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Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento word comprimido
- Sobre el poder en la modernidad y la postmodernidad
- Categorías de la política: Política, Criptopolítica y Metapolítica. (1ª parte). Política: sentido y función de la Politeia
- Una valoración de urgencia de los resultados electorales del 25 de mayo: ¿todos contentos?
- Editorial
- Lo que queda del mensaje (en torno a las palabras de Juan Pablo II en España)
- El Papa en España: como lo reflejó la prensa
- Sobre el Estado?
- La pluralidad de partidos católicos
- Crisis demográfica
- La historia de España realidad vivificante para el futuro
- Prolegómenos a la filosofía del futuro
- El animalismo trascendental
- La participación del trabajador en la empresa
- Historia de América
- Fundamentalismo islámico, terrorismo y guerra en Oriente Medio: de la cuestión palestiana a la cuestión iraquí?
- La Constitución Española a la luz del Magisterio político de la Iglesia
- Una entrevista a Julián Gómez del Castillo: la posición del Movimiento Cultural Cristiano
- La Monarquía de España y la guerra de Mesina (1674-1678)
- La ausencia del padre en nuestra sociedad?
- El padre: el gran ausente
- Fundación Gratis Date: 15 años socializando el saber
- El hedonismo o la muerte de Occidente
- 25 años de fecundación artificial
- La promoción de los laicos en la vida y Misión de la Iglesia
- Cien años de un periódico de la monarquía: ABC, dossier para una investigación
- Política y Vanidad
- La pintura en España de Velázquez a Dalí
- Soldados de Salamina
- El ser humano es un ser religioso
- Oración por la Patria
- ¿Cómo se formó el genio de Santo Tomás?
- Remembranzas de Argentina
- El Evangelio según los evangélicos
- Cien años de La Gaceta del Norte
- PSOE y memoria histórica
- Ante la cultura sin alma
- "Fernando el Católico y los falsarios de la historia"
- Presentación de "Fernando el Católico y los falsarios de la historia en Pamplona"
- Tertulia en Arbil-Madrid
- Texto Clásico: Defensa de la Hispanidad


CARTAS

Arbil cede expresamente el permiso de reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin
Revista Arbil nº 69

Texto Clásico: Defensa de la Hispanidad

por Ramiro de Maeztur

- Obra fundamental para entender la Hispanidad. Con los siguientes contenidos

Indice

Evocación, de Eugenio Vegas Latapie

Preludio

La Hispanidad y su Dispersión

Las ideas del siglo XVIII

De la Monarquía Católica a la territorial y la guerra civil en América

La defensa necesaria

Las Luchas de Hispanoamérica

Pasado y porvenir

Estoicismo y Trascendentalismo

El humanismo español

El humanismo moderno

El Humanismo del Orgullo

El humanismo materialista

Nuestro humanismo en las constumbres

Nuestro humanismo en la historia

Resumen final del asunto

Contraste de nuestro ideal

La capacidad de conversión

El "Principio del Crecimiento"

La igualdad Humana

Fraternidad y hermandad (I)

La fe y la esperanza

La España misionera:Una obra incomparable

La acción de los reyes

El concilio de Trento

Todo un pueblo en misión

Las Misiones guaraníes

Filipinas y el Oriente

El fin de las misiones

La vuelta de las misiones

LOS ESPAÑOLES DE AMERICA. El exito de los aldeanos

El sistema comanditario

La actual crisis

LA HISPANIDAD EN CRISIS. Las dos Américas

El desorientado siglo XIX

La extranjerización

El naturalismo

Rubén Dario y los talentos

Entre los yanquis y el soviet

Los dioses se van

La vuelta al pasado

La Historia de España en el extranjero

La "política indiana"

Contra moros y judíos

La Conquista del Estado

Resumen

El dilema de ser o valer

La Patria es espíritu

El deber del patriotismo

La tradición como escuela

La busca del no ser

Cuerpo, alma y espíritu

Las piedras labradas

La falta de ideal

Se ama lo que se estima

Vuelta a nuestra fe

La misión interrumpida

Un lema de caballeros

Evocación 1

"La obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid; o si se quiere, una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla". Así escribía Maeztu en las primeras páginas de su Acción Española, que sirven de "preludio" al libro que hoy se reedita. La vida y la obra de Maeztu, por el contrario, son de una perfección clásica y de una verdad exacta. Profetizó su muerte asesinado por los sicarios de la anti-España y anunció la resurrección del Imperio superado en la Hispanidad, y hoy vislumbramos un amanecer imperial y lloramos su santa y ejemplar muerte de mártir a manos de la bestia roja. "¡Me matarán! ¡Me matarán! ¡Me doy por muerto! ¡Me pegarán cuatro tiros en una esquina! ¡Sí! ¡Sí! ¡Me matarán! ¡Me aplastarán como una chinche contra mi biblioteca!", oíamos repetir constantemente a don Ramiro sus amigos íntimos, Y no una ni dos veces, sino constantemente, al correr los meses y los años de ese lustro apocalíptico, que se inicia con las torpes y sucias bacanales del 14 de abril de 1931 y remata y concluye con las matanzas y asesinatos en masa de la España roja, desenmascarada, por fin, en 1936. Tan convencido estaba Maeztu de que el odio de los marxistas y demás enemigos de Dios y de España no descansarían hasta haberle asesinado que, con la mente fija en el trance de su muerte tal y como lo presentía, nos repetía a sus íntimos: "Yo temo ser cobarde y por eso todos los días pido a Dios que me dé alientos para morir, al menos, con dignidad".

En enero de 1934, en uno de aquellos banquetes de Acción Española, en los que se comía durante una hora y se hablaba o se oía hablar durante tres o cuatro, don Ramiro, con aquella oratoria tan suya de poseído, de iluminado, después de explicar sus esfuerzos prodigados en. vano durante la Dictadura para convencer a los gobernantes de que la revolución se venía encima y que se aprestaran a vencerla dijo, textualmente: "Esta fue mi lucha durante quince meses, hasta que un día la revolución se echó encima de nosotros. Mis compañeros prefirieron el destierro; yo, no; porque prefiero que me den cuatro tiros contra una pared, pero aquí he de morir. Mis espaldas no las han de ver nunca mis enemigos. Y entonces, un día, oímos aquello de uno, dos, tres, y las gentes en el Retiro y las multitudes soeces. Se nos ha dicho que esta ha sido una revolución pacífica: pacífica porque no se ha vertido sangre. ¡Pero si la sangre no vale lo que la hiel, lo que la injuria soez, lo que el sarcasmo, lo que el griterío de la masa desmandada! ¿No os habéis encontrado con un tropel de doscientas, trescientas o cuatrocientas personas insultando a vuestro jefe hereditario, y no habéis sentido la impotencia de ser uno solo y no poder arremeter con las doscientas, trescientas o cuatrocientas personas, y no habéis experimentado el deseo de que todo aquello os arrollara, porque es preferible que los cerdos pasen por encima de uno, por encima de su cadáver, que no seguir tolerando tantas bajezas, tantas ruindades, tantas cosas soeces, tanta barbarie?"

Un día marzo o de abril de 1936, otro glorioso mártir de la Nueva España, don Víctor Pradera, al regresar a su hogar, después de presidir una conferencia de la Sociedad cultural Acción Española, refiere a su esposa, que al encontrarse con Maeztu, éste le había dicho: "Don Víctor, ¿cuándo nos asesinan a usted y a mí?" Hoy dos mujeres ceñidas con tocas de viudas, que en el silencio y el retiro lloran la muerte de estos precursores y maestros de la Nueva España, al encontrarse no podrán por menos de sentir un estremecimiento, al recordar el terrible vaticinio.

Evocación 2

La machaconería con que Maeztu repetía que moriría asesinado, llegaba, a veces, a ser tomada en broma por los más asiduos de aquella tertulia de la redacción de Acción Española, de la que don Ramiro fué uno de los pilares fundamentales desde su fundación. Era tal su cariño a la tertulia que, si algún rarísimo día había de faltar, se excusaba de antemano o telefoneaba. Su ingreso en las Academias de Ciencias Morales y de la Lengua, motivó que los martes y jueves, días en que celebraban sesión dichas Academias, llegase a nuestra tertulia a última hora, vestido con chaqueta ribeteada y comentando los temas y noticias de que allí se habían hecho eco. Pradera, era otro de los asiduos. Al evocar hoy el recuerdo de aquellas reuniones, de aquellas gentes y de aquellos sueños y temas que nos apasionaban, siento remordimientos por no haber sabido gozar, en su día, de tantos tesoros espirituales allí acumulados y de la compañía de aquellos hombres que, con su vida ejemplar, han conseguido incorporar sus nombres a la Historia.

Aquel saloncito en que nos reuníamos, toma ante mi mente la categoría de lugar santo, nueva Covadonga de la España que amanece. Aquel salón viene a presentárseme como una catacumba del siglo XX, en que los futuros mártires se confortaban entre sí para afrontar, fieles a Dios y a España, el trance final; y también como tienda de campaña, en la que reunidos los jefes de la Cruzada en las vísperas de su iniciación, cambiaban consignas y forjaban planes y arengas. Los supervivientes de aquellos conjurados, recordarán la sonrisa enigmática de "el Técnico" -nombre que dábamos a un jefe de Estado Mayor, principal enlace entre los generales Sanjurjo, Mola, Goded y Franco- cuando alguien se impacientaba por el retraso del Alzamiento, Y de las visitas rápidas y misteriosas de "don Aníbal", pseudónimo con que,para evitar indiscreciones, se hacía anunciar Ramiro Ledesma Ramos,y los frecuentes telefonazos de "don Paco", tras cuyo apacible nombre se ocultaba uno de los más prestigiosos jefes de la Dirección General de Seguridad, en relación. constante con Jorge Vigón y otros conspiradores.

En torno a don Ramiro y a don Víctor veíamos desfilar reiteradamente al general García de la Herrán, ex presidiario de San Miguel de los Reyes por el delito de haber, previsora y valientemente, intentado impedir, con el gloriosamente fracasado Movimiento del 10 de agosto, que se consumara la tragedia de España y que, fiel a sus ideales, había de morir heroicamente en los primeros días del Alzamiento Nacional, en la puerta de un cuartel por él sublevado, en Madrid; y a Paco Campillo, muerto hace un mes en el frente de Aragón; y a Barja de Quiroga, comandante de Estado Mayor retirado y abogado en ejercicio en La Coruña, asiduo concurrente cuando sus deberes le llevaban a Madrid, muerto el día 1 del pasado enero en Teruel; y a: Pepe Bertrán Güell, uno de los mejores paladines de la causa de España en Barcelona, muerto en el frente de Vizcaya; y a Francisco Valdés, el exquisito escritor extremeño, asesinado en Don Benito; y a Carlos Miralles, que a precio de vida había de defender Somosierra; y a José Vegas Latapie, teniente de Ingenieros, muerto en julio de 1936 defendiendo el Alto de. León, siempre en busca de invitaciones para las conferencias más sonadas con destino a los oficiales del Regimiento de El Pardo, único Regimiento de Madrid que ha podido incorporarse a la Cruzada salvadora; y a Augusto Aguirre, capitán de Ingenieros, que en sus idas a Madrid nos hablaba de fundar una filial de Acción Española en su apacible retiro de Villagarcía de Arosa, muerto al ser alcanzado por una bala, cuando volaba sobre la Ciudad Universitaria, luchando por el triunfo de nuestros comunes ideales; y al duque de Fernán Núñez;, protector de la Revista, que de cuando en cuando iba a departir con nosotros y a brindarnos alguna iniciativa sobre propaganda, muerto el día de la Purísima, de 1936, en la Casa de Campo, donde se encontraba, a petición propia, como teniente de complemento; y al sabio benedictino P. Alcocer, y al académico jesuita P. García Villada, asesinados en Madrid, y a tantos y tantos otros; y, entre ellos, a esos estudiantes que permanecían silenciosamente absortos, oyendo a los maestros, para al poco tiempo convertirse ellos en maestros del supremo arte de ganar el Cielo con las armas en la mano en el Cuartel de la Montaña o asesinados por confesar a Cristo y a España.

Recuerdo que a finales de diciembre de 1935, procedente de Berlín, donde a la sazón era corresponsal de ABC, llegó a Madrid Eugenio Montes. Su primera visita fué a la redacción de Acción Española, donde se encontró empeñados en doctas disquisiciones, en torno a Pradera y Maeztu, a Ernesto Giménez Caballero, Pedro Sáinz Rodríguez, Juan Antonio Ansaldo, José María Pemán, el marqués de Quintanar, ALfonso García Valdecasas, Jorge Vigón, el marqués de la Eliseda, don Agustín González Amezúa y otras personas, algunas que no puedo mencionar por encontrarse aún en la zona roja, que sin concierto previo figuraban aquella noche en la tertulia. Y a la vista de aquel senado de figuras intelectuales de primera magnitud, perfectamente avenidas y hermanadas en comunes ideales, Eugenio Montes, que precisamente se reveló en la plenitud de su cultura y talento ante el gran público, en un banquete a Maeztu, en marzo de 1932, con ocasión de haberle sido conferido el premio Luca de Tena por el editorial de presentación de Acción Española, se felicitó públicamente de este hecho, que calificó de acontecimiento desconocido en los últimos ciento cincuenta años, en los que no había existido colectividad o agrupación con prestigio científico en condiciones de combatir y vencer a las que rendían pleito homenaje a los principios liberales y democráticos de la Revolución francesa. Balmes, Donoso Cortés, Menéndez y Pelayo, Nocedal,y Vázquez Mella habían vivido aislados, sin formar escuela ni encontrar en su torno un grupo de catedráticos, escritores, pensadores y poetas, que completasen sus estudios y continuasen sus campañas, cosa que con ritmo creciente estaba logrando Acción Española.

Evocación 3

Contracorriente había nacido Acción Española; contracorriente, crecían las adhesiones a sus principios y con esta palabra agresiva y heroica de Contracorriente, tituló genéricamente Maeztu los artículos que, en colaboración regular, publicaba en la prensa de provincias. Y al marchar contracorriente Maeztu, y tras de él el grupo de escritores e intelectuales que le consideraban como su profeta y su Maestro, no se les ocultaba, en nada, lo terrible de la misión a cumplir y el riesgo probabilísimo de muerte a que se exponían. Fué en los primeros años de su siembra, dos meses antes del histórico 10 de agosto, cuando en el memorable banquete de la Cuesta de las Perdices, pronunció don Ramiro las siguientes austeras palabras, ayer objeto de retóricos aplausos y que hoy podrían esculpirse en las rocas graníticas de ese Escorial, por Maeztu aquel día evocado con el gotear no interrumpido de lágrimas de madres españolas que lloran desde hace dos años la ausencia: de sus hijos, heroicamente caídos, en el reír de su juventud, por haber seguido el camino de espinas que el Maestro les señalara: "Pero ahora -clamaba Maeztu- yo digo a los jóvenes de veinte años: venid con nosotros, porque aquí, a nuestro lado, está el campo del honor y del sacrificio; nosotros somos la cuesta arriba, y en lo alto de la cuesta está el Calvario, y en lo más alto del Calvario, está la Cruz." Y en efecto, tras de cinco años de trabajar contracorriente, al coronar la cuesta arriba, sin tiempo para otear la tierra de promisión por él descrita, la prisión primero y la muerte después, consumaron la realización de sus enseñanzas y profecías y el estruendo de las balas asesinas fué el postrer bélico clamor de aprobación a una vida perfecta de apostolado y amor.

¡Hombre, de cualquier país que seas, que sientas correr por tus venas sangre española o que a España debas la integridad de tu fe religiosa! ¡Español de la Península, de América, de Filipinas o de cualquier otra región del mundo!: al adentrarte en la lectura de este libro, amor de los amores de su autor, concede a cada frase y cada línea el valor y el sentido que a su verdad confiere la autoridad suprema de estar confirmado con sangre de mártir. Con emoción recuerdo la fe, la pasión y el amor que Maeztu puso en la obra que hoy se reimprime y que, capítulo a capítulo, fué escribiendo y corrigiendo a nuestra vista. La DEFENSA DE LA HISPANIDAD no es un mero producto de la erudición y del talento de su autor; es algo muy superior a todo eso; es una obra de amor ardiente, apasionado, que consigue suplir y superar a las frías abstracciones de la inteligencia. Yo he visto llorar a Maeztu leyendo la Salutación al Optimista, de su amigo Rubén. Nunca olvidaré aquellas lágrimas que comenzaron a brotar de los ojos de Maeztu al repetir las palabras proféticas:

"...La alta virtud resucita

que a la hispana progenie hizo dueña de siglos"

lágrimas que habían de trocarse en cataratas y sollozos, que le obligaron a suspender la lectura al llegar a la invectiva:

"¿Quién será el pusilánime

que al vigor español niegue músculo

o que al alma española

juzgase áptera y ciega y tullida?"

