| Revista Arbil nº 62 | Filosofía del Quijote: (un estudio de antropología axiológica) por Agustín Basave Fernández del Valle Agustín Índice Filosofía del Quijote Introducción Capítulo I Filosofía sobre El Quijote y actitud vital hispánica - 1 -Filosofía de Don Quijote o Filosofía sobre el Quijote - 2 -El Quijote del Autor y el Quijote del Lector - 3 -Una actitud vital hispánica Capítulo II Talante, tiempo y situación humana en Don Quijote - 1 -El talante de Don Quijote - 2 -Dialéctica de la situación humana en Don Quijote - 3 -Don Quijote en su tiempo y contra su tiempo - 4 -La vida de Don Quijote como ofrenda meta-vital Capítulo III El sentido de la muerte de Alonso Quijano - 1 -Pautas para comprender la vida y la muerte de Don Quijote - 2 -Posiciones cervantinas ante la muerte - 3 -El sentido de la muerte de Alonso Quijano Capítulo IV Cervantes, España y la génesis del Quijote - 1 -Cervantes y su Quijote - 2 -Génesis y cumplimiento del Quijote - 3 -¿Es el Quijote un libro decadente? Capítulo V Estructura y composición del Quijote - 1 - Estructura del Quijote - 2 -La Primera Parte - 3 -La Segunda Parte Capítulo VI Realidad aparente y sub-realidad en el mundo quijotesco - 1 -Realidad aparente y sub-realidad - 2 -El orbe de Don Quijote - 3 -Ideas que se tornan ideales - 4 -Don Quijote, Fichte y Maine de Biran Capítulo VII La cosmovisión del caballero andante - 1 -Estructura de la cosmovisión - 2 -La cosmovisión de Don Quijote - 3 -La religiosidad de Don Quijote - 4 -Don Quijote en pos de la honra y de la inmortalidad Capítulo VIII Vocación y trayectoria de Sancho - 1 -Vocación íntima de Sancho - 2 -Sancho labriego, receptivo y mediador - 3 -Proyección de Don Quijote en Sancho Capítulo IX El problema de Dulcinea - 1 -Don Quijote y su Dulcinea - 2 -¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea? Capítulo X La Filosofía de los valores y el Quijote - 1 -La Filosofía de los valores · Génesis de la teoría · Direcciones principales · Características de los valores - 2 -Naturaleza de los valores - 3 -Bases para una Filosofía de los valores - 4 -Don Quijote y el valor de lo caballeresco - 5 -Hacia una axiología del Quijote - 6 -El Mensaje de Don Quijote Capítulo XI El eticismo de Don Quijote - 1 -El bien - 2 -La dimensión más excelsa del hombre - 3 -Más allá de la ascesis... - 4 -La vida de Don Quijote al servicio del bien - 5 -Espíritu de sacrificio y entusiasmo de Don Quijote Capítulo XII Derecho y política en el Quijote - 1 -Ontología del Derecho - 2 -El Derecho y la coacción - 3 -La seguridad jurídica - 4 -Disquisiciones sobre la justicia · La justicia general o legal · La justicia conmutativa · La denominada justicia social - 5 -El bien común - 6 -Ideas cervantinas sobre el Derecho - 7 -El sentido justiciero de Don Quijote, la coacción y la seguridad jurídica - 8 -La política en el Quijote - 9 -La prudencia política de Sancho Panza Capítulo XIII Apreciación estética del Quijote - 1 -¿Qué es lo bello? - 2 -Lo bello real y lo bello ideal - 3 -Lo bello y lo feo - 4 -Lo bello y lo interesante - 5 -Las Bellas Artes - 6 -Estética del Quijote - 7 -Estilo de Cervantes en el Quijote - 8 -Estilo literario del Quijote Capítulo XIV Cervantes y la poesía - 1 -¿Qué es la poesía? - 2 -Disquisiciones sobre lo poético - 3 -¿Qué es y qué no es la poesía? - 4 -Cervantes, poeta - 5 -«Canción Desesperada» - 6 -Don Quijote y la poesía Capítulo XV Vocación y destino final de Don Quijote - 1 -Vocación e invocación de Don Quijote - 2 -El «yo sé quién soy» de Don Quijote - 3 -Aspiraciones y decepciones de Don Quijote - 4 -Destino final de Don Quijote (De una «menos-vida» a una «plus-vida») Notas |
En homenaje al pueblo de España
Introducción
Me intereso en el Quijote, fundamentalmente, porque en él encuentro un valioso instrumento para el estudio del hombre. Tengo la certeza de que en esta obra inmortal de Cervantes está entrañada toda una Antropología Axiológica. Se me ha ocurrido proyectar mi «Filosofía del Hombre» en el Quijote. Y me parece que la contextura de la genial novela se presta para verificar esta aproximación. Aunque Cervantes no sea filósofo, es lo cierto que expresa artísticamente una profunda y peculiar visión del hombre. No tan solo se trata del «homo hispanicus» -esfuerzo, coraje, ímpetu, fe apasionada y enérgica, intensidad imaginativa, ideas que se tornan ideales-, sino del hombre en lo que tiene de más humano.
Ofrecer una Filosofía del Quijote como obra de arte, como actividad expresiva del espíritu, ha sido mi propósito primordial. En esa actividad expresiva es posible evocar y descifrar una constante humana. Porque al fin y al cabo el Quijote -plasmación de inteligencia, deseo, intuición, sensibilidad y amor de un hombre y hasta de un pueblo- se origina en las profundidades del alma de Cervantes. Para llegar a una «comprensión» del espíritu objetivado, es decir, de los contenidos intencionales de Cervantes y de su época, es preciso echar mano de la causa final. Bajo la categoría del valor de lo caballeresco adquieren sentido, dentro de una conexión de totalidad, el conjunto de las representaciones intencionales y de los actos consiguientes. Mi estudio es primordialmente axiológico. Resulta bastante extraño el hecho de que no se haya intentado aún una comprensión de El Quijote a la luz de la teoría de los valores.
He visto acontecer al Quijote sin trazarle previamente su programa, sin urdir planes arbitrarios que corroboren prejuicios. Lo he leído una y muchas veces, con diversos resultados. He anotado cuidadosamente, al margen de mi Quijote, las ideas-madres que generaron esta obra. He terminado por poner los diversos episodios en relación con una conexión total conocida. El valor de lo caballeresco se descubre siempre detrás de los objetivos propuestos por Don Quijote. Un puro afán de contemplar la obra de arte en su esencia y sus conexiones inteligibles preside este trabajo. Me agrada preguntarme por el sentido final de cada episodio y de cualquier actitud, por su bien y por su perfección. Quisiera comunicar, al lector, la fruición de captar, hasta en sus virtualidades implícitas, ese desborde existencial cervantino cuya raíz más honda se pierde en el misterio de un amor superabundante.
La belleza creada por Cervantes -digámoslo en un sentido analógico- sólo se le puede comprender en plenitud implicándola y confundiéndola en su verdad y en su bondad. Estas propiedades trascendentales del ser prueban, en su comunidad, la inagotable hondura y la desbordante opulencia del Quijote.
En las palabras preliminares, a manera de epígrafe, de su obra «Holzwege»1, ha dicho Heidegger:
«Holz lautet ein alter Name für Wald. Im Holz sind Wege, die meist verwachsen jäh im Unbegangenen aufhören.
Sie heissen Holzwege.
Jeder verläuft gesondert, aber im selben Wald. Oft scheint es, als gleiche einer dem anderen. Doch es scheint nur so. Holzmacher and Waldhüter kennen die Wege. Sie wissen, was es heisst, auf einem Holzweg zu sein».
«Holz» (maderamen, bosquecillo) es un antiguo nombre para bosque. En el bosque hay caminos que, invadidos por la naturaleza, súbitamente se extravían.
Se llaman caminos en el bosque.
Cada uno de estos caminos sigue su propio curso, pero siempre dentro del mismo bosque. A menudo parece que todos son iguales. Sin embargo, eso es sólo apariencia. Los artífices de la madera y los guardabosques conocen esos caminos. Ellos saben lo que significa estar en una senda que se pierde en la espesura.
¿Cómo hablar hoy de El Quijote -piensa el común de las gentes- sin caer en el trillado lugar común, en la fosilizada interpretación?
Es cierto que los siglos han ido acumulando multitud de comentarios de todo género y sabias exégesis eruditas. Pero no hay que temer; no se ha dicho todo y nunca se dirá todo mientras haya vida sobre la tierra. La potencialidad de las grandes obras como El Quijote es inexhaustible. Esta misma novela, con el avance de los tiempos, puede ser mejor comprendida, más profundamente vivida. El Quijote no padece -no debe padecer- la rigidez de las estatuas y la inmovilidad de los museos. «El síntoma de los valores máximos -ha dicho José Ortega y Gasset- es la ilimitación». Contemplado desde diversas perspectivas por múltiples generaciones, el Quijote invita a la forja de mitos y a las interpretaciones de la más variada índole. Nuestra investigación, sin dejar de ser entusiástica y emotiva, pretende ser reflexiva, disciplinada, seria, persistente; científica, en una palabra. Hasta ahora, El Quijote se ha estudiado en su aspecto escuetamente literario y filológico, que no es, precisamente, en el que más resplandece el genio de Cervantes.
No soy filólogo y sólo gusto de la erudición en cuanto auxilie eficazmente a la propia meditación y mueva al diálogo. Mi vocación, definida y probada, es filosófica. A la galanura de la frase he preferido siempre la profundidad del concepto. Sobre lo anecdótico y lo libresco he querido poner lo constructivo y lo reflexivo. Por la meditación y el análisis he tratado de contemplar en El Quijote su más íntima contextura y su valor primordial. Quisiera agrupar en torno a unas cuantas líneas directrices -y acaso alrededor de un supremo valor- el contenido de la inimitable obra maestra. Aunque extraña a la intención de Cervantes, no por eso resulta injustificada una Filosofía del Quijote. La sustancia poética encerrada en el libro -actitud del héroe y de los principales personajes, visiones de la vida humana y del destino del hombre- se presta para la meditación filosófica.
No puedo ni quiero escindir -como lo hace Unamuno- a Cervantes y a su Quijote. Tampoco pretendo escribir otro breviario quijotesco -por penetrante y conmovedor que resultara a trechos- que incite al «culto del Sagrado Corazón de Don Quijote», como le llama Borgese, provocando suspiros y golpes de pecho. Prefiero ver surgir al personaje de las reales y dolorosas experiencias de su autor, aunadas a su alta poesía. Con los pies puestos en la España de los Felipes, Cervantes porta -con su peculiar estilo- las mejores esencias de la Edad Media. En su libro se halla estuchada el alma de todo un pueblo: a).- Pálpito de la individualidad concreta; b).- Religiosidad y enérgica afirmación de los propios valores tradicionales; c).- Eticismo; d).- Prestigio insobornable y avasallador de las esencias populares; e).- Sentido de jerarquía; f).- Hermandad; g).- Idealismo fervoroso; h).- Ansia de honra y de inmortalidad. Una inmensa capacidad mostradora y una ilimitada simpatía humana, llevaron a Cervantes -clave histórica de su sociedad y de su tiempo- a reflejar innumerables personajes -del pueblo, sobre todo- envueltos en muy variadas circunstancias.
Es preciso llevar el Quijote a la plenitud de su significación, destacando sus verdades de experiencia, sus modelos de humanidad, su claro y sencillo axiotropismo... En esa suprema lección de filosofía moral, es posible advertir la intuición cervantina del suspiro nacional de España. Y ese suspiro -Don Quijote- es símbolo de la Humanidad entera. En él estamos involucrados todos los que anhelamos mejores destinos.
El quijotismo -inserción de un sistema axiológico de ideales en el mundo real, mediante el esfuerzo humano- es una actitud vital muy propia de los pueblos hispánicos. Lo que verdaderamente vale para los hispanolocuentes, no es el éxito, sino el esfuerzo. Nuestro modo de vida quijotesco estriba, ante todo, en una actitud proyectiva idealista. Pero es preciso añadir al sistema de certezas doctrinales y al «optimismo de valor» aquel conocimiento ignaciano del mundo que le capacitaba para intuir, en los estratos actuales de la realidad, el próximo viraje de la historia.
A través de Don Quijote se transparenta Alonso Quijano, de quien conserva siempre su enjundia ética. Trátase de una transfiguración o conversión. Y por Don Quijote y Alonso Quijano avizoramos el espíritu de Cervantes emergiendo de su circunstancia española. Talante y dialéctica de la situación humana; temporalidad y actitud ante su siglo; vida como ofrenda meta-vital; entusiasmo y sacrificio; aspiraciones y decepciones; cosmovisión y compasiva indulgencia; todo ello resplandece, en El Quijote, con el inconfundible cuño personal de Miguel de Cervantes Saavedra.
Aunque piense como cuerdo -y muy inteligentemente, por cierto-, Don Quijote obra como loco, porque se sustenta en una metafísica peculiar: realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores, y una sub-realidad que sólo él advierte. Sobrepuesta a la realidad tangible, pero articulada con ella, está el hemisferio de fantasía, con una dimensión de realidad, o de sub-realidad, por lo menos. Sub-realidad quijotesca que está caracterizada por peculiares modificaciones al espacio, al tiempo y a la casualidad. Don Quijote defiende su mundo de los embates del mundo objetivo, acudiendo al expediente de lo mágico. Los encantadores transmutan la realidad circundante. Esta incrustación de fantasía la esgrime el caballero con férrea dialéctica. Lo lógico queda, en esta forma, al servicio de lo ilógico. Su mundo de fantasía no es, para él, una mera hipótesis, sino un hecho histórico probado -irrefutablemente- por las fuentes de todos los libros -casi sagrados- de caballerías andantescas. La cosmovisión cervantina está integrada por un mundo trino: estrato de lo real, esfera de lo fantástico y hemisferio de los ideales.
Más que morir, Don Quijote se evapora -si se me permite la expresión- en el cerebro de Alonso Quijano. Pero este sí que se nos muere. Y en esa muerte, Cervantes anticipa imaginativamente la suya propia. Importa, pues, destacar las posiciones cervantinas ante la muerte y el sentido de renuncia que tiene el morir del hidalgo manchego.
Al estudiar a Don Quijote es imposible prescindir de Sancho. Porque entre caballero y escudero se da una comunidad indestructible. Trazaremos la vocación y la trayectoria de Sancho, pondremos de relieve su carácter labriego, receptivo y mediador. Estudiaremos la proyección en él de Don Quijote. Examinaremos, también, el problema de Dulcinea. ¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea? ¿Qué representa en su vida? ¿Cree realmente en su existencia?
Antes de considerar la relación entre Don Quijote y el valor de lo caballeresco, de estudiar los principios fundamentales de una axiología del Quijote y de poner al descubierto su más íntimo mensaje, hemos juzgado necesario sentar las bases generales de una Filosofía de los valores: naturaleza, tipo de existencia, conocimiento y realización de los mismos.
Por diversas vías hemos intentado aproximarnos a esa poderosa síntesis de lo humano -Biblia de la Humanidad, como alguien le ha llamado- que es el Quijote. Nos ha parecido prudente contemplar el contenido inagotable de la obra desde diversos ángulos: ético, jurídico, político, estético, poético, y vocacional. A menudo los capítulos se inician con una introducción que sirve de fundamento a las ulteriores disquisiciones específicas sobre el Quijote. En un trabajo que pretende ser, ante todo, una síntesis cabal, y en la cual nada de lo que concierne a la Antropología Axiológica del Quijote se ha pasado por alto, no es posible detenerse en exploraciones detalladas de este o aquel problema. Los análisis morosos nos hubiesen impedido realizar el objetivo propuesto: la integridad temática, el vasto ámbito prospectivo. En todo auténtico filósofo -apunta Kant- deben concurrir tres requisitos, a saber: no ignorar lo que han pensado los demás, pensar por sí mismo y no contradecirse. No hay otro modo de emprender, responsablemente, la búsqueda filosófica.
¿Hay una filosofía de Don Quijote, es decir, de Cervantes, o cabe más bien hacer una filosofía sobre El Quijote como obra de arte? ¿Cuál es el verdadero Quijote, el Quijote del autor o el Quijote del lector? Entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de cada lector, ¿no habrá siempre la posibilidad de contemplar esa obra de vida humana plasmada, bajo el signo de Pigmalión? ¿Cuál es el sentido de la vida, y cuál es el sentido de la muerte del caballero manchego? ¿Puede ser considerado el quijotismo como una actitud vital hispánica? ¿Cabe hablar del Quijote como portador de un valor? ¿Cómo encaminarnos hacia una axiología del Quijote? ¿Cómo aproximarnos a la génesis y al cumplimiento de la obra? ¿Es el Quijote un libro decadente? ¿Hay una verdadera estructura en la composición de sus partes? ¿Qué tipo de metafísica subyace en la novela? ¿Cuál es la cosmovisión del caballero y cuál la del escudero? ¿Cómo descubrir su dimensión más excelsa? Aunque no fuese ni jurista, ni político, Don Quijote tuvo sus ideas sobre el Derecho y el Estado. ¿Se podrá encontrar algún pensamiento sistemático en estas ideas? El Quijote es, ante todo, una obra de arte. ¿Qué pautas seguiremos para emitir una apreciación estética? Cervantes y Don Quijote se nos presentan como poetas. ¿Qué relación guardan con la poesía? Y una última pregunta de singular importancia: ¿cuál es la vocación y el destinó final de Don Quijote?
Más que la cabal solución de los problemas enunciados, quisiera trazar caminos, proponer criterios de comprensión, incitar a una visión directa -y a una ulterior meditación personal- de la obra literaria en lengua española que ha sido más propagada y encomiada en el mundo.
¿Encontraremos, después de tantas filosofías -podría preguntar alguien-, una solución al problema de la vida humana en la imperecedera obra de Cervantes? La solución de Don Quijote es, en definitiva, la solución del desinterés y de la justicia. Nos enseñó -y esto importa mucho decirlo- a pasar sobre el propio yo, que es el hombre rudimentario; a vencer al hombre egoísta que todo lo calibra por el interés. Y aunque su querer va siempre más allá de su poder, nunca pierde el impulso y la dirección hacia el ideal. La vida para Don Quijote es quehacer altruista, faena redentora. Su caridad, como la de todos los santos españoles, es una caridad militante.
Don Quijote no es un simple especulativo, ni un puro hombre entregado a la fantasía. Su visión es una visión dialéctica de la vida como lucha y abrazo entre lo real y lo ideal. No le basta pensar lo extraordinario; quiere vivirlo. Se afana -válgame la expresión- por naturalizar los valores, por unir el mundo de los ideales con su circunstancia.
Alguna vez dijo don Francisco A. de Icaza que la profundidad del Quijote «es la del cielo estrellado, de cuyo fondo, si atentamente se mira, parecen brotar estrellas nuevas»2. Con la esperanza de haber visto nuevas estrellas, he escrito este libro.
Capítulo I Filosofía sobre El Quijote y actitud vital hispánica
- 1 -Filosofía de Don Quijote o Filosofía sobre el Quijote
La imagen espiritual del hombre no sería completa sin el Quijote. Justamente por ello el personaje «Don Quijote» entró a formar parte de los cuatro o cinco entes de ficción imprescindibles en la literatura universal. El Quijote es hijo de España, genio tutelar de la raza y típica encarnación del «homo hispanicus». Pero es algo más, es el hombre universal y eterno, el hombre específico cristalizado por el sublime crisol del arte.
Se ha tratado de hacer una filosofía de Don Quijote. En libros no exentos de mérito, aunque estén muy lejos de cumplir su propósito -recuerdo en este momento «La Filosofía del Quijote» de David Rubio-, se ha pretendido construir la filosofía implícita que yace en la genial obra de Cervantes. Pero el intento -aun en el sentido de una filosofía como actitud vital, «lato sensu»- ha resultado fallido. Cervantes no se afana ni corre en pos de la sabiduría. No hay en toda la obra «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» ninguna investigación metódica de la realidad universal en su puro ser-en-sí o como es-en-sí (no sólo como es para Don Quijote). El autor de Don Quijote no se muestra preocupado por darnos una cosmovisión -aunque la tenga-, por brindarnos una explicación del universo por sus causas. Expresa, simplemente, una visión -aunque sea la de un genio- de la vida y del destino del hombre.
En cambio, cabe muy bien, a nuestro juicio, hacer una filosofía sobre el Quijote como obra de arte. El Quijote es una actividad expresiva y cristalizada que ha sido producida por el espíritu. Y esta obra de vida humana cristalizada al ser contemplada por los espectadores, tiende a provocar los mismos o parecidos procesos que aquellos que la originaron. La figura del hidalgo manchego tiene una cierta perfección ideal adecuada a los valores del espíritu. Percepción sensible, memoria, fantasía y gusto están gobernados en el proceso creador de Cervantes por una peculiar voluntad artística. El Quijote es la revelación de una actitud espiritual desconocida para todos aquellos hombres que no poseen la visión honda y virginal del artista. El caballero de la Mancha no es una creación de la fantasía divergente de la vida. El Quijote soló se aparta de la vida para henchirla y enaltecerla. Y esto, se realiza a través de ese caballero andante que se convierte en símbolo, es decir, en una figura que, además de lo que ella es en sí y por sí misma, desempeña la función de descifrar y evocar una constante humana.
Producto de una creación humana, el Quijote promueve, a su vez, la hechura del hombre. Y nosotros tenemos la certidumbre de que esa figura escuálida que transitaba por los polvorientos caminos de la Mancha ha vencido la destrucción y la muerte y posee ahora un valor de eternidad.
El Quijote como obra de arte vive por sí solo y ostenta un sustrato material que está en el libro. Pero desde que salió de las manos de Cervantes empezó a tener una entidad ideal propia, cobrando existencia cada vez que se refleja en el espíritu de un lector comprensivo. El Quijote trae consigo un eco de la realidad, pero no debe su sentido artístico a lo que es como puro libro, sino a un «algo» virtual que representa o expresa. En él se da una transposición del sentido.
Don Quijote, individualista hasta los tuétanos, afirma de bulto su personalidad, su libertad. Molido y maltrecho vuelve a cabalgar siempre con nuevos bríos en busca de más audaces aventuras. Nunca perdió su tenacidad. Idealista profundo, no deja por ello de ser realista. Para el aumento de su honra y para el servicio de su república se hace caballero andante y se esfuerza por deshacer todo género de agravio. En la segunda parte del libro, Don Quijote paga en las ventas y no hace valer sus derechos de caballero, permite a Sancho que le contradiga y hasta comprende que alguien pueda considerar como más bella a otra mujer que no sea su Dulcinea del Toboso (recuérdese el capítulo XX de la parte segunda).
No es posible separar definitivamente a Don Quijote de Sancho, sin acabar por quitarles su significación. «Ambos forman el verdadero y único protagonista de la novela inmortal», observa el Dr. Sarbelio Navarrete. «En el curso de la lectura de la obra, se piensa a veces que Cervantes tiene preferencia por Sancho; pero, en medio de los ridículos y desgraciados lances en que compromete a su héroe se advierte en él un piadoso y entrañable afecto hacia aquel hijo seco, avellanado y antojadizo que engendró su imaginación en la desolada tristeza de una cárcel». Ni Sancho es un grosero materialista, ni Don Quijote un idealista puro, extraño a las cosas de la tierra.
Ese anacrónico caballero gótico del ensueño, con sus armas desusadas, que transita por los polvorientos caminos de Castilla en pleno Renacimiento, es un verdadero revolucionario. Contra burlas de grandes y pequeños, se alza su figura, triste y macilenta, que va tras el eterno ideal del hombre. Su Revolución es vertical, erguida, integral. No trata de cambiar cosas, espera hacer fructificar su inquietud superior en el corazón humano. «El quijotismo -expresa el Dr. José Escalón- es batir de alas, locura que se contagia, locura cuya razón es anhelo ardiente de creación, de ascensión, de verticalidad; de ser oasis en el desierto y montaña en la planicie». No se trata de letra, sino de espíritu. Y su espíritu -soplo de Dios vivo en el barro- vence siempre a su materia. Su carne se la deja a Sancho y él se queda con una chispa de cuerpo enjuto, encendida por una voluntad de no detenerse ante el obstáculo, en su propósito agónico de ascensión.
Pero, ¿cuál es el verdadero Quijote, el que nos representamos los lectores o el que concibió Cervantes?
- 2 - El Quijote del Autor y el Quijote del Lector
Nos gustaría poder seguir esa intuición cervantina del Quijote, esa experiencia de la propia sustancia espiritual del alma quijotesca desbordante de belleza en orden a su encarnación o logalización material del personaje. Pero la intuición de Cervantes es indescribible por inefable, arranca de las entrañas mismas de la belleza de su alma de novelista.
Nos queda la expresión exterior, la obra. Y esta expresión exterior -obra humana- lleva la marca de su origen. Nacido de una experiencia vital, vida por lo tanto, Cervantes quiere expresarse por signos portadores de vida, que aproximen al lector a la vivencia original. El sentido poético del Quijote no es el sentido lógico y la novela nacida en la penumbra del recogimiento es ineludiblemente arcano. En el recogimiento de Cervantes, en las profundidades de su alma, tiene origen el Quijote: plasmación de inteligencia, deseo, intuición, sensibilidad y amor de un hombre y hasta de un pueblo. Ha dicho Goethe en fórmula certera: «todo lo que es perfecto en su especie debe elevarse por encima de su especie, llegar a ser otra cosa, un ser incomparable».
En Don Quijote se derrumban las fronteras de un mundo exterior y un mundo interior; «todo -podríamos decir con Rimbaud- es imagen ofrecida a la libre disposición de un espíritu que recompone a su arbitrio la ordenación de todos los datos. Rehace un universo según su conveniencia, de acuerdo a su gusto, conformándose tan sólo a las leyes de esa euforia que suscita en él tal ritmo, tal eco sonoro...». Don Quijote es un universo que se basta a sí mismo, con una significación exclusivamente suya.
Conocemos de sobra el propósito de Cervantes: «...pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por los de mi verdadero Don Quijote van ya tropezando, y han de caer del todo sin duda alguna». Pero poco nos importa este propósito ante el verdadero germen espiritual de la obra que luego fue plasmado. Con Don Quijote surge por primera vez la novela moderna de costumbres y caracteres. Este manantial épico de la novela moderna es a la vez la mejor novela picaresca, la mejor novela realista moderna y la novela social española por antonomasia. Inventor de una nueva belleza, Cervantes alcanza las más elevadas alturas de poesía. En la seca y adusta llanura manchega, Miguel de Cervantes supo ver lo que otros no vieron. Encendidamente enamorado de Don Quijote, Cervantes no deja por ello de contrastarlo duramente con la realidad y hasta de maltratarlo brutalmente y mortificarlo innecesariamente, con el consiguiente disgusto del lector. Unamuno -un lector del Quijote apasionado y apasionante- sale por los fueros del caballero de la triste figura y la embiste -en no pocas ocasiones- contra el mismo Cervantes. Si este pudo decir: «Para mí sólo nació Don Quijote, y yo para el; el supo obrar y yo escribir», aquel -no queriéndose quedar a la zaga- pudo exclamar: Y yo digo que para que Cervantes contara su vida y yo la explicara y comentara nacieron Don Quijote y Sancho, Cervantes nació para explicarla, y para comentarla nací yo...». Pero lo cierto es que don Miguel de Unamuno apenas sí hace caso del comentario objetivo y lógico de la obra. Le importa sobre todo re-crear el Quijote, vivirlo en continuo vértigo pasional, ir al sepulcro del Caballero de la Locura y deshacerse allí en lágrimas, consumirse de fiebre, morir de sed de océanos, de hambre de universos, de morriña de eternidad... Acude al Quijote para buscar aquello que él lleva en sí. Y como la genial obra maestra cervantina es un arca riquísima en tesoros, don Miguel de Unamuno selecciona espontáneamente unas cuantas piedras preciosas que traspasan la malla de sus intereses.
En la Introducción a su «Guía del lector del Quijote», Salvador de Madariaga advierte que «la esencia misma de la obra de arte, lo que la separa, no sólo de la materia amorfa, sino también de las obras seudoartísticas ejecutadas sin inspiración, es, a saber: que la obra de arte vive. Es concebida y creada, y largo tiempo después de que el espíritu que la creó se haya despojado de su vestidura mortal, la obra de arte sigue creciendo. Para nosotros, hombres del siglo XX, la catedral de Chartres, Hamlet, la Novena Sinfonía, el Moisés de Miguel Ángel, no son lo que fueron para los coetáneos de sus respectivos creadores, ya que desde entonces se han asimilado siglos enteros de vida humana... Don Quijote es hoy más grande que cuando, armado de punta en blanco, salió de la imaginación de Cervantes, más rico de toda la riqueza de experiencia y aventuras que ha adquirido en trescientos años de correrías por los campos ilimitados del espíritu humano». ¡Cuidado con las palabras! La obra de arte -¡señor de Madariaga!- no vive ni crece en un sentido riguroso. Viven y crecen los hombres que reviven psíquicamente la obra de arte y aumentan con sus contemplaciones expresadas el «achevement» cultural. El gozador del Quijote puede intuir el valor cuya expresión es la figura del andante caballero manchego: el modo y la perfección con que ha encontrado su expresión el valor del ideal caballeresco. Pero la actitud de los hombres ante el Quijote puede ser variadísima, de acuerdo con la multiplicidad de las capacidades para intuir los valores estéticos realizados en el personaje. Los juicios de los críticos, la tradición, la moda y otros factores influyen en la percepción de la mayoría de los gozadores de la obra de arte. Y hasta se podría decir que en una nación, en una zona de un país, o en una época, nunca se intuye sino un sector limitado de la esfera de los valores estéticos realizados en Don Quijote.
Entre el Quijote de Cervantes y el Quijote de cada lector estará siempre esa obra de vida humana objetivada, plasmada, cristalizada, que cabe contemplar desde diversas perspectivas y ofrece muchos aspectos a nuestra consideración.
Cervantes, despreocupado de otros valores captables, se vuelve hacia el valor expresivo de un caballero andante archiespañol y por lo mismo profundamente humano. Busca la configuración pura, la forma evocadora de sentimientos unitarios y armónicos, la recta proporción, el equilibrio de los contrastes. No intenta revelarnos el ser en sí del Quijote, sino expresarlo, comunicarlo como criatura viviente de su espíritu. Y logra su objetivo. Por la pureza expresiva del sentimiento y por lo medularmente humano del personaje, Don Quijote agrada universalmente en el espacio y en el tiempo.
De la figura de Don Quijote cabe derivar un tipo de vida -el quijotismo- y un estilo vital hispánico.
- 3 -Una actitud vital hispánica
Con pie en los hidalgos españoles de su tiempo, el genio de Cervantes prototipiza en Don Quijote la figura ideal del caballero hispánico. Su generosidad, su cortesía, su seriedad y buena fe, su religiosidad interior y respetuosa, le configuran como un señor caballero.
Absorbido en la visión de una recta ascendente, este «hombre gótico», henchido de misericordia, combate con follones y malandrines. Don Quijote vive en tensión constante con la dura realidad y en continua comunión con la amada idealidad. Es un hombre medieval que vive en el Renacimiento. En esta inadecuación estriba su tragedia. Subsumido en la eternidad de su mundo sereno e inmutable, era natural que chocara con los fragmentos de un realismo verista.
Don Quijote se hizo caballero andante no por azar ni locura, sino por amor a la justicia, por llevar el bien a todas partes, por sincera cristianidad, por arrojo a toda prueba. Antes de hacerse caballero ya había en él un caballero ingénito. Era cuestión de necesidad, de vocación. En la plenitud de su vida estética, Don Quijote no causa -no debe causar- risa ni lástima, sino veneración. Es posible que en sus inicios el personaje cervantino haya sido presentado como objeto de burla, pero llega un momento en que el autor exclamará: «para mi sólo nació Don Quijote y yo para el; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para uno».
Loco estaba Don Quijote porque no pensaba como el común de las gentes. Loco porque no se acomodaba a la realidad de todos aquellos «cuyos pensamientos jamás habían sobrepasado la altura de sus sombreros». Su realidad estaba en otras regiones donde no podían respirar los barberos, los bachilleres, los duques y los arrieros.
A Don Quijote no le interesaba el éxito, sino el esfuerzo. Derribado por el caballero de la Blanca Luna, hace constar ante Sancho: «Atrevime, en fin, hice lo que pude, derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí ni puedo perder la virtud de cumplir mi palabra». (Parte II, Cap. LXVI.)
Convencido de su ideal caballeresco y de la noble misión que tenía que llevar a cabo por las llanuras del Planeta, Don Quijote ofrenda su sangre y su vida a la conquista de un ideal. Tiene conciencia de su misión: «Has de saber, Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos». (Parte I, Cap. XX.) Observa David Rubio que Don Quijote, al revés de Hamlet, no razona su misión, se ha apoderado ya de su corazón, y como la humanidad en la Edad Media, creyéndose guiado por la mano de Dios, seguirá hasta el fin de su jornada dejando el ejemplo más grandioso de fe y de valor de su voluntad como no hay otro en la historia. «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible», solía decir el hidalgo manchego. Quiso resucitar la ya muerta andante caballería y tropezando aquí y levantándose acullá, cumplió gran parte de sus deseos socorriendo viudas, amparando doncellas y favoreciendo casadas, huérfanos y pupilos.
Don Quijote es un héroe cristiano. ¡Entiéndanlo y no se quieran desentender de ello los amantes de la literatura universal! Comprende y practica, a la manera cristiana, la doctrina del sacrificio. Cree en la Providencia: «Mas con todo esto, sube en tu jumento, Sancho el bueno, y vente tras mí, que Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tanto en su servicio como andarnos, pues no falta a los mosquitos del aire, ni a los gusanillos de la tierra, ni a los renacuajos del agua y es tan piadoso que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y llueve sobre los injustos y justos».
El reposo, el regalo y el buen paso se inventó para los blandos cortesanos; no para Don Quijote. Para el sólo el trabajo, la inquietud y las armas. A cielo abierto, sudando y afanando, este caballero cristiano pone en ejecución el bien y se siente como brazo por quien se ejecuta en la tierra la justicia de Dios. Sus intenciones siempre las endereza a buenos fines, que son de hacer bien a todos, mal a ninguno.
Sobre las ruindades de la vida, nuestro caballero andante pone siempre el ideal. Una fe inquebrantable en el bien, en el triunfo de la justicia, en el valor de la voluntad y en la nobleza del sacrificio le guían siempre. Como auténtico varón, Don Quijote proclama sus deberes: «matar en los gigantes a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por tildas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». Aunque fracase mil veces, Don Quijote no altera su regla: su fuerza al servicio del bien. De esta manera, convierte cada fracaso en triunfo de la conciencia.
Ha dicho nuestro gran Vasconcelos que «con el Quijote dio España a la humanidad uno de sus libros fundamentales. En cada hombre hay algo de Quijote, no importa cuál sea su raza; pero en el español se acentúan sus rasgos y en todo aquel cuya alma se ha forjado en el lenguaje de Castilla. Por eso puede afirmarse que el Quijote es tan hispanoamericano como es español. Y tanto España como nosotros, por la común posesión del idioma cervantesco» -así no hubiese ligas de sangre- tenemos en el Quijote un tesoro que crea linaje de espíritu. Pocos pueblos cuentan con ventaja parecida... El Quijote estaba ya en América, pese a que no llegó a visitarnos Cervantes; vino aquí como adelantado de la raza y fue misionero y capitán; vino en la esforzada voluntad de Hernán Cortés, un Quijote al que le salió bien la osada aventura... Y aunque toda la obra colonial de España se perdió para la Metrópoli en lo material, el Quijote que guió la conquista, el Quijote que después, durante la Colonia, expidió las leyes de Indias, el monumento jurídico más piadoso que vieron los siglos: el Quijote que más tarde hizo la independencia política, subsiste en nuestra historia...».
Es típico del iberoamericano aceptar la pelea por una causa justa, sin plantearse el problema del triunfo o de la derrota. De antemano está dispuesto a sufrir el fracaso, si el honor le impone librar la batalla. Para que siga adelante la fe y la exigencia del bien, arriesga su comodidad y la vida misma.
Por Hispano-América nunca ha hablado el éxito económico; ni la potencia guerrera, ni la ambición de mercados. Es el noble espíritu quijotesco el que nos mueve a alzar nuestra voz, a embrazar nuestra adarga y embestir con nuestra lanza a esta tierra plagada con molinos de iniquidades. Y de esta locura gloriosa no nos podrán curar nunca.
Capítulo II Talante, tiempo y situación humana en Don Quijote
- 1 -El talante de Don Quijote
De la palabra «talante», el Diccionario de la Real Academia Española nos da, hasta tres acepciones: 1).- Modo o manera de ejecutar una cosa; 2).- Semblante o disposición personal, o estado o calidad de las cosas; 3).- Voluntad, deseo o gusto. Lo que de común hay en las tres acepciones es ese elemento de disposición personal o estado de ánimo. La experiencia de la vida está coloreada por una luz interior, más o menos cambiante, que ilumina determinadas facetas del mundo. Hay quienes creen que la realidad se nos aparece como un reflejo del talante. Yo prefiero pensar que el talante influye en la concepción de la realidad matizándola con una tonalidad sentimental peculiar. Pero la realidad está antes y más allá del talante. Prueba de ello es que la realidad puede verse a través de todos los colores y de todas las luces. Cada hombre tiene una unidad interior única, incanjeable, irrepetible. Dentro de la extensa unidad de la naturaleza humana, cada uno de los hombres es de características tan originales que muerto un hombre desaparece una interpretación original de todo el universo. Por eso hay tantos talantes como seres humanos.
¿Cuál es el temple anímico fundamental de Don Quijote? ¿Cuál es ese talante último y radical desde el que vive y se desvive?
Don Quijote es un personaje con una vocación claramente definida y acatada. Es caballero andante porque quiere combatir, con enérgica voluntad, la acción perversa de los malos. Inspirado en los ideales góticos se enfrenta a un mundo en transición. Quiere ser un paladín de la justicia, no en las aulas de una Facultad de Derecho, sino en las llanuras y en las aldeas, a cielo abierto. Aunque su amada permanece invisible siempre, es el más casto de los enamorados. Se aferra a sus ensueños y cree en ellos, como niño que juega con sus inventos. Procede, invariablemente, con lógica de caballero. «Su credulidad, que nos parece excesiva -sobre todo, cuando se trata de encantamientos-, es consecuencia de su confianza en la rectitud de los demás: como hombre de bien -observa Francisco Monterde- incapaz de proceder torcidamente, con engaño, de faltar conscientemente a la verdad, no supone que con el se obre de otra manera. Confía, ciego, en todos, porque los cree dotados de una hombría de bien equivalente a la suya»3. Sancho, que tan bien le conocía, llámale: «acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines». Y él se autonombra, con sencillez exenta de petulancia, caballero, valiente, comedido, liberal, biencriado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos... Cervantes le llama «honor y espejo de la nación española».
Implacablemente golpeado por el destino, Don Quijote es digno hasta en la locura. Monterde piensa que la lección que el héroe de Cervantes parece darnos es esta: «las virtudes que producen, reunidas, la dignidad, en Don Quijote -valor, lealtad, amor a la justicia-, eran ya inútiles, carecían de aplicación, en aquellos principios del siglo XVII, y quien las poseía, solamente podía malgastarlas derrochándolas en episodios absurdos, como un loco»4. ¡No! Nunca son inútiles virtudes como el valor, la lealtad y el amor a la justicia. Inútil era, tan sólo, la institución de la caballería andante que Don Quijote trató en vano de resucitar. No es anacrónica la dignidad de Don Quijote. Anacrónicos eran sus arreos de caballero y su modo de vida medieval en la España renacentista.
Un hidalgo lugareño, Alonso Quijano, es la realidad donde se haya implantada la realidad de Don Quijote. Alonso Quijano era pacífico, discreto, idealista, generoso, valiente. Por eso se ganó el sobrenombre de bueno. Podríamos decir que era, por sus cualidades, un Quijote en potencia. Tal vez habría soñado combatir el mal y consagrarse a una obra que redundase en servicio de sus semejantes. En la quietud de su aldea le dio por leer, hasta el exceso, aquellos libros de caballerías que le revelaron un mundo maravilloso. Su imaginación empezó a soñar, con verdadera calentura, hazañas y prodigios. Proyectó triunfar en mil trances de peligro, por la energía de su voluntad y la fuerza de su brazo. Alonso Quijano se había transfigurado, convertido en Don Quijote. Pero aun convertido, transfigurado, sigue conservando su enjundia ética. Lo que sucede es que ahora se le hace patente, con nueva y deslumbrante luz, el valor de lo caballeresco. Siente un imperativo inaplazable de salir a los caminos en busca de aventuras -esta sed de aventuras es cosa muy española-, mostrándose como adalid de la justicia y como ejemplo de caballeros andantes. Quizá alimente la esperanza de ver resucitar, en fecha próxima, la caballería. ¡Fuera con los cálculos mezquinos! Su impaciencia vocacional por la santidad guerrera y heroica se va tornando incontenible. Es claro que al enloquecer Alonso Quijano no sólo trastorna su personalidad, sino trastorna también el mundo circundante. No tan sólo se trata de que para el -y sólo para él- son castillos las ventas, gigantes los molinos y ejércitos los rebaños, sino de que los demás, por la ineludible interdependencia social, tienen que contar con la locura de Don Quijote y obrar en consecuencia. Cervantes tiene la precaución de calificarlo de «loco entreverado, lleno de lúcidos intervalos». (II, 18.) La locura de Don Quijote va a servir de magnífico vehículo a una cierta idea del vivir humano: actitud proyectiva idealista. A través del Caballero de la Triste Figura se transparenta Alonso Quijano. Sus ilusiones, creencias y esperanzas se conjugan con la nueva conciencia del propio vivir quijotesco, y con el hecho de objetivarse en actos humanos. Los libros de caballerías, incorporados en Don Quijote, dejan de ser fantásticos.
En la vida de Don Quijote hay, indudablemente, un primado de los ideales sobre las ideas: No se trata de una negación de la teoría y de la idea, sino de una vital preferencia del ideal. En pos de este ideal el caballero se deshace más que se hace. Pero en este deshacerse no se pierde porque se da.
Se da Don Quijote porque se afana por alcanzar su plenitud subsistencial. Su desamparo ontológico se le hace patente en su carrera en pos de la honra y de la inmortalidad. La dialéctica de su situación humana -verdaderamente dramática, en el sentido primario de la palabra- se nos ofrece como un contrapunto existencial.
- 2 -Dialéctica de la situación humana en Don Quijote
Don Quijote se nos aparece como un ser contrapuntual y complejo, desconcertante incluso, pues aunque está sujeto a leyes cosmológicas y biológicas, anda palpitante de impulsos de puro espíritu, y aunque está inmerso en un ambiente histórico -español y renacentista- de que no puede evadirse, camina rompiendo las amarras en tensas aspiraciones de infinito.
Singular excelencia la suya: tiene conciencia de participar creadoramente en la tarea de la Providencia, tallando, en quehacer perpetuo, la forma caballeresca de sus actos -y del contorno humano- con el buril de su propia sabiduría, reflejo de otra Edad. Su tarea -como toda tarea humana- queda inconclusa, sin un perfecto acabamiento. El caballero sabe, al final de la jornada, que la perfección anhelada sólo es alcanzable en el supremo mundo de lo eterno. En vano buscó, en Dulcinea y en encantadores amigos, la satisfacción para su sed de absoluto. El único Ser capaz de llenar las aspiraciones de su inteligencia y de su voluntad abiertas a lo absoluto, no es un ente intramundano. Por eso Don Quijote se abre a la verdadera trascendencia.
Cuando le llevan enjaulado para su pueblo, dice Don Quijote a las mujeres: «No lloréis, mis buenas señoras; que todas estas desdichas son anexas a los que profesan lo que yo profeso; y si estas calamidades no me acontecieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante». Todo humano propósito -bien lo sabe el caballero- sufre ineludiblemente la mordedura de la insoslayable inseguridad que nace de la contingencia y singularidad de nuestros actos. No importa que en esta ocasión, por paradójica sutileza, sean las mismas decepciones las que le corroboren las ilusiones. Lo verdaderamente importante es que Don Quijote sabe, con perfecta lucidez, que no se puede vivir seguro, que es preciso caminar solícitos. Ante el temor, inseguridad y recelo que acompaña siempre a nuestro humano vivir, Don Quijote responde con la solicitud. Su mente vigila siempre la ejecución de sus aventuras, y tiene el cuidado de mandar, a Sancho, que es lo que debe hacerse y omitirse. Don Quijote no se realiza sino superándose.
El Caballero de la Triste Figura aspira a la plenitud subsistencial, realizando los valores -verdad, bien, belleza-, y quiere protegerse contra su desamparo ontológico. Sin embargo, su «ser-en-el-mundo» transcurre más bien en invisible alianza con el desamparo -sufre golpes físicos, burlas y fracasos- que con la plenitud. Su vida humana, en sentido integral, manifiesta la insoslayable dialéctica entre desamparo ontológico y afán de plenitud subsistencial. La plenitud lo grada -piénsese, por ejemplo, en los triunfos sobre el vizcaíno, los encamisados, y el Caballero del Bosque; la aventura de los leones, el recibimiento en casa de los duques, etc.-, es siempre relativa y está amenazada por el desamparo. Pero, a su vez, el desamparo se ve corregido, amparado en parte -Don Quijote tiene confianza en su sino de famoso caballero andante-, por el afán de plenitud subsistencial que se proyecta con toda su intención significativa.
La coexistencia del desamparo ontológico de Don Quijote con su afán de plenitud subsistencial, es esencialmente dialéctica. Son principios antagónicos -como lo son la angustia y la esperanza, sus correspondientes psicológicos- que luchan entre sí y a la vez se condicionan mutuamente. El afán de plenitud, subsistencial existe en el Caballero manchego, como en todo hombre, sólo en función de superar su desamparo ontológico. Y su desamparo ontológico se hace tan sólo patente porque tiene un afán de plenitud subsistencial. Cada uno de estos momentos del protagonista presupone su contrario. Por eso el andante caballero es un drama viviente, un contrapunto sin tregua. No importa que Cervantes no haya tenido clara conciencia de esta dialéctica de la situación humana. La desbordante riqueza del Quijote invita a mirarlo filosóficamente.
Pese a las diarias discordancias con su escudero y con el mundo que le rodea, Don Quijote ama lo perfecto, lo ordenado moralmente. Vive ordenándose y ordenando su mundo, porque la vida le deshace a cada rato sus construcciones. Hay un elemento imprevisible, que no puede eludir, suficiente para quebrantar todos sus cálculos. Por eso habla de los encantadores que le roban el éxito y la ventura. Y sin embargo, su esfuerzo por trascender la incertidumbre nunca es del todo vencido. Los vaivenes de su vida se deben al predominio del sentimiento de su desamparo ontológico -«yo no puedo más», dice Don Quijote, terriblemente abatido, en la segunda parte de la obra- o al predominio del pre-sentimiento de su plenitud subsistencial -«yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro para resucitar en ella la dorada o de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los valerosos hechos».
Vive Don Quijote en dos mundos -que en él se encuentran- sin poder vivir bien en ninguno de los dos. El mundo fenoménico y externo le desagrada porque ofrece resistencia a la realización de sus ilusiones y de sus ideales. Pero tampoco puede instalarse, al margen de la vida, para contemplar angelicalmente el reino de las puras esencias y de los valores. Parcialmente determinado por su animalidad y por las leyes físicas y sociales de su contorno, se aferra con gran energía a su libertad. Como es un ser que vive siempre en camino -y en caminos-, con una determinación ilimitada, nunca puede gozar de la comidad animal de fijarse y amurallarse. Justamente por este su «status viatoris», en la plenitud de su significado, encuentro en Don Quijote un luminoso símbolo del hombre en su condición más humana. El Caballero de la Triste Figura vive en la esperanza de ser más. Sale a los caminos y llega a las ciudades -a Barcelona, por ejemplo- con un profundo anhelo de vencer al tiempo y a la muerte. Es ante todo una no-plenitud que expresa, en toda su vida, una gran esperanza. Todas sus decisiones implican peligro. Consciente de su más profunda peligrosidad, Don Quijote cae en la cuenta, no obstante, de que la vida le ha dado, como precioso regalo natural, la esperanza. La disponibilidad o entrega confiada de su ser en el tiempo, a su dimensión religada, se torna patente cuando afirma ser «ministro de Dios en la tierra, y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia». (Parte I, Cap. XIII.)
Al conocer y apetecer su felicidad, Don Quijote reconoce intelectualmente, junto con su absoluta impotencia para alcanzarla, la generosidad soberana de Dios, con la intercesión de su Dama, entrando en comunicación con ella efectivamente, aliviado, tranquilizado, «puesto que los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».
Sin embargo, Don Quijote -ente temporal al fin de cuentas- no puede eludir su tiempo. Porque una de las actitudes temporales -precisamente la que adopta nuestro caballero- es ir contra el tiempo.
- 3 -Don Quijote en su tiempo y contra su tiempo
Ante lo temporal, el hombre puede asumir dos actitudes fundamentales: puede vivir en el tiempo y para el tiempo, o bien, puede vivir en el tiempo para la eternidad. El hombre que vive para el tiempo tiene una característica invariable: repudia y combate el pasado por sistema. Confunde la vida con el dinamismo y se disloca fácilmente.
Aun viviendo Don Quijote en el tiempo mismo, no quiere estar subordinado a él. Oponiéndose a lo efímero, a lo accesorio, a lo accidental, se aferra a las esencias irreductibles (participación en lo increado y en lo intemporal). Es el hombre el que vale más que las circunstancias en que vive y no son las circunstancias las que deben prevalecer sobre el hombre. Lo que hay de eterno en Don Quijote no niega ni nulifica lo que en él mismo hay de temporal, pero sí lo subordina de acuerdo con el principio fundamental de que lo sustancial es superior a lo accidental.
Don Quijote conoce su tiempo, pero no le gusta. En el fondo sabe que no puede escapar del todo a su época, pero se decide a dar la pelea. Llama «depravada» a su edad y asegura que no es digna de gozar tanto bien como el que gozaron otras edades. Sin embargo se fatiga -según su propia expresión- «por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería». Es un reformador y no un renovador. Su vista se vuelve hacia un modo de vida que es ya pretérito. Trata de restaurar una institución -la caballería andante- sin hacer en ella ningún retoque, sin asimilarla a su tiempo. Sabe descubrir los valores eternos, pero carece de sensibilidad histórica. No parece comprender que entre el pasado y el presente no existe ningún abismo. Nada de lo que ha sido «antes» se pierde «ahora» por completo. En este sentido el hombre es -por lo menos en parte- su propia historia. Y así como en el «ahora» perviven las posibilidades del «antes», así también en el «antes» preexistía -en cierto modo- el «ahora». Pese a la altura y a la nobleza de sus ideales, siempre me ha parecido que a Don Quijote le aqueja el peligro de petrificarse como la mujer de Lot. Lo que le salva es su pujanza vital.
En materia de historia no caben renacimientos o resurrecciones. Es inútil que Don Quijote se empeñe en resucitar la edad de oro en «esta nuestra edad de hierro». La historia es el campo del suceso singular, único, irrepetible. Claro que a través del cambio permanecen ciertas constantes humanas. Y una de esas constantes es -¡qué duda cabe!- el ideal caballeresco. Lo que pasó definitivamente fue la caballería andante con todas sus características singulares y contingentes. En el intento de restaurar esta institución, que tuvo históricamente su vigencia, estriba el anacronismo de Don Quijote. No le llamaríamos anacrónico al caballero si sólo hubiese tratado de realizar, en su tiempo y en su país, el eterno ideal de lo caballeresco.
Es propio del hombre sentir la moción de sobrepasar la atmósfera apariencial en que vive inmerso y llegar a un punto donde se pierdan los accidentes del aquí y ahora, arribando a una percepción contemplativa que no pasa. En este sentido, el afán de Don Quijote nos resulta humanísimo. Con íntima complacencia oyó el Caballero de la Triste Figura al hijo de don Diego Miranda, el inquieto poeta, cuando glosó aquellos versos:
Si mi fue tornase a es, sin esperar más será, o viniese el tiempo ya de lo que será después.
Volver a ser venturoso con el tiempo vivido que se adense en el momento actual. Suprimir la inquietud y la angustia de un futuro incierto. Poseer la beatitud -status comprehensoris- rasgando el secreto de la temporalidad y precipitando el afán de plenitud subsistencial. Cervantes parece advertir, de pasada, que al sumergirse de lleno en el suceso fugaz se imposibilita la visión de lo perdurable.
