmoronamiento
seguirá dentro de las mismas patrias independientes
Todas quieren ser independientes unas de otras, y en
Centroamérica se llega hasta el ridículo de dividir la ya
pequeña patria, recién separada de Méjico, en cinco
minúsculas repúblicas
Y es que la independencia no fue otra cosa que el estallar del
individualismo español, perdida la fuerza centrípeta del ideal
hispánico que unificaba aquel inmenso Imperio
Por eso el proceso de la independencia no terminó con la
separación de España
Siguió allá en América con la separación entre sí de las
provincias que formaban el Imperio mejicano, la Gran Colombia y
el antiguo Virreinato del Río de la Plata.
El tema de nuestra separación es, pues, el tema de nuestra
unión.
Debemos juntarnos allí donde nos separamos, sin que esto quiera
decir que podamos prescindir de siglos de separación y de
evolución política y social diversa; pero debemos reanudar el
hilo histórico de nuestro destino, y para ello es necesario
buscar los cabos sueltos allí donde la fatalidad y la traición
nos hicieron cortar el hilo, y es necesario entender esa
fatalidad y esa traición, porque ellas siguen actuando a través
de todo el proceso de nuestra Historia; siguen actuando allá en
Hispanoamérica y aquí en España
Aquí en España no sólo en su inintegración del mundo
hispánico, sino en su desintegración interna política y
espiritual
Aunque no se puede hablar de la Historia como ciencia en sentido
estricto, por cuanto, sentada la libertad humana, los fenómenos
históricos no pueden ser enlazados y determinados universal y
necesariamente por una ley como los fenómenos naturales; sin
embargo, en sentido lato puede decirse que la Historia es una
ciencia, o un conato de ciencia, como quieren algunos
escolásticos, por cuanto la libertad humana es solamente un
poder psicológico, y está limitada y reducida por los factores
antropológicos y mesológicos, sobre todo cuando se trata de
actos colectivos
Existen, pues, ciertos principios o leyes históricas que
conocemos con certeza moral, por lo que la Historia ha sido
llamada ciencia moral, junto con la política, la sociología, la
economía política y todo el grupo de ciencias humanas
De estas leyes históricas, unas tienen carácter ético y
sociológico, porque las determinan los factores morales,
étnicos y raciales que podríamos llamar endógenos, y otras son
de carácter propiamente histórico, porque se originan de
factores exógenos o mesológicos, o sea los factores
económicos, geográficos y políticos
Unas y otras constituyen orientaciones generales básicas sin las
cuales no se puede entrar a juzgar los hechos particulares; pero
su valor racional en la determinación del criterio histórico es
más negativo que positivo
Quiero decir que, basándose en ellas, el historiador podrá con
seguridad rechazar por absurdos e inaplicables ciertos criterios,
mientras que le será difícil asegurarse del criterio verdadero.
Es en este sentido que podemos afirmar que, si prescinde de
ellas, ha aplicado a la Historia un método o criterio
anticientífico
Estas leyes históricas no deben, pues, ser olvidadas ni por los
que hacen la Historia, ni por los que la escriben más tarde
En Hispanoamérica, sin embargo, la Historia se ha hecho primero
y se ha escrito después, contrariando siempre los más
elementales principios de la lógica histórica, ignorando
torpemente los factores étnicos, geográficos, morales y
económicos de nuestros pueblos; despreciando toda base política
real; luchando contra las realidades para construir, no sobre
ellas, sino a pesar de ellas, ridículos y fantásticos sistemas
políticos inflados de doctrinarismo sonoro, que se han venido al
suelo ruidosamente, aplastando bajo sus escombros sangrientos a
nuestras pobres patrias
Al independizarse de España, nuestros pueblos no estaban
preparados para organizarse democráticamente
Así lo entendieron los grandes Libertadores como Bolívar,
Iturbide, Sucre, San Martín, Belgrano.
Pero el genio político de tan ilustres caudillos no fue bastante
para someter a los ideólogos y ambiciosos, que, al amparo de las
dificultades históricas, tramaron su asesinato y la destrucción
de su obra
No podían estar preparados para la democracia pueblos
relativamente recién nacidos a la Historia y a la Cultura, con
grandes masas indígenas cuyo proceso de incorporación a la
Civilización se hallaba aún en sus comienzos; pueblos con una
tradición monárquica y una secular organización feudal y con
una doble herencia de anarquía: el individualismo atávico del
conquistador español y la barbarie ancestral del indio salvaje y
belicoso
Sin embargo, con un pueril afán de imitación, los letrados y
superilustrados políticos de entonces -carne de estatuas para
los demagogos de hoy- se pusieron a copiar la Constitución de
los Estados Unidos.
Y, lo que es peor, a mal copiar, porque los sabios políticos que
eran los autores de aquel documento, no entregaron su naciente
república a los azares de un insensato y peligroso democratismo.
Por el contrario, supieron construir un sabio sistema de pesos y
contrapesos que limitaba al mínimo la participación popular en
el Gobierno y dejaba a éste en manos de la clase aristocrática
de los grandes terratenientes.
Washington decía: «El populacho tumultuante de las grandes
ciudades siempre es temible. Su inconsiderada violencia posterga
temporalmente toda autoridad».
Hamilton opinaba que «el pueblo, turbulento y voluble, pocas
veces puede juzgar o resolver con acierto».
«Las sociedades -decía- se dividen en dos grupos:
el de los pocos y el de los muchos. Los primeros son los ricos y
bien nacidos; los otros forman la masa del pueblo. Dad, pues, a
la primera clase, a la de los pocos, una participación distinta
y permanente en el Gobierno. Dominarán la inestabilidad de la
otra clase, y como nada ganarán con un cambio, mantendrán
siempre un buen Gobierno»
Un tema sumamente gastado es el de que la Inquisición impidió a
los americanos la lectura de los libros de los nuevos filósofos.