El amor, la pasión, la decisión, el ímpetu, fueron las cualidades más destacadas en Maeztu. En su juventud amó y sostuvo algunos principios falsos, aunque nunca sufrió extravío en su amor entrañable a España. Quizá durante algún tiempo fuera frío en alguna de sus convicciones, pero ese frío circunstancial se trocó, cuando recorrió su camino de Damasco, en una pasión y un fuego inextinguibles. En sus amores e ideales jamás fué tibio, que son a los que el Señor, en frase del Apocalipsis, vomitará de su boca. Un día del bienio Lerroux-Gil Robles, se presentó Maeztu en la habitual tertulia de Acción Española visiblemente excitado, refiriéndonos que, en el portal de su casa, se había encontrado con su antiguo amigo Pérez de Ayala, el perpetuo embajador de la República en Londres, y al saludarle éste y decirle que a ver si se veían para recordar tiempos pasados, él le había contestado: "Mire usted, Pérez de Ayala, mientras usted crea que los que rezamos el Padre Nuestro somos unos idiotas, yo no tengo nada que decirle."

Durante su etapa de diputado en las Cortes de 1933-1935, era seguro verle exasperado cuando algún diputado de significación nacional -monárquico o indiferentista- saludaba o departía con Indalecio Prieto u otros prohombres del marxismo. "No se dan cuenta -decía- de que nos van a matar". Un día interrumpe un discurso de Prieto, gritándole: "Me doy por muerto".

Otro de los temas preferidos por don Ramiro era hacernos la apología de Hitler, considerándole como uno de los más grandes políticos que ha conocido la Historia por haber impedido, juntamente con Mussolini, que el comunisno destruyera todo lo que en el mundo existe de Cultura. Su entusiasmo por el Führer es muy anterior a la llegada del nacional-socialismo al Poder, siendo dignas de recordación, las violentas e interminables discusiones sostenidas por Maeztu, secundado por el general García de la Herrán, principalmente con Eugenio Montes, en los tiempos en que este eximio pensador aún no se había rendido a la evidencia de la grandeza del Führer.

Evocación 4

Quede para otros escritores la tarea ilustre de hacer una: biografía de Maeztu desde su nacimiento en Vitoria, de madre inglesa, hasta su asesinato, en noviembre de 1936, pasando por su ida a Cuba, como soldado, a impedir la pérdida del último florón de nuestra corona imperial; sus quince anos de estancia en Inglaterra, su matrimonio con inglesa, su regreso a la Patria para impedir el horror de que su hijo pronunciara el español con acento inglés; su embajada en Buenos Aires durante la Dictadura del general Primo de Rivera; su encarcelamiento en Madrid con ocasión del 10 de agosto, como presidente de Acción Española, y su detención y prisión en julio de 1936, con la referencia de las gestiones hechas inútilmente por las embajadas inglesa y argentina para arrancarle de las garras asesinas. Maeztu, como Calvo Sotelo, como Pradera, eran demasiado buenas presas para que los enemigos de Dios y de España las dejaran escapar.

Uno de los últimos recuerdos que conservo de Maeztu, es la felicitación calurosa que me expresó con ocasión del prólogo que, en junio de 1936, puse a la novela, de ambiente mejicano, titulada Héctor, en cuyo prólogo hacía un llamamiento a la guerra civil y una apología, en determinadas circunstancias, del atentado personal. "Juan Manuel lo ha leído -me dijo don Ramiro- y le ha entusiasmado". Y este Juan Manuel, que por primera y única vez sale citado como autoridad de labios de Maeztu, era su propio hijo único, de dieciocho años. Y es que en materias de honor, de virilidad y de dignidad nacional tenían, muy acertadamente, a los ojos de Maeztu, más autoridad los mozos que aún no contaban veinte años, que los miembros de las Academias por él frecuentadas.

Un domingo de finales de junio de 1936 fuimos, el marqués de las Marismas, Jorge Vigón y yo, a acompañar al matrimonio Maeztu desde Madrid a La Granja, donde se proponían alquilar una casa en que pasar el verano. Apenas llegados al Real Sitio, don Ramiro encomendó a su señora la tarea de elegir casa y decidirse, mientras que él se iba con nosotros a dar un paseo por el magnífico parque. Fué el último día que paseé con él y nunca podré olvidar la interpretación revolucionaria que deducía de las fuentes, de las estatuas y de la ornamentación de los jardines. "¡No está aquí El Escorial! -decía-; esto es el siglo XVIII francés. Versailles. Ninfas. Pastores. Frutos. Naturalismo. Pero aquí nada habla de Dios. Esta ornamentación revela la mentalidad que se refleja en Rousseau y concluye en las matanzas de la Convención y el Terror". Desde La Granja seguimos al secularizado monasterio cartujo de El Paular y después regresamos a la capital. Indecisiones providenciales de última hora, hicieron que la familia Maeztu no tomase casa en La Granja y que el 19 de julio les sorprendiese en Madrid.

La última impresión que respecto a mí tengo de Maeztu, consiste en un reproche agresivo e insistente que profería en la casa en que se encontraba oculto durante los primeros días del Movimiento y en la que fué detenido, diciendo que nunca me perdonaría el que yo no le hubiese avisado, pues su sitio no era estar escondido, sino en una trinchera, tirando tiros. No temía a la muerte, pero soñaba con tomar parte personal y directa en la Cruzada. No suspiraba por puestos, mercedes o prebendas, sino por el honor máximo de estar con un fusil en la trinchera. Maeztu daba al valor físico y personal un elevadísimo puesto en la jerarquía de los valores. Su desprecio a los cobardes, rayaba en lo superlativo. En el discurso del banquete de enero de 1934, dirigiéndose a las mujeres allí presentes, las dijo: "Despreciad al hombre que no sea valiente; despreciad al hombre que no esté dispuesto a arriesgar su vida por la Santa Causa; despreciadlo, y ya veréis como los corderos se convierten en leones". Tengo para mí la seguridad que, de haber estado don Ramiro en la zona nacional, no hubiera sido empresa fácil disuadirle de que con sus sesenta años cumplidos no tenía puesto en el frente.

Evocación 5

¿Cómo murió este atleta de la causa de Dios y de España? Se ignoran detalles; tan solo se sabe que el día 7 de noviembre de 1936 salió de la cárcel en una de aquellas expediciones que jamás llegaron a su destino, y que en el momento de salir, en pleno patio, delante de todo el mundo, se postró de rodillas a los pies de un sacerdote,compañero de cautiverio, y le dijo: "Padre, absuélvame", recibiendo, viril y piadosamente, esa absolución que recuerda la de los antiguos cruzados antes de entrar en combate o la de los mártires, antes de salir a la arena del circo a ser destrozados por las fieras. Alguien dijo a sus familiares que habían visto en la Dirección de Seguridad la fotografía del cadáver de don Ramiro. La leyenda refiere que al ir a ser fusilado, encarándose con sus verdugos, les dijo: "¡Vosotros no sabéis por qué me matáis! ¡Yo si sé por qué muero: porque vuestros hijos sean mejores que vosotros!" El estilo de la frase es netamente del mártir. Si no la dijo físicamente, es bien seguro que la había pensado repetidas veces.

La visión de Maeztu, profeta y maestro de la Nueva España, no puede borrársenos a: los que cultivamos su intimidad. No hay ceremonia, desfile, victoria o sesión conmemorativa a que asistamos o en la que tomemos parte, en que no echemos de menos la presencia de Maeztu.

Fué ese memorable 1º de marzo de 1937 en que por vez primera llegaba a la España redimida un embajador del Rey Emperador de la Italia fascista, cuando José María Pemán, al describir, en inspirada poesía: esa jornada de gloria, en la que volvió a haber Imperio en la Plaza Mayor de Salamanca, no pudo, en justicia, por menos de concluirla con los siguientes versos, que quiero utilizar como áureo broche y remate de estas páginas de evocación:

"Ramiro de Maeztu

Señor y Capitán de la Cruzada:

¿Dónde estabas ayer, mi dulce amigo,

que no pude encontrarte? ¿Dónde estabas?

¡para haberte traído de la mano,

a las doce del día, bajo el cielo

de viento y nubes altas,

a ver, para reposo de tu eterna

inquietud, tu Verdad hecha ya Vida

en la Plaza Mayor de Salamanca!

EUGENIO VEGAS LATAPIE

PRELUDIO

Esta introducción fue publicada el 15 de diciembre de 1931 como artículo-programa de la revista Acción Española. Un jurado benévolo la escogió para el premio "Luca de Tena" de aquel año. Al recogerla con el asenso de la revista donde vieron la luz primera los más de los trabajos de este libro, la he llamado "Preludio", porque esta palabra no significa meramente lo que da principio a una cosa sino que sugiere también, por su uso musical, que se trata de un comienzo especialísimo, en el que se anuncian los temas que van a desarrollarse en el curso de la obra.

ESPAÑA es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora, y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma. Desde que España dejó de creer en sí, en su misión histórica, no ha dado al mundo de las ideas generales más pensamientos valederos que los que han tendido a hacerla recuperar su propio ser. Ni su Salmerón, ni su Pi Margall, ni su Giner, ni su Pablo Iglesias, han aportado a la filosofía política del mundo un solo pensamiento nuevo que el mundo estime válido. La tradición española puede mostrar modestamente, pero como valores positivos y universales, un Balmes, un Donoso, un Menéndez Pelayo, un González Arintero. No hay un liberal español que haya enriquecido la literatura del liberalismo con una idea cuyo valor reconozcan los liberales extranjeros, ni un socialista la del socialismo, ni un anarquista la del anarquismo, ni un revolucionario la de la revolución.

Ello es porque en otros países han surgido el liberalismo y la revolución para remedio de sus faltas, o para castigo de sus pecados. En España eran innecesarios. Lo que nos hacia falta era desarrollar, adaptar y aplicar los principios morales de nuestros teólogos juristas a las mudanzas de los tiempos. La raíz de la revolución en España, allá en los comienzos del siglo XVIII, ha de buscarse únicamente en nuestra admiración del extranjero. No brotó de nuestro ser, sino de nuestro no ser. Por eso, sin propósito de ofensa a nadie, la podemos llamar la Antipatria, lo que explica su esterilidad, porque la Antipatria no tiene su ser más que en la Patria, como el Anticristo lo tiene en el Cristo. Ovidio hablaba de un ímpetu sagrado de que se nutren los poetas: "Impetus ille sacer, qui vatum pectora nutrit". El ímpetu sagrado de que se ha de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal es su corriente histórica. Es el camino que Dios les señala. Y fuera de la vía, no hay sino extravíos.

* * *

Durante veinte siglos, el ánimo de España, no tiene pérdida posible. Aprende de Roma el habla con que puedan entenderse sus tribus y la capacidad organizadora para hacerlas convivir en el derecho. En la lengua del Lacio recibe el Cristianismo, y con el Cristianismo el ideal. Luego vienen las pruebas. Primero, la del Norte, con el orgullo arriano que proclama no necesitar Redentor, sino Maestro; después, la del Sur, donde la moral del hombre se abandona a un destino inescrutable. También los españoles pudimos dejarnos llevar por el Kismet. Seríamos ahora lo que Marruecos o a lo sumo, Argelia. Nuestro honor fue abrazarnos a la Cruz y a Europa, al Occidente e identificar nuestro ser con nuestro ideal. El mismo año en que llevamos la Cruz a la Alhambra descubrimos el Nuevo Continente. Fue un 12 de octubre, el día en que la Virgen se apareció a Santiago en el Pilar de Zaragoza. La corriente histórica nos hacía tender la Cruz al mundo nuevo.

Ahí están los manuscritos del padre Victoria. El tema que más le preocupó fue conciliar la predestinación divina con los méritos del hombre. No podía creer que los hombres, ni siquiera algunos hombres, fuesen malos por que la Providencia los hubiera predestinado a la maldad. Sobre todos los mortales, debería brillar la esperanza. Sobre todos la hizo brillar el padre Victoria con su doctrina de la gracia. Algunos discípulos y colegas suyos la llevaron al Concilio de Trento, donde la hicieron prevalecer. Salvaron con ello la creencia del hombre en la eficacia de su voluntad y de sus méritos. Y así empezó la Contrarreforma. Otros discípulos la infundieron en el Consejo de Indias, e inspiraron en ella la legislación de las tierras de América, que troncó la conquista del Nuevo Mundo en empresa evangélica y de incorporación a la Cristiandad de aquellas razas a que llamaban los Reyes de Castilla "nuestros amigos los indios". ¿Es que se habrá agotado ese ideal? Todavía ayer moría en Salamanca el padre González Arintero. Y suya es la sentencia: "No hay proposición teológica más segura que ésta: a todos sin excepción se les da -"proxime" o "remote"- una gracia suficiente para la salud..."

¿Han elaborado los siglos sucesivos ideal alguno que supere al nuestro? De la posibilidad de salvación se deduce la de progreso y perfeccionamiento. Decir en lo teológico que todos los hombres pueden salvarse, es afirmar en lo ético que deben mejorar, y en lo político, que pueden progresar. Es ya comprometerse a no estorbar el mejoramiento de sus condiciones de vida y aún a favorecerlo en todo lo posible. ¿Hay ideal superior a éste? Jamás pretendimos los españoles vincular la Divinidad a nuestros intereses nacionales; nunca dijimos, como Juana de Arco: "Los que hacen la guerra al Santo Reino de Francia, hacen la guerra al Rey Jesús", aunque estamos ciertos de haber peleado, en nuestros buenos tiempos, las batallas de Dios. Nunca creímos, como los ingleses y norteamericanos, que la Providencia nos había predestinado para ser mejores que los demás pueblos. Orgullosos de nuestro credo, fuimos siempre humildes respecto de nosotros mismos. No tan humildes, sin embargo, como esa desventurada Rusia de la revolución, que proclama el carácter ilusorio de todos los valores del espíritu y cifra su ideal en reducir el género humano a una economía puramente animal.

El ideal hispánico está en pie. Lejos de ser agua pasada, no se superará mientras quede en el mundo un solo hombre que se sienta imperfecto. Y por mucho que se haga para olvidarlo y enterrarlo, mientras lleven nombres españoles la mitad de las tierras del planeta, la idea nuestra seguirá saltando de los libros de mística y ascética a las páginas de la Historia Universal. ¡Si fuera posible para un español culto vivir de espaldas a la Historia y perderse en los "cines", los cafes y las columnas de los diarios! Pero cada piedra nos habla de lo mismo. ¿Qué somos hoy, qué hacemos ahora cuando nos comparamos con aquellos españoles, que no eran ni más listos ni más fuertes que nosotros, pero creaban la unidad física del mundo, porque antes o al mismo tiempo constituían la unidad moral del género humano, al emplazar una misma posibilidad de salvación ante todos los hombres, con lo que hacían posible la Historia Universal, que hasta nuestro siglo XVI no pudo ser sino una pluralidad de historias inconexas? ¿podemos consolarnos de estar ahora tan lejos de la Historia pensando que a cada pueblo le llega su caída y que hubo un tiempo en que fueron también Nínive y Babilonia?

Pero cuando volvemos los ojos a la actualidad, nos encontramos, en primer término, con que todos los pueblos que fueron españoles están continuando la obra de España, porque todos están tratando a las razas atrasadas que hay entre ellos con la persuasión y en la esperanza de que podrán salvarlas; y también con que la necesidad urgente del mundo entero, si ha de evitarse la colisión de Oriente y Occidente, es que resucite y se extienda por todo el haz de la Tierra aquel espíritu español, que consideraba a todos los hombres como hermanos, aunque distinguía los hermanos mayores de los menores, porque el español no negó nunca la evidencia de las desigualdades. Así la obra de España, lejos de ser ruinas y polvo, es una fábrica a medio hacer, como la Sagrada Familia, de Barcelona, o la Almudena, de Madrid, o si se quiere una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla.

