La democracia política es un tema difícil. Por la imprecisión del término. Tiene distintos significados en la boca o en la pluma de unos u otros. Por la complejidad de la materia misma. Por los prejuicios que se han formado en uno u otro sentido. En fin, porque por ser materia política, apasiona vivamente y nubla la serenidad de las ideas. Para muchos la democracia política es una conquista definitiva de la ciencia política, tan indiscutible como puede serlo un adelanto o progreso técnico. Es el régimen de las naciones más progresivas. Las naciones que han abandonado ese régimen han tenido que volver al mismo, so pena de rendirse a la tiranía. Para esta forma de pensamiento, abrumadoramente mayoritaria en la sociedad contemporánea, el régimen de democracia va asociado al régimen de libertad y el mundo no puede elegir sino entre democracia liberal, de un lado, y absolutismo, autoritarismo, totalitarismo, de otro. El tema de la democracia es, en definitiva, un tema apasionante. Es el tema de nuestro tiempo, por cuanto en él se condensan anhelos de libertad y justicia ya dos veces seculares. Sin embargo, esta enorme densidad de contenido tinta al concepto de una considerable ambigüedad que, en ocasiones, termina por frustrar la grandeza de los ideales que inspira, reduciéndolos a la triste realidad de una serie de corruptelas en la participación de la comunidad en la toma de decisiones que, en ocasiones, acaban por convertir a esta última en poco más que una cínica comparsa. Se hace, por tanto, imprescindible proceder a una cierta clarificación de los términos con el fin de centrar el estudio de cuestión tan decisiva. En este sentido, por democracia podemos entender básicamente tres cosas: 1) en sentido genérico, la participación activa de los ciudadanos en la gestión de la cosa pública. Este primer concepto enuncia, en rigor, lo que no es sino un deber de todo ciudadano responsable y una condición de salud para toda sociedad que pretenda merecer el nombre de libre y viva. La ausencia total de tal participación configura una magistratura extraordinaria y temporal, la dictadura, o bien simplemente una tiranía. Precisando el término, llamamos democracia a la intervención del pueblo en el gobierno de la nación. La democracia así expresada es muy conforme con la dignidad de la persona humana. Desde los días de San Isidoro, pasando por Santo Tomás, hasta los Pontífices, los teólogos han aconsejado siempre como la forma más perfecta de gobierno aquella en la que el pueblo toma alguna participación efectiva y garantizada en los negocios públicos. Recalemos, desde el primer momento, en que se trata de una participación activa y, por tanto, exige una formación previa y una determinada actitud por parte de la sociedad para evitar que todo quede reducido a la emisión material del sufragio, convertido así en un puro acto de animalidad gregaria. Santo Tomás en este punto era muy pesimista. Defiende en el "De regimine principium" que el gobierno político, combinación armónica de las tres formas clásicas, sólo se puede conceder a las naciones sabias y virtuosas. Niega el santo Doctor que ese fenómeno se produzca fácilmente, recordando que "stultorum infinitus est numerus". No se debe olvidar la diferencia entre masa y pueblo, fundamental para el pensamiento clásico y en la que hizo especial hincapié Pío XII en "Benignitas et humanitas". Muchos pueblos modernos constituyen masa, verificándose el fenómeno de masificación como consecuencia de una libertad de propaganda absolutamente irresponsable. 2) en sentido específico, una de las tres formas del régimen de gobierno, según la nomenclatura clásica. Hay que hacer notar que para los clásicos la democracia tenía un sentido eminentemente local, y así lo pone de manifiesto Benjamin Constant en su célebre "Discurso sobre la libertad de los antiguos comparada con la de los modernos". Sólo así puede entenderse la ausencia de grandes disputas en torno al mecanismo de la representación, ya que ésta se basaba en vínculos personales preexistentes que contribuían a la propia estabilidad del régimen de gobierno. Esta noción reviste un carácter de opinión, sometida a la por entonces plenamente extendida convicción de que no existe una forma de gobierno óptima para cualquier comunidad, sino que tan sólo puede hablarse del régimen razonablemente más idóneo para una sociedad determinada. De suyo, en cuanto a su forma externa, si bien no siempre en cuanto a los principios internos, todos los tipos de gobierno que ha conocido la Europa de los siglos XIX y XX están admitidos por la doctrina católica. Escribiendo a los católicos franceses, dice León XIII en la Inter gravíssimas, de 1892: "En este orden especulativo de ideas, los católicos, como cualquier ciudadano, disfrutan de plena libertad para preferir una u otra forma de gobierno, precisamente en virtud de no oponerse por sí misma ninguna de éstas a las exigencias de la sana razón ni a las máximas de la doctrina católica". Como ha señalado S.S. Juan Pablo II en su Encíclica "Centessimus annus", "la Iglesia aprecia el sistema de la democracia en la medida en que asegura la participación de los ciudadanos en las opciones políticas y garantiza a los gobernados la posibilidad de elegir y controlar a sus propios gobernantes, o bien la de sustituirlos oportunamente de forma pacífica. (...). La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático, pero no posee título alguno para expresar preferencias por una u otra solución institucional o constitucional. La aportación que ella ofrece en este sentido es precisamente el concepto de dignidad de la persona humana". Como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica, "la diversidad de los regímenes políticos es moralmente admisible con tal que promuevan el bien legítimo de la comunidad que los adopta".