Desgraciadamente, esto no es cierto, porque, de serlo, nuestros
pueblos se hubieran librado de la casta de ideólogos furiosos
que, atropellando todas las leyes de la Historia, perpetraron en
nuestras naciones las más fatales y absurdas enormidades
políticas
Sin los mareantes vapores de la borrachera doctrinaria, el
sentido común hubiera primado en las mentalidades de nuestros
próceres, para orientar la vida política de las nuevas naciones
por el camino que sus realidades sociales y posibilidades
históricas señalaban
Refiriéndose a la Argentina, un autor insospechable de
reaccionarismo, Carlos Octavio Bunge, escribe: «Las
circunstancias históricas, las vencidas invasiones británicas,
la política intermitentemente débil o voluntariosa de la
metrópoli, el venticello romántico de la Revolución francesa,
el ejemplo de Norteamérica, todo contribuyó a aumentar el
torrente y a encauzarlo en la tendencia democrática preconizada
por el filosofismo del siglo XVIII . Y ocurrió así que la
primitiva protesta de la burguesía criolla fue creciendo y
asimilándose ideas extranjeras hasta rotularse revolución
democrática. Extraña falsificación, porque precisamente, si
bien había una clase directora capaz en las colonias, faltaba en
absoluto pueblo europeo [17] y republicano
Constituíase una democracia sin demos» (Nuestra
América, por Carlos Octavio Bunge, página 169)
Y ¿cuál fue el resultado de esta democratización en pueblos
que ni por su cultura, ni por sus antecedentes históricos, ni
por sus características raciales, estaban preparados para ella?
El resultado fue la anarquía, la división y el debilitamiento
de nuestras naciones y su vergonzosa sujeción a los
imperialismos extraños.
Alguien que, para sacar un ejemplo, tuvo la paciencia de contar
las revoluciones habidas en El Ecuador durante cien años, apunta
hasta treinta y cinco revoluciones, sin tomar en cuenta las
sublevaciones y motines.
En Bolivia, de 1825 a 1898 hubo más de sesenta revueltas y más
de treinta Presidentes, de los cuales seis murieron asesinados.
En Nicaragua, en un período de sólo catorce años, se
sucedieron veintitrés Jefes de Estado, llamados entonces
Directores Supremos.
Méjico tuvo veintidós Presidentes en treinta y nueve años,
fruto de cuartelazos, revoluciones y motines
¿Y en Colombia? ¿Y en el Perú? ¿Y en Venezuela? ¿Será
necesario recordar, además, todas las guerras internacionales
por disputas de fronteras y las intervenciones armadas de las
potencias imperialistas?
El cuadro histórico es bien trágico y elocuente para empeñarse
en destacarlo.
Frente a él no cabe sino pensar que quienes tuvieron en sus
manos el destino de nuestros pueblos jugaron con él como niños
o como locos.
Y los que después escribieron la Historia, ¿qué han dicho de
esta paidocracia estúpidamente trágica?
También éstos han demostrado padecer de puerilismo mental,
también a ellos los ha cegado la magia de luces del
doctrinarismo y han juzgado torpemente
«Imbuidos en la escuela democrática de la Revolución
francesa y en el constitucionalismo norteamericano -escribe
Bunge en su obra citada-, los historiadores argentinos han
falsificado la historia argentina»
La Historia de toda Hispanoamérica ha sido falsificada.
Importa dejar testimonio, a grandes rasgos, de esta enorme
falsificación de nuestra Historia y de las grandes
rectificaciones a que después ha sido sometida necesariamente.
Entre estos grandes rectificadores contemporáneos hay que citar
en primer lugar a Carlos Pereyra, que ha hecho una revisión
completa de toda la Historia de América.
Sobre las huellas de Pereyra, historiadores y escritores como
Vasconcelos, Alfonso Junco, Mariano Cuevas, Francisco Encina,
Rómulo Carvia, José de la Riva Agüero, el Padre Bayle y muchos
más han escrito documentadamente, destruyendo prejuicios y
falsedades, desinflando personajes, desenterrando de entre el
polvo del menosprecio y la calumnia el oro de nuestra auténtica
Cultura e iluminando así con nueva luz el panorama histórico de
sus respectivos países y de toda Hispanoamérica.
Entre los extranjeros, el francés Marius André, el
norteamericano Charles Lummis y el inglés Cecil Jane, han
publicado obras decisivas que, por venir de quienes vienen,
tienen todo el valor de la serenidad del juicio histórico y de
la imparcialidad más absoluta.
La lectura de estos ilustres historiadores nos descubre la
fantástica leyenda urdida alrededor del pasado histórico de
Hispanoamérica y basada en mentiras y errores tan descarados y
grotescos, que, si no son explicables en ningún escritor de
mediana preparación, menos lo son en los reconocidos
historiógrafos que los estamparon y de los cuales los han
copiado y reproducido quienes más tarde, en vez de abrevar en
las fuentes originales, se atuvieron al testimonio de tan sabios
maestros y autoridades en la materia.
Marius André señala un cúmulo de falsedades y de errores de
hecho en las obras de Jallifier y Vast, Gustavo Hubbard,
Gervinus, César Cantú, Seignobos.
En media docena de páginas de este último ha contado cincuenta
y cinco errores.
Carlos Pereyra se ve precisado a desconfiar de todos los datos y
juicios sobre nuestra historia contenidos en las obras de los
más famosos y renombrados historiógrafos.
En el prólogo de su libro La obra de España en América cita
una serie de ejemplos de estas insignes falsedades:
«Cunningham -dice Pereyra- es una autoridad en la
historia económica.