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La sinfonía se interrumpió en 1700, al cerrarse para siempre los ojos del Monarca hechizado. Cuentan los historiadores que a fuerza de pasar por nuestras tierras tropas alemanas, inglesas y francesas, aparte de las nuestras, durante catorce años, al cabo de la guerra de sucesión se habían esfumado todas las antiguas instituciones españolas, excepto la corona de Castilla. España era una pizarra en limpio, donde un Rey y una Corte extranjeros podían escribir lo que quisieran. Mucho de lo que dijeron tenía que decirse, porque el país necesitaba academias y talleres, carreteras y canales. Embargados en cuidados superiores, nos habíamos olvidado anteriormente de que lo primero era vivir. Pero cuando se dijo que: "Ya no hay Pirineos", lo que entendió la mejor parte de nuestra aristocracia es que Versalles era el centro del mundo. Pudimos entonces economizar las energías y esperar a que se restauraran para seguir nuestra obra. Preferimos poner nuestra ilusión en ser lo que no éramos. Y hace doscientos años que el alma se nos va en querer ser lo que no somos, en vez de ser nosotros mismos, pero con todo el poder asequible.

Estos doscientos años son los de la Revolución ¿Concibe nadie que Sancho Panza quiera sublevarse contra Don Quijote? El hombre inferior admira y sigue al superior, cuando no está maleado, para que le dirija y le proteja. El hidalgo de nuestros siglos XVI y XVII recibía en su niñez, adolescencia y juventud, una educación tan dura, disciplinada y espinosa, que el pueblo reconocía de buena gana su superioridad. Todavía en tiempos de Felipe IV y Carlos II sabía manejar con igual elegancia las armas y el latín. Hubo una época en que parecía que todos los hidalgos de España eran al mismo tiempo poetas y soldados. Pero cuando la crianza de los ricos de hizo cómoda y suave, y al espíritu de servicio sucedió el de privilegio, que convirtió la Monarquía Católica en territorial y los caballeros cristianos en señores, primero, y en señoritos luego, no es extraño que el pueblo perdiera a sus patricios el debido respeto. ¿Qué ácido corroyó las virtudes antiguas? En el cambio de ideales había ya un abandono del espíritu a la sensualidad y a la naturaleza, pero lo más grave era la extranjerización, la voluntad de ser lo que no éramos, porque querer ser otros es ya querer no ser, lo que explica, en medio de los anhelos económicos, el íntimo abandono moral, que se expresa en ese nihilismo de tangos rijosos y resignación animal, que es ahora la música popular española.

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Siempre ha tenido España buenos eruditos, demasiados conocedores de su historia para poder creer lo que la envidia de sus enemigos propalaba. La mera prudencia dice, por otra parte, que un pueblo no puede vivir con sus glorias desconocidas y sus vergüenzas al desnudo, sin que propenda a huir de sí mismo y disolverse, como lo viene haciendo hace ya más de un siglo. Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formuló desesperadamente Canovás: "Con la Patria se está con razón o sin razón, como se está con el padre y con la madre". La historia, la prudencia y el patriotismo han dado vida al tradicionalismo español, que ha batallado como ha podido, casi siempre con razón, a veces con heroísmo insuperable, pero generalmente con la convicción intranquila de su aislamiento, porque sentía que el mundo le era hostil y contrario el movimiento universal de las ideas.

Los hombres que escribimos en Acción Española sabemos lo que se ha ocultado cuidadosamente en estos años al conocimiento de nuestro público lector, y es que el mundo ha dado otra vuelta y ahora está con nosotros, porque sus mejores espíritus buscan en todas partes principios análogos o idénticos a los que mantuvimos en nuestros grandes siglos. Queremos traer esta buena noticia a los corazones angustiados. El mundo ha dado otra vuelta. Se puede trazar una raya en 1900. Hasta entonces eran adversos a España los más de los talentos extranjeros que de ella se ocupaban. Desde entonces nos son favorables. Los amigos del arte se maravillan de los esfuerzos que hace el mundo por entender y gozar mejor el estilo barroco, que es España. Y es que han fracasado el humanismo pagano y el naturalismo de los últimos tiempos. La cultura del mundo no puede fundarse en la espontaneidad biológica del hombre, sino en la deliberación, el orden y el esfuerzo. La salvación no está en hacer lo que se quiere sino lo que se debe. Y la física y la metafísica, las ciencias morales y las naturales nos llevan de nuevo a escuchar la palabra del Espíritu y a fundar el derecho y las instituciones sociales y políticas, como Santo Tomás y nuestros teólogos juristas, que en la objetividad del bien común, y no en la caprichosa voluntad del que más puede.

Venimos, pues, a desempeñar una función de enlace. Nos proponemos mostrar a los españoles educados, que el sentido de la cultura en los pueblos modernos coincide con la corriente histórica de España; que los legajos de Sevilla y Simancas y las piedras de Santiago, Burgos y Toledo, no son tumbas de una España muerta, sino fuentes de vida; que el mundo, que nos había condenado, nos da ahora la razón, arrepentido, por supuesto, sin pensar en nosotros, sino incidentalmente, porque hemos descuidado la defensa de nuestro propio ser, en cuya defensa está la esencia misma del ser, según los mejores ontologistas de hoy, porque también la filosofía contemporánea viene a decirnos que hay que salir de esa suicida negación de nosotros mismos, con que hemos reducido a la trivialidad a un pueblo que vivió durante más de dos siglos en la justificada persuasión de ser la nueva Roma y el Israel cristiano.

Harto sabemos que nuestra labor tiene que ser modesta y pobre. Descuidos seculares no pueden repararse sino con el esfuerzo continuado de generaciones sucesivas. Pero lo que vamos a hacer no podemos por menos de hacerlo. Ya no es una mera pesadilla hablar de la posibilidad del fin de España, y España es parte esencial de nuestras vidas. No somos animales que se resignen a la mera vida fisiológica, ni ángeles que vivan la eternidad fuera del tiempo y del espacio. En nuestras almas de hombres habla la voz de nuestros padres, que nos llama al porvenir por que lucharon. Y aunque nos duele España y nos ha de doler aún más en esta obra, todavía es mejor que nos duela ella que dolernos nosotros de no ponernos a hacer lo que debemos.

La unidad de la Hispanidad

"El 12 de Octubre, mal titulado el Día de la Raza, deberá ser en lo sucesivo el Día de la Hispanidad". Con estas palabras encabezaba su extraordinario del 12 de octubre último un modesto semanario de Buenos Aires, El Eco de España. La palabra se debe a un sacerdote español y patriota que en la Argentina reside, D. Zacarías de Vizcarra. Si el concepto de Cristiandad comprende y a la vez caracteriza a todos los pueblos cristianos, ¿por qué no ha de acuñarse otra palabra, como ésta de Hispanidad, que comprenda también y caracterice a la totalidad de los pueblos hispánicos?

Primera cuestión: ¿Se incluirán en ella Portugal y Brasil? A veces protestan los portugueses. No creo que los más cultos. Cámoens los llama (Lusiadas, Canto I, estrf. XXXI): "Huma gente fortissima de Espanha"

André de Resende, el humanista, decía lo mismo, con palabras que elogia doña Carolina Micha‰lis de Vasconcelos: "Hispani omnes sumus". Almeida Garret lo decía también: "Somos Hispanos, e devemos chamar Hispanos a quantos habitamos a peninsula hispánica". Y don Ricardo Jorge ha dicho: "chamese Hispania à peninsula, hispano ao seu habitante ondequer que demore, hispánico ao que lhez diez respeito". Hispánicos son, pues, todos los pueblos que deben la civilización o el ser a los pueblos hispanos de la península. Hispanidad es el concepto que a todos los abarca.

Veamos hasta que punto los caracteriza. La Hispanidad, desde luego, no es una raza. Tenía razón El Eco de España para decir que está mal puesto el nombre de Día de la Raza al del 12 de octubre. Sólo podría aceptarse en el sentido de evidenciar que los españoles no damos importancia a la sangre, ni al color de la piel, porque lo que llamamos raza no está constituido por aquellas características que puedan transmitirse a través de las obscuridades protoplásmicas, sino por aquellas otras que son luz del espíritu, como el habla y el credo. La Hispanidad está compuesta de hombres de las razas blanca, negra, india y malaya, y sus combinaciones, y sería absurdo buscar sus características por los métodos de la etnografía.

También por los de la geografía. Sería perderse antes de echar a andar. La Hispanidad no habita una tierra, sino muchas y muy diversas. La variedad del territorio peninsular, con ser tan grande, es unidad si se compara con la del que habitan los pueblos hispánicos. Magallanes, al Sur de Chile, hace pensar en el Norte de la Escandinavia. Algo más al Norte, el Sur de la Patagonia argentina, tiene clima siberiano. El hombre que en esas tierras se produce no puede parecerse al de Guayaquil, Veracruz o las Antillas, ni éste al de las altiplanicies andinas, ni éste al de las selvas paraguayas o brasileñas. Los climas de la Hispanidad son los de todo el mundo. Y esta falta de características geográficas y etnográficas, no deja de ser uno de los más decisivos caracteres de la Hispanidad. Por lo menos es posible afirmar, desde luego, que la Hispanidad no es ningún producto natural, y que su espíritu no es el de una tierra, ni el de una raza determinada.

¿Es entonces la Historia quien lo ha ido definiendo? Todos los pueblos de la Hispanidad fueron gobernados por los mismos Monarcas desde 1580, año de la anexión de Portugal, hasta 1640, fecha de su separación, y antes y después por las dos monarquías peninsulares, desde los años de los descubrimientos hasta la separación de los pueblos de América. Todos ellos deben su civilización a España y Portugal. La civilización no es una aventura. Quiero decir que la comunidad de los pueblos hispánicos no puede ser la de los viajeros de un barco que, después de haber convivido unos días, se despiden para no volver a verse. Y no lo es, en efecto. Todos ellos conservan un sentimiento de unidad, que no consiste tan sólo en hablar la misma lengua o en la comunidad del origen histórico, ni se expresa adecuadamente diciendo que es de solidaridad, porque por solidaridad entiende el diccionario de la Academia, una adhesión circunstancial a la causa de otros, y aquí no se trata de una adhesión circunstancial, sino de una comunidad permanente.

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No exageremos, sin embargo, la medida de la unidad. Pero es un hecho que un Embajador de España no se siente tan extraño en Buenos Aires como en Río Janeiro, ni en Río Janeiro como en Londres, ni en Londres como en Tokio. Es también un hecho que no podrá desembarcar un pelotón de infantería de marina norteamericana en Nicaragua, sin que se lastime el patriotismo de la Argentina y del Perú, de Méjico y de España, y aun también el de Brasil y Portugal. No sólo esto. El mero deseo de un político norteamericano, Mr. William G. McAdoo, de que la Gran Bretaña y Francia transfieran a los Estados Unidos, para pago de sus deudas de guerra, sus posesiones en las Indias occidentales y las Guayanas inglesa y francesa, basta para que dé la voz de alarma un periódico tan saturado de patriotismo argentino como La Prensa, de Buenos Aires, que proclama (18 de noviembre, 1931), "que todos los pueblos hispanoamericanos abogan por la independencia de Puerto Rico, el retiro de tropas de Nicaragua y Haití, la reforma de la enmienda Platt y el desconocimiento, como doctrina, del enunciado de Monroe".

De otra parte, habría muchas razones para dudar de que sea muy sólida esta unidad que llamamos hispánica. En primer término, porque carece de órgano jurídico que la pueda afirmar con eficacia. Un ironista llamó a las Repúblicas hispanoamericanas "los Estados desunidos del Sur", en contraposición a los Estados Unidos del Norte. Pero más grave que la falta del órgano es la constante crítica y negación de las dos fuentes históricas de la comunidad de los pueblos hispánicos, a saber: la religión católica y el régimen de la Monarquía católica española. Podrá decirse que esta doble negación es consubstancial con la existencia misma de las repúblicas hispanoamericanas, que forjaron su nacionalidad en lucha contra la dominación española. Pero esta interpretación es demasiado simple. Las naciones no se forman de un modo negativo, sino positivamente y por asociación del espíritu de sus habitantes a la tierra donde viven y mueren. Es puro accidente que, al formarse las nacionalidades hispánicas de América, prevalecieran en el mundo las ideas de la revolución francesa. Ocurrió que prevalecían y que han prevalecido durante todo el siglo pasado. Los mejores espíritus están ya saliendo de ellas, tan desengañados como Simón Bolívar, cuando dijo: "Los que hemos trabajado por la revolución hemos arado en el mar".

Ahora están perplejos. Ya han perdido los más perspicaces la confianza que tenían en las doctrinas de la revolución. En su crisis actual, no quedarán muchos talentos que puedan asegurar, como Carlos Pellegrini hace tres cuartos de siglo, que "el progreso de la República Argentina es un hecho forzoso y fatal". La fatalidad del progreso es una de las ilusiones que aventó la gran guerra. Todos los ingenios hispanoamericanos no tienen la ruda franqueza con que el chileno Edwards Bello proclamó que: "el arte iberoamericano, sin raíces en las modalidades nacionales, carece de interés en Europa". Pero muchos sienten que las cosas no marchan como debieran, ni mucho menos como en otro tiempo se esperaba. En lo económico, esos países, que viven al día, dependen de las grandes naciones prestamistas, antes, de Inglaterra, ahora, de los Estados Unidos. No son pueblos de inventores, ni de grandes emprendedores. Sus investigadores son también escasos. Padecen, agravados, los males de España. Lo atribuye Edwards Bello, a que están divididos en tantas nacionalidades. Lo que hizo grande, a juicio suyo, a Bolívar y a Rubén Darío, fue haber podido ser, en un momento dado, el soldado y el poeta de todo un Continente. El hecho es que los pueblos hispánicos viven al día, sin ideal, por lo menos sin un ideal que el mundo entero tenga que agradecerles. ¿Y no de- penderá la insuficiente solidaridad de los pueblos hispánicos de que han dejado apagarse y deslucirse sus comunes valores históricos? ¿Y no será esa también la causa de la falta de originalidad? Lo original, ¿no es lo originario?

Las ideas del siglo XVIII

Ahora está el espíritu de la Hispanidad medio disuelto, pero subsistente. Se manifiesta de cuando en cuando como sentimiento de solidaridad y aun de comunidad, pero carece de órganos con que expresarse en actos. De otra parte, hay signos de intensificación. Empieza a hacer la crítica de la crítica que contra él se hizo y a cultivar mejor la Historia. La Historia está llamada a transformar nuestros panoramas espirituales y nunca ha carecido de buenos cultivadores en nuestros países. Lo que no tuvimos, salvo el caso único e incierto de Oliveria Martins, fueron hombres cuyas ideas supieran iluminar los hechos y darles su valor y sentido. Hasta ahora, por ejemplo, no se sabía, a pesar de los miles de libros que sobre ello se han escrito, cómo se había producido la separación de los países americanos. Desde el punto de vista español parecía una catástrofe tan inexplicable como las geológicas. Pero hace tiempo que entró en la geología la tendencia a explicarse las transformaciones por causas permanentes, siempre actuales. ¿Y por qué no han de haber separado de su historia a los países americanos las mismas causas que han hecho lo mismo con una parte tan numerosa del pueblo español? Si Castelar, en el más celebrado de sus discursos ha podido decir: "No hay nada más espantoso, más abominable, que aquel gran imperio español que era un sudario que se extendía sobre el planeta", y ello lo había aprendido D. Emilio de otros españoles, ¿por qué no han de ser estos intrépidos fiscales los maestros comunes de españoles e hispanoamericanos? Si todavía hay conferenciantes españoles que propalan por América paparruchas semejantes a las que creía Castelar, ¿por qué no hemos de suponer que, ya en el siglo XVIII, nuestros propios funcionarios, tocados de las pasiones de la Enciclopedia, empezaron a propagarlas? Pues bien, así fue. De España salió la separación de América. La crisis de la Hispanidad se inició en España. Un libro todavía reciente, Los Navíos de la Ilustración, de D. Ramón de Basterra, empezó a transformar el panorama cultural. Basterra se encontró en Venezuela con los papeles de la Compañía Guipuzcuana de Navegación, fundada en 1728, y vio que los barcos del conde Peña Florida y del marqués de Valmediano, de cuya propiedad fueron después partícipes las familias próceres de Venezuela, como los Bolívar, los Toro, Ibarra, La Madrid y Ascanio, llevaban y traían en sus camarotes y bodegas los libros de la Enciclopedia francesa y del siglo XVIII español. Por eso atribuyó Basterra la independencia de América al hecho de haberse criado Bolívar en las ideas de los Amigos del País de aquel tiempo. Su error fue suponer que acaeció solamente en Venezuela lo que ocurría al mismo tiempo en toda la América española y portuguesa, como consecuencia del cambio de ideas que el siglo XVIII trajo a España. Al régimen patriarcal de la Casa de Austria, abandonado en lo económico, escrupuloso en lo espiritual, sucedió bruscamente un ideal nuevo de ilustración, de negocios, de compañías por acciones, de carreteras, de explotación de los recursos naturales. Las Indias dejaron de ser el escenario donde se realizaba un intento evangélico para convertirse en codiciable patrimonio. Pero, ¿no se originó el cambio en España?