Don Quijote veía en la institución de la caballería andante un valor perdurable. Creía que esa institución sometida a determinados estatutos y leyes, que se imponían en nombre del honor, donde no alcanzaba el poder coercitivo, era imprescindible para España y para el mundo. Podemos imaginar la fruición que experimentaba el hidalgo manchego al representarse aquellas ceremonias de iniciación: el aspirante, después de riguroso ayuno, velaba sus armas toda la noche en actitud de orante. Al día siguiente, cuando acababa de oír la misa de rodillas, le entregaban la espada y le ponían las espuelas y el arnés. En señal de la paciencia con que había de tolerar los trabajos y sufrir las injurias, recibía el espaldarazo o golpe plano con la espada. A continuación se le daba el beso de paz como signo de la fraternidad. En el voto que debía expresar se consignaban todos sus deberes: oír la Santa Misa, pelear por la fe católica, defender la Iglesia y a sus ministros, amparar a las viudas, huérfanos y menores de edad en sus bienes, evitar las guerras injustas, acudir a las armas para libertar a los inocentes, no intervenir en los torneos sino con el fin de adiestrarse en los ejercicios militares, obedecer al emperador, no perjudicar al Estado, no enajenar ningún feudo del Imperio y vivir inculpablemente delante de Dios y de los hombres. Una vez recibidos el escudo, la lanza y el caballo de batalla, ya podía iniciar su vida caballeresca, participando en la guerra, en las justas y torneos. Cualquier felonía u otro delito contra él honor, era causa suficiente para degradarle en complicada ceremonia. Sobre un cadalso se colocaba al mal caballero en camisa, rompiendo, ante él, sus armas y arrojando sus espuelas a un estercolero. Un heraldo le declaraba cobarde y traidor, mientras su escudo era atado a la cola de un caballo que lo arrastraba por el polvo. Y hasta se llegaba, en ocasiones, a llevarle a la iglesia para decirle el oficio de difuntos, como si fuera un cadáver. ¡Cómo debió deleitarse Don Quijote al evocar aquellas cortes o tribunales de amor, especie de areópago femenino, que fallaban, de acuerdo con un código, sobre puntos de galantería y caballerosidad!
Una realidad desenterrada a destiempo hace ver, en Don Quijote, sólo un aspecto de su ser: la exterioridad ridícula. Pero ese caballero molido y burlado quiso hacer perdurar -salvando sus esencias- una Edad Media entera y cabal. Su derrota sólo transcurre en el mundo de los mundanos vividores. Porque en el mundo del espíritu es un triunfo haber tomado a su cargo cruzadas de justicia expeditiva, de individual arrojo y de cristianismo militante. Desde Don Quijote, no todo quedó muerto en la caballería andantesca.
- 4 -La vida de Don Quijote como ofrenda meta-vital
Cuando el cerebro se excita con sueños de victoriosas caballerías, cuando no se conocen exactamente las diferencias entre el querer y el poder, la imaginación vuela libremente y el espíritu cree poder llevar el comando de los automatismos ciegos del Universo. Cuanto Don Quijote concebía, lo veía ya hecho, realizado, convertido en cosas tangibles. Soñaba despierto, para imprimir su voluntad en las cosas. Por las estancias de su casa, paseaba el hidalgo, al compás eufórico de sueños grandiosos. No había en él ninguna incertidumbre. Poseído por la embriaguez de sus sueños, las cosas se le presentaban estables, consistentes, dóciles. Cercano ya su fin, cuando tal vez le quedaban muy pocas esperanzas, presiente que le va a visitar la fama. Había sido elegido y ahora estaba dispuesto a acometer lo que desconocía. En un arranque de valor -magnífico ademán moral- sale de su aldea para arremeter contra la procesión nocturna de los fantasmas. Resuelto a combatir injusticias y a verles la cara a los malandrines encantadores, frente a frente, no retrocederá jamás.
«-¿Quién eres, adónde vas, de dónde vienes? Responde, fantasma o demonio, que quien te lo pregunta -dice Don Quijote- es nada menos que un hombre».
Nada menos que todo un hombre frente al enigma de lo desconocido. Es una criatura débil, casi ciega y perecedera que se planta en medio de un camino, da el alto a una procesión y requiere al primer endriago para que se explique. Don Quijote -como Prometeo- estaba allí, en la oscuridad, delante de algo cuya apariencia era terrorífica, osando dar cara a las potencias ignotas. Suceda lo que sucediere, no puede dejar de cumplir con su obligación de caballero: «...y así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque supiera que verdaderamente érades los mismos satanases del infierno, que por tales os juzgué y os tuve siempre». Asustarse ante lo desconocido y torcer el rumbo no es propio de valientes.
La imagen del alucinado caballero que se echa a andar por el camino, encarna la decepción de Cervantes, es cierto; pero entraña, además, toda una Antropología axiológica expresada literariamente.
«Locura de España -escribe José Gaos-, salir como caballero medieval al encuentro de la realidad moderna. La razón y la realidad que a España le interesaba definir recíprocamente eran otras: no la razón de la técnica dominación temporal de la realidad material e inmanente, ni esta, sino la razón teológica y mística de la salvación eterna y esta realidad espiritual y trascendente; la razón de las razones del corazón que la razón no conoce, en que el genio previó y predijo al espíritu de la geometría su limitación y superación por el espíritu de finesse -¿y a España su resurrección, en el seno del Nuevo Mundo Hispánico?...»5.
Es natural que esta locura de España -locura de Don Quijote- siga desencadenando aún, en pleno siglo XX, una nostalgia del ideal, un delirio por los locos con locura caballeresca, un vértigo de vida auténtica... En un mundo como el de nuestros días, opresor, estatista, borreguil e inmisericorde, la sola figura de Don Quijote es ya una protesta contra la tiranía anónima, fría, impersonal, técnica. La España de Cervantes -pese a lo que diga un renombrado y pasional autor- no sufría de estos achaques. La tecnocracia hueca de fermento espiritual todavía no establecía su reino. No hay en Cervantes ninguna intención de refutar teorías tradicionales, en nombre de un individualismo reformista, como lo pretende Juan David García Bacca: «Hay refutaciones literarias de teologías, filosofías, teorías jurídicas... y mucho más eficaces que las técnicas, que se quedan en casa y en sacristía. Pues bien: El Quijote es la refutación hecha por un loco, que dio en buen tema, en el de la defensa de los valores por el individualismo, y que por tal defensa dio su salud, su vida, fue mártir, virgen, pobre, y mereció el calificativo, de Alonso Quijano el Bueno. (Véase Parte II, Cap. LXXIV.) El Bueno nada menos, y eso que Cervantes sabía perfectamente lo que dice el Evangelio: «Unus est bonus, Deus», «nadie es bueno sino sólo Dios»6. Dicho esto, el autor no se cuida de probar sus afirmaciones. ¿Cuál es la teología, cuál es la filosofía y cuál es la teoría jurídica que Cervantes refuta literariamente? Don Quijote era individualista, es verdad; pero lo era constitutivamente -como lo son los españoles-, sin preocuparse por presentar, expresamente, un alegato en defensa de los valores concebidos por el individualismo. Además, es preciso recordar que el de la Triste Figura es un institucionalista: quiere restaurar la caballería andante para toda la tierra. Andar suponiendo intenciones no evidenciadas en la obra, es rebasar la obra misma, para quedarse en un tipo de interpretaciones estrictamente subjetivas. Piensa el Dr. García Bacca que un tema vital como el de Don Quijote, «que un tema por el que la vida gustosamente se sacrifique a sí misma, no tiene que ver, de suyo, con la verdad o con la falsedad, con la ciencia, con la lógica, con la razón, con un logos cualquiera: teología, antropología, fisiología, etiología...»7. Nosotros pensamos, por el contrario, que no se da ningún tema vital sin liga con la verdad, con el «logos». La verdad redime al hombre y se realiza en la búsqueda y en la vida. Desde Cristo la verdad deja de ser un concepto abstracto para convertirse en una realidad personal: «Yo soy el camino, la verdad y la vida». Don Quijote sabe que es hombre para algo más que para dar con sus huesos en una tumba. No es sólo su razón la que da testimonio de su verdad, sino su humanidad entera. Se ha encontrado con determinadas verdades -religiosas, filosóficas, sociales- que él no ha fabricado y después de estas intuiciones existenciales su vida permanecerá vinculada a lo verdadero, que se presenta a su voluntad como lo bueno. Los valores transportan a Don Quijote que los porta. Todo el se explica en el valor cuando da testimonio del valor con su existencia. «Quiero que sepa vuestra reverencia que soy un caballero de la Mancha, llamado Don Quijote, y es mi oficio y ejercicio andar por el mundo enderezando tuertos y desfaciendo agravios». (Parte I, Cap. XIX.) Más que por un «déjennos a cada uno creer lo que nos pida y dé la vida»8, Don Quijote se esfuerza por hacer de su vida una ofrenda meta-vital. Su dimensión biológica la trasciende y casi la olvida, atisbando entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida. Por la fe, la esperanza y el amor su «menos-vida» se convierte en «más-vida».
Capítulo III El sentido de la muerte de Alonso Quijano
- 1 -Pautas para comprender la vida y la muerte de Don Quijote
«Don Quijote es un loco -por su amor a la caballería; pero la monomanía anacronista es también fuente de una nobleza tan real, de tal pureza y gracia aristocrática, de un decoro tan respetable en todas sus maneras, las espirituales y las corporales, que la risa por su 'triste' y grotesca figura está mezclada siempre de admirativo respeto, y no lo encuentra nadie que no se sienta atraído hacia el hidalgo lamentablemente magnífico, extravagante en ocasiones, pero siempre sin tacha. Es el espíritu mismo, en forma de un spleen, quien le lleva y ennoblece y hace que su dignidad moral salga intacta de cada humillación». Thomas Mann
Nunca podremos comprender a Don Quijote con la sola contemplación y explicación causal de su empresa exterior. Necesitamos ver lo que en realidad veía él. Nuestro tiempo pide un Quijote desde dentro. Recojamos, sí, los principales sucesos de su vida, pero no con el simple fin de narrarlos, sino con el propósito de apreciar la evolución de aquel espíritu. Veámosle acontecer, sin trazarle previamente su programa, sin urdir planes arbitrarios que corroboren prejuicios. Comprender significa aprehender un sentido, poner un fenómeno en relación con una conexión total conocida. Spranger nos dirá que tiene sentido lo que en un todo lógico (sistema de conocimiento) o en un todo de valor (sistema de valor) entra como miembro constitutivo obedeciendo una ley, de constitución particular9. El valor de lo caballeresco se descubre siempre detrás del objetivo propuesto o fijado por Don Quijote. Lo fundamental para comprender el sentido de la obra maestra de Miguel de Cervantes es que las partes se unan a la totalidad según una ley. No basta conocer los objetivos de Don Quijote; se precisa penetrar en los motivos de su conducta. Hay una escala, en su proceder teleológico, fácilmente advertible: medio-objetivo-valor.
En toda obra cultural existe un valor espiritual que centra hacia sí la conmoción o admiración que suscita la obra. Los demás valores espirituales se agrupan en torno de este valor-eje.
En la historia y en la conciencia hispánicas vivieron siempre los valores espirituales que encarnan Don Quijote y Sancho. Estaba reservado al genio de Cervantes captar estas partículas de la naturaleza humana que flotaban en el cielo de España, para ennoblecer y embellecer la vida. Pensamiento, sentimiento y acción se fundieron, con verdadero amor y buen gusto, en esa amplia visión de la naturaleza humana que nos ofrece el Quijote. En medio de esa rica y múltiple visión de las cosas, Cervantes lucha por construir lo perdurable. Esa tenaz persecución del ideal -idea revestida de valor- es constante en el Quijote. Cuando dibuja un pueblo castellano de piedras inconmovibles y pintorescas costumbres, deja caer como del cielo, en la calma de su aislamiento, valores eternos: hidalguía nunca desmentida, creencias imperecederas de una sencillez encantadora... Las vigorosas y corpóreas imágenes son transformadas, por la magia de Cervantes, en suprema poesía. En España, en Italia y en Argel, el novelista supo recoger sus modelos: hidalgos, estudiantes, soldados, pastores, posaderos, trajinantes, pícaros y mujerzuelas. Es el cortejo entero de los tipos humanos, pero visto con voluntad bondadosa e inteligente. Quien ama la verdad, la justicia y el orden no puede darnos una novela existencialista de lo absurdo.
No puedo menos de sentir un profundo desacuerdo con el admirable escritor Thomas Mann cuando afirma: «He aquí una nación que realiza en su libro-tipo y reconoce con orgulloso y severo dolor la melancólica burla y la reducción 'ab absurdum' de sus calidades clásicas: grandeza, idealismo, generosidad mal aplicada, caballerosidad inútil»10. Es posible que en Don Quijote exista una nobleza inadaptada, pero de ninguna manera es cierto que se trate de reducir al absurdo la grandeza, el idealismo, la generosidad. El valor intrínseco de los altos ideales nada sufre cuando una realidad adversa se resista a recibirlos en su seno. Cervantes, firme creyente en la trascendencia de Dios, salva los valores enraizándolos en la Deidad.
Asombran las claras razones, la nobleza formal y la benevolencia humana de Don Quijote cuando discurre, por ejemplo, ante el Caballero del Verde Gabán, sobre la educación y sobre la poesía natural y la artificial. ¡Qué inteligencia moral tan sutil cuando diserta sobre la valentía como justo medio entre dos excesos: la cobardía y la temeridad, indicando cómo es más fácil dar el temerario en verdadero valiente, que no el cobarde subir a la verdadera valentía! Y sin embargo, ¿cuántos disparates y temeridades cuando actúa? ¿Cómo conciliar esa vida moral superior de su pensamiento con la temeraria y disparatada aventura de los leones? Don Quijote, cuerdo cuando piensa, es un loco cuando obra. ¿Por qué discurriendo magníficamente, las más de las veces, no puede actuar sensatamente? Se lo impide su concepción metafísica de una realidad aparente y tornadiza, producida por los encantadores, y una subrealidad que sólo el advierte.
Don Quijote no muere; se evapora, por así decirlo. Alonso Quijano ya no quiere ser Don Quijote. Muchos lectores se entristecen, se lamentan, se sienten desengañados. Quisieran verle de nuevo sobre su rocín, con lanza y adarga, emprendiendo nuevas aventuras. Y todo ¿para qué? Es que no se comprende que la misión del Caballero de la Triste Figura no podía terminar de otra manera. Tenía que pagar su heroísmo. El médico aseguró «que melancolías y desabrimientos le acababan». Anheló, como caballero andante, ser un paladín de la justicia y terminó siendo derribado por el Caballero de la Blanca Luna.
¿Qué otro fin pudo haber tenido Don Quijote? «Hacer. caer realmente y perecer a Don Quijote en uno de sus combates disparatados -expresa Thomas Mann- no era posible; hubiera sido pasar, sin belleza, los límites de la burla. Dejarle vivir después de haberse convertido en persona razonable, tampoco podía ser. Hubiera sido rebajar la figura, la supervivencia de un Don Quijote sin alma, prescindiendo de que por razones de defensa literaria no debía seguir entre los vivos. Comprendo, por otra parte, que no hubiera sido cristiano ni pedagógico dejarle morir en su extravío, si respetado por la lanza del caballero de la Blanca Luna, profundamente desesperado por su derrota. Esta desesperación debía encontrar en la muerte su desenlace, por el conocimiento de que todo había sido locura. Pero la muerte en la creencia de que Dulcinea no era una princesa adorable, sino una lugareña bronca, y de que toda su fe y sus hechos y sus cuitas habían sido locura, ¿no es también una muerte desesperada? Sí, era necesario salvar el alma de la razón de Don Quijote antes de su muerte. Mas para que este acto respondiera al corazón cumplidamente, debiera el poeta habernos hecho amar menos su sinrazón»11. Permítaseme observar que el poeta no hizo que amásemos la sinrazón de Don Quijote, sino sus ideales; y estos no murieron. Tampoco podemos aceptar que toda su fe y sus hechos fueron locura. Alonso Quijano, buen cristiano al fin y al cabo, abominó los disparates y embelecos de los libros de caballería, no los valores eternos del ideal caballeresco. La adversidad fue recibida por él, como un rayo de verdad enviado por Dios misericordioso. «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda prisa: déjense burlas aparte, y tráiganme un confesor que me confiese... que en tales trances como este no se ha de burlar el hombre con el alma». (II, 74.) Sabía, por el barro de que fue hecho, que morir era forzoso. ¿Por qué no hacer la paz definitiva con Dios?
Pero el Quijote es una creatura de Cervantes. Conviene, en consecuencia, destacar su posición -oposiciones- ante el magno problema de la muerte.
- 2 -Posiciones cervantinas ante la muerte
En nuestro presente está nuestra posibilidad de morir. Como nuestra existencia es simplemente de hecho, estamos -irremediablemente- en continuo trance de muerte entitativa.
Justamente porque Cervantes fue un enamorado de la vida, estuvo hondamente preocupado por la muerte. No importa que su atención se dirija, preferentemente, hacia el abigarrado y multiforme espectáculo vital. En su contemplación de la vida tropezará, ineludiblemente, con esa amenaza cierta y delimitante que nos está siempre presente. No se trata de una posibilidad remota, sino de una posibilidad actualizada en tanto que posibilidad. Porque la muerte, como riesgo fundamental de la existencia, es la condición de cualquier posibilidad determinada.
Con toda razón ha podido afirmar Santiago Montero Díaz que «la unidad de estructura y dirección que reina en la obra total de Cervantes no queda vulnerada por el hecho de que 'el Quijote sea lo más logrado y universal de aquella obra'. Valdría lo mismo asegurar que la cima cubierta de vírgenes hielos rompe, en lugar de coronarla, la unidad de la montaña»12. Queremos observar, sin embargo, que aun existiendo una constante intelección de la muerte en la obra cervantina, hay una rica gama de diversas actitudes vitales que asume el genial escritor español. Acaso ante el tema de la muerte se quiebre esa unidad de estructura y dirección que se advierte en el resto de la obra. No parece ser posible -como lo pretende Montero Díaz- «hallar una cierta sistemática, una concepción ordenada y clara, como corresponde a un escritor de corte clásico, observador, reflexivo y dotado de genio creador»13, en torno de la posición cervantina ante la muerte. Y la mejor prueba nos la suministra el propio Santiago Montero Díaz, quien asegura, en su magistral estudio, que Cervantes «recibe ideas procedentes de la teología católica, la ascética y la piedad de su tiempo. Otras ideas proceden del Renacimiento, y ostentan un aire de pagana libertad. Finalmente, penetra también en su pensamiento un eco de la posición popular, desgarrada y burlona, que podríamos definir como 'materialismo espontáneo' del pueblo»14. Presentemos, en esquema, estas posiciones principales que Cervantes asume ante el problema de la muerte.
Situado en mirador ascético, Cervantes, ante la caducidad de las cosas humanas, contempla la victoria de la muerte. Tálamos y sepulturas, galas y lutos se ven mezclados en la muerte:
«Mas ¡ay! que yace muerta nuestra lumbre, el alma goza de perpetua gloria y el cuerpo de terrena pesadumbre.
No se pase, señor, de tu memoria como en un tiempo la invencible muerte lleva de nuestras vidas la victoria».
(«Elegía al cardenal Diego de Espinosa».)
El temor a la muerte, en un enamorado de la vida, puede llegar hasta el terror. Tal es el caso de Cervantes:
«Con todo es mejor vivir: que, en los casos desiguales, el mayor mal de los males se sabe que es el morir. Calle el que canta, que aterra oír tratar de la muerte: que no hay tesoro de suerte en tal espacio de tierra».
(«El Rufián Dichoso», Jornada II.)
La muerte, sin embargo, puede ser una liberación cuando se vive una vida desgraciada por ausencia de amores:
«Mas todos estos temores que me figura mi suerte, se acabarán con la muerte que es el fin de los dolores...».
(«Galatea», V.)
La erótica sensual renacentista también tuvo su momento en Miguel de Cervantes:
«Horas de cualquier otro venturosas: Aquella dulce del mortal traspaso, aquella de mi muerte sola os pido...».
(Lamento de Silerio, «Galatea», V.)
Y hasta el materialismo ingenuo popular se filtra en la sensibilidad de Cervantes, con todo ese aspecto de pantomima, de realismo burlón y crudo, de humor desgarrado a la par que resignado:
«A buena fe, señor, respondió Sancho, que no hay que fiar en la descarnada, digo en la muerte, la cual tan bien come cordero como carnero; y a nuestro cura he oído decir que con igual pie pisaba las altas torres de los reyes como las humildes chozas de los pobres... Tiene esta señora más de poder que de melindre; no es nada asquerosa, de todo come, y a todo hace, y de toda suerte de gentes, edades y preeminencias hinche sus alforjas. No es segador que duerme las siestas, que a todas horas siega y corta así la seca como la verde hierba, y no parece que masca sino que engulle y traga cuanto se le pone delante, porque tiene hambre canina que nunca se harta, y aunque no tiene barriga da a entender que está hidrópica y sedienta de beber todas las vidas de cuantos viven, como quien se bebe un jarro de agua fría...». (Quijote, II, 20.)
Cervantes parece querer decirnos, en su obra toda, que cada agonía y cada muerte tienen un carácter singular, intransferible, único. La significación y la vida de cada personaje guarda una estrecha relación con su propia muerte. En la tipología cervantina del acto de morir desfilan, por igual, muertes imprevistas, muertes dulces y serenas de hombres justos, muertes de angustiados, muertes de santos, muertes por abandono (o por renuncia apasionada a vivir), suicidios heroicos con todo el brío de Numancia... La desesperación -dice Cervantes en «El casamiento engañoso»- «es el mayor pecado de los hombres... por ser pecado de los demonios». Observa Santiago Montero Díaz -a quien hemos seguido, con cierta libertad, en su ensayo «La idea de la muerte en la obra de Cervantes»-, que aunque no ofrece duda que Cervantes condenaba doctrinalmente el suicidio, en el caso de Grisóstomo -un pastor desesperado que peca extremosamente, con la más grave de las culpas- «relata el hecho y silencia todo aplauso con la misma pulcritud que toda condenación. Es una de las pocas muestras de impasibilidad cervantina. Y también uno de los pasajes más conmovedores de su obra»15.
El sentido de la muerte, en Don Quijote -o en Alonso Quijano, para ser más exactos-, reviste singular importancia y merece comentario aparte.
- 3 -El sentido de la muerte de Alonso Quijano
«Tu muerte fue aún más heroica que tu vida, porque al llegar a ella cumpliste la más grande renuncia de tu gloria, la renuncia de tu obra. Fue tu muerte encumbrado sacrificio. En la cumbre de tu pasión, cargado de burlas, renuncias, no a ti mismo, sino a algo más grande que tú: a tu obra. Y la gloria te acoge para siempre».
Miguel de Unamuno
La experiencia histórica enseña que la cercanía de la muerte acaba, súbitamente, con la indiferencia en materia de religión.
A punto de muerte, Don Quijote -que no era precisamente un indiferente en materia religiosa- quiere pasar el trance «de tal modo que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco: que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte». Contempla la vida a la luz de la muerte. Quisiera, con una buena muerte, abonar y glorificar su vida toda, aunque hubiese sido, en no escasa parte, la de un loco. Alaba el poder de Dios, y su misericordia, por haberle devuelto el juicio ya libre y claro. Ahora reconoce que ya no es Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien sus costumbres le dieron renombre de bueno. En este mismo sentido dirá nuestro Antonio Machado, en este siglo, aquellos versos del autorretrato.
«y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno».
Es esto lo único que cuenta al final de la jornada. Ninguna otra cosa le interesa ya recordar -porque ninguna otra cosa cuenta- en esa postrera hora a Alonso Quijano. Es curioso que autores rusos y autores españoles hayan coincidido en destacar el sentido de renuncia que hay en la muerte de Don Quijote. «Cuando al fin renunció a todo -dice Dostoyevsky-, cuando curó de su locura y se convirtió en un hombre cuerdo... no tardó en irse de este mundo plácidamente y con triste sonrisa en los labios, consolando todavía al lloroso Sancho, y amando al mundo con la gran fuerza de aquella ternura que en su santo corazón se encerrara, y viendo, sin embargo, que no hacía ya falta alguna en la tierra». Me importa hacer notar que esta renuncia tiene un sentido de donación, de entrega. Se renuncia al egocentrismo para entregarse al teo-centrismo. Y para quitar cualquier sabor de conceptualismo abstracto, digámoslo en términos más precisos: se renuncia al narcisismo del yo para darse, generosamente, a Dios.
En trance de muerte se opera una definitiva conversión, tras de una auténtica autovaloración. Las obras puramente egocéntricas ya no cuentan nada. Es la hora suprema de la verdad, de la sinceridad. Don Quijote no había sido malo. Días antes de caer enfermo le había dicho a Don Álvaro de Tarfe: «Yo no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy malo». Siempre se pudo distinguir a Alonso Quijano «el bueno» a través de Don Quijote.
«La muerte de Don Quijote -expresa Turguénief en plenitud de simpatía- abisma al alma en ternura inefable». En tan supremo instante se revela toda la grandeza y toda la significación de aquel personaje: «Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño... Ya yo no soy Don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno...» Y Turguénief comenta, visiblemente emocionado: «Este nombre -de bueno- mencionado por primera y última vez conmueve al lector. Es la única palabra que aún conserva su valor en presencia de la muerte».
En presencia de la muerte, Alonso Quijano sabe que su yo-programa, que su devenir vital va a concluir, encuéntrese en el estado que se encuentre. Ya no caben adiciones ni reformas. Los contornos del pasado han adoptado una fijeza desesperante. Le queda, sin embargo, un medio para abonar su vida: el arrepentimiento. Todos los hombres -hasta los santos- tienen por qué arrepentirse. Rodean a Alonso Quijano, en su lecho, sus familiares y amigos. Con él está su buen amigo Sancho. Pero él siente que va a morir radicalmente solo. Por esa soledad pavorosa, no hay agonía que esté exenta de grandeza. Sabe de sobra, el caballero, que en el morir no existe ningún uso o convencionalismo social que le dispense de encararse en carne viva con el trance. Si en la vida se pudo acoger a las reglas de la caballería andante, en la muerte tendrá que pasar por instantes privativamente suyos, con un carácter singular, intransferible, único. Al parecer, todo lo tiene ganado el desamparo ontológico: las fuerzas le abandonan, los dolores físicos y morales se agudizan, la soledad es devoradora. Ante el observador superficial, el desamparo ontológico simulará haber acabado con el afán de plenitud subsistencial. Se necesita aguzar mucho el oído para poder oír todavía el contrapunto. Pero, a no dudarlo, existe. En los entresijos del alma del hidalgo manchego se ha entablado la más terrible lucha. La nada, el poder de la destrucción (Satán, diría el teólogo) reclama lo suyo: el cuerpo manchado de culpa (de pecado, volvería a decir el teólogo). Pero el afán de plenitud subsistencial de Alonso Quijano pugna como nunca por ser y seguir siendo mejor, buscando e impetrando las fuerzas esenciales (la Gracia) que le faltan. Y entre estas dos vertientes, en pleno estertor de la agonía, podemos imaginar que su libre voluntad humana supo muy bien decidir, definitivamente y para siempre, su suerte eterna.
«Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno», dijo el cura. Muere, como la semilla, para vivir mejor. Ahora sí despierta de su sueño. ¡No más locuras de esta vida mundanal! «Señores, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño». Ante la inminencia de la muerte han huido todos los pájaros. Ya no es tiempo de ilusiones vitales.
¡Pero si es un héroe de ficción!, dirá alguien. ¡Cierto! Y sin embargo, qué bien comprendemos a Rodríguez Marín cuando nos dice: «enternece y apesadumbra la muerte de Don Quijote como la de una persona que en realidad ha existido, y a la cual hemos profesado entrañable afecto»16.
«La muerte es una necesidad igual e invencible: ¿quién puede quejarse de estar incluido en una condición que alcanza a todos?», pregunta Séneca17. ¡Verdad innegable! Pero no se nos negará el derecho a dolernos de ese arrancamiento de un ente de ficción que habíamos aprendido a amar. La razón presenta el hecho, pero el sentimiento lo penetra en sus estratos más profundos.
Capítulo IV Cervantes, España y la génesis del Quijote
- 1 -Cervantes y su Quijote
«Cervantes no ha concurrido, no ha descubierto ninguna verdad. Cervantes era poeta, y ha creado la hermosura, que siempre, no menos que la verdad, levanta el espíritu humano y ejerce un influjo benéfico en la vida de los pueblos y en los adelantos morales».
Juan Valera
Aunque el Quijote haya sido hecho por un hombre y hasta por un pueblo, le somos deudores de una parcela de nuestra vida espiritual. Aquel que lea con toda el alma la novela cervantina, sentirá que su ser es, en buena parte, criatura quijotesca. Y es que Don Quijote actualiza la dimensión quijotesca de nuestro ser de hombres. Si Cervantes viviese reconocería complacido el linaje de espíritu que dejó su ente de ficción. Al derrumbarse el catafalco de la caballería andante quedó en España, con la suprema desnudez de lo humano, el espíritu caballeresco -de la Edad Media: «sentimientos de pundonor, de lealtad y de amor fiel y rendido a una dama».
El ingenio de los españoles no es dado a ese tipo de burla ligera, a la cual se inclinan tanto los franceses, sino a la parodia profunda. Los españoles suelen ser satíricos, pero no irónicos. Es la ironía una flor del corazón blando. Esa sonrisa sutil y aguda, que tan femeninamente prodiga el francés ahogando la pasión, nunca han podido gesticularla los españoles porque hay en ellos demasiada masculinidad y pasión. Cuando se ríen lo hacen rabiosamente, y aunque se propongan ser irónicos resultan sarcásticos cuando no insultantes.
La burla de la caballería -en lo que tiene de ridículo y desorbitado- llega a extremos despiadados, en Cervantes, precisamente porque en su pecho ardía, con poderosa llama, el ideal de lo caballeresco. Nunca se burla Cervantes de las ideas caballerosas: honor, lealtad, fidelidad y castidad en los amores. Don Quijote resulta, objetivamente, no un personaje creado para el escarnio, sino para el amor y la compasión respetuosa. De ordinario, cuando no está poseído por su monomanía, es discreto, elevado en sus sentimientos y ostenta una incomparable belleza moral. Sus palabras, noblemente melancólicas, nos traspasan el corazón. Y es que no se trata de frías y artificiosas razones, sino de palabras de vida. Los lectores terminamos por vibrar al unísono con nuestro héroe. Compartimos su satisfacción cuando vence los leones, lamentamos su vencimiento en la plaza de Barcelona, nos afligimos con su melancolía y lloramos su muerte como la de un ser querido.
«¡Yo sé quien soy!», dijo Don Quijote cuando el labriego Pedro Alonso -su convecino- lo recogió del suelo donde yacía después de la aventura con los mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Con esas palabras -tan certeramente comentadas por Unamuno- Cervantes nos brinda un manantial de ánimo heroico. ¡Ya puede el mundo apariencial, fallecedero, de cuyo prestigio viven neciamente esclavos los hombres que piensan con el vientre, atropellarnos y escarnecernos; pero él ánimo heroico para violentar la mentira y la impostura no nos lo podrá quitar nadie!
Don Quijote sabe quién es. Es un «ser-en-el-mundo». No caigamos en ese subjetivismo de Unamuno que «deja a Don Quijote -como agudamente apunta Manuel Azaña- en soledad de Viernes Santo». Don Miguel escinde al personaje poético y a su autor y los contempla disociados. Más aún: aísla a Don Quijote del mundo que lo cobija, quedándose con una criatura descomunal, sin antecedente, ni congénere, ni causa... Yo prefiero el método que propone don Manuel Azaña -aunque difiera de sus puntos de vista-: «Don Quijote emerge de un sistema. Proviene del encuentro de fuerzas que apretadamente convergen y rompen hacia lo alto, y encumbran sobre los materiales que permanecen sirviendo de escalón y asiento una cima señera, dominante... Son visibles en el Quijote las dos corrientes de la sensibilidad que al cruzarse en el espíritu de Cervantes han producido el alzamiento culminante en la figura del triste caballero. Una consiste en experiencia realista; otra en sugestiones poéticas. Una proviene de la observación, del comercio cotidiano con los seres más triviales; otra, de la tradición irreal, nunca vivida por nadie en los términos que la tradición misma declara; parte de una fantasía antigua, sin apellido personal, engrosada a través del tiempo por la fantasía innumerable de cuantos han apacentado en ella su capacidad de ensueño»18. Y es lo cierto que en el Quijote hay un mundo concreto, lleno de sustancia, repleto de seres y enseres que ocupan sitio. Pero hay también -¡y esto es mucho más importante!- un torrente poético traspasado por los fuegos de una iluminación remota. «El prodigio en la composición de la novela -este es el acto sacramental logrado por el poeta- consiste en haber fundido la corriente realista y la mitológica en una emoción sola»19.
La realidad primaria del personaje -un viejo chiflado de nombre Alonso Quijano- puede resultar risible, pero Cervantes introduce en lo real -recomponiéndolo y elevándolo- la corriente maravillosa de su fantasía. ¡Y esto es lo serio! Un espíritu extraviado por la disposición arqueológica -¡hay tantos!- que se convierte, gracias al genio de Cervantes, en la poderosa y viva figura de Don Quijote. Un poder alucinante y plástico aunado a un espíritu aventurero, con incoercibles ansias de inmortalidad, buscó -identificado con su héroe- caminos de eterno nombre y fama. Pero esta invención, con innegables raíces autobiográficas, se produce a la hora del otoño. De ahí esa dulzura, esa melancolía, ese humor y aquella resignación placentera ante el rigor de la vida imperfecta, tan distante del ideal acariciado. No se trata de ninguna apología del fracaso, ni siquiera -como lo pretende Azaña- de un ansia de inmortalidad lacerada por la percepción de su propia imposibilidad. Trátase, por el contrario, de una ingénita benevolencia y de una cristiana caridad que resplandecen en esas criaturas cervantinas.
En su discurso «Sobre el Quijote y sobre las diferentes maneras de comentarle y juzgarle» (leído ante la Real Academia Española, en Junta Pública, el 25 de septiembre de 1864, don Juan Valera nos hace notar que los personajes del Quijote, hasta los peores, tienen algo que honra a la naturaleza humana. Si llega a pintar mujeres moral o físicamente feas, siempre les agrega un toque benévolo para que no repugnen. Y es que «Cervantes, que en grado eminente representa el genio de España, tuvo que ser y fue eminentemente religioso. En todas sus obras se ven señales de la piedad más acendrada»20. ¡Cómo no comprender que en su corazón hubiese cierto menosprecio del mundo y cierta ternura mística, si las cosas de la tierra le produjeron hartos desengaños y los desdenes de la fortuna no cesaron de herirle!
De Cervantes, hombre de carne y hueso, con historia y con creaciones poéticas, emerge, se cumple y declina el personaje de la obra inmortal.
- 2 -Génesis y cumplimiento del Quijote
No podemos entender el individuo sino al través de su especie. Las cosas reales están hechas de materia o de energía; pero las cosas artísticas -como el personaje Don Quijote- son de una sustancia llamada estilo. Cada objeto estético es individualización de un protoplasma-estilo. Así, el individuo Don Quijote es un individuo de la especie Cervantes.
José Ortega y Gasset
Ante los errores -algunas veces grotescos- a que ha llevado considerar aisladamente a Don Quijote, José Ortega y Gasset reaccionó, allá por el año 1914, criticando a quienes nos invitaban a una existencia absurda, llena de ademanes congestionados, y a quienes con burguesa previsión nos proponían alejarnos del quijotismo. «Para unos y para otros, por lo visto, Cervantes no ha existido. Pues a poner nuestro ánimo más allá de ese dualismo vino sobre la tierra -65- Cervantes»21. Proponíase en aquel entonces, el Meditador del Escorial, investigar no el quijotismo del personaje, sino el quijotismo del libro. Estaba convencido de que Cervantes era una experiencia esencial, acaso la mayor de las iberas. «He aquí una plenitud española. He aquí una palabra que en toda ocasión podemos blandir como si fuera una lanza. ¡Ah! Si supiéramos con evidencia en qué consiste el estilo de Cervantes, la manera cervantina de acercarse a las cosas, lo tendríamos todo logrado. Porque en estas cimas espirituales reina inquebrantable solidaridad y un estilo poético lleva consigo una filosofía y una moral, una ciencia y una política. Si algún día viniera alguien y nos descubriera el perfil del estilo de Cervantes, bastaría con que prolongáramos sus líneas sobre los demás problemas colectivos para que despertásemos a nueva vida»22.
Pero lo cierto es que don José Ortega y Gasset se dejó ganar por el tema de las culturas -mediterránea y germana- y por el tema de los géneros literarios, sin ocuparse apenas en trazar el perfil del estilo cervantino. En este, como en otros casos, su proceder es típico: suscita el tema, nos lo muestra -refulgiendo- en lo alto, nos engolosina y luego, escamoteando el tema con elegante pirueta, pasa a otra cosa, dejándonos encalabrinados.
Está muy bien el imperativo de atenernos al quijotismo del libro, es decir, de Cervantes, pero a condición de no quedarnos en él. Cervantes es la antena de oro -enhiesta y sutil- que en su ápice capta la luminosa oscuridad de un pueblo, de una época y hasta de la humanidad entera, si se quiere. Porque todos llevamos dentro como el muñón de un Quijote. Seguramente Cervantes no es tan sólo una poderosa y sutil antena; también transmite, por su cuenta, un mensaje personal. Recibe y da. Conviene, por ello, examinar el Don Quijote de Cervantes, en su génesis y cumplimiento, como emergiendo de un sistema, de un encuentro del hombre con su circunstancia.
Dejemos a los eruditos el trabajo de descifrar el enigma de la existencia real de Don Quijote, Sancho, Dulcinea y demás protagonistas. Quede también para ellos el cotejo de los pasajes de la obra con numerosos antecedentes -la «Ilíada», «El Asno de Oro», la «Eneida», el «Entremés de los Romances», «El Caballero Cifar», «La Celestina», «Epitalamio de Tetis y Peleo», «Leyenda Áurea», «Amadís de Gaula», «Tirante el Blanco», «Palmerín de Inglaterra», etc., etc.- y la identificación de los lugares -campos, ciudades, casas- que le sirvieron a Cervantes de escenario. Una obra de cultura no es, no puede ser, una «creatio ex nihilo». El Quijote, como cualquier otro de los grandes libros de la literatura universal, proviene del entrecruce de diversas corrientes que entran en el autor y pasan por su ser de artista. Impórtanos destacar un hecho indubitable: El Quijote tiene un perfil tan propio, tan intransferible, tan único, que el problema de las fuentes literarias que pudo utilizar el Manco de Lepanto para la concepción de su libro inmortal se desvanece ante la importancia de la genial aportación cervantina.
Situado en el límite de dos mundos históricos, de dos estilos de vida, Cervantes engendra su Quijote como personaje de frontera. Consigo lleva, sin anacronismos, las mejores esencias de la Edad Media. Pero sus plantas están puestas en la España renacentista de los Felipes. Le toca a Cervantes sepultar el vetusto estilo narrativo para inaugurar la novela moderna. Un noble loco, acompañado de más de seiscientos personajes, se adueña del cerebro de Cervantes. Y sin embargo, «Don Quijote -como apunta certeramente Pedro Reyes Velázquez- es más real que Amadís de Gaula, a pesar de la extravagancia de sus proezas, porque se mueve en un mundo que nos es instantáneamente familiar. Don Quijote no es un personaje rígido y sin quiebras, como muñeco de ficción, como Tarzán o Supermán. Es un hombre, loco o monomaniaco, hidalgo o caballero, noble o enamorado; pero nada de lo humano le es ajeno. No simboliza a una casta de propietarios pobres, ni es el arquetipo de una clase social o de una raza, ni siquiera es propiedad exclusiva de una nación o de un pueblo. Es una creación del arte universal, y por ello su historia ha podido ser vertida a todas las lenguas. Don Quijote es el símbolo de la raza humana en su doliente, anhelante, triunfal y mezquino peregrinar por el mundo...»23.
Cervantes, como español de su tiempo, sustenta su ideal caballeresco ante la vida. Pero un buen día le nace el designio ya no sólo de concebir este ideal ante la circunstancia, sino de realizarlo novelescamente en ella. He aquí la génesis del Quijote. Lo de menos es el aparente propósito expreso: el exterminio de los libros de caballerías. Una espléndida eclosión de vitalidad hispánica creadora lo permea todo. La realidad vista a través de la emoción cervantina e inyectada de ese activismo fantástico o fantasía activista, tiene en el Quijote su arrebato de energía volitiva. Y sin embargo, este romántico arrebato se ve corregido e instruido por el siempre clásico «bon seny». Por eso decir que «el quijotismo consiste en un rebasamiento del poder por el querer, en un creer que se puede lo que simplemente se imagina»24, es quedarse solo en un aspecto del quijotismo, sin llevarlo a la plenitud de su significación. Sencilla sensatez y extravagante ambición de gloria coexisten dramáticamente en Don Quijote y Sancho. Entre lo cómico y lo serio, entre la figura a primera vista y la esencia hay un maravilloso equilibrio. Ante el desquiciamiento moral de una generación pegada todavía a los rancios y artificiosos conceptos caballerescos, Cervantes salva el bello ideal que en cada caso quisiéramos ver cumplido. En medio de un estado político y social en declive, aporta nuevos elementos de cultura y lucha por la recuperación de los valores espirituales postergados. «No se escribe con las canas -dijo Cervantes-, sino con el entendimiento, el cual suele mejorarse con los años». Y es lo cierto que su inteligencia la puso, en el Quijote, al servicio de la bondad. Verdades de experiencia, modelos de humanidad, claro y limpio axiotropismo... Todo ello resplandece, con inolvidable luz, en la obra maestra de Miguel de Cervantes.
- 3 -¿Es el Quijote un libro decadente?
Cervantes compone su Don Quijote en un arrebato de inspiración. Y en él se expresan, al lado de la parodia de las novelas de caballerías, la más generosa poesía, el patriotismo, la sabiduría, el profundo conocimiento de los hombres y del mundo, junto a la más divertida alegría y al juego más delicado y filosófico... Don Quijote respira un tal entusiasmo por la patria, el heroísmo, la carrera de las armas, la caballería, el amor y la poesía, que muchos espíritus ateridos pudieron calentarse al contacto de este entusiasmo.
Tieck
Una y otra vez se nos ha dicho que el Quijote es el libro ejemplar de la decadencia española. A la palabra «decadente» se le pretende dar una connotación de cansancio, desilusión y desengaño. Se nos advierte que el vocablo ha sido limpiado de sus asociaciones peyorativas tales como enfermizo, nocivo, corruptor.
Atengámonos a la definición que nos ofrece el Diccionario de la Real Academia Española: «Decadencia. (De decadente.) F. Declinación, menoscabo, principio de debilidad o de ruina»25. ¿Es que arriesgar la comodidad y la vida misma, con tal de contribuir a la realización del reino de la justicia, es principio de debilidad, menoscabo o declinación? ¿Acaso es decadencia perder y sufrir por el ideal que no ha de triunfar jamás, con plenitud, en el mundo? En tal caso habría que declarar decadente al cristianismo. Porque «cada cristiano es un Quijote: el siervo de una ética que contradice a la naturaleza y se le impone y la supera. Esfuerzo -asegura Vasconcelos- que sólo se logra a través de la lucha desgarradora de la santidad»26. Bástenos decir que Don Quijote supera, como cristiano, a su naturaleza, pero no la contradice. El buen burgués, en cambio, sigue al pie de la letra el consejo de la sobrina: «¿No sería mejor estarse pacífico en su casa, no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, sin considerar que muchos van por lana y salen trasquilados?».
El Quijote puede resultar humorístico y trágico; pero decadente nunca. Humorístico porque se ha entregado con toda la fogosidad de su alma noble a una idea que está en oposición con la exigencia de la época, porque no puede transformar en obras los valores que acaricia, actuando torpemente y cometiendo despropósitos. Trágico porque tiene ambición de ángel y capacidad de hombre, arrebatos de noble juventud y menguadas fuerzas de viejo decrépito. Contra la pseudo-prudencia burguesa, Don Quijote podría tener por divisa aquel dicho castizo: «vale más honra que vida». Pelea por el bien hasta el sacrificio. Es claro que sus fracasos provocarán la sonrisa semisabia del Bachiller Sansón Carrasco, el verdadero antiquijote, como lo ha señalado Papini. Pero hoy, frente a la aventura del Caballero de la Triste Figura, ya no podemos dejar de reír sin un poco de llanto en los ojos...
«No comprendo que se pueda leer el Quijote -expresa Ramiro de Maeztu- sin saturarse de la melancolía que un hombre y un pueblo sienten al desengañarse de su ideal»27. Yo pregunto: ¿Hay en Cervantes y en su pueblo un desengaño de su ideal o un desengaño del mundo renuente al ideal? Examinemos la España de Cervantes. Los moros han sido expulsados después de ocho siglos de heroicas luchas. Se ha realizado la unidad religiosa. Se han descubierto, conquistado y poblado -a costa de la propia despoblación de la Península- las Américas. Flandes, Alemania, Italia, Francia, Grecia y Berbería contemplan el victorioso paseo de las banderas españolas. Podemos evocar los nombres de los primeros circunnavegantes -Elcano, Legazpi, Magallanes- y de los más ilustres conquistadores -Cortés, Pizarro, Almagro-. En este generoso estallido de energía todos los hogares españoles dan un monje o un soldado. Mientras florecen los místicos y se alzan las órdenes religiosas, se agotan las pobres tierras españolas, que no permiten que se les grave con impuestos tan altos. Y sin embargo, más allá de razones de economía y de industria, Felipe II siente el ineludible imperativo de mantener la fe católica por medio de las armas. España arde en fervor espiritual, pero ya sus ejércitos están en tierras de Flandes o de Italia «muertos de hambre y desnudez». Aún pelea en todos los ámbitos del orbe, pero como la lucha es superior a sus fuerzas, triunfa a medias. El sueño de la monarquía universal se vuelve imposible. No se pudo impedir la escisión de la Cristiandad, ni se pudo evitar que al humanismo teocéntrico que defendía España, siguiese poco después el humanismo antropocéntrico que postularon Inglaterra y Francia. Hasta aquí el cuadro español de épica grandeza. ¿Habrá que avergonzarse de haberlo concebido, por el simple hecho de que no fue realizable? Puede haber dolor por la excesiva sangre derramada, pero nunca remordimiento por la energía heroica que se deshizo en los mares del Norte, cuando las tempestades aniquilaron a la Armada Invencible.
Un hombre esforzado luchando contra la adversidad -tal es Don Quijote y tal es Cervantes- suscita en nosotros la idea de tragedia no de decadencia. El destino ha querido que un gran temple de alma se albergue en un cuerpo débil y luche en un medio inadecuado. El autor y el personaje de la novela conocen y aman los ideales caballerescos. «Más versado en desdichas que en versos», Cervantes escribe el Quijote no para escarnecer los valores caballerescos, sino para pintar un mundo cruel y renuente a los altos ideales. Se consuela y nos consuela. Su vida entera la transforma en arte. Todos sus sueños de juventud y sus fracasos en la vida se los infunde a un viejo monomaniaco que se cree caballero andante. Don Quijote -como Cervantes y como la España de su tiempo- vive fuera de la realidad tasada y medida. Una desproporción entre los nobles fines propuestos y los pobres medios con que se cuenta para realizarlos suscita la risa. Pero, tras la risa, se piensa que no es digno abandonar a Don Quijote en la picota del ridículo. Y si lo abandonamos, con él queda lo que de mejor y más noble hay en cada uno de los hombres.
Los ejércitos de España habían avanzado demasiado en el tiempo de Cervantes. Azorín asegura, en «Una Hora de España», que no hubo decadencia, sino extravasamiento a América de la energía y la sangre española. Cervantes, hombre de su tiempo, advierte este extravasamiento y percibe las posibilidades y las limitaciones de la voluntad de su pueblo. Católico devoto y respetuoso del gobierno civil, no quiere cambiar los usos, sino los hombres. Escribe con voluntad de renovación y con espíritu de auténtica libertad. «El mundo está mal», parece decirnos Cervantes. «Hagámonos malos», podría decir, en consecuencia, un «vivales» cualquiera. Cervantes no lo dice. Se duele, eso sí, de que su tiempo haya permanecido indiferente a sus empeños quijotescos. Pero sus antiguas ilusiones, aunque irrealizadas, no le merecen burla. De otra manera no hubiera descubierto, al final de cuentas, que había querido siempre a su héroe. ¿Hay decadencia en ese amor?
Capítulo V Estructura y composición del Quijote
- 1 -Estructura del Quijote
En la encrucijada de los siglos XVI y XVII, Cervantes se ubica con plena conciencia histórica. Recoge todos los géneros literarios de moda en el siglo XVI y apunta -en la segunda parte de El Quijote- la unidad constructiva, los motivos de contraste y la riqueza popular del siglo XVII. Por una parte en el Quijote subsisten las virtudes y proezas del viejo ideal, el elemento pastoril -episodio de Marcela y Grisóstomo-, la novela sentimental -episodios de Cardenio, Luscinda y Dorotea-, la narración italiana picante -el curioso impertinente-, el elemento picaresco -aventura de los Galeotes y el tipo de maese Pedro-, pero, es visible también, por otra parte, una vigorosa impresión cómica ante los libros de caballerías, un sentimiento de íntimo y trágico fracaso de los sueños, una voz humanística de desengañada piedad... Con razón pensaba Ortega y Gasset en el Quijote como clave única de toda la gran novela contemporánea.
La obra entera se mueve en el doble plano de poesía y realidad. Deseo iluso y verdad desengañada, poderosos ideales difusos y concreción aldeana de espíritu, fantasía y buen sentido, utopías y ambientes de un realismo preciso... Todo ese tibio e infantil calor de humanidad, toda esa religiosidad capaz de ennoblecer la vida más ridícula, todo ese martirio corporal en un hombre de carne y hueso -no en una estatua de piedra- nos dejan impregnados de un profundo sentimiento místico y nos hacen ascender a las más puras fuentes de lo heroico, sin perder el contacto con una pobre y doliente humanidad...
«No es casual el momento de la historia española en que aparece el Quijote. El soldado de Lepanto -advierte Ángel Valbuena Prat- ha visto con amargura el principio de los vencimientos. Cervantes, que cantó a la Armada Invencible antes y después de la derrota, supo sentir en su alma el dolor del momento de un gran fracaso, la nueva era del tratado de la tribulación. Sin duda, de esta amargura, de este dolor, en que los fracasos personales de la vida del Cervantes alcabalero podían sublimarse en un horizonte nacional, brotó parte del humor del Quijote, basado en la bondad incomprendida del héroe, en el ideal de justicia universal deshecho a palos y pedradas»28. ¡No! El ideal de justicia universal no queda deshecho a palos y pedradas, precisamente porque es un verdadero ideal y como tal está más allá de los palos y pedradas. Sobre la estela de locas aventuras y de trágicos fracasos queda puro, inmarcesible, el halo de bondad, el señorío trascendente del espíritu bueno.
Don Quijote es un trozo de la propia carne y sangre de Miguel de Cervantes. Por eso hay un fondo en Don Quijote que permanece más allá de la parodia del mundo heroico. Cervantes, aun cuando se ríe frecuentemente con la risa dolorida del humor, no puede reírse de todo. Nunca se rio, por ejemplo, de su hazaña como soldado en la gran batalla de Lepanto. Claro que su alma noble y esforzada debió reaccionar, ennegreciendo un tanto la tinta, ante la corrompida burocracia picaresca de aquellos días. Pero aun esto resulta suavizado por esa innata simpatía compasiva de Cervantes. Su desengaño es un noble desengaño que nada tiene que ver con el resentimiento.
Nunca pierde Don Quijote su capacidad de amistad. Sancho érale, cada vez más, una verdadera necesidad. Tal vez acierte Unamuno cuando asegura: «Necesitábale para hablar; esto es, para pensar en voz alta sin rebozo, para oírse a sí mismo y para oír el rechazo vivo de su voz en el mundo. Sancho fue su coro, la Humanidad toda para él. Y en cabeza de Sancho ama a la Humanidad toda».
