Silvano Panunzio, pensador metapolítico italiano, ha enseñado que existen Ciudades Tradicionales, como Roma y Jerusalén, y Ciudades Inspiradoras que propician un influjo positivo, directo y potente, sobre la circulación de las ideas. Entre las ciudades inspiradoras de Italia, Panunzio, ha indicado Florencia y Verona, ambas relacionadas con la odisea de Dante, y que se extienden "tra Feltro e Feltro" (entre fieltro y fieltro), según la profecía dantiana de la "gran restauración". No fue sólo por azar, entonces, que Verona haya sido la ciudad que propició mi encuentro intelectual con Romano Guardini, nacido precisamente en la ciudad escalígera en el lejano 1885, pero luego abandonada a los cinco años de edad, cuando su padre cónsul en Maguncia del recién proclamado Reino de Italia se trasladó en Alemania, donde el joven Romano se educó y estudió alcanzando una merecida notoriedad intelectual como eminente pensador católico en la segunda mitad del siglo veinte. En el año 1955, viviendo en Verona yo emprendía la publicación de la revista cultural Carattere que por más de un decenio fue la expresión de un pensamiento católico de orientación papiniana, en el ámbito intelectual de aquella singular derecha italiana que entonces abarcaba el espacio político del Partido Nacional Monárquico y del Movimiento Social Italiano. Mi aproximación a la obra de Romano Guardini empezó entonces, cuando en aquel mismo año encontré casualmente en una librería veronese la traducción italiana de su ensayo Die Macht (El poder); libro en el que el autor utilizando una muy personal aplicación del análisis fenomenológico en clave tradicional, enfrentaba el dramático problema del "poder a través de la historia", ofreciendo sugestivos elementos de reflexión sobre cual rostro nuevo declinada para siempre la época moderna debería asumir el hombre del mañana para conservar integra o recuperar su dignidad personal de hijo de Dios. Empezó así mi afección cultural para con la obra de Romano Guardini, que sucesivamente influiría en mi formación intelectual y espiritual. Romano Guardini, sacerdote católico Desde el 1910, doctor en teología por la universidad de Friburgo, profesor titular en la universidad de Berlín desde 1923, separado de la cátedra por los nazis en 1939 - terminado el huracán bélico en 1945 - es integrado a la docencia universitaria con una cátedra de filosofía religiosa en Tubinga donde enseña hasta el 1948 cuando se traslada en la universidad de Munich, permaneciendo en ella hasta 1964, año de su jubilación. Es precisamente en el duro invierno postbélico de 1947 que Guardini inicia unas clases concluyéndolas el 1948 en Munich. El texto de aquel ciclo universitario es publicado en 1950 bajo el título "Das ende Der Neuzeit" (traducción española: "El ocaso de la Edad Moderna", ed. Guadarrama, Madrid 1958). El libro, adelantando de treinta años la tesis del agotamiento de la modernidad, impacta a los círculos culturales de Occidente. En efecto aquel libro apareció, a muchos intelectuales, inactual desde el mismo título o, por lo menos, desconcertante en los años de un postguerra dominado por la ilusión de un "renacimiento" de la modernidad bajo el alero de una alianza entre la cultura ilustrada y el cristianismo que - superadas viejas rencillas - se habían asociado para anunciar el amanecer de un "mundo nuevo" liberado por completo de las perniciosas sugestiones del totalitarismo. Despejando el optimismo ingenuo de aquellos que celebraban el asomarse de la razón, la cultura y la tolerancia entre los escombros morales y materiales dejados por la guerra, Romano Guardini amonestaba: "No se trata de un renacimiento, sino solo de una ilusoria reacción a los éxitos negativos de una modernidad que ha concluido sin remedio su ciclo. Por lo tanto es necesario analizar la época que termina para vislumbrar los tiempos postmodernos que la siguen y que todavía no tienen nombre". Deslealtad de la época moderna En la diagnosis que Guardini hace de la edad moderna, el totalitarismo pagano nazi, derrotado por la alianza entre las democracias occidentales y el comunismo estalinista, no aparece - como en la historiografía neoiluminista - una reacción a la modernidad, sino