(CIC, 1901). 3) la ideología de la soberanía popular, entronizada por la Revolución Francesa e inspirada particularmente en la doctrina de la llamada voluntad general preconizada por Jean Jacques Rousseau. En la encíclica Inmortale Dei de León XIII, sobre la constitución cristiana de los Estados, se rechaza este tercer concepto. Existe, en este sentido, una democracia rechazada por la Iglesia: la que se construye sobre la base de que "no hay más origen de la autoridad sino la voluntad del pueblo, el cual, como único dueño de sí mismo, es también el único a quien se debe obedecer". Forma parte tal proposición del denominado Derecho Nuevo condenado por los Pontífices. En esta línea de pensamiento, el Beato Pío IX aludía en "Quanta cura" a "ciertos hombres que despreciando en absoluto y dejando a un lado los principios más firmes de la sana razón, se atreven a proclamar que la voluntad del pueblo manifestada por la llamada opinión pública o de otro modo, constituye una suprema ley, libre de todo derecho divino o humano; y que en el orden político los hechos consumados, por lo mismo que son consumados, tienen ya valor de derecho" (n. 4). En este mismo sentido, S.S. Juan Pablo II señala en "Centessimus annus" que " una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana. Requiere que se den las condiciones necesarias para la promoción de las personas concretas, mediante la educación y la formación en los verdaderos ideales, así como la subjetividad de la sociedad mediante la creación de estructuras de participación y corresponsabilidad. Hoy se tiende a considerar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental de las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de conocer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este propósito hay que observar que si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia". El fin de la Segunda Guerra Mundial, con la derrota de los fascismos y el triunfo amenazante del comunismo, suponía un extraordinario acicate para el afán de construir un nuevo orden político sobre la base de una recta concepción de la democracia, y así lo supo ver el Papa Pío XII, que en "Benignitas et humanitas" expuso magistramente la visión cristiana de la democracia, opuesta al relativismo: "Una sana democracia, fundada sobre los inmutables principios de la ley natural y de las verdades reveladas, será resueltamente contraria a aquella corrupción que atribuye a la legislación del Estado un poder sin freno ni límites, y que hace también del régimen democrático, a pesar de las contrarias, pero vanas apariencias, un puro y simple sistema de absolutismo. El absolutismo de Estado (que no debe ser confundido, en cuanto tal, con la monarquía absoluta, de la cual no se trata aquí) consiste de hecho en el erróneo principio de que la autoridad del Estado es ilimitada y de que frente a ésta -incluso cuando da libre curso a sus intenciones despóticas, sobrepasando los límites del bien y del mal- no se admite apelación alguna a ley superior moralmente obligatoria. Un hombre penetrado de ideas rectas sobre el Estado y sobre la autoridad y el poder de que está revestido como custodio del orden social, nunca jamás pensará ofender la majestad de la ley positiva dentro del campo de su natural competencia. Pero esta majestad del derecho positivo humano es inapelable únicamente cuando ese derecho se conforma -o al menos no se opone- al orden absoluto establecido por el Creador e iluminado con una nueva luz por la revelación del Evangelio. Esa majestad no puede subsistir sino en la medida que respeta el fundamento sobre el cual se apoya la persona humana, así como el Estado y el poder público. Este es el criterio fundamental de toda sana forma de gobierno, incluida la democracia; criterio con el cual ha de juzgarse el valor moral de toda ley particular". (n. 28 y ss.) Luego para que un régimen democrático pueda ser legítimo es preciso, ante todo, que se aplique a la prosecución del bien común de la sociedad, empleando medios moralmente aceptables (CIC, 1921) y actuando dentro de los límites del orden moral (CIC, 1923). Orden universal e inmutable que deriva de la ley moral, de la cual son expresiones "la ley eterna, fuente en Dios de todas las leyes; la ley natural; la ley revelada, que comprende la Ley antigua y la Ley nueva o evangélica". (CIC, 1952). Orden moral inmutable y universal, que no depende de las votaciones, decisiones o consensos de las mayorías, pues está por encima de la "voluntad general" y de la "soberanía popular". "No