Sus obras [21] merecen con justicia el concepto de clásicas, y
en mucha parte han sido inesperadas
La que dedica a la Civilización Occidental en sus aspectos
económicos, debe ser considerada una síntesis admirable
Ahora bien, examinadas dos páginas que dedica a la política
colonial de España, y cuyas afirmaciones parecen llevar un
contenido muy apreciable de verdad, resultaron totalmente falsas
por el sofisma de aplicar a tres siglos un hecho que sólo se
refería a cincuenta años y por hacer extensivo al continente
americano lo que apenas podía, en rigor, decirse de las grandes
Antillas» (La obra de España en América,
por Carlos Pereyra)
Fue así que, inspirándose en estos ilustres mentirosos,
nuestros historiadores hispanoamericanos -por pereza ingénita y
por incomprensión de las realidades sociales de sus propios
pueblos, que se les presentaban desfiguradas a través del lente
de su romanticismo liberal- siguieron repitiendo los mismos
errores de aquéllos, hasta convertirlos en dogmas
incontrovertibles, y acumulando encima nuevas y erradas
interpretaciones histórico-políticas, producto de los primeros
y de su liberalismo ingenuo y cegador
Primero se levantó sobre la obra de España en América una
oscura e inicua leyenda fruto de la fobia anticatólica de
escritores protestantes como Drapper y de la errada
interpretación de la obra polémica del Padre Las Casas, cuyo
celo violento y exacerbado por la causa de los indios lo llevó a
exageraciones fantásticas y peligrosas
Y mientras por una parte se pintaba a los conquistadores
españoles como verdaderos monstruos de crueldad, codiciosos y
sanguinarios, por otro lado, bajo la influencia del naturalismo
rousseauniano, se convertía a los indios bárbaros y caníbales
en dulces seres inofensivos, que llevaban una existencia idílica
en comunión con la Naturaleza, tal la edénica pintura de
Chateaubriand en su romántica Athala.
Con estas premisas históricas, la independencia de América no
podía ser otra cosa que la sublevación de los pueblos
secularmente sometidos al yugo español, o -para decirlo con las
usuales frases hímnicas y parlamentarias- «la aurora
sangrienta de la libertad alumbrando el despertar de las razas
oprimidas»
Y los grandes Libertadores como Bolívar, Sucre, San Martín,
¿qué podían ser sino insignes émulos de Robespierre y de
Dantón, enemigos acérrimos de España y del ominoso pasado
colonial y fundadores de la Democracia americana?
¡Falsificación grotesca y estupenda!
Inútil y fuera de objeto sería repetir aquí lo que ya se ha
demostrado hasta la saciedad sobre la admirable obra de Cultura y
Civilización llevada a cabo por España con un altísimo
espíritu de humanidad y cristianismo, que no tuvieron en el
pasado ni tienen el presente las naciones imperialistas que hoy
se presentan como dispensadoras de libertad y democracia y que no
han sabido sino explotar y despreciar a las razas conquistadas, a
los nativos de sus colonias y semicolonias, manteniéndolos
interesadamente en su barbarie, bajo el pretexto cínico de un
mentido respeto a su libertad moral y religiosa, y estableciendo
entre conquistadores y conquistados infranqueables barreras de
carácter racista.
Para muestra basta comparar al pueblo filipino con sus hermanos
malayos, los nativos salvajes de las Indias Orientales holandesas
En cuanto a la independencia y al pensamiento político de sus
grandes realizadores, importa dejar sentado en líneas generales
las verdaderas causas de aquélla y la verdadera concepción
política que los Libertadores trataron de realizar en nuestros
pueblos, porque sólo con un concepto exacto de la génesis
histórica de nuestras naciones podrá entenderse su desarrollo
histórico posterior y el significado de los grandes hechos
políticos que lo jalonan.
En la independencia hispanoamericana deben distinguirse causas
mediatas generales a toda Hispanoamérica y causas inmediatas
especiales en cada Virreinato y Provincia.
Entre aquéllas hay que señalar primeramente la errada política
antitradicional y antiespañola de la monarquía francesa de los
Borbones entronizada en España con Felipe V.
«La guerra de independencia -dice Cecil Jane- no
fue la consecuencia de la propagación de ideas recientemente
importadas de Europa o de algún despertar repentino de la vida
política, provocado por el [25] conocimiento de teorías
filosóficas del siglo XVIII o de acontecimientos tales como la
insurrección de las colonias inglesas de Norteamérica o la
Revolución francesa»
«La guerra de independencia puede definirse del modo mejor
como una protesta contra el abandono del viejo y español sistema
de administración colonial y el intento de sustituirlo por otro
nuevo cuyo espíritu no era español»
«La América española cesó de formar parte del Imperio
español porque los Borbones fueron incapaces de comprender las
circunstancias que habían hecho posible la continuidad de aquel
Imperio, porque no eran españoles por temperamento y porque
sólo haciéndose independientes podían retener las colonias y
el carácter que les había sido impreso por los conquistadores
del Nuevo Mundo» ( Libertad y despotismo en la
América Hispana, por Cecil Jane, pág 135)
El carácter original de la guerra de independencia fue, pues, el
de una rebelión de la América española contra la España
antiespañola de los Borbones, la rebelión de los criollos
descendientes de los conquistadores, contra los gachupines o
chapetones afrancesados
«Las hondas causas del descontento producido por
incompatibilidades entre los países americanos y su distante
metrópoli -observa Carlos Pereyra- se revelan en agitaciones que
ya esbozan una revolución, aunque todavía muy lejana» (
Breve Historia de América, por Carlos Pereyra, página 344)
En 1765 la plebe de Quito se rebela contra la Aduana y el Estanco
de aguardiente, y su grito es: «¡Mueran los chapetones!»