Un erudito inglés, Mr. Cecil Jane, ha desarrollado recientemente la tesis de que la separación de América se debe a la extrañeza que a los criollos produjeron las novedades introducidas en el gobierno de aquellos países por los virreyes y gobernadores del siglo XVIII. El hecho de que los propios monarcas españoles incitaran a Jorge Juan y a Ulloa a poner en berlina todas las instituciones, así como los usos y costumbres, en sus "Noticias Secretas de América", destruyó, a juicio de Mr. Jane, el fundamento mismo de la lealtad americana: "Desde ese momento ganó terreno la idea de disolver la unión con España, no porque fuese odiado el Gobierno español, sino porque parecía que el Gobierno había dejado de ser español, en todo, salvo el nombre". Pero antes de Jorge Juan y Ulloa, antes de la Compañía Guipuzcuana de Navegación, cuenta D. Carlos Bosque, el historiador español (muerto hace poco en Lima para retardo de nuestras reivindicaciones), que el marqués de Castelldosrius fue nombrado virrey del Perú por recomendación del propio Luis XIV, por haber sido uno de los aristócratas catalanes que abrazaron contra el Archiduque la causa de Felipe V. Castelldosrius fue a Lima con la condición de permitir a los franceses un tráfico clandestino contrario al tradicional régimen del virreinato. Al morir Castelldosrius y verse sustituido por el Obispo de Quito, fue éste procesado por haber suprimido el contrabando francés, que era perjudicial para el Perú y para el Rey. El proceso culpa al obispo de haber prohibido pagar cuentas atrasadas del virrey. Es un dato que revela el cambio acontecido. Los virreyes empiezan a ir a América para poder pagar sus deudas antiguas. Así se pierde un mundo.

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Todos los conocedores de la historia americana saben que el hecho central y decisivo del siglo XVIII fue la expulsión de los jesuitas. Sin ella no habría surgido, por lo menos entonces, el movimiento de la independencia. Lo reconoce, con lealtad característica, D. Leopoldo Lugones, poco afecto a la retórica hispanófila. La avaricia del marqués de Pombal, que quería explotar, en sociedad con los ingleses, los territorios de las misiones jesuíticas de la orilla izquierda del río Uruguay, y el amor propio de la marquesa de Pompadour, que no podía perdonar a los jesuitas que se negasen a reconocerla en la Corte una posición oficial, como querida de Luis XV, fueron los instrumentos que utilizaron los jansenistas y los filósofos para atacar a la Compañía de Jesús. El conde Aranda, enérgico, pero cerrado de mollera, les sirvió en España sin darse cuenta clara de lo que estaba haciendo. "Hay que empezar por los jesuitas como los más valientes", escribía D'Alembert a Chatolais. Y Voltaire a Helvecio, en 1761: "Destruidos los jesuitas, venceremos a la infame". La "infame", para Voltaire, era la Iglesia. El hecho es que la expulsión de los jesuitas produjo en numerosas familias criollas un horror a España, que al cabo de seis generaciones no se ha desvanecido todavía. Ello se complicó con el intento, en el siglo XVIII, de substituir los fundamentos de la aristocracia en América. Por una de las más antiguas Leyes de Indias, fechada en Segovia el 3 de julio de 1533, se establecía que: "Por honrar las personas, hijos y descendientes legítimos de los que se obligaren a hacer población (entiéndase tener casa en América)..., les hacemos hijosdalgos de solar conocido..." Por eso, las informaciones americanas sobre noblezas prescindieron en los siglos XVI y XVII, de los "abuelos de España", deteniéndose, en cambio, a referir con todo lujo de detalles, como dice el genealogista Lafuente Machain, las aventuras pasadas en América; y es que la aspiración durante aquellos siglos, era tener sangre de Conquistador, y en ellas se basaba la aristocracia americana. El siglo XVIII trajo la pretensión de que se fundara la nobleza en los señoríos peninsulares, por medio de una distinción que estableció entre la hidalguía y la nobleza, según la cual la hidalguía era un hecho natural e indeleble, obra de la sangre, mientras la nobleza era de privilegio o nombramiento real. La aristocracia criolla se sintió relegada a segundo término, hasta que con las luchas de la independencia surgió la tercera nobleza de América, constituida por "los próceres", que fueron los caudillos de la revolución.

Hubo también otros criollos que siguieron las lecciones de los españoles, y se enamoraron de los ideales de la Enciclopedia, y su número fue creciendo tanto durante el curso del siglo XIX, que un estadista uruguayo, D. Luis Alberto de Herrera, podía escribir en 1910, que la América del Sur "vibra con las mismas pasiones de París, recogiendo idénticos sus dolores, sus indagaciones y sus estallidos neurasténicos. Ninguna otra experiencia se acepta; ningún otro testimonio de sabiduría cívica o de desinterés humano se coloca a su altura excelsa". Ha de reconocerse que Francia tiene su parte de razón cuando recaba para sí la primacía, como cabeza de la latinidad y principal protagonista de la revolución, diciendo a los hijos de la América hispánica: "Vous n'êtes pas les fils de l'Espagne vous êtes les fils de la Révolution francaise". Bueno; ya no hay franceses, por lo menos entre los intelectuales distinguidos, que se entusiasmen con su revolución. Lo que hacen los de ahora es buscar en la música de la Marsellesa, que es el único himno sin Dios, entre los grandes himnos nacionales, la misma inspiración con que le hablaban a Juana de Arco las voces de Domrémy. Y empieza a haber no sólo españoles, sino americanos, que vislumbran que la herencia hispánica no es para desdeñada.

De la Monarquía católica a la territorial

En general, los hispanoamericanos no se suelen hacer cargo de que lo mismo su afrancesamiento espiritual, que su sentido secularista del gobierno y de la vida, que su afición a las ideas de la Enciclopedia y de la Revolución son herencia española, hija de aquella extraordinaria revisión de valores y de principios que se operó en España en las primeras décadas del siglo XVIII y que inspiró a nuestro gobierno desde 1750. Y es que los libros escolares de Historia no suelen mostrarles que las ideas y los principios son antes que las formas de gobierno.

Los principios han de ser lo primero, porque el principio, según la Academia, es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de "politique d'abord", a menos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fijación de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios normativos. La prueba la tenemos en aquel siglo XVIII, en que se nos perdió la Hispanidad. Las instituciones trataron de parecerse a las de mil seiscientos. Hasta hubo aumento en el poder de la Corona. Pero nos gobernaron en la segunda mitad del siglo masones aristócratas, y los que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.

La impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo ostensiblemente sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. Durante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillarnos del fausto y la pujanza de las naciones progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros, empezando por aquel Montesquieu que tan mala voluntad nos tenía. Avergonzados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado, y continuábamos actualizando, un ideal de civilización muy superior a ningún empeño de las naciones que admirábamos. Y como entonces no nos habíamos hecho cargo, ni ahora tampoco, de que el primer deber del patriotismo es la defensa de los valores patrios legítimos contra todo lo que tienda a despreciarlos, se nos entró por la superstición de lo extranjero esa enajenación o enfermedad del que se sale de sí mismo, que todavía padecemos.

Mucho bueno hizo el siglo XVIII. Nadie lo discute. Ahí están las Academias, los caminos, los canales, las Sociedades económicas de los Amigos del País, la renovación de los estudios. Embargados en otros menesteres, no cabe duda de que nos habíamos quedado rezagados en el cultivo de las ciencias naturales, porque, respecto de las otras, Maritan estima como la mayor desgracia para Europa haber seguido a Descartes en el curso del siglo XVII, y no a su contemporáneo Juan de Santo Tomás, el portugués eminentísimo, aunque desconocido de nuestros intelectuales, que enseñaba a su santo en Alcalá. El hecho es que dejamos de pelear por nuestro propio espíritu, aquel espíritu con que estábamos incorporando a la sociedad occidental y cristiana a todas las razas de color con las que nos habíamos puesto en contacto. Ahora bien, el espíritu de los pueblos está constituido de tal modo, que, cuando se deja de defender, se desvanece para ellos.

No vimos entonces que la pérdida de la tradición implicaba la disolución del Imperio, y por ello la separación de los pueblos hispanoamericanos. El Imperio español era una Monarquía misionera, que el mundo designaba propiamente con el título de Monarquía católica. Desde el momento en que el régimen nuestro, aun sin cambiar de nombre, se convirtió en ordenación territorial, militar, pragmática, económica, racionalista, los fundamentos mismos de la lealtad y de la obediencia quedaron quebrantados. La España que veían, a través de sus virreyes y altos funcionarios, los americanos de la segunda mitad del siglo XVIII, no era ya la que los predicadores habían exaltado, recordando sin cesar en los púlpitos la cláusula del testamento de Isabel la Católica, en que se decía: "El principal fin e intención suya, y del Rey su marido, de pacificar y poblar las Indias, fue convertir a la Santa Fe Católica a los naturales", por lo que encargaba a los príncipes herederos: "Que no consientan que los indios de las tierras ganadas y por ganar reciban en sus personas y bienes agravios, sino que sean bien tratados". No era tampoco la España de que, después de recapacitarlo todo, escribió el ecuatoriano Juan Montalvo: "¡España, España! Cuanto de puro hay en nuestra sangre, de noble en nuestro corazón, de claro en nuestro entendimiento, de ti lo tenemos, a ti te lo debemos".

Esta no es la doctrina oficial. La doctrina oficial, premiada aún no hace muchos años con la más alta recompensa por la Universidad de Madrid en una tesis doctoral, la del doctor Carrancá y Trujillo, afirma solemnemente que: -"Por la índole de su proceso histórico, la independencia iberoamericana significa la abnegación del orden colonial, esto es, la derrota política del tradicionalismo conservador, considerado como el enemigo de todo progreso". Pero que este proyecto haya podido sancionarse, después de publicada en castellano la obra de Mario André "El fin del Imperio español en América", no es sino evidencia de que, con el espíritu de la Hispanidad, se ha apagado entre nosotros hasta el deseo de la verdad histórica.

La guerra civil en América

La verdad, aunque no toda la verdad, la había dicho André: "La guerra hispanoamericana es guerra civil entre americanos que quieren, los unos la continuación del régimen español, los otros la independencia con Fernando VII o uno de sus parientes por Rey, o bajo un régimen republicano". ¿Pruebas? La revolución del Ecuador la hicieron en Quito, en 1809, los aristócratas y el obispo al grito de ¡Viva el Rey! Y es que la aristocracia americana reclamaba el poder, como descendientes de los conquistadores, y por sentirse más leal al espíritu de los Reyes Católicos que los funcionarios del siglo XVIII y principios del XIX. "No queremos que nos gobiernen los franceses", escribía Cornelio Saavedra al virrey Cisneros en Buenos Aires, en 1810. Montevideo, en cambio, se declaró casi unánimemente por España. Se exceptuaron los franciscanos, cuyo convento hizo formar a los soldados el gobernador Elío. ¿Por qué cruzó los Andes el argentino San Martín? Porque los partidarios de España recibían refuerzos de Chile. Pero desde 1810 hasta 1814 España, ocupada por las tropas francesas, no pudo enviar fuerzas a América. Y, sin embargo, la guerra fue terrible en esos años en casi todo el continente. ¿Quienes peleaban en ella, de una y otra parte, sino los propios americanos?

El 9 de julio de 1816 proclamó la independencia argentina el Congreso de Tucumán. De 29 votantes eran 15 curas y frailes. El Congreso, se inclinaba también a la Monarquía. Lo evitó el voto de un fraile. En cambio, los clérigos de Caracas se pusieron al principio de la lucha al lado de España. Verdad que la pugna por la independencia había sido iniciada en Venezuela por un club jacobino. Los llaneros del Orinoco pelearon al principio con Boves por España, después con Paéz por la independencia. Luego el gobierno de Caracas, como muchos otros gobiernos americanos, juró solemnemente con el cargo "defender el misterio de la Inmaculada concepción de la Virgen María Nuestra Señora". Ya en 1816, el general Morillo, a pesar de estar persuadido de que: "La convicción y la obediencia al Soberano son la obra de los eclesiásticos, gobernados por buenos prelados", había aconsejado enviar a España a los dominicos de Venezuela. ¿Y en Méjico? Si el movimiento de 1821 triunfó tan fácilmente fue porque se trató de una reacción: "Contra el parlamentarismo liberal dueño de España, desde que, tras las revoluciones militares iniciadas por Riego, Fernando VII fue obligado a restablecer la Constitución de 1812". Los tres últimos virreyes y las cuatro quintas partes de los oficiales españoles de guarnición en Méjico eran masones.

La situación está pintada por el hecho de que Morillo, el general de Fernando VII, era volteriano, y Bolívar, en cambio, aunque iniciado en la masonería cuando joven, proclamaba en Colombia el 28 de septiembre de 1827, que: "La unión del incensario con la espada de la ley es la verdadera arca de la alianza". Y en su mensaje de despedida dirigió al nuevo Congreso esta recomendación suprema: "Me permitiréis que mi Ultimo acto sea el recomendaros que protejáis la Santa Religión que profesamos, y que es el manantial abundante de las bendiciones del cielo". Esta historia no se parece a la que los españoles e hispanoamericanos hemos oído contar. Pero André la ha sacado del Archivo de Indias y de documentos originales, y ello no muestra sino que la historia está por rehacer. Durante los largos años de la revolución por la independencia, algunos políticos y escritores hispanoamericanos, propagaron, como arma de guerra la leyenda de una América martirizada por los obispos y virreyes de España. Como su partido resultó vencedor, durante todo el siglo XIX se continuó propalando la misma falsedad y haciendo contrastes pintorescos entre "Las tinieblas del pasado teocrático y las luminosidades del presente laico". Lo más grave es que un historiador tan serio como César Cantú, había escrito sobre la conquista de Nueva Granada, no obstante existir, desde 1700, la curiosísima historia, ahora reeditada del dominico Alonso de Zamora, que: "Los pocos indígenas que sobrevivieron se refugiaron en las Cordilleras, donde no les podían alcanzar ni los hombres, ni los perros, y allí se mantuvieron muchos siglos hasta el momento -momento que la Providencia hace llegar más pronto o más tarde- en que los oprimidos pudieron exigir cuentas de sus opresores". Verdad que en otro tomo de su historia se olvida de su bonita frase y reconoce que en Nueva Granada había a principios del siglo XIX unos 390.000 indios y 642.000 criollos, además de 1.250.000 mestizos, que no vivían seguramente fuera del alcance de los hombres y de los perros.

La defensa necesaria

Alguna vez ha protestado España contra estas falsedades. Generalmente, las hemos dejado circular, sin tomarnos la molestia de enterarnos. Pero esto de no enterarnos es inconsciencia, y la inconsciencia es una forma de la muerte. Lo característico de la conciencia es la inquietud, la vigilancia constante, la perenne disposición a la defensa. Ser es defenderse. La inquietud no es un accidente del ser, sino su esencia misma. Conocida es la antigua fábula latina: "Erase la Inquietud, que cuando cruzaba un río y vio un terreno arcilloso, cogió un pedazo de tierra y empezó a moldearlo. Mientras reflexionaba en lo que estaba haciendo, se le apareció Júpiter. La Inquietud le pidió que infundiera el espíritu al pedazo de tierra que había moldeado. Júpiter lo hizo así de buena gana. Pero como ella pretendía ponerle a la criatura su propio nombre , Júpiter lo prohibió y quiso que llevara el suyo. Mientras disputaban sobre el nombre se levantó la tierra y pidió que se llamase como ella, ya que le había dado un trozo de su cuerpo. Los disputantes llamaron a Saturno como juez. Y Saturno, que es el tiempo, sentenció justamente: "Tú, Júpiter, porque le has dado el espíritu, te llevarás su espíritu cuando se muera; tú, Tierra, como le diste el cuerpo, te llevarás el cuerpo; tú, Inquietud, por haberlo moldeado, lo poseerás mientras viva. Y como hay disputa sobre el nombre, se llamará "homo", el hombre, porque de "humus" (tierra negra) está hecho".

