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Abusos sexuales: tiempo de purificación.
El pasado 23 de abril, todos los cardenales estadounidenses, junto con los miembros de la Presidencia de la Conferencia de Obispos Católicos de aquel país, se reunieron en Roma en torno al Papa, que les recibió asegurándoles que las puertas de su casa, "están siempre abiertas para vosotros, especialmente cuando vuestras comunidades atraviesan el dolor". La singular cumbre, a la que no faltaron los responsables de los principales organismos de la Curia Romana, fue una iniciativa directa del Papa para ayudar a los obispos norteamericanos a superar la grave crisis en que se ha visto envuelta la Iglesia en aquel país, tras acumularse en cascada una serie de revelaciones que hacían patente lo que en el fondo era un secreto a voces: los numerosos casos de sacerdotes acusados de abuso sexual con menores, a lo largo y ancho del inmenso país.
Cuentan que, a la hora de la cena, el
Cardenal de Boston, Bernard Law, se dirigió apesadumbrado a sus
hermanos y les comentó: "no estaríamos hoy aquí si yo
no hubiera cometido ciertos errores". Sin duda el
Cardenal Law se refería a la política seguida por su diócesis,
consistente en alcanzar acuerdos civiles con las víctimas
mediante indemnizaciones multimillonarias, someter a tratamiento
psicológico a los sacerdotes implicados, y ofrecerles una nueva
oportunidad en algún lugar geográficamente distante de su
anterior emplazamiento. Los frutos de esta política se han
revelado nefastos, ya que en muchos casos los implicados han
reincidido gravemente, generándose así un clima de indefensión
de niños y jóvenes, que, tarde o temprano, tenía que salir a
la luz. La misma política siguieron durante años otras
diócesis norteamericanas, guiadas por un mal entendido sentido
de solicitud pastoral hacia los sacerdotes afectados, y por un
exceso de optimismo sobre sus posibilidades de recuperación.
Pero con todos los errores que han podido cometer los obispos a
la hora de afrontar el problema, el interrogante fundamental
permanece: ¿por qué han proliferado los abusos sexuales, en una
Iglesia generalmente reconocida como viva y dinámica,
comprometida en numerosos servicios?
Conviene en primer lugar corregir la caricatura transmitida por
los medios. Estamos hablando de algo más de un centenar de casos
probados a lo largo de treinta años, aunque por supuesto el
número de denuncias es muy superior, y al calor de las últimas
revelaciones de la prensa, se han multiplicado como las setas. La
mayoría de los abusos son de naturaleza homosexual y se han
producido con adolescentes, aunque también un pequeño número
de casos afecta a niños y muchachas. Un estudio de la
Universidad de Pensilvania, cifra en el 0,3% de un total de
47.000 sacerdotes católicos, los que han practicado la
pederastia en todo ese periodo, si bien otras informaciones
elevan esta cifra hasta el 1%.
Pero una vez ajustadas las dimensiones del asunto, la pregunta
sigue siendo hiriente. Para intentar comprender lo que en última
instancia es un misterio que arraiga en las profundidades más
oscuras del corazón del hombre, es preciso tener en cuenta
varios factores. En primer lugar la exaltación sexual, el
relativismo moral y el fuerte individualismo que domina en la
sociedad norteamericana, y no sólo en ella. La ausencia de norte
para regir la sexualidad es patente en la vida de las familias,
en las instituciones educativas, en el cine, la publicidad y
otros productos culturales. Este es el caldo de cultivo de unas
aberraciones que afectan a todos los sectores sociales, y en
particular a los grupos que trabajan en relación más directa
con los jóvenes. La herida es tan profunda, que el ámbito
familiar no sólo no está a salvo de semejantes crímenes, sino
que es precisamente allí donde con más frecuencia se producen.
Otro factor ha sido el rechazo dentro de la propia Iglesia, de
algunos aspectos del Magisterio en materia de moral sexual, y el
relajo de la disciplina eclesiástica en Seminarios y Casas de
Formación, sobre algunos de los cuales se ha levantado la voz de
alarma porque la presión homosexual ha llegado a convertirse en
un control de facto. Por eso entre las medidas que ahora se
proponen, figura una Visita Apostólica que asegure la enseñanza
íntegra de la moral católica y ponga en orden la vida interna
de dichas instituciones. Además, éste ha sido un punto en el
que Juan Pablo II ha sido especialmente severo, al exigir un "compromiso
total" de obispos y sacerdotes en la "plenitud
de la verdad católica en materia de moral sexual", una
verdad que el Papa considera factor esencial "para la
renovación del sacerdocio y del episcopado, así como de la
propia vida familiar y matrimonial".
Uno de los elementos del debate que acompaña a esta crisis es la
supuesta relación que no pocos medios de comunicación, así
como algunos grupos dentro y fuera de la Iglesia, establecen
entre el celibato y la propensión al abuso sexual. Se trata de
uno de los aspectos más irracionales y mezquinos, pero también
más interesados, de esta polémica. El hecho trágico de que el
ambiente familiar sea el terreno más habitual para los abusos,
debiera descartar de un plumazo tan sospechosa asociación, así
como las noticias muy poco aireadas sobre los casos que afectan a
ministros casados de otras confesiones cristianas. A pesar de
todo, algunos medios no dejaron de vender la especie de que la
Cumbre romana dedicaría sus mayores esfuerzos a revisar, y en su
caso derogar, la ley del celibato. Por el contrario, en las
conclusiones se considera la ley del celibato como un tesoro
propio del sacerdocio católico que debe ser preservado, y a ello
se aplicarán algunas directrices concretas.
Pero una opinión pública ávida de medidas disciplinares
drásticas ha centrado su atención en los procedimientos que,
con el visto bueno de la Santa Sede, establecerán los obispos
para castigar a los culpables de lo que es, al mismo tiempo, un
grave delito y un espantoso pecado a los ojos de Dios, en
palabras del Papa. La indicación de Juan Pablo II en su discurso
no deja lugar a dudas: "la gente debe saber que no hay
sitio en el sacerdocio y en la vida religiosa para quienes puedan
hacer daño a los jóvenes". Así pues, a partir de
ahora se diseña una nueva línea de acción sobre estas bases:
prioridad absoluta de la atención a las víctimas de los abusos
y sus familias; colaboración con las autoridades civiles para
que se depuren las responsabilidades penales; examen rápido de
los casos que se presenten por parte de comisiones diocesanas de
las que formarán parte expertos laicos, y en las que estarán
representadas las víctimas; y por último, expulsión del
ministerio sacerdotal cuando se haya comprobado el abuso.
Es sin duda ninguna, un tiempo de prueba y de humillación para
la Iglesia en los Estados Unidos. Una prueba, ha dicho el Papa,
que debe traer una urgente purificación, para que el Evangelio
pueda ser anunciado con toda su fuerza liberadora. En definitiva,
este drama nos ofrece una última lección: es preciso mirar cara
a cara el mal, que también anida en el seno de la comunidad
cristiana, pedir perdón y confiar en Dios, que es el único
cimiento sólido de la Iglesia. Sólo así podrán surgir, de
este tiempo de prueba, nuevas energías para el futuro.
José Luis Restán
Este artículo ha sido publicado en el número 56 de la revista "Páginas
para el mes", mes de mayo de 2002, edición en papel,
de la Asociación Cultural Charles Péguy de Madrid (www.
paginasparaelmes.com).
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