¿Habrá concebido Cervantes el Quijote como una novela corta, que fue ampliando a medida que se le agrandaba el horizonte primitivo? ¡Quién sabe! Lo cierto es que los personajes parecen crecer casi biológicamente por su propia cuenta. En todo caso el héroe central nunca es abandonado por el autor. Aunque en la primera parte de la obra Don Quijote no llegue a la plenitud de su propia personalidad, perdiéndose a veces -al ser apaleado por los mercaderes toledanos- la noción de su identidad, resurge, sin embargo, el incontenible «Yo sé quien soy». Y todos los motivos novelescos de tan diversa gama que mueven el interés de la acción, en la primera parte del libro, no pueden hacer olvidar los personajes centrales: Don Quijote y Sancho. En la segunda parte se concentra -con densa sobriedad ejemplar- la acción esencial, sin «injerir novelas sueltas ni pegadizas». El novelista está en la cima de la madurez. «A diferencia de los personajes de la parte primera, que a la fuerza penetran en el sentido quijotesco, ahora la ficción caballeresca que irradia del héroe va tiñendo de poesía y sentido transfigurador de la realidad -observa Valbuena Prata todas las figuras que pudiéramos llamar aquijotes y antiquijotes, mientras que, a la vez, en la sabia compensación del artista, el héroe central se va haciendo más discreto, más cuerdo, más hondamente humano en su actitud ante la vida, ante el mundo exterior. Todo ello es origen de nuevas formas de aventuras, en que el halo caballeresco deja una ilusión poética en el héroe y sus contrarios, como en el tema pintoresco y pleno de humor del Caballero de los Espejos: Don Quijote que vence, y el fino escorzo entre realidad e ilusión, en el final del episodio, en que la fusión de humor entre verdad y apariencia entraña una mucho más fina y compleja calidad que en otros momentos de la parte primera»29.
Es fácil decir con el duque de Rivas que el poeta tiene por misión: «pensar alto, sentir hondo y hablar claro». Pero es extraordinariamente difícil decir cómo pensó, sintió y habló Cervantes en su Don Quijote. El genio no se deja apresar por los cánones de la Estética, precisamente porque crea una nueva Estética. Cervantes -gigante de la literatura universal- intuyó el suspiro nacional de España y en él vio la humanísima mezcla de sufrimientos y alegrías que le sirvió de materia para darnos esa suprema lección de filosofía moral. Don Quijote es símbolo de la Humanidad entera. Sus sueños son los sueños que soñamos todos los hombres que anhelamos mejores destinos. Como él, también nosotros recurrimos a la fantasía para crear la forma perfecta que imaginamos cuando no hay otro modo de hacer bella la realidad. Una compenetración superior con la Naturaleza nos hace ver, después de la lectura del Quijote, una realidad ideal, una reverberación de valores en los seres que participan del supremo ser que es a la vez el supremo valor.
Pero es tiempo ya de examinar, en sus grandes lineamientos, la composición del Quijote.
- 2 -La Primera Parte
En tanto que el Quijote de 1605 tiene cincuenta y dos capítulos, el Quijote de 1615 tiene setenta y cuatro. De la una a la otra parte ha variado la psicología y la intención de Cervantes. Sin embargo, después de una pausa de diez años, el autor sabe mantenerse en el mismo nivel de calidad estética, con el mismo respeto a los perfiles morales de sus entes de ficción. No conozco otro caso semejante en la historia de la literatura universal.
La primera parte de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» hace recordar aquella frase de Stendhal: la novela es un espejo que se pasea a lo largo de un camino. Don Quijote recorre los caminos de la Mancha tropezándose con andantes y cosas reales. Sale, por primera vez, «antes del día». A la venta llega cuando cae la tarde. Vela las armas y tiene un altercado con los arrieros que por dar de beber a sus animales retiran las armas del futuro caballero andante. Para proveerse de lo aconsejado por el ventero y tomar un escudero, regresa a su aldea. Juan Haldudo es sorprendido por Don Quijote dando azotes a su criado Andrés y el caballero hace justicia al jovenzuelo. (Más tarde sabrá -¡oh desdicha!- que había sido peor el remedio que la enfermedad.) La primer paliza la recibe en su encuentro con los mercaderes. Un vecino compasivo lo recoge y lo devuelve al pueblo. Empieza ya a manifestarse la locura de Don Quijote: transfigura la venta en castillo, el cuerno del porquero en trompeta de enano, a las mozas del partido en altas doncellas, al ventero en castellano, a Juan Haldudo y los arrieros en caballeros... Y hasta llega a perder la conciencia de su personalidad y la de su vecino Pedro Alonso.
En la segunda salida prosiguen las aventuras: los molinos; Puerto Lápice, con los frailes de San Benito, y la señora vizcaína; los cabreros y el entierro de Grisóstomo (aparece Marcela); los yangüeses; los incidentes de Maritornes en la segunda venta y el manteamiento de Sancho; los dos rebaños (ejércitos para el alucinado caballero); el cuerpo muerto; los batanes; el barbero de la batía; los galeotes; el internamiento en Sierra Morena y la conspiración del Cura y el Barbero con Dorotea para hacer regresar al loco de Alonso Quijano. La venta es -como atinadamente apunta José Gaos- centro teatral, más propiamente que novelesco, «escena de confluencia, reconocimiento y desenlace de un conjunto de 'acciones' e 'intrigas' a saber: las de Luscinda y Don Fernando, Dorotea y Cardenio, por una parte, y, por otra, las de Zoraida y el Cautivo con su hermano el Oidor y la hija de este y Don Luis»30. Las alucinaciones de Don Quijote siguen su curso: los molinos son gigantes, los frailes y los acompañantes de la señora vizcaína son encantadores que han robado una princesa, Maritornes es la hija del señor del Castillo, el cuadrillero es un mozo encantado, los manteadores son fantasmas y gente de otro planeta, los rebaños son ejércitos, el séquito del cuerpo muerto es un cortejo de un caballero cuya venganza le estaba reservada, el estruendo de batanes es una rara aventura, la batía de barbero es un yelmo de mambrino. La conspiración de los cuerdos se suma a la locura de Don Quijote a partir de la presentación de Dorotea como Infanta Micomicona. Se declara yelmo y jaez, respectivamente, la batía y la albarda de un barbero -que está a punto de perder la razón- por el Cura y Don Fernando.
Es muy posible que Cervantes no haya tenido, al principiar la primera parte, un plan de lo que sería el completo desarrollo del Quijote. Podemos suponer que empezó a mover la pluma fluida y placenteramente porque el tema le divertía. Tal vez pensara producir una novela corta. Todo pudo haber terminado con el regreso de Don Quijote a su aldea. Pero Cervantes, después del Capítulo V, tiene la certeza de estar, como narrador, ante un campo ilimitado. Y cosa aún más importante, presiente que su personaje va a ser universal. ¿Quién de nosotros no ha soñado alguna vez convertirse en un Quijote, para contribuir, en alguna forma, a la salvación de sus prójimos? Descontentos de lo que somos, todos -quien más quien menos- concebimos un día muy risueños planes y en aras de este ideal sacrificamos nuestras comodidades y tal vez nuestra fortuna. Muchos nos consumimos por la filosofía, pasando malos días y peores noches (toledanas), minando la salud, acelerando la vejez y todo por averiguar la razón de ser de las cosas, el orden del universo con sus causas. ¿Cómo no comprender la locura de Don Quijote?
Sancho, testigo constante, asegura la continuidad de la novela. Su positivismo rastrero va desapareciendo paulatinamente ante la grandiosidad y la belleza del mundo que le descorre su alucinado amo. Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra estaban situados en una época mucho menos complicada. «Don Quijote -apunta Antonio Castro Leal- tiene que ir creando su propio código de caballero andante. Entonces es cuando descubrimos su ingenio, su reflexión y su elocuencia. Cualquiera de nosotros, puestos en el camino de Don Quijote, hubiéramos hecho muchas más locuras que él» 31. El medio histórico en que se mueven los personajes está pintado, en la primera parte, con magnífica sobriedad y equilibrado realismo. Alguien ha recordado a Velázquez. En prosa auroral -sencilla y compleja, transparente y grande- Cervantes hace aparecer a sus personajes chorreando vida. Ya nadie los podrá destruir. Ni siquiera el mismo.
La primera parte del Quijote nos presenta, con relación a la segunda, un mundo más familiar y común, un humorismo más abundante y más franco. Aunque su composición sea más débil, por no tener un plan premeditado y albergue narraciones ajenas que detienen y retardan la acción, hay una cierta abundancia barroca -atrevida y alegre- y un proceso de complicación y refinamiento -ilusiones, decepciones y explicaciones- que le hacen ser, a su modo, una obra acabada y perfecta.
- 3 -La Segunda Parte
Una gracia melancólica, una bondadosa piedad y una sonrisa de consuelo derraman sus luces plateadas sobre la «Segunda Parte del Quijote». La madurez del genio se advierte en el plan más completo y ordenado, en el arte más reflexivo y seguro, en la más sutil y matizada pintura de personajes. «El hombre que escribió este volumen no es el mismo que ha escrito el primero. Antes había -tal vez- pleno sol, ahora la franja luminosa que tiñe lo alto de las bardas (¡aún hay sol en las bardas!) es resplandor dorado, tenue, de ocaso, de melancolía. Cervantes se despide de muchas cosas en esta segunda parte». (Azorín.)
Los primeros capítulos de la segunda parte es un constante ir y venir y un afanoso diálogo. La tercera salida llena toda la novela. Toboso y encantamiento de Dulcinea. Carro de la muerte. Caballero del Bosque. Caballero del Verde Gabán. Los Leones. Las bodas de Camacho. La cueva de Montesinos. Maese Pedro y retablo. El suceso del rebuzno. Aventura del barco encantado. En la casa ducal los incidentes tienen una cierta unidad de lugar y un mayor intrincamiento: coloquio de Don Quijote y Sancho con los Duques, Merlín y desencanto de Dulcinea, Trifaldi, Consejos de Don Quijote a Sancho y Gobierno de la ínsula por parte de este último, Altisiadora, Doña Rodríguez, cartas, peregrinos, caída en la sima, nueva reunión de Caballero y Escudero, desafío con Tosilos y salida de la casa ducal. Ida a Barcelona, estancia en la ciudad y vuelta. Agüeros que tuvo Don Quijote al entrar en su aldea. Enfermedad, testamento y muerte de Alonso Quijano.
La crítica ha observado que en el Quijote de 1605 «se está constantemente viviendo el momento esencial. No hay que encaminarse a un punto o a otro, en cualquier sitio se está en donde se debe estar: en la gran aventura de la Justicia total o la Belleza total. En 1615 se explora con placer, se pasea con gusto, se tienen ganas de conocer gente, de visitar lugares, de satisfacer esa curiosidad que despierta la vida». (Casalduero.) Un sentimiento de libertad para gozar los instantes existenciales coexiste con la inquietud de la misión por cumplir: «por no parecer bien que los caballeros andantes se den muchas horas al ocio y al regalo, se quería ir a cumplir con su oficio» (II, 18).
Una acción única, enlazada al protagonista, con la mayor variedad posible, es propósito que Cervantes deja ver a las claras en la segunda parte de su novela inmortal. Las características barrocas, del segundo Quijote, en la acción, son patentes: «la digresión y el encadenamiento, el engaño, el ser inventada por otros personajes, por último -advierte Joaquín Casalduero-, el paralelismo antitético»32. La bajada de Don Quijote a la cueva de Montesinos y la caída de Sancho en la sima están en posición casi simétrica. Cada vez que Don Quijote sueña en la vida pastoril -al encontrarse con los muchachos que representan églogas y después de ser vencido por el Caballero de la Blanca Luna, camino de su aldea- es atropellado por toros y cerdos. Parece como si Cervantes deseara trasladarnos, súbitamente, de la justicia y la belleza ideales a las duras realidades terrenales. Un aire de juego, de burla sutil -ignorada por varios personajes- campea hasta la última hora. ¿No será la vida social un engaño, una representación? Los protagonistas juegan con su papel hasta que la muerte les manda acabar el juego. Hay un estado de irritación motivado por la vida social, las instituciones y el hombre. «La grosería humana -expresa Casalduero-, el misterioso encadenamiento social producen la irritación, que, como un anticlímax, se resuelve en calma ante la incomprensión producida por la falta de experiencia del mundo»33. Decididamente Cervantes expresa su desilusión y su desengaño al encontrar deformado por los hombres el valor que iba buscando. «Yo no puedo, más», dirá Don Quijote en un momento de abatimiento espiritual y físico. Y sin embargo, Cervantes, en ese último estado de entreclaridad, sigue amando lo vital, lo dinámico, pese a su tristeza y tal vez a causa de esa misma tristeza.
¿Por qué esa melancolía de Cervantes? El artista va llegando al fin de su vida. Con el pie en el estribo, confronta las ideas y los ideales que ha amado con las realizaciones sociales caricaturescas de esas ideas y de esos ideales. ¡Cuánta deformación, Dios mío! ¿Por qué la justicia, la virtud, el amor no resplandecen en su esencialidad? Por lo menos en la zona del arte -y ahí se refugia Cervantes- hay un vivo resplandor de las ideas. El novelista, como su personaje, se había adherido a una creencia, se había ilusionado con un ensueño, convirtiendo la creencia y el ensueño en contenido existencial real y efectivo. Es como si hubiese bajado de «topos uranos» las ideas platónicas para articularlas, funcionalmente, en el proceso de su vivir. Se había incorporado el valor de lo caballeresco hasta hacerlo contenido integrante de su existencia. Ahora no le quedaba -¡y no es poca cosa!- sino un sentimiento inconfesado de conmiseración y piedad estoica. Toda esta ternura -mansa, noble, viril- logra levantar la vida a un nivel que ha podido compararse, por el hispanista inglés Aubrey Bell, con un final sinfónico de Beethoven. Ironía de hombre renacentista, luminosa y elegante, que sabe -pese a su desengaño- mirar las cosas con piedad. Nos enseña que su tiempo -atento a los estados de conciencia y al dualismo entre aspecto y razón- no ha podido mostrar, en el hombre, nada mejor que aquellas virtudes cardinales que el Caballero manchego se sintió comprometido a personificar. Por debajo de los moldes renacentistas surgen los ideales góticos del medievo.
Capítulo VI Realidad aparente y sub-realidad en el mundo quijotesco
- 1 -Realidad aparente y sub-realidad
A la realidad primordial de la vida diaria, Cervantes sobrepone una esfera o estrato de fantasía que, aunque choque con la realidad tangible, se articula con ella. Don Quijote y Sancho conceden al mundo imaginario de la caballería una dimensión de realidad. Argumentos no faltan. El hidalgo manchego aduce en su favor el universal reconocimiento y autorización de la caballería andante y los testimonios de cientos de libros impresos con licencia real.
La caballería andante es, no sólo una institución, sino un modo de vida -cuya misión es celestial- y una ciencia. Se precisa tener conocimientos en materia jurídica leyes sobre la persona y la propiedad-; en materia de Teología -reglas cristianas que se practican-; en materia de Medicina -conocer hierbas para preparar una redama del bálsamo de Fierabrás-; en materia de Astronomía -saber por las estrellas cuántas horas de la noche han transcurrido y en qué punto geográfico del mundo se halla uno... Requiérese, en fin, «saber herrar un caballo, aderezar la silla y el freno y nadar. Y sobre todo tiene que ser mantenedor de la verdad, aunque el defenderla le cueste la vida». Quien profesa la caballería andante está exento de toda jurisdicción. El caballero andante nunca es llevado ante un juez, por muchos homicidios que hubiese cometido; jamás paga impuestos o derechos aduanales; nunca paga a los sastres por los trajes o las ropas que le hacen; y, naturalmente, no da sueldo a su escudero, sino que le retribuye nombrándole gobernador de alguna ínsula o reino conquistado.
La sub-realidad quijotesca está caracterizada por peculiares modificaciones al espacio, al tiempo y a la causalidad. Aunque quienes aguarden a Don Quijote, en la entrada de la cueva de Montesinos, afirmen que sólo estuvo dentro poco más de una hora, el Caballero de la Triste Figura está convencido que pasó en ella tres días. Con Clavileño, el caballo de madera; Don Quijote piensa que ha recorrido miles de leguas. Los encantadores -amigos y enemigos- desempeñan en la sub-realidad quijotesca el papel de causalidad y motivación. Don Quijote interpreta el mundo en función de la actividad de los magos. En esta forma traslada el orden del reino de la fantasía -gigantes- al orden de la experiencia sensorial -molinos de viento-. «Así, pues -observa Alfred Schütz-, la función de los encantadores es precisamente la de garantizar la coexistencia y compatibilidad de varios sub-universos de significaciones referidas a las mismas cosas y de asegurar la persistencia de la dimensión de realidad otorgada a cualquiera de dichos sub-universos. Nada permanece inexplicado, paradójico o contradictorio, tan pronto cómo las actividades de los encantadores se reconocen como elemento constitutivo del mundo»34. Y no se trata, para Don Quijote, de una mera hipótesis, sino de un hecho histórico probado por las fuentes de todos los libros -casi sagrados- de caballerías. No tiene sentido, tratándose de encantadores, recurrir a los medios ordinarios de la percepción sensible. «No hay -dice Sancho- sino encomendarnos a Dios, y dejar correr la suerte por donde mejor lo encaminare». Si los encantadores interfieren adversa o propiciamente, por motivaciones propias, no queda sino luchar denodadamente, encomendándose a Dios.
Resulta muy natural el conflicto que se suscita entre el mundo de Don Quijote y el mundo de los otros. Aunque para Don Quijote su mundo sea un mundo lleno de sentido, para los demás -y no me refiero aquí a los altos ideales, sino a las extravagancias- se trata de un mundo de locura. Y no veo la necesidad de concluir que Cervantes sustentaba una concepción de las realidades múltiples (a lo William James) o un relativismo perspectivista. Ocurre, simplemente, que el caballero es un monomaníaco que introduce un esquema dispar de interpretación. ¿Qué hacen los otros? Deciden, como dice Cervantes, «seguirle el humor». Por eso, la mayoría de las veces se opera la comunicación sin aparente dificultad.
Para mantener la dimensión de realidad de su mundo, Don Quijote recurre al hecho del encantamiento, como obra de su archienemigo el mago Frestón, siempre que choca con la realidad primordial. Nadie le convencerá de que el pretendido yelmo es una bacía. «Y para concluir con todo -dirá Don Quijote con gran audacia lógica-, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada...». Cuando le pide a Sancho que crea en sus visiones, si es que quiere que le crea las suyas, es que la convicción quijotesca en su mundo privado ha empezado a desmoronarse. Toda esa metafísica, tan vigorosamente sostenida por Don Quijote, de la realidad aparente y de la sub-realidad, nada tiene que ver con el idealismo de Berkeley o de Kant. No se trata de ningún subjetivista que niegue la realidad extramental o la considere incognoscible. Trátase de un extraviado que sufre «la absorción progresiva del campo de la conciencia, hasta determinar -para decirlo en lenguaje psiquiátrico- fijaciones de imágenes; confusión luego de lo imaginado con lo real, hasta la suplantación de la propia personalidad». En su avidez espiritual de creer, Don Quijote se echa en brazos de la autoridad escrita de los libros de caballería e inviste de realidad a la imaginación. Esta suplantación de la experiencia por la fantasía -engaño poético- le lleva a desplegar una extraordinaria actividad para someter la vida cotidiana a sus sueños. Él sabe quién es: un poeta que sueña noblezas y que tiene la certidumbre de su aptitud para realizar el propio ensueño. Quiso hacer «grandes cosas» porque tuvo una gran voracidad de nobles aventuras. El resplandor de la dignidad personal y el bien común de los hombres en la justicia le movieron siempre con inalterable decisión.
Vale la pena examinar el orbe de Don Quijote en sus diversos estratos. Tal vez en ese examen aparezca el núcleo mismo de la cosmovisión cervantina.
- 2 -El orbe de Don Quijote
En la época que le toca vivir a Don Quijote ya no se dan esos prodigiosos caballeros -que Alonso Quijano conoció librescamente- vengadores de desfueros y espanto de los malvados. La Europa caótica de aquella época -un tanto bárbara- en que los campesinos hipotecaban su libertad a un señor que les protegía con las armas, llegado el caso, había desaparecido. Los Estados nacionales -España es el primero cronológicamente- eran ya una realidad distinta. No obstante, Don Quijote, en su concreta locura, se tiene por caballero andante y sale a los caminos en busca de aventuras. Se imagina ser algo que no es. Se siente predestinado para resucitar una institución definitivamente sepultada. Estos hechos tienen que violentar, forzosamente, el orbe en donde se mueve el supuesto caballero andante. El mundo de su espíritu no corresponde al papel que tiene en el mundo de las relaciones cotidianas y ordenadas. No puede ver, o no quiere ver, el mundo sensible, fenoménico y externo. En un arranque de voluntad su yo quiere modelar el no-yo. Las resistencias que le ofrece el no-yo a su yo le causan dolor y repugnancia. Hay un choque insoslayable entre el mundo interior de Don Quijote y el mundo movible y cambiante en el que vive el héroe. Los contornos de la realidad exterior quedan desfigurados en el espíritu del hidalgo manchego.
En la primera parte del libro, Don Quijote emprende correrías por el gusto de emprenderlas, sin importarle a dónde se encamina. Es un «homo agens» que viaja de aquí para allá, aguijoneado por su melodía vital. Lo que importa es ejercitar la voluntad, buscar aventuras. Pero es también, en muchas ocasiones, un «homo sapiens» y «homo loquens» muy diestro en la discusión y la disputa.
Poseído del sentido de lo heroico, lleno de elevación y de idealidad, el egregio loco de Don Quijote -doctor en libros de caballería- despliega, como los caballeros andantes, una extraordinaria valentía y virtudes insignes. Sancho advierte en él -y por eso le sigue- nobleza, hermosura espiritual, hidalguía, abnegación, audacia... Hay en Don Quijote -idealista de alma ardiente y luchador activo en los caminos- un vivo anhelo de evadirse de esta paradoja: ser más que hombre sin dejar de ser hombre. No se trata de ningún reformador que quiere convertirse en super-hombre (nietzscheano) como lo pretende Joseph Bickermann en su «Don Quijote and Faust. Die Helden and die Werke». Si Don Quijote constituye un profundo enigma para los críticos, ello es debido a que atestigua, como todo caballero egregio, la existencia de un mundo supremo. Por sentir tan a lo vivo el descontento de lo que le rodea y de su vida misma, ha podido estar siempre en posibilidad de superarse. En tanto que ser perteneciente a dos mundos (real e ideal) y capaz de superarse a sí mismo, Don Quijote es -como todo hombre- un ser contradictorio y paradójico, que concilia en sí las más extremadas oposiciones. Su trascendencia y significación no se pueden comprender, en plenitud, sin el «Eros», en la acepción clásica del término. La invencible inclinación a mejorar el mundo, reformándolo, no tiene por qué provenir de Zaratustra.
En el hombre, parece decirnos Cervantes, hay un mundo trino. Siguiendo sus huellas en el Quijote, cabría afirmar, como lo hace Joseph Bickermann, «que la esfera de lo real colinda por una parte con el hemisferio de la ilusión, y por otra parte con el del ideal. Y esto es lo que hay que subrayar y definir como resultado ejemplar del mundo cervantino, que abarca todas las dimensiones del ser; y es que el hombre, cuya vida es una urdimbre de gozo y de pesares, vive por una parte fuertemente asido, arraigado en este suelo transitorio, y por otra se mueve de continuo en un mundo de ilusiones y es acosado -90- incesantemente por alucinaciones y fantasmas; pero de vez en cuando le asalta el anhelo, la nostalgia del más allá»35. La cosmovisión cervantina -que incluye los variados estratos del ser- está saturada de vida, de frondosidad elemental, de rebosadora abundancia, de plenitud inagotable... Esta vida arrolla todo ese ritualismo, exagerado y minucioso, que Don Quijote pretende imponer cuando quiere seguir, al pie de la letra, las reglas de la andante caballería. Todo ese esquematismo preceptivo y formulario se viene a quebrar, nos enseña Cervantes, ante lo imprevisto y complicado de la vida. Tal vez por eso se haya pensado que «La vida es un sueño». Y Don Quijote bien podría demostrarnos que el sueño es vida.
En ocasiones parece como si Don Quijote no quisiera ver el mundo tal como es. Teme verse desengañado. He aquí un ejemplo: «Yo sé y tengo para mí -expresa- que estoy encantado y esto me basta para la seguridad de mi conciencia; que la formaría muy grande si yo pensase que no estaba encantado y me dejase estar en esta jaula perezoso y cobarde».
Don Quijote, podría alguien pensar, carecía de sentido histórico. La orden de la caballería andante, definitivamente desaparecida, no era factible que renaciera. Y sin embargo, el caballero manchego piensa que la caballería andante es una institución eterna. Sólo una edad depravada puede olvidarse de esta idea absoluta. «Sólo me fatigo -afirma él- por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes». No parece advertir Don Quijote que la historia es irreversible y que los valores, aunque intemporales e inespaciales, tienen que ser realizados en un tiempo y en un lugar determinados. Preocupado por la salvación del mundo, entusiasmado hasta el heroísmo con su ideal, está ciego para su circunstancia y sordo para las palpitaciones del momento. Se explica su calvario. Sufre, además, una secreta angustia motivada por la duda y la incertidumbre acerca de su yo imaginado. Pero de aquí no cabe concluir, como lo hace Bickermann, en la insinceridad de los pensamientos y acciones de Don Quijote. El hecho de querer creer, por no poder creer en plenitud, no es ninguna insinceridad. Esta voluntad de creer llevada hasta el heroísmo le hace sufrir golpes y palos. Llegará un momento, en casa de los duques, que le trae -premio a su voluntad de creer, pese a la burlona intención de los aristócratas- una venturosa y plenaria fe en su ser de caballero andante.
Todos los obstáculos y las fuerzas hostiles del mundo, fenoménico y externo, no bastaron para arredrar al esforzado y tenaz Caballero de la Mancha, que no se dio tregua en su ruta hacia el ideal. Ideales que no son, por cierto, simples ideas, si no ideas valiosas.
- 3 -Ideas que se tornan ideales
«El individuo tiene la libertad de ocuparse de todo lo que le atrae, le gusta y le parece útil, pero el verdadero estudio de la Humanidad es el hombre mismo».
Goethe
Que Cervantes haya visto al hombre, en la intuición artística de su novela genial, bajo el aspecto de valores realizados, en nada amengua, antes por el contrario lo encarece, su alto valor antropológico. Don Quijote es un precioso símbolo de todo espíritu, un vivo modelo de humanidad, creado por el incomparable arte de Cervantes. Y al decir Don Quijote, quiero implicar, también, al otro polo del imán: Sancho. Estas inseparables figuras son, más que antitéticas, complementarias. Así como alma y cuerpo son elementos constitutivos del ser humano que el análisis distingue, Don Quijote y Sancho son aspectos parciales que se integran en el hombre.
Aunque Don Quijote y Sancho no tengan nada de rousseaunianos, poseen -cada quien con su propio estilo- una innata bondad. El caballero no se limita a pensar el noble ideal de la justicia en la tierra -de buenas intenciones está empedrado el infierno-, sino que se atreve a alzar bandera. El escudero se siente atraído por el proyecto de bella realización. Los ideales de la caballería le ganan poco a poco. ¡Cómo no admirar el programa vital de su amo, si «la protección al desvalido es su obsesión; la gratitud que espera, su recompensa; la gloria alcanzada en la ruta del deber, su única ambición; la fe en el ideal, su verdadera fuerza; la hidalguía, en fin, la suprema razón que no mide el peligro»! Cuando hay verdadera sinceridad en la concepción de grandes ideales, y no mero esteticismo irresponsable, se trata de vivirlos, de convertirlos en acción. Don Quijote anima, en la medida de lo posible, sus ideas, por natural impulso emotivo. Con su cuerpo y con su vida trata de ser expresión de un ideal de altura inconmensurable. ¿Utopía, romanticismo? Tal vez los haya en algunos aspectos secundarios. Pero en lo medular no. Toda acción es el desenvolvimiento de una idea. Pues bien, Don Quijote, con sus acciones, desenvuelve ideas que no son simples ideas, sino ideales. Y las desenvuelve en la realidad.
Cervantes se cuida de mostrarnos lo que la vida es y lo que debe ser. Realista e idealista. Por eso su arte sirve para el conocimiento del mundo dual de lo humano. No nos perdamos buscando un simbolismo a cada frase, suceso o aventura. ¿Para qué extraviarse con sentidos ocultos o enigmáticos inexistentes en el Quijote si advertimos en la obra, con claridad meridiana, el latido de la vida real y el aliento de un pueblo?
«En cualquier pasaje, en efecto -observa Antonio Maldonado Ruiz-, encontraremos los más bellos ejemplos de cuanto puede apasionar al hombre: de las letras, de la música, de la ciencia y de la historia; de la paz y de la guerra, de la patria, del valor y del honor; del destino, de la suerte y la desgracia, del amor y de la belleza; de la voluntad y de la esperanza; de la amistad; de los nobles, de los pobres y de los ricos. Es, en conjunto, la visión de la vida»36. Pero una visión dialéctica de la vida, añadimos nosotros, como lucha y abrazo entre lo real y lo ideal.
Contra los enemigos de la Humanidad, Don Quijote creó la verdadera caballería, para que triunfe la justicia y la verdad. Sus verdaderas armas fueron el desinterés, la abnegación, el sacrificio... «Tienen las aventuras todas de nuestro hidalgo -digámoslo con Unamuno- su flor en el tiempo y en la tierra pero sus raíces en la eternidad». No se trata, como lo pretende Ampere, de «la caricatura más grande que ha producido el ingenio humano». Yo no sé de ninguna caricatura que suscite el sentimiento de lo sublime; y es el caso que Don Quijote lo suscita. Cierto que en la inmortal obra cervantina hay un hondo sentido humorístico; pero lo humorístico nunca debe confundirse con lo cómico. Toda esa complejidad humana -polifacética y ambivalente- nada tiene que ver con «lo chistoso». Pronto se convence Cervantes -porque no lo sabía de antemano- que Don Quijote es un loco; pero en manera alguna es un tonto.
El autor va cobrando gradualmente un enorme respeto ante su personaje, convencido de que «la razón -como dijera el poeta inglés Guillermo Wordsworth- anida en el recóndito y majestuoso albergue de su locura».
Con verdadera finura y penetración apunta Thomas Mann ese proceso creciente de respeto a la obra misma que se opera en Cervantes, concebida, al principio, «como broma modesta, satírica, grosera, sin sospechar el rango de símbolo humano que adoptaría más tarde el héroe. Este cambio de óptica permite y realiza una solidaridad cada vez más acentuada del autor con su héroe, la inclinación de igualar el valor intelectual de este al propio, de hacerle el portavoz de sus propias opiniones y de completar la locura con la dignidad y la bella cultura espiritual, no obstante la forma ridícula en que las envuelve Don Quijote por su lamentable aspecto. Precisamente el espíritu y la forma de expresarse que tiene su amo es lo que produce la ilimitada admiración de Sancho. Y las admira, no sólo él, sino también el lector»37.
¿Por qué esa crueldad retozona de Cervantes? A despecho de esa creciente solidaridad del autor con su héroe, el mismo Thomas Mann advierte que el novelista no se cansa de inventar las humillaciones más ridículas y lamentables para Don Quijote y para su generosidad. ¿Quiere el lector que le recordemos algunas de estas denigraciones? Pues ahí está el incidente de los requesones que Sancho ha guardado en el yelmo de Don Quijote. Causa grima imaginarse la cara del caballero -con barba y ojos- inundada de leche agria, pensando, el pobrecillo, que se disuelve su cerebro. No sólo recibe palizas innumerables, sino que sufre la humillación de verse «enjaulado».
Sí, tiene razón el ilustre novelista alemán: «Hay algo de sarcástico, de un humorismo salvaje, en invenciones tales...»38. Y no obstante, Cervantes quiere y respeta a Don Quijote. Pero ese «pathos», esa rabia española, lleva al Manco de Lepanto y alcabalero a extremos de crueldad, de mortificación, de burla y castigo contra sí mismo, es decir, contra Don Quijote. Cabe afirmar, sin embargo, que a mayor humillación del héroe mayor sublimación. Esto lo entendemos, mejor que nadie, los cristianos.
El esfuerzo en Don Quijote es un punto clave para la interpretación filosófica. Su yo, como el yo de la filosofía de Fichte y de Maine de Biran, es actividad, libertad.
- 4 -Don Quijote, Fichte y Maine de Biran
Cervantes expresa literariamente un tema ideológico capital de su tiempo y de todos los tiempos. Por eso la filosofía se interesa en el Quijote. No importa que su autor no haya sido filósofo.
«Todo es ficción en este vasto poema -ha dicho Hermann Cohen- excepto el corazón». El mundo de la realidad y el mundo de la ilusión no acaban de limitarse claramente, el protagonista choca a veces con la realidad, pero hay ocasiones en que la realidad parece seguir la desaforada imaginación de Don Quijote. ¿Qué es lo que permanece en realidad, es decir, definitivamente y por debajo de las múltiples apariencias? ¿Qué es en realidad Don Quijote, cuál es su naturaleza o principio de donde emerge todo su comportamiento? Es el mismo caballero manchego quien nos da la clave: «Bien podrán los encantadores quitarme la ventura, pero el esfuerzo y el ánimo es imposible». Don Quijote es un centro de esforzada voluntad, un núcleo de ánimo valeroso. Preciso es agregar que su voluntad, siempre al servicio del bien, es una buena voluntad. Su ánimo valeroso se complace en los riesgos porque sabe que su malicia desinteresada es valiosa. Lo que permanece siempre de Don Quijote es su enjundia ética.
Francisco Romero ha efectuado un luminoso «experimento» con la materia del libro inmortal. Se le ha ocurrido verificar una aproximación entre Don Quijote y Fichte. Y la verdad es que el paralelo se antoja. El orbe que se crea Don Quijote a su alrededor es en sí falso, fruto de una locura, pero apropiado para que lo habite a sus anchas esa realidad que es su alma. Si por una parte la locura eleva el ser de Alonso Quijano, lo hace más verdad de lo que era en su ser ordinario y cuerdo, al transmutarlo en Don Quijote, por otra parte esta conversión se realiza a costa de construir un contorno inusitado y falaz, un mundo arbitrario y poblado de entidades a la medida de las intenciones del protagonista. Biólogos autorizados aseguran que cada especie animal arregla para su uso un medio parcial apropiado para ella, de acuerdo con su organización. Fuera de esta parcela física con la que mantiene intercambios, el resto permanece ajeno y como inexistente. Pues bien, Don Quijote selecciona ambientes: ilumina unas cosas y oscurece otras, interpreta la realidad transfigurándola y quiere dar cuerpo tangible a sus sueños. «Su santidad injertada en heroísmo se forja el mundo requerido para salir a luz -expresa Francisco Romero-, para cobrar sustantividad. La mentira que fragua es la indispensable para que surja su verdad. Su yo ha creado el no-yo que necesita para que llegue a ser realidad efectiva lo que sin él no sería sino latencia, espera, demanda. Una verdad, pues, y las condiciones para que se afirme y publique, para que abandone el refugio donde dormita y pruebe sus fuerzas a la intemperie. El engaño como método para que esa verdad se encuentre a sí misma. Es, aproximadamente, lo que ocurre con la filosofía de Fichte»39. Queremos observar, tan sólo, que Don Quijote -que de todo puede tener menos de hombre de mala fe- no fragua mentiras a sabiendas ni tiene como método consciente el engaño. Cosa diversa es que su locura forje un mundo propicio para su estilo.
El sujeto es, para Fichte, la realidad absoluta. El yo no es sustancia, sino acción pura, acto desnudo, pura libertad. El yo puro -que no se confunde con el yo empírico individual- es la raíz del ser y resuelve en sí todo el ser. El yo pone el no-yo y se limita por el objeto que él mismo inadvertidamente ha producido. La conciencia del límite hace nacer la necesidad de superarlo: el yo reabsorbe, mediante la reflexión consciente, el no-yo, para reconstituir la propia naturaleza del yo absoluto. Porque hay resistencias que vencer y límites que superar, hay actividad moral. El yo es tendencia infinita. Su actividad heroica es un proceso continuo de liberación, una actuación de un ideal infinito. Tal es, en sus grandes líneas, el pensamiento de Fichte. Presenta, no cabe duda, importantes analogías con el pensamiento de Don Quijote. En ambos el no-yo se ofrece como motivo o campo propicio para que el-yo obre y sea. «Tanto en Don Quijote como en Fichte, el sujeto, pues, se crea el contorno de incitaciones o resistencias que necesita para ser, ya que en ambos -apunta agudamente F. Romero- no hay para el sujeto otro modo de existencia que la contienda, la actualización de ciertas energías espirituales que no saldrían de su sueño sin un adversario capaz de despertarlas y cuya función es exclusivamente esa»40.
Menester es, sin embargo, no extremar el paralelo. Entre Don Quijote y Fichte median capitales diferencias. Para Don Quijote, individualista hasta los tuétanos, no hay ningún yo puro sino millones de personas de carne y hueso. Aunque su locura forje un mundo «ad hoc», no se puede decir que sienta que su yo empírico es la raíz del ser y resuelva en sí todo el ser.
Me parece encontrar una mayor similitud entre Don Quijote y Maine de Biran. El yo de que habla Biran -y que se intuye inmediatamente como esfuerzo voluntario- no es una entidad universal (como el yo puro de Fichte) sino actividad de la persona concreta, que tiene un tono interior, que se vive. El espíritu es actividad. Hasta la sensación está permeada de actividad, puesto que viene acompañada de movimientos que modifican las condiciones de la receptividad. Por el esfuerzo voluntario adquirimos conciencia de nuestro yo y sentimos la resistencia que nuestro organismo (no-yo) opone al yo. Don Quijote no podría conocerse como fuerza espiritual si no actuara sobre una realidad que se le resiste; la conciencia de la propia espiritualidad le es dada a su yo por la resistencia que le presenta lo material.
Quiero, luego existo, pudieron haber dicho de consuno Don Quijote y Maine de Biran. Por la reflexión apartaban de sí, ambos, los fenómenos exteriores, los conceptos metafísicos, para llegar a apoderarse de sí mismos en su realidad viviente. El esfuerzo es el acto esencial en que se resume la vida intelectual y humana. En donde comienza el esfuerzo, comienza el yo. «Yo actúo, yo quiero, o pienso la acción: luego yo soy causa, luego yo existo, existo realmente a título de causa o fuerza». El esfuerzo -dato de experiencia interna- es identificado con un principio metafísico: la causalidad. El autor de «Nuevos ensayos de Antropología» piensa que el sentido íntimo, la conciencia, es una especie de manifestación interna de revelación divina. Y esa voluntad de acción resuelta y justa, ¿no es acaso suscitada por una voz interior que acata fielmente Don Quijote? ¿Cómo explicarnos de otra manera esa vocación para los actos de heroísmo individual?
Capítulo VII La cosmovisión del caballero andante
- 1 -Estructura de la cosmovisión
En su radical abertura hacia las cosas y hacia los otros hombres, el hombre se afana por saber, por hacer ciencia. Y aunque gran parte de su saber sea dudoso y problemático, aunque su ciencia no sea integral e inconmovible, lo cierto es que no puede vivir sin inquirir. Como no tenemos una visión intuitiva del cosmos, el conocer tiene en nosotros un carácter de faena penosa. Lo que me rodea -circunstancia- y la condición misma de mi ser -situación- se me ofrecen a mi contemplación (teoría) y a mi acción (praxis). Y esta constitutiva y originaria relación entre el hombre y su mundo obliga a la decisión continua, a la selección de una posibilidad y a la renuncia de las otras posibilidades. La vida no se puede vivir en otro ni por otro. Trátase de una tarea personalísima e irrenunciable.
A cada momento corro el riesgo de serme infiel, de traicionar a mi vocación. Cada decisión es la anticipación de una parcela de mi porvenir. No sólo tengo que descubrir el ser de las cosas, sino que tengo que descubrir mi verdadero ser. Y cuando descubro mi ser y los seres, procedo a interpretarlos, a articularlos en la unidad de un mundo o universo. Por eso apunta Ortega y Gasset -con su característica agudeza- que «no hay vida sin últimas certidumbres: el escéptico está convencido de que todo es dudoso»41.
Todo hombre tiene una cosmovisión más o menos larvada o más o menos explícita. No se trata tan sólo de una concepción racional del universo. Trátase de algo más: creencias y convicciones sobre la existencia humana y sobre el mundo, tendencias y hábitos emocionales, sistema de preferencias y finalidades ante el enigma de la vida... Y es sobre la base de esta cosmovisión como decidimos acerca del significado y sentido del mundo y sobre el ideal de nuestra existencia concreta. La cosmovisión sirve, en consecuencia, para vivir y hasta para morir. Aunque no pertenece al orden intelectual, cuenta con elementos intelectuales y se procura justificarla racionalmente. Porque es algo inherente a nuestra condición humana buscar la razón suficiente de las cosas y de los hechos. Además, nuestras estimaciones, nuestros deseos y esperanzas suponen un previo conocimiento. ¿Cómo estimar lo ignoto? ¿Cómo desear lo que no se conoce? «Ignoti nulla cupido. Nihil volitum quim precognitum». Sólo cayendo en lo absurdo se puede afirmar la posibilidad de amar algo que nunca hemos visto y de lo cual no tenemos noticia alguna.
En una operación de conocimiento tan elemental como el ver -se nos ha dicho- vamos dirigidos por un sistema previo de intereses, de aficiones, que nos -hace atender unas cosas y desatender a otras. Pero no se advierte que ese sistema de intereses y aficiones descansa, a su vez, en elementos intelectuales aunque puedan estar enturbiados por los instintos. Porque nada de la vida espiritual humana puede ser puramente instintivo. Lo que sucede es que en cada persona hay una disposición nativa, anterior a toda experiencia, que le hace preferir ciertas constelaciones de valores y tener ceguera o repulsión hacia otras. Para que un individuo pueda seleccionar de lo real aquello que le es afín, es preciso que sepa, aunque confusamente, que el objeto querido le es afín.
El hombre no es pura razón. De ahí que cada hombre construya su cosmovisión también a base de emociones e instintos vinculados con la práctica. En todo caso, la cosmovisión tiene más índole vital que intelectual.
No nos basta con saber cómo es el universo, ansiamos saber qué sentido tiene. Y esto último es, cabalmente, lo más importante para la vida. En esta forma la cosmovisión desemboca en Dios. La vida humana, la libertad, la historia, la inmortalidad y todos los demás problemas giran y se organizan en torno de ese supremo centro gravitatorio. Mientras la ciencia es primordialmente investigación y búsqueda del saber, la cosmovisión es posesión de un sistema de certidumbres. Cosmovisión significa totalidad. Pero no una totalidad rígida, sino una totalidad plástica, dinámica. «Una concepción del universo puede modificarse, pero este modificarse es más bien un desarrollo orgánico, una asimilación, una adopción de una forma acabada por anticipado, tal como la planta se desarrolla también sin que se modifique su forma», ha podido decir Aloys Müller42. Y Chesterton, traído a colación por el mismo Aloys Müller, observa: la cuestión no es, según mi convicción, si la concepción del universo que tiene un hombre ejerce alguna influencia sobre su mundo circundante; antes bien, la cuestión es si hay fuera de la concepción del universo alguna otra cosa que ejerza semejante influencia. Así, pues, la ciencia dice: esto es así. La concepción del universo dice: tú debes hacer esto.
Esperanzas y anhelos, necesidades del sentimiento y de la vida encuentran acomodo en la cosmovisión. El desengaño, la angustia y la esperanza contribuyen primordialmente a formar la concepción del universo.
- 2 -La cosmovisión de Don Quijote
La cosmovisión de Don Quijote lleva en sí mucho más de lo que Cervantes deliberadamente pone. A la cosmovisión cervantina se incorpora la cosmovisión de un pueblo. La sensibilidad, la conciencia y la cultura de una nación desbordan la creación literaria de Cervantes. Parece como si se tratase de un suceso humano efectivo. Más aún: los otros sucesos humanos realmente verificados aparecen más claros, más inteligibles, a la luz de la andante españolería. Su prehistoria está en la historia de su pueblo. Su cosmovisión está hecha de todos esos ingredientes tan hispánicos: celo de la propia honra, ritmo estoico de la vida, sed de valores absolutos, voluntad de grandeza...
Era un hidalgo «de los de lanza en astillero» que sentía la nostalgia de una existencia a la «maniera grande». En su soledad dio por aprovechar imaginativamente lo vulgar y poner, bajo una luz equívoca, su inmensa cordura. Empachado de lecturas caballerescas, acabó por poner entre paréntesis el mundo empírico. Su gusto por lo desmedido -su coeficiente de irrealidad- son refrenados, por Cervantes, en el marcado realismo de Sancho, que representa la vocación española hacia lo concreto. Y esta vocación hispánica por lo concreto resplandece también en Don Quijote, que se afana por traer el ideal a la tierra, por naturalizar los valores. Don Quijote no es un simple especulativo, ni un puro hombre de fantasía; quiere unir el mundo fantástico de la andante caballería con la realidad de su circunstancia. No le basta con pensar lo extraordinario; quiere vivirlo. El ideal del amor le lleva a la proeza física. Traza, inventa y trabaja de sol a sol por vivir sus hazañas. Aunque reconozca teóricamente que la experiencia es «madre de las ciencias todas», trata siempre de encapsular la realidad en sus lecturas caballeriles.
La sustancia española está hecha, sobre todo, de esfuerzo, de coraje, de ímpetu. «Sobre el fondo anchísimo de la historia universal -dice Ortega y Gasset- fuimos los españoles un ademán de coraje»43. Don Quijote consume, a cada momento, una gran cantidad de coraje. Un bravío poder de impulsión le mueve a dar, sin descanso, sus recias embestidas. Y no es que le interese la acción, sino la hazaña. Aunque Cervantes convierta su vida en un humorístico aluvión, nosotros sacamos su esfuerzo limpio de toda burla. Su corazón se enardece y su entusiasmo se dispara a la mínima incitación de la realidad. No le importa la imagen que de la realidad efectiva tenemos a través de los sentidos; le importa la sumisión de la realidad a sus sueños de nobleza, la poetización de su mundo, porque «todo este mundo es máquinas y trazas contrarias unas de otras».
Don Quijote tiene la certidumbre de que la caridad heroica, lejos de ser un estéril afán, responde a los designios más íntimos del Ser. En este pícaro mundo, los manipuladores rivales -que conspiran siempre contra la unidad mundana- cambian a su capricho las tramas, los telones y los títeres. Don Quijote les aborrece porque conspiran contra su voluntad y, sobre todo, contra la voluntad de Dios en la tierra. «Estos encantadores que me persiguen -advierte- no hacen sino ponerme las figuras como ellas son delante de los ojos, y luego me las mudan y truecan en lo que ellos quieren...». Si la mudanza no es real -agrega el caballero de la Mancha- por lo menos lo parece. Contra el engaño del mundo el hidalgo manchego opondrá la virtud integradora del amor. Y la voluntad amorosa redime el ámbito humano que va tocando. La voluntad al servicio del ideal y en lucha perpetua contra la «civitae diaboli». «Bien sé -dice Don Quijote- que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan». He aquí la grandiosa convicción quijotesca del poder de la voluntad contra las tentaciones, el testimonio de su arraigada certeza en el libre arbitrio. En su actuar depende tan sólo de Dios y su propio ser. Su pensamiento y su voluntad decidirán, con el auxilio divino, sus acciones. Al decir «yo sé quién soy», tiene una alta conciencia de su propia voluntad, una indestructible fe en la bondad del esfuerzo para realizar el anhelado ensueño. Y esta conciencia y esta fe perduran en medio de todos los descalabros.
Como simbolización del «homo hispanicus», Don Quijote es el antitibio por antonomasia. Su fe apasionada y enérgica se combina con su intensidad imaginativa y hacen que su idealismo monte a caballo. Hay que rasgar el velo de una vulgar apariencia que oculta la verdad del mundo. Este es el sentido que corresponde a la aventura quijotesca. Y aunque su querer va siempre más allá de su poder, nunca pierde el impulso y la dirección hacia el ideal. Hay para Don Quijote un supremo centro gravitatorio. De ahí que sea preciso, para conocerle, estudiar su religiosidad.
- 3 -La religiosidad de Don Quijote
Las inquietudes renacentistas de su tiempo son articuladas por Cervantes en el catolicismo, entendido y sentido con evidente autenticidad. Muy lejos de Maquiavelo, para quien el cristianismo había enervado el mundo, Cervantes veía en la religión católica el nervio y origen de nuestra civilización. La verdadera valentía tenía su manantial en la religión. Viendo Don Quijote la imagen de San Jorge puesto a caballo, dijo:
«-Este caballero fue uno de los mejores andantes que tuvo la milicia divina, llamose San Jorge, y fue además defensor de doncellas. Veamos esta otra.
»Descubriola el hombre, y pareció ser la de San Martín, puesto a caballo, que partía la capa con el pobre; y apenas la hubo visto don Quijote, cuando dijo:
»-Este caballero también fue de los aventureros cristianos, y creo que fue más liberal que valiente, como lo puedes echar de ver, Sancho, en que está partiendo la capa con el pobre y le da la mitad, y sin duda debía ser entonces invierno; que si no él se la diera toda, según era de caritativo.
»-No debió de ser eso -dijo Sancho-, sino que se debió de atener al refrán que dice: 'Que para dar y tener, seso es menester'.
»Riose Don Quijote y pidió que quitasen otro lienzo debajo del cual se descubrió la imagen del Patrón de las Españas a caballo, la espada ensangrentada, atropellando moros y pisando cabezas; y, en viéndola, dijo Don Quijote:
»-Este sí que es caballero, y de las escuadras de Cristo: este se llama don Santiago Matamoros, uno de los más valientes santos y caballeros que tuvo el mundo y tiene ahora el cielo.
»Luego descubrieron otro lienzo, y pareció que encubría la caída de San Pablo del caballo abajo, con todas las circunstancias que en retablo de su conversión suelen pintarse. Cuando le vido tan tal vivo, que dijeran que Cristo le hablaba y Pablo respondía:
»-Este -dijo Don Quijote- fue el mayor enemigo que tuvo la Iglesia de Dios Nuestro Señor en su tiempo, y el mayor defensor suyo que tendrá jamás; caballero andante por la vida, y santo a pie quedó por la muerte, trabajador incansable en la vida del Señor, doctor de las gentes, a quien sirvieron de escuelas los cielos y de catedrático y maestro que le enseñase el mismo Jesucristo»44.
¿Queréis ver cómo humilla Cervantes, por boca de Sancho, la soberbia aristócrata de los grandes y poderosos? Hablábale Don Quijote a su escudero del deseo de gloria, de la ambición del amor a la patria, como móviles de las grandes acciones, cuando de improviso le interrumpe Sancho:
«-Y dígame ahora: ¿cuál es más, resucitar a un muerto, o matar a un gigante?
»-La respuesta está en la mano -respondió Don Quijote-: más es resucitar a un muerto.
»-Cogido le tengo -dijo Sancho-. Luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adorando sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que las que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes han habido en el mundo.
»-También confieso esa verdad -respondió Don Quijote...
»-Quiero decir -dijo Sancho- que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer -que, según ha poco, se puede decir de esta manera- canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene en gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del Rey nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser humilde frailecito, de cualquier Orden que sea, que valiente y andante caballero; más alcanzan con Dios dos docenas de disciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endriagos.
»-Todo eso es así -respondió Don Quijote-; pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.
»-Sí -respondió Sancho-, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes»45.
Queda aquí establecida, con perfecta nitidez, una jerarquía de valores. Cervantes pone en la cúspide el valor religioso. En un comentario anterior he apuntado el providencialismo de Don Quijote, su comprensión y práctica -a la manera cristiana- de la doctrina del sacrificio. No tiene apoyo en el texto, ni en el contexto, la gratuita afirmación de Manuel Azaña: «El último aprendizaje de un espíritu superior vendría a ser, según la fuerte expresión de Goethe, enseñarse a desesperar. Desesperanza de este género, que no desesperación, es la de Cervantes, sin funebridad, rebelión ni frenesí románticos, nimbada por las suaves luces del otoño sereno»46. Don Quijote tiene una gran esperanza. Y es precisamente la esperanza de vivir y de realizar el bien y la justicia sobre la tierra -aventura en curso- la que funda su vida. Nunca llega a la desesperación: anticipación anti-natural del fracaso. Cuando Don Quijote se desvanece -porque no llega a morir- en el cerebro de Alonso Quijano, asciende -con toda su permanencia ideal- a los senos eternos del arte. Quien se muere -¡y muy cristianamente por cierto!- es la realidad primaria de Don Quijote (su materia prima, si me vale la expresión): Alonso Quijano.