Vivir es asombrarse de estar en el mundo, sentirse extraño, llenarse de angustia ante la contingencia de dejar de ser, comprender la constante probabilidad de extraviarse, la necesidad de hacer amigos entre nuestros conseres, la contingencia de que sean enemigos, y estar alerta a lo genuino y a lo espúreo, a la verdad y al error. La inquietud no es un accidente, que a unos les ocurre y a otros no. Esta es la esencia misma de nuestro ser. Y por lo que hace a la patria, en cuanto la patria es espíritu y no tierra, es el ser mismo. Nuestra inquietud respecto de la patria es, en verdad, su quinta esencia. Somos nosotros, y no ella, los que hemos de vivir en centinela; nos hemos de anticipar a los peligros que la acechan, sentir por ella la angustia cósmica con que todos los seres vivos se defienden de la muerte, velar por su honra y buena fama y reparar, si fuese necesario, los descuidos de otras generaciones.

No fue meramente humildad nuestra, sino incuria, la razón de que se nos borrara del espíritu el sentido ecuménico de España. Incuria nuestra y actividad de nuestros enemigos. Mirabeau descubrió en la Asamblea Nacional que la fama da Luis XIV se debía en buena parte a los 3.414.297 francos (calculados al tipo de 52 francos el marco de plata) que distribuyó entre escritores extranjeros para que pregonasen sus méritos. Luis XIV fue seguramente el enemigo más obstinado y cruel que jamás tuvo España. Al mismo tiempo que colocaba a su nieto en el trono de Madrid decía secretamente a su heredero en sus "Instrucciones al Delfín": "El estado de las dos coronas de Francia y España se halla de tal modo unido que no puede que no puede elevarse la una sin que cause perjuicio a la otra". De otra parte explicaba a su hijo la razón de haber auxiliado a Portugal, después de haberse comprometido con España a no hacerlo, diciendo que: "Dispensándose de cumplir a la letra los tratados, no se contraviene a ellos en sentido riguroso". La tesis de Luis XIV es falsa. A España no le perjudica que Francia sea fuerte. Lo que le dañaría es que fuera tan débil y atrasada como Marruecos. Ni Francia ha perdido nada por la pujanza de Italia, ni tampoco se debilitaría con el poder de España. Pero todavía Donoso Cortés tuvo que contestar a un publicista francés que aseguraba que el interés de Francia consistía en que España no saliera de su impotencia, para no tener que atender al Pirineo en caso de pelear con Alemania.

Ello es exagerado, y todo lo exagerado es insignificante, decía Talleyrand. Si no hubiera más política internacional que debilitar al vecino, como afirmaba Thiers, bien pronto desaparecería toda política, porque los vecinos se confabularían contra la nación que la emprendiera, y el mundo se descompondría en la guerra de todos contra todos. La defensa de la patria no excluye, sino que requiere, el respeto de los derechos de las otras patrias. Pero la apologética no es exagerada sino cuando se hace exageradamente. Es tan esencial a las instituciones del Estado y a los valores de la nación como a la vida de la Iglesia. Si no se sostiene, caen las instituciones y perecen los pueblos. Es más importante que los mismos ejércitos, porque con las cabezas se manejan las espadas, y no a la inversa. Esto que aquí inició la "Acción Española", que es la defensa de valores de nuestra tradición, es lo que ha debido ser, en estos dos siglos, el principal empeño del Estado, no sólo en España, sino en todos los países hispánicos. Desgraciadamente no lo ha sido. No defendimos lo suficiente nuestro ser. Y ahora estamos a merced de los vientos.

Las luchas de Hispanoamérica

Todos los países de Hispanoamérica parecen tener ahora dos patrias ideales, aparte de la suya. La una es Rusia, la Rusia soviética; la otra, los Estados Unidos. Hoy es Guatemala; ayer, Uruguay; anteayer, el Salvador; mañana, Cuba; no pasa semana sin noticia de disturbios comunistas en algún país hispanoamericano. En unos los fomenta la representación soviética; en otros, no. Rusia no la necesita para influir poderosamente sobre todos, como sobre España desde 1917. Es la promesa de la revolución, la vuelta de la tortilla, los de arriba, abajo; los de abajo, arriba; no hay que pensar si se estará mejor o peor. Sus partidarios dicen que tenemos que pasar quince años mal para que más tarde mejoren las cosas. Sólo que no hay ejemplo de que las cosas mejoren en país alguno por el progreso de la revolución. Sólo mejoran donde se da máquina atrás. La revolución, por sí misma, es un continuo empeoramiento. No hay en la historia universal un solo ejemplo que indique lo contrario.

Los Estados Unidos son la fascinación de la riqueza, en general, y de los empréstitos, particularmente. Algunos periódicos se quejan de que las investigaciones realizadas en el Senado de Washington, sobre la contratación de empréstitos para países de la América hispánica, hayan descubierto que algunos bancos de Nueva York han impuestos reformas fiscales y administrativas, que varias repúblicas aceptaron. Ningún escrúpulo se había alzado contra la ingerencia de los banqueros norteamericanos en la vida local. Los banqueros se han convertido en colegisladores. Y la conclusión que ha sacado el Senado de Washington es que todavía hace falta apretar mucho más las clavijas de los países contratantes, si han de evitarse suspensiones de pagos, y eso que las últimas falencias hispanoamericanas más se deben al acaparamiento del oro por los Estados Unidos y Francia, que a la falta de voluntad de los deudores.

He ahí, pues, dos grandes señuelos actuales. Para las masas populares, los inmigrantes pobres y las gentes de color, la revolución rusa; para los políticos y clases directoras, los empréstitos norteamericanos. De una parte, el culto de la revolución; de la otra, la adoración del rascacielos. Y es verdad que los Estados Unidos y Rusia son, por lo general, incompatibles y que su influencia se cancela mutuamente. Rusia es la supresión de los valores espirituales, por la reducción del alma individual al hombre colectivo; los Estados Unidos, su monopolio, por una raza que se supone privilegiada y superior. Rusia es la abolición de todos los imperios, salvo el de los revolucionarios; los Estados Unidos, al contrario, son el imperio económico, a distancia. Dividida su alma por estos ideales antagónicos, aunque ambos extranjeros, los pueblos hispánicos no hallarán sosiego sino en su centro, que es la Hispanidad. No podrán contentarse con que se les explote desde fuera y se les trate como a repúblicas de "la banana". Tampoco con la revolución, que es un espanto, que sólo por la fuerza se mantiene. El Fuero Juzgo decía magníficamente que la ley se establece para que los buenos puedan vivir entre los malos. La revolución, en cambio, se hace para que los malos puedan vivir entre los buenos.

De cuando en cuando se alzan en la América voces apartadas, señeras, que advierten a sus compatriotas que no debían de ser tan malos los principios en que se criaron y desarrollaron sus sociedades, en el curso de tres siglos de paz y de progreso. A la palabra mejicana de Esquivel Obregón responde en Cuba la de Aramburu, en Montevideo la de Herrera y la de Vallenilla Lanz en Venezuela. Son voces aisladas y que aún no se hacen pleno cargo de que los principios morales de la Hispanidad en el siglo XVI son superiores a cuantos han concebido los hombres de otros países en siglos posteriores y demás por venir, ni tampoco de que son perfectamente conciliables con el orgullo de su independencia, que han de fomentar entre sus hijos todos los pueblos hispánicos capaces de mantenerla. En página que siguen hemos de mostrar la fecundidad actual de esos principios. Hay una razón, para que España preceda en este camino a sus pueblos hermanos. Ningún otro ha recibido lección tan elocuente. Sin apenas soldados, y con sólo su fe, creó un Imperio en cuyos dominios no se ponía el sol. Pero se le nubló la fe, por su incauta admiración del extranjero, perdió el sentido de sus tradiciones y cuando empezaba a tener barcos y ha enviar soldados a Ultramar se disolvió su Imperio, y España se quedó como un anciano que hubiese perdido la memoria. Recuperarla, ¿no es recobrar la vida?

Pasado y porvenir

Saturados de lecturas extranjeras, volvemos a mirar con ojos nuevos la obra de la Hispanidad y apenas conseguimos abarcar su grandeza. Al descubrir las rutas marítimas de Oriente y Occidente hizo la unidad física del mundo; al hacer prevalecer en Trento el dogma que asegura a todos los hombres la posibilidad de salvación, y por tanto de progreso, constituyó la unidad de medida necesaria para que pueda hablarse con fundamento de la unidad moral del género humano. Por consiguiente, la Hispanidad creó la Historia Universal, y no hay obra en el mundo, fuera del Cristianismo, comparable a la suya. A ratos nos parece que después de haber servido nuestros pueblos un ideal absoluto, les será imposible contentarse con los ideales relativos de riqueza, cultura, seguridad o placer con que otros se satisfacen. Y, sin embargo, desechamos esta idea, porque un absolutismo que excluya de sus miras lo relativo y cotidiano, será menos absoluto que el que logre incluirlos. El ideal territorial que sustituyó en los pueblos hispánicos al católico, tenía también, no sólo su necesidad, sino su justificación. Ahí que hacer responsable de la prosperidad de cada región geográfica a los hombres que la habitan. Mas, por encima de la faena territorial, se alza el espíritu de la Hispanidad. A veces es un gran poeta, como Rubén, quien nos lo hace sentir. A veces es un extranjero eminente quien nos dice, como Mr. Elihu Root, que : "Yo he tenido que aplicar en territorios de antiguo dominio español leyes españolas y angloamericanas y he advertido lo irreductible de los términos de orientación de la mentalidad jurídica de uno y otro país". A veces es puramente la amenaza de la independencia de un pueblo hispánico lo que suscita el dolor de los demás.

Entonces percibimos el espíritu de la Hispanidad como una luz de lo alto. Desunidos, dispersos, nos damos cuenta de que la libertad no ha sido, ni puede ser, lazo de unión. Los pueblos no se unen en la libertad, sino en la comunidad. Nuestra comunidad no es racial, ni geográfica, sino espiritual. Es en el espíritu donde hallamos al mismo tiempo la comunidad y el ideal. Y es la Historia quien nos lo descubre. En cierto sentido está sobre la Historia porque es el Catolicismo. Y es verdad que ahora hay muchos semicultos que no pueden rezar el Padrenuestro o el Ave María, pero si los intelectuales de Francia están volviendo a rezarlos, ¿que razón hay, fuera de los descuidos de las apologéticas usuales, para que no los recen los de España? Hay otra parte puramente histórica, que nos descubre las capacidades de los pueblos hispánicos cuando el ideal los ilumina. Todo un sistema de doctrinas, de sentimientos, de leyes, de moral, con el que fuimos grandes; todo un sistema que parecía sepultarse entre las cenizas del pretérito y que ahora, en las ruinas del liberalismo, en el desprestigio de Rousseau, en el probado utopismo de Marx, vuelve a alzarse ante nuestras miradas y nos hace decir que nuestro siglo XVI, con todos sus descuidos de reparación obligada, tenía razón y llevaba consigo el porvenir. Y aunque es muy cierto que la Historia nos descubre dos Hispanidades diversas, que Heriot recientemente ha querido distinguir, diciendo que era la una la del Greco, con su misticismo, su ensoñación y su intelectualismo, y la otra de Goya, con su realismo y su afición a la "canalla", y que pudieran llamarse también la España de Don Quijote y la de Sancho, la del espíritu y la de la materia, la verdad es que las dos no son sino una, y toda la cuestión se reduce a determinar quién debe gobernarla, si los suspiros o los eruptos. Aquí ha triunfado por el momento, Sancho; no me extrañará, sin embargo, que nuestros pueblos acaben por seguir a Don Quijote. En todo caso, su esperanza está en la Historia: "Ex proeterito spes in futurum".

Estoicismo y trascendentalismo

Empieza Ganivet su idearium Español sentando la tesis de que: "Cuando se examina la constitución ideal de España, el elemento moral y, en cierto modo, religioso más profundo que en ella se descubre, como sirviéndole de cimiento, es el estoicismo; no el estoicismo vital y heroico de Catón, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, ni el estoicismo rígido y extremado de Epicteto, sino el estoicismo natural y humano de Séneca. Séneca no es español, hijo de España por azar: es español por esencia; y no andaluz, porque cuando nació aún no habían venido a España los vándalos; que a nacer más tarde, en la Edad Media quizás, no naciera en Andalucía, sino en Castilla. Toda la doctrina de Séneca se condensa en esta enseñanza: "No te dejes vencer por nada extraño a tu espíritu; piensa en medio de los accidentes de la vida, que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino, alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir; y sean cuales fueran los sucesos que sobre ti caigan, sean de los que llamamos prósperos, o de los que llamamos adversos, o de los que parecen envilecernos con su contacto, mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre."

Estas palabras son merecedoras de reflexión y análisis, y no lo serían si no dijeran de nuestro espíritu algo importante, que la intuición de nosotros mismos y los ejemplos de la Historia nos aseguran ser certísimo. Y lo que en ellas hay de cierto e importante, es que, en efecto, cuando cae sobre los españoles un suceso adverso, como perder una guerra, por ejemplo, no adoptamos aptitudes exageradas, como la de supones que la justicia del Universo se ha violado, porque la suerte de las batallas nos halla sido contraria o que toda la civilización se encuentra en decadencia, porque se hallan frustrado nuestros planes, sino que nos conducimos de tal modo que "siempre se puede decir de nosotros que somos hombres", porque ni nos abate la desgracia, ni perdemos nunca, como pueblo, el sentido de nuestro valor relativo en la totalidad de los pueblos del mundo. Por esta condición o por este hábito, ha podido decir de nosotros Gabriela Mistral, en memorable poesía, que somos buenos perdedores. Ni juramos odio eterno al vencedor, ni nos humillamos ante su éxito, al punto de considerarle como de madera superior a la nuestra. Argentina es la tesis de que: "La victoria no concede derechos", pero su abolengo es netamente hispánico, porque nosotros no creemos que los pueblos o los hombres sean mejores por haber vencido. Y no es que menospreciemos el valor de la victoria y la equiparemos a la derrota. La victoria nos parece buena, pero creemos que el vencedor no la debe a intrínseca superioridad sobre el vencido, sino a estar mejor preparado o a que las circunstancias le han sido favorables. Y en torno de esta distinción, que me parece fundamental, ha de elaborarse el ideal hispánico.

Lo que no hacemos los españoles, y en esto se engañaba Ganivet, es suponer que tenemos "dentro de nosotros una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como en eje diamantino". Esto lo creyeron los estoicos, pero el estoicismo o sentimiento del propio respeto es persuasión aristocrática que abrigaron algunos hombres superiores, pero tan convencidos de su propia excelencia que no lo creían asequible al común de los mortales, y aunque en España se hallan producido y se sigan produciendo hombres de este tipo, su sentimiento no se ha podido difundir, ni la nación ha parafraseado a San Agustín, para decirse como Ganivet: "Noli foras ire: in interiori Hispaniae habitat veritas". Esto no lo hemos creído nunca los hispanos -y esta palabra la uso en su más amplio sentido- y espero que jamás lo creeremos, porque nuestra tradición nos hace incapaces de suponer que la verdad habite exclusivamente en el interior de España o en el de ningún otro pueblo. Lo que hemos creído y creemos es que la verdad no puede pertenecer a nadie, en clase de propiedad intransferible. Por la creencia de que no es ningún monopolio geográfico o racial y de que todos los hombres pueden alcanzarla, por ser trascendental, universal y eterna, hemos peleado los españoles en los mejores momentos de nuestra historia. Lo que ha sentido siempre nuestro pueblo, en las horas de fe y en las de escepticismo, es su igualdad esencial con todos los otros pueblos de la tierra.

El estoico se ve a si mismo como la roca impávida en que se estrellan, olas del mar, las circunstancias y las pasiones. Esta imagen es atractiva para los españoles, porque la piedra es símbolo de perseverancia y de firmeza, y estas son las virtudes que el pueblo español ha tenido que desplegar para las grandes obras de su historia: la Reconquista, la Contrarreforma y la civilización de América; y también porque los españoles deseamos para nuestras obras y para nuestra vida la firmeza y perseverancia de la roca, pero cuando nos preguntamos: ¿qué es la vida? o, si me perdona el pleonasmo: ¿cuál es la esencia de la vida?, lejos de hallar dentro de nosotros un eje diamantino, nos decimos, con Manrique: "Nuestras vidas son los ríos -que van a dar en la mar", o con el autor de la Epístola Moral: "¿qué más que el heno, -a la mañana verde, seco a la tarde?". No hay en la lírica española pensamiento tan repetidamente expresado, ni con tanta belleza, como éste de la insustancialidad de la vida y de sus triunfos.

Campoamor la dirá, con su humorismo: "Humo las glorias de la vida son". Esproceda, con su ímpetu: "Pasad, pasad en óptica ilusoria...Nacaradas imágenes de gloria, -Coronas de oro y de laurel, pasad". Y todos nuestros grandes líricos verán en la vida, como Mira de Mescua: "Breve bien, fácil viento, leve espuma".