En 1767, al ser expulsados los jesuitas, el pueblo de Méjico
protesta clamando: «¡Mueran los gachupines!»
Diez años después, en el Perú estalla la protesta cuando el
visitador José Antonio de Areche impone las reformas de Carlos
III, y ese mismo año de 1778, en Nueva Granada ocurre el
alzamiento de los comuneros del Socorro, por pretenderse
implantar una nueva organización fiscal.
La sangrienta rebelión ne Tupac Amaru en 1780 no tuvo otro
motivo, y la paz se restableció hasta 1788, en que el virrey
Jáuregui revisó la errada política de Areche.
A la funesta política borbónica se suma luego una nueva causa
menos mediata de la guerra de independencia.
Esta es la invasión napoleónica de España, con la prisión de
Fernando VII y el advenimiento de José Bonaparte al trono
español.
Tales hechos vinieron a trastornar completamente el cuadro
histórico hispanoamericano.
El espíritu monárquico estaba hondamente arraigado en América,
y se presentó a los americanos un tremendo conflicto que los
dividió en dos bandos opuestos, convirtiendo la guerra de
independencia en una guerra entre americanos
España no hubiera podido sostener esta guerra si no hubiera
contado con el apoyo de gran parte de la población americana.
Los indios estaban por el rey.
«Los mestizos, zambos, mulatos y otros americanos -dice
Marius André- no difieren mucho de los indios en este punto.
Al principio son, en su mayoría, partidarios del antiguo
régimen, y bajo la bandera de éste se alistan sus soldados.
Poco a poco se pasan al nuevo, porque es el que triunfa, porque
se les embriaga con promesas y porque sufren diversas
influencias, de las que son las [28] principales las de los jefes
aureolados por la victoria, de los párrocos y de los frailes
patriotas» ( El fin del Imperio Español en
América, por Marius André. Editorial Cultura
Española, Madrid, página 107)
Los gobernadores españoles habían aprovechado hábilmente el
odio que existía entre los mestizos y los criollos blancos como
instrumento de dominación política.
A los mestizos les fueron concedidas franquicias y derechos
políticos que en un principio eran exclusivamente de los
criollos.
Se les admitió a las carreras liberales y a los empleos
públicos, así como al servicio militar en las ropas
permanentes.
De esta manera, sus intereses de grupo o de clase los colocaban
de parte del Gobierno español frente a los criollos.
Un caso típico es el de los famosos llaneros de Venezuela que,
comandados por Boves, luchan por los realistas primero; pero
luego, muerto aquél, se dejan capitanear por Páez y se pasan al
bando bolivariano.
Paradójicamente, la bandera de la rebelión fue en el principio
la de la fidelidad al rey prisionero
«¡Viva Fernando! ¡Viva la Religión!», era el grito
del cura Hidalgo.
El Plan de Iguala, en su artículo cuarto, refiriéndose al
Gobierno de Méjico, decía: «Su Emperador será el Señor
don Fernando VII, y si él no se presenta en los plazos fijados
por las Cortes, serán llamados en su lugar el Serenísimo Señor
Infante don Francisco de Paula, el archiduque Carlos (de Austria)
o cualquier otro príncipe de casa reinante que el Congreso
eligiere» Las Juntas que se organizan gobiernan en nombre
del Rey prisionero.
La de Caracas se llama «Junta Conservadora de los Derechos
de Fernando VII», y sustituye al capitán general Emparán,
acusado de ser partidario de José Bonaparte.
Buenos Aires quiere un rey Borbón, y Belgrano propone a la
infanta Carlota.
Los colores de la bandera argentina son los colores del Rey.
La fidelidad al Rey es un sentimiento tan general, y sobre todo
tan popular, que los partidarios de la independencia no se
atreven a salirse de la legalidad.
La guerra de independencia no tiene -al menos en sus principios-
el carácter de una revolución contra la monarquía ni contra
España.
Es simplemente una lucha entre dos bandos que disputan sobre un
problema de legalidad.
Ninguno desconoce la autoridad del Rey.
Las Juntas americanas se niegan a obedecer a la Junta Central
española y a las Cortes de Cádiz porque no representan al Rey y
los americanos no son súbditos de España, sino de la Corona de
Castilla.
Las posesiones de la América española no eran colonias, sino
reinos o provincias de la Corona de Castilla.
Entre las causas de formación de los Estados, el Derecho
Internacional distingue: la división, cuando un Estado se divide
en dos o más, ninguno de los cuales sigue teniendo la
personalidad del antiguo; la separación o secesión, cuando se
separan territorios de un Estado para constituir un nuevo Estado;
y la independencia, cuando las colonias rompen los lazos de
dominio que las unían a la metrópoli (véase Derecho
Internacional Público, de Sánchez de Bustamante; tomo I,
Habana, Carasa y Compañía, 1933) En lo que se refiere a la
formación de nuestras naciones hispanoamericanas no es pronto,
pues el término independencia.
La correcta expresión jurídica sería separación o secesión
Sus habitantes tenían, por tanto, el mismo derecho que los
habitantes de la Península para nombrar sus propias Juntas.