Que miope nos resulta Montesquieu cuando pretende fincar el valor del Quijote -«único libro bueno español»- en la burla de los otros, en la reacción y la mofa contra el espíritu nacional. Nunca una obra literaria ha sintetizado mejor el espíritu de un pueblo -realista, sano, luchador, religioso, entusiasta de todo lo bello y grande-. Cervantes, con su ente de ficción, está profundamente enraizado en su tierra, en su mundo propio. Por eso destila esa ternura y esa comprensión. Acaso su arrolladora simpatía y la universal adhesión que goza se deba a ese calor que busca siempre en los corazones simpáticos de sus prójimos, lejos de cuyo contacto se entristece. Toda la malicia de los hombres resulta impotente para privarle de ese caudal de buen humor, de esa risa genial. Conoce su destino y el de su pueblo. Acepta su mala suerte -que en un último sentido es buena- y le da forma universal. «He aquí mi cruz», parece decirnos; la vida es buena hasta por eso, porque nos permite llevar una cruz. «Porque Jesucristo, Dios y hombre verdadero, que nunca mintió, ni pudo ni puede mentir, siendo legislador nuestro, dijo que su yugo era suave y su carga liviana; y así, no nos había de mandar cosa que fuese imposible el cumplirla». (Parte II, Cap. XXVII.) ¡Cristianismo auténtico! Pero cristianismo que no le impide afanarse en pos de la honra y de la inmortalidad. Porque tenemos derecho a dejar, sin narcisismo de ninguna especie, nuestra huella en la tierra. Vivimos para algo más que para dar con nuestros huesos en una tumba.
- 4 -Don Quijote en pos de la honra y de la inmortalidad
Mientras Don Quijote es Don Quijote, y no Alonso Quijano, el triunfo o el fracaso no le alterarán su voluntad de hazaña. Los molinos de viento, los cueros de vino, los golpes de batán, los leones enjaulados, etc., le harán reaccionar siempre a golpes de fantasía. El vapuleo de un muchacho en el bosque, los misteriosos cortejos y la gente encadenada se le presentan, invariablemente, como abusos de fuerza que es preciso resolver con su brazo justiciero. Pero antes de actuar pide explicaciones, porque no quiere actuar irresponsablemente.
Dulcinea es su arquetipo de virtud y belleza, su Idea del Bien, su norma ética. Tiene el convencimiento de que su dama no es cosa de ficción, que existe extramentalmente. Pero este convencimiento es cosa de fe: «la importancia está -expresa Don Quijote- en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender». Por eso se indigna cuando un mercader le pide que le muestre su retrato. Dulcinea se identifica con su más íntima contextura: «Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella». Aun así, llegará un momento en que su fe parece tambalearse: «Dios sabe si hay Dulcinea o no en el mundo». Llegará también otro momento en que le proponga, a su escudero, un curioso trato: «Sancho, pues vos queréis que se os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo que vi en la cueva de Montesinos, y no os digo más...». No obstante, persiste en su fe. Dulcinea es la más hermosa dama del mundo porque él la inviste de posibilidades de valor, porque la pinta en su imaginación como la desea, porque, en suma, la poetiza: «Bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo». En el fondo, lo que Don Quijote anhela es ver plasmado -porque al fin y al cabo es una criatura sensointelectual- su ideal de belleza. La belleza, dice «el Caballero de la Triste Figura», «es todopoderosa. Ante ella deben abrirse de par en par los castillos, hendirse las rocas, y para hacerle acogida, no es mucho que los montes se allanen». No hay para qué ocultar el subjetivismo idealista, el pragmatismo moral y el culto idolátrico de Don Quijote por Dulcinea. En su vertical deseo de ascensión, su Dama le retiene y le desvía, muchas veces, de su camino hacia la suprema belleza.
La honra -resplandor de la dignidad personal- y el bien común -conjunto organizado de las condiciones sociales, gracias al cual la persona humana puede cumplir su destino temporal y eterno- son valores que incitan la actuación de Don Quijote. Cumple al pie de la letra, y hasta con escrúpulo, el ritual de la caballería. Su proceder de hidalgo, su valor profesional, su cortesía, su galantería y gallardía integran el código implícito de su vivir. Vive por encima del grosero instinto, celoso siempre de la dignidad propia y de la dignidad ajena. La vida para Don Quijote es quehacer altruista, faena redentora. Quiere ser bueno activamente. El ansia de gloria y renombre y el culto a la sobrevivencia son -como lo apunta Unamuno- el espíritu íntimo del quijotismo, su esencia y su razón de ser. Menester es agregar, sin embargo, que la gloria, el renombre y la inmortalidad no se buscan por narcisismo sino por espíritu de servicio y por anhelo de plenitud subsistencial que refiere la obra del Caballero al Orden divino. Este sentido trascendente es manifiesto cuando afirma: «puesto que los cristianos católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza».
Como San Ignacio de Loyola, como San Pedro Alcántara, como Santo Domingo de Guzmán y como la de todos los santos españoles, la caridad de Don Quijote es una caridad militante. Más que la justicia le importa la misericordia, «porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea, a nuestro ver, el de la misericordia que el de la justicia». Después de liberar a los galeotes, exclama: «Yo topé un rosario y sarta de gente mohína y desdichada, e hice con ellos lo que mi religión me pide». No averigua si los afligidos, encadenados y opresos que se encuentra por los caminos van de aquella manera y están en aquella angustia por sus culpas o por sus desgracias; le basta saber que son menesterosos y les ayuda. Pone los ojos no en sus bellaquerías, sino en sus penas. Por eso aconseja a Sancho: «Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia».
La justicia como valor objetivo del Derecho nunca puede ser bien entendida por Don Quijote, que sólo reconoce dos autoridades decisivas: Dios y él mismo.
Su voluntarismo extremo, que respeta tan sólo la individualidad humana y la sagrada dignidad de la persona, le hace libertar a los galeotes porque van de muy mala gana y contra su voluntad. Y los liberta en nombre de su anárquica y muy española «real gana». Tal vez si la sociedad fuese -como lo advirtió André Suárez- más social, esto es, más conforme a caridad, Don Quijote no repelería la autoridad política.
Capítulo VIII Vocación y trayectoria de Sancho
- 1 -Vocación íntima de Sancho
«Don Quijote era el espíritu. Sancho era la materia cargada de amor, como si estuviera cargada de una potencia magnética, y gracias a esa potencia magnética pudo Sancho ganar la santificación mítica. El mito de Sancho es la glorificación de la carne por el amor». Álvaro Fernández Suárez
Hay quienes ven en Sancho una expresión incompleta y vulgar del buen sentido prosaico. Trataríase de una personificación de la tendencia realista grosera y utilitaria; de un caso de la denominada sabiduría popular con ese sabor sabidero, evidenciado en ese gusto por los refranes rimados o asonantados, que no repara en el sentido. Cide Hamete Benengeli, el supuesto historiador arábigo, lo describe corto de talle, largo de zancas, de barriga grande y con fama de tragón.
¿Por qué escogió Don Quijote a Sancho? Aunque Cervantes no se detenga para explicarnos los motivos, bien podemos suponer que el hidalgo vio en el labriego una bondad y una simplicidad de muy alto valor. Debió presentir que le aguardaba un destino común con Sancho. Tal vez esa honrada y bondadosa condición de su futuro escudero -y esa sencillez, sobre todo- le conmovieron íntimamente y le hicieron adivinar ocultas virtudes en Sancho, aun antes de hablarle de aventuras y caballerías. «En este tiempo solicitó Don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución: tanto le dijo, tanto le persuadió y prometió, que el pobre villano se determinó a salirse con él y servirle de escudero»47.
¡No! No era tonto Sancho, sino sencillo, crédulo. Astucia no le faltaba cuando era menester, y siempre estuvo «dotado de saviduría radical, de raíz; sabiduría no de sabio, sino de savio», advierte Fernández Suárez.
En Sancho había -¡qué duda cabe!- una vocación íntima, una atracción, un impulso, una adivinación que le llevaron a seguir a un caballero andante capaz de grandes hazañas y valerosos hechos. Pero había también -no menos cierto- una buena dosis de codicia y de ambición burguesa. El mismo Cervantes debió tener una noción muy oscura de las posibilidades de quijotizar a Sancho. Un labrador pobre, leal y algo simplote, llevaba el germen -con toda la preñez de sus posibilidades- de un compañero de aventuras de Don Quijote. A medida que Sancho se va desplegando, a medida que se va imponiendo de su singular e histórico papel, nos llena de asombro. Aunque siempre combate a la defensiva y por algo tangible -no por abstracciones-, valor no le falta. Bástenos recordar su denodado esfuerzo al embestir a los bárbaros yangüeses en defensa de Rocinante, o su lucha con Cardenio, el loco enamorado que atacó sorpresivamente a Don Quijote. Contra el cabrero -otro loco de amor- sale Sancho, en defensa de su amo, con verdadera decisión viril.
En el gobierno de la ínsula Barataria probó Sancho una prudencia política exenta de erudición, pero no de sabiduría equilibrada.
El humanismo de Sancho, hecho de tolerancia, de amistad, de respeto socrático a las leyes, de lealtad a su nación, acaba por ganarnos definitivamente. Ahí está ese episodio del encuentro con Ricote -el morisco expulsado- probándonos elocuentemente esa humana tolerancia sanchopancesca. Niégase Sancho a ayudar a Ricote en su empresa de sacar el tesoro fuera del país, aunque le hubiera reportado pingües ganancias. «-Yo lo hiciera, pero no soy nada codicioso, que a serlo, un oficio dejé yo esta mañana de las manos donde pudiera hacer las paredes de mi casa de oro y comer antes de seis meses en platos de plata, y así, por esto como por parecerme, haría traición al Rey, al dar favor a sus enemigos, no fuera contigo si, como me prometes doscientos ducados, me dieras aquí de contado cuatrocientos». Aun así, Sancho tranquiliza a su vecino Ricote diciéndole que no le descubrirá: «Por mi no serás descubierto, y prosigue en buen hora tu camino»48.
La veneración hacia Don Quijote aumenta en Sancho con el transcurso del tiempo. Tal vez nunca llegue a entenderla en plenitud, pero presiente en él un ideal superior, una verdad situada más allá de las locuras. Con tal de restituir a Don Quijote el ánimo perdido, está dispuesto a hacerse cualquier cosa. Le admira por sus altas virtudes y por su vasto y fino saber. Le respetaba, con unción, por los hechos insólitos que le veía realizar. Se ha dicho -y no se carece de razón- que en Sancho había un mérito maternal. Guardián del caballero en sus pasos terrenales, recurría, en ocasiones, a «un tienes razón para que te calles, junto con cierta burla piadosa». Aun queriendo y admirando a su amo, en ciertos momentos llegó a burlarse de él y hasta ponerle la mano, aunque fuera sólo para sujetarlo... Con todo, hay una lealtad fundamental de Sancho para Don Quijote.
Ante el lecho de muerte de Don Quijote, Sancho quijotizado saltando por encima de sus dudas, de sus burlas, de sus socarronerías, exclama vivamente conmovido: «No se muera, señor mío, que quizás tras alguna mata hallemos a la señora Dulcinea desencantada que no hay más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana»49. ¡Estupenda explosión de fe quijotesca! Bien dice Menéndez y Pelayo que Sancho no es solamente el coro humorístico que acompaña a la tragicomedia humana; es algo mayor y mejor que esto, es un espíritu redimido y purificado del fango de la materia por Don Quijote: es el primero y mayor triunfo del ingenioso hidalgo, es la estatua moral que van labrando sus manos en materia tosca y rudísima, a la cual comunica el soplo de la inmortalidad.
- 2 -Sancho labriego, receptivo y mediador
Sancho es siempre el mismo: simple y astuto, ansioso y desinteresado, crédulo e inquiridor, anhelando la tranquilidad y huyendo de ella, un gusano en el polvo y un águila en las alturas celestes. J. Bickermann
En vez de llamar a Don Quijote «idealista» y a Sancho «realista» -tipos que no convienen en exclusiva a ninguno de los dos personajes-, convendría comprenderlos y valorarlos como seres activos que se van desarrollando a nuestra vista, al compás de incitaciones exteriores e interiores. En tanto que la voluntad de Don Quijote es proyectiva, la voluntad de Sancho es receptiva. «El uno -observa Américo Castro- prefiere cuanto conviene a su programa, encauza el mundo por las vías que él previamente se ha trazado y forja a Dulcinea desde el fondo de su capacidad creadora, lo mismo que el bálsamo de Fierabrás. El otro va encajando su vivir receptivo en las demandas que le salen al encuentro, sean materiales o ideales; se deja afectar, diríamos hoy, por el 'espíritu objetivado', mientras que Don Quijote sería 'espíritu objetivante', y en torno a el todo se quijotiza. El uno inventa riesgos; el otro los padece, o los evita si puede»50. Sancho reacciona de muy diversas maneras, según el tenor de las circunstancias. Lo que no hace es crear e inventarse el curso de su vida. Cuándo la ocasión es propicia encarnará la función de un buen juez. Y si cree que le llevan por los aires sabrá reflexionar hondamente sobre la pequeñez de los afanes que mueven a los habitantes de la tierra. Todo depende del momento. Alguien ha dicho alguna vez -y apenas sí se ha reparado en el alcance de la afirmación- que Sancho es medularmente un labriego. Dígalo sino su amor al terruño, su sobriedad, el afecto que siente por el Rucio, del cual se preocupa casi tanto como de sí mismo; su sabiduría tradicional y refranesca, sus arraigadas convicciones religiosas -gravedad de su conciencia y preocupación por la salvación de su alma-, su avaricia, su simpleza, su resignación y credulidad...
¿Por qué esa humildad de Sancho? El que año tras año surca la misma tierra -podría responder un psicólogo- y sabe que la cosecha depende de los elementos contra los cuales nada pueden los hombres, no se siente con grandes pretensiones ni valúa en mucho sus fuerzas.
En las aldeas se adquieren creencias, costumbres, usos y refranes de los padres y abuelos que llevan a una vida cuyo repertorio es relativamente fijo y sencillo. Saben los aldeanos que más allá de su caserío se abre un mundo extenso y abigarrado que encierra inmensas posibilidades y grandezas. ¿Qué de raro tiene entonces que Sancho creyese las fantasías y las promesas de su culto amo?
También se explica la avaricia de Sancho. El campesino no suelta, sino con gran dificultad, el dinero que ha ido ganando poco a poco y fatigosamente. Por eso el labriego manchego se agarra vorazmente a la bolsa de ducados y hace grandes esfuerzos por convencer a su señor que no persiga al hombre que pudiera resultar el propietario de la bolsa. Es el mismo quien confiesa, al escudero del Caballero del Bosque, su codicia: «ruego yo a Dios me saque de pecado mortal, que lo mismo será si me saca de este peligroso oficio de escudero, en el cual he incurrido segunda vez, cebado y engañado de una bolsa de cien ducados, que me hallé un día en el corazón de Sierra Morena, y el diablo me pone ante los ojos aquí, allí, acá no, sino acullá, un talento lleno de doblones, que me parece que a cada paso le toco con la mano, y me abrazo con él, y lo llevo a mi casa, y echo censos, y fundo rentas» (II, 13). Sin embargo, la tentación del dinero y del poder es siempre vencida por esa virtud de fidelidad a su amo: «Y si mi señor Don Quijote, obligado de mis muchos y buenos servicios -dícele al Bachiller Carrasco, antes de la tercer salida-, quisiera darme alguna ínsula de las muchas que su merced dice que se ha de topar por ahí, recibiré mucha merced en ello; y cuando no me la diere, nacido soy, y no ha de vivir el hombre en hoto sino de Dios; y más, que tan bien, y aún quizás mejor, me sabrá el pan desgobernado que siendo gobernador; ¿y se yo por ventura si en esos gobiernos me tiene aparejada el diablo alguna zancadilla donde tropiece y caiga y me haga las muelas? Sancho nací y Sancho pienso morir». Y es lo cierto que sigue siempre fiel a Don Quijote aunque le peguen, le sacudan, pase hambre, sufra otras muchas incomodidades y pierda la ínsula.
Tal vez acierten quienes digan que algo hay en Sancho -en su psicología, claro está- de femenino. Es locuaz, curioso, de corazón mollizo, llorón y propenso a enfadarse y encapricharse fácilmente. Aun la atracción que sobre el ejerce el poder es a manera de golosina magnífica: «Venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga que salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador».
Sancho es el hombre-pueblo que encuentra satisfacción en seguir a un verdadero adalid y reformador del mundo. Tanto admira a Don Quijote que sueña con sus mismos sueños y llega a hablar en el mismo estilo. No tan sólo es el compañero y amigo de Don Quijote, sino su confidente y mediador. Entre la gente, a veces buena, y el solemne caballero de los ideales góticos, Sancho suaviza los contrastes. «Para que Sancho pudiera desempeñar este papel tan importante -apunta Joseph Bickermann- tenía que ser él mismo una especie de Don Quijote, y al mismo tiempo no serlo, porque de otro modo no serviría como vínculo intermediario»51. Lo que no parece tener fundamento es ese paralelo que Bickermann pretende establecer entre Sancho y Mefistófeles. El escudero -figura tonificante y reactiva- es como un reflejo o proyección de Don Quijote que con él acaba por formar comunidad. Discípulo y seguidor del caballero de los mundos imaginarios, no deja por ello de ver las cosas -la mayoría de las veces- como son. Es su constante camarada, su adlátere, su contrafigura, pero nunca su «alter ego». Tiene clara conciencia de ser persona: «no hay tanta diferencia de mí a mi amo, que a él le laven con agua de ángeles y a mí con lejía de diablos» (II, 32).
No carece Sancho, como interpretaciones superficiales nos han querido hacer creer, de espiritualidad. Montado sobre Clavileño; en aquella encantada ascensión, se despierta en él un incontenible deseo de lo sobrenatural: «Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuestra señoría fuese servido de darme una tantita parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo» (II, 42). ¡Qué magnífica perspectiva la de Sancho y qué honda sensatez la de sus reflexiones! No tiene apoyo en el texto, ni mucho menos en el contexto, decir, como lo dice Américo Castro, que «Sancho se expresa aquí como un personaje lucianesco, y el cielo de que habla es el firmamento, meta codiciada para desilusionados o escépticos desde que los Diálogos de Luciano de Samosata fueron accesibles para los humanistas del Renacimiento»52. Bástenos recordar que Sancho es un fiel católico -así lo proclama él mismo en varias ocasiones- y un auténtico labriego español con la tradicional fe de su pueblo. Al hablar de «una tantita parte del cielo, aunque no fuese más de media legua», es claro que lo hace en sentido figurado. El firmamento no es objeto de codicia. Y nada tiene el escudero de personaje lucianesco, desilusionado o escéptico.
- 3 -Proyección de Don Quijote en Sancho
Entre Don Quijote y Sancho dase una comunidad indestructible. Tal vez por eso se ha llegado a decir -y en ello hay algo de verdad- que el caballero y su escudero son partes de una misma persona real. Salvador de Madariaga ha hablado de la quijotización de Sancho y de la sanchificación de Don Quijote -afirmación esta última que no podemos aceptar-, surgida de «una interinfluencia lenta y segura que es, en su inspiración como en su desarrollo, el mayor encanto y el más hondo acierto del libro»53. Externa e internamente Sancho se modela sobre Don Quijote. Con sencillez de labriego imita a su amo hasta en el estilo de las frases: «-Ahora digo que tienes algún familiar en ese cuerpo. Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras sin tener pies ni cabeza. ¿Qué tienen que ver el cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante...». Cuando la gloria irrumpe de pronto en la vida de Sancho, hay indicios de una nueva debilidad: «...y dice que me mientan a mí en ella con mi mesmo nombre de Sancho Panza». Inflándose de sed de honra y de inmortalidad, exclama el escudero quijotizado: «Atienda ese señor moro, o lo que es, a mirar lo que hace, que yo y mi señor le daremos tanto ripio a la mano en materia de aventuras y de sucesos diferentes que pueda componer, no sólo segunda parte, sino ciento. Debe de pensar el buen hombre sin duda que nos dormimos aquí en las pajas; pero ténganos el pie al herrar verá del que cosqueamos. Lo que yo se decir es que, si mi señor tomase mi consejo, ya habíamos de estar en esas campañas deshaciendo agravios y enderezando entuertos, como es uso y costumbre de los buenos andantes caballeros».
Sin embargo, Sancho -aun quijotizado- sigue siendo Sancho. Quiero decir que todo ese hálito caballeresco que le presta Don Quijote no hace desaparecer -del todo- la sustancia carnal, el arraigo en la tierra, la familiaridad con el pueblo. Sancho seguirá siendo apacible, vividor, empírico. Nació -sit venia verbo- hombre-pueblo y hubo de conquistar la quijotización. «Bien es verdad -nos dice- que soy algo malicioso y tengo mis ciertos asomos de bellaco; pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa; y cuando otra cosa no tuviere sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente, en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos; pero, digan lo que quisieren, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo ni gano, aunque por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren».
Preciso es reconocer, no obstante, que la proyección de Don Quijote en Sancho hace perder a este último algo de ese su buen sentido empírico. Aunque en lo abstracto nunca llegue a tener Sancho -«costal lleno de refranes y de malicias», como le llamó Don Quijote- esa seguridad y esa madurez que había tenido siempre en lo concreto, lo cierto es que ahora le atrae todo ese mundo de ideales que su señor le hace entrever. Su sistema de valoraciones se quiebra al entrar en contacto directo con una persona que tiene por superior.
Cuando el escudero del Caballero del Bosque dice que Don Quijote es más bellaco que tonto y que valiente, Sancho, con hondo afecto y acrisolada lealtad, responde:
«...digo que no tiene nada de bellaco; antes tiene un alma como un cántaro: no sabe hacer mal a nadie, sino bien a todos, ni tiene malicia alguna; un niño le hará entender que es de noche en la mitad del día, y por esta sencillez le quiero como a las telas de mi corazón, y no me amaño a dejarle, por más disparates que haga»54.
¡Conmovedoras palabras! Sancho bueno, Sancho humilde, Sancho fiel reconoce la superioridad de su amo en conocimiento, valor, estado y tipo moral. Y este reconocimiento, lejos de acarrearle al escudero un resentimiento, le produce una limpia admiración y un sincero cariño. No todo era codicia en Sancho. Si así hubiese sido, al perder su ínsula habría abandonado a su amo. ¡Pero no! Sancho, junto al lecho de muerte del caballero, acompaña a su amo hasta el fin. Se ha llenado de fe quijotesca, de esa misma fe que le hizo escribir a don Miguel de Unamuno: «Sancho, que no ha muerto, es el heredero de tu espíritu, buen hidalgo, y esperamos tus fieles en que Sancho sienta un día que se le hincha de quijotismo el alma, que le florecen los viejos recuerdos de su vida escuderil, y vaya a tu casa y se revista de tus armaduras, que hará se las arregle a su cuerpo y talla el herrero del lugar, y saque a Rocinante de su cuadra y monte en él, y embrace lanza, la lanza con que diste libertad a los galeotes y derribaste al Caballero de los Espejos, y sin hacer caso de las voces de tu sobrina, salga al campo y vuelva a la vida de aventuras, convertido de escudero en caballero andante. Y entonces, Don Quijote mío, entonces es cuando tu espíritu se asentará en la tierra»55. Así pudo haber terminado Cervantes su obra. Y así pudo -también nos parece verosímil- iniciar un nuevo libro.
La fe de Sancho en Don Quijote -alimentada de dudas- era una fe viva, triunfante. «Y así como Don Quijote tiene que creer en Dulcinea, a fin de creer en sí mismo -observa agudamente Madariaga-, Sancho tiene que creer en Don Quijote para creer en la ínsula. De este modo la fe del caballero va a nutrir el espíritu del criado después de haber sostenido el espíritu propio»56. ¿Acaso Don Quijote tendrá, a su vez, fe en Sancho? ¡No! Don Quijote se siente unido fraternalmente a Sancho, pero no tiene fe en él. Conoce muy bien a la persona y al mundo de su escudero, mientras que este apenas sí presiente el maravilloso y sorprendente mundo de su señor. La humanidad del buen Sancho está demasiado a la vista. El heroísmo y la incitación ideal de Don Quijote están, por el contrario, en el cielo de los mitos. No hay tal «sanchificación de Don Quijote» como lo pretende Madariaga. Existe -tal vez eso sí- una desengañada piedad de Don Quijote que le va poseyendo después de haber vivido cuanto la vida le ofreció.
Capítulo IX El problema de Dulcinea
- 1 -Don Quijote y su Dulcinea
Dulcinea es, para Don Quijote, la objetivación de todos aquellos valores, que estaban encarnados en la dama medieval, a los que un caballero debe rendir pleitesía. Para el aumento de su honra y para mejor servir como caballero andante poetiza a una aldeana de nombre Aldonza Lorenzo. «Básteme a mí -afirma esa activa conciencia a caballo que es Don Quijote- pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta... y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo». Y aún llega a decir: «Yo imagino que todo lo que digo es así... y píntola en mi imaginación como la deseo». Pero nuevamente Cervantes construye sobre una realidad primaria. Dice el capítulo inicial del libro: «...y fue, a lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo había una moza labradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado (aunque, según se entiende, ella jamás lo supo, ni se dio cata dello). Llamábase Aldonza Lorenzo, y a esta le pareció ser bien, darle título de señora de sus pensamientos y buscándole nombre que no desdijese del suyo, y que tirase y se encaminase al de princesa y gran señora, vino a llamarla Dulcinea del Toboso, nombre, a su parecer, músico y peregrino, y significativo, como todos los demás que a él y a sus cosas había puesto»57.
Sobre el cuerpo rústico de Aldonza Lorenzo, Don Quijote va a insuflar toda una carga de idealidad. Ha nacido, pues, Dulcinea. En ella cree Don Quijote como se cree en los ideales amados. Podemos imaginar, si queremos, que en su fuero interno empieza dudando y esforzándose por no dudar. Muy pronto triunfará en él la voluntad de creer. Sus sacrificios, las mofas de los duques, los engaños y socarronerías de Sancho son pruebas de heroísmo, al servicio de su ideal, que acrecentarán su fe.
Bien sabe el Caballero de la Triste Figura quien es Dulcinea y así se lo deja ver a Sancho cuando le cuenta la historia de la hermosa viuda, libre y rica, que se enamoró de un mozo rollizo y motilón. «Para lo que yo le quiero -había sentenciado la viuda a uno que se burlaba de la ignorancia del mozo- más sabe que Aristóteles». Llevando al plano espiritual el amor de la viuda, Don Quijote se aplicó la sentencia, transponiéndola: «Para lo que yo quiero a Dulcinea, tanto vale como la más alta princesa de la tierra».
Desde el primer momento advierte Don Quijote que va a necesitar «una dama de quien enamorarse: porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas y sin fruto y cuerpo sin alma». Y recurre a «una moza de muy buen ver de quien el un tiempo anduvo enamorado». Carmen Muñoz de Dieste observa agudamente: «se va a idealizar la mujer, pero a partir de una femenidad sana y hermosa. Se va a idealizar el amor, pero a partir de una chispa de su ardiente realidad: el amor de un soltero entrado en años, que no se atrevió, sin duda, a manifestarlo y que ahora va a crecer, se va a manifestar con todo derecho, dentro de los cánones de la caballería»58. Para Don Quijote, como buen caballero andante, tener una dama de sus pensamientos es cosa de norma moral, de ineludible deber. Más aún, se trata de una imprescindible necesidad: «digo que no puede ser que haya caballero andante sin dama, porque tan propio y tan natural les es a los tales ser enamorados como al cielo tener estrellas, y a buen seguro que no se haya visto historia donde se halle caballero andante sin amor es; y por el mesmo caso que estuviese sin ellos no sería tenido por legítimo caballero sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por las bardas como salteador y ladrón». La ética se combina con la estética y surge en Don Quijote el amor, como un culto, a Dulcinea. Antes de cada lance invoca a su dama: «Acorredme, señora... no me desfallezca vuestro favor y amparo... ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza»; o bien: «¡Oh señora de la fermosura, esfuerzo y vigor del debilitado corazón mío! Ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu grandeza a este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo...». Enamorado fiel y casto, el Caballero de la Triste Figura se niega a aceptar las solicitaciones de enamoradas doncellas, cuidándose, no obstante, de no herir ni humillar a las cuitadas damas. Cuando Sancho se entusiasma ante la perspectiva de una ventajosa alianza de su amo con la princesa Micomicoma (la hermosa Dorotea), Don Quijote monta en cólera y advierte a su escudero: «...¿No sabéis vos, gañán, faquín, belitre, que si no fuese por el valor que ella infunde a mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid, socarrón de lengua viperina, ¿y quien pensáis que ha ganado este reino y cortado la cabeza a este gigante, y hecho a vos marqués (que todo esto doy ya por hecho y por cosa pasada en cosa juzgada) si no es el valor de Dulcinea, tomando a mi brazo por instrumento de sus hazañas? Ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo y respiro en ella, y tengo vida y ser». Nótese hasta qué punto siente Don Quijote que en Dulcinea tiene su fundamento: apoyo y raíz. No se trata simplemente de un motor para su heroísmo, sino de un ente -su Dulcinea- fundamental y fundamentante. El peligro de idolatría es palpable.
Pero es tiempo de que nos preguntemos: ¿Existe Dulcinea? ¿Quién es Dulcinea y cómo la ve Don Quijote? Hay un momento -cuando el Duque refiere al caballero que Avellaneda asegura en su libro que no hay tal Dulcinea- en que Don Quijote no parece estar muy seguro de la existencia de su dama:
«En eso hay mucho que decir. Dios sabe si hay Dulcinea, o no, en el mundo, o si es fantástica o no es fantástica; y estas no son de las cosas cuya averiguación se ha de llevar hasta el cabo»59.
Antes, cuando los mercaderes toledanos pedían a Don Quijote que les mostrase a Dulcinea para poder confesar la verdad que les pedía, el enamorado deja ver a las claras que se trata de materia de fe: «Si os la mostrara, ¿qué hiciérades vosotros en confesar una verdad tan notoria? La importancia está en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender; donde no, conmigo sois en batalla, gente descomunal y soberbia»60.
- 2 -¿Cómo concibe Don Quijote a Dulcinea?
La amorosa fe de Don Quijote en Dulcinea le hace decir: «Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga gusta, o no, de que el mundo sepa que yo la sirvo; sólo se decir, respondiendo a lo que con tanto comedimiento se me pide, que su nombre es Dulcinea; su patria, el Toboso, en lugar de la Mancha; su calidad, por lo menos, ha de ser princesa, pues es reina y señora mía; su hermosura, sobrehumana, pues en ella se vienen a hacer verdaderos todos los imposibles y quiméricos atributos de belleza que los poetas dan a sus damas: que sus cabellos son oro, su frente campos elíseos, sus cejas arcos del cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales, perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve, y las partes que a la vista humana encubrió la honestidad son tales, según yo pienso y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas»61. Aunque «Dulcinea es -para su rendido caballero- principal y bien nacida, y de los hidalgos linajes que hay en el Toboso, que son muchos, antiguos y muy buenos», vale, sobre todo, por su virtud: «A eso puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde y virtuoso que un vicioso levantado; cuanto más que Dulcinea tiene un jirón que la puede llevar a ser reina de corona y cetro; que el merecimiento de una mujer hermosa y virtuosa a hacer mayores milagros se extiende, y, aunque no formalmente, virtualmente tiene en sí encerradas mayores venturas»62.
Creyendo fuertemente en su mito, Don Quijote decide ir a Toboso, en compañía de Sancho, para visitar a Dulcinea. El caballero avanza lentamente, como temiendo el choque con una realidad adversa, y por fin llega al pueblo manchego en una noche entreclara. Manda a su escudero que le guíe hasta el palacio de Dulcinea, y respóndele Sancho:
«-¿Cómo quiere vuesa merced que encuentre yo el palacio de nuestra señora Dulcinea del Toboso si no vine más que una vez, y de día, cuando vuesa merced tampoco le encuentra, y eso que debió venir millares de ellas y a toda hora?
»-Tú me harás desesperar, Sancho -dijo Don Quijote-. Ven acá, hereje: ¿no te he dicho mil veces que en todos los días de mi vida no he visto a la sinpar Dulcinea, ni jamás atravesé los umbrales de su palacio, y que sólo estoy enamorado de oídas y de la gran fama que tiene de hermosa y discreta?
»-Ahora lo oigo -respondió Sancho-; y digo que pues vuesa merced no la ha visto ni yo tampoco.
»-Eso no puede ser -replicó Don Quijote-; que, por lo menos, ya me has dicho tú que la viste ahechando trigo, cuando me trajiste la respuesta de la carta que le envié contigo.
»-No se atenga a eso, señor -respondió Sancho-; porque le hago saber que también fue de oídas la vista y la respuesta que le traje; porque así se yo quien es la señora Dulcinea como dar un puño en el cielo»63.
Antes, en Sierra Morena, Don Quijote habíale dicho a Sancho que a Dulcinea la había visto tres o cuatro veces (I, XXV). ¿Nos engaña Don Quijote? ¿Por qué se complace Cervantes en ese juego como de espejos? ¿Se tratará de un descuido de autor? Es cierto que Cervantes juega con el tema de Dulcinea y hasta juega con nosotros, los lectores; pero no creemos que se olvide el autor de lo que escribió en otra parte. Más plausible nos parece la interpretación de Álvaro Fernández Suárez: «Dulcinea ha cobrado tal entidad propia, independiente de la moza Aldonza Lorenzo, que Don Quijote olvida haber visto al pretexto carnal de su verdadera amada, de la dama ideal que, efectivamente, nunca tuvo ante sus ojos. Es decir, el caballero no habla ahora, como hablara en aquella sazón, antes de enviar a Sancho a la embajada de amor, de la moza Aldonza Lorenzo, la hija de Corchuelo, sino de la princesa Dulcinea del Toboso, que no es hija de nadie sino de su pecho, nacida como nacieron antiguas diosas. En Sierra Morena, Dulcinea era aún Aldonza. En el Toboso, Dulcinea es Dulcinea. La carne que diera sustancia al sueño empieza a desvanecerse para dejar todo lugar a la entidad ideal»64. Queremos, no obstante, hacer una observación: No es que en Sierra Morena Dulcinea fuese aún Aldonza. Dulcinea fue siempre Dulcinea. Lo que pasa es que el mito llega a adquirir tal plenitud, que acaba por borrar la realidad primaria que le diera sustancia. Si se nos permite el vocablo -usándolo analógicamente y con todo respeto-, diríamos que se ha operado una transustanciación.
Cervantes esquiva todo encuentro entre Don Quijote o Sancho y Dulcinea. Porque en las afueras del Toboso la dama ideal de Don Quijote es una Dulcinea encantada sin plena realidad externa. Y sin embargo, el mito se salva siempre. Más que la filiación física de Dulcinea, impórtale, a Don Quijote, su valor ideal. Si prefiere a la Dama de sus sueños sobre la bellísima Dorotea es porque opta por el valor ideal sobre la belleza sensible. La voluntad de creer llevada hasta la abnegación y el sacrificio, hace de Don Quijote un «dócil poseso de su propio mito».
Caminó de su aldea, el Caballero de la Triste Figura regresa vencido, llevando en su alma el peso de aquellos, tristes agüeros. En vano Sancho el bueno alienta a su señor. «Esto quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea», exclama acongojado Don Quijote. Y muere -o se desvanece en el cerebro de Alonso Quijano- sin verla. El presentimiento se cumple. Es mejor que así sea.
La dama ideal de Don Quijote es impersonificable e insustituible. La imaginación amorosa del alucinado caballero iba siempre más allá de toda mujer real, por bella que fuese. Llevaba doce años de quererla más que a la lumbre de sus ojos que habían de comer la tierra. «...Porque mis amores y los suyos -nos dice- han sido siempre platónicos, sin extenderse más que a un honesto mirar»65. El amor intelectual «de un cuerpo bello» (el de Aldonza Lorenzo) engendró en Don Quijote «bellos pensamientos». Al final se desvanece la belleza particular del cuerpo y del rostro de Aldonza Lorenzo, perdiéndose hasta su recuerdo frente a lo Bello en sí, del que no era sino fugaz reflejo que excitaba, en el caballero, el deseo del eterno esplendor de la belleza divina que torna a su alma -para decirlo en lenguaje platónico- capaz de la inmortalidad.
Capítulo X La Filosofía de los valores y el Quijote
- 1 -La Filosofía de los valores
En la base de una investigación axiológica del Quijote, está presupuesta una Filosofía de los valores. ¿Qué son los valores? ¿Existen en sí y por sí? ¿Por qué medios los conocemos? ¿Cómo los realizamos?
Génesis de la teoría
Nombres ilustres de la filosofía contemporánea se encuentran vinculados a la axiología. Bástenos citar a Brentano, Scheler, Hartmann, Durkheim, Müller Freienfels, Meinong, Heyde, Ostwald, Lessing, Vierkandt, Stern, Aloys Müller...
Viejo como la filosofía misma, el problema de los valores empieza a surgir cuando los economistas plantean la cuestión de los satisfactores de la necesidad. ¿Es el valor económico un resultado de la utilidad, o bien se trata de la cristalización del esfuerzo? Federico Nietzsche emplea, por primera vez, la palabra valor en sus escritos filosóficos. Pero preocupado por destruir la misericordia y la caridad cristiana y por implantar, en su lugar, la voluntad de poderío, no se cuida de estudiar el problema de los valores. Francisco Brentano -fecundo en tantas direcciones- piensa que «lo bueno para el hombre es lo mejor, lo mejor es lo estimado como preferible; lo preferible, es lo que dice adecuación con la tendencia superior del hombre, esto es, con la voluntad; toda adecuación denuncia ajustamiento; el ajustamiento es justicia en el preciso sentido de relación de los actos humanos con los objetos específicos; luego, la esencia de lo justo es la bondad de la relación entre la voluntad y el bien práctico supremo». Aquí, en la teoría de la preferibilidad, está contenida germinalmente la intuición emotiva de Max Scheler.
Direcciones principales
1.- Para Marx Scheler «los valores son cualidades irreductibles que se ofrecen como objetos intencionales de los sentimientos puros, ocupando la jerarquía más elevada aquellos que son contenidos objetivos de los sentimientos puros de la personalidad». La intuición emocional del espíritu -actos de sentir, preferir, amar, odiar, querer- es «a priori», independientemente de la experiencia y de la lógica. Este orden material apriorístico corresponde al «ordre du coeur» pascaliano. Según Max Scheler, los valores no se abstraen de los bienes, sino que son fenómenos independientes, cualidades materiales. El valor de una cosa y su rango -dice el filósofo de Munich- nos son dados de una manera evidente, sin que los soportes de este valor, los bienes, nos sean dados. Trátase de esencias alógicas, irreductibles e irracionales, cuyas conexiones y jerarquías son dadas antes de toda experiencia, es decir, apriorísticamente. Un valor será tanto más elevado cuanto menos relativo sea. Hay una escala ascendente de valores que tiene los siguientes peldaños: valores sensoriales (agradable-desagradable), valores vitales (noble-vulgar), valores espirituales (bello-feo, justo-injusto, verdadero-falso), valores de lo sagrado. El verdadero soporte de los valores morales es la persona: unidad concreta y esencial de todos los actos.
2.- Nicolás Hartmann hace de los valores ideas platónicas, esencias independientes que no provienen ni de las cosas reales ni de los sujetos. No cabe definir el valor -como no cabe definir el ser-; sólo cabe hablar de errores axiológicos y de ceguera axiológica. En el sujeto activo el deben-ser de los valores se transforma en un deber-hacer. Los grandes guías éticos descubren y proclaman nuevos valores.
3.- Pero no son sólo Scheler y Hartmann los representantes de las tendencias actuales de la axiología. En Alemania -hogar de la filosofía de los valores- no escasean los axiólogos.
4.- Ricardo Müller Freienfels sostiene que el fundamento de los valores puede ser un sentimiento, un anhelo o cualquier otro fenómeno emotivo. El valor no es más que un valor para alguien, para un sujeto. En última instancia, los valor es no son más que la objetivación de nuestros sentimientos. «La puesta de valor es, por consiguiente, una manera secundaria de tomar posición frente a los propios sentimientos y deseos, que, por su parte, constituyen la toma de posición primaria». A esto se ha llamado -y con razón- psicologismo.
5.- Johannes Erich Heyde ha tratado de construir una ciencia fundamental de los valores. Considera que la cuestión primordial es la investigación ontológica del valor, no la psicológica. Formula tres ecuaciones: 1) Objeto de valor = objeto más el valor del objeto; 2) Valor del objeto = objeto de valor menos el objeto; 3) Objeto = objeto de valor menos el valor del objeto. Para Heyde los valores no son cualidades sino relaciones de objetos con sujetos. Es el goce el que funda el valor.
6.- Guillermo Ostwald ha pretendido fundar en la termo-dinámica la Filosofía de los valores. El rendimiento energético o «efecto útil» es determinante de todo valor de la cultura humana. He aquí el imperativo energético: «no malgastes la energía; trata de utilizarla». Para la vida carece de valor la energía disipada porque no es transformable en trabajo. La fuente de todo valor está en la energía libre.
7.- Alfredo Vierkandt es el representante de mayor relieve de la sociología de los valores. Los sentimientos dan origen a los valores por los mecanismos de tradición, condensación y desplazamiento.
8.- Guillermo Stern ve en el valor un «acento de significación», una noción atributiva que adhiere siempre a algo. El dominio axiológico presenta valores propios, irradiados y de servicio. Su imperativo categórico es el siguiente: «¡forma tu vida de tal modo que tu actitud hacia los valores sagrados esté comprendida en el cumplimiento de tu propio valor!».
9.- Teodoro Lessing esboza una axiomática de los valores. Busca dar razón del valor de los valores. Intenta formular enunciados que hacen caso omiso de toda voluntad y de toda apreciación. Ejemplo: Si A es un valor y B otro, A más B es un valor mayor que A y B aislados. El valor es aquello que es justamente estimado. La vida no puede ser verdaderamente la norma última y el valor supremo de todo sistema axiológico.
Características de los valores
Aunque las direcciones actuales de la Filosofía de los valores son de lo más diverso, cabe, no obstante, extraer algunas características generales: a) Los valores reposan en la no-indiferencia del mundo; b) Son objetivos pero sólo cabe mostrarlos, no demostrarlos; c) No son entes sino valentes que adhieren a las cosas; d) Son extraños a la cantidad, al tiempo y al espacio; e) Todo valor tiene su contravalor (estructura pilar); f) Tienen jerarquía.
La axiología ha intentado poner ante nuestra consideración un mundo ignorado, rico, fecundo, como el mundo del ser, pero que no es real sino virtual... El intento es grandioso aunque fallido.
- 2 -Naturaleza de los valores
Las más recientes investigaciones axiológicas han puesto de relieve lo infundado de la dicotomía ser-valor, que en su expresión scheleriana nos asegura que el valor no es sino que vale.
Fundándose sobre la teoría de la experiencia fenomenológica de Husserl -opuesta a la experiencia construida, científica o vulgar-, Max Scheler hace hincapié en la experiencia inmediata de las esencias extratemporales (Wesenheiten) o intuición (Wesenschau). Trátase de un positivismo de las esencias directamente presentes y encarnadas en los objetos reales del mundo temporal. Estas cualidades inmediatas e irreductibles (valores) se encuentran desprovistas de significaciones intelectuales y son vividas en la experiencia emotiva que posee sus intuiciones propias. Los actos específicos de preferencia y de repugnancia intuitivas -esencialmente variables- nos dan el grado de elevación de los diversos valores bipolares. Es evidente, para Scheler, que se puede establecer, «a priori», un orden único de los valores con la siguiente jerarquía: el rango inferior corresponde a los valores de lo agradable y de lo desagradable; siguen después los valores vitales: bienestar, prosperidad y valores económicos; viene después el rango de los valores espirituales (estéticos, jurídicos, cognoscitivos) pudiendo exigir el sacrificio de lo vital y de lo agradable. En la cumbre de los valores nos encontramos con lo divino y lo sagrado. Y algo de primordial importancia: todos los valores posibles están fundados sobre el valor de un espíritu infinito y personal. Sobre el mundo de los valores a el ofrecido gravita todo lo valioso. Porque los valores están insuficientemente encarnados en la existencia, dan origen a un deber ser. En este sentido el deber ser es intermediario entre valores y bienes existentes66.
Nicolai Hartmann absolutiza e inmoviliza los valores a manera de ideas platónicas. Los concibe como objetos ideales que existen en sí y por sí, independientemente de que se les ignore. En su ideal esencialidad permanecen siempre más allá del acto de realización. Aunque relativos a las personas y a los bienes, los valores no sufren en su objetividad. Hartmann no advierte que «los valores no sólo son relativos a las personas que les dan vida, sino a las situaciones reales en que se manifiestan o producen», como lo apunta Eduardo García Maynez67. No hay que olvidar que los valores sólo dentro de una situación concreta tienen existencia y sentido. Nuestro gusto estético y nuestra conciencia ética intervienen en un juicio de valor. Pero la objetividad se impone desde el momento en que valoramos de un modo determinado al objeto que nos obliga, nos fuerza -por decirlo así- a reconocer en él cierta cualidad. Por la experiencia valorativa sabemos que esta se da dentro de un conjunto de elementos históricos, culturales, sociales, objetivos y subjetivos. Y sin embargo, «lo deseable -observa Risieri Frondizi- mantiene su cordón umbilical con lo deseado»68.
La «estrechez del sentido del valor» es, para Hartmann, un hecho indubitable. Consiste, precisamente, en la incapacidad humana para intuir cabal y perfectamente todos los valores. De individuo a individuo y de siglo a siglo varía la intuición axiológica. Los valores -y esto, claro está, supone educación y esfuerzo- se descubren pero no se inventan. Puede haber cegueras, perversiones y errores en la conciencia estimativa. La relación de los valores con la realidad aparece en la conciencia bajo la forma del deber: el ser ideal tacha de antivaliosa la realidad y contrapone al punto de vista ontológico la estructura axiológica. La realización de la conducta obligatoria tiene, como forma categorial, el acto teleológico: postulación del fin, elección de los medios, realización. Hartmann se cuida de advertir que la teleología supone necesariamente a la causalidad. Si los medios elegidos no producieran causalmente la finalidad buscada, no habría realización de propósitos y, por ende, ni propósitos.
Las teorías axiológicas con base en la fenomenología no han podido explicar, cabalmente, el fundamento de la relación entre el valor y la cosa valiosa en que se encarna. Si los valores son autónomos y absolutos, ¿cómo pueden tener «soportes» y «portadores»? Cuando Hartmann, por ejemplo, trata de determinar esas cualidades existentes en sí y absolutamente en una esfera que les es propia, cae, muy a su pesar, en la «cosa».
«La posibilidad de que los valores sean agrupados en familias diferentes: morales, estéticos, sociales, biológicos, utilitarios, etc., sugiere fuertemente que sus contenidos cualitativos o están arraigados en último, análisis en cosas, actos o sucesos del mundo real, o están co-ordinados de tal modo con ellos que, subyacente a los dos términos de la relación valor-cosa, haya un principio -asegura el profesor de la Universidad de Bogotá, Jaime Vélez Sáenz- en que ambos se identifiquen. No admitirlo así es condenarse a no dar satisfactoria cuenta y razón del hecho fundamental de que el contenido cualitativo de un valor determinado, o de un tipo de valores, se coordina con determinado género de realidades, no con otro»69.
Si el valor no es manifestación y expresión del ser real, no podrá explicarse la conexión del contenido cualitativo valioso con la cosa real. ¿Por qué sólo a determinados conjuntos y ordenamientos de cualidades sensibles les damos el calificativo de valiosos? Scheler y Hartmann no pueden dar razón de este hecho con su dicotomía: entes-valentes.
De mí sé decir que no puedo concebir el valer sin algo que valga. ¿Podría hablarse de una existencia sin algo que exista? Pues bien, tampoco cabe divorciar la idea de valor de los valores reales particulares.
Tendemos a los valores porque su existencia -no su inexistencia- llena nuestros vacíos y satisface nuestros intereses. Lejos de ser «a priori absoluto, el valor es la expresión natural del dinamismo del ser que le impulsa a su perfección. Estas determinaciones ontológicas de la realidad en sus diversas formas dependen de las cualidades reales de una cosa. Por los valores entendemos el sentido de lo real y entramos en la compleja armonía de un universo.
- 3 -Bases para una Filosofía de los valores
La axiología se resiente de falta de claridad en la explicación del nexo entre los valores y sus realizaciones en las cosas particulares. Es lo mismo que ocurría a las ideas platónicas con respecto a los entes concretos. La esfera axiológica sin potencia ontológica, y por lo mismo sin ser, no tiene consistencia alguna.
Apuntemos algunas de las principales críticas que se han enderezado contra la filosofía de los valores:
1.- Es insostenible el dualismo entre ser y valor. Si los valores son algo que se ofrece como contenido de un acto, ¿cómo puede pensarse que este algo no sea ser? ¿Cómo puede haber un campo de objetos que no son?
2.- La intuición emocional «a priori», al lado del conocer teórico, es otro dualismo inaceptable. «Este sentimiento intencional, órgano específico de aprehensión del valor -expresa el Dr. Antonio Linares Herrera- o es un conocimiento o no lo es. Si es un conocimiento, el conocimiento no tiene más que un sentido, el de ser una actividad, que aprehende espiritualmente objetos, y esto solamente puede hacerlo una facultad de orden teórico. Si no es un conocimiento, entonces tampoco puede atribuírsele la propiedad de captar o aprehender objetos».
3.- Si el hombre es el portador y el realizador de los valores, es un contrasentido que se pase su vida afanándose por realizarlos para que a la postre se le diga que los valores no son sino que valen. Esto equivale a decirle que ha realizado una pura nada.
La filosofía escolástica finca en el ser la valiosidad fundamental. Todo ser es valioso. Brunner propone el siguiente criterio: «donde la relación es objetivamente de activación del ser, un ente resulta valor para otro; donde es de lesión del ser, un ente resulta contravalor o un mal». Porque es estimulador del ser, el bien es apetecible.
Cada ser particular tiene comprimida una abundante riqueza de concebido potencial valioso. En la realidad caben diversos grados de acrecentamiento de las normas ideales. El supremo valor es Dios: acto puro y actualidad suma. A mayor actualidad mayor valor; o mayor potencialidad menor valor.
Geyser concibe los valores como relaciones u ordenaciones reales que el hombre descubre cuando sus naturales facultades cognoscitivas penetran en la complicada trama del mundo real. La raíz fundamental del deber y de la buena o mala conducta hay que buscarla relacionando la conducta del hombre con aquel comportamiento que su razón le muestra como recta y racionalmente ordenado. El valor puede ser concebido como esencia o como existencia. Como esencia es una cualidad o determinación de un objeto sustantivo con los caracteres de polaridad, diversidad específica y rango jerárquico. «Valor -define Linares Herrera- es aquella peculiar situación o aspecto del ser que consiste en el sentido de importancia, notoriedad, dignidad o jerarquía que le sobreviene a efectos de su ajustamiento a la ley o principio de finalidad que satura todos los ámbitos del ser». La clave del valor está en su ordenación teleológica residente en su propia naturaleza. Pero estamos ante una situación ontológica que no rebasa los dominios del ser. Situación que consiste en la relación real entre el estado efectivo de un ser y la norma ideal inmanente que se contiene en su propia contextura o esencia. La potencialidad de perfección sirve de modeló ontológico.
Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, es preciso orientarnos hacia una concepción metafísica. El valor tiene que incluirse en la estructura óntica del ser, no en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Trátase de una manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundada teleológicamente.
Aunque Santo Tomás de Aquino no haya desarrollado explícitamente una filosofía de los valores, hay en sus obras elementos suficientes para estructurar una axiología (la cuestión 5.ª de la primera parte de la Summa Theologica que se titula «De Bono», los «Quaestiones Disputatae de Veritate», el opúsculo «De Pulchro»). Un tomista mexicano, el Dr. Oswaldo Robles, encuentra en la noción tomista de bien adecuado un sinónimo preciso del valor. «El valor -nos dice- es una relación entre el ente en acto y la tendencia natural; el valor es 'a priori' porque la relación es 'a priori', es decir, fundada en la esencialidad del ser en acto y en la esencialidad de la tendencia natural, o para hablar en lenguaje escolástico, en la formalidad actual del ente y en la formalidad actual de la tendencia natural». En una posición realista, no sería el valor el fundamento del bien, sino a la inversa: el bien, el fundamento del valor. Dentro de la misma escuela, Paul Siwek expresa que valor es aquello «que corresponde a la finalidad intrínseca del ser». Y habrá tantas clases de valores como grados de finalidad intrínseca. El «tipo ideal» de la naturaleza de un ser servirá, en todo caso, para graduar el valor de su desenvolvimiento. Pero obsérvese que solamente el ser puede complementar o perfeccionar a otro ser. El valor puro y simple «no puede encontrarse sino en el Dios de la Filosofía y tiene de particular que solamente aquí la razón formal del valor coincide con el sujeto portador del mismo».
Sobre estas bases es posible airear y dar nueva vida a la filosofía fenomenológica de los valores, para que cese de ser un capítulo cerrado en la historia de la filosofía.
Es tiempo ya de emprender el estudio de la relación que guarda Don Quijote con el valor de lo caballeresco. ¿Cómo construir una axiología del Quijote? ¿Cuál es, en última instancia, el valioso mensaje de Don Quijote?