más bien como una consecuencia del proceso de secularización del mundo moderno que ha disuelto el vigor trascendente del cristianismo en un racionalismo radical, dejando en el hombre contemporáneo un deseo de espiritualidad que - después de la revolución francesa - el totalitarismo moderno vuelca en una ideología política elevada a secularización religiosa. El totalitarismo, que con el paganismo nazi incluye - según Guardini - también el ateísmo comunista, constituye pero solo un aspecto del proceso moderno de disolución de los valores del humanismo cristiano; disolución que crea las condiciones para encauzar las necesidades religiosas del hombre contemporáneo hacia las ideologías totalizantes. Este proceso se inició con el fin de la representación simbólica del mundo y del universo. Hasta la Edad Media, el hombre - observa Guardini - ocupaba una posición central en la estructura limitada de un mundo en el cual la tierra era el planeta céntrico; pero los descubrimientos astronómicos posteriores han modificado la expresión cosmosmológica del Universo, donde la tierra ahora es uno de los tantos planetas del sistema solar. Por consiguiente, el desplazamiento de la tierra fuera de su anterior posición céntrica, ha provocado también el desplazamiento del hombre fuera de su centro constantemente iluminado por Dios. Hoy en día, no siendo el hombre más considerado como el eje central de la creación, su mismo lugar existencial, junto al planeta Tierra, se ha desplazado en la inmensidad del cosmo infinito: lanzado hacia el umbral de una experiencia cósmica del infinito que tiene algo de extraordinario y de aterrador, al mismo tiempo. En la Edad Media la naturaleza había sido considerada como "creación de Dios" y la Antigüedad como una forma de "revelación anticipada"; pero por la Época Moderna, la una y la otra se vuelcan en simples medios para separar la vida terrenal de la revelación divina, considerada ésta no real y aún más hostil a la vida misma. ¡Ahora bien!, aquí consiste -para Guardini- la "deslealtad " característica de la Época Moderna hacia el cristianismo: considerar la religión cristiana como una simple "introducción" a los valores naturales que cada hombre puede cultivar sin la necesidad de profesar su adhesión a la trascendencia divina, que es el elemento específico de la fe cristiana. Esa actitud moderna mutila al cristianismo de la revelación trascendente que alumbra toda la creación y el destino sobrenatural del ser humano. Se cortan de este modo todas raíces cristianas a los proyectos humanistas de la sociedad moderna; por consiguiente esos mismos proyectos, vaciados de la fe cristiana, se esterilizan, pierden su vigor esencial y se reducen a simples utopías, proyectos sin contenidos. El agotamiento irreversible de la modernidad Adelantándose a la escuela de Francfort - que criticará a la modernidad por no haber sabido acabar con el proyecto sociocultural de los filósofos del iluminismo - Guardini describe a la modernidad no como un trastorno de la razón existencial y social, sino como un "desorden" de la imagen del mundo vaciado de la trascendencia cristiana; desorden que abarca la existencia del ser humano y causa el agotamiento irreversible de la modernidad misma. Entre las causas del agotamiento de la Época Moderna, Guardini destaca que la cultura de la modernidad en sus variadas expresiones - ciencia, filosofía, pedagogía, sociología, literatura, etc. - ha considerado al hombre, en la totalidad de su ser, bajo perspectivas falaces, sean ellas las del positivismo o del materialismo, del idealismo o del existencialismo. Los tiempos modernos han buscado de enmarcar a la persona humana en categorías, pedagógicas, sociológicas a las que ella no pertenece; tal persona humana no existe como ha sido concebida por la modernidad, porque - observa Guardini - el hombre en cuanto persona autentica es: dotado de una naturaleza no eliminable, de una responsabilidad no sustituible y de una dignidad de hijo de Dios inalienable. Por ende la historia misma no se desarrolla según los preceptos de la lógica del mundo (como preponderantemente se ha creído en la Edad Moderna), sino según las modalidades que el hombre mismo determina. Aquí