El humanismo español

Y, sin embargo, no se engañaba Ganivet al afirmar que la constitución ideal de España, tal como en la historia se revela, hay una fuerza madre, un eje diamantino, algo poderoso, si no indestructible, que imprime carácter a todo español. En vano nos diremos que la vida es sueño. En labios españoles significa esta frase lo contrario de lo que significaría en los de un oriental. Al decirla, cierra los ojos el budista a la vida circundante, para sentarse en cuclillas y consolarse de la opresión de los deseos con el sueño del Nirvana. El español, por el contrario desearía que la vida tuviera la eternidad que en estos siglos se solía atribuir a la materia. Y hasta cuando dice, con Calderón:

¿Que es la vida? Un frenesí.

¿Que es la vida? Una ilusión,

Una sombra, una ficción,

Que el mayor bien es pequeño

Y toda la vida es sueño,

Y los sueños, sueños son...

no está haciendo teorías ni definiendo la esencia de la vida, sino condoliéndose desesperadamente de que la vida y sus glorias no sean fuertes y perennes, lo mismo que una roca. Y en este anhelo inagotable de eternidad y de poder, hemos de encontrar una de las categorías de esa fuerza madre de que nos habla Ganivet, pero no como un tesoro, que guardáramos avaramente dentro de nuestras arcas, sino como un imán que desde fuera nos atrae.

Los españoles nos dolemos de que las cosas que más queremos: las amistades, los amores, las honras y los placeres, sean pasajeras e insustanciales. Las rosas se marchitan: la roca, en cambio, que es perenne, sólo nos ofrece su dureza e insensibilidad. La vida se nos presenta en un dilema insoportable: lo que vale no dura; lo que no vale se eterniza. Encerrados en esta alternativa, como Segismundo en su prisión, buscamos una eternidad que nos sea propicia, una roca amorosa, un "eje diamantino". En los grandes momentos de nuestra historia nos lanzamos a realizar el bien en la tierra, buscando la realidad perenne en la verdad y en la virtud. Otras veces, cuando a los períodos épicos siguen los de cansancio, nos recogemos en nuestra fe, y, como Segismundo, nos decimos:

Acudamos a lo eterno

que es la fama vividora,

donde ni duermen las dichas

ni las grandezas reposan.

Pero no siempre logramos mantener nuestra creencia de que son eternos la verdad y el bien, porque no somos ángeles. A veces, el ímpetu de nuestras pasiones o la melancolía que nos inspira la transitoriedad de nuestros bienes, nos hace negar que haya otra eternidad, si acaso, que la de la materia. Y entonces, como en un último reducto, nos refugiamos en lo que podrá llamarse algún día, "el humanismo español",y que sentimos igualmente cuando los sucesos nos son prósperos, que en la adversidad.

Este humanismo es una fe profunda en la igualdad esencial de los hombres, en medio de las diferencias de valor de las distintas posiciones que ocupan y de las obras que hacen, y lo característico de los españoles es que afirmamos esa igualdad esencial de los hombres en las circunstancias más adecuadas para mantener su desigualdad y que ello lo hacemos sin negar el valor de su diferencia, y aún al tiempo mismo de reconocerlo y ponderarlo. A los ojos del español, todo hombre, sea cualquiera su posición social, su saber, su carácter, su nación o su raza, es siempre un hombre; por bajo que se muestre el Rey de la Creación; por alto que se halle una criatura pecadora y débil. No hay pecador que no pueda redimirse, ni justo que no este al borde del abismo. Si hay en el alma española un "eje diamantino" es por la capacidad que tiene, y de que nos damos plena cuenta, de convertirse y dar la vuelta, como Raimundo Lulio o Don Juan de Mañara. Pero el español se santigua espantado cuando otro hombre proclama su superioridad o la de su nación, porque sabe instintivamente que los pecados máximos son los que comete el engreído, que se cree incapaz de pecado y de error.

Este humanismo español es de origen religioso. Es la doctrina del hombre que enseña la Iglesia Católica. Pero ha penetrado tan profundamente en las conciencias españolas que la aceptan, con ligeras variantes, hasta las menos religiosas. No hay nación más reacia que la nuestra a admitir la superioridad de unos pueblos sobre los otros o de unas clases sociales sobre otras. Todo español cree que lo que hace otro hombre lo puede hacer él. Ramón y Cajal se sintió molesto, de estudiante, al ver que no había nombres españoles en los textos de medicina. Y, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se agarró a un microscopio y no lo soltó de la mano hasta que los textos tuvieron que contarle entre los grandes investigadores. Y el caso de Cajal es representativo, porque en el momento mismo de la humillación y la derrota, cuando los estadistas extranjeros contaban a España entre las naciones moribundas, los españoles se proclamaron unos a otros el Evangelio de la regeneración. En vez de parafrasear a San Agustín y decirse que la verdad habita en el interior de España, se fueron por los países extranjeros para averiguar en qué consiste su superioridad, y ya no cabe duda, de que el convencimiento de que podemos hacer lo que otros pueblos, no tendrá que regenerar, ya que la admiración incondicional, abyecta, de todo lo extranjero no sobrevivirá al fracaso, ya casi evidente, de cuantos principios religiosos, morales y políticos, contrarios ha nuestra tradición, ha tremolado el mundo en estos siglos.

Esto lo venían haciendo los españoles, sin que les estimulara, por el momento, gran exaltación de religiosidad, y al solo propósito de mostrarse a sí mismos que pueden hacer lo que otros hombres. Pero al profundizar en la historia y preguntarse por el secreto de la grandeza de otros pueblos, tienen que interrogarse también acerca de las causas de su propia grandeza pasada, y como en todos los países los tiempos de auge son los de fe, y de decadencia los de escepticismo, ha de hacérseles evidente que la hora de su pujanza máxima fue también la de su máxima religiosidad. Y lo curioso es que en aquella hora de la suprema religiosidad y el poder máximo, los españoles no se halagaban a sí mismos con la idea de estar más cerca de Dios que los demás hombres, sino que, al contrario, se echaban sobre sí el encargo de llevar a otros pueblos el mensaje de que Dios los llama y de que a todos los hombres se dirigen las palabras solemnes: "Ecce sto ostium et pulso; si quis...aperuit mihi januam intrabo at illum..." (Estoy en el umbral y llamo; si alguien me abriese la puerta, entraré), por lo que, también, la religión nos vuelve al peculiarísimo humanismo de los españoles.

El humanismo moderno

Este sentido nuestro del hombre se parece muy poco a lo que se llama humanismo en la historia moderna, y que se originó en los tiempos del Renacimiento, cuando, al descubrirse los manuscritos griegos, encontraron los eruditos en las "Vidas Paralelas", de Plutarco, unos tipos de hombre que les parecieron más dignos de servir de modelo a los demás que los santos del "Año Cristiano". Como así se humanizaba el ideal, el humanismo significó esencialmente la resurrección del criterio de Protágoras, según el cual el hombre es la medida de todas las cosas. Bueno es lo que al hombre le parece bueno; verdadero, lo que cree verdadero. Bueno es lo que nos gusta; verdadero, lo que nos satisface plenamente. La verdad y el bien abandonan su condición de esencias trascendentales para trocarse en relatividades. Sólo existen con relación al hombre. Humanismo y relativismo son palabras sinónimas.

Pero si lo bueno sólo es bueno porque nos gusta, si la verdad sólo es verdadera porque nos satisface, ¿qué cosas son el bien y la verdad? Una de dos: reflejos y expresiones de la verdad y el bien del hombre o sombras sin sustancia, palabras y ruidos sin sentido, como decían los nominalistas que son los conceptos universales. Ya en la Edad Media se discutía si lo bueno es bueno por que lo manda Dios o si Dios lo manda porque es bueno. La idea de Protágoras, de terciar en la disputa, sería probablemente que lo bueno es propiedad de ciertos hombres, y no de otros. En estos siglos últimos, este género de humanismo sugiere a algunas gentes, y hasta pueblos enteros, o por lo menos, a sus clases directivas, la creencia en que lo que ellas hacen tiene que ser bueno, por hacerlo ellas. El orgullo suele ser eso: lanzarse magníficamente a cometer lo que las demás gentes creen que es malo, con la convicción sublime de que tiene que ser bueno, porque se desea con sinceridad. Y como con todo ello no se suprimen los malos instintos, ni las malas pasiones, el resultado inevitable de olvidarnos de la debilidad y falibilidad humanas tiene que ser imaginarse que son buenos los malos instintos y las malas pasiones, con los que no tan sólo nos dejaremos llevar por ellos, sino que los presentaremos como buenos. El que crea que lo bueno no es bueno, sino por que lo hace el hombre superior, no sólo acabará por hacer lo malo creyéndolo bueno, sino que predicará lo malo. No sólo hará la bestia, creyendo hacer el ángel, sino que tratará de persuadir a los demás de que la bestia es el ángel.

La otra alternativa es concluir con lo bueno y con lo malo, suponiendo que no son sino palabras con que sublimamos nuestras preferencias y nuestras repugnancias. No hay verdad ni mentira, porque cada impresión es verdadera, y más allá de la impresión no hay nada. No hay bien ni mal. La moral es sólo un arma en la lucha de clases. Lo bueno para el burgués es malo para el obrero, y viceversa. Nada es absoluto, todo es relativo. Esto es todavía humanismo, porque el hombre sigue siendo la medida de todas las cosas. Pero no hay ya medidas superiores, porque desaparecen los valores, y el hombre mismo, al reducir el bien y la verdad a la categoría de apetitos, parece como que se degrada y cae en la bestia, con lo que apenas es ya posible hablar de humanismo.

Ni este bajo humanismo materialista, ni el otro del orgullo y de las supuestas superioridades "a priori", han penetrado nunca profundamente en el pueblo español. Los españoles no han creído nunca que el hombre es la medida de las cosas. Han creído siempre, y siguen creyendo, que el martirio por la justicia es bueno, aun en el caso de sentirse incapaces de sufrirlo. Nunca han pensado que la verdad se reduzca a la impresión. Al contemplar la fachada de una casa saben que otras gentes pueden estar mirando el patio y les es fácil corregir su perspectiva con un concepto, cuya verdad no depende de la coherencia de su pensamiento consigo mismo, sino de su correspondencia con la realidad de la casa. Lo bueno es bueno y lo verdadero, verdadero, con independencia del parecer individual. El español cree en valores absolutos o deja de creer totalmente. Para nosotros se ha hecho el dilema de Dostoievski: o el valor absoluto o la nada absoluta. Cuando dejamos de creer en la verdad, tendemos la capa en el suelo y nos hartamos de dormir. Pero aún entonces guardamos en el pecho la convicción de que la verdad existe y de que los hombres son, en potencia, iguales. Habremos dejado de creer en nosotros mismos, pero no en la verdad, ni en los otros hombres. El relativismo de Sancho se refiere a una aristocracia. Es posible que no haya habido nunca caballeros andantes, tal como se los imaginaba su señor Don Quijote. Pero en el bien y en la verdad no ha dejado de creer nunca el gobernador de Barataria.

El humanismo del orgullo

Estos conceptos del hombre no son puras ideas, sino descripciones de los grandes movimientos que actúan en el mundo y se disputan en el día de hoy su señorío. De una parte se nos aparecen grandes pueblos enteros, hasta enteras razas humanas, animadas por la convicción de que son mejores que las otras razas y que los otros pueblos, y que se confirman en esta idea de superioridad, con la de sus recursos y medios de acción. Este credo de superioridad, de otra parte, puede contribuir a producirla. Hasta los musulmanes, actualmente abatidos, tuvieron su momento de esplendor, debido a esa misma persuasión. El día en que los árabes se creyeron el pueblo de Dios, conquistaron en dos generaciones un imperio más grande que el de Roma. No cabe duda de que la confianza en la propia excelencia es uno de los secretos del éxito, por lo menos, en las primeras etapas del camino.

En algunos pueblos modernos encontramos esa misma fe, pero expresada en distinto vocabulario. Recientemente definía Mr. Hoover el credo de su país como la convicción de que siguiendo éste los dictados de su corazón y de su conciencia avanzaría indefectiblemente por la senda del progreso. Es postulado del liberalismo, que si cada hombre obedece solamente sus propios mandatos desarrollará sus facultades hasta el máximo de sus posibilidades. Todos los pueblos de Occidente han procurado, en estos siglos, ajustar sus instituciones políticas a esta máxima que, por lo mucho que se ha difundido, parece universal. Se funda en la confianza romántica del hombre en sí mismo y en la desconfianza de todos los credos, salvo el propio. Supone que los credos van y vienen, que las ideas se ponen y se quitan como las prendas de vestir, pero que el hombre cuando se sale con la suya, progresa. ¿Todos los hombres? Aquí está el problema. La Historia muestra también que esta libertad individualista no sienta a todos los pueblos de la misma manera. Hay, por lo visto, pueblos libres, pueblos semilibres y pueblos esclavos. Y así ha ocurrido que la bandera individualista, universal en sus comienzos, ha acabado por convertirse en la divisa de los pueblos que se creen superiores. Aun dentro del territorio de un mismo pueblo, el individualismo no quiere para todos los hombres sino la igualdad de oportunidades. Ya sabe por adelantado que unos las aprovechan y mejoran de posición. Estos son los buenos, los selectos, los predestinados; otros, en cambio, las desaprovechan y bajan de nivel; y éstos son los malos, los rechazados, los condenados a la perdición. Es claro que no ha existido nunca una sociedad estrictamente individualista, porque los padres de familia no han podido creer en el postulado de que los hombres sólo progresan cuando se les deja en libertad. No hay un padre de familia con sentido común que deje hacer a sus hijos lo que les dé la gana. También los gobiernos y las sociedades hacen lo que los padres, en mayor o menor grado. Pero en la medida en que permiten que cada individuo siga sus inclinaciones, aparece en los pueblos el fondo irredento, casi irredimible, de los degenerados e incapaces de trabajo. La civilización individualista tiene que alzarse sobre un légamo de "boicoteados", de caídos y de exhombres.

Pero tampoco puede tener carácter universalista en el sentido de internacional. Como cree que los pueblos se dividen en libres, semilibres y esclavos, para que los últimos no pongan en peligro las instituciones de los primeros, les cierran la puerta con leyes de inmigración, que excluyen a sus hijos del territorio que habitan los hombres superiores. De esa manera se "congelan" naciones enteras, que no permiten que les entren las corrientes emigratorias de las razas y países que juzgan inferiores. Y con esa congelación provocan el resentimiento de los pueblos excluidos.

Menos mal si este humanismo garantizara el éxito de algunos países, aunque fuese a expensas de los otros. Pero, tampoco. La creencia en la propia superioridad, siempre peligrosa y esencialmente falsa, es útil en aquellos primeros estadios de la vida de un pueblo, cuando esta superioridad se refiere a un bien trascendental, de que el orgulloso se proclama mensajero u obrero. Pero en cuanto se deja de ser "ministro" de un bien trascendental, para erigirse en árbitro del bien y del mal, se cumple la sentencia pascalina de hacer la bestia por que se quiere hacer el ángel, y viene la Némesis inexorable, la caída de Satán, la derrota del orgulloso, en su conflicto con el Universo, que no puede soportar su tiranía. Y entonces el desmoronamiento es rápido, porque cuando el pueblo derrotado profesa el otro humanismo, el hispánico nuestro, la derrota no significa sino la falta de preparación en algún aspecto. En cambio, el humanismo del orgullo, el de la creencia en la propia superioridad, fundada en el éxito, con el éxito lo pierde todo, porque el resorte de su fuerza consistía precisamente en la confianza de que con sólo seguir la voz de su conciencia o de su instinto se mantendría en el camino del progreso.

El humanismo materialista

Hay también un humanismo que suprime todas las esencias que venían considerándose superiores al hombre, como el bien y la verdad, por no ver en ellas sino palabras hueras, aunque no inofensivas, porque son, según piensa, los pretextos que han servido para justificar el ascendiente de unas clases sociales sobre otras. Frente a las jerarquías tradicionales proclama este humanismo la divisa revolucionaria: borrón y cuenta nueva. Se propone establecer la igualdad de los hombres en la tierra, en lo que se parece al humanismo español, pero con una diferencia. Los españoles quisiéramos, dentro de lo posible y conveniente, la igualdad de los hombres, porque creemos en la igualdad esencial de las almas. Estos humanistas, al contrario, postulan la igualdad esencial de los cuerpos. Puesto que rige una misma fisiología para todos los hombres, puesto que todos se nutren, crecen, se reproducen y mueren, ¿por qué no crear una sociedad en que las diferencias sociales sean suprimidas inexorablemente, en que se trate a todos los hombres de la misma manera, todo sea de todos, trabajen todos para todos y cada uno reciba su ración de la comunidad?