- 4 -Don Quijote y el valor de lo caballeresco
Decíamos que los valores son cualidades que determinan a las cosas. Cualidades con peculiares características: polaridad, diversidad específica y gradación jerárquica. Valor es -según la definición que antes hemos apuntado- aquel estadio o modo del ser que estriba en el sentido de excelencia, dignidad, importancia o jerarquía que le acaece en virtud de su adecuación a la ley teleológica, a la causa final que permea todo el orden ontológico. Una cosa vale tanto más, cuanto se conforme mejor con el principio de su ordenación final. No se trata de cualidades ideales y absolutas que valgan fuera del dominio del ser en su reino irreal, sino de modelos o arquetipos antológicos extraídos por la razón de la actualidad del ser y de su potencialidad de perfección; de su norma ideal inmanente contenida en su misma esencia. En rigor, nada hay negativamente valioso; el valor negativo sería un ente privado del ser, es decir, un no-ser. Por lo demás, resulta un contrasentido, un absurdo, que una persona se afane por realizar valores y se pase su vida realizándolos para que a la postre se le diga esta zarandaja: «los valores no son, sino que valen». O son o no son. Si no son no merecen ni la más pequeña partícula de nuestro aprecio.
Don Quijote, al intentar realizar el valor de lo caballeresco, se hace por esta misma situación portador de valor. El caballero es la encarnación del honor, valioso por valeroso, por realizador del deber, por honrado en su actuar, por defensor de la justicia, por amparador del débil contra el fuerte. Convierte a la mujer en el ideal más puro de sus amores y le profesa un culto idolátrico, desviándose del auténtico valor que perseguía y enturbiando su actuar. Del castillo feudal sale el caballero andante, se arma de todas sus armas, embraza su adarga, toma su lanza y, en camino de glorioso alucinado, busca las aventuras por lo más intrincado de las selvas, en las más lóbregas encrucijadas y expuesto a las inclemencias del cielo. Combate a los malhechores, socorre a los indigentes, impone la paz y la justicia sobre la tierra. Y todo esto lo hace Don Quijote a la española, con esa rara mezcla de orgullo y honor. Orgullo fatuo que genera su individualismo y anarquismo; honor acrisolado que gesta el personalismo hispano de tan alto valor. En el ejercicio de su elevado ministerio, Don Quijote se coloca por encima de toda autoridad. Por encima de él sólo reconoce a Dios. Su lanza es su ley, sus bríos son sus fuerzas, su voluntad sus premáticas. España, el grande y heroico pueblo del Romancero y de los Cantares de Gesta, se impregnó del espíritu caballeresco aunque la caballería no se halla establecido propiamente en su suelo.
Hay en el Quijote como un hacerse del interior espiritual al exterior corporal. Vive desde sí y para todos. Es un «hijo dalgo», es decir, un hijo de bien. Mi maestro en la Universidad Central de Madrid, Alfonso García Valdecasas, ha explicado que el concepto de «hidalgo» -radicado en el tiempo- hace referencia a un pasado, a una continuidad, a una sucesión. El tener ascendientes nobles no es más que una causa de obligación. Cada cual, por consiguiente, tiene que ser hijo de sus propias obras y justificarse por ellas. Las obras consisten en la acción esforzada, no en el resultado ni en el éxito. Reiteradamente formula Cervantes estos principios: «Cada cual es hijo de sus propias obras»; «la verdadera nobleza consiste en tu virtud»; «la honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso». Un caballero para Don Quijote es aquel que «siendo afable, bien criado, cortés, comedido y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador y, sobre todo, caritativo, que con dos maravedises que con ánimo alegre dé al pobre, se mostrará tan liberal como el que, a campana herida da limosna». (Parte II, Cap. IV.) La generosidad de alma y el desprecio del éxito es algo muy quijotesco e hispánico. Lo que verdaderamente importa es la obra y el esfuerzo producidos por el ser; el éxito o el fracaso no están determinados por la virtud, sino que, en sus efectos, interviene la fortuna. Amonestando a Sancho, dice Don Quijote: «Bien se parece, Sancho, que eres villano, y de aquellos que dicen: ¡Viva quien vence!». Como buen hidalgo, Don Quijote se cuida más del ser que del parecer, y a solas, consigo mismo es más hidalgo que nunca. Está siempre por encima de los convencionalismos y del éxito, dependiente sólo de su propia persona y de Dios. Su honor es más sustancial que él mismo. La honra es para «el caballero de la triste figura» cosa de vocación. Abnegado y desprendido sin proponérselo, está listo siempre para defender cualquier causa -149- justa. Obra conforme a su conciencia -norma próxima de moralidad- y esto le salva aunque tuviese conciencia errónea.
¿Por qué sigue Sancho a Don Quijote? He aquí la explicación de García Valdecasas: «El cazurro Sancho le sigue y le quiere, no ciertamente por loco, sino por hidalgo. Toda su gramática parda y sus infinitos refranes no pueden impedir que Sancho se sienta arrastrado a seguir a Don Quijote. Ni salarios al contado, ni ínsulas prometidas bastarían para explicarlo. Lo explica el natural señorío del hidalgo, que despierta en quienes están en torno de ellas virtudes dormidas, y suscita en cada uno lo mejor que pueda dar de sí»70.
Lo que en el español hay de humano, su eterna y universal humanidad, transparece en el Quijote, cristalización perenne de la grande y heroica cultura ibera. No se trata de un libro deprimente, ni de una sátira contra las esencias heroicas que informaban la caballería medieval: siempre generadoras de nobles y abnegadas acciones. En Madrid, el día 23 de abril de 1948, tuvimos la satisfacción de escuchar de viva voz de don Ramón Menéndez Pidal, Director de la Real Academia Española, un discurso titulado «Cervantes y el Ideal Caballeresco», cuyas últimas palabras deseamos ahora reproducir: «Es apreciación muy incompleta toda aquella que se detiene en la burla de la caballería andante y no percibe la complicación del tipo quijotesco: cuerdo cuando raciocina, mueve a profunda melancólica simpatía, haciendo deseable la santa sed de Justicia, de Verdad y de Belleza que él propugna; loco cuando obra, se capta todavía nuestra admiración por su inquebrantable fe, por su inagotable energía, por su martirial poder de sufrimiento que nos edifica y fortalece. El invencible entusiasmo del vencido caballero es donairoso y grave doctrinal de tenacidad heroica ante los ideales más arduos, los únicos dignos de tal nombre, los que hoy son un sueño inasequible, y sólo se harán asequibles en un futuro mejor». Todo esto está muy bien, a condición de no caer en aquel empeño de Unamuno de hacer del quijotismo una religión nacional. El Quijote nos proporciona descanso en la lucha de la vida, creando a nuestro alrededor una zona ideal y estética. Por eso se le experimenta como «catarsis» y como liberación, pero no como salvación. La liberación que ofrece es artística, no real; es un desviar los ojos de la amenaza, no una destrucción de la misma. De ahí que el Quijote, como el arte en general, no pueda asumir veces de realidad y menos de religión. Nos quitará, y ya es bastante, el fardo de la existencia por unos momentos, para que, fortalecidos, podamos recomenzar el asalto de la altura. Contra el quijotismo como religión de Unamuno, proclamamos el quijotismo como espíritu tutelar de nuestra cultura hispánica.
Un estudio axiológico del Quijote servirá, tal vez, para poner de relieve los valores-claves de la cultura hispánica. En todo caso, iluminará la genial obra de Cervantes, esclareciendo, de rechazo, una buena porción de problemas sobre el hombre.
- 5 -Hacia una axiología del Quijote
Como Cervantes, también los lectores acabamos por amar -y no secretamente- la actitud del hidalgo. Mucho se ha dicho sobre la quijotización de Sancho Panza, pero hay un hecho más radical y primario: la quijotización de Cervantes. El autor casi desaparece en aras de su ente de ficción. Y queda sólo un mensaje de heroísmo, una dichosa embriaguez ante el valor de lo caballeresco.
Es tiempo ya de afirmarlo: lo esencial de Don Quijote -el núcleo de donde dimana toda su acciones eso: el sentirse portador de un valor personal: lo caballeresco. Impulso hacia lo heroico, sentimiento del honor, sed de gloria, amor idealizado, lealtad acrisolada y fervor religioso, son notas esenciales o ingredientes constitutivos del valor de lo caballeresco, tal como lo realiza Don Quijote. Todo el afán de ejercitar su voluntad sobre su contorno, todas sus esperanzas de reformador, provienen de su intuición de los valores espirituales en cuyo favor sacrifica todo valor vital.
Hasta ahora no se ha hecho -que yo sepa- un estudio rigurosamente axiológico sobre el Quijote. Y sin embargo, toda la estructura de la novela parece descansar sobre la noción de valor. Pero no de valor en el sentido de una forma apriórica vacía de contenido real, o como una segunda especie de entidad o subsistencia ideal, distinta e independiente de la realidad del ser. Frente a las actitudes del psicologismo, formalismo y autonomismo del valor, Cervantes se orienta hacia una concepción metafísica. En la estructura óntica va ya incluido el valor. Trátase de una manifestación activa del ser, de una ordenación del ente fundada teleológicamente. El basamento de lo caballeresco no está flotando en un mundo etéreo de esencias alógicas, sino que tiene su soporte en el mundo real. Vayan, como ejemplo, estos expresivos textos: «A esto puedo decir que Dulcinea es hija de sus obras, y que las virtudes adoban la sangre, y que en más se ha de estimar y tener un humilde virtuoso que un vicioso levantado». «La honra puédela tener el pobre, pero no el vicioso». «Cada uno es hijo de sus obras». «La virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale». A lo largo de toda la obra cervantina, el honor aparece como mero apéndice de la virtud. La dignidad del hombre no pende de la fama, de la opinión, de los galardones o de cualquier otra circunstancia externa, sino de la intimidad de la virtud personal. No hay por qué concluir, como lo hace Américo Castro, que la moral naturalista y estoica da frutos originales en Cervantes y que la psicología de sus personajes -empirismo, relativismo y «engaño a los ojos»- nos lleva a los estados de espíritu más exquisitos dentro del Renacimiento precortesiano71. Es claro que su flora temática crece en el clima histórico renacentista, pero recuérdese que el Renacimiento español -Renacimiento «sui generis»- no rompe con la tradición medieval en lo sustancial, en las ideas-madres. La ética de Cervantes es una ética cristiana. El ideal caballeresco del Medievo persiste y se salva en el Quijote, «que sólo satiriza -como lo han apuntado casi unánimemente todos los críticos contemporáneos- los desvaríos y excesos idealistas, en lo que son contrarios a la razón y al sentido de la realidad».
¡No! Don Quijote no es un hombre erasmiano, renacentista; es un caballero cristiano encendido por nobles afanes de ejecutar «el bien de la tierra», «con el valor de nuestros brazos y filos de nuestras espadas». Su moral es inconfundiblemente cristiana; dígalo si no este pasaje: «Hemos de matar en los gigantes, a la soberbia; a la avaricia y envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo buscando las ocasiones que nos pueden hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros». No hay duda alguna, Don Quijote tiene clara conciencia de ser portador del valor de lo caballeresco: «Yo nací, por querer del cielo, en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro... Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos». No importa que tenga un físico débil; la debilidad de su físico la suplirá con el gran temple de su alma. Lo que cuenta es la lucha contra los obstáculos que se oponen a la felicidad común. Viejo y achacoso por su cuerpo, el caballero manchego vive anímicamente sueños e ilusiones de mozo. Esta mezcla inesperada de vejez y de juventud es la fuente de la «vis» cómica de Don Quijote. Y sin embargo, más allá de toda comicidad, habría que exclamar con Merimée: «¡Ay del que no haya tenido alguna idea de Don Quijote, ni corrido el riesgo de verse apaleado o ridiculizado por enderezar entuertos!».
«España -dijo una vez Nietzsche- es un pueblo que quiso ser demasiado». Lo característico del siglo XVI estriba en una voluntad de ideal y de fe que se superpone a la realidad, a la evidencia que suministran los sentidos y al raciocinio natural, «como en los cuadros de El Greco hay una espiritualidad que no tienen graciosamente las figuras, sino que quieren tenerla, y por eso la alcanzan» (R. de Maeztu). Cervantes, con los ojos bien abiertos, contempla a su alrededor la pobreza de España y la fatiga de sus caballeros: todo lo que circunda aparece derrengado y jadeante. Tal vez sea necesario marcar el alto. Pero ahí está el arrebato de la voluntad española, el designio de realizar increíbles hazañas. «Don Quijote -escribe Ramiro de Maeztu- es el prototipo del amor, en su expresión más elevada de amor cósmico, para todas las edades, si se aparta, naturalmente, lo que corresponde a las circunstancias de la caballería andante y a los libros de caballería. Todo gran enamorado se propondrá siempre realizar el bien de la tierra y resucitar la edad del oro en la del hierro, y querrá reservarse para sí las grandes hazañas, los hechos valerosos. Ya no leeremos el Quijote más que en su perspectiva histórica; pero aun entonces, cuando no pueda desalentarnos, porque lo consideraremos como la obra en que tuvieron que inspirarse los españoles cuando estaban cansados y necesitaban reposarse, todavía nos dará otra lección definitiva la obra de Cervantes: la de que Dante se engañaba al decirnos que el amor mueve el sol y las estrellas. El amor sin la fuerza no puede mover nada, y para medir bien la propia fuerza nos hará falta ver las cosas como son. La veracidad es deber inexcusable»72. En el mundo cervantino, la esfera de lo real colinda por una parte con el hemisferio de la ilusión, y por otra parte con el del ideal. Y esto nos da como resultado lo que el alemán Joseph Bickermann, en su libro «Don Quijote y Fausto», ha llamado el hallazgo de un mundo trino en el hombre por parte de Cervantes.
- 6 -El Mensaje de Don Quijote
Don Quijote no es un ser que husmea lascivamente -dentro y fuera de sí, sino un ser que vive; es decir, un ser que quiere realizar la vida integral. Sin eludir ni renegar de la condición carnal de lo humano, tampoco la exalta y sublimiza; le basta con suponerla. Sus ojos esperanzados siempre están vueltos hacia las alturas.
¡Sí! El Caballero de la Mancha es un loco, un extraviado; pero su locura no se origina en sus altos ideales ni toma pie en sus esfuerzos, apasionados. Se trata simplemente del mucho leer la letra muerta de libros extravagantes. Y la realidad se venga cruelmente de él con el molino de viento que no reconoce como tal. Fuera de este punto ciego de su conciencia, ¡qué discreto, qué noble, qué delicado es Don Quijote y cuántas cosas sabe! ¡Cuidado! ¡No hay que burlarnos! «Cualquier hombre que pasa a nuestro lado es un posible Don Quijote, sólo que de tipo y calidad inferior»73.
Dos ideas directrices presiden la estructura espiritual de Don Quijote: ecumenicidad e institucionalismo personalista. El caballero español no se conforma con la idea de luchar contra un mal localizado en su país y en su tiempo. Quiere servir a todos los pueblos, a la Cristiandad, y a todos los tiempos venideros. Su reforma del mundo la confía a una institución: la orden de la caballería andante. Pero esta institución deberá reposar en los valores personales del caballero: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro».
Cuando acompañamos a Don Quijote en su evasión de la realidad, retornamos más ávidamente a ella, para enraizarnos en la tierra de lo eternamente humano. Después de acompañara este héroe derrotado por las inclemencias de la suerte, nos queda un sedimento familiar, comprensivo, profundamente humano... Ya podemos contemplar la vida y los hombres «con ojos conmovidos, húmedos de emoción, con la luz entre irónica y oleosa de una limpia melancolía». ¿Lágrimas? Tal vez algunas afloren a los ojos, pero impregnadas de sal, saturadas de compasión por los hombres.
«¿Por qué el Quijote es la obra maestra de la ironía...? -pregunta Alomar en sus «Notas al margen de mi Quijote»-. Todo el hombre está aquí... Por eso muestra este libro maravillosamente la identidad matriz de ideal y regalo, o sea de imagen y cosa, porque se ve despuntar bajo las cosas su identidad con nuestra propia naturaleza, y se las ve acomodar su forma al molde de nuestro espíritu. Por eso también en el Quijote se inicia la modalidad de los tiempos modernos, hechos de ironía y contraposición, de hipótesis y duda».
Concluimos la lectura de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha» y pensamos que ideal y vida no son dos polos irreconciliables: el ideal viene a ser como la luz que ilumina la vitalidad. A través de la inserción del ideal en un ser viviente individual se realiza esa iluminación. Y hasta cabe hablar de unos «ideales de la vida» y de una «vida de los ideales». El valor de lo caballeresco llegó a erigirse en rector, de la vida de Don Quijote, señalándole, como ideal que es, un nimbo por seguir. Pero la promoción de su ser viviente hacia su objetivo debiose a su esforzada voluntad, al calor propio de su emoción vital.
Ninguna otra novela como el Quijote provoca con mayor intensidad la voluntad de superar las barreras entre la obra y el sujeto, invitando a la intropatía. A su profunda significación une un valor abierto a la «Einfühlung».
Colocándose en la dimensión del espíritu, clave de lo humano, Don Quijote tiene constante comercio con los valores y con los universales. Esta región, específicamente humana, le exige disciplina y sacrificio. La pendiente de la animalidad se baja fácil, por más que nunca acabe el hombre de convertirse en puro animal. Lo difícil es subir, como Don Quijote, la escala de los valores, dominando los obstáculos externos e internos. Para esta ascensión cuenta el caballero manchego con un motor excelente: el amor. Por el ejercicio amoroso se sale de sí mismo y se da a los demás. Y esta dádiva le enriquece y le salva. En Don Quijote -podríamos decir siguiendo a Nicolai Hartmann- el deber-ser de los valores se transforma en un deber-hacer. Pero esto no es una necesidad física. Es justamente su libertad frente a la necesidad de los valores la que representa un valor constitutivo para su ser moral. El ideal personal de lo caballeresco sirve de estrella polar a la persona empírica de Alonso Quijano.
Un día cayó vencido Don Quijote al ímpetu del Caballero de la Blanca Luna. Y la tenue luz de su ocaso le dispuso a recibir la plena luz del sol. «Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco; que puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte» (II, 74). Cualquiera que haya sido su locura -y no la fue por haber querido realizar altos valores- no dese a acreditarla en la muerte. Lejos de entregarse a cruel desesperación, supo sufrir con paciencia y hasta con dulzura. He aquí su último mensaje que podría ser el mismo de Job: «post tenebras spero lucem», después de las tinieblas espero la luz.
Nuestros tiempos han ido formando un verdadero culto de la vida. De tanto buscar las fáciles satisfacciones y el «confort» a todo precio, se ha desembocado en un simple «spleen» sentimental, en un terrible hastío de la vida. En medio de esta confusión moral y política, contemplemos una vez más a Don Quijote. Ridículo a veces por sus extremos de locura, digno de lástima por sus frecuentes descalabros, es noble, es digno, es idealista, esforzado, desinteresado, merecedor, en todos los conceptos, de mejor suerte. Se entregó, sin reservas ni claudicaciones, a su nobilísima empresa. Qué importa que no haya obtenido lo que el común de las gentes llaman trofeos, si logró una victoria que su fiel Sancho juzgara la más valiosa: la victoria sobre sí propio. Su solución es, en definitiva, la solución del desinterés y de la justicia. Nos enseñó a pasar sobre el propio yo, que es el hombre rudimentario; a vencer al hombre egoísta que todo lo calibra por el interés; a triunfar sobre el yo meticuloso que se lisonjea con atribuir a la prudencia su flojedad y su tardanza. Sin negar al bien útil su parte de bondad, supo subordinarle al bien honesto, como medio al fin. Contra los acomodaticios de toda laya, prefirió la buena esperanza a la ruin posesión (II, 7). Vencedor o vencido, el buen caballero acreditó con sus obras sus palabras (II, 66). Es incapaz de hacer traición a su programa, aunque postrado en tierra vea blandir sobre su rostro la lanza del rival: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra».
¡Te equivocas, Don Quijote, la honra no te ha sido quitada! La victoria material, en buena tesis, no concede derechos. Has perdido una batalla, eso es todo. Pero has ganado la unidad de un enjambre de pueblos que hablan tu mismo idioma, has enarbolado un ideal que conserva la voluntad personal dentro de la voluntad de Dios y que une el mundo de los acaeceres en el que todos padecemos con el mundo de los sueños en el que estamos solos. Los hombres ya no se podrán olvidar de Don Quijote cada vez que renueven sus sentimientos de hidalguía y de honor. ¡Y honra, verdadera honra de hijos de Dios, es lo que está necesitando el mundo de nuestros días!
Capítulo XI El eticismo de Don Quijote
- 1 -El bien
Dilucidar, dentro de lo posible, la noción del bien; hacer hincapié en nuestra dimensión más excelsa y en lo que está más allá de la ascesis, es un preámbulo necesario, antes de introducirnos en el eticismo de Don Quijote.
Estamos en constante relación con el bien. Como el ser, como la verdad, como la belleza, el bien es una noción inmediata, un trascendental, un objeto universal que todo ser busca para sí. Bueno es lo que todos apetecen, decía Aristóteles, y con él la filosofía medieval. Se apetece el bien precisamente porque perfecciona, porque hace ser lo que se está avocado a ser. Abrazando a todos los entes, el bien permanece, no obstante, superior y distinto de ellos. Capaz de corregir las naturales deficiencias de cada ser, el bien resulta deseable porque es perfecto. He aquí la íntima razón de la bondad: «unumquodque dicitur bonum inquantum est perfectum». (Sum. Theol., 1-5-5-c.)
El bien no sólo es objeto de deseo, cosa exterior y por lo mismo inasimilada y no poseída, sino que es también ya cierta perfección en el ser individual. Por eso se atribuye a todos los entes. ¿Es que podría concebirse algún ente que no poseyese algo y que no fuese algo?
Entera posesión de sí mismo, identificación total y completa -sin nada de opacidad- con lo que se es, adecuación a la mismidad, todo ello podría desprenderse de aquella profunda y sencilla frase del aquinatense: «integritas sive perfectio». (Sum. Theol., 1-39-8-c.) La perfección es la integridad absoluta. Ahora bien, sólo Dios es íntegramente él y se posee a sí mismo en plenitud. Por tanto, Dios es el ser íntegro que nos atrae. por su luz. Este «Sol de las inteligencias», como poéticamente le llama San Agustín, carece de tendencia y de deseos, permaneciendo «unum», «bonum», «verum»; pero simple, sin composición, sin referencia a otro ser. No sólo identifica en sí las cualidades trascendentales, sino que funda la razón de ser de las cosas y nos suministra la razón íntima y la finalidad última de los seres. Es posible, en consecuencia, poseer el bien por el mismo bien, esto es, por la interioridad del ser. La perfección cubre y cobija a las cosas en toda su entidad. Su ser y bondad participadas nos hacen asignarles su verdadero valor.
Amamos el bien por su perfección. Si no nos fuese semejante no le podríamos apetecer. Queremos integrarnos más y más en la misma bondad. Porque aunque somos bondad -relativa-deficiente- apetecemos más bondad, mayor adecuación a nosotros mismos, máxima permanencia en la perfecta integridad del propio ser. Tenemos potencia o virtud para acercarnos a la bondad. El principio eficaz de obrar con sigue la perfección de la naturaleza. Y lo bueno es difusivo...
Como hombres, nuestro bien humano consiste en ser, en permanecer, en obrar como seres humanos. Las operaciones se producen y terminan en el propio ser. La forma propia del hombre es lo que le hace ser animal espiritual; consecuentemente para que su actividad sea verdaderamente humana, menester es que se conforme en todo con la recta razón y con las necesidades íntegras del espíritu. Sólo disminuyéndonos a nosotros mismos podemos privarnos de asimilar una inagotable verdad, bondad y belleza.
Con la visión del ser -y sus trascendentales- empieza nuestra perfección. Iluminamos, con nuestra luz intelectual, cada cosa que escogemos para centrar en ella nuestra atención, elevándola a un orden superior. Moral, arte y ciencia son buenos en sí en la medida en que perfeccionan al hombre en su ser íntegro y completo. Porque el principio último de todo obrar es la persona.
Obramos siempre en vista de un objeto. Consiguientemente por el objeto se determina el contenido y la clase de obrar. Un orden de ser y de valores preside el mundo objetivo. Si el obrar afirma una relación objetivamente lesiva del ser para el hombre, es un obrar inmoral. La conducta que favorece al hombre como un todo y lo perfecciona es una conducta objetivamente moral. Y es claro que al hablar del hombre no podemos desligarlo de sus prójimos, porque existir es coexistir originalmente. Lo que destruye a la comunidad destruye al individuo. Por supuesto que en la práctica la regla general tiene que ser aplicada a casos particulares por los hombres.
No hay verdadero orden moral sin un fundamento en el orden entitativo. Podrán mudar las circunstancias o el conocimiento del orden moral pero la constitución misma de un hecho -moral o inmoral- no puede variar.
La persona espiritual e inmortal del hombre se altera con cualquier hecho inmoral. Su tendencia al ser es algo dado. ¿Dado por quién? Tenemos que remontarnos a la voluntad creadora de Dios para explicarnos esa nuestra ultimidad otorgada. La obligación moral surge de nuestra propia entidad como un desborde de nuestro ser. La conciencia aplica las leyes abstractas a cada caso concreto. Actuamos para lograr la mayor plenitud del ser de nuestra humana personalidad.
Es preciso distinguir el bien relativo o «bonum secundum quid» (el cual se subdivide en ontológico y técnico) del bien absoluto o «bonum simpliciter» (bien honesto), que es el propio de los actos humanos en tanto que humanos. El dinamismo real de nuestra voluntad está orientado a un fin último: el bien en tanto que perfecto. Queremos los bienes imperfectos o restringidos en la medida en que tienden al bien perfecto y participan de él. Sin un último fin no hay fines intermedios. Y este último fin o bien supremo se nos presenta, a los seres libres; como algo que «debe ser» buscado, no como algo que «tiene que ser» por necesidad física. No cabe eludir esta alternativa: o nos ordenamos, por nuestras acciones humanas, a un ente creado o nos ordenamos -si no de un modo actual por lo menos de una manera virtual- al Ser fundamental y fundamentante.
- 2 -La dimensión más excelsa del hombre
El hombre, sin el bien, no es hombre. Quiero decir que el bien es una dimensión esencial del ser humano. Y no una dimensión cualquiera, sino su más excelsa dimensión. Si la verdad es aspiración suprema del hombre, es porque se convierte en bien. Cabe entonces afirmar que la aspiración del hombre al bien le es consustancial. O movido por el bien, o zarandeado por los rencores, la vanidad, los instintos...
A la presencia universal del bien respondemos con nuestro apetito innato. El ser es por antonomasia, en este sentido, el bien. Nuestro vivir, nuestro ser, no es más que una participación o comunión del ser. Decía Aristóteles que todos los seres tienden al bien, es decir, tienden a algo que es el bien. Y esta tendencia es insoslayable. Incluso en el estado de angustia radical que describe Heidegger, el ser humano sigue tendiendo al bien que le perfecciona. En el lenguaje técnico de la escuela se afirma que «la bondad formal del ser es la que explica y fundamenta la bondad activa». Lo cual quiere significar que el bien, precisamente por ser bien, es lo que atrae al hombre.
Supóngase que el hombre se inclinase o se decidiese hacia un falso bien, o bien aparente. El resultado sería no la perfección propia, sino la destrucción moral. En vez de consumación, consumición.
Observa Santo Tomás de Aquino: «Hay que hablar del bien y del mal en las acciones, de la misma manera que se habla del bien y del mal en las cosas» (I, II, c. 18, art. 1). Si la ley moral es la que sirve de orientación real, un acto será objetivamente bueno. Y será subjetivamente bueno si hay rectitud de voluntad. El bien logrado, aunque bien, no es bien absoluto. De ahí el dinamismo volitivo.
La «inquietud humana» se origina, precisamente, en la distancia siempre existente entre el bien absoluto y el bien apropiable. «El hombre está siempre en vilo, porque está siempre suspendido de una estrella a la que aspira, que le sirve de luz y guía -escribe Adolfo Muñoz Alonso-, pero a la que no consigue fijar en el cielo de su corazón». Mientras contemplemos la grandeza y excelsitud esencial del bien posible, no cabe descanso en el bien apropiado. Sólo un iluso puede satisfacer plenamente su tendencia con los bienes, que no son, en última instancia, más que fragmentos del bien. Ante los bienes, se da un indeterminismo deliberativo; pero ante el bien, el determinismo de la voluntad es ineludible.
Cuidémonos de no hacer de un bien cualquiera, el bien. La irrequietud -tan admirablemente descrita por San Agustín- surge por la condición menesterosa de los bienes y por la añoranza del bien para el que fuimos creados.
Sobre un determinado plano histórico en el que estamos, queremos y aspiramos a un bien concreto. Es en la situación en que estamos en la que nos ganaremos a nosotros mismos en el bien o en la que nos perderemos en los falsos bienes.
Pero, ¿qué es el bien?, preguntará alguien con impaciencia. De los trascendentales del ser no cabe ninguna definición. Bástenos decir que el bien es la perfección del ser, esto es, lo que le conviene o le es debido. El mal es imperfección, carencia. En este sentido, todo ser existente -por tener una esencia y por existir- es en sí bueno. Lo que no quiere decir, por supuesto, que por tener todo ser algún bien tenga todo bien posible. Sólo quien sea omniperfecto -Dios- tendrá como bien poseído todo bien por poseer.
Hay bienes que no apetecemos en sí y por sí, sino como medios para otros fines. Se trata de bienes útiles. Otros bienes, en cambio, los apetecemos en sí, pero no por sí, sino como algo que siguen y dependen del fin. Estos son los bienes deleitables.
Pero hay también un bien apetecible y apetecido en sí y por sí mismo, el fin o bien absoluto.
Una especie de peso o gravedad de la naturaleza hace tender al hombre, en todos sus actos, hacia su bien absoluto, hacia su felicidad. Y esta felicidad no se la puede dar al hombre el mundo entero, ni la humanidad.
Ocúrresenos proponer el que se haga una historia: la historia de los errores humanos al convertir un bien determinado -las riquezas, los placeres, la ciencia, la fama, la humanidad- en el bien absoluto. Esta historia nos mostraría la miopía y el daltonismo de teóricos consagrados y de épocas reconocidas. Y si se ahondara en las causas fácilmente se descubriría la concupiscencia y la soberbia de la vida, como promotoras principales de los errores garrafales en que incurrieron hombres de genio.
Quede bien clara una cosa: nuestra condición de mendigos de una existencia plenaria que las cosas de esta vida no puedan brindarnos. ¡Qué hondamente sentimos y comprendemos aquella frase genial de San Agustín «Feciste nos ad te, et inquie tum est cor nostrum, donec requiescat in te!»; nos hiciste para Ti, e inquieto está el corazón nuestro, danos descanso en Ti. El no encontrar descanso en el mundo y en los seres intramundanos es nuestra prerrogativa esencial y nuestra dimensión más excelsa.
- 3 -Más allá de la ascesis...
«Lo que debe dominar la vida es la preocupación por hacer nuestra obra, ocupar el puesto que nos corresponde en el orden universal, realizar nuestra vocación. Lo que constituye la grandeza del hombre es el que haya en el mundo, por el hecho de haber pasado por él, algo que sea su aportación y confiera al mundo una belleza más». L. Leclercq
La ascesis, aunque de gran importancia en la moral, no tiene la última palabra. Si la tuviera, la moral postularía un tipo de perfección más bien negativo, que tiende a comprimir más que a dilatar. Está muy bien combatir los movimientos desordenados de la naturaleza, pero es mucho mejor alentar las tendencias generosas.
Después del dominio de la carne, de las miradas, del pensamiento, de los afectos... después de la formación del carácter, queda todavía mucho por hacer. En rigor, no se ha hecho aún lo más importante. No es que pretendamos negar que la ascesis constituya el primer elemento permanente de la vida moral. Pero los moralistas que subrayan casi exclusivamente el aspecto voluntario de la actividad, orientan hacia un tipo de perfección que destruye toda espontaneidad afectiva. Y nosotros no queremos desembocar en un ideal tan poco humano. Porque más allá de la ascesis está el desprendimiento y el amor...
El control de la voluntad sobre los sentidos, la imaginación y el amor propio, no puede ser nuestro último fin. Trátase de un estadio preparatorio, de un primer momento, de un tratamiento terapéutico preliminar. Pero una vez realizado el autodominio, hay que pensar cuál va a ser la dirección que le demos a nuestra vida. Al decir que la preocupación ascética en moral descansa en una concepción más bien pesimista de la vida, no queremos caer en el otro extremo -optimismo naturalista- que hace amar la vida como torrente ciego de energía, oponiéndose a cualquier tendencia que ahogue el espontáneo desarrollo de la vida.
El amor polariza toda la existencia. El amor gobierna la vida. «Dime a quién amas y te diré quién eres», ha dicho -y con sobrada razón- un moralista. La orientación que tome cada vida humana será totalmente diferente, según que ame la riqueza, el poder, el placer carnal, los honores, la belleza plástica o Dios. Necesariamente el corazón se halla centrado en algo. Si se desprende de un bien, no es para caer en el vacío, sino para asirse más fuertemente a otro bien. Por eso el desprendimiento es inconcebible sin amor. El que se apega a sí mismo, desprendiéndose de todos los otros bienes, se deforma radicalmente.
Desprenderse de los valores inferiores para entregarse a los valores superiores, es identificarse con la verdadera libertad. Porque no se le puede llamar libre a un hombre que esté sujeto a la carne, a las ambiciones sociales, a sí mismo. Es un esclavo de sus pasiones. Si el hombre no se compromete en el amor, cae en la esterilidad.
La plena fecundidad de la ascesis -ha dicho el filósofo belga Jacques Leclercq- exige que esté dominada por la preocupación del desprendimiento, y la plena fecundidad del desprendimiento exige que esté dominada por el amor de los valores superiores en los que encuentra el hombre la realización de su ser.
Cabe decir que la vida está hecha de acción y que la acción es la gran escuela de la vida. La mayor parte de los hombres no reflexionan más que a propósito de la acción. Y sin embargo, los tratados corrientes de moral impulsan poco a la acción. Es preciso que sepamos gobernar nuestras acciones. Menester es que elijamos las formas de la acción en la medida en que las circunstancias nos lo permitan. Podemos enmarcar la vida en una acción que estimule las aspiraciones morales, sin olvidar que la acción debe ser dirigida por la preocupación de la obra.
¡Actuemos, sí, pero actuemos humildemente, penosamente, caritativamente! El éxito es peligroso. Prefiramos, como verdaderos sabios, la oscuridad. Los que buscan el brillo de la fortuna humana la pagan con su alma: «sic transit gloria mundi». No obstante, debemos aceptar esas posturas peligrosas, de brillo mundano, si son exigidas por la obra que estamos avocados a realizar. Así fue como San Luis aceptó ser rey y San Gregorio (el Grande) aceptó ser Papa. Los moralistas señalan que «los honores humanos se hallan frecuentemente contrabalanceados por cargas, responsabilidades, preocupaciones y luchas en que el hombre puede encontrar materia de perfección. El éxito se paga frecuentemente con contradicciones y a veces persecuciones. Los que son objeto de grandes admiraciones son también frecuentemente objeto de críticas y odios. Las carreras peligrosas son las carreras fáciles, pero las carreras brillantes son a veces difíciles». La alabanza divina la podemos encontrar, más o menos directamente, en la verdad que se busca en el trabajo filosófico o científico, en la belleza que se persigue en la obra de arte y en todas aquellas formas de acción que nos descentren de nosotros mismos. La cuestión está en que el hombre se olvide de sí mismo para absorberse en el amor.
Vayamos más allá de la regla. negativa del no-pecado. Enamorémonos -regla positiva- del bien que se expresa en la obra. Cristo nos ha dicho que discípulo suyo es «el que hace la voluntad de Mi Padre que está en el Cielo». Quedarse en la simple evitación del mal, sin hacer nada positivo, es caer en orgullo, en egoísmo, en pereza. El verdadero sabio se apoya en Dios, se desprende de sí mismo, se recoge, y en el silencio interior considera la vida bajo el ángulo de la verdad. Y ya en este estadio siente un asombro que le absorbe: oración laudatoria.
Después del estudio precedente, se puede abordar mejor el examen de la vida de Don Quijote al servicio del bien. Ahora estamos en posibilidad de comprender y -valorar ese espíritu de sacrificio y entusiasmo del Caballero de la Triste Figura.
- 4 -La vida de Don Quijote al servicio del bien
En el mundo entero no hay nada más profundo y potente que esta obra. Hasta ahora es la última palabra, y la más grande del pensamiento humano, es la ironía más amarga que el hombre haya podido jamás expresar. Y si el mundo llegara a acabar y se preguntara a los hombres allá abajo, en cualquier lado: «¡Y bien! ¿Si habéis comprendido vuestra vida sobre la Tierra, a qué conclusiones habéis llegado?». Ellos podrían, en silencio, enseñar al Quijote: «Aquí está mi conclusión sobre la vida, ¿podréis, por ventura, a causa de ella, condenarnos?». Dostoievski
Don Quijote está en constante relación con el bien. Su vida entera la pone al servicio del bien. Quiere ser un siervo de Dios en la tierra, unos brazos por los que se ejecuta en ella su justicia. Como caballero, sabe que su bien consiste en ser, en permanecer, en obrar como caballero andante. Obra siempre en vista de la justicia y de la caridad. El dinamismo real de su voluntad está orientado a un fin último: el bien en tanto que perfecto. Decir, como lo dice Unamuno, que Dulcinea simboliza la gloria que persigue Don Quijote, es caer en el campo de las interpretaciones estrictamente subjetivas. Dulcinea es, simplemente, su dama; con todo el significado que una dama tenía en los libros de caballerías para un caballero andante.
La dimensión más excelsa de Don Quijote es ese su peculiar eticismo. La aspiración al bien le es consustancial. Nunca le vemos zarandeado por los rencores, la vanidad, los instintos... Aparece siempre movido por su apetito de justicia, por su amor a los desamparados. En el cumplimiento de su vocación siente que está su felicidad. Una especie de peso o gravedad de su naturaleza le hace tender, en todos sus actos, hacia el valor de lo caballeresco. No encuentra descanso en el mundo y en los seres intramundanos, porque vive en todas sus aventuras y desventuras -aunque tal vez no lo sepa con toda claridad- aquella inquietud genialmente apuntada por San Agustín: «Nos hiciste para Ti, e inquieto está el corazón nuestro; danos descanso en Ti».
Lo que domina la vida de Don Quijote es la preocupación por hacer su obra de caballero, el imperativo de ocupar el puesto que le corresponde en el orden universal. Lo que constituye la grandeza de ese personaje es el que haya en el mundo de los objetos ideales, por el hecho de estar en él, algo que confiere al mundo una dignidad y una belleza más. Toda esa ascesis del caballero es un estadio preparatorio. Es casto, temperante, cortés... Pero su ascesis está dominada por la preocupación del desprendimiento. Y su desprendimiento es fecundo porque está dominado por el amor de los valores superiores, en los que encuentra la realización de su ser. Don Quijote, enamorado de la regla del bien que se expresa en la obra, va más allá de la regla negativa del no-pecado.
«Don Quijote y Sancho -expresa P. Giralt- no son moralmente dos tipos perfectos y sostenidos. Si lo fueran, no serían figuras humanas; no veríamos, como vemos en ellos, correr la sangre bajo el relieve azul de sus venas; ni sentiríamos como sentimos el palpitar de sus pechos, el gesto de sus fisonomías y el brillo de sus ojos... Don Quijote no es un ideal completo en el sentido exacto de la frase; y tanto no lo es, que a menudo la palabra quijotismo se entiende como una jactancia risible. El caballero manchego tiene en general buenas intenciones, pero no resultan buenos sus actos cuando no los ajusta al sentido de la realidad. Dotado de un excelente corazón, sabe dar admirables consejos; pero su chifladura le impide llevarlos con fruto a la práctica. Sus mismas virtudes se malogran por ineficaces. Es ridícula su honestidad extrema, y muchos de sus alardes justicieros acaban por ser lamentables desaguisados. Don Quijote es, por lo general, discreto, comedido, sincero, valiente y virtuoso; pero a ratos se muestra irascible, fanfarrón, entrometido, fatuo, mal pagador y hasta cobarde. Mas con todos sus defectos, lo hallamos siempre razonable y simpático, tal vez porque se parece a todo el mundo»74. Cervantes no pretende dibujar ángeles, ni construir símbolos, sino expresar los personajes que viven en su fantasía, con ese auténtico calor humano. Don Quijote no es un ser químicamente puro. Desprovisto de un sentido de realidad y de crítica es, no obstante, un hombre de corazón noble, de alma amante, dotado de una fuerte voluntad e inteligencia. Diserta con ecuanimidad y poesía, aunque actúe -con mucha frecuencia- torpe y estúpidamente. Resulta excesivo afirmar que es ridícula su honestidad extrema y que, en ocasiones, es mal pagador y hasta cobarde. Su honestidad -verdaderamente admirable- está más allá del ridículo. Desfallecimientos de voluntad sí que los tiene, pero nunca se le puede llamar cobarde. Y si no paga en las ventas es porque se acoge a los fueros y a los usos de la andante caballería. Su conciencia, aunque errónea, es la norma próxima de moralidad que le salva.
En abono de Don Quijote quedará siempre -¡qué duda cabe!- esa excelsa locura del idealismo, esa fuerza propulsora del bien, al que ni vence ni cansa la derrota. Es claro que quisiéramos que el caballero manchego no caminase con ojos vendados para la realidad. Su ceguera nos duele. Con un caballejo, una débil armadura y un cuerpo no menos frágil no se puede implantar el fin objetivo, ideal, que se ha apoderado de su pensamiento. Aquí encontramos, los lectores, la tragedia de nuestra propia nada.
El generoso atrevimiento quijotesco hace de cada fracaso un triunfo de conciencia. En su pelea contra los que considera viles, llega hasta el sacrificio. Y para llegar al sacrificio -dicho sea de paso- hace falta un poco de santa locura. De esa santa locura participan todos esos héroes de diversa prosapia que se juntan -como dice Vasconcelos- en el desfile quijotesco: «los que tuvieron la ambición de crear patrias nobles y grandes y se vieron traicionados por los viles; los que engañados una vez, tornaron a confiar; los que padecieron traición y vuelven a entregar su amor; los fracasados, porque su arrojo excedió a sus medios; los que pusieron en el empeño todo su ímpetu y cayeron, sin embargo, sin culpa propia o con culpa; todos habrán de escuchar, en un instante de espléndida justicia, la voz de Aquel que sonríe y bendice, aunque apostrofe: creíste poder redimir sin redimirte antes tú mismo; no mediste tu fuerza, pero la usaste; lo malo es tener algo y reservárselo, dejar de emplearlo en la causa del Bien; jugaste a Dios, creyéndote llamado a enderezar entuertos y causaste daños, risibles unos, ciertos otros; pero el fin puro de tu afán te salva y queda de lección para que otros actúen con más prudencia»75. La generosidad, ese darse a los prójimos y a las buenas obras olvidándose del yo egoísta, salva y dignifica a Don Quijote. Y esa generosidad tiene, como ingredientes, el entusiasmo y el espíritu de sacrificio.
- 5 -Espíritu de sacrificio y entusiasmo de Don Quijote
¿Qué representa en sí Don Quijote? Ante todo, la fe; la fe en algo eterno inmutable y puro. En otras palabras, la fe en la verdad que encontrándose fuera del individuo no se le entrega fácilmente, exige de él servidumbre y sacrificio; la fe en la verdad, que es accesible por medio de la constancia en el servicio y por medio de la fuerza del sacrificio. Don Quijote está por entero penetrado de la lealtad a su ideal y para servir a ese ideal está dispuesto a sufrir todas las posibles privaciones, a sacrificar la vida. Él estima su propia vida sólo en la medida que ella puede servir como medio para la realización de su ideal, que consiste en implantar la verdad y la justicia sobre la tierra. Iván Turguenef
Muchos lectores del Quijote, deslumbrados por su aspecto cómico, no reconocen en la palabra «quijotismo» un alto principio de sacrificio. El 10 de enero de 1860, el gran escritor ruso Iván Turguenef pronunció una conferencia intitulada «Hamlet y Don Quijote». Dejaremos un tanto de lado el interesante paralelo, para destacar, preferentemente, la imagen que Turguenef se hizo del Quijote.
Aunque en nuestro tiempo abunden más los Hamlet que los Don Quijote -sin que los Don Quijote hayan desaparecido-, cada uno de nosotros tiende, bien hacia Don Quijote, o bien hacia Hamlet. «Vivir sólo para sí, preocuparse sólo de sí mismo, esto Don Quijote lo consideraría vergonzoso. Todo él vive (si puede decirse de este modo) fuera de sí, para los demás, para sus semejantes, para el aniquilamiento del mal, para oponerse a las fuerzas enemigas de la humanidad -hechiceros y gigantes-. Es decir, los opresores. En él no hay huella alguna de egoísmo, él no se preocupa de sí, él es todo sacrificio -aprecien bien esta palabra-; él cree firmemente y sin reservas»76. Para Turguenef -y en esto no lo podemos seguir- Don Quijote cree firmemente y sin reservas. Pensamos nosotros que la fe de Don Quijote se alimenta, en buena parte, de dudas. Bien podría repetir la frase evangélica: «Creo, Señor, ayuda mi incredulidad». Limitémonos tan sólo a recordar el asombro de Don Quijote, como quien despierta de un sueño, cuando le reciben en el castillo ducal como a un caballero andante. Cervantes observa: «de todo lo cual se admiraba Don Quijote; y aquel fue el primer día que todo en todo conoció y creyó ser caballero andante, verdadero y no fantástico». Esto significa, en buena lógica, que antes de este episodio Don Quijote creía a medias, es decir, quería creer que era autentico caballero andante. Y su voluntad de creer -que no era fe en plenitud- le llevó a extremos heroicos. Se daba por satisfecho con la ropa más pobre y con el más mínimo alimento. Su inflexible voluntad tendía siempre hacia un mismo fin. Hay quienes piensan que esta permanente aspiración del caballero manchego da una cierta monotonía a sus pensamientos y una peculiar unilateralidad a su mente. Es posible; pero, en todo caso, no se puede negar que conocer bien la causa por la que se vive sobre la tierra es la principal sabiduría. Y esta sabiduría sí que la tenía Don Quijote, por más que el mismo mundo real desapareciera ante sus ojos, derritiéndose como cera al fuego de su entusiasmo. Podría ver moros vivientes en los muñecos del retablo, y caballeros en los borregos, y gigantes en los molinos de viento; pero sus convicciones morales permanecen siempre inalterables. Su entusiasmo al servicio de una idea clavó -como un árbol secular- profundas raíces en la tierra. ¡Qué importa que su primer intento de libertar de opresores a inocentes caiga como una doble desgracia sobre el mismo inocente, y que pensando habérselas con peligrosos gigantes cargue contra molinos de viento! Lo que cuenta es que este hombre pobre, casi mísero, sin medios ni relaciones, viejo solterón, se impone el deber de enderezar entuertos y defender oprimidos dondequiera que los haya.
«Nos reímos de Don Quijote... pero, ¿quién de nosotros puede en conciencia, preguntándose a sí mismo, a su pasado, a sus actuales convicciones, afirmar que siempre y en todos los casos, diferencia y diferenció el cobre del barbero del maravilloso yelmo de oro?... Porque nos parece -apunta certeramente Iván Turguenef- que lo principal es la pureza y la fuerza de la propia convicción... El resultado está en manos del Destino. Sólo el puede demostrarnos si peleamos con fantasmas o con enemigos verdaderos, y con qué casco cubrimos nuestra cabeza... Nuestro deber es armarnos y luchar...»77.
Cuenta Turguenef que un Lord -buen juez en este aspecto- calificó en su presencia a Don Quijote como el modelo del auténtico gentleman. Me parece que el Lord pecó, en su juicio, por defecto. Don Quijote, por ser hidalgo, es más que «gentleman». Se ha dicho que al «gentleman» -hermano menor del hidalgo- le importa más el mundo y las virtudes sociales. Para el hidalgo, lo que cuenta es guardar la honra y hasta ganarla. Y esto, más que ambición, es cosa de vocación. La hidalguía de Don Quijote se puede constatar, a cada momento, en la sencillez de sus maneras, en el respeto -no preocupación- a sí mismo y a los demás, en la falta de pose.
La fantasía del entusiasta Don Quijote le lleva, en muchas ocasiones, más allá de donde quisiéramos. Preciso es reconocer, sin embargo, que después de haber pagado caros tributos a la grosera casualidad y a la descarada e indiferente incomprensión, después de haber sufrido las bofetadas de los fariseos, el Caballero de la Triste Figura conquistó para sí la inmortalidad, y esta se abrió para él en los siglos de los siglos.
Han desaparecido para siempre de nuestro campo visual las novelas de caballerías. Y, no obstante, nuestra cultura tiene, en Don Quijote, un factor perdurable. Las generaciones humanas se han venido convirtiendo, sucesivamente, en un satélite eterno que gira en torno a la genial creación cervantina. La adversidad fue, para el alma creyente de Cervantes, más provechosa que la próspera fortuna. Bien pudo haber repetido con el gran filósofo cristiano Boecio: «Etenim plus hominibus reor adversam quam prosperam prodesse fortunam». («De Consolatione Philosophiae». Lib. II, prosa VIII.) No hubo en el imprecaciones ni amargos lamentos contra la adversidad. Aguantó las majaderías del vulgo y comprendió las debilidades humanas. Sin destemplanzas ni prejuicios, pensó que las cosas del mundo no pueden dejar de ser como aparecen y que la obra de Dios no puede ser más perfecta de lo que es. ¿No es acaso un trasunto de su convicción de que es buena la obra de Dios en este mundo ese extenso e intenso interés de Cervantes por la vida?
«Todo pasa -dijo el apóstol-, sólo el amor queda». Por ese poderoso amor que sintió Don Quijote -verdadero entusiasmo- ha permanecido en la memoria de los hombres.
Capítulo XII Derecho y política en el Quijote
- 1 -Ontología del Derecho
El ser jurídico se nos muestra ubicado en el fino y sutil mundo del espíritu. Bien se trate de Derecho como sinónimo de lo que a cada uno corresponde como suyo, bien se hable del conjunto de normas, reglas o disposiciones vigentes en un grupo social o una parte orgánica del mismo, bien se evoque la facultad moral de hacer o no hacer, siempre subyace la idea de algo que atañe a la humana conducta y va teñida de las notas de racionalidad y de libertad.
Nunca encontraremos el ser del Derecho entre los determinismos ciegos de la materia, porque su entidad pertenece al mundo cultural-espiritual-histórico bajo el modo de ser de una forma de vida social. Los hombres tenemos conciencia de que el derecho es fruto de nuestro espíritu. Sabemos que lo jurídico es una dimensión vital nuestra, algo en que existe huella de nuestra personalidad íntima, activa y creadora. Esas formulaciones imperativas de una voluntad -la del legislador- iluminada por la inteligencia, están presididas por ideas y por fines objetivos. Trátase de un orden que ajusta la convivencia con arreglo a la justicia, a la seguridad y al bien público temporal. Mientras en los fenómenos físicos hay unas rígidas y necesarias conexiones inflexibles, en el Derecho hay criterios racionales finos y dúctiles, susceptibles de violación y, sin embargo, necesarios moralmente. Esa realidad espiritual, externamente plasmada en el vivir de los hombres, posee una estructura normativa y teleológica.
Cuando se ha tratado de emplazar el Derecho dentro de los entes no sensibles (y específicamente dentro de los valores) se ha caído en los excesos del racionalismo yusnaturalista. Por el contrario, cuando se ha pretendido insertar el Derecho en la esfera del mundo sensible, se ha caído en los desvaríos del psicologismo, del biologismo o del sociologismo jurídicos.
Si la experiencia de algo, en cuanto conocimiento, implica aquellos cuatro elementos señalados por Edmundo Husserl en sus «Investigaciones Lógicas», la experiencia del Derecho puede ser expresada como lo ha propuesto el Dr. Luis Legaz Lacambra, Rector de la Universidad de Santiago de Compostela:
1.- Las palabras, la costumbre o uso social, etc., son el signo de una realidad social.
2.- Esas palabras, costumbres, etc., poseen una significación normativa.
3.- El objeto mentado en la norma es una conducta humana que debe ser (del legislador, del juez, del individuo), y una conducta humana que es en cuanto no debe ser o en cuanto que puede lícitamente ser (por consiguiente, siempre en cuanto debe ser para algo: para aplicar una sanción o sancionar un impedimento).
4.- No hay intuición de la conducta que debe ser o en cuanto debe ser, sino sólo de la conducta que es en cuanto ser.