«No pertenecernos a España -decían-, pertenecemos
al Rey de Castilla; desaparecido éste, tenemos el derecho de
escoger otro gobierno»
«Tomaron y ejercieron prerrogativas reconocidas legales por
las Siete Partidas -dice Marius André- No tenían
necesidad de elecciones de enciclopedistas; la Edad Media les
abre las puertas de la libertad; según las Siete Partidas,
cuando se extingue la familia real, el nuevo soberano debe
elegirse por universal sufragio; el Rey Sabio no dice «por las
Cortes» ni «por la nobleza», sino «por acuerdo de todos los
habitantes del reino que le escogiesen por señor» ( Marius
André, obra citada)
Sin embargo, no todos los americanos pensaron de esta manera, y
en la confusión del momento histórico, predominando el
sentimiento de fidelidad al Rey, la opinión se dividió frente
al hecho de encontrarse España toda en poder del invasor, y el
Rey prisionero de Napoleón en Bayona
«No, señor -decía Saavedra al Virrey Cisneros- no
queremos seguir la suerte de España ni ser dominados por los
franceses. Hemos resuelto tomar de nuevo el ejercicio de nuestros
derechos y salvaguardarnos nosotros mismos» ( Citado por
Marius André)
La lucha vino, pues, entre los que así opinaban y los que aún
tenían fe en España, a pesar de su ocupación por los
ejércitos napoleónicos.
«El primer efecto que produjo en América la nueva
situación de España con su Rey cautivo -expone Pereyra- fue
la necesidad apremiante de acudir a la revisión de las teorías
constitucionales
Los acontecimientos habían planteado cuestiones que sólo
resuelven otros acontecimientos
El Rey de España, ¿podía ser sustituido en América por un
órgano legal?
Los criollos decían que sí.
Los peninsulares contestaban con la más rotunda negativa»
«Si hubieran estado frente a frente los peninsulares y los
criollos, la cuestión se habría resuelto con prontitud.
Pero los hechos complicaron la argumentación, y los criollos se
dividieron, así como los peninsulares» (Carlos Pereyra, Breve
Historia de América)
«La guerra hispanoamericana -escribe André- es
guerra entre americanos que quieren los unos, la continuación
del régimen español, los otros la independencia con Fernando
VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen
republicano» ( Marius André, obra citada)
La realidad política y social es muy compleja; y así como se
señalan grandes causas generales de un determinado proceso
histórico, es necesario reconocer y señalar la existencia de
otras causas más particulares, pero menos importantes y
decisivas en cada lugar y momento diferentes
La América española constituye un vasto y variado escenario, en
el que un mismo hecho histórico, como la independencia, tenía
que presentarse con diversos caracteres, bajo las circunstancias
diferentes de los distintos virreinatos y provincias.
Fuera de las causas generales ya señaladas, existieron en los
dispersos movimientos de separación otras causas especiales que
los inspiraron, imprimiéndoles un sello propio e inconfundible.
Es absurdo englobar en un mismo esquema de génesis política las
declaraciones de independencia de los cuatro virreinatos y de las
cuatro Capitanías generales en que Carlos III había dividido
sus posesiones de América
En Buenos Aires, por ejemplo, fueron motivos económicos los que
predominaron en la determinación de separarse de España.
«La guerra de independencia -dice Bunge- no se
originó en altos ideales democráticos, ni la realizaron
multitudes ávidas de gloria y de libertad.
Fue sólo un movimiento que iniciaron, inconscientes de sus
proyecciones futuras, la burguesía o el comercio criollo de
Buenos Aires contra el irritante sistema del monopolio español»
( Bunge, obra citada)
En Méjico es la cuestión religiosa la que decide la
independencia.
La revolución de Hidalgo y de Morelos fracasó completamente.
Pero en 1821, los mismos que combatieron a los curas rebeldes, la
nobleza, el clero, los frailes inquisidores, son los que realizan
la independencia sin derramamiento de sangre.
Y este movimiento no es otra cosa que una contrarrevolución
inspirada por el sentimiento religioso
Su objetivo principal es la abolición de la Constitución de
1812, que Fernando VII había sido obligado a restablecer como
fruto de la sublevación militar de Riego.
«Los mejicanos están indignados por las leyes que han
votado las Cortes, y muy particularmente por la expulsión de los
jesuitas, decretada de nuevo.
Sobre todo en la capital hay gran oposición a que la
Constitución sea puesta otra vez en vigor; pídese que se la
considere como no existente y que la Nueva España sea gobernada
según las antiguas leyes de Indias en tanto que el Rey no
recupere la libertad de que es privado por el Parlamento.
Los temores y la cólera de los mejicanos se aumentaban por el
hecho de que por lo menos las cuatro quintas partes de los
oficiales españoles de guarnición en Méjico eran
francmasones» (Marius André, obra citada)
El carácter contrarrevolucionario del movimiento emancipador se
pone de manifiesto en el Plan de Iguala, que establece como base
del mismo la defensa de las llamadas tres garantías: Religión,
Unión bajo la monarquía, Independencia, simbolizadas en los
tres colores de la bandera mejicana: blanco, rojo y verde,
respectivamente; por lo cual el ejército de Iturbide es llamado
trigarante o de las tres garantías.
En Centroamérica, la independencia se produce en 1821 como una
consecuencia inevitable de la independencia del resto de
América.
El propio Capitán General de Guatemala, don Gabino Gaínza, la
declara en [36] Junta de Notables, en medio de la indiferencia
popular
En general, en las provincias, lo que decide la independencia es
el ejemplo y el apoyo de las capitales virreinales
Algunas provincias, como Córdoba y Montevideo, permanecen fieles
a España, y la guerra que en ellas se libra es, al principio, la
guerra entre las provincias leales y la capital rebelde.
Este es, a grandes rasgos, el proceso de la independencia
hispanoamericana con sus causas fundamentales verdaderas, tal
como la obra rectificadora de los nuevos historiadores ha logrado
establecerlo.
Otra rectificación histórica de la que importa dejar constancia
es, como antes dije, la que se refiere al pensamiento político
de los grandes Libertadores.
Si la independencia de América no fue una revolución liberal y
democrática de pueblos subyugados, tampoco puede achacarse a sus
heroicos realizadores tales ideas.