puede aceptarse la doctrina de quienes afirman que la voluntad de cada individuo o de ciertos grupos es la fuente primaria y única de donde brotan los derechos y deberes del ciudadano, proviene la fuerza obligatoria de la constitución política y nace, finalmente, el poder de los gobernantes del Estado para mandar". (Juan XXIII. "Pacem in terris", n. 78) "La democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad. Fundamentalmente, es un "ordenamiento" y, como tal, un instrumento y no un fin. Su carácter "moral" no es automático, sino que depende de su conformidad con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los medios de que se sirve. (...). El valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como considerar el <<bien común>> como fin y criterio regulador de la vida política. En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles <<mayorías>> de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto <<ley natural>> inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil". (Juan Pablo II. "Evangelium vitae", n. 70). La autoridad estatal debe ser limitada. Es continuo el rechazo del totalitarismo por parte de la Iglesia. Esto se refiere también al Estado-providencia, que apunta al Estado laico invasor que pretende sustituir a la Providencia divina en un mundo secularizado. Se hace cargo del individuo desde que nace hasta que muere, le proporciona todos los servicios y absorbe todos sus recursos. La sociedad política tiene como objetivo final el bien común. El gobierno es la operación de dirigir la sociedad hacia ese fin, pero el término suele usarse para designar al sujeto agente de esta operación. La estructura o articulación política de una sociedad se denomina régimen. Los hombres se unen en la sociedad civil a causa de su propia naturaleza que responde a un designio divino. La autoridad se constituye como tal a partir de la misma naturaleza de la sociedad, que necesita ser gobernada. Tal autoridad procede en último término de Dios, de quien recibe su potestad moral, y a cuya ley -ley moral natural- debe sujetarse en su ejercicio. Este orden de procedencia no implica de suyo ningún régimen particular de gobierno. La autoridad no proviene del pueblo sólo por pacto o convenio social. Esta teoría supone un individuo previo y asocial que se asocia sólo por convención, lo que es falso. Además si las autoridades no son sólo designadas por el pueblo, sino constituidas por él, de modo que reciban de la multitud su potestad moral, y por esos mismo puedan legislar a su arbitrio, sin sujección a instancia superior alguna (que no sea el propio pueblo soberano), entonces el orden político se construye sin Dios y sin ley moral. La doctrina católica sobre el origen divino del poder no resulta muy difícil de entender si se parte de la realidad de la forma de autoridad más inmediata: la patria potestad. Ésta tiene un carácter eminentemente natural y una funcionalidad propia, la educación y el sostenimiento de los menores, rasgos comunes a toda forma de autoridad. Cuando las familias no pueden subvenir por sí mismas al cumplimiento de determinados fines, encomiendan su consecución a órganos públicos (unipersonales o colegiados) en los que delegan su autoridad únicamente en relación con dichos fines. Esta última precisión es decisiva, ya que los poderes públicos superiores únicamente gozan de un apoderamiento especial para el cumplimiento de fines que exceden de las posibilidades de los individuos, las familias y los grupos humanos de ámbito inferior o más limitado. En este contexto se entiende la doctrina de León XIII en el sentido de afirmar que el pueblo designa al gobernante, pero no le transfiere su autoridad o el alcance de su poder, ya que esto último remite al origen de toda autoridad, Dios, que impone a la misma unos fines precisos y unos límites estrictamente definidos. El peligro totalitario irrumpe en escena desde el momento en que una autoridad pública, organizada del modo que sea, se proclama investida de un apoderamiento general que presuntamente le habilita para tomar decisiones sobre cualquier aspecto de la vida de los hombres. Este es el caso de la soberanía popular entendida al modo revolucionario, que es una de las claves de bóveda de la construcción doctrinal liberal en la que descansan la mayor parte de las Constituciones modernas. "El totalitarismo nace de la negación de la verdad en sentido objetivo. Si no existe una verdad trascendente, con cuya obediencia el hombre conquista su plena identidad, tampoco existe ningún principio seguro que garantice relaciones justas entre los hombres: los intereses de clase, grupo o Nación, los contraponen inevitablemente unos a otros. Si no se reconoce la verdad trascendente, triunfa la fuerza del poder, y cada uno tiende a utilizar hasta el extremo los medios de que dispone para imponer su propio interés o la propia opinión, sin respetar los derechos de los demás... La raíz del totalitarismo moderno hay que verla, por tanto, en la negación de la dignidad trascendente de la persona humana, imagen visible de Dios invisible y, precisamente por esto, sujeto natural de derechos que nadie puede violar: ni el