En resumen, Legaz Lacambra sostiene que las normas constituyen el objeto de la Filosofía del Derecho en cuanto teoría de la ciencia jurídica, por cuanto que la ciencia jurídica conoce una realidad transida de normatividad. «Las normas jurídicas como proposiciones normativas sirven a la ciencia del Derecho para conocer la conducta; pero el ser de esa conducta no interesa a la ciencia jurídica en cuanto es, sino en cuanto debe o no debe ser o en cuanto puede ser (que es también un deber ser para otra cosa). Ahora bien, la esencia de la norma es ser la objetivación de una forma del vivir social, y la vida social es una realidad existencial, un substratum fáctico de la norma, y puede decirse que el Derecho es la unidad de este substrato y su objetivación normativa»78.
La nueva ontología «pluralista» del ser, en armonía con la extensa multiplicación de datos y sectores de nuestra experiencia y vivencia, ha proyectado sus luces sobre el Derecho. Aprovechando las ideas de la filosofía tradicional, y singularmente tomista, se preocupa de precisar por vía inductiva la estructura óntica de la esfera, capa o región de lo jurídico. En la fenomenología de la conciencia y de lo histórico se ha revelado la esfera peculiar del ser espiritual-cultural de lo jurídico, condicionado por las otras esferas, pero sin embargo con sus leyes propias y sus finalidades de sentido y valor. Problema que no interesa sólo a la inteligencia, sino a la voluntad.
El Derecho es una regla de vida social, una ordenación positiva y justa, establecida por la autoridad competente en vista del bien público temporal. Trátase de un conjunto de leyes que tienen por misión conservar la necesaria proporción en las relaciones esenciales a la convivencia, mediante la previa atribución de lo que corresponde a cada quien. En principio, este orden está provisto de sanciones para asegurar su efectividad.
No podemos desconocer el dato social del Derecho, la realidad; pero tampoco podemos hacer del Derecho un puro manejo técnico de hechos ayuno de principios y de fines de razón. Sin un sistema de leyes morales (género próximo) que rigen el cumplimiento de la justicia (última diferencia) estableciendo derechos subjetivos y deberes jurídicos, no podremos nunca entender, en plenitud, el fenómeno jurídico.
- 2 -El Derecho y la coacción
La sanción no es un elemento indispensable del Derecho. La mayor parte de los seres humanos obedecen la ley porque conocen su necesidad y no por temor del castigo. La coacción, sin ser esencial, se desprende como propiedad de la naturaleza y del fin del Derecho. La sanción viene tras el Derecho; desde afuera se le asocia y ocurre en su auxilio. No hay que olvidar que la coacción es en ocasiones innecesaria; otras es imposible, y algunas veces inoportuna.
Si la coacción fuera nota esencial de la norma jurídica, tendríamos, entre otras -advierte el doctor José Corts Grau, Rector de la Universidad de Valencia-, estas consecuencias:
a) En cuanto faltara o se eclipsara el poder coactivo, quedaría desvirtuada la norma; a mayor coacción, más clara virtud normativa.
b) La sentencia de un juez inerme no sería derecho.
c) Decir que tenemos derecho a una prestación o a un objeto supondría tener también la fuerza actual para exigir.
d) Un hombre desvalido sería un hombre falto de derechos, cuando precisamente la violencia ajena es la que viene a destacar en un hombre indefenso su derecho a la vida, o a la propiedad, etc.
En su sentido cerrado de fuerza física, la coacción nunca podrá ser nota esencial del Derecho. La norma jurídica puede ser violada, pero no por eso pierde su validez. Además, es preciso recordar que el deber existe antes que el derecho y subsiste aunque no se emplee fuerza alguna sobre el sujeto obligado.
Giorgio del Vecchio ha propuesto una distinción entre el concepto «coacción» y el concepto «coercibilidad». Lo esencial no es disponer de la fuerza cuando se tiene el derecho (coacción), sino la virtualidad, la facultad de emplearla, si contáramos con ella y fuese necesario (coercibilidad). He aquí el argumento con sus propias palabras: A menudo se habla indiferentemente de coercibilidad y de coacción. El primer término es, sin embargo, mucho más propio, porque con él entendemos la posibilidad jurídica de la coacción, la coacción virtual, en potencia, no en acto. Si afirmáramos que la coacción en acto es esencial al Derecho, la mera observación de un solo caso en el cual no se verificara la coacción contra la ofensa bastaría para destruir la teoría. Pero lo que afirmamos es una posibilidad de derecho, y no de hecho, esto es, la posibilidad jurídica de impedir un entuerto cuando este se presentare79.
El ideal jurídico, al cual debemos aspirar siempre los hombres, es que por los actos jurídicos circule «la sangre de la propia convicción». (Binder.) Pero la realidad humana, la cual no puede ser perdida de vista, nos muestra el hecho incontrovertible de que los mandatos y prohibiciones del Derecho son observados, frecuentemente, por temor a las sanciones del poder estatal. «La coacción -afirma, el profesor Max Ernst Mayer- está constituida por el poder y la fuerza en su recíproca condicionalidad: hay que afirmarlo así, porque la amenaza de coacción («vis compulsiva», coacción psíquica) es el instrumento primario de protección, y su realización («vis impulsiva», coacción física), el secundario; y sobre todo, porque la segunda forma de coacción no es una acción cualquiera, sino precisamente un acto de fuerza, una reclusión, una confiscación de bienes o algo semejante, generalmente una pérdida de derechos80.
La dignidad de la Ley reside en el hecho de que es una norma del obrar humano ajustada a la razón, o si se prefiere emplear la definición clásica: «una ordenación de la razón para el bien común». Por eso la coacción no es nota esencial del Derecho, aunque la Ley jurídica exija un poder coercitivo de parte del Estado, en contraste con la ley moral que no lo requiere. «De aquí se sigue -expresa F. V. Martens en frase que en el fondo es exacta- que la coacción es más bien un elemento de injusticia que de derecho, ya que este último, mientras funciona normalmente, no tiene necesidad de ser establecido por la violencia». El Derecho, como realidad espiritual, externamente plasmada en el convivir de unos seres corporales y sensibles, los hombres, es dirección, norma, finalidad. Esto es lo que nunca puede omitirse en una caracterización fundamental del Derecho.
- 3 -La seguridad jurídica
«La seguridad es la garantía dada al individuo de que su persona, sus bienes y sus derechos no serán objeto de ataques violentos o que, si estos llegan a producirse, le serán asegurados por la sociedad protección y reparación». J. T. Delos
El ordenamiento jurídico responde a la ineludible necesidad de un régimen estable; a la eliminación de cuanto signifique arbitrariedad. Lo contrario de la seguridad o «regularidad inviolable», al decir de Stammler, es la arbitrariedad o «irregularidad caprichosa».
La seguridad jurídica reclama no solamente que las normas estén bien determinadas, sino que su cumplimiento quede cabalmente garantizado.
Cabe hacer una consideración subjetiva de la seguridad, pero puede también -y debe hacerse- una consideración objetiva de la misma. Subjetivamente, la seguridad es la convicción que profeso de que la situación de que gozo no me será arrebatada o perturbada por la violencia. Pero este sentimiento subjetivo tiene sus raíces en las reglas y principios que rigen la vida social. De ahí el indisoluble ligamen entre el sentido subjetivo y el sentido objetivo de la seguridad. Objetivamente la seguridad reposa en todo ese aparato de organización social: el ejército, la policía, los tribunales de justicia, el orden de la comunidad. Esa armadura jurídica que está ahí, que me es patente, es la causa de mi sentimiento de seguridad. En el aspecto social, positivo y técnico del derecho se finca esa «regularidad inviolable». Se ha propuesto el término de «certeza» para designar ese «saber a qué atenerse», ese dato subjetivo que me tranquiliza en la vida de relación, reservándose la palabra «seguridad» para denotar una situación objetiva de la vida social. «En el concepto de seguridad jurídica están implicadas -afirma el Lic. Rafael Preciado Hernández- tres nociones: la de orden, la de eficacia y la de justicia»81. El derecho positivo debe tener un orden o plan general, pero este orden no sólo debe ser teórico e ineficaz, sino que debe tener vigencia práctica, y esta eficacia o facticidad del orden legal no debe chocar contra la justicia porque -menester es recordarlo- un orden injusto no puede ser seguro.
Es, para nosotros, inadmisible el criterio de Gustavo Radbruch, distinguido filósofo del derecho que sostiene que entre los fines jurídicos de justicia, seguridad y bien común existe una desarmonía y una antinomia viviente. Tampoco estamos de acuerdo con el eminente tratadista hispánico de filosofía jurídica Luis Recasens Siches cuando supone que «podríamos decir que cabe que haya un derecho -orden de certeza y con seguridad impuesta inexorablemente- que no sea justo»82. La experiencia nos enseña que las llamadas leyes injustas ni benefician ni duran. En un régimen injusto sólo puede existir una apariencia de seguridad que desaparecerá tan luego como el movimiento revolucionario subrepticio explote. Todo lo que se oponga a las exigencias de la naturaleza humana -y la injusticia se opone- no puede perdurar ni, por ende, reunir los requisitos de estabilidad y eficacia que se suponen en la seguridad jurídica. En la tercera sesión del Congreso del Instituto Internacional de Filosofía del Derecho y de Sociología Jurídica (1937-1938), Louis Le Fur defendió la tesis de «que la justicia y la seguridad, lejos de ser verdaderamente antinómicas, son más bien los dos elementos, las dos caras del bien común o del orden público que, bien comprendidas, tienen el mismo sentido, un poco como se dice indiferentemente libertades individuales o derechos públicos, según que uno se coloque en el punto de vista del individuo o de la sociedad».
Gracias a la seguridad podemos estudiar, trabajar, ahorrar para el porvenir y proyectar. Gracias a ella nuestra vida no se disuelve en una pluralidad de momentos angustiantes y podemos cumplir continuamente la vocación.
- 4 -Disquisiciones sobre la justicia
«Constans ac perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi». Ulpiano
«De la conformidad del acto libre del hombre con el orden jurídico surge la noción de la justicia. Es el ser humano -y en esto se diferencia de los otros seres- el que tiene que ajustar sus acciones a las exigencias de su naturaleza racional. Pero la naturaleza específica del hombre no se desarrolla convenientemente sino en el seno de la sociedad. Consiguientemente, 'justicia', en el sentido propio, vendrá a ser la adaptación de las operaciones o de la conducta del hombre a las exigencias esenciales de su naturaleza social» (Sancho Izquierdo). Si todo orden social implica relaciones entre sus miembros, el derecho ha de regir la conducta social de estos a través de la realización de la justicia.
Como virtud, la justicia es -explica Santo Tomás- el «hábito según el cual, alguien, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho» (Sum. Theol. 2, 2, q. 58, art. 1). Y se entiende por «suyo» en relación a otro todo lo que le está subordinado. Considerada como virtud, la justicia tiene dos propiedades: 1) decir relación a otro, y 2) decir relación a un deber.
Lo que la justicia manda dar puede serlo de la comunidad o del individuo. De ahí que se divida la justicia en general o legal y particular, subdividiéndose, esta última, en distributiva y conmutativa.
La justicia general o legal
Cada miembro es deudor a la comunidad de todo aquello que es necesario para la conservación y prosperidad de la misma. Por eso la justicia general o legal exige que todos y cada uno de los miembros de la comunidad ordenen adecuadamente su conducta al bien común. Sobre gobernantes y gobernados pesa la obligación de actuar de acuerdo con lo que reclama el bien común. El sujeto activo en esta relación lo es, consecuentemente, la comunidad, mientras que el sujeto pasivo lo es el individuo, llámese ciudadano o gobernante. Se ha dicho, en frase gráfica, que esta justicia hace que cada uno ajuste el bien particular al bien del conjunto.
La comunidad, por medio de sus representantes, debe dar a cada uno de los miembros que la integran lo que les corresponde, lo que les es debido. Como su nombre lo está indicando claramente, la justicia distributiva regula la participación que compete a cada uno de los miembros de la sociedad en el bien común; distribuye cargas y beneficios. Pero como los particulares son desiguales y su contribución al bien público varía en diferentes proporciones, el criterio racional de la justicia distributiva no es el de una igualdad aritmética, sino el de una igualdad proporcional. A mayor preponderancia en la comunidad, mayor suma de bienes. A cada uno según sus merecimientos y sus necesidades. De cada uno según sus medios y su responsabilidad. El bien común como criterio primordial.
La justicia conmutativa
La armonía entre las partes es el presupuesto necesario para el ordenamiento de todas ellas al bien común. Esta es la razón de que se haya considerado a la justicia conmutativa como básica. En efecto, es ella la que ordena unas partes para con otras, regulando lo que han de dar y lo que han de recibir en sus relaciones privadas. La justicia conmutativa preside los cambios y rige las relaciones de las personas dentro de su esfera privada. Se funda en la igualdad según una medida aritmética. Colocando a las personas en el mismo plano, prescinde, por así decirlo, de sus diferencias individuales, exigiendo una estricta equivalencia entre la prestación y la contraprestación, entre el delito y la pena.
La denominada justicia social
En nuestro tiempo se ha pretendido introducir una nueva especie de justicia: la justicia social. Según el pensamiento de sus autores, este nuevo término designaría la «justicia que regula, en orden al bien común, las relaciones de los grupos sociales entre sí (estamentos o clases) y de los individuos como miembros de ellos» (Messner). Se trataría de una clase particular de justicia cuyo objeto propio sería la repartición equitativa de la riqueza superflua.
Nosotros pensamos -con Vermeersh- que «habrá tantas especies de justicia propiamente dicha cuantas son las especies de derechos que se deben a otro. Ahora bien, hay tres especies de derecho, a saber: el que deben los miembros a la comunidad, el que debe la comunidad a los miembros y el que se deben las personas privadas unas a otras. Estas tres especies son la justicia legal, la distributiva y la conmutativa. Por fin, estas tres especies son últimas, es decir, no admiten otra subdivisión. Porque no hay más personas que los individuos y la comunidad, ni cabe discurrir otro cuarto de relación entre las personas, consideradas simplemente bajo el concepto de tales»83.
Afirmar que desde el punto de vista de la filosofía jurídica no se justifica la inclusión de una cuarta especie de justicia, la justicia social, no significa, ni mucho menos, que se le reste importancia al gravísimo problema de la injusta distribución de la riqueza, que tanto aflige a nuestro tiempo. Las clases sociales -como clases- no tienen personalidad jurídica ni tienen derechos, porque son naturalmente amorfas (carentes deforma jurídica) y acéfalas (sin jefes o gobernantes). Cosa diferente es que los individuos integrantes de una clase sean los titulares de derechos. Pero ellos están ya suficientemente amparados con las tres especies de justicia existentes.
- 5 -El bien común
El bien común ha de ser «bien» y ha de ser «común». Que sea «bien» quiere decir que dé satisfacción a las necesidades del hombre en su entera naturaleza espiritual, moral y corporal, proporcionándole la paz, la virtud, la cultura y las cosas necesarias para el desenvolvimiento de su existencia; que sea «común» ha de entenderse en el sentido de que el esfuerzo y el disfrute de estos bienes ha de compartirse en la proporción de la justicia. Dr. Luis Sánchez Agesta
La propia razón de ser del estado -que trasciende a los bienes particulares de los individuos y grupos de que se compone- es el propio bien común. Las funciones estatales «no son en sí y directamente acciones puramente interiores e ideales, sino, por el contrario, exteriores y públicas» (Valensin). Es la idea del bien común la que orienta y define la política misma. En Santo Tomás, el bien común aparece como el fin central de la «sociedad civil», el animador de la acción gubernamental y el que da sentido a la ley como instrumento de la acción del poder y del orden político.
Si el estado se justifica como una condición necesaria para el desenvolvimiento de la persona humana, su fin ha de ser, precisamente, dar cabal realización a este «desideratum». Directa o indirectamente, el estado deberá tender a procurarme todos aquellos bienes materiales, culturales y morales que me permitan el desarrollo como persona humana. Los escolásticos designan doctrinariamente como contenido de la «suficiencia» dos clases de bienes: 1) el «bonum essentialiter» (desenvolvimiento intelectual y moral y recepción de la cultura), y 2) el «bonum intrumentaliter» (medios naturales necesarios para la subsistencia). «Pero la obtención de estos bienes -afirma el Dr. Sánchez Agesta- precisa un esfuerzo coordinado de los hombres, y la satisfacción que cada uno de ellos puede obtener está limitada por la concurrencia en la necesidad de los demás hombres»84. El orden social realiza el «bonum integraliter» a través del derecho y la organización política.
El bien común no es el bien particular de cada uno de los individuos que integran la pluralidad de seres humanos que componen la comunidad política, ni existe entre esos bienes diferencia puramente cuantitativa, sino la diferencia esencial que existe entre el bien del todo y el bien aislado de cada una de sus partes. J. T. Delos define el bien común diciendo que «es el conjunto organizado de las condiciones sociales gracias a las cuales la persona humana puede cumplir su destino natural y espiritual». Es, pues, el bien común la forma de ser del bien humano en cuanto el hombre vive en comunidad. La justicia es su forma y el bien mismo del hombre -personal y social- es su contenido.
La paz, la virtud para el alma, la cultura y la abundancia necesaria para el mantenimiento y desenvolvimiento de nuestra vida corporal, son los cuatro fines positivos que ha de cumplir la acción de gobierno para realizar el bien común.
Más allá de cada comunidad política queda la comunidad humana. La unidad de origen y de destino de la especie humana exige que el bien a que se dirige el estado sea compartido en cierta manera por la humanidad. «Al bien común inmanente que el estado sirve como su fin propio se superpone un bien común trascendente que el estado ha de servir en el orden de la humanidad, integrando en ella el pueblo que organiza políticamente»85.
Como es evidente que no todos los hombres prestan iguales servicios a la sociedad ni contribuyen en la misma forma eficaz al bien común, la distribución de ese bien tendrá que ser forzosamente desigual. Porque al fin y al cabo el bien común aportado se traduce en bien común distribuido, puesto que el hombre es relativamente para la sociedad, en tanto que la sociedad es absolutamente para el hombre. Consecuentemente las prerrogativas esenciales de la persona no pueden ser sacrificadas por la sociedad so pretexto del bien común. Por lo demás, racionalmente no existe -ni puede existir- conflicto entre las exigencias del bien personal y las del bien común. En su libro «Para una Filosofía de la Persona Humana»86, J. Maritain expresa: «El bien común temporal es fin intermedio o infravalente. Por su especificación propia es distinto del fin último y de los intereses eternos de la persona humana; pero su misma especificación incluye la subordinación a ese fin y a esos intereses, de los cuales recibe el módulo de sus medidas». A la luz de otros postulados, fácilmente podrán resolverse las oposiciones de derechos entre el estado y el hombre. El hombre requiere del estado. En absoluto no es el hombre para el estado, sino el estado para el hombre; pero el hombre debe trabajar y sacrificarse tanto cuanto lo requiera la existencia y el perfeccionamiento del estado, bajo la pena de que muera este y también el hombre mismo. Y en ese sentido relativo y limitado también es el hombre para el estado.
- 6 -Ideas cervantinas sobre el Derecho
Cervantes entiende por derecho, primordialmente, lo que a cada uno le corresponde como suyo. Sabe que lo jurídico es una dimensión vital del hombre, algo en que existe huella de su personalidad íntima, activa y creadora. Pero no acaba de comprender, en plenitud, que el Derecho es una regla de vida social, una ordenación positiva y justa, establecida por la autoridad competente en vista del bien público temporal. En su concepción predomina el derecho subjetivo sobre el derecho objetivo. Le tocó vivir en una época en que los favoritos hacían de las suyas. Aquellos días revueltos, que siguieron a la muerte de Felipe II, fueron desastrosos para la vida española, sobre todo en materia de administración de justicia. Recordemos, tan sólo, que Cervantes alude dos veces, en el Quijote, a la «ley del encaje». Covarrubias asegura que esa ley era «la resolución que el juez toma por lo que a él se le ha encajado en la cabeza, sin tener atención a lo que las leyes disponen». Justamente por eso, Cervantes se vio tentado a salir al mundo, con Alonso Quijano, para socorrer viudas, amparar doncellas, favorecer casadas, huérfanos y pupilos.
Aunque Cervantes no fue un jurisconsulto, tuvo, como buen hombre culto, sus ideas sobre el Derecho y la Política. Ideas -menester es decirlo- que no sobrepasaron las concepciones generales de su época, pero que expresan, con profunda convicción, aquel noble pensamiento que hace muchos siglos quedó escrito en las Pandectas de Justiniano: «Ius est ars aequi et boni».
Apenas si hay rama del Derecho sobre la cual no -193- haya manifestado Cervantes algún principio o posición personal. Partiendo de las investigaciones más serias en lo que va del siglo, ofreceremos, en apretado resumen, las principales ideas cervantinas en materia jurídica:
A) En Derecho Internacional, Cervantes sigue esa profunda y generosa corriente española de la época que postula los principios humanitarios del Derecho de la Guerra.
B) Teoría del Estado y Derecho Administrativo.- Basándose tal vez en la tradicional doctrina tomista, Cervantes consideró que la dirección de una multitud por un solo representante de la autoridad es ventajosa, ante todo porque de esta manera es como está más asegurado el bien de la paz. Esta forma de gobierno es también la mejor, porque es la más natural y la Naturaleza hace siempre lo que es mejor. Creía en un Estado-providencia y en una Monarquía con carácter paternal. No advirtió la distinción de poderes, o dicho con más precisión: la división de las funciones del poder. Todos los problemas jurídicos necesitaban resolverse desde arriba.
C) Derecho Penal.- Cervantes reconoció el carácter social y público de la pena y advirtió la necesidad de corrección del culpable. Ilustres juristas han observado que algunas de sus descripciones fenoménicas sobre la vida del crimen alcanzan el valor de verdaderos documentos humanos ante la criminología.
D) Derecho Procesal.- En contraste con el legalismo mecánico actual, las concepciones del Derecho Procesal en el siglo XVI (que profesa el Manco de Lepanto) se orientan hacia el arbitrio judicial y hacia el predominio del sistema inquisitivo. Es interesante hacer notar que Cervantes repudia el duelo.
E) Derecho Privado.- Se proclama la indisolubilidad -194- del vínculo matrimonial. En la sociedad paterno-filial, el padre provee con un poder ilimitado el bien de los hijos: los educa, encauza o restringe su vocación y hasta decide si convienen sus matrimonios. El comunismo cervantino, en punto a propiedad, es puramente espiritual o cristiano y nada tiene que ver con la interpretación económica de la historia que siglos más tarde habían de postular Marx y Engels. De acuerdo con la idea romana del «pater familiae», el amo gobierna como hijos a sus siervos o criados.
F) Derechos naturales del hombre.- Como buen español, Cervantes tiene, muy a lo vivo, un sentimiento de la dignidad personal. Es un convencido del derecho a la vida y a la legítima defensa, del derecho a la actividad y a la inviolabilidad del domicilio, del derecho a ejercitar la fuerza individual. Su concepto de igualdad en el Quijote -nada democrático, por cierto- es el de la igualdad en la participación de los privilegios. Supo muy bien que los derechos naturales del hombre eran interiores y superiores a toda concesión estatal, pero no alcanzó a percatarse de que esos derechos naturales son, por su misma esencia, derechos subjetivos públicos oponibles al mismo Monarca. Sin un medio procesal adecuado -pienso con especial satisfacción en nuestro magnífico juicio de amparo- los derechos naturales del hombre quedan reducidos a meras declaraciones románticas o a poética legislativa.
En «La Filosofía del Derecho en el Quijote»87, el Dr. T. Carreras Artau reduce a ocho las concepciones generales que sobre el Derecho tenía Cervantes. En gracia a la brevedad, las expondremos en la siguiente forma:
1º.- El Derecho es concebido en un sentido francamente -195- eticista. Todo el gobierno de Sancho es trazado por el caballero con el lápiz de la rectitud.
2º.- La noción del Derecho es informada por el principio teológico-cristiano. Sancho es la encarnación perfecta del Gobernador cristiano.
3º.- Se comprende el Derecho como un principio positivo que obliga también a hacer el bien: es, pues, algo más que un conjunto de condiciones necesarias para mantener la seguridad o la coexistencia.
4º.- El Derecho es concebido en indisoluble maridaje con la fuerza. Don Quijote predica bueno y armado el reinado de la justicia absoluta sobre la tierra. En sus pláticas casi anarquistas sobre la libertad, queda patente su individualismo jurídico de innegable cepa hispánica. Ahí se contiene, potencialmente, toda esa indisciplina social y todo ese impulso de insurrección tan propios de la raza. Su justicia es una justicia desnuda que no se detiene ante procedimientos.
5º.- El Derecho es un principio absoluto, inmutable y eterno. (Observemos, de paso, que echamos de menos, en Cervantes, toda la parte prudencial, histórica y técnica del Derecho.)
6º.- La tutela se manifiesta en todos los campos del Derecho. (Idea fecunda si se le entiende adecuadamente.)
7º.- El Derecho se desenvuelve en una relación unilateral: predomina la autoridad sobre la libertad, el «status» sobre el «contratus», el Derecho Público sobre el Derecho Privado.
8º.- Hay una concepción orgánica del Derecho: el Derecho emerge de cada uno de los centros respectivos: familia (padre), gremio, municipio, monarca.
Impórtame decir que, a la altura de nuestro tiempo, tenemos aún mucho que aprender de ese personalismo jurídico teocéntrico, sentido tan a lo vivo por Cervantes.
- 7 -El sentido justiciero de Don Quijote, la coacción y la seguridad jurídica
Don Quijote comprende muy bien que toda ley es, ante todo, un acto de la razón. La «sanción» viene tras la «deliberación». Y sabe también que la obediencia, para tener categoría moral, tiene que ser una obediencia razonable.
Más moralista que jurista, Don Quijote no parece advertir que la voluntad del Estado que realiza y salvaguarda el orden es un bien superior, precisamente por el orden que mantiene. La ausencia de todo orden es un mal intolerable. La ley no es tan sólo un «actus intellectus», una ordenación de la razón para el bien común, sino que es, además, un decreto de la razón práctica.
Más que un defensor en el sentido técnico del Derecho moderno, Don Quijote aparece como un defensor en el peculiar significado que se determina en las Partidas. Es un justiciero que procede conforme a los dictados de la razón, haciendo caso omiso de leyes positivas y de autoridades. Es un desfacedor de entuertos que se entrega con ardor a su misión, sin pensar en la necesaria seguridad jurídica. Para conquistar el reino de la justicia, que no se viene a la mano por sí solo, el Caballero de la Triste Figura despliega un esfuerzo enérgico y constante, llegando hasta el sacrificio. No le interesa el conjunto de los principios de Derecho en vigor, el orden legal de la vida. Se apasiona, en cambio, por el precipitado de la regla abstracta en el Derecho concreto de la persona. Lucha contra el poder, contra la ignorancia, contra el vicio y algunas, veces contra la coacción. Aborrece el quietismo jurídico. Parte del concepto de un Derecho natural-ideal que existe en su conciencia como arquetipo descubierto de una vez y para siempre, por la razón misma «ab eterno», pero desconoce el proceso vital y técnico de la regla jurídica.
Para entender a fondo ese sentido justiciero de Don Quijote, habría que comprender y vivir en plenitud esa lucha por el Derecho que se opera -como apunta R. von Ihering- «por el simple sentimiento del dolor». «El dolor que el hombre experimenta cuando es lastimado, es la declaración espontánea, instintiva, violentamente arrancada de lo que el Derecho es para él, en su personalidad, primeramente, y como individuo de clase, luego; la verdadera naturaleza y la importancia real del Derecho se revelan más completamente en semejante momento y bajo la forma de afección moral que durante un siglo de pacífica posesión. Los que no han tenido ocasión de medir experimentalmente este dolor, no saben lo que es el Derecho, por más que tengan en su cabeza todo el 'Corpus juris'...»88.
En el capítulo XXII de la primera parte cuenta Cide Hamete Benengeli «que Don Quijote alzó los ojos y vio que por el camino que llevaba venían hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro, por los cuellos, y todos con esposas a las manos». Sancho Panza le advirtió que era una cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que iba a las galeras. «-¿Cómo gente forzada? -preguntó don Quijote-. ¿Es posible que el Rey haga fuerza a ninguna gente?
»-No digo eso, sino que es gente que por sus delitos va condenada a servir al Rey en las galeras, de por fuerza.
»-En resolución -replicó don Quijote-, como quiera que ello sea, esta gente, aunque los llevan van de por fuerza, y no de su voluntad.
»-Así es -dijo Sancho.
»-Pues de esa manera -dijo su amo-, aquí encaja la ejecución de mi oficio; desfacer fuerzas y socorrer y acudir a los miserables».
Lo único que verdaderamente le interesa saber a Don Quijote es que los galeotes «van de por fuerza y no de su voluntad». Con eso le basta para acudir en su auxilio. De todas maneras se toma la licencia de preguntarles, a los prisioneros, los delitos que se les imputan. «-De todo cuanto me habéis dicho, hermanos carísimos, he sacado en limpio que, aunque os han castigado por vuestras culpas, las penas que vais a padecer no os dan mucho gusto, y que vais a ellas muy de mala gana y muy contra vuestra voluntad; y que podría ser que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros deste, el poco favor del otro, y, finalmente, el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníades. Todo lo cual se me presenta a mí ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo, y aun forzando, que muestre con vosotros el efecto para que el Cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en el la Orden de Caballería que profeso, y el voto que en ella hice de favorecer a los menesterosos y opresos de los mayores. Pero, porque se que una de las partes de la prudencia es que lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar a estos señores guardianes y comisarios sean servidos de desataros y dejaros ir en paz; que no faltarán otros que sirvan al Rey en mejores ocasiones; porque me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas -añadió Don Quijote-, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros. Allá se lo haya cada uno con su pecado; Dios hay en el cielo, que no se descuida de castigar al malo, ni de premiar al bueno, y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta mansedumbre y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros; y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por fuerza»89.
La libertad que dio Don Quijote a los galeotes es un verdadero atentado contra la seguridad jurídica y contra la cosa juzgada. Del hecho que haya Dios en el cielo no se puede derivar -como lo pretende el Caballero manchego- que a los hombres, agrupados en el Estado, no les competa hacer justicia. Ni cabe decir, tampoco, que los criminales no merecen pena porque no han delinquido en perjuicio de los guardas. Sin todo ese aparato de organización social: los tribunales de justicia, la policía, el ejército, el orden de la comunidad, no se podría dar la convivencia humana. Gracias a la seguridad jurídica sabemos a qué atenernos. Sin ella, la vida social sería una angustiante amenaza que nos impediría cumplir la vocación.
Si Don Quijote hubiera comprendido la dignidad y la necesidad de la ley positiva, habría aceptado, como consecuencia, la coacción. Pero el sólo entendía la ley como un ordenamiento de la razón al bien común, privado de fuerza coercitiva. Pone de manifiesto -cosa digna de atención- que el legislador o el juez que establece la consecuencia jurídica de una acción culposa ha de tener en cuenta necesariamente la estructura objetivamente lógica de la culpa. Nos induce a elaborar aquellas estructuras objetivas lógicas, insertas en la materia jurídica y anteriores a todo Derecho positivo. Así puede la ciencia del Derecho guarecerse de toda «arbitrariedad legisladora», en medio de las decisiones que han de tomarse aquí y ahora. Base duradera para todos los que pensamos que la estructura del Derecho no cambia por tres o cuatro palabras rectificadoras del legislador.
- 8 -La política en el Quijote
Explicando su profesión de caballero a Vivaldo, el pastor, Don Quijote afirma: «Así, que somos ministros de Dios en la tierra y brazos por quien se ejecuta en ella su justicia». (Parte I, Cap. XIII.) ¡Graves palabras! Precisamente porque se tiene por un justiciero, reclama para su persona un fuero: «¿dónde has visto tú, o leído, jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia -pregunta a Sancho- por más homicidios que hubiese cometido?». (Parte I, Cap. X.) «¿Quién fue el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy?». (Parte I, Cap. XLV.)
Sancho, en cambio, no tiene ninguna conciencia de misión, ni aduce nunca, para sí, algún privilegio que pudiera corresponder a su calidad de escudero. Pero sabe, con toda claridad, que por el solo hecho de ser hombre tiene un conjunto de derechos naturales. Así se lo deja ver a su amo en la primera oportunidad: «...bien es verdad que en lo que tocare a defender mi persona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas y humanas permiten que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle». (Parte I, Cap. VIII.)
Un caballero andante -según el de la Triste Figura- debe saber jurisprudencia, conociendo las reglas de la justicia distributiva y de la justicia conmutativa. Se empeña en que Sancho sepa que todo ser humano tiene que ajustar sus acciones a las exigencias de su naturaleza racional. Toda su vida conserva esa constante y perpetua voluntad de dar a cada uno su derecho.
Antes de que fuese a gobernar la ínsula, Don Quijote instruye a Sancho en materia política. Los consejos que le da son de tres clases: morales, jurídicos y de urbanidad. Todos ellos son precisos en el arte de gobernar. Porque quisiera ver convertido a Sancho en un político probo, técnico e independiente, se aplica a dictarle algunas normas de prudencia. Más que su carácter de sabio, estas normas reflejan su virtud de hombre sensato, cuando discurre. La sociedad subyace al Estado. Lo que este agrega a aquella es un nuevo principio: lo político. Este nuevo principio organiza lo social -antes apolítico- y de este modo lo completa. Pero este complemento no significa, en manera alguna, absorción. Antes por el contrario, el Estado queda siempre al servicio de la sociedad, de los grupos y, en última instancia, de la persona. El gobernante está para contribuir al bien común que de satisfacción a todas las necesidades del hombre.
He aquí una serie de consejos para juzgar y de preceptos de Derecho Natural que Don Quijote ofrece a Sancho:
«Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos.
»Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia que las informaciones del rico.
»Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico como por entre los sollozos e importunidades del pobre.
»Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente; que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo.
»Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia.
»Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso.
»No te ciegue la pasión propia en la causa ajena; que los yerros que en ella hicieres, las más veces serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda.
»Si alguna mujer hermosa viniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera despacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros.
»Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones.
»Al culpado que cayere debajo de tu jurisdicción considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente; porque aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia.
»Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible: casarás tus hijos como quisieres; títulos tendrán ellos y tus nietos; vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la -203- muerte en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tierras y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo». (Parte II, Cap. XLII.)
Para gobernar hace falta, ante todo, buena intención. Hablándoles de Sancho a los duques, dice Don Quijote: «estoy en duda si será bien enviarle al gobierno de quien vuestra grandeza le ha hecho merced; aunque veo en él una cierta aptitud para esto de gobernar, que atusándole tantito el entendimiento, se saldría con cualquier gobierno, como el Rey con sus alcabalas; y más que ya por muchas experiencias sabemos que no es menester ni mucha habilidad ni muchas letras para ser uno gobernador, pues hay por ahí ciento que apenas saben leer, y gobiernan como unos gerifaltes; el toque está en que tengan buena intención y deseen acertar en todo; que nunca les faltará quien les aconseje y encamine en lo que han de hacer, como los gobernadores caballeros y no letrados, que sentencian con asesor». (Parte II, capítulo XXXII.) Y es lo cierto que a Sancho no le falta buena intención ni deseo de acertar en todo. Además de su bondad y de su sencillez, sabe oír, pensar, valorar, dirigir, alegrar, innovar, autorizar y negar.
Respecto a la política internacional, Sancho había oído decir a Don Quijote que «los varones prudentes, las repúblicas bien concertadas, por cuatro cosas han de tomar las armas y desenvainar las espadas, y poner a riesgo sus personas, vidas y haciendas: la primera, por defender la fe católica; la segunda, por defender su vida, que es de ley natural y divina; la tercera, en defensa de su honra, de su familia y hacienda; la cuarta, en servicio de su rey, en la guerra justa; y si le quisiéramos añadir la quinta (que se puede contar por segunda), es en defensa de su patria. A estas cinco causas, como capitales, se pueden agregar algunas otras que sean justas y razonables y que obliguen a tomar las armas; pero tomarlas por niñerías y por cosas que antes son de risa y pasatiempo que de afrenta, parece qué quien las toma carece de todo razonable discurso». (Parte II, capítulo XXVII.)
Derecho natural y justicia material, arte de gobernar y prudencia política resplandecen, con inextinguible luz, en la obra maestra de Cervantes.
- 9 -La prudencia política de Sancho Panza
Si por prudencia política se entiende la «cualidad de la razón práctica que la dispone a realizar con prontitud, infalibilidad y eficacia los actos enderezados a la consecución del bien común» (Leopoldo E. Palacios), Sancho Panza fue, políticamente, un prudente. Tal vez esperarían algunos que Sancho, de suyo tan astuto y tan poco arriesgado, sería, como gobernante, un oportunista. Porque a nadie, que conozca un poco a Sancho, se le podría ocurrir que tuviese el peligro de ser un doctrinarista. Los principios abstractos, desvinculados de las realidades punzantes de la vida y de las mudanzas históricas, nunca fueron su fuerte. Jamás le vemos absorto en la contemplación de combinaciones ideales. Mientras sueña Don Quijote, al borde de la locura, y su sueño alcanza grandezas ideales que sobrecogen, Sancho se arrastra entre las ollas y los guisos, abrazado a las alforjas de su rucio. Y sin embargo, cuando suena la hora del escudero y recibe el Gobierno de la ínsula Barataria, está muy lejos de ser un oportunista.
Sancho no concibe la política como una veleta -pasional y arbitraria- que se muda a todos los vientos, sin estabilidad y sin rectitud. En conjunción armónica de lo ideal y de lo real, sabe aprovechar las oportunidades que se presentan, juzgándolas a la luz de principios inmutables. Hace una política de realidades, pero dentro de un orden moral inmutable. El bien común de la ínsula es su principal objetivo. Su proceder es moral, sin dejar de ser flexible.
Siente Sancho, como la mayoría de los hombres, vivos deseos de mandar, aunque fuese a un hato de ganado. «Letras -le advirtió al Duque- pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero bástame tener el Cristus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante». (Parte II, Cap. XLII.) Este saber fundamental y su sensatez tan honda, le salvan como gobernante. Sabe de sobra que de cualquier manera que vaya vestido será Sancho Panza. No le falta malicia para penetrar en las intenciones de los litigantes. Descubre que el viejo del báculo ocultaba los diez escudos de oro que debía, en el interior de su bastón, por el juramento que pronunció de haber vuelto con su propia mano a la del acreedor la cantidad adecuada, después de haber entregado el báculo al mutuante, en presencia de Sancho, para que se lo tuviese en tanto que juraba. A una mujerzuela que se queja de haber sido violada, pero que no se dejó quitar la bolsa, le sentencia Sancho: «-Hermana mía, si el mismo aliento y valor que habéis mostrado para defender esta bolsa le mostrarades, y aun la mitad menos, para defender vuestro cuerpo, las fuerzas de Hércules no os hicieran fuerza. Andad con Dios, y mucho de enhoramala, y no paréis en toda esta ínsula, ni en seis leguas a la redonda, so pena de doscientos azotes. ¡Andad luego, digo, churrillera, desvergonzada y embaidora!». (II, XLV.) En este, como en todos los otros pleitos, Sancho juzga luego a juicio de buen varón, sin largas dilaciones. «Yo gobernaré esta ínsula -dítele Sancho al doctor Pedro Recio- sin perdonar derechos ni llevar cohecho». Declara su intención de limpiar el territorio «de inmundicia y de gente vagamunda, holgazana y mal entretenida; porque quiero que sepáis, amigos, que la gente baldía y perezosa es en la república lo mesmo que los zánganos en las colmenas, que se comen la miel que las trabajadoras abejas hacen. Pienso favorecer a los labradores, guardar sus preeminencias a los hidalgos, premiar a los virtuosos, y, sobre todo, tener respeto a la religión y a la honra de los religiosos. ¿Qué os parece desto, amigos? ¿Digo algo o quiébrome la cabeza?». (Parte II, Cap. X LIX.) Dice tanto el buen Gobernador, que el mismo mayordomo confiesa, admirado, que «cada día se ven cosas nuevas en el mundo: las burlas se vuelven en veras y los burladores se hallan burlados». (II, XLIX.)
No olvida Sancho, en el Gobierno, los consejos que le había dado Don Quijote. Juzgando un intrincado y dudoso caso en el que unos jueces le mandaron pedir su parecer, el Gobernador de la ínsula Barataria expresa: «pues están en un fil las razones de condenarle o asolverle, que le dejen pasar libremente, pues siempre es alabado más el hacer bien que mal; y esto lo diera firmado de mi nombre si supiera firmar, y yo en este caso no he hablado de mío, sino que se me vino a la memoria un precepto, entre otros muchos qué me dio mi amo Don Quijote la noche antes que viniese a ser Gobernador desta ínsula: que fue que cuando la justicia estuviese en duda, me decantase y acogiese a la misericordia, y ha querido Dios que agora se me acordase, por venir en este caso como de molde». (Parte II, Cap. LI.) Y Don Quijote -padre espiritual de Sancho- se siente íntimamente satisfecho de las discreciones de Sancho. «Dícenme que gobiernas como si fueses hombre, y que eres hombre como si fueses bestia, según es la humildad con que te tratas», escríbele el caballero a su escudero. Hondamente preocupado por la suerte del nuevo Gobernador, Don Quijote le aconseja, en la misma misiva, que procure la abundancia de los mantenimientos; que no haga muchas pragmáticas, y que si las hace, procure que sean buens, y, sobre todo, que se guarden y cumplan; que sea bien criado, que visite las cárceles, las carnicerías y las plazas, porque la presencia del Gobernador en lugares tales es de mucha importancia; que sea padre de las virtudes y padrastro de los vicios, porque «en sabiendo el pueblo y los que te tratan tu inclinación determinada, por allí te darán batería hasta derribarte en el profundo de la perdición»; en fin, recomienda que les escriba a sus señores los duques y les muestre su agradecimiento.
Determinó Sancho «hacer algunas ordenanzas tocantes al buen gobierno de la que él imaginaba ser ínsula, y ordenó que no hubiese regatones de los bastimentos en la República, y que pudiesen meter en ella vino de las partes que quisiesen, con aditamento que declarasen el lugar de donde era, para ponerle el precio según su estimación, bondad y fama, y el que lo aguase o le mudase de nombre, perdiese la vida por ello; moderó el precio de todo calzado, principalmente el de los zapatos, por parecerle que corría con exorbitancia; puso tasa en los salarios de los criados, que caminaban a rienda suelta por el camino del interese; puso gravísimas penas a los que cantasen cantares lascivos y descompuestos, ni de noche ni de día; ordenó que ningún ciego cantase milagro en coplas si no trujese testimonio auténtico de ser verdadero, por parecerle que los más que los ciegos cantan son fingidos, en perjuicio de los verdaderos; hizo y creó un alguacil de pobres, no para que los persiguiese, sino para que los examinase si lo eran; porque a la sombra de la manquedad fingida y de la llaga falsa andan los brazos ladrones y la salud borracha. En resolución, él ordenó cosas tan buenas, que hasta hoy se guardan en aquel lugar, y se nombran 'Las constituciones del gran gobernador Sancho Panza'». (Parte II, Cap. LI.)
Es claro que desde el punto de vista del Derecho Constitucional, no hay en las llamadas constituciones de Sancho Panza ningún derecho fundamental de organización proveniente de la actividad política; pero lo que verdaderamente importa hacer notar en estas ordenanzas de tan variado aspecto jurídico, es el sentido de las realidades concretas, la solercia, la memoria, la intuición y la providencia de Sancho.
Sancho, el hombre-pueblo, el labriego, fue más feliz con los cuidados de su rucio que con el cuidado de ese gobierno que le hizo subir sobre las torres de la ambición y de la soberbia, y que le trajo al alma -según su propia confesión- mil miserias, mil trabajos y cuatro mil desasosiegos. El Duque se equivocó en el caso de Sancho. No sólo no se comió las manos tras el Gobierno («por ser dulcísima cosa el mando y ser obedecido»), sino que renunció voluntariamente al cargo de Gobernador y salió desnudo, dando a entender que había gobernado como un ángel.
Capítulo XIII Apreciación estética del Quijote
-1 - ¿Qué es lo bello?
Porque lo bello, para ser apreciado, requiere previamente ser sentido, se denomina Estética (de la voz griega «aistesis», sentimiento) a la ciencia de lo bello. Dos problemas fundamentales abarca la estética: el problema de lo bello y el problema del arte. Mientras la teoría del arte se aplica a considerar la realización de lo bello producida por la actividad humana, la teoría de lo bello estudia lo bello en sí mismo, según se encuentra en la naturaleza y según sus afectos en el espíritu del que lo percibe. En este sentido cabe contemplar lo bello bajo dos puntos de vista: subjetivo -en el hombre- y objetivo -en las cosas bellas.
Una resonancia emotiva -emoción estética- y un efecto intelectual -juicio estético- acompañan siempre a la visión de lo bello. Al admirar lo bello experimentamos, ineludiblemente, un puro y peculiar sentimiento de agradabilidad que constituye la emoción estética. «Pulchrum est quod cognitum placet» (bello es lo que conocido agrada), dijo Santo Tomás. Pero además emitimos, al contemplar una cosa bella, un juicio sobre su objetividad.
En la «Crítica del juicio» (lib. I, 5-10) Kant sintetiza el aspecto subjetivo de lo bello en cuatro reglas:
I.- Lo bello es esencialmente desinteresado. El placer de lo bello es superior y distinto de las sensaciones agradables que experimentan los sentidos. «El gusto, afirma Kant, es la facultad de juzgar un objeto por una satisfacción libre de todo interés; el objeto de esta satisfacción se llama bello».
II.- «Lo bello es lo que agrada universalmente y sin concepto». Las cosas bellas lo son para todos, los desacuerdos sobre la valoración provienen de los críticos, no de lo bello en sí.
III.- «Lo bello es una finalidad sin fin». Con ello quiere indicarse que encierra una finalidad en sí mismo lo que no quiere decir que sea la finalidad absoluta y sin fin alguno ulterior utilizable como medio.
IV.- Lo bello es objeto de una satisfacción necesaria. Una cosa bella se impone necesariamente a la admiración del contemplador. Sólo quien carezca de gusto estético o no sepa contemplar puede no gozar ante una obra bella.
Los clásicos han pensado que en el orden («unitas in varietate») estriba el primer elemento que exigimos a las cosas para tenerlas por bellas. Sin desconocer la importancia de este elemento, pensamos que no alcanza a resumir toda la belleza objetiva de todas las cosas bellas. En efecto, existen cosas bellas -un quieto lago, un azul celeste o un sonido deleitoso- en las que el elemento orden no desempeña papel principal o destacado. Pero hay algo más: a nadie se le ocurriría llamar bellos, aunque les reconozcamos la cualidad de ser ordenados en extremo, a un libro de química o de geometría, a un edificio o a una cara inexpresiva.
¿Estará tal vez caracterizado lo bello por la grandeza de la cosa y el poder de la misma? Ante todo se ocurre pensar que existen objetos que no son grandes ni poderosos -una niña, un gatito, un rosal- cuya carencia de dichas notas no obsta para que sean bellos.
Seleccionemos, para analizar, algunos objetos bellos: El «Entierro del conde de Orgaz», del Greco; la Basílica de Santa Sofía, una fuga de Bach y el paisaje de la bahía napolitana. Todos estos objetos son esencialmente expresivos, significantes; nos hablan a la sensibilidad y a la imaginación. Advertimos una íntima vinculación entre lo bello y el pensamiento, un sentido interno y un vigor propicios para sugerir, al espíritu contemplador, un puñado de sentimientos e ideas: majestad, dulzura, dignidad, gracia, alegría, dolor, generosidad, fuerza, armonía, delicadeza... De ahí el genial pensamiento platónico: «la gracia de las formas consiste en que ellas expresan en el seno de la materia las cualidades del alma». Y no anda lejos de Platón, Hegel, cuando afirma, en su «Estética», que lo bello es «la manifestación sensible de la idea».
Para que una cosa sea bella, no basta que sea expresiva. Exprésese la idiotez, el horror, la repugnancia y la fealdad y no se conseguirá la belleza. Es que algo más se requiere: unidad, orden y armonía de la vida noble, plena, libre, rica de ideal. Bien sabía Kant lo que decía cuando afirmó: «bello es lo que satisface el libre juego de la imaginación sin estar en desacuerdo con las leyes del entendimiento».
Belleza es plenitud de vida plasmada en forma, manifestación sensible de lo ideal, forma pletórica de expresión, ser sin mácula... Podríamos decir con Friedrich Kainz, profesor de Estética en la Universidad de Viena, que «la belleza de un objeto reside en su fuerza de expresión, en la plétora de espíritu y de vida que en él se manifiesta, pero, además, en el hecho de que se ajuste a determinadas leyes formales (unidad en la verdad, armonía, simetría, ritmo, proporción, equilibrio de todas sus partes), de que fluya en líneas claras y límpidas, de que presente una clara ordenación armónica en el tiempo y en el espacio, armoniosos sonidos y combinaciones sonoras, limpios colores, etc.»90.
Atrayéndonos irresistiblemente, resplandeciendo por doquier, la belleza -esta belleza terrena que no es más que pálido reflejo de la belleza increada- nos conmueve y nos eleva hasta Dios.
- 2 -Lo bello real y lo bello ideal
Superando su afán por lo útil y práctico, el espíritu humano busca y ama lo bello, porque su contemplación le produce el puro e inefable placer que lo transfigura y arroba. Posesionados y transformados por las cosas bellas que admiramos, reproducido lo bello en todo nuestro ser, despiértase en el espíritu el anhelo de engendrar la belleza, cuya virtud lo embelesó y pone en acción esa fuerza irresistible que es la inspiración. Es así como nace el arte: ese mundo maravilloso e ideal que posee una realidad más duradera que este mundo en el que nos debatimos en medio de la angustia y la desesperanza. Por medio del arte, libremente regido por su voluntad, el hombre logra satisfacer su natural deseo y necesidad de vivir en un mundo ilimitado.
El realismo artístico se contenta con copiar lo natural sin aditamentos ni restas ni modificaciones de ninguna especie. A mayor reproducción, mayor progreso. Intuir los máximos matices y detalles de la realidad y transvasarlos escrupulosamente a la obra artística es lo único que cabe.
Se ha observado -y con razón- que el realismo artístico es insuficiente. El arte no puede limitarse a copiar la realidad: Lo bello natural es imperfecto, incompleto, limitado. En la naturaleza, lo bello está mezclado con lo feo, con lo insignificante o con lo prosaico; velado y oscurecido por manchas que lo enturbian.
Precisamente porque el artista advierte estas imperfecciones de lo bello real, se aleja de la imitación servil y concibe lo bello ideal. Si la reproducción totalmente fiel fuese el objeto del arte, la fotografía sería superior a la pintura, el modelado a la estatuaria, y la versión taquigráfica de un proceso judicial superaría en fidelidad a la más artística novela o al más acabado drama.
La arquitectura y la música son las más alejadas de la imitación. Pero aun la pintura, la escultura, la poesía y la elocuencia, que parecen artes de reproducción, no se atan a objetos reales. Tras la elección de la cosa bella, real o ideal, se procede a eliminar lo prosaico y vulgar. Atenuando unos rasgos, reforzando otros, interpretando y sintiendo el objeto bello, el artista imprime su alma y crea la obra de arte.
¿Podría creerse sensatamente que la realidad logre satisfacer el ansia de belleza que se agita en el espíritu del hombre? Todo auténtico artista depura lo real, lo transfigura. Sirve a una intuición primigenia, eliminando lo incompleto, lo imperfecto. Habrá ocasiones en que el artista exprese la belleza ideal, abstrayendo lo feo, lo prosaico, lo vulgar que encuentra en la realidad, y aumentando los rasgos bellos de las cosas sensibles. Otras veces, cuando la naturaleza no ofrezca modelos, creará directamente la belleza ideal, respetando el ser unitario y verdadero de las cosas, pero expresándolo en bellos y perfectos sonidos, colores y formas.
Es menester, sin embargo, que el artista no huya de lo natural, porque si no asumiera como base de su producción la realidad, la obra de arte carecería de verdad y de naturalidad. Las consecuencias son fáciles de advertir: caída en lo falso, en lo ficticio y en lo fantástico. Ni realismo exagerado ni idealismo a ultranza.