está el punto crucial de la modernidad: el haber aceptado el determinismo histórico como un producto de la lógica moderna y a la vez haber atribuido al hombre una razón calculadora finalizada hacia la búsqueda de un poder inmanente y omnímodo para dominar el mundo tanto en lo material como en lo espiritual. En este doblez contradictoria reside la debilidad de la Edad Moderna y el motivo principal de su fracaso; porque si el hombre moderno ha logrado dominar en gran parte los efectos inmediatos de la naturaleza y ha gobernado las cosas, todavía no ha logrado dominar su propio poder, por tratarse de un poder amputado de toda obediencia divina, ajeno a toda sacralidad: un poder ingobernable. Por consiguiente, sea por la manipulación de la técnica, sea por la instrumentación practica del poder omnímodo de la razón, el hombre moderno se ha hundido en la alienación, mientras que la búsqueda del poder se ha volcado en una carrera desenfrenada hacia la soberbia, el desprecio y la violencia. ¿El agotamiento de la Época Moderna desemboca entonces en un éxito pesimista sin remedio? Romano Guardini aclara, al respeto, que el hombre contemporáneo puede evitar el pesimismo implícito en el agotamiento de la Edad Moderna retirándose en la fortaleza espiritual del "estoicismo cristiano" sin lugar y sin refugio, donde el creyente puede e debe experimentar la "tremenda soledad de la fe". Un mensaje para la postmodernidad El mensaje explícito de Romano Guardini sobre el ocaso de la Edad Moderna, en la segunda mitad del siglo veinte se quedó sellado por palabras cargadas de una fuerte tensión escatológica que aparecía francamente "inactual" para una época en la que extensos estratos de la sociedad occidental, supuestamente imbuidos de valores cristianos, miraban al "Humanismo Integral" de Jacques Maritain como a un posible proyecto viable para la civilización del futuro. Solo quince años después (1965) en "El Campesino de la Garona", el mismo Maritain confesaba, desconsolado: "La esperanza de arraigo de una política cristiana (correspondiente en el orden práctico a una filosofía cristiana en el orden especulativo) ha sido completamente defraudada". Aun más, el optimismo que fue el signo distintivo de la época moderna, se fue paulatinamente volcando en desencanto y desilusión para el presente, pesimismo para el progreso, miedo para el futuro, induciendo al escritor Milán Kundera a comentar al respeto: "Hasta el presente, el progreso ha sido concebido como la promesa de lo mejor; hoy sabemos que es también portador del anuncio de un fin". Pero detrás del fin de una época marcada por el dramático divorcio entre la realidad y su utópico disfraz ideológico, ha ido recobrando de mano en mano - una impresionante actualidad la visión conclusiva de Guardini, donde el fin de una época conlleva consigo un implícito mensaje de esperanza. El fin de la modernidad ha determinado, en los tiempos inciertos y sombríos de nuestra postmodernidad, el desplazamiento general de la problemática sociocultural desde el ámbito de la razón, de las instituciones racionales de la sociedad y de la política, hacia el ámbito de la existencia, de la experiencia, de la estética y de la expresión, en busca de una nueva vivencia del cristianismo. Se trata, pues, de una búsqueda solicitada por la doble actitud de la postmodernidad actual: ecléctica, indecisa, sombría y, al mismo tiempo, faustica y aventurera, dispuesta - según una plástica expresión literaria de Ernst Jünger "a fundir pasado y futuro en un presente ardiente". Agotadas las falaces certezas del ciclo moderno del racionalismo y del optimismo ilustrado, entre las utópicas tentaciones del nihilismo se asoma la vigorosa elección de rescatar el fundamento genuinamente cristiano de nuestra cultura, cuidadosamente guardado en tiempos de crisis por "la tremenda soledad de la fe". De este modo, adelantándose de treinta años a los filósofos y sociólogos de la postmodernidad, partidarios del "pensamiento débil" en las postrimerías del siglo XX°, Romano Guardini se ha perfilado como el confesor de principios firmes y valores fuertes, afirmando en ellos una esperanzada visión del mundo y de la vida. ·- ·-· -··· ·· ·-· Primo Siena |