Es un hecho que en toda Hispanoamérica, al proclamarse la
independencia, se optó por la forma monárquica.
San Martín era monárquico.
Belgrano y Rivadavia, que habían sido republicanos, se volvieron
monárquicos.
Y hay que recordar que al momento de declararse la independencia
el ensayo republicano había ya pasado, y con Napoleón había
resucitado la forma monárquica más absoluta.
Por eso, en el Congreso de Tucumán, el 6 de julio de 1816,
Belgrano exponía:
«Segundo: que había acaecido una mutación completa de
ideas en la Europa en lo relativo a formas de gobierno; que como
el espíritu general de las naciones en años anteriores era
republicano todo; que la inglesa, con el poder y majestad a que
se había elevado, no por sus armas y riqueza, sino por una
constitución de monarquía temperada, había estimulado a las
demás a seguir su ejemplo; que la Francia la había adoptado;
que el rey de Prusia, por sí mismo y estando en el goce de un
poder despótico, había hecho una revolución en su reinado y
sujetádose a bases constitucionales iguales a las de la nación
[38] inglesa, y que esto mismo, habían practicado otras naciones
»Tercero: que conforme a estos principios, en su concepto, la
forma de gobierno más conveniente para estas Provincias sería
la de una monarquía temporada, llamando la dinastía de los
incas, porque la justicia envuelve la restitución de esta casa,
tan inicuamente despojada del trono por una sangrienta
revolución, que se evitaría para lo sucesivo con esta
declaración; y el entusiasmo de que se poseerían los habitantes
del interior con sólo la noticia de un paso para ellos tan
lisonjero, y otras varias razones que expuso»
Bolívar tampoco fue democrático.
Muy distante anduvo su genio político de los romanticismos
liberales de los ideólogos de su época.
A Bolívar se le ha juzgado por sus proclamas ardientes de
revolucionario.
Se ha confundido torpemente al guerrero con el político.
Para hacer la guerra a España Bolívar tenía que halagar los
apetitos de los ideólogos y de las masas.
Su verbo toma entonces sonoridades demagógicas.
Pero su pensamiento íntimo está muy lejos de todo eso.
Hay que estudiar su correspondencia privada (Vicente Lecuna la ha
compilado en diez tomos) para conocer íntegramente al político
y al pensador.
Y cuando la guerra termina y llega la hora de organizar y de
construir, Bolívar, si se ve forzado a implantar la república
porque, como explica Pereyra, Inglaterra nunca recogió su
insinuación de proporcionar un príncipe para el trono de
Colombia; si en lucha contra los ideólogos aparenta ceder y cede
muchas veces frente a ellos, sin embargo, en todo momento procura
establecer en los países que gobierna un régimen lo más
cercano posible a la monarquía, proponiéndose como modelo a la
monarquía inglesa.
«De todos los países es tal vez Sudamérica el menos a
propósito para los gobiernos republicanos», declara
enfáticamente.
En el Congreso de Angostura intenta limitar los poderes del
sufragio, creando una Alta Cámara de Senadores vitalicios que
sirva de contrapeso a la Cámara popular.
Esta Alta Cámara la formarían los más destacados jefes y
caudillos de la independencia, constituyendo una verdadera
aristocracia.
Sus hijos les sucederían en sus puestos y serían educados por
cuenta y bajo la vigilancia del Estado, para prepararlos mejor al
ejercicio de sus funciones de gobierno.
Cuando le piden una Constitución para Bolivia se apresura a
formularla con el pensamiento de que sirviera para la Gran
Confederación por él soñada.
El proyecto de Bolívar es la expresión más cabal de su
concepción política de gobierno unipersonal y aristocrático:
«El presidente de la República viene a ser en nuestra
Constitución como el sol, que, firme en su centro, da vida al
universo.
Esta suprema autoridad debe ser perpetua, porque en los sistemas
sin jerarquía se necesita un punto fijo alrededor del cual giren
los magistrados y los ciudadanos.
»Un presidente vitalicio con derecho a nombrar el sucesor es la
inspiración más sublime en el orden republicano»
Si Bolívar no había podido conseguir el establecimiento de un
Gobierno monárquico, procuraba a todas luces establecer algo que
fuera lo más semejante a él, y como una forma de evolución
hacia la monarquía, porque como lo expresaban al Gobierno
inglés los miembros del Consejo de gobierno colombiano en una
nota oficial: «Para el éxito mismo de la mutación de forma de
gobierno es conveniente que el Libertador por su vida gobierne
este país.
Se hará así un tránsito suave hacia la monarquía, porque los
pueblos, olvidándose de elecciones y acostumbrándose a ser
gobernados permanentemente por el Libertador, se dispondrán a
recibir un monarca» (Archivo de Santander, vol XVIII, pág 149).
Las ideas de los Libertadores hispanoamericanos y sus esfuerzos
no tendían, pues, a la creación de repúblicas, sino a la
unificación bajo la monarquía.
«El movimiento no era, por tanto, necesariamente republicano
-dice Cecil Jane-, ni era seguro en un principio que
llegaría a terminar en el establecimiento de repúblicas
Por el contrario, el que se desarrollase en ese sentido no lo
deseaban los más eminentes caudillos de la guerra» ( Cecil
Jane, obra citada, pág , 138).
La forma republicana fue establecida en Hispanoamérica porque no
quedaba otro camino frente a la imposibilidad de encontrar
príncipes europeos para los tronos americanos.
Al contrario del heredero de Portugal, que prefirió sus dominios
de América a su trono europeo, Fernando VII rechazó toda
negociación para que él, sus hijos o parientes vinieran a
ocupar los tronos que les ofrecían las Juntas de Méjico y de
Buenos Aires.