individuo, el grupo, la clase social, ni la Nación o el Estado. No puede hacerlo tampoco la mayoría de un cuerpo social, poniéndose en contra de la minoría, marginándola, oprimiéndola, explotándola o incluso intentando destruirla". (Centesimus annus, n. 44). La construcción doctrinal más sofisticada de esta línea de pensamiento que legitima cualquier decisión política atendiendo únicamente a la obtención de un refrendo popular mayoritario y haciendo total abstracción de contenidos materiales referidos al bien común, puede hallarse en la obra del jurista alemán Hans Kelsen, cuya teoría pura del derecho ha venido a legitimar una suerte de asepsia moral de los modernos regímenes democráticos. En efecto, para Kelsen el dato decisivo para el Derecho es la norma, de modo que para construir una ciencia jurídica hay que atenerse a las normas vigentes, depurando cualquier "contaminación" psicológica, sociológica y, sobre todo, teleológica. En segundo lugar, cada norma jurídica se explica no aisladamente, sino en el contexto de un complejo unitario llamado ordenamiento jurídico. La noción de ordenamiento jurídico implica que todas las normas se derivan de una única norma suprema o fundamental, la Grundnorm, que sirve de fundamento y jerarquiza a todas las demás. Podría pensarse que esta norma es la Constitución, en sentido formal, pero no es extraño que en una nación se hayan sucedido diversas Leyes Fundamentales y que pervivan en épocas posteriores leyes dictadas al amparo de otras Constituciones en lo que no se opongan a las vigentes en el momento presente. En este sentido, es preciso interpretar el pensamiento de Kelsen en este punto a la luz de su teoría pura del Derecho. De esta forma, la Grundnorm puede entenderse como el presupuesto lógico ("científico") de validez de todo ordenamiento jurídico. Para la doctrina liberal la legitimidad descansa en la soberanía popular concebida al modo revolucionario, es decir, como poder originario (constituyente), independiente e ilimitado (y, en consecuencia, larvadamente totalitario). Con ello, el sistema kelseniano del Derecho conduce en la práctica a un voluntarismo jurídico cuyas dramáticas consecuencias pudo constatar el propio Kelsen con el derrumbe de las democracias y el auge de los regímenes totalitarios en el período de entreguerras. La distinción entre masa y pueblo, tan reiterada por el Magisterio en esta materia, insiste en la necesidad de una adecuada educación cívica para el ejercicio responsable de los derechos políticos en el régimen democrático. En cualquier caso, conviene reparar en la frustración que supone para las expectativas de una sociedad que ha procurado asumir una conciencia cívica responsable el hecho de reducir la participación en la vida pública a la emisión periódica del sufragio. La percepción de este fenómeno se traduce, en muchos casos, en un sentimiento de enajenación de los derechos cívicos en favor de una casta de políticos profesionales pertenecientes a grupos organizados y financiados por el propio Estado. El principio democrático aporta, indudablemente, una serie de recursos que permiten asegurar un cierto respeto al carácter ministerial del poder público, cuya legitimidad descansa en la consecución del bien común de la sociedad. Ahora bien, como cualquier poder constituido en autoridad, la democracia no puede olvidar que no le corresponde a ella, o a quienes se sienten sus genuinos representantes, definir unilateralmente el bien común, sino que han de buscar éste, poniendo todos sus recursos al servicio de todas las agrupaciones sociales menores, que son los auténticos sujetos pasivos de todas las necesidades sociales. La Iglesia no ofrece un modelo concreto de gobierno o de sistema económico (cf. "Centesimus annus", n. 43), su misión genuinamente sobrenatural le lleva más bien a luchar decididamente por que la organización de todas las instituciones políticas permita a todos y cada uno de los hombres alcanzar el bien común, también en su faceta temporal. "Así pues, es importante ayudar a los cristianos a demostrar que la defensa de las normas morales universales e inmutables constituye un servicio que no sólo prestan a las personas, sino también a la sociedad en su conjunto": dichas normas "constituyen el fundamento inquebrantable y la sólida garantía de una justa y pacífica convivencia humana y, por tanto, de una verdadera democracia" ("Veritatis splendor", n. 96). En efecto, la democracia misma es un medio y no un fin, y "el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve" ("Evangelium vitae", n. 70). Estos valores no pueden basarse en una opinión cambiante, sino únicamente en el reconocimiento de una ley moral objetiva, que es siempre el punto de referencia necesario. "Por ello -ha señalado el Romano Pontífice- la Iglesia debe comprometerse en formar y acompañar a los laicos que están presentes en los órganos legislativos, en el gobierno y en la administración de la justicia, para que las leyes expresen siempre los principios y los valores morales que sean conformes con una sana antropología y que tengan presente el bien común". ("Ecclesia in America", n. 19) ·- ·-· -··· ·· ·-·· Ricardo Javier Parra Luis |