Ahora sabemos, con el saber positivo de la experiencia histórica, que ese sueño comunista no ha podido realizarse. La desigualdad es esencial en la vida del hombre: no hay más rasero nivelador que el de la muerte. El hombre no es un borrego, cuya alma pueda suprimirse para que viva contento con el rebaño. El campesino no se contenta con poseer y trabajar la tierra en común con los otros campesinos, sino que se aferra a su ideal antiguo de poseerla en una parcela que le pertenezca. Tampoco el obrero de la ciudad se presta gustoso a trabajar con interés en talleres nacionales, donde no se pague su labor en proporción a lo que valga, ni aunque se declare el trabajo obligatorio y se introduzcan las bayonetas en las fábricas para restablecer la disciplina. Al cabo de las experiencias infructuosas el fundador del comunismo exclamó un día: " ¡Basta de socialistas! ¡Vengan especialistas!", y entonces se produjo el espectáculo de que un gobierno comunista, que abolió el capitalismo como enemigo del género humano, ofreciese las riquezas de su patria a los capitalistas extranjeros, como únicos capaces de explotarlas, y que estos capitalistas, salvo excepciones vergonzosas, rechazaran la oferta, porque un gobierno que había abolido la propiedad privada no podía brindar a otros propietarios las garantías necesarias.

Y así ese gobierno tendrá que ser una sombra que viva de las riquezas creadas en el pasado, bajo un régimen de propiedad individual, y de las que continúe creando o conservando el espíritu de propiedad de los campesinos, que la experiencia comunista no se habrá atrevido a desafiar, u organizando la producción en un Estado servil, a base de capitalismo de Estado y de trabajo obligatorio, que es un retorno al despotismo y a la esclavitud, como ya lo había profetizado Hilario Belloc, en 1912, al publicar El Estado Servil bajo el apotegma de que: "Si no restauramos la Institución de la Propiedad tendremos que restaurar la Institución de la esclavitud: no hay un tercer camino". La razón del fracaso comunista es obvia. La economía no es una actividad animal o fisiológica, sino espiritual. El hombre no se dedica a hacer dinero para comer cinco comidas diarias, porque sabe que no podría digerirlas, sino para alcanzar el reconocimiento y la estimación de sus conciudadanos. La economía es un valor espiritual, y en un régimen donde todas las actividades del espíritu están menospreciadas, decae fatalmente, hasta extinguirse, el bienestar del pueblo.

Cuentan los viajeros veraces que en Rusia no se ríe. La razón de ello es clara. En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. La humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su posibilidad. Lo peor es que no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuída sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan sustituido por algún otro su frustrado sueño.

De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque, los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?

Nuestro humanismo en las costumbres

Entre estos dos sentidos del hombre: el exclusivista del orgullo y el fisiológico de la nivelación, el español tiende su vía media. No iguala a los buenos y a los malos, a los superiores y a los inferiores, porque le parecen indiscutibles las diferencias de valor de sus actos, pero tampoco puede creer que Dios ha dividido a los hombres de toda eternidad, desde antes de la creación, en electos y réprobos. Esto es la herejía, la secta: la división o seccionamiento del género humano.

El sentido español del humanismo lo formuló Don Quijote cuando dijo: "Repara, hermano Sancho, que nadie es más que otro sino hace más que otro". Es un dicho que viene del lenguaje popular. En gallego reza: "Un home non e mais que outro, si non fai mais que outro". Los catalanes expresan lo mismo con su proverbio: "Les obres fan els mestres". Estos dichos no son de borrón y cuenta nueva. Dan por descontado que unos hombres hacen más que otros, que unos se encuentran en posición de hacer más que otros y que hay obras maestras y otras que no lo son; hay ríos caudales y chicos; hay Infantes de Aragón y pecheros; y así se acepta la desigualdad en las posiciones sociales y en los actos, que es aceptar el mundo y la civilización. Yo puedo ser duque, y tú, criado. Aquí hay una diferencia de posición. Pero en lo que se dice "ser", en lo que afecta a la esencia, nadie es más que otro sino hace más que otro más que otro, teniendo en cuenta la diferencia de posibilidades, lo que quiere decir, en el fondo, que no se es más que otro, porque son las obras las que son mejores o peores, y el que hoy las hace buenas, mañana puede hacerlas malas, y nadie ha de erigirse en juez del otro excepto Dios. Los hombres hemos de contentarnos con juzgar de las obras. Yo seré duque, y tú, criado; pero yo puedo ser mal duque, y tú, buen criado. En lo esencial somos iguales, y no sabemos cuál de los dos ha de ir al cielo, pero sí, que por encima de las diferencias de las clases sociales, están la caridad y la piedad, que todo lo nivelan.

Este espíritu de esencial igualdad, no quiere decir que la virtud característica de los españoles sea la caridad, aunque tampoco creo que nos falte. Hay pueblos más ricos que el nuestro y mejor organizados, en que el espíritu de servicio social es más activo y que han hecho por los pobres mucho más que nosotros. Pero hay algo anterior al amor al prójimo, y es que al prójimo se le reconozca como tal, es decir, como próximo. Una caridad que le considere como un animal doméstico mimado no será caridad, aunque le trate generosamente. Es preciso que el pobre no se tenga por algo distinto e inferior a los demás hombres. Y esto es lo que han hecho los españoles como ningún otro pueblo. Han sabido hacer sentir al más humilde que entre hombre y hombre no hay diferencia esencial, y que entre el hombre y el animal media un abismo que no salvarán nunca las leyes naturales. Todos los viajeros perspicaces han observado en España la dignidad de las clases menesterosas y la campechanía de la aristocracia. Es característico el aire señoril del mendigo español. El hidalgo podrá no serlo en sus negocios. Es seguro, en cambio, que en un presidio español no se apelará en vano a la caballerosidad de sus inquilinos.

Cuando se preguntaba a los voluntarios ingleses de la gran guerra por qué se habían alistado, respondían muchos de ellos: " We follow our betters".(Seguimos a los que son mejores que nosotros.) Reconozco toda la magnífica disciplina que hay en esta frase, pero labios españoles no podrían pronunciarla. Menéndez y Pelayo dice que hemos sido una democracia frailuna. En los conventos, en efecto, se reúnen en pie de igualdad hombres de distintas procedencias: uno ha sido militar, otro paisano, uno rico, otro pobre, aquel ignorante, este letrado. Todos han de seguir la misma regla. En la vida española las diferencias de clase solían expresarse en los distintos trajes: la levita, la chaqueta, la blusa; el sombrero, la mantilla, el pañuelo; pero la regla de igualdad está en las almas. Por eso Don Quijote compara a los hombres con los actores de la comedia, en que unos hacen de emperadores y otros de pontífices y otros de sirvientes, pero al llegar al fin se igualan todos, mientras que Sancho nos asimila a las distintas piezas del ajedrez, que todas van al mismo saco en acabando la partida.

Este humanismo explica la gran indulgencia que campea en todos los órdenes de la vida española. En Inglaterra se castigaban con la pena de muerte, hasta 1830, cerca de trescientas formas de hurto. En España no se penan delitos análogos sino con unas cuantas semanas de prisión. Y es que no creemos que el alma de un hombre esté perdida por haber pecado. Todos somos pecadores. Todos podemos redimirnos. A ninguno deberán cerrársenos los caminos del mundo. Si tenemos cárceles es por pura necesidad. Pero nuestras instituciones favoritas, pasada la cólera primera, son el indulto y el perdón.

Se dirá que todo esto no es sino catolicismo. Pero lo curioso es que en España es lo mismo la persuasión de los descreídos que la de los creyentes. Parece que los descreídos debieran ser seleccionistas, es decir, partidarios de penas rigurosas para la eliminación de las gentes nocivas. Aun lo son menos que los creyentes. Están más lejos que la España católica y popular del aristocratismo protestante. Y así como los pueblos que se creen de selección, se alzan sobre un bajo fondo social de ex hombres, incapaces de redención, en España no hay ese mundo de gentes caídas sin remedio. No se consentiría que lo hubiera, porque los españoles les dirían: "¡Arriba, hermanos, que sois como nosotros!"

Nuestro humanismo en la historia

Esto no es solamente un supuesto. Cuando Alonso de Ojeda desembarcó en las Antillas, en 1509, pudo haber dicho a los indios que los hidalgos leonenses eran de una raza superior. Lo que les dijo textualmente fue esto: "Dios Nuestro Señor, que es único y eterno, creó el cielo y la tierra y un hombre y una mujer, de los cuales vosotros, yo y todos los hombres que han sido y serán en el mundo, descendemos". El ejemplo de Ojeda los siguen después los españoles diseminados por las tierras de América: reúnen por la tarde a los indios, como una madre a sus hijuelos, bajo la cruz del pueblo, les hacen juntar las manos y elevar el corazón a Dios.

Y es verdad que los abusos fueron muchos y grandes, pero ninguna legislación colonial extranjera es comparable a nuestras leyes de Indias. Por ellas se prohibió la esclavitud, se proclamó la libertad de los indios, se les prohibió hacerse la guerra, se les brindó la amistad de los españoles, se reglamentó el régimen de Encomienda para castigar los abusos de los encomenderos, se estatuyó la instrucción y adoctrinamiento de los indios como principal fin e intento de los Reyes de España, se prescribió que las conversiones se hiciesen voluntariamente y se transformó la conquista de América en difusión del espíritu cristiano.

Y tan arraigado está entre nosotros este sentido de universalidad, que hemos instituido la fecha del 12 de octubre, que es la fecha del descubrimiento de América, para celebrar el momento en que se inició la comunidad de todos los pueblos: blancos, negros, indios, malayos o mestizos que hablan nuestra lengua y profesan nuestra fe. Y la hemos llamado "Fiesta de la Raza", a pesar de la obvia impropiedad de la palabra, nosotros que nunca sentimos el orgullo del color de la piel, precisamente para proclamar ante el mundo que la raza, para nosotros, está constituida por el habla y la fe, que son espíritu, y no por las oscuridades protoplásmicas.

Los españoles no nos hemos creído nunca pueblo superior. Nuestro ideal ha sido siempre trascendente a nosotros. Lo que hemos creído superior es nuestro credo en la igualdad esencial de los hombres. Desconfiados de los hombres, seguros del credo, por eso fuimos también siempre institucionistas. Hemos sido una nación de fundadores. No sólo son de origen español las órdenes religiosas más poderosas de la Iglesia, sino que el español no aspira sino a crear instituciones que estimulen al hombre a realizar lo que cada uno lleva de bondad potencial. El ideal supremo del español en América es fundar un poblado en el desierto e inducir a las gentes a venir a habitarle. La misma Monarquía española, en sus tiempos mejores, es ejemplo eminente de este espíritu institucional en que el fundador no se propone meramente su bien propio, sino el de todos los hombres. El gran Arias Montano, contemporáneo de Felipe II, define de esta suerte la misión que su Soberano realiza:

"La persona principal, entre todos los Príncipes de la tierra que por experiencia y confesión de todo el mundo tiene Dios puesta para sustentación y defensa de la Iglesia Católica es el Rey Don Philipo, nuestro señor, porque él solo, francamente, como se ve claro, defiende este partido, y todos los otros príncipes que a él se allegan y lo defienden hoy, lo hacen o con sombra y arrimo de S.M o con respeto que le tienen: y esto no sólo es parecer mío, sino cosa manifiesta, por lo cual lo afirmo, y por haberlo así oído platicar y afirmar en Italia, Francia, Irlanda, Inglaterra, Flandes y la parte de Alemania que he andado..."

Ni por un momento se le ocurre a Arias Montano pedir a su Monarca que renuncie a su política católica o universalista, para dedicarse exclusivamente a los intereses de su reino, aunque esto es lo que hacen otras monarquías católicas de su tiempo, al concertar alianzas con soberanos protestantes o mahometanos. El poderío supremo que España poseía en aquella época se dedica a una causa universal, sin que los españoles se crean por ello un pueblo superior y elegido, como Israel o como el Islam, aunque sabían perfectamente que estaban peleando las batallas de Dios. Es característica esta ausencia de nacionalismo religioso en España. Nunca hemos tratado de separar la Iglesia española de la universal. Al contrario, nuestra acción en el mundo religioso ha sido siempre luchar contra los movimientos secesionistas y contra todas las pretensiones de gracias especiales. Ese fue el pensamiento de nuestros teólogos en Trento y de nuestros ejércitos en la Contrarreforma. Y este es también el sentimiento más constante de los pueblos hispánicos, y no sólo en sus períodos de fe, sino también en los de escepticismo. El llamamiento de la República Argentina a todos los hombres, para que pueblen las soledades de la tierra de América, se inspira también en este espíritu ecuménico. Lo que viene a decir es que el llamamiento lo hacen hombres que no se creen de raza superior a la de los que vengan. A todos se dirige la palabra de llamamiento: "Sto ad ostium, et pulso". (Estoy en el umbral y llamo). Y también a todas las profesiones. No sólo hacen falta sacerdotes y soldados, sino agricultores y letrados, industriales y comerciantes. Lo que importa es que cada uno cumpla con su función en el convencimiento de que Dios le mira.

Es posible que los padecimientos de España se deban, en buena parte, a haberse ocupado demasiado de los demás pueblos y demasiado poco de sí misma. Ello revelaría que ha cometido, por omisión, el error de olvidarse de que también ella forma parte del todo y que lo absoluto no consiste en prescindir de la tierra para ir al cielo, sino en juntar los dos, para reinar en la creación y gozar del cielo. Sólo que esto lo ha sabido siempre el español, con su concepto del hombre como algo colocado entre el cielo y la tierra e infinitamente superior a todas las otras criaturas físicas. En los tiempos de escepticismo y decaimiento, le queda al español la convicción consoladora de no ser inferior a ningún otro hombre. Pero hay otros tiempos en que oye el llamamiento de lo alto y entonces se levanta del suelo, no para mirar de arriba a abajo a los demás, sino para mostrar a todos la luz sobrenatural que ilumina a cuantos hombres han venido a este mundo.

Resumen final

Hay, en resumen, tres posibles sentidos del hombre. El de los que dicen que ellos son los buenos, por estarles vinculadas la bondad en alguna forma de la divina gracia; y es el de los pueblos o individuos que se atribuyen misiones exclusivas y exclusivos privilegios en el mundo. Esta es la posición aristocrática y particularista. Hay, también, la actitud niveladora de los que dicen que no hay buenos ni malos, porque no existe moral absoluta y lo bueno para el burgués es malo para el obrero, por lo que han de suprimirse las diferencias de clases y fronteras para que sean iguales los hombres. Es la posición igualitaria y universalista, pero desvalorizadora. Y hay, por último, la posición ecuménica de los pueblos hispánicos, que dice a la humanidad entera que todos los hombres pueden ser buenos y no necesitan para ello sino creer en el bien y realizarlo. Esta fue la idea española del siglo XVI. Al tiempo que la proclamábamos en Trento y que peleábamos por ella en toda Europa, las naves españolas daban por primera vez la vuelta al mundo para poder anunciar la buena nueva a los hombres del Asia, del Africa y de América.

Y así puede decirse que la misión histórica de los pueblos hispánicos consiste en enseñar a todos los hombres de la tierra que si quieren pueden salvarse, y que su elevación no depende sino de su fe y su voluntad.

Ello explica también nuestros descuidos. El hombre que se dice que si quiere una cosa, la realizará, cae también fácilmente en la debilidad de no quererla, en la esperanza de que se le antoje cualquier día. Esta es la perenne tentación que han de vencer los pueblos nuestros. No parecemos darnos cuenta de que el tiempo perdido es irreparable, por lo menos en este mundo nuestro, en que la vida del hombre ésta medida con tan estrecho compás. Solemos dejar pasar los años, como si dispusiéramos de siglos para arrepentirnos y enmendarnos. Y a fuerza de querer matar el tiempo nos quedamos atrás y el tiempo es quién nos mata.

Porque el mundo, entonces, se nos echa encima. Nadie nos cree cuando decimos que podemos, pero que no queremos. El poder se demuestra en el hacer. La potencialidad que no se actualiza no convence a nadie. La rechifla de los demás se nos entra en el alma y los más sensitivos de entre nosotros mismos, que por esencial convencimiento nunca nos creímos superiores, acabamos por creernos inferiores al compartir las críticas de los demás respecto de nosotros. Esta es nuestra historia de los dos siglos últimos. Si logramos salir de este período de depresión del ánimo será, en primer término, porque nuestro pueblo no compartió nunca el escepticismo de los intelectuales, y, además, porque la misma cultura nos revela que nuestra labor en lo pasado no en inferior a la de ningún otro pueblo de la tierra.