Por otra parte, Inglaterra no atendió la insinuación hecha por
Bolívar, repetida en 1826 y en 1827, de proporcionar un Rey a
Colombia.
Antes de decidirse por la república, Méjico hizo un errado
intento monárquico proclamando a Iturbide Emperador.
Fue un ensayo que necesariamente tenía que fracasar.
Iturbide, cegado por la gloria, había olvidado sus propias y
exactas previsiones políticas del Plan de Iguala que llamaba al
trono de Méjico a un príncipe de sangre, para que el reino se
encontrara «con un Monarca ya hecho y precaver los atentados
funestos de la ambición».
Y esta experiencia iba a servirle después a Bolívar para
rechazar, con sabio criterio, la corona que le ofrecían amigos
como Páez y enemigos solapados como Santander.
«Ni Colombia es Francia, ni yo Napoleón -escribe al
caudillo venezolano- Tampoco quiero imitar a César, menos a
Iturbide» .
Ya avanzado el siglo XIX, para terminar con la anarquía que
despedazaba a Méjico, vuelve a intentarse allí otro ensayo de
monarquía con Maximiliano de Austria como Emperador.
Pero entonces el mal había echado raíces muy hondas.
Además, al norte de Méjico era ya fuerte una nación organizada
y dirigida sabiamente por una plutocracia sagaz y sin
escrúpulos, que había elaborado todo un plan de expansión
territorial hacia el Sur.
La anarquía mejicana servía admirablemente a sus propósitos, y
por eso todo intento de unificar a Méjico y organizar una
nación próspera y respetable tenía que ser combatido por los
voraces vecinos del Norte.
La desmoralización reinante facilitó las maniobras
subterráneas de las logias y del intrigante y perverso ministro
Poinsset.
En Juárez y sus secuaces encontraron los norteamericanos los
más fieles y abyectos servidores
Por otra parte, Maximiliano no pasaba de ser una bella y noble
figura, un príncipe de leyenda, abandonado a última hora por
quienes le habían prometido toda ayuda.
Si a Iturbide, hábil político y valiente militar, le habla
faltado la calidad de príncipe para buen Emperador, Maximiliano
era demasiado príncipe, pero poco político y poco militar
Y así, entre el imperialismo y la traición, desbarataron aquel
último intento histórico de Méjico para constituirse en
monarquía según el pensamiento político de los grandes
Libertadores hispanoamericanos.
Los pueblos traicionaron a sus Libertadores.
Los demagogos y los ideólogos conspiraron contra ellos, los
vilipendiaron, los persiguieron y los asesinaron.
Iturbide fue torpemente fusilado al volver a Méjico.
San Martín y O'Higgins murieron en el destierro.
Sucre cayó víctima de un cobarde atentado en las montañas de
Berruecos.
Bolívar, después de escapar milagrosamente al puñal de sus
enemigos, fue a morir oscura y tristemente, olvidado de todos, en
la soledad de su retiro campestre de San Pedro Alejandrino
Un año antes de morir había dicho: «No pudiendo nuestros
pueblos soportar ni la libertad ni la esclavitud, mil
revoluciones harán necesarias mil usurpaciones»
Así, bajo tan fatales auspicios, entraron nuestras naciones a la
vida democrática.
Separados y divididos los pueblos hispánicos, hemos vivido unos
siglos de desintegración y anarquía, hemos traicionado nuestras
esencias nacionales y hemos sido fácil presa de las naciones
anglosajonas, antípodas de nuestro espíritu y de nuestra
cultura, que han engordado a costa nuestra monstruosos imperios
capitalistas con sus piratas y filibusteros, su diplomacia de
gangsters, su feroz mercantilismo calvinista y sus políticos
cínicos, cariñosos y bellacos.
Pero en medio de nuestra desintegración y de nuestra decadencia,
aun cuando los políticos descastados de nuestra aristocracia
degenerada y de nuestra podrida burguesía vendían nuestros
territorios, enajenaban nuestra soberanía política y entregaban
a los imperialismos enemigos las rutas vitales de nuestra
geografía, nuestros pueblos permanecieron fieles a sus profundas
esencias telúricas y espirituales y mantuvieron un insobornable
amor a la libertad cristiana, herencia y patrimonio inalienable
de su estirpe hispánica gloriosa.
Es así como nuestros enemigos nunca pudieron consumar la
conquista espiritual que ambicionaban para poder disponer
definitivamente de nuestro porvenir y de nuestro destino
históricos.
Y cuando llega la quiebra de los valores materialistas, cuando en
medio de la guerra y del triunfo, ellos, los amos del mundo, no
aciertan siquiera con una fórmula mínima de convivencia
internacional, y en la más grotesca y trágica farsa que
registra la Historia de la Diplomacia y del Derecho no hacen otra
cosa que Hipotecar el porvenir de la Humanidad y de la
Civilización a las tremendas contingencias de un estado caótico
del mundo y a las brutales posibilidades de una nueva guerra de
exterminio total, nosotros, pueblos hispánicos, conservamos
intactas las fuerzas vitales de un catolicismo integral capaces
de salvar y ordenar el mundo y de recrear una Cultura y una
Civilización cristianas acordes con la modernidad.
He aquí, pues, cómo surge de nuevo a la Historia el tema de
nuestra unión y de nuestro destino universal.
El dominio de la ciencia sobre la velocidad y sobre las
distancias ha vinculado tan estrechamente a los pueblos de la
tierra, que toda forma de aislamiento feudal, todo nacionalismo
autobiológico, toda autovivencia económica y espiritual,
resultan impracticables, y la necesidad de un orden universal es
ya la norma indispensable para la existencia del mundo moderno,
para la vida pacífica de la comunidad internacional.
No se concibe ya una economía nacional independiente de la
economía mundial.