Para sentir y discernir la belleza, requiérese la facultad estética del gusto. Para comprender lo bello en las cosas naturales o en las producidas por el arte, necesitamos el gusto estético, cuyos elementos son la razón, la imaginación y la finura de la sensibilidad. El talento estético supone, a más de los elementos anteriores, la técnica y práctica artísticas. El genio se eleva sobre el talento. «El genio es ante todo inventor y creador. El hombre de genio -dice Víctor Cousin- no puede dominar la fuerza que en el reside y es hombre de genio por la necesidad ardiente e irresistible de expresar lo que experimenta. Se ha dicho que no hay hombre de genio sin puntas de locura; pero esta locura, como la de la cruz, es la parte divina de la razón»91. Enciéndese en el artista genial la incitación a crear, el aguijón de una lucha espiritual constante, al producir la obra magistral. Un algo divino, una fuerza superior e irresistible, se apodera del genio, lo guía, lo seduce, lo gobierna, y lo mantiene siempre en febril actividad. Sus creaciones, siempre elevadas, son inimitables.
Hay quienes reprochan al genio el hecho de que no forma escuela. A esto se le llama en buen romance «pedirle peras al olmo». Si el genio traspasa los cánones comunes de escuela y crea obras maestras de acuerdo a medidas que él sólo es capaz de utilizar, ¿cómo esperar que tenga discípulos?
- 3 -Lo bello y lo feo
Modernamente se dice que la belleza artística es el esplendor del ser puesto en obra. Este pensamiento equivale a aquella vieja y genial sentencia platónica: la belleza es el resplandor de la verdad. Por eso en la historia del ser en el pensamiento occidental los cambios esenciales de la verdad corresponden -como observa agudamente Heidegger- a los cambios de interpretación de la belleza.
Se podrían formar bibliotecas enteras con las definiciones que se han dado de la belleza. Por el momento nos interesa tan sólo la concepción grecocristiana de la belleza como un trascendental del ser, como una cualidad del cosmos o atributo de Dios. Ciertos objetos poseen la cualidad de producir una emoción estética. De ahí que Santo Tomás haya dicho que bello es lo que agrada al ser contemplado: «quae visa placent». Pero cabe preguntar: ¿Qué es la emoción estética? ¿Cuál es la cualidad de los objetos capaz de agradar al ser contemplados?
Siempre que experimentemos un sentimiento desinteresado, puro, agradable, que afecte armónicamente a todas las facultades humanas -sensitivas, intelectuales y morales- estaremos gozando una genuina emoción estética. Mientras el placer de los sentidos está localizado en el órgano sensorial impresionado por el objeto, el placer estético no está localizado en ningún órgano, nace de la mera contemplación del objeto que nos agrada, aunque no encontremos ninguna utilidad en él. El sentimiento armónico generado por la belleza se extiende a todas las facultades humanas. De no ser así -excitación excesiva de una facultad a expensas de otra-, la belleza será defectuosa.
Pero la emoción estética es, en última instancia, inefable. Algo hay en ella de amor, de entusiasmo, de aprobación, pero no cabe confundirla con ninguno de estos sentimientos.
¿Por qué decimos tan sólo de determinados objetos que son bellos? La teoría clásica sostiene que existe en ellos algo fundamental, necesario para la belleza; pero que no es todavía la belleza. Eso fundamental es: el orden, la verdad, la bondad. Aunque fundamental, este elemento no basta. Se precisa algo más: el esplendor, el brillo -elemento formal- que origine la belleza. Por eso se dice que la belleza es esplendor del orden, el esplendor de la verdad, el esplendor de la bondad.
Menester es no confundir la belleza con conceptos afines a lo bello. He aquí las principales categorías estéticas: a).- Lindo (belleza en pequeñas proporciones); b).- Bonito (si el objeto reúne la armonía completa, con todos sus elementos, que supone la belleza); c).- Gracioso (viveza y suavidad de movimientos); d).- Elegante (formas selectas, distinguidas); e).- Sublime (grandeza ilimitada de lo bello).
A lo bello se opone lo feo, lo ridículo, lo grotesco. Lo feo, a diferencia de lo bello, produce repugnancia. La falta de armonía, de orden, de proporción en la forma de los objetos, nos desagrada.
Una moda estúpida ha hecho escoger, a determinados artistas «snob», la fealdad y los valores negativos. Los degenerados morales -que nada quieren saber del amor, de la verdad, de la belleza y de la santidad- representan lo malo en colores atrayentes, por treinta monedas de plata. Y naturalmente que sus mercaderías -revestidas de un ameno aspecto de belleza- atraen a muchos incautos. Con un poco de propaganda y considerables esfuerzos de sugestión, se logra «embobar» a muchos hombres de este siglo de modorra que padece una aguda ausencia de sentido crítico. ¡Y cuidado con que alguien se atreva a llamar a una obra fea o fútil -su nombre verdadero- porque los artistas le desacreditarán, pontificalmente, como un ignorante del arte! Hace falta un poco de coraje para no sucumbir a esa sugestión del momento.
Es antihumano buscar la fealdad por la fealdad. El hombre es un animal sediento de belleza. Cuando falta la belleza, en todo hombre noble se produce «una angustia tan dolorosa -ha dicho monseñor Gustavo J. Franceschi- como el espectáculo de la perversidad o el contacto con la mentira».
Hoy en día se pretende pasar de contrabando, bajo el pabellón del arte, la música más exótica y estrafalaria, la pintura más absurda y antiestética. Es muy fácil llamar retrógrados e ignorantes a los que se atreven a hacer una crítica desfavorable de los esperpentos pseudo-artísticos, pero es muy difícil hacer tragar al hombre natural que la belleza reside, precisamente, en la fealdad. Cuando Dostoievski -un verdadero artista- representa lo malo, tan abundante en la vida, lo hace como una sombra de lo bueno, como una cosa que debemos evitar, y justamente esa representación se hará en forma tal, que lo bueno se vislumbrará claramente a través de ese mal. Porque el fin propio de todos nuestros anhelos, el verdadero alimento de nuestro espíritu no puede ser la maldad, el error y la fealdad sino el bien, la verdad y la belleza.
- 4 -Lo bello y lo interesante
Las cualidades objetivas de la obra de arte sólo cobran vigencia cuando se actualizan en el espíritu de un gustador o -para decirlo en términos más académicos- contemplador entendido. Las imágenes concretas y sensibles operan un a trasposición de sentido. «En la tela -advierte Nicolai Hartmann- 'aparece' otra cosa distinta de lo que está sobre ella. Aparece el paisaje con su profundidad especial, la escena con su vida, la cabeza con sus rasgos característicos. Todo esto no es real, no se debe tomar por real; real a primera vista es solamente la distribución del color en la superficie de la tela. Todo eso 'aparece' sobre ella o por medio de ella. Lo mismo sucede en la escultura. Una figura representa movimiento (el Discóbolo, el caballo de Coleone), pero el producto material en piedra o bronce no se mueve, no debe ser tomado por algo que se mueve. El movimiento, la vida aparecen como otra cosa en lo que es inmóvil e inanimado». (Sistematische Selbstdarstellug.) Bien puede afirmarse entonces, con los estetas contemporáneos, que todo arte tiene un sentido metafórico.
En la antigüedad clásica y en el Medievo, lo que hoy llamamos Estética era una auténtica filosofía de la obra bella. El pensamiento moderno ha dejado de ser, en muchos casos, reflexión filosófica de la belleza para convertirse en una técnica de hacer obras interesantes. El hombre de nuestros días busca en el arte un remedio para atenuar o curar su angustia metafísica ante la nada. Los artistas contemporáneos -muchos de ellos, por lo menos- buscan la belleza en el no-bien, hacen de lo demoniaco y de lo caótico la suprema categoría estética. Pero un arte nihilista no puede perdurar. Vivimos en una época de transición. El arte superrealista -expresión de la actividad automática e inconsciente del espíritu- nos ha producido un desencanto. No se trata de escandalizarse ante el levantamiento de un sistema de represión del subconsciente, sino de percatarse que en el fondo de esa manifestación artística no encontramos ningún mensaje apetecido. Querer destruir la objetividad y dinamitar la realidad es vana pretensión. En vano intentarán los pintores distraernos con colores «agrestes, hirientes, como queriéndose imponer por sí mismos y adquirir una calidad sustancial». Hoy se habla de una plástica del absurdo. Buscando algo nuevo se ha llegado a pintar vacíamente el vacío. Dejémosle la palabra a un ilustre psiquiatra: «¿De dónde procede el valor estético de lo interesante? Lo interesante es lo que atrae y sacude. Sólo el hastiado necesita ser atraído y sacudido. Lo interesante es la categoría estética creada por el aburrimiento. Cuando el aburrimiento subsiste, aumenta las exigencias de interés que deberán ofrecer las creaciones artísticas. Este incremento impone una línea evolutiva al arte, que cada vez se ha de volver más sorprendente, más chocante. Tal sentido evolutivo conduce, necesariamente, a una disolución de las verdaderas categorías artísticas. Al final de la serie el interés ha de venir de muchos desconocidos: fuertes llamadas del inconsciente»92.
Hace ya tiempo -y el mismo López Ibor lo recuerda- que Friedrich Schlegel decía que el predominio de lo interesante significa una crisis pasajera del gusto, puesto que al fin del camino sólo existía este dilema: o la estética volvía a regirse por normas superiores -lo bello como trasunto de lo bueno, como en la estética clásica, con la consiguiente desaparición de lo interesante-, o persistiría en ese mismo nivel, en cuyo caso lo interesante, para mantener su valor estético, debería ser cada vez más excitante y acabaría por degenerar en lo chocante. Lo chocante es la última convulsión del gusto moribundo.
Todos los esnobismos han resultado, a la postre, inútiles como medios de evasión al imperio de la genial sentencia platónica: la belleza es el resplandor de la verdad. Traducida a términos modernos por el doctor Luis Juan Guerrero, profesor de Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires, la sentencia de Platón se convertirá en esta otra: la belleza artística es el esplendor del Ser puesto en obra. Integridad, proporción y esplendor han sido, clásicamente, los tres requisitos de la belleza. Cuando las partes de un objeto resplandecen a la luz de una forma sustancial, nos enfrentamos a la belleza. Lo demás, es alegría inefable, presentimiento de la originaria Belleza divina, de la cual toda belleza terrenal no es sino reflejo.
- 5 -Las Bellas Artes
Etimológicamente la palabra arte deriva del verbo griego «aro», yo dispongo. Comúnmente se define al arte como «el conjunto de reglas y preceptos para hacer bien alguna cosa». En este sentido las artes pueden ser mecánicas y liberales. Las primeras tienen por objeto la confección de cosas útiles (oficios). Las segundas se refieren a la imaginación y al intelecto. En aquellas trabaja más la mano que el espíritu; en estas más el espíritu que la mano. Dentro de las artes liberales están comprendidas las Bellas Artes.
Aunque existen numerosas clasificaciones de las Bellas Artes, nos inclinamos por ofrecer la más clara y sencilla: artes plásticas y artes fonéticas. Esta clasificación tiene su base en el hecho de que el placer estético nos es proporcionado por la vista (forma, colores) o por el oído (sonidos). A las artes plásticas y a las artes fonéticas habría que agregar las artes de movimiento (danza, cinematógrafo, representaciones teatrales), cuyo efecto es un conjunto de impresiones visuales y acústicas.
Pintura, escultura y arquitectura constituyen las tres artes plásticas que se desarrollan en el espacio. La primera bajo dos dimensiones y las dos últimas bajo tres. Son características esenciales de las artes plásticas la objetividad y la extensión.
La danza suaviza ese tránsito de las artes plásticas a las fonéticas. Las expresiones de belleza en el espacio son unidas, en su rítmico movimiento, a las expresiones de belleza en el tiempo (música).
Las artes fonéticas emplean, como medio de expresión, el sonido musical y articulado. Música, elocuencia y poesía hablan al oído y se desenvuelven en el tiempo sin ocupar espacio. Mientras las artes plásticas tienen partes coexistentes en sus obras, las artes fonéticas son sucesivas.
Es nota común de las Bellas Artes el que se vuelvan -despreocupadas de otros valores captables- hacia el valor expresivo de los seres y de las formas como tales. Dejando lo perturbador y enmarañado, búscase la configuración pura, la forma evocadora que suscite sentimientos armónicos. Hay una verdad llamada estética que se da cuando se logra el ajuste perfecto entre sentimiento y expresión. Un resultado así es de valor estético universal.
Evidentemente hay un trato pre-artístico con las cosas, pero el arte modifica las formas de la naturaleza, estéticamente impuras, valiéndose de la transformación, de la yuxtaposición y de la selección. De este modo elévase el valor expresivo, pero siempre en una dirección determinada. Cabalmente por eso se puede hablar de estilo, que no es otra cosa que la modificación, más o menos intensa, del material dado en servicio de la pureza de expresión.
Para el efecto estético es decisivo el equilibrio de los contrastes, la recta proporción, la distribución de los colores y tonos, de las luces y sombras, la medida de la materia y del sonido.
En ocasiones basta la alteración de un solo punto en la obra de arte para acabar con la recta proporción y producir efectos totalmente diversos.
Se ha dicho, y con razón, que la obra de arte es un ser tierno, frágil, y una pequeña modificación, como el matiz sonoro de una vocal en un verso, puede dar al traste con su belleza.
Hay muchas expresiones posibles para sentimientos idénticos. De ahí la variedad de estilos bellos en los diversos países y los diversos siglos. El arte se vincula fuertemente a grupos y comunidades. Para hombres de otra experiencia y de otra nacionalidad, las mismas obras artísticas tienen diverso contenido sentimental. Y es que la expresión artística está íntimamente vinculada a la eventual totalidad de la situación existencial. La poesía lírica, por ejemplo, resulta casi intraducible, a menos de acabar con la armonía vocal, adaptada al sentimiento, y de destrozar la configuración poética. Hay que tener presente que el arte, en cuanto arte, expresa, no comunica. No se trata de revelarnos el ser en sí de las cosas, sino de orientarnos a configuraciones que alegran el corazón.
El arte como liberación nos proporciona descanso en la lucha de la vida. Le experimentamos como «catarsis» y como liberación, no como salvación. Nos quitará, y ya es bastante, la carga de la existencia por unos momentos, para que, fortalecidos, podamos recomenzar el asalto de la altura.
El ilustre filósofo alemán, Prof. Dr. August Brunner, escribe estos luminosos conceptos: «Lo bello es algo sensitivamente perceptible que agrada a todos -distinguiéndose aquí el agradar del apetecer y querer-. Cuanto este agrado sea más universal en el espacio y el tiempo, tanto más pura es la expresión encontrada por el sentimiento, y tanto más universalmente humano será este. El lugar metafísico de lo bello es, pues, el de la intersección de la vida y el espíritu, pero cayendo más del lado de la vida»93. El arte -elemento indispensable para nuestra felicidad- hace que nuestra vida humana se torne alegre, colorida, noble...
- 6 -Estética del Quijote
El Quijote suscita, en el lector, una resonancia emotiva -emoción estética- y un efecto intelectual -juicio estético- propios de la visión de lo bello. Al admirar la figura del Caballero manchego experimentamos, ineludiblemente, un puro y peculiar sentimiento de agradabilidad y emitimos, además, un juicio sobre su objetividad. Don Quijote -esencialmente expresivo y significante- nos habla a la inteligencia, a la sensibilidad y a la imaginación. Advertimos en él un puñado de sentimientos e ideas: caballerosidad, dulzura, dignidad, gracia, delicadeza, dolor, generosidad... El caballero todo, expresa, las cualidades de su alma. Y esta alma nos sugiere la armonía de la vida noble, buena, libre, rica de ideal. Una egregia vida humana plasmada en forma.
Nuestro espíritu busca y ama la figura de Don Quijote, porque su contemplación nos produce un puro e inefable placer que nos transfigura y arroba. Despiértase en el alma el deseo de engendrar la belleza. La inspiración -esa fuerza irresistible- es puesta en acción. Y entonces nos sentimos vivir en un mundo ilimitado...
Cervantes, en su Quijote, sabe mantenerse a buena distancia del realismo exagerado y del idealismo a ultranza. Nunca cae en lo falso, en lo ficticio y en lo fantástico. Pero tampoco se complace en lo feo y en lo chocarrero. Goethe dijo en alguna ocasión, pensando en Cervantes, que «la literatura española ha tenido el genio de confrontar la idea con la realidad, al encarnar esta idea pura y hacerla chocar con las realidades groseras de la vida». Desgraciadamente no supo ver, el egregio escritor alemán, que las ideas no perdieron su alta pureza por el hecho de que Don Quijote no advirtiese muchas realidades concretas. «La idea, que entra directamente en el mundo de los fenómenos, en la vida, en la realidad, no puede -asegura Goethe -, si ella no tiene resultados graves o trágicos, sino ser 'considerada como una quimera, y así, desviada, no teniendo ya su más alta pureza, se pierde. El individuo en el cual ella se manifiesta, lucha en vano por conservarle esta pureza y perece en el conflicto'. Esta idea no tiene ya, desde el momento en que aparece como fantástica, ningún valor: es por eso que el fantástico, que perece al contacto con la realidad, no excita ninguna conmiseración, sino que se vuelve ridículo, porque provoca situaciones cómicas que se prestan perfectamente a los fuegos de los malintencionados. La obra más bien lograda en este género es el Don Quijote; de Cervantes...»94. Es preciso deshacer un equívoco: las ideas (o ideales) de Don Quijote no entran, con frecuencia, en la realidad, sencillamente porque el monomaniaco tiene un falso concepto de la realidad. Sin embargo, no consideramos a los ideales quijotescos, por ese simple hecho, como quimeras. Los ideales de Don Quijote no son fantásticos. Fantásticas son las visiones que el hidalgo manchego tiene del mundo sensible. Pero su daltonismo metafísico -permítasenos la expresión- no le torna ridículo, ni evita que le tengamos una honda conmiseración. El ridículo no despertaría nunca, en nosotros esa emoción estética y ese amor intelectual propios de lo bello y de lo bueno.
«Lo que en la vida nos desazona -ha dicho Goethe- puede gozarse en imagen». Cervantes, como auténtico artista, depura lo real, lo transfigura. Su facultad estética -razón, imaginación, finura de sensibilidad- supone, además, la técnica y práctica artísticas. La belleza artística del Quijote es el esplendor del valor de lo caballeresco puesto en obra. Su lectura nos afecta armónicamente en todas nuestras facultades humanas. El orden, la verdad, la bondad derivadas de la novela cervantina, están envueltos por un esplendor, por un brillo especial. Al lado de la belleza fundamental de la obra se dan otras categorías estéticas afines a lo bello: a).- Elegancia (formas selectas y distinguidas de Don Quijote); b)-. Sublimidad (grandeza ilimitada dejos ideales quijotescos); c).- Gracia (viveza y suavidad del caballero y de algunos otros personajes). Se cuida don Miguel de Cervantes de no escoger la fealdad y los disvalores para representarlos en col ores atrayentes. Un espíritu como el suyo, sediento de belleza, no puede buscar la fealdad por la fealdad. Bien sabía; también, que un arte nihilista no puede perdurar. Como clásico, buscaba la integridad, la proporción, el esplendor... Despreocupado de otros valores captables, se vuelve hacia el valor expresivo del ser de un caballero andante, monomaniaco, es verdad, pero medularmente bueno, generoso, sensitivo y espiritual. El Caballero de la Triste Figura tiene, como todo ente artístico, un sentido metafórico.
Hay quienes han emprendido el estudio de las fuentes literarias de Cervantes en su Quijote, con un fervor digno de mejor causa. A cada paso esperan encontrar, en su pobre y miope cotejo, el antecedente decisivo. Poco ha faltado para que le llamen plagiario. No comprenden, estos míseros roedores de la gloria, que el pensamiento de Cervantes se eleva por encima -y a mucho de distancia- de sus parciales fuentes. Es posible que en el inicio Cervantes se haya valido de algún «Entremés» que le suscitó su concepción de Don Quijote y de Sancho, pero lo cierto es que su genio se emancipa pronto de cualquier antecedente, valorizándole y superándolo. En su estudio intitulado «Un aspecto en la elaboración del Quijote», don Ramón Menéndez Pidal apunta: «Cervantes, justamente en los momentos en que sigue más de cerca al Entremés (se refiere al Entremés de los Romances), aparece más original que nunca. Nada de aquella fresca, sutil y honda finura cómica que hace del episodio de los mercaderes toledanos uno de los mejores de la novela, nada deriva del Entremés; este impuso a la imaginación de Cervantes varios pormenores tan sólo de los más externos de la aventura. El grotesco y apayasado Bartolo se parece en la brutal materialidad de algunos actos a Don Quijote; pero nada más que esto poco, porque carece totalmente del misterioso atractivo interior que acompaña a Don Quijote desde el comienzo»95. Toda esa compleja grandeza que late en el Quijote, es una incesante revelación de lo que puede la invención artística de un genio, más allá de las primigenias fuentes literarias que muy pronto se convierten en estorbo.
- 7 -Estilo de Cervantes en el Quijote
El estilo -rúbrica auténtica del más íntimo modo de ser- se refleja en todo cuanto el hombre hace y produce, lo mismo en el porte y el ademán que en la creación artística o intelectual. «El estilo es el hombre», ha dicho Buffon. La afirmaciones correcta, siempre que se entienda por hombre al individuo concreto. Cada individualidad tiene un modo peculiar de expresarse en forma literaria o artística, de actuar en el orden moral o social, de pensar en materia doctrinal y de exponer su ideología. Estos modos peculiares de las personas son expresiones de su carácter mental y hasta de su temperamento fisiológico.
Si Don Quijote -como objeto estético- es un individuo de la especie de Cervantes, preciso es examinar -usando el término orteguiano- su protoplasma-estilo.
En Cervantes alentó siempre una irreprimible aspiración romántica. Abandonó el campo de la acción sólo cuando se convenció de que la realidad no podría colmar sus ímpetus heroicos de grandeza. Insatisfecho, pero no resentido, buscó convertir toda su energía creadora en actividad estética. No quiso escribir para negar seca y prosaicamente los proyectos ideales, sino para purificarlos y complementarlos. Era un espíritu equilibrado -no lo hubo mayor entre los ingenios del Renacimiento- que empleaba una benévola ironía para atacar cuanto de utópico, inmoral y hueco había en la degeneración del ideal caballeresco. No se olvide, sin embargo, que don Miguel de Cervantes y Saavedra era un caballero de clásica serenidad -pese a sus románticas aspiraciones- que quiso enaltecer y transfigurar los ideales caballerescos. Le tocó nacer en una época de crisis. Un mundo se perdía en el ocaso y apenas sí se veía alborear un nuevo mundo. El ilustre Manco de Lepanto se siente oscilar, en un tránsito sucesivo, de lo ideal a lo real. ¿Qué hacer? ¿Serán sus ideales proyectados en la vida una mera alucinación? ¿Pueden quedar incólumes los valores morales a cuyo servicio puso su brazo armado, aunque el contacto de la áspera realidad, siempre imperfecta, le haya limitado y desgarrado? Cervantes se ve llevado, paulatinamente, a echar mano de un ente de ficción, de un héroe que al principio no es sino un monomaniaco. Gradualmente va desenvolviendo, en Don Quijote, un riquísimo contenido ideológico y moral. Pronto advierte que no se trata de un loco cualquiera, a los cuales, por lo demás, les tuvo siempre mucha simpatía. Sus frívolos burladores nada pueden contra la nobleza y sabiduría de Don Quijote. La risa va ahora acompañada de un profundo respeto a esa mente inmaculada que alberga los más altos ideales. Cervantes ha conseguido purificar las risotadas vulgares para quedarse en un humorismo sin hiel. Su héroe es ya un símbolo sin dejar por ello de ser una criatura viva. La veneramos como símbolo porque antes le queremos criatura concreta. Nos alegramos de sus triunfos, nos entristecemos de sus derrotas, nos sentimos molestos de las burlas que sufre (aunque él no lo advierta), nos enorgullecemos de sus discursos y sabias razones y hasta nos duele, por ejemplo, ese incidente en que se le sueltan los hilos de una media. Decididamente estamos con él. ¿No es acaso este el mayor triunfo del estilo cervantino?
«No fue de los menores aciertos de Cervantes haber dejado indecisas las fronteras entre la razón y la locura -asegura don Marcelino Menéndez y Pelayo- y dar las mejores lecciones de sabiduría por boca de un alucinado. No entendía con esto burlarse de la inteligencia humana, ni menos escarnecer el heroísmo, que en el Quijote nunca resulta ridículo sino por la manera inadecuada e inarmónica con que el protagonista quiere realizar su ideal, bueno en sí, óptimo y saludable. Lo que desquicia a Don Quijote no es el idealismo, sino el individualismo anárquico. Un falso concepto de la actividad es lo que le perturba y enloquece, lo que le pone en lucha temeraria con el mundo y hace estéril toda su vida y su esfuerzo. En el conflicto de la libertad con la necesidad, Don Quijote sucumbe por falta de adaptación al medio; pero su derrota no es más que aparente, porque su aspiración generosa permanece íntegra, y se verá cumplida en un mundo mejor, como lo anuncia su muerte, tan cuerda y tan cristiana»96.
Con Don Quijote surge una nueva categoría estética. Realiza, ya lo hemos apuntado, el valor de lo bello y otras categorías estéticas afines: sublimidad, elegancia, gracia. Pero introduce en el mundo del arte algo radicalmente nuevo y distinto. Se ha tratado de explicar esta original e irreductible categoría estética, diciendo que es una nueva casta de poesía narrativa, no vista antes ni después, tan humana, trascendental y eterna como las grandes epopeyas, y al mismo tiempo doméstica, familiar, accesible a todos, como último y refinado jugo de la sabiduría popular y de la experiencia de la vida. Lo cierto es que todo intento de explicación fracasa, porque el nuevo mundo poético de Cervantes es, en cuanto a belleza se refiere, inefable. Podemos, no obstante, aproximarnos prudentemente a esos nuevos cielos y nuevas tierras que Cervantes descubre para el arte universal. Bueno sería que en esa aproximación nos fuésemos revestidos de ese temple cervantino: equilibrado, armónico, católico, comprensivo, indulgente, idealista, jovial, humano. Porque humanísima es esa contemplación cervantina de la vida, en que el sentimiento de justicia, no realizada, nunca empaña la serenidad de su inteligencia y la salud de su piadoso corazón.
Cervantes -potencia creadora y renovadora- obra en su estilo como opera la naturaleza: como energía creadora que adapta felizmente los medios al fin propuesto. Suscita una nueva forma en el conjunto del universo, un universal sin concepto -como lo podría haber dicho Kant-, un universal poético: el Quijote. Nos brinda -¿cómo valuar ese don?- su individualidad incomunicable, en conjunción con la vida española y las esencias de la humanidad entera.
- 8 -Estilo literario del Quijote
El Quijote nos ofrece todos los zumos y los ritmos de la vida humana. Bien humedecidas sus raíces en la tierra española, Cervantes se siente lanzado en aspiración vertical hacia las alturas. Y entonces se vierte -íntegra, fielmente- en un libro. El estilo, es el hombre con toda la sangre de su espíritu. Presentía don Miguel que había venido al mundo para vaciar el fuego poético de su vida, para escribir una obra. En el atardecer de su existencia, después de haber vivido con amplitud y profundidad, se apresta a darnos su mensaje definitivo. Nada de rigideces en la forma. Presentación de momentos existenciales en un arte fluido, flexible, variadísimo. Ritmo y armonía en la prosa. Frases gallardas y agudezas de concepto. Abundan los párrafos elegantes y correctos. Los adjetivos son escogidos casi siempre con buen tino y gracia inigualable. Hay epítetos que valen por toda una frase. Selecciona, con exacta propiedad, la palabra adecuada, sin aplicar inútiles pegotes. Una dulce serenidad -rítmicamente pausada- permea toda la obra.
La magia de la palabra cervantina se pone de manifiesto, sobre todo, en la descripción de caracteres y momentos psicológicos. Más que los colores le importan las formas. Nada nos dice Cervantes sobre el color de los ojos y del cabello de Don Quijote. Nada sobre la tonalidad de su piel. ¿De qué color era Rocinante? ¿Cómo era el hermoso rostro de Luscinda? ¿Cuál era la fisonomía física de la Duquesa? Nunca podremos saberlo. Apenas sí tenemos ocasión de conocer el retrato -más bien debiera llamarse caricatura- de la famosa y deforme Maritornes. En cambio, ¡qué magnífica descripción psíquica de la ventera, de don Diego de Miranda, de doña Rodríguez, de Pedro Alonso! Con unos cuantos, pero muy expresivos rasgos, Cervantes dibuja, con mano maestra, el semblante espiritual de los personajes. Por arte del genio cervantino podemos vivir verdaderos momentos vitales con toda la riqueza de sus implicaciones. Por lo concreto y efímero nos asomamos a lo universal y eterno. Es el hombre de carne y hueso -ese mismo del que nos hablara Unamuno-, en la plenitud, funcional de su cotidiano vivir, el eje central del mundo construido por Cervantes.
No hay para qué negar que Cervantes incurre en descuidos, incorrecciones, incongruencias y despropósitos. Hay mucho de improvisación en el plan externo. Autores alemanes han examinado acuciosamente, hasta caer en torpeza, los defectos de la estructura y plan del Quijote. En sustancia, estos críticos nos vienen a decir que no era posible presentar en modo alguno a Don Quijote en este escenario temporal del mundo sin violentar parcialmente la realidad del mundo que nos es dado. Cervantes que, consecuentemente con su idea o propósito inicial evitó sabiamente todo lo contranatural, tuvo la precisión de avenirse con muchas cosas y situaciones innaturales, es decir, inverosímiles e increíbles. En el círculo habitual de la vida corriente no encontraremos venteros que se presten a alistar en la orden de la andante caballería a un loco, ni gentes como el párroco, el barbero y el bachiller que se avengan a hacer retornar al buen camino al soñador monomaniaco, ni duques dispuestos a poner en movimiento complicados enredos y difíciles manipulaciones para burlarse de un pobre extraviado mental. El desarrollo de la novela no es continuado y orgánico, por eso se apela a un demiurgo que dirige o vigila el curso de los acontecimientos. Abundan los encuentros fortuitos y los acontecimientos casuales. Se repiten motivos y descripciones y etopeyas. Todo ello puede ser cierto, pero es, desde luego, miope y parcial.
La depuración del tipo quijotesco sobrepasa, con mucho, los descuidos de algunos pormenores. Una íntima y prolongada convivencia de Cervantes con su Don Quijote le hizo avizorar toda la honda y compleja grandeza de su ente de ficción. El personaje se desenvuelve, sin cansarnos, en una larga novela de aventuras. Espontáneamente, con fuerza avasalladora, van surgiendo en diversos momentos de vida auténtica rasgos de alto voltaje espiritual, facetas de imprevista hermosura. La realidad escribe por la pluma de Cervantes. ¡Quédense los cazadores de gazapos con sus terroncitos gramaticales y sus bien medidas reglas de preceptiva! Cervantes, el Gran Poeta -como le ha llamado un ilustre amigo nuestro- «de la palabra tierna, recién creada, mojada aún, como los seres en la mañana de la creación», está más allá de las grotescas y parciales imágenes de los que usan lupa, porque están casi ciegos.
He aquí una eterna lección de Cervantes: someterse humildemente al asunto, ver la realidad con objetividad serena y mirada amorosa. El príncipe de los ingenios españoles no violenta las cosas ni las personas. Las intelige y las deja que hablen por su boca. Casos de la vida familiar son elevados a la dignidad de la epopeya. Y caso único de la literatura universal: un héroe de novela que, por decirlo así -observa Thomas Mann-, viva de la gloria de su gloria; la simple reaparición de personas conocidas en las novelas cíclicas, como en las de Balzac, es otra cosa... En el Quijote hay mucho mayor vejamen romántico, mucho mayor magia irónica. Don Quijote y su escudero salen (en esta segunda parte) de la esfera real a que pertenecían, de la novela en que han vivido. Andan como realidades potenciales por un mundo que, como ellos, representa un grado más elevado de realidad en comparación con su mundo anterior, a pesar que este también era un mundo imaginario, una evocación ilusoria de un pasado ficticio, así que Sancho se permite la broma de decir a la duquesa... «Y aquel escudero suyo que anda o debe andar en tal historia, a quien llaman Sancho Panza, soy yo si no es que me trocaron en la cuna, quiero decir que me trocaron en la estampa». Cervantes llega hasta insertar una figura sacada de la falsa y detestada continuación «para que esta figura se convenza de que el Quijote con que estaba unido en ella no pudo ser el verdadero»97.
De la vida misma y su contorno brotó como de una fuente riquísima el chorro abundante, fresco, transparente, del humor cervantino. Su sátira finísima no ofende ni exacerba. Su poder comprensivo penetra suavemente en lo más hondo del alma humana. Prosa poética la suya que exhala calor de vida y gestos de hidalgo. Prosa en que los estilistas admiran la elegancia de la elipsis, la naturalidad de la antítesis, la simpatía de la hipérbole, la exactitud del epíteto, la franca reduplicación... Y por encima de todo ese amor, esa absolución indulgente para la vida humana...
Capítulo XIV Cervantes y la poesía
- 1 -¿Qué es la poesía?
«Poesía, podríamos decir, es hoy como el recuerdo infantil de un mundo soñado entre sueños, en el lecho desencantado de la propia vista que apenas nos deja hablar con Dios a fuerza de ahogar entre gritos la palabra sagrada de los cielos». Adolfo Muñoz Alonso
He aquí dos actitudes irreductibles: 1) Apoderarse discursivamente de la sustancia poética con el propósito de analizarla y desentrañar sus procedimientos; 2) Vivir la virginal esencia de la poesía por la vía cordial sin que la razón hunda en ella su garra. Se puede tener una vivencia que nos haga vibrar al unísono con el poeta, o se puede teorizar acerca de la esencia de la poesía; lo que resulta realmente imposible es hacer ambas cosas a la vez.
Sabemos que en un libro anterior -«Teoría de la Expresión Poética»- Carlos Bousoño explica que la labor poética consiste en modificar la lengua: el poeta ha de trastornar la significación de los signos o las relaciones entre los signos de la lengua porque esta modificación es condición necesaria de la poesía. ¿Razones? Piensa Bousoño que los contenidos psíquicos -perfectamente individualizados- son únicos en la intensidad de sus elementos afectivos, en la nitidez de sus percepciones sensoriales y en la complejidad sintética de su conjunto. La lengua, en cambio, no puede aludir individualmente a las cosas ni manifestar sintéticamente lo que las realidades tienen de complejas... Por otra parte, la lengua, con su carácter analítico, falsea la expresión completa y justa de los contenidos anímicos. Resultado: para hacer de la lengua un instrumento poético es preciso hacerle sufrir una transformación. Valiéndose de procedimientos, el poeta ha de someterla a una serie sucesiva de cambios, a los que llamaremos sustituciones.
Más allá de esa estructura externa, material o expresiva -como la estudiada por C. Bousoño- está la estructura interna espiritual. Sólo cuando se dan chispazos metafísicos del sentimiento, los versos llevan el nombre de poema. La configuración del poema consta de materia y forma. Aquello que el poema expresa -próxima o remotamente- es su materia. Pero la poesía, si lo es auténticamente, debe ser la conformación poética de su materia -asunto o tema- que no se da cabalmente sino por la belleza de los sentimientos llevados a un grado de abstracción.
Con sólo el metro, el ritmo y la rima no se tiene la poesía. Son estos los elementos de la estructura externa que, sin la entraña poética, quedarían reducidos a mera cáscara vacía.
Aunque nunca haya hecho versos, José Vasconcelos es un enorme poeta. Poesía mayor es la suya, que por iluminaciones misteriosas y súbitas incorpora los objetos y las pasiones a un ritmo de sentido espiritual. «La poesía -expresa Vasconcelos- es aquella parte del arte que por medio de las palabras y el ritmo ensaya transmutar lo real en lo divino. La palabra es la plástica del poeta y la poesía es la música del amor, así como el amor es el modo de la existencia divina». («Estética».) La imagen del poeta no es el signo del matemático, el término del lógico, sino una espiritualización del objeto mismo, mejorado en su sustancia, enriquecido en el contenido. Un concreto material que se eleva -vasconcelianamente hablando- a la categoría de concreto de espíritu. El poeta añade contenido a la forma, la preña. (Opus cit.)
La poesía no es producto de la voluntad del poeta ni valor «nacido por sí mismo». Nuestro Fray Luis de León lo dejó dicho: «Poesía no es sino una comunicación del aliento celestial y divino». La gracia de la inspiración es primero, la respuesta que ofrece el poeta viene después.
Cuando el poeta supera el sentimiento real concreto y canta lo emotivo universal pone en juego algo más que la razón o, por lo menos, algo diferente: la simbolación sensitiva. Aunque su conmoción íntima y personalísima sea intransferible, nos comunica su estado y el fruto de su inspiración. Porque la poesía posee, como virtud primaria, el don del contagio. El poeta es -como lo quería Platón- un endiosado, un arrebatado.
Recreación mágica y virginal; rodeo inesperado que nos sitúa ante «El dorso nunca visto del objeto de siempre» (Ortega y Gasset); el misterio de la poesía -siempre viejo y siempre nuevo- se renueva sin cesar:
«¡Poesía; rocío de cada aurora, hijo de cada noche; fresca, pura verdad de las estrellas últimas, sobre la verdad tierna de las primeras flores! ¡Rocío, poesía; caída matinal del cielo al mundo!».
- 2 -Disquisiciones sobre lo poético
No tiene razón Valéry al poner en primer plano de lo poético el ritmo y la sonoridad, como no la tiene tampoco Bremond al reducir la poesía a una música verbal.
El ritmo no es, precisamente, lo que produce la impresión de lo poético. Sirve, eso sí, para adormecernos y prepararnos a las sugestiones de la poesía. Eastman advierte que la función propia del ritmo es, esencialmente, hipnotizar al lector, o por lo menos ponerlo en un estado crepuscular propenso a representarse las palabras con una intensidad que raya en la alucinación. Por eso ocúrresenos decir que el ritmo es un elemento pre-poético, preparatorio.
Con pura música verbal no se hace poesía. Hay textos sumamente musicales que nadie se atrevería a llamarlos poéticos. Los ejemplos abundan. Hay muchos poemas que traducidos a otro idioma perderían, probablemente, su musicalidad, pero conservarían, no obstante, su garra poética.
Pensaba Antonio Machado que el elemento poético no era la palabra por su valor fónico, ni el color, ni la línea, ni un complejo de sensaciones, sino una honda palpitación del espíritu; lo que pone el alma con voz propia en respuesta animada al contacto del mundo... Los universales del sentimiento, los ecos -inertes, pueden sorprenderse mirando hacia dentro, en un íntimo monólogo.
Al poeta se le plantean -como genialmente apunta Antonio Machado- dos imperativos, en cierto modo contradictorios: esencialidad y temporalidad. El pensamiento lógico y formal es destemporalizador. Cuando se piensa lógicamente queda abolido el tiempo. Pero al poeta no le es dado pensar fuera del tiempo absolutamente nada. Por ello, se sentía el autor de «Campos de Castilla» en desacuerdo con esa lírica dominante, intelectual más que emotiva. «Ni ha cantado jamás el intelecto, ni es su misión hacerlo». Debe, no obstante, apuntar a la poesía su imperativo de «esencialidad». Pero las ideas del poeta no son categorías formales, cápsulas lógicas, sino directas intuiciones del ser que deviene, de su propio existir: «...Inquietud, angustia, temores, resignación, esperanza, impaciencia que el poeta canta, son signos del tiempo, y al par, revelaciones del ser en la conciencia humana».
No es la comprensión de un suceso o de una situación lo que nos produce el estado de alma poético, sino el valor directo de todos los elementos que nos causan esa pura fruición de sentir y de percibir. Poco nos importa -cuando estamos en trance poético- el encadenamiento de las causas y de los esfuerzos hechos para acelerar o retrasar los acontecimientos. Sólo los valores de la afectividad y de la sensibilidad son los que cuentan; sólo la pureza de corazón nos hace vibrar al unísono con el poeta.
Razón y voluntad deben ser relegados a un segundo plano para poder alcanzar lo poético. Es preciso vaciar nuestro ser y dejarlo disponible, enteramente receptivo, para que nos invada el misterio de la poesía y nos abandonemos al imperio del sentir.
Robert Salmon acuñó en una fórmula breve y contundente toda la esencia de la poesía: «presentación de un valor sentimental, sensual o sensorial, en estado abstracto, separado de su soporte natural, y, por esta razón, separado de todo esfuerzo de saber y de querer». Un valor afectivo sentido en su pureza abstracta, separado de las causas que lo han producido, viene a caracterizar el estado de alma poético. Jean Hytier solía decir -y ahora lo podemos comprender con plenitud de sentido- que la poesía es una metafísica del sentimiento.
Dondequiera que exista un hombre que aguce sus sentidos y sus sentimientos, puede brotar la poesía. Allí donde haya valores afectivos y sensoriales, emancipados de las causas que les dieron origen y plenamente libres para jugar consigo mismos, allí habrá poesía.
Cuenta Unamuno que, en cierta ocasión, le decía el gran poeta portugués Guerra Junqueiro: «Un pensador, un filósofo, un sociólogo, puede no ser patriota; pero un poeta, si no siente lo que en derredor tiene, lo concreto y lo vivo, con mayor fuerza que lo lejano y lo abstracto, será cualquier cosa, pero poeta no». Quiere Unamuno que nos elevemos de lo circunscrito y temporal a lo universal y eterno. «Eternismo y no modernismo es lo que quiero; no modernismo, que será anticuado de aquí a diez años cuando la moda pase». En el seno de nuestro recinto, de nuestro país y de nuestra época, hay que bucear para aprehender lo eterno. Machado y Unamuno coinciden en la pretensión de dar en sus versos algo sustancial suyo. Ambos piden a la poesía densidad y honda conmoción humana. Más que musicalidad quieren hondas resonancias, Dios y tonalidad del universo, provocación para atrapar lo inasible...
¡Poesía: fiesta de la imaginación! ¡Poesía: fiesta del sentimiento!
- 3 -¿Qué es y qué no es la poesía?
En un verdadero poema, las imágenes no son -no deben ser- cobertura de conceptos, sino expresión de intuiciones. Hay una zona sensible y vibrante en la conciencia inmediata del hombre que se conmueve ante un cielo rojizo, un mar esmeralda o un prado amarillo... No se trata de objetos ideales que estén en la región intemporal e inespacial de la lógica, sino de cosas concretas, de imágenes en el tiempo. Antonio Machado habla de una dialéctica sensorial y emotiva que nada tiene que ver con el análisis conceptual que llamamos, propiamente, dialéctica.
El poeta es como un niño que contempla, con ojos maravillados, el espectáculo de la naturaleza. Una emotividad singular estremece sus imágenes. No pretende formular definiciones, sino gozar sus vivencias al expresarlas.
Hoy estamos ya de vuelta de aquellos intentos forjados por los epígonos de los simbolistas para construir poemas ayunos de todo ingrediente conceptual. Un poema no existe sin una estructura espiritual, sin una armazón inteligible y lógica. Lo que sucede es que con la pura armazón inteligible y lógica no se alcanza aún el valor emotivo que supone toda poesía. La auténtica poesía de todos los tiempos ha hecho siempre su carne y su sangre de las fluidas y temporales vivencias del poeta. «No es la lógica lo que el poema canta, sino la vida, aunque no es la vida lo que da estructura al poema, sino la lógica», ha dicho, espléndidamente, Antonio Machado. Todo intento de hacer lírica al margen de toda emoción humana, por una especie de álgebra de las imágenes o de arte combinatorio de puros -y como tales hueros- conceptos, ha resultado, a la postre, definitivamente estéril. Pero tampoco cabe hacer de la lírica «un arte de ciegos músicos»: «De la musique avant toute chose», como lo quería Verlaine. Es preciso recordar que en el fondo de toda lírica hay siempre una metafísica implícita. Un poema sonoro con una total opacidad del ser podrá servir a una pieza musical de Wagner, pero nunca a una poesía. Una expresión pura de las potencias oscuras, de las raíces soterrañas del ser, de lo subconsciente, podrá interesar al psicoanalista; pero el poeta anda en pos de la expresión integral del hombre de cada tiempo y no de los estados semicomatosos del sueño. Pedimos a la poesía un mundo poblado de figuras luminosas, no de fantasmas. Ante las presencias múltiples que salen al paso del poeta no se puede estar dormido, sino despierto. Sólo así -al choque de las más diversas cosas- surge el asombro del poeta. ¡Ojos maravillosos que tanta belleza abarcan!
«¡Ojos maravillados, que asistís al concierto sigiloso del mundo, mil veces más etéreo y sutil que la música!».
Por una parte el poeta (Moreno Villa) dibuja, con fino lápiz, su sentir. Pero, por otra, el frío contorno de las cosas impone su línea objetiva. Es ese el camino para lograr un equilibrio entre lo intuitivo y lo conceptual. «Poesía desnuda y francamente humana he pretendido hacer», afirma el poeta. Pero, ¿lo habrá logrado? En la ilimitada variedad plástica de lo humano, me pregunto yo si algún poeta habrá podido intuir esa inagotable gama de modos humanos de ser.
Poetizar es, esencialmente, fundar el ser en palabras, ha enseñado Heidegger. Y García Bacca comenta: «Un poema no es nunca uno de tantos poemas, ni un poema cualquiera. Poesía no puede realizarse en un poema cualquiera; basta con que un pretendido poema sea uno de tantos, un cualquiera, para que no sea ya poético. Poema es algo en singular; original ejemplar, único de una única edición. Nos hace falta, pues, para dar sentido a esencia de poesía, un concepto de esencia en estado de flor, esencia-en-flor. No, esencia en fruto, fructífera para matemáticas, física, lógica, mas no para poesía». En su afán de impedir que las palabras-en-flor se troquen en palabras-cosa, García Bacca bordea peligrosamente el irracionalismo. Quiere revivir, o reprimaverizar las cosas -intento muy loable por cierto-, pero cae en el exceso de afirmar que la «poesía no tiene, por suerte, esencia». Concibe el poetizar como faena divina, aproximándolo demasiado a una «creación de nada, de esa nonada que es el aire, hecho o moldeado en palabras». En rigor -e importa mucho el decirlo-, sólo Dios es creador. Los hombres producimos, combinamos, intuimos, pero no podemos crear. Porque «poner a las cosas más allá (metá), plus ultra, de su incardinación, afincamiento, fijación en singulares, en cosas y casos, trasladándolas airosamente (forá) de una cosa a otra, sin dejar que en ninguna se posen, y que de ninguna se prendan» (García Bacca), no es, ni remotamente, pensamos nosotros, un acto de creación. Sólo Dios fundamenta el Ser sobre su palabra. En este sentido, Dios es, por antonomasia, el poeta: poeta de sí mismo. Los hombres son poetas por participación. La esencialidad vislumbrada y centelleante de las cosas hacen que los hombres -los poetas- moren sobre la tierra sobrecogidos poéticamente. Trátase de una revelación del ser de la Existencia por vía vivencial singular, única, irrepetible. Más que pensar sobre el ser y las cosas, el poeta contempla el ente concreto, lo ilumina y lo plasma imaginativamente en la palabra.
- 4 -Cervantes, poeta
Cervantes -creador de mitos y compañero eviterno del género humano- es poeta. Poeta excepcional. No de aquellos que se limitan a cantar sus propias cuitas -poetas de «estirpe lunar»-, sino de otros -de «estirpe solar», como alguien les ha llamado- que escrutan la universalidad de lo humano, que captan el sentido recóndito de la armonía cósmica. Astros y almas, pueblos y épocas. Fundador y cabeza de una nueva progenie, en España y en el mundo, de poetas solares. La épica, la dramática y la lírica tienen en el como antes se decía, un vate, un mago, un hierofante. Siente los valores afectivos en su pureza abstracta, separados de las causas que los han producido. En el abundan los chispazos metafísicos del sentimiento. Con las palabras ensaya una música del amor.
La vocación poética de Cervantes es un hecho indubitable. Poeta precoz y duradero, nunca dejó de versificar. Empezó su vida literaria a los veintiún años (1568) con una poesía lírica, «Elegía a la muerte de la reina doña Isabel de Valois», celebrada por su maestro López de Hoyos, quien se refiere a Miguel de Cervantes como su «caro y amado discípulo». Todavía en su lecho de muerte compone algunos versos. Persiste en versificar en las circunstancias más ingratas. Tiene conciencia de su propio mérito y de su capacidad psicológica de poeta nativo. Tradicionalmente se venía diciendo que Cervantes reconoció su incapacidad como versificador, invocando, como prueba, aquel conocidísimo terceto del «Viaje del Parnaso»:
«Yo que siempre me afano y me desvelo por parecer que tengo de poeta la gracia que no quiso darme el cielo...».
Desde Navarrete hasta Fitzmaurice-Kelly, pensaron muchos autores que Cervantes confesó ingenuamente que la naturaleza le había negado el don de poesía. Hoy la verdad se ha abierto paso y las interpretaciones han cambiado. Restituida esta confesión al poema burlesco, «vale decir -como lo expresa el cervantista argentino Ricardo Rojas- a la luz de su ambiente y de su espíritu, que este terceto dice lo contrario, puesto que encubre una ironía bajo su fingida humildad»98. No es posible tomar en serio lo que Cervantes dice en un poema de tono caricaturesco, con propósito de fustigar a los poetas «sietemesinos» y a la «canalla inútil». Satiriza a los que «hipan» y «sudan» al componer sus versos, el que supo decir:
«Desde mis tiernos años amé el arte dulce de la agradable poesía, y en ella procuré siempre agradarte.
Esencialmente emotivo, Cervantes se deja guiar, hasta en la prosa, por una pauta musical. Hace versos casi con la misma naturalidad con que respira. He aquí un magnífico ejemplo de simetría y de norma rítmica:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombres de dorados y no porque en ellos el oro que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella, venturosa, sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario (sustento, tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente estaban convidándoseles con su dulce y sazonado fruto.
Expresión sencilla, emoción humana, gracia alada y tono de leyenda se pueden advertir en aquella serranilla:
Bailan las gitanas, míralas el Rey; la Reina, con celos, mándalas prender. Por Pascua de Reyes hicieron al Rey un baile gitano Bélica e Inés. Turbada Bélica cayó junto al Rey, y el Rey la levanta de puro cortés. Mas como es Belilla de tan linda tez, la Reina, celosa, mándala prender.
Como verdadero poeta, Cervantes no sólo cultivó la versificación, sino que mostró gran riqueza de emociones y tonos, variedad de metros e invenciones. La crítica contemporánea ha demostrado que «los presuntos errores son erratas de imprenta o falsas grafías con relación a la prosodia actual». Abundancia de vocabulario, castidad de sintaxis, buen gusto ingénito y sano instinto popular son cualidades del más ilustre de los escritores españoles, que distinguidos cervantistas han puesto ya de manifiesto. Musa popular y musa académica ostentan una misma fluidez y emoción. Poeta -y gran poeta- es quien escribió aquella sentida plegaria «Oración Cristiana», la ha llamado Ricardo Rojas- que se contiene, en forma de soneto, en «La gran sultana».
A ti me vuelvo, gran Señor, que alzaste, a costa de tu sangre y de tu vida, la mísera de Adán primer caída, y a donde él nos perdió, tú nos cobraste. A ti, Pastor bendito, que buscaste de las cien ovejuelas la perdida, y hallándola del lobo perseguida, sobre tus santos hombros te la echaste. A ti me vuelvo en mi aflicción amarga, y a ti toca, Señor, el darme ayuda, que soy cordera de tu aprisco ausente. Y temo que a carrera corta o larga, cuando a mi daño tu favor no acuda, me ha de alcanzar esta infernal serpiente.
Cervantes fue, como poeta, un precursor de la lírica popular española. Su necesidad de canto era, en él, una necesidad interior. Nadie puede negarle ese ritmo esencial, ese don de hablar en verso. Antes de Góngora, reunió, en la abundancia de su obra, dos tendencias que se tenían por hostiles: el metro popular con su lírica realista y el arte mayor con una música más compleja y una sensibilidad más afinada. En los mecanismos externos del arte poético muchos sucesores lo superan. La técnica de Cervantes, en versos y comedias, es a veces deficiente. Su gloria, como poeta, es la de haber sido, como el mismo se llamó, «un raro inventor». «De Homero saltamos a él, como iniciador de un nuevo ciclo literario. Virgilio es un imitador del padre antiguo, y Dante confiesa la genealogía de su Comedia, dejándose guiar por Virgilio, su 'duca', su 'maestro', su 'signore'. Ariosto, Tasso, Ercilla, Milton, Camoens, tampoco escapan a esa influencia ancestral y, desde luego, no alcanzan la magnitud del progenitor. Shakespeare viene de Sófocles más que de Homero; Rabelais, demasiado primitivo, amontona en su obra la parte más visible de la vida moderna, pero no llega a crear los mitos que sintetizan el nuevo espíritu: es el precursor ciclópeo de Dickens o Balzac, pero no alcanza a universalizarse, como el otro, en la renovación de la epopeya por el humanismo». (Ricardo Rojas.)