No se concibe, ni en los más pequeños países, una política
desvinculada de la gran política internacional.
Ni la Filosofía, ni la Ciencia, ni el Arte pueden encerrarse
ahora en orgullosas torres de marfil.
Toda actividad social y nacional obedece a las grandes fórmulas
y a las directrices universales.
La modernidad reclama un Orden y una Unidad, una fórmula de
hermandad humana, para poder subsistir en paz, sin que la
estrecha convivencia de las naciones provoque el choque de los
encontrados intereses que ahora tienen al mundo ensangrentado y
revuelto; que un superior principio gobierne las relaciones de
los pueblos, y que una fuerza política universal, al servicio de
ese ideal cristiano, garantice su aplicación.
He dicho una fuerza política universal, pero universal no por su
potencia bélica de imperialismo nacional, sino más bien por la
ecumenicidad cristiana de sus principios espirituales, por la
universalidad antirracista de su Cultura, de su Política y de su
Economía.
Sintetizando, se puede decir, que el nuevo orden mundial que
exige la Humanidad, debe ser regido y garantizado por una fuerza
política cristiana, o, más concretamente, por una fuerza
política católica, pero no en el sentido teocrático de un
absurdo catolicismo político.
Esta denominación de católica quiere significar una concepción
católica de la política y no una concepción política del
catolicismo; quiere significar el espíritu esencialmente
teocéntrico que debe informar el Nuevo Orden, como reacción
lógica y natural contra el Humanismo pagano antropocéntrico de
la actual Civilización, a cuyo error antirreligioso debe la
historia moderna su fracaso; quiere significar que esa fuerza
política cristiana debe inspirarse en la doctrina ecuménica del
Catolicismo, tan combatida por los nacionalismos protestantes,
que, convirtiendo a la Religión en patrimonio de unos pueblos y
poniéndola al servicio de las concupiscencias de sus Reyes,
desvirtuaron su salvadora universalidad y destruyeron la
autoridad internacional de la Iglesia.
Como católicos, no podemos esperar que un mundo regido por
potencias laicas y arreligiosas como Estados Unidos, o
protestantes como Inglaterra, o ateas y materialistas como la
Rusia Comunista, pueda encontrar la Paz y la Justicia de un orden
cristiano universal.
Como hispanos, tampoco podemos esperar ingenuamente de estas
potencias imperialistas el regalo de un orden político mundial a
base de graciosa igualdad y justicia gratuita.
Nuestra esperanza política inmediata consiste, pues, en que las
rivalidades de estas potencias imperialistas dominadoras y de las
fuerzas contrapuestas que operan dentro de ellas, nos permitan
conservar una relativa libertad e independencia, gracias a las
cuales podamos realizar la unidad política y cultural, clave de
nuestra futura grandeza.
Y más allá de esta esperanza, nuestro pensamiento cristiano nos
lleva al convencimiento de que las fuerzas -esencialmente ciegas
y erradas- de estos imperialismos materialistas, no pueden sino
desencadenar fracasos y tragedias en la Historia Universal, hasta
provocar el derrumbe inevitable de esas mismas fuerzas que hoy la
rigen; derrumbe que, al producirse, abandonará necesariamente
esa función rectora en manos de las naciones católicas capaces
de asumirla en el momento histórico preciso.
Ahora bien, la formidable comunidad de sangre, de Historia y de
Cultura, que junta en apretado haz de nacionalidades a nuestros
pueblos, es ya un destino manifiesto de unidad política, que al
significar la más grande y vigorosa aglutinación de pueblos
cristianos está señalando a estas naciones para asumir esa
función rectora de la Historia.
Y porque sólo en los pueblos hispánicos se da esa vocación
misionera de la Cultura Cristiana, esa necesidad vital de
engendrar nuevos pueblos y de prodigarse a ellos, ese anhelo
prodigioso de ecumenicidad, esa creencia generosa en la igualdad
esencial de todos los hombres y en su capacidad de salvación;
por eso debe decirse que sólo en los pueblos hispánicos puede
encontrar el mundo una fuerza política lo suficientemente
espiritualista y heroica para realizar en la Historia un Orden
Cristiano Universal.
Es así que, afirmados en esta esperanza hispana y cristiana, los
pueblos hispánicos debemos luchar por mantener a toda costa
nuestra independencia y conquistar una más efectiva libertad,
para poder realizarnos en la Historia.
Debemos empeñarnos en ser nosotros mismos por la fe en nuestro
destino y por la comunidad de nuestros intereses espirituales y
materiales.
Debemos mantenernos estrechamente unidos contra la agresión de
los imperialismos, defendernos decidida y tenazmente de las
poderosas corrientes intelectuales y morales que tratan de
disolver, en un cosmopolitismo denigrante y suicida, nuestros
caracteres autóctonos y nuestra personalidad de nación; y
debemos emprender la tarea urgente y difícil de amalgamar y
superar nuestros componentes étnicos y sus herencias
espirituales, para recrear con ellas una Cultura auténticamente
nuestra, como base formidable de solidaridad social y como
afirmación de la libertad y grandeza de nuestros pueblos.
En esta época difícil los pueblos hispánicos debemos, pues,
luchar unidos, para poder surgir después unidos en la Historia,
como la gran fuerza Política cristiana del futuro, destinada a
implantar en el mundo la Justicia de un Orden Cristiano
Universal.
Mientras tanto, yo dejo aquí en pie frente al porvenir, como
bandera de aliento y profecía, el verso admonitivo de Rubén:
Únanse, brillen, secúndense, tantos vigores dispersos
Formen todos un solo Haz de energía ecuménica
Julio Ycaza Tigerino (Alferez)
"ARBIL,
Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el
Foro Arbil
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