Inventor de su propio cauce -ritmo y acento-, Cervantes, creador de mitos y maestro de los hombres, es, en su interior, una fuente de músicas encendidas y de palabras aurorales que revientan en zumos. Por su voz, ancha y sonora, escuchamos el eterno, mensaje del hombre.
- 5 -«Canción Desesperada»
Críticos autorizados, entre ellos Andrés Ovejero, Mariano Miguel de Val y Santiago Montero Díaz, se han permitido apuntar que la «Canción Desesperada» es «la obra maestra de la poesía cervantina» y «uno de los mejores poemas de todo el idioma castellano». (Montero Díaz.) Un incontenible «pathos» se desborda en una expresión desesperada y dinámica. Una dialéctica emotiva y sensorial estremece con sus imágenes. Se advierte, en el fondo de esta lírica, una metafísica implícita. Pero Cervantes se cuida de no hacer, sobre el suicidio, ni una apología ni una condenación. Simplemente expresa, en Grisóstomo, un alma romántica en su más arrebatado estadio. «Siempre será para nosotros un gran misterio -confiesa el Prof. Santiago Montero Díaz- la impasibilidad cervantina -matizada de simpatía humana- ante la tragedia de Grisóstomo. Un misterio cuya expresión lírica, de fabulosa complejidad, anticipo grandioso sobre su época, nos da la canción desesperada»99. Tal vez Cervantes se haya querido detener, respetuoso, ante el misterio de un suicida que, no por serlo, deja de inspirarle una irremediable simpatía humana y una cristiana caridad.
El arte sutil y la garra de este poema, en sonoros endecasílabos, patentiza claramente la alta calidad poética de su autor:
Ya que quieres, cruel, que se publique de lengua en lengua y de una en otra gente del áspero rigor tuyo la fuerza, haré que el mesmo infierno comunique al triste pecho mío un son doliente, con que el uso común de mi voz tuerza. Y al par de mi deseo, que se esfuerza a decir mi dolor y tus hazañas, de la espontable voz irá el acento. Y en él mezcladas, por mayor tormento, pedazos de las míseras entrañas. Escucha, pues, y presta atento oído, no al concertado son, sino al ruido que de lo hondo de mi amargo pecho, llevado de un forzoso desvarío, por gusto mío sale y tu despecho. El rugir del león, del lobo fiero el temeroso aullido, el silbo horrendo de escamosa serpiente, el espantable baladro de algún monstruo, el agorero graznar de la corneja, y el estruendo del viento contrastado en mar instable; del ya vencido toro el implacable bramido y de la viuda tortolilla el sentible arrullar; el triste canto del envidiado búho, con el llanto de toda la infernal negra cuadrilla, salgan con la doliente ánima fuera, mezclados en un son, de tal manera, que se confundan los sentidos todos, pues la pena cruel que en mí se halla para contalla pide nuevos modos. De tanta confusión no las arenas del padre Tajo oirán los tristes ecos ni del famoso Betis las olivas: que allí se esparcirán mis duras penas en altos riscos y en profundos huecos, con muerta lengua y con palabras vivas, o ya en oscuros valles o en esquivas playas, desnudas de contrato humano o donde el sol jamás mostró su lumbre, o entre la venenosa muchedumbre de fieras que alimenta el libio llano. Que, puesto que en los páramos desiertos los ecos roncos de mi mal, inciertos suenen con tu rigor tan sin segundo, por privilegio de mis cortos hados, serán llevados por el ancho mundo. Mata un desdén, a tierra la paciencia, o verdadera o falsa, una sospecha; mata los celos con rigor más fuerte; desconcierta la vida, larga ausencia; contra un temor de olvido no aprovecha firme esperanza de dichosa suene. En todo hay cierta, inevitable muerte; mas yo, ¡milagro nunca visto!, vivo celoso, ausente, desdeñado y cierto de las sospechas que me tienen muerto, y en el olvido en quien mi juego avivo, y, entre tantos tormentos, nunca alcanza mi vista a ver en sombra a la esperanza ni yo, desesperado, la procuro; antes, por extremarme en mi querella, estar sin ella eternamente juro. ¿Puédese, por ventura, en un instante esperar y temer, o es bien hacello, siendo las causas de temor más ciertas? ¿Tengo, si el duro celo está delante, de cerrar es tos ojos, si he de vello por mil heridas en el alma abiertas? ¿Quién no abrirá de par en par las puertas a la desconfianza, cuando mira descubierto el desdén, y las sospechas, ¡oh amarga conversión!, verdades hechas, y la limpia verdad vuelta en mentira? ¡Oh en el reino de amor fieros tiranos celos! Ponedme un hierro en estas manos. Dame desdén, una torcida soga, mas, ¡ay de mí!, que con cruel victoria vuestra memoria el sufrimiento ahoga. Yo muero, en fin, y porque nunca espere buen suceso, en la muerte ni en la vida, pertinaz estaré en mi fantasía. Diré que va acertado el que bien quiere, y que es más libre el alma más rendida a la de Amor antigua tiranía. Diré que la enemiga siempre mía hermosa el alma como el cuerpo tiene, y que su olvido de mi culpa nace y que en fe de los males que nos hace, amor su imperio en justa paz mantiene. Y con esta opinión y un duro lazo, acelerando el miserable plazo a que me han conducido sus desdenes, ofreceré a los vientos cuerpo y alma, sin lauro o palma de futuros bienes. Tú, que con tantas sinrazones muestras la razón que me fuerza a que la haga a la cansada vida que aborrezco, pues ya ves que te da notorias muestras esta del corazón profunda llaga, de como alegre a tu rigor me ofrezco si, por dicha, conoces que merezco que el cielo claro de tus bellos ojos en mi muerte se turbe, no lo hagas; que no quiero que en nada satisfagas, al darte de mi alma los despojos. Antes con risa en la ocasión funesta descubre que el fin mío fue tu fiesta. Mas gran simpleza es avisarte desto, pues sé que está tu gloria conocida en que mi vida llegue al fin tan presto. Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo tántalo con su sed; Sícifo venga con el peso terrible de su canto; Ticio traya su buitre, y ansimismo con su rueda Egión no se detenga ni las hermanas que trabajan tanto, y todos juntos su mortal quebranto trasladen en mi pecho, y en voz baja (si ya a un desesperado son debidas) canten obsequios tristes, doloridas, al cuerpo, a quien se niegue aun la mortaja, y el portero infernal de los tres rostros, con otras mil quimeras y mil monstruos lleven el doloroso contrapunto; que otra pompa mejor no me parece que la merece un amador difunto. Canción desesperada, no te quejes cuando mi triste compañía dejes; antes, pues que la causa do naciste con mi desdicha aumenta en ventura, aun en la sepultura no estés triste.
La pesadumbre, en un alto grado afectivo, determina en nosotros representaciones poéticas. Bien sabía Cervantes que resulta poético excitar los afectos. Su «Canción Desesperada» bella y sonora- se lleva el ánimo del oyente. Pero es una belleza terrible, fincada en un gemido cósmico de renuencia a futuros bienes y de muerte voluntaria. Grisóstomo, en el colmo de la desesperación, pide ayuda al infierno y confiesa sus propias penas sin que su vista alcance «a ver en sombra la esperanza». No quiere que el cielo claro de los bellos ojos de Marcela se turbe con su muerte de suicida. Ofrece a la causa de su tragedia la vida que va a inmolar, en espera de que su desdicha aumente, la ventura de la esquiva pastora.
Cervantes nos entrega, en su esencialidad, la tragedia de Grisóstomo, sobrecogido poéticamente por el destino del «pastor de ganado, perdido por desamor». Vislumbramos la centelleante visión cervantina, que iluminó la ficción poética de Grisóstomo alumbrándola y plasmándola imaginativamente en las palabras sonoras de la «Canción Desesperada».
- 6 -Don Quijote y la poesía
Víctor Hugo, entre los franceses, reconoce que Cervantes, «como poeta, reúne los tres dones soberanos: la creación, que produce los tipos y viste las ideas de carne y hueso; la invención, que poniendo en choque las pasiones con los acontecimientos, hace lanzar chispas al hombre contra el destino y produce el drama; la imaginación, sol que derramando el claroscuro por todas partes da relieve a las cosas y las vivifica». Se refiere, claro está, a esa «Ilíada, oda y comedia» que es el Quijote.
Un soplo religioso nos sacude al leer esa magna epopeya en prosa. El amor, la fe y el heroísmo manan de las profundidades del espíritu cervantino, pero vienen de lo Eterno. En el Quijote, Cervantes nos ofrece la epopeya del hombre y su biografía espiritual. Más allá del hombre español del Renacimiento, el genio de Cervantes llega a simbolizar, en nuevo mito, el destino de la humanidad. No tan sólo esclarece los misterios ancestrales de su raza, sino que ilumina el misterio del hombre. Por eso acudimos a él los amantes de la Antroposofía. Por raza y por idioma, los hispanolocuentes todos tenemos en el Quijote un ineludible punto de confluencia. Y la humanidad misma no puede prescindir de Don Quijote porque, como bien afirma Merejkowski, «es uno de esos compañeros de ruta de la humanidad».
«¿Luego también -dijo Sancho- se le entiende a vuestra merced de trovas? -Y más de lo que tú piensas -respondió Don Quijote- y veraslo cuando lleves una carta escrita en verso de arriba abajo a mi señora Dulcinea del Toboso, porque quiero que sepas, Sancho, que todos o los más caballeros andantes de la edad pasada eran grandes trovadores y grandes músicos...». (I, XXIII.) Como Cervantes, también Don Quijote componía versos. Vencido ya definitivamente por el Caballero de la Blanca Luna, desahoga y consuela su desventura con aquel madrigalete:
«Amor, cuando yo pienso en el mal que me das terrible y fuerte, voy corriendo a la muerte pensando así acabar mi mal inmenso...».
Después de la gran aventura de los leones, con la fresca alegría del reciente triunfo, entra Don Quijote a casa del Caballero del Verde Gabán. En toda la casa reina un silencio profundo, un silencio ideal, un silencio que Cervantes califica de «maravilloso». Este silencio, tan propio para la poesía, es lo que más ha sorprendido a Don Quijote. La casa es ancha como de aldea. Están a la vista «muchas tinajas a la redonda», que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y suspirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de quien estaba, dijo:
«-¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas, dulces y alegres cuando Dios quería!
»¡Oh tobocescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!
»Oyole decir esto el estudiante poeta hijo de don Diego, que con su madre había salido a recibirle, y madre e hijo quedaron suspensos de ver la extraña figura de Don Quijote...»100.
Levantados los manteles, y dadas gracias a Dios, y agua a las manos, Don Quijote pidió a don Lorenzo -el hijo de don Diego de Miranda- que dijese -255- algunos versos. Acabó su glosa el poeta, «se levantó Don Quijote, y en voz levantada, que parecía grito, asiendo con su mano la derecha de don Lorenzo, dijo:
»-¡Viven los Cielos donde más altos están, mancebo generoso, que sois el mejor poeta del orbe, y que merecéis estar laureado, no por Chipre ni por Gaeta, como dijo un poeta, que Dios perdone, sino por las Academias de Atenas, si hoy vi vieran, y por las que hoy viven en París, Bolonia y Salamanca! Plegue al Cielo que los jueces que os quitaren el Premio primero, Febo los asaetee y las Musas jamás atraviesen los umbrales de sus casas. Decidme, señor, si sois servido, algunos versos mayores; que quiero tomar de todo en todo el pulso a vuestro admirable ingenio»101, Cervantes, agudo conocedor de las debilidades humanas, asegura que don Lorenzo se holgó de verse alabar de Don Quijote, aunque le tenía por loco. El caso es que el joven poeta accedió a la petición, diciéndole al caballero andante «este soneto a la fábula o historia de Píramo y Tisbe:
El muro rompe la doncella hermosa que de Píramo abrió el llagado pecho; parte el Amor de Chipre, y va derecho a ver la quiebra estrecha y prodigiosa. Habla el silencio allí, porque no osa la voz entrar por tan estrecho estrecho. Las almas sí, que Amor suele de hecho facilitar la más difícil cosa. Salió el deseo de compás, y el paso de la imprudente virgen solicita por su gusto su muerte: ved qué historia. Que a entrambos en un punto, ¡oh extraño caso!, los mata, los encubre y resucita una espada, un sepulcro, una memoria.
»-¡Bendito sea Dios -dijo Don Quijote, habiendo oído el soneto, a don Lorenzo-, que entre los infinitos poetas consumidos que hay, he visto un consumado poeta, como lo es vuestra merced, señor mío, que así me lo da a entender el artificio de este soneto!
»Cuatro días estuvo Don Quijote regaladísimo en la casa de don Diego, al cabo de los cuales le pidió licencia para irse...»102.
Llegó, en fin, el día de su partida, y aún se cuidó Don Quijote de darle un último consejo al estudiante-poeta: «sólo me contento con advertirle a vuestra merced que siendo poeta podrá ser famoso si se guía más por el parecer ajeno que por el propio; porque no hay padre ni madre a quien sus hijos le parezcan feos, y en los que lo son del entendimiento corre más este engaño»103. Podemos imaginar que Don Quijote, camino de la cueva de Montesinos, recordaba con fruición el ambiente poético que había dejado y evocaba, con particular agrado, aquel «maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos». ¡Silencio misterioso del espíritu en la quietud claustral!
Don Quijote, símbolo del pensamiento en acción, ama, como Cervantes, la poesía. Ahí está, como espléndido testimonio, ese paréntesis de poético sosiego en su vida de inquieta centella. No sólo sabe salir a los caminos de la andanza caballeresca para defender los valores espirituales de la civilización, sino que también entiende que «el discurso del pensar quedaría acallado en su esencia -como hoy lo ha dicho Heidegger- si se volviera impotente para decir aquello que debe quedar indecible»104.
Capítulo XV Vocación y destino final de Don Quijote
- 1 -Vocación e invocación de Don Quijote
Don Quijote no se hace caballero andante por creación de la nada. En la forma primaria y concreta de ser Alonso Quijano, ya había un proyecto vital de ser un caballero «desfacedor de entuertos» y protector de los desvalidos. Si suprimimos lo que de anacrónico pueda haber en la andantesca caballería del hidalgo manchego -imputable a su locura- queda, no obstante, un mínimo esquema radical en el que es posible descubrir a la persona de Alonso Quijano como irrenunciable autor. Porque hasta una monomanía, como la de Don Quijote, se levanta sobre la base de una vocación. Alonso Quijano imaginó por su propia cuenta, al leer los libros de caballería, una figura de vida, un personaje, que emergía de su mismidad. Se sentí a llamado a ser un justiciero, a realizar grandes hazañas. Leía, sobre todo, novelas de caballerías, porque esta clase de libros -y no otros- entraban de lleno en su sistema de preferencias, reencendiendo su ideal caballeresco. «En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noche leyendo de claro en claro y los días de turbio en turbio». (Parte I, Cap. I.) Rematando ya su juicio, le pareció conveniente y hasta necesario, «así para el aumento de su honra como para el servicio de su república, hacerse caballero andante y irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar aventuras y a ejercitarse en todo aquello que él había leído que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio y poniéndose en ocasiones y peligros donde, acabándolos, cobrase eterno nombre y fama». (Ibid.) La causa final de su decisión es la fama personal -engrandecer su ser y perpetuarse en la memoria de los hombres- y el bien común de España.
Una calurosa mañana del mes de julio se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante y salió al campo, por la puerta falsa de un corral, «con grandísimo contento y alborozo de ver con cuánta facilidad había dado principio a su buen deseo». ¿Por qué esa alegría? Es que tiene conciencia de estar en vías de conseguir ser de hecho el que es en proyecto. El adecuarse al proyecto vocacional -suprema brújula de Don Quijote- es fuente de íntimo alborozo. Su delicadeza de conciencia, que llega hasta limitar con el escrúpulo, le insta a no tomar armas con ningún caballero y a llevar armas blancas, sin empresa en el escudo, hasta que le armasen caballero.
Si por vocación entendemos -como lo entiende José Ortega y Gasset- un programa íntegro e individual de existencia y no tan sólo una forma genérica de la ocupación profesional y del «curriculum civil», el «yo» de Don Quijote es su vocación. Por esa vocación personalísima, se ve en la inexorable forzosidad de realizar el proyecto de existencia que es, en lucha frenética con las cosas y con los hombres. Aunque entren en escena los encantadores -con Frestón a la cabeza- y su sobrina -en típica actitud burguesa- le inste a estar pacífico en su casa, y no irse por el mundo a buscar pan de trasiego, Don Quijote no desistirá de su empresa. Guarda minuciosamente las reglas de la caballería, hasta para no «quejarse de herida alguna, aunque se les salgan las tripas por ella». Y es que quiere ser un cabal y perfecto caballero andante. Pero un caballero con un sentido tan hondo de la fraternidad humana que se sienta al lado de Sancho y los cabreros, compartiendo platos y bebidas, y sintiendo que la caballería andante, como el amor, iguala todas las cosas.
Siempre deja ver, a las claras, la irrenunciable conciencia de su misión: «el buen paso, el regalo y el reposo allá se inventó para los blandos cortesanos; mas el trabajo, la inquietud y las armas sólo se inventaron e hicieron para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales yo, aunque indigno, soy el menor de todos». (Parte I, capítulo XIII.) Ama las letras, pero ama aún más las armas. Sabe resignarse ante lo inevitable: «...y no hay que hacer caso destas cosas de encantamentos, ni hay para qué tomar cólera ni enojo con ellas; que, como son invisibles y fantásticas, no hallaremos con quien vengarnos, aunque la procuremos». (Parte I, capítulo XVII.) Su fantasía estaba llena, a todas horas y momentos, de batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores y desafíos, al estilo de los narrados por los libros de caballerías; «y todo cuanto hablaba, pensaba, o hacía, era encaminado a cosas semejantes». (I, XVIII.) Gusta Don Quijote de hacerle a Sancho observaciones axiológicas: el valor se basa en el bien realizado: «Sábete, Sancho, que no es un hombre más que otro si no hace más que otro». Y hasta se permite señalar una jerarquía de valores: «Porque te hago saber, Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente que un diamante» (I, XVIII).
Desde 1955 insistíamos ya, en nuestros artículos publicados en diversos diarios mexicanos, que Cervantes empleaba la palabra valor en un sentido axiológico próximo al sentido actual. En 1957 ha publicado un libro Santiago Montero Díaz -«Cervantes, Compañero Eterno»-, en el cual comenta aquel pasaje (I, XXVII) del Quijote: Luscinda a Cardenio. «Cada día descubro en vos valores que me obligan y fuerzan a que en más os estime...». El Dr. Montero Díaz apunta: «Como en Shakespeare, empléase aquí la palabra valor en riguroso sentido axiológico, es decir, designando una cualidad irreal de alguna manera radicada en un objeto. Obsérvese, además, que estos valores son descubiertos y estimados, en riguroso acuerdo con el esquema de toda toma de posición ante un valor descrito por los axiólogos modernos. Y, finalmente, obsérvese que el breve pasaje comentado alude, para que nada falte, el carácter fundamental de forzosidad de los valores, que se imponen por su propia jerarquía. Tres notas, en un solo pasaje, esenciales a la teoría de los valores: calidades incorporadas a un objeto, estimación y forzosidad»105.
La valentía de Don Quijote nos sobrecoge. ¿Cómo explicárnosla sin esa conciencia precisa de su vocación y sin esa fidelidad heroica a sí mismo? Basandose en una especie de probabilismo moral, Don Quijote le enseña a Sancho que, en caso de duda, puede obrar hasta estar mejor informado. A un galeote le advierte -él, que creía en los encantamientos- «que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce». ¡Magníficas palabras! La voluntad es irreductible y la libertad no es cosa de tener o no tener, sino de ser.
Sueños de gloria no le faltan al Caballero de la Triste Figura. Espera que su nombre ha de ser puesto «en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir si quisieren llegar a la cumbre y alteza honrosa de las armas» (I, XLVII). Y sin embargo, reconoce humildemente que sólo por medio de la invocación puede llegar al cumplimiento de su vocación. Mientras que esta es un llamado que le hace Dios -mediante la voz interior-, aquella es un llamado que él le hace a su Dios y a su Dulcinea.
Si la vocación es el yo, ¿cuál es el «yo» de Don Quijote? Él, por lo menos, parece conocerlo bien al exclamar aquél: «yo sé quién soy y se qué puedo ser».
- 2 -El «yo sé quién soy» de Don Quijote
La figura de los caballeros andantes provocaba, en el entendimiento de Alonso Quijano, la imperiosa necesidad de realizarse. Anhelaba vivir esa realidad -vida fingida en los libros- haciéndola privativamente suya, dentro de la circunstancia española de su siglo. Esa nueva vida, aún inexistente, la descubrió en su ser como trazada sobreconscientemente. Podemos imaginar, que ese día, Alonso Quijano tomó posesión de su «yo propio», inalienable y único. De allí arranca su sentido existencial, su estilo misional. Tomó conciencia de sí y trazó, caminando, su meta. «Yo sé quién soy y sé qué puedo ser» (Parte I, Cap. V), es decir, sabe lo que quiere ser y presiente su mensaje. Su sentido existencial lo siente ligado a un pueblo, a una época y al mundo. Oye una voz, clamando en su sangre, y avizora una luz, iluminándole su sendero. Es el sentido de su vocación y el hilo de su destino.
Cosa grande, pero terrible, la de tener una misión personal y secreta; «la de haber oído en las reconditeces del alma -como expresa Unamuno- la voz silenciosa de Dios, que dice: 'tienes que hacer esto', mientras no les dice a los demás: 'este mi hijo que aquí véis, tiene esto que hacer'. Cosa terrible haber oído: 'haz eso; haz eso que tus hermanos, juzgando por la ley general que os rige, estimarán desvarío o quebrantamiento de la ley misma; hazlo, porque la ley suprema soy Yo, que te lo ordeno'». Y líneas delante comenta: «El ser que eres no es más que un ser caduco y perecedero, que come de la tierra y al que la tierra comerá un día; el que quieres ser es tu idea en Dios. Conciencia del Universo: es la divina idea de que eres manifestación en el tiempo y el espacio. Y tu impulso querencioso hacia ese que quieres ser no es sino la morriña que te arrastra a tu hogar divino. Sólo es hombre hecho y derecho el hombre cuando quiere ser más que hombre. Y si tú, que así reprochas su arrogancia a Don Quijote, no quieres ser sino lo que eres, estás perdido, irremisiblemente perdido»106.
Mucho se ha hablado de la misión justiciera de Don Quijote, pero nada se ha dicho, que yo sepa, de su cristianísima misión de consolador de los afligidos: Dirigiéndose al astroso «Caballero de la Sierra» -Cardenio-, Don Quijote le dijo: «tenía determinado de no salir destas sierras hasta hallaros y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener se podía hallar algún género de remedio; y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia posible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas a todo género de consuelo, pensaba ayudaros a llorarla y plañirla como mejor pudiera; que todavía es consuelo en las desgracias hallar quien se duela de ellas». (Parte I, Cap. XXIV.) ¡Sublimes palabras! Gozosa plenitud la nuestra si colmamos la vida de auténtica amistad. Excelencia -y no pequeña- es esta de vibrar al unísono con el amigo en los regocijos y en las penas, en las fiestas y en los entierros. Porque con el amigo se está, como suele decirlo nuestro pueblo, «en las duras y en las maduras». Bien pudiera explicarse la amistad como la gracia de no querer estar solos a fuerza de saber ser humanos. Triste soledad la nuestra si únicamente la llenásemos de filosofía o de versos, de flores o de espinas, de placeres o de «saudades», de oro o de brumas... Pero no de amigos. Amistad es -para Don Quijote- caridad. Pero caridad, en la sagrada unción y en la maravillosa hondura que derrama su etimología. Porque la caridad es, esencialmente, un amor de amistad. Un amor por el cual se desea el bien del amigo. No basta la simple benevolencia. «Es necesario -escribe Santo Tomás de Aquino- todavía un amor recíproco, pues el amigo es un amigo para su amigo; una tal benevolencia no va nunca, en efecto, sin una cierta comunicación, y como existe entre el hombre y Dios una comunicación por la cual Él nos comunica su beatitud, es necesario que esta comunicación sea el fundamento de una cierta amistad». Sin detrimento de la personalidad intangible, la amistad torna semejante a quien encuentra desigual. Es el caso de Sancho quijotizado. Antes que de mengua, puede hablarse de enaltecimiento. En la amistad de Don Quijote y Sancho no hay secretos. La comunicación los hermana. Desde el primer momento Don Quijote recibe a Sancho con el corazón abierto, y le habla con tanta confianza como a sí mismo. Le hace fiel, porque le considera fiel. Muere con amor Don Quijote -rodeado de amigos- porque vivió con amistad. Y el morir con amor, por vivir con amistad, es la mejor de las muertes.
El corazón del Caballero de la Triste Figura rebosa gratitud. «Por esto querría -dice Don Quijote al Canónigo- que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión donde me hiciese emperador, por mostrar mi pecho haciendo bien a mis amigos, especialmente a este pobre de Sancho Panza, mi escudero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un condado que le tengo muchos días ha prometido; sino que temo que no ha de tener habilidad para gobernar su estado». (Parte I, Cap. L.) Pero en ese corazón -tan humano, al fin y al cabo- también hay cólera que estalla en maldiciones (insultos para el cabrero que osó decir que Don Quijote debía tener vacíos los aposentos de la cabeza); afán de dar lecciones sobre la importancia, en el mundo, de la caballería andante; desdén para su tiempo; fe vigorosa en la existencia de Amadís de Gaula y de todos los otros caballeros andantes cuyas historias se cuentan en el orbe; temor de que sus amores fuesen tratados, por los historiadores, con alguna indecencia, que redundase en menoscabo y perjuicio de la honestidad de su señora Dulcinea del Toboso.
Don Quijote preocúpase por su fama: «...y dime, Sancho amigo: ¿qué es lo que dicen de mí por ese lugar? ¿En qué opinión me tiene el vulgo, en qué los hidalgos y en qué los caballeros? ¿Qué dicen de mi valentía, qué de mis hazañas y qué de mi cortesía? ¿Qué se platica del asunto que he tomado de resucitar y volver al mundo la ya olvidada orden caballeresca?». (Parte II, Cap. II.) Siendo el hombre un ser esencialmente comunicativo, dialógico, es natural que a Don Quijote le importe conocer la opinión que les merece a los demás. Pero sus acciones no están motivadas, nunca, por el «qué dirán», sino por el bien. Cómo le dolería al buen caballero aquella respuesta de Sancho: «el vulgo tiene a vuestra merced por grandísimo loco, y a mí por no menos mentecato. Los hidalgos dicen que no conteniéndose vuesa merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto 'don' y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otros adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderiles que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde». Con hondo conocimiento del mundo, no exento de amargura, respondió el aludido: «Mira, Sancho -dijo Don Quijote-: dondequiera que está la virtud en eminente grado, es perseguida. Pocos o ninguno de los famosos varones que pasaron dejó de ser calumniado de la malicia». (Parte II, capítulo II.) Se trasluce, a través de esta respuesta, el «yo sé quién soy y sé qué puedo ser».
Por su adhesión al destino, amor fati, su devenir trasciende de su mera temporalidad.
- 3 -Aspiraciones y decepciones de Don Quijote
La vida de Don Quijote se nos aparece como auténtica por esa fidelidad a su vocación. En el montón de acciones y acontecimientos descubrimos siempre lo que Don Quijote tenía que haber sido. Como su vida efectiva realiza su entelequia, hay una sensación de plenitud en su existencia de andante caballero. De todas las posibilidades que se le presentan, sabe optar por la posibilidad que él debe ser. Por eso le responde a el Ama, cuando le sugiere que sea un caballero en la corte de su Majestad: «no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes. De todos ha de haber en el mundo; y aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros...». (Parte II, Cap. VI.) Y a su sobrina le advierte: «Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo; que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros; pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad». (Ibid.) Es inútil que traten de disuadirle. Él sabe lo que quiere; él tiene conciencia de su destino personal: «Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así, que casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea; pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos a la andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes; porque el del vicio, dilatado y espacio so, acaba en muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que
Por estas asperezas se camina de la inmortalidad al alto asiento, do nunca arriba quien de allí declina». (Parte II, Cap. VI.)
El mundo se le presenta, a Don Quijote, como tentación, como campo propicio para la distracción. Multitud de posibilidades que no son de él -que no deben ser de él- se le ofrecen seductoras, insinuantes. «Yo te prometo, Sobrina -respondió Don Quijote-, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes». (II, VI.) Pero está comprometido a decidir, constantemente, ser fiel a sí mismo, ser fiel a quien le ofrece la posibilidad de ser él mismo. Aunque realizada en la sociedad española de su tiempo, con Dios y con los otros hombres, esta tarea fundamental es netamente personal.
Aunque Don Quijote persigue la fama, no se le oculta la vanidad de la misma, por mucho que dure. Sin embargo, vive sus momentos de plenitud gozosa. Nos refiere Cervantes que, después de haber vencido al Caballero de los Espejos, «con la alegría, contento y ufanidad que se ha dicho seguía Don Quijote su jornada, imaginándose por la pasada victoria ser el caballero andante más valiente que tenía en aquella edad el mundo; daba por acabadas y a felice fin conducidas cuantas aventuras pudiesen sucederle de allí adelante; tenía en poco a los encantos y a los encantadores; no se acordaba de los innumerables palos que en el discurso de sus caballerías le habían dado, ni de la pedrada que le derribó la mitad de los dientes, ni del desagradecimiento de los galeotes, ni del atrevimiento y lluvia de estacas de los yangüeses; finalmente, decía entre sí que si él hallara arte, modo o manera como desencantar a su señora Dulcinea, no invidiara a la mayor ventura que alcanzó, o pudo alcanzar, el más venturoso caballero andante de los pasados siglos». (II, XVI.) Un triunfo basta, a veces, para borrar todas las penalidades de la vida pasada. Me interesa destacar, en este pasaje, el dinamismo ascensional de la vida de Don Quijote, su tendencia irrefrenable a la plenitud subsistencial. Como hombre, tiene un afán incoercible a la supervivencia y a la sobrevivencia en la memoria de los hombres. Quiere realizar grandes hazañas para pasar a la posteridad: que es una forma -tercera vida la han llamado algunos- de que las obras personales subsisten en los otros.
Don Quijote aspira inevitable e ilimitadamente a la grandeza y a la perfección, a la felicidad y a la vida. No trata simplemente de ser siempre, sino de ser siempre en plenitud. Las felicidades temporales -en casa de Don Diego Miranda y en casa de los Duques- las vive como limitadas e insuficientes. Cuando se siente relativamente feliz, exige eternidad. Ama el arte porque admira el amplio radio de la vida del artista excepcional. Declara que desde muchacho fue aficionado a la carátula y en su mocedad se le iban los ojos tras la farándula. Compara la poesía con «una doncella tierna y de poca edad, y en todo extremo hermosa, a quien tienen cuidado de enriquecer, pulir y adornar otras muchas doncellas, que son todas las otras ciencias, y ella se ha de servir de todas, y todas se han de autorizar con ella; pero esta tal doncella no quiere ser manoseada, ni traída por las calles, ni publicada por las esquinas de las plazas ni por los rincones de los palacios». (II, XVI.)
Hablando de los comediantes, dícele Don Quijote a Sancho: «Pues lo mesmo acontece en la comedia y trato deste mundo, donde unos hacen los emperadores, otros los pontífices, y, finalmente, todas cuantas figuras se puedan introducir en una comedia; pero en llegando al fin, que es cuando se acaba la vida, a todos les quita la muerte las ropas que los diferenciaban, y quedan iguales en la sepultura». (II, XII.) Verdad tan grande que alcanza al mismo Don Quijote. Tal vez él mismo se haya imaginado, al pronunciar estas palabras, que un día la muerte le quitaría las ropas de caballero andante, igualándole al resto de los hombres en la sepultura. Todo terminaría para él. Ya no volvería a ver el río Ebro, «cuya alegre vista renovó en su memoria mil amorosos pensamientos». Pero quizá la contemplación de la amenidad de sus riberas, de la claridad de sus aguas, del sosiego de su curso y de la abundancia de sus líquidos cristales, le hizo atisbar entonces la gran realidad que se oculta en el trasfondo maravilloso de la vida. Dice Cide Hamete -el filósofo mahomético creado por la imaginación de Cervantes- que «pensar que en esta vida las cosas della han de durar siempre en un estado es pensar en lo excusado; antes parece que ella anda todo en redondo, digo a la redonda: la primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera, y así torna a andarse el tiempo con esta rueda continua. Sola la vida humana corre a su fin ligera más que el viento, sin esperar renovarse si no es en la otra, que no tiene términos que la limiten». Esta ligereza e inestabilidad de la vida presente, prepara el ocaso y la decepción de Don Quijote: «y al cabo, al cabo, cuando esperaba palmas, triunfos y coronas, granjeadas y merecidas por mis valerosas hazañas, me he visto esta mañana pisado, acoceado y molido de los pies de animales inmundos y soeces. Esta consideración me embota los dientes, entorpece las muelas, y entumece las manos, y quita de todo en todo la gana de comer, de manera, que pienso dejarme morir de hambre, muerte la más cruel de las muertes». (II, LIX.)
- 4 -Destino final de Don Quijote
(De una «menos-vida» a una «plus-vida»)
¡Que quisiera morirse Don Quijote! Es mentira. Una mentira magnífica, porque es la mentira de un espíritu magnífico. Su grito de muerte es un grito de: ¡vida!, ¡más vida! Aun cuando la tragedia existe, su corazón pugna por transportarse al gozo. Cierto que este mundo, todo máquinas y trazas, contrarias unas de otras, acaba por agobiarle. Se convence de que pretender reducir a la canalla «a que por ruegos haga virtud alguna», es predicar en desierto. Por eso exclama, en el colmo del sentimiento de su desamparo ontológico y de su insuficiencia radical: «Yo no puedo más». (Parte II, Cap. XXIX.) El desengaño le hace desenmascarar, dolorosamente, lo falso, desenmascarando su propio error humano. Y llega así a la posesión de la verdad, buscada pero ignorada. Reconoce a las cosas como son. Las ventas son simplemente ventas, y no castillos. Paga daños a los pescadores por el barco hecho pedazos. Su propio criado le vence y le arranca una promesa. La adversidad le produce un desengaño cuyo impacto de verdad le afecta existencialmente.
Roque Guinart, compasivo después de todo, le dice a Don Quijote: «-No estéis tan triste, buen hombre...». «-No es mi tristeza -respondió don Quijote- haber caído en tu poder, ¡oh valeroso Roque, cuya fama no hay límites en la tierra que la encierren!, sino por haber sido tal mi descuido, que me hayan cogido tus soldados sin el freno, estando yo obligado, según la orden de la andante caballería que profeso, a vivir contino alerta, siendo a todas horas centinela de mí mismo; porque te hago saber, ¡oh gran Roque!, que si me hallaran sobre mi caballo, con mi lanza y con mi escudo, no les fuera muy fácil rendirme, porque yo soy Don Quijote de la Mancha, aquel que de sus hazañas tiene lleno todo el orbe». (II, LX.) Decididamente la adversidad se cierne sobre el Caballero de la Triste Figura. El de la Blanca Luna le ha vencido. Pero aun así, Don Quijote no puede ir contra su verdad: «Dulcinea del Toboso es la más hermosa mujer del mundo, y yo el más desdichado caballero de la tierra, y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza, y quítame la vida, pues me has quitado la honra». (II, LXIII.) Como una vida sin honra no es verdadera vida para Don Quijote, pide que le priven de esta menos vida para pasar a una plus-vida. Sin embargo, no quiere darse por vencido definitivamente. Pasan unos días y recupera la esperanza: la esperanza que nunca muere del todo mientras viva el hombre. «-Calla, Sancho, pues ves que mi reclusión y retirada no ha de pasar de un año; que luego volveré a mis honrados ejercicios y no me ha de faltar reino que gane y algún condado que darte». (II, LXV.) ¿Ha cesado ya la tristeza y la angustia? Al salir de Barcelona y mirar el sitio donde había caído, exclama Don Quijote: «-¡Aquí fue Troya! ¡Aquí mi desdicha, y no mi cobardía, se llevó mis alcanzadas glorias; aquí usó la fortuna conmigo de sus vueltas y revueltas; aquí se escurecieron mis hazañas; aquí, finalmente, cayó mi ventura para jamás levantarse!». (II, LXVI.) ¡Qué profunda melancolía! Presiente que su ventura ha caído definitivamente. En el camino hacia su eclipse ya no puede detenerse. Unos labradores le invitan a la «taberna de lo caro», pero llega tarde la invitación: «- Yo, señores -respondió don Quijote-, os lo agradezco, pero no puedo detenerme un punto, porque pensamientos y sucesos tristes me hacen perecer descortés y caminar más que de paso». (II, LXVI.)
Sancho trata de reconfortar el corazón de su amo. Le recuerda que tan de valientes corazones es tener sufrimiento en las desgracias como alegría en las prosperidades. La Fortuna es una mujer borracha y antojadiza, y, sobre todo, ciega, y así, no ve lo que hace, ni sabe a quien derriba, ni a quien ensalza. Pero Don Quijote es providencialista. Le complace constatar la discreción y la filosofía de su escudero. Tiene, no obstante, que corregirle: «Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura. Yo lo he sido de la mía; pero no con la prudencia necesaria, y así me han salido al gallarín mis presunciones; pues debería pensar que al poderoso grandor del caballo del de la Blanca Luna no podía resistir la flaqueza de Rocinante». (II, LXVI.) Con toda honradez reconoce el Caballero manchego que hay una cierta adecuación entre su ser y su acontecer. Le aconteció lo que estaba en relación con su personalidad y con sus circunstancias. Trató de configurar la realidad de acuerdo con su ser de caballero andante, pero la realidad, que tiene también su forma, le resistió. «Atrevime, en fin, hice lo que pude; derribáronme, y aunque perdí la honra, no perdí, ni puedo perder, la virtud de cumplir mi palabra». (Ibid.) Don Quijote puede haberse sentido menoscabado en su «pundonor», en su estado de prelación en la jerarquía social, pero la honra, en rigor, no la perdió al perder una batalla. Sí la hubiese perdido, en cambio, si no hubiese cumplido su palabra. Porque cumplir su palabra le pertenece como su propiedad más íntima, pero perder una batalla le venía de muy lejos. El destino le tenía reservado este revés.
Aun en su ocaso, camino de su aldea, el ser de Don Quijote reclama la plenitud. Su ser se rebela ante la nada y el vacío; rechaza la contingencia y la muerte. Por eso le propone a Sancho que se hagan pastores. Nadie le puede arrebatar a Don Quijote su aspiración irrefrenable a una «plus-vida», a una vida en plenitud: «que yo post tenebras spero lucem». (II, LXVIII.) El mundo, sus realidades y complicidades, cerraron con obstinación los caminos trazados por Don Quijote con rumbo al ideal absoluto. Pero este mundo no es sino tinieblas en las cuales surge, de cuando en cuando, un rayo de luz. Esa frase de Don Quijote -«post tenebras spero lucem»-, es un adiós al mundo engañoso. Y es, también, una afirmación de su fe católica, de su providencialismo, de su amor, de su honestidad, de su convicción justiciera... Su victoria es la victoria de la persona, del ente teotrópico... Su destino fue el de haber llegado hasta el final, molido a palos y pedradas, pero sin desviar la vista de la línea vertical... Sangre, sudor y vida por la conquista de un ideal. Mientras otros, los acomodaticios, simplemente se acomodan, renuncian y se someten a la circunstancia, el Caballero de la Mancha reivindica el valor del esfuerzo, el mérito del sacrificio, la fe en el ideal y en el triunfo de la justicia final. El triunfo del maquiavelismo es sólo aparente y a corto plazo. A la larga está perdido, porque pretende fundarse en el poder metafísico del mal y el mal carece de poder metafísico. Don Quijote amó sin transigir. Amó desinteresadamente la justicia, sin motivos espúreos, sin segundas intenciones. La lucha contra la adversidad -parece enseñarnos Cervantes con su Quijote- no es una simple tragedia, sino un privilegio del hombre. Y esta locura esplendente -incurable en los verdaderos héroes-, no es infecunda. No es infecunda porque ellos, o sus continuadores, insertan sobre la vida material el orden ideal.
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Notas
1 Martin Heideggen.- «Holzwege»; Vittorio Klostermann, Frankfurt am Main, 1952.
2 Francisco A. de Icaza.- «Estudios Cervantinos», Biblioteca Enciclopédica Popular, Secretaría de Educación Pública. México, 1947. Pág. 36.
3 Francisco Monterde.- «La Dignidad en Don Quijote», pág. 67, en «Homenaje a Cervantes».- Imprenta Universitaria, México, 1948.
4 Francisco Monterde.- Obra citada, pág. 73.
5 José Gaos.- «El Quijote y el tema de su Tiempo», en «Homenaje a Cervantes».- Pág. 92, Centro de Estudios Filosóficos, Imprenta Universitaria.
6 Juan David García Bacca.- «Cómo salvaba Don Quijote su Fe y su Conciencia, o condiciones reales de posibilidad de la locura de Don Quijote», en «Homenaje a Cervantes», pág. 10, edición citada.
7 Juan David García Bacca.- Opus cit., pág. 17.
8 Juan David García Bacca.- Opus cit., pág. 21.
9 Spranger.- «Erklären and Verstehen», pág. 148, Comunicación al 89 Congreso internacional de Psicología, celebrado en Groningen en 1926.
10 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe y Freud». Pág. 39.- Editorial Losada, Buenos Aires, 1943.
11 Thomas Mann.- Opus cit., pág. 84.
12 Santiago Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero eterno». Página 16.- Editorial Aramo, Madrid, 1957.
13 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 82.
14 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 83.
15 Santiago Montero Díaz.- Opus cit., pág. 112.
16 Rodríguez Marín.- Véase la primera edición de «El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha», tomo VI, Madrid, RABM, 1928, página 467.
17 Séneca.- «Cartas a Lucilio», Libro IV-XXX, «Cómo debemos aguardar la muerte».- Obras Completas, Ed. Aguilar, Madrid, 1957.
18 Manuel Azaña.- «Cervantes y la invención del Quijote». Edición del Ateneo Español de México, 1955.- Págs. 31-32.
19 Manuel Azaña.- Opus cit., pág. 37.
20 Juan Valera.- «Cervantes y el Quijote».- Ed. Afrodisio Aguado, Madrid.- Página 77.
21 José Ortega y Gasset.- «Meditaciones del Quijote».- Obras Completas.- Tomo I, pág. 326. Ed. Revista de Occidente.
22 José Ortega y Gasset.- Opus cit., pág. 363.
23 Pedro Reyes Velázquez.- «Génesis del Quijote», en Jornada Cervantina, págs. 51-52, Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey, 1956.
24 Jorge Mañach.- «Examen del Quijotismo», pág. 147.- Ed. Sudamericana.
25 «Diccionario de la Real Academia Española».- Decimoctava edición, Madrid, 1956.
26 José Vasconcelos.- «Discursos».- Ediciones Botas, 1950, pág. 263.
27 Ramiro de Maeztu.- «Don Quijote, Don Juan y La Celestina», pág. 20, sexta edición. Colección Austral.
28 Ángel Valbuena Prat.- «Estudio Preliminar» a las Obras Completas de Miguel de Cervantes Saavedra.- Editorial Aguilar, pág. 34.
29 Ángel Valbuena Prat.- «Prólogo-Comentario», Obras Completas de Miguel de Cervantes.- Editorial Aguilar, pág. 1030.
30 José Gaos.- «El Quijote y tema de su tiempo», en «Homenaje a Cervantes».- Imprenta Universitaria, México, 1948.- Pág. 79.
31 Antonio Castro Leal.- «Las Dos Partes del Quijote», en «Memoria de El Colegio Nacional», tomo III, año de 1948, Núm. 3. México. D. F.- Pág. 176.
32 Joaquín Casalduero.- «La Composición del Segundo Quijote», en la revista «Realidad», Homenaje a Cervantes, septiembre-octubre de 1947, Buenos Aires.- Página 211.
33 Joaquín Casalduero.- Opus cit., pág. 214.
34 Alfred Schütz.- «Don Quijote y el Problema de la Realidad», en «Dianoia», núm. 1, pág. 316.- Fondo de Cultura Económica, 1955.
35 Joseph Bickermann.- «Don Quijote y Fausto», págs. 123-124. Editorial Araluce, Barcelona.
36 Antonio Maldonado Ruiz.- «Cervantes: Su vida y sus Obras», págs. 133-134, Editorial Labor, 1947.
37 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe, Freud», pág. 50.- Editorial Losada, Buenos Aires, 1943.
38 Thomas Mann.- Opus cit., pág. 54.
39 Francisco Romero, «Don Quijote y Fichte», págs. 229-230.- Revista «Realidad».- Homenaje a Cervantes-, septiembre y octubre de 1947, Buenos Aires.
40 Francisco Romero.- Opus cit.; pág. 233.
41 José Ortega y Gasset.- «Estructura de la Vida» en el libro «El Poder Social, Cosas de Europa y otros Ensayos», pág. 181.- Ediciones Nueva Época, Santiago de Chile.
42 Aloys Müller.- «Introducción a la Filosofía», pág. 278.- Segunda Edición, Espasa Calpe, Argentina.
43 José Ortega y Gasset.- «El Espectador», «Meditación del Escorial», pág. 772. Biblioteca Nueva, Madrid.
44 «Don Quijote de la Mancha», Obras Completas de Miguel de Cervantes Saavedra, pág. 1469, Parte II, Cap. LVIII.- Ed. Aguilar, Madrid, 1952.
45 Cervantes.- «Obras Completas», pág. 1300.
46 Manuel Azaña.- «Cervantes y la invención del Quijote».- Página 51.
47 Miguel de Cervantes Saavedra.- I-VII, «Obras Completas», página 1056.
48 Miguel de Cervantes Saavedra.- II, LIV, «Obras Completas», pág. 1460.
49 Miguel de Cervantes Saavedra.- II, LXXIV, «Obras Completas», pág. 1522. 50 Américo Castro.- «La Estructura del Quijote», «Realidad», Revista de Ideas, Buenos Aires, septiembre-octubre, 1947.- Páginas 168-169.
51 Joseph Bickermann.- «Don Quijote y Fausto», Editorial Araluce.- Pág. 198.
52 Américo Castro.- Opus cit. pág. 166.
53 Salvador de Madariaga.- «Guía del Lector del Quijote», Editorial Hermes, pág. 127.
54 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Parte II, Cap. XIV, pág. 1315.
55 Miguel de Unamuno.- «Vida de Don Quijote y Sancho».- Colección Austral, Espasa Calpe, Argentina.- Pág. 251.
56 Salvador de Madariaga.- «Guía del Lector del Quijote».- Editorial Hermes.- Pág. 125.
57 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Ed. Aguilar. Págs. 1039-1040.
58 Carmen Muñoz de Dieste.- «Destino de Dulcinea», en Jornada Cervantina. Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey. 1956.- Pág. 16.
59 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas». Ed. Aguilar. Págs. 1385-1386.
60 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1048.
61 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», Cap. XIII de la Primera Parte, pág. 1074.
62 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1386.
63 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», II, IX, página 1301.
64 Álvaro Fernández Suárez.- «Los mitos del Quijote», de Á. Fernández Suárez.- Editorial Aguilar, pág. 80.
65 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Obras Completas», I, XXV, página 1132.
66 Max Scheler.- «Ética». Editorial Revista de Occidente.- Traducción castellana de Hilario Rodríguez Sanz.
67 Eduardo García Maynez.- «Ética».- Editorial Porrúa, S. A. México, 1953.- Pág. 225.
68 Risieri Frondizi.- «Valor y Situación», V Congreso Interamericano de Filosofía, Washington. Julio de 1957.
69 Jaime Vélez Sáenz.- «Sobre la Ontología de los Valores», presentada al V Congreso Interamericano de Filosofía. Washington. Julio de 1957.
70 Alfonso García Valdecasas.- «El Hidalgo y el Honor».- Editorial Revista de Occidente.- Págs. 52-53.
71 Américo Castro.- «El Pensamiento de Cervantes».- Editorial Hernando, Madrid, 1925.- Pág. 387.
72 Ramiro de Maeztu.- «Don Quijote, Don Juan y La Celestina».- Colección Austral, 4a. edición.- Pág. 72.
73 «Don Quijote y Fausto».- Editorial Araluce.- J. Bickermann.
74 P. Giralt.- «Bellezas del Quijote».- Imprenta Avisador Comercial, 1405. Habana.- Págs. 202 y 203.
75 José Vasconcelos.- «Discursos», Ediciones Botas, México, 1950.- Pág. 266.
76 Iván Turguenef.- «Hamlet y Don Quijote», pág. 60, en «El Quijote visto por grandes escritores», Biblioteca Enciclopédica Popular, No. 179, Secretaria de Educación Pública. México, D. F.
77 Iván Turguenef.- Opus cit., pág. 61.
78 Dr. Luis Legaz Lacambra.- «Filosofía del Derecho», pág. 37, Editorial Bosch, Barcelona.
79 Giorgio del Vecchio.- «Filosofía del Derecho».- Traducción de Luis Legaz Lacambra, Editorial Bosch. Pág. 314.
80 Prof. Max Ernst Mayer.- «Filosofía del Derecho», Colección Labor.- Pág. 122.
81 Lic. Rafael Preciado Hernández.- «Lecciones de Filosofía del Derecho».- Pág. 236, Cap. XVI.
82 Dr. Luis Recasens Siches. «Vida Humana, Sociedad y Derecho». Pág. 367, Cap. XII.
83 Vermeersh.- «La Justicia y la Injusticia», tomo I, pág. 45.
84 Dr. Sánchez Agesta.- «Lecciones de Derecho Político».- Pág. 309, Cap. XV.
85 Luis Sánchez Agesta.- Opus cit., pág. 316.
86 J. Maritain.- «Para una Filosofía de la Persona Humana».- Pág. 196.
87 Dr. T. Carreras Artau.- «La Filosofía del Derecho en el Quijote».- Tipografía Carreras y Mas, Gerona, 1903.
88 R. von Ihering.- «La Lucha por el Derecho».- Librería General de Victoriano Suárez, Madrid, 1921. Pág. 55.
89 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Don Quijote de la Mancha», Parte I: Cap. XXII, págs. 1115-1116, «Obras Completas», Editorial Aguilar, S. A.
90 Friedrich Kainz.- «Estética», Fondo de Cultura Económica.- Pág. 112.
91 Víctor Cousin.- «Le Vrai, le Beau et le Bien», 8ª. lección.
92 Juan José López Ibor.- «El Descubrimiento de la Intimidad y otros Ensayos».- Págs. 85-86.- Ediciones Aguilar.
93 Prof. Dr. August Brunner.- «Ideario Filosófico».- Editorial Razón y Fe, tercera edición.- Pág. 186.
94 Goethe.- «El Quijote visto por grandes escritores».- Págs. 89 y 90.- Biblioteca Enciclopédica Popular.- Segunda Época.- (Número 179), Secretaría de Educación Pública, México, D. F.
95 «El Quijote visto por grandes escritores». Edición citada.- Página 81.- Ramón Menéndez Pidal.
96 Marcelino Menéndez y Pelayo.- «San Isidro, Cervantes y otros Estudios».- Colección Austral, Espasa Calpe Argentina, S. A.- Páginas 109-110.
97 Thomas Mann.- «Cervantes, Goethe, Freud».- Editorial Losada, 1943.- Págs. 45-46.
98 Ricardo Rojas.- «Cervantes».- Editorial Losada, S. A.-Pág. 33.
99 Prof. Santiago Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero eterno».
100 Miguel de Cervantes Saavedra.- «Don Quijote de la Mancha».- «Obras Completas».- Parte II; Cap. XVIII.- Pág. 1331.
101 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., pág. 1334.
102 Miguel de Cervantes Saavedra.- Opus cit., págs. 1334-1335.
103 Miguel de Cervantes Saavedra.- Ibid., pág. 1335.
104 Heidegger.- «Aus der Erfahrung des Denkens», núm. 29.
105 Dr. Montero Díaz.- «Cervantes, Compañero Eterno», Editorial Aramo, Madrid; 1957.- Págs. 184-185.
106 Unamuno.- «Vida de Don Quijote y Sancho», octava edición, Espasa Calpe Argentina.- Págs. 43 y 45. .. | | Revista Arbil nº 62 La página arbil.tk quiere ser un instrumento para el servicio de la dignidad del hombre fruto de su transcendencia y filiación divina "ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el Foro Arbil La reproducción total o parcial de estos documentos esta a disposición del públicosiempre bajo los criterios de buena fe, gratuidad y citando su origen. | Foro Arbil Inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones. N.I.F. G-47042924 Apdo.de Correos 990 50080 Zaragoza (España) | | |