En estos años nos está descubriendo el estudio del siglo XVI un espíritu ecuménico que no se sospechaba entre las gentes cultas. Nada es más revelador a este respecto que el entusiasmo con que un hombre de cultura moderna, como el profesor Barcia Trelles, encuentra en el Padre Vitoria y en Francisco Suárez las verdaderas fuentes del Derecho Internacional contemporáneo. Estamos descubriendo la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro. Podemos ya definirla como nuestra creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. De ella nacía el impetuoso anhelo de ir a comunicársela. En esa creencia vemos también ahora la piedra fundamental del progreso humano, porque los hombres no alzarán los pies del polvo si no empiezan por creerlo posible.

Esta creencia es el tesoro que llevan al mundo los pueblos hispánicos. Sólo que ella se funda en otra creencia antecedente y fundamental, sobre la cual ha de entenderse previamente las inteligencias directoras de los pueblos hispánicos, y de ella se deriva una consecuencia: la de que el mundo no creerá en el valor de nuestro tesoro si no lo demostramos con nuestras obras. De la creencia antecedente y de la consecuencia práctica hemos de tratar, pero estoy persuadido de que el descubrimiento de la creencia nuestra en las posibilidades superiores de todos los hombres, ha de empujarnos a realizarlas en nosotros mismos, para ejemplo probatorio de la verdad de nuestra fe, y que la lección, que dimos ya en nuestro gran siglo, volveremos a darla para gloria de Dios y satisfacción de nuestros históricos anhelos.

El "eje diamantino"

Contrastemos ahora nuestro antiguo sentido del hombre con el ideal revolucionario de libertad, igualdad, fraternidad. Ganivet nos dice que el "eje diamantino" de la vida española es un principio senequista: "Mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre". He leído algunos libros de Séneca, en busca del pasaje de donde pudo sacar esa enseñanza. No lo he encontrado. Hasta se me figura que no podrá encontrarse, porque lo que viene a decir Séneca es algo que se le parece a primera vista, pero que en el fondo es muy distinto, y es que el sabio, el cuerdo, el prudente, el filósofo estoico se conduce de tal suerte, sean cuales fueren las circunstancias, que se tiene que decir de él que es todo un hombre. Se sobrentiende en Séneca, pero no en Ganivet, que los demás hombres, los que no son sabios, se dejan, en cambio, llevar de sus pasiones o de las circunstancias.

Para los estoicos, en efecto, había dos clases de hombres: los sabios y el vulgo. Los sabios se conducen como deben; los otros, en rigor, no se conducen, sino que son conducidos por los sucesos. Y esta distinción explica la esterilidad del estoicismo. Los estoicos creían que todos los hombres son hermanos, como hijos del mismo Dios, y se proclamaban ciudadanos del mundo, pero esta ciudadanía y la conciencia de la paternidad de Dios era patrimonio exclusivo de una aristocracia espiritual, aunque a ella perteneciera un esclavo, como Epicteto, y esta fue la razón de que no se lanzaran a la predicación para que el común de los hombres se alzase del polvo. Cleanthes pidió a Zeus, en su himno, que salvase a los hombres de su desgraciado egoísmo. Y es que, a juicio de los estoicos, sólo Zeus lo puede hacer, si esa es su voluntad. La idea de que ellos mismos lo hagan no es estoica, sino católica. Ganivet no la saca de Séneca, sino del catecismo. El autor del Idearium español ha atribuido a los estoicos una idea que ha recibido, sin darse cuenta de ello, de su mundo familiar y local, trabajando secularmente por las doctrinas de la Iglesia.

Es un hecho, sin embargo, que los pueblos hispánicos tienen un sentido del hombre común a los espíritus creyentes y a los incrédulos. Más aún. Anteriormente hemos reconocido que los incrédulos suelen ser más hostiles que los católicos al espíritu racista de los países protestantes. Los expedientes de limpieza de sangre, por cuya virtud no se habilitaba en pasados siglos, para ciertas dignidades y cargos, sino a los que podían demostrar que no descendían de moros o judíos, parecen indicar un sentido racista no muy diferente del que tan fácilmente prevalece en los pueblos del Norte. Sólo teniendo en cuenta el espíritu misionero de la Monarquía española y la relativa facilidad y frecuencia con que los judíos conversos llegaban en España a ocupar sedes episcopales, se advertirá que la exigencia de la limpieza de sangre no procedía del orgullo de raza, sino del deseo de asegurar en lo posible la fidelidad del servicio mediante la pureza de la fe, en vista del gran número de conversos insinceros que había. Un pueblo que libraba, como la España de los siglos XVI y XVII, tan general batalla contra la infidelidad y la herejía, necesitaba asegurarse la sincera adhesión de sus agentes. Era natural, de otra parte, que los españoles se envanecieran de su obra imperial y universal. De esta vanidad y de la desconfianza respecto de la buena fe de los conversos surgió el lamentable por ser injusto, en muchos casos, pero sobre todo, porque contradecía el propósito misionero de nuestra historia, ya que no parece muy congruente que un pueblo se consagre a convertir infieles, empujado por un convencimiento previo de igualdad potencial de hombres y razas, si luego a de colocar a los conversos en situación de inferioridad respecto de los "cristianos viejos ". Lo que puede decirse en atenuación de este yerro es: Primero, que todas las aristocracias del mundo obligan a hacer antesala a las clases sociales que desean alzarse a ellas; segundo, que la España católica venía a construir una especie de gran aristocracia respecto de los judíos y moriscos; tercero, que los hombres no tienen el don de leer en los corazones para poder distinguir a los conversos sinceros de los insinceros; cuarto, que había necesidad de distinguirlos; quinto, que no hay ley concebida para provecho general que no resulte injusta en algunos casos; y sexto, que el mero hecho de que los expedientes de limpieza de sangre contradijeran, en cierto aspecto, el fundamental propósito misionero de España, no ha de hacernos olvidar este propósito, ni la especial repugnancia que los españoles han sentido siempre contra cualquier intento de vincular la Divina gracia en estirpes o progenies determinadas.

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Los españoles no creyentes, por lo menos desde la conversión de los godos arrianos, se han manifestado siempre opuestos a la aceptación de supremacías raciales. En algunos de ellos no tiene nada de extraño, porque son "resentidos", hostiles a toda nuestra civilización, cuyos instintos les empujan a combatir a sangre y fuego nuestras aristocracias naturales y de sangre, no por espíritu igualitario y de justicia, sino sencillamente porque las jerarquías son el baluarte de las sociedades. Pero hay otros incrédulos, y éstos son los interesantes, que no han perdido con la fe la esperanza y el anhelo de que se haga justicia a todos los hombres, de que se les infunda la confianza en sí mismos, de que se les coloque en condiciones de poder desarrollar sus aptitudes, de que se les proteja contra cualquier intento de explotación o de opresión. De los espíritus que así sienten puede decirse que su concepto del hombre es idéntico al de los creyentes y al tradicional de España. Ello es gran fortuna, en medio de todo. Certeramente ha dicho el señor Sáinz Rodríguez que la división de nuestras clases educadas es la razón permanente de nuestras desdichas. En los Evangelios puede leerse que: "Todo reino dividido consigo mismo será asolado" ( Lucas, II, 17). Las desmembraciones e invasiones y guerras civiles que hemos padecido, desde que surgió en el siglo XVIII la división de nuestras clases educadas en creyentes y racionalistas, atestiguan el rigor de la sentencia. Pero creo más fácil restablecer la unidad espiritual entre los creyentes españoles y los descreídos que entre los católicos y los protestantes de otros pueblos. El que siga creyendo en la capacidad de los demás hombres para enmendarse, mejorar y perfeccionarse y en su propio deber de persuadirles a que lo hagan, de no estorbarles en la realización de ese fin y de organizar la sociedad de tal manera que les estimule a ello, conserva, a mi juicio, más esencias de la fe verdadera que aquella pastora evangélica, Sharon Falconer, de la novela de Sinclair Lewis, Elmer Gantry, que marchaba con la cruz en la mano por entre las llamas de su tabernáculo incendiado, en la seguridad de que el fuego no podía alcanzarla, porque ella, en su insano orgullo, símbolo del protestantismo y del libre examen, se creía por encima del bien y del mal y de la muerte. A poco que nuestros incrédulos de buena voluntad mediten sobre el origen de su espíritu de justicia y de humanidad, advertirán que sus principios proceden de los nuestros. A los descreídos, a los que no manejan los conceptos de libertad y de justicia sino con fines subversivos, sería inocente tratar de convencerles, pero a los que de buena fe se proponen con ellos dignificar y levantar al hombre, y se imaginan que la religión es un estorbo para sus ideales, no es imposible hacerles ver que su credo es de origen religioso, que sin la religión no puede mantenerse, y que sólo por la inspiración religiosa podrá realizarse.

En el "eje diamantino", de Ganivet, en el sentido del hombre de los pueblos hispánicos, podemos encontrar igualmente cuanto hay en los principios de libertad, igualdad y fraternidad, que no se contradice mutuamente y puede servirnos de norma y de ideal. Para que un hombre se conduzca de tal modo que siempre se pueda decir de él que se ha portado como un hombre, será indispensable que sea libre, lo que implica desde luego su libertad moral o metafísica. Pero, además, será preciso que no se le estorbe la acción exteriormente, lo que supone la libertad política, por lo menos la libertad de hacer el bien. Para ello, habrá que construir la sociedad de tal manera que no impida a los hombres la práctica del bien. El respeto a la libertad metafísica nos llevará a un sistema político, en que la autoridad pueda (y acaso deba) coartar la libertad del hombre para el mal, pero no deberá impedirle que haga el bien, porque esto es lo que quiere Ganivet cuando prescribe que el hombre debe portarse como un hombre, pues si portarse como un hombre no quisiera decir portarse bien, no nos estaría diciendo cosa alguna, ya que es sabido que los hombres se conducen como hombres y los burros como burros, etc. Pero en esta capacidad metafísica de que el hombre haga el bien libremente y en este deber político de respetarle esta capacidad, todos los hombres son iguales y deben ser iguales; de lo que se deduce el principio de igualdad, en cuanto practicable y efectivo, así como el de fraternidad se deriva del hecho de que todos los hombres se hermanan en la capacidad de hacer el bien y en el ideal de una sociedad en que la práctica del bien a todos los enlace y los hermane.

Estos principios de libertad, igualdad, fraternidad, son los que proclamó la revolución francesa y aún sigue proclamando la revolución, en general. Francia los ha esculpido en sus edificios públicos. Es extraño que la revolución española no los haya reivindicado para sí. ¿Los habrá sentido incompatibles con su propio espíritu? ¿Sospechará vagamente que, en cuanto realizables y legítimos, son principios cristianos y católicos?

La capacidad de conversión

Mantenemos nosotros la libertad, porque el hombre está constituido de tal modo que, por grandes que sean sus pecados, le es siempre posible convertirse, enmendarse, mejorar y salvarse. También puede seguir pecando hasta perderse, pero lo que se dice con ello es que la libertad es intrínseca a su ser y a su bondad. No será bueno sino cuando libremente obre o desee el bien. Y por esta libertad metafísica, que le es inherente, le debemos respeto. Al extraviado podremos indicarle el buen camino, pero sólo con sus propios ojos podrá cerciorarse de que es el bueno; al hijo pródigo le abriremos las puertas de la casa paterna, pero él será quien por su propio pie regrese a ella; al equivocado le señalaremos el error, pero el anhelo de la verdad tendrá que surgir de su propia alma. Esto por lo que atañe a la libertad moral. La libertad externa o política procede del reconocimiento común de esta libertad íntima o moral. Como el hombre no puede hacer el bien si no actúa libremente, debemos respetar su libertad en todo lo posible. Si tuviéramos que confrontarnos con el hombre natural, tal como salió de las manos del Creador, el gobernante no necesitaría más que explicarle sus deberes. Pero como, según San Anselmo, la persona corrompió la naturaleza, y después la naturaleza corrompida corrompió la persona, por lo que nosotros y cuantos nos rodean somos hombres caídos y débiles, tenemos que organizar las sociedades de tal modo que se precavan contra las pasiones y maldades de los hombres, al mismo tiempo que los induzcan a obrar bien. El problema es, en parte, insoluble, porque con hombres malos no podemos construir sociedades tan excelentes que premien siempre la virtud y castiguen el vicio. Pero es un hecho, que todas las sociedades, por instinto de conservación, tienen que estimular a los individuos a que las sirvan y disuadirles de que las dañen y traicionen; y, de otra parte, también es un hecho que nuestra religión infunde a los hombres y a las colectividades un espíritu generoso de servicio universal, en el que acaban de limpiarse los humanos del pecado de origen. Este es el sentido de la libertad cristiana. Pero ¿hay alguna idea moderna de libertad que no se funde en el espíritu cristiano?

Bertrand Russell pasa en Inglaterra por ser "el filósofo del liberalismo". A principio de siglo escribió un ensayo: La adoración de un hombre libre, que terminaba con un párrafo que causó sensación:

"Breve e impotente es la vida del hombre: el destino lento y seguro cae despiadada y tenebrosamente sobre él y su raza. Ciega al bien y al mal, implacablemente destructora, la materia todopoderosa rueda por su camino inexorable. Al hombre, condenado hoy a perder los seres que más ama, mañana a cruzar el portal de las sombras, no le queda sino acariciar, antes que el golpe caiga, los pensamientos nobles que ennoblecen su efímero día; desdeñando los cobardes terrores del esclavo del destino, adorar en el santuario que sus propias manos han construido; sin asustarse del imperio del azar, conservar el espíritu libre de la arbitraria tiranía que rige su vida externa; desafiando orgulloso las fuerzas irresistibles que toleran por algún tiempo su saber y su condenación, sostener por sí solo., Atlas cansado e inflexible, el mundo que sus propios ideales han moldeado, a despecho de la marcha pisoteadora del poder inconsciente."

Dos generaciones de intelectuales ingleses de la izquierda han aprendido de memoria este párrafo. A despecho de ello me atreveré a decir que ningún espíritu medianamente filosófico podrá ver en el más que retórica altisonante y cuidadosa, pero huera y contradictoria. Porque es mucha verdad que el pensamiento del hombre, como dice en otro párrafo, es libre, "para examinar, criticar, saber y crear imaginariamente", mientras que sus actos extriores, una vez ejecutados, entran en la rueda fatal de las causas y efectos. Que el hombre pueda criticar el mundo sólo prueba que, en cierto modo, se halla fuera y encima de él, lo que no significa, en buena lógica, sino que hay algo en el hombre que procede de algún poder consciente superior al mundo. Pero decir que el mundo es malo, porque es poder, y que hay que desecharlo con toda nuestra alma, y que el hombre es bueno, porque lo rechaza, y que su deber es conducirse como Prometeo y desafiar heroica y obstinadamente al mundo hostil, aunque por otra parte, tenga uno que resignarse a su tiranía inexorable, y que este credo de rebelión impotente haya parecido durante treinta años la base de una filosofía y una política, es tan incomprensible como el aserto de que la libertad del hombre no es sino el resultado de "la colocación accidental de los átomos". Es absurdo decirnos que la libertad surge de la fatalidad y del azar, como es igualmente contradictorio hacer salir nuestra conciencia de la inocencia de la naturaleza. Hay gentes para todo. Por los años en que Mr. Bertrand Russell escribía su parrafito se suicidó el poeta John Davison, persuadido de que, después de haber producido la danza de los átomos la conciencia del hombre y de su propia poesía, que era la conciencia de la conciencia, no le quedaba al universo más etapa que la de volver a la inconsciencia. Por eso se mató. Sólo que así como los cielos declaran la gracia de Dios, la faz de la tierra, transformada por la mano del hombre en tan inmensas extensiones, proclama nuestro poder y es prueba cierta de que ni siquiera para la acción externa necesita someterse el género humano a la fatalidad, porque la subyuga y domestica con su chispa divina.

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En esa chispa, y no en ninguna clase de determinismos, está el origen de la libertad moral del hombre. Los incrédulos no aciertan a fundarla. Tampoco la libertad política. Stuart Mill mantenía el liberalismo para que pudieran producirse toda clase de caracteres en el mundo, y, sobre todo, para que la verdad tenga siempre ocasión de prevalecer sobre la falsedad, y no meramente contra la intolerancia de las autoridades, sino también contra la presión social, porque en Inglaterra, decía: "aunque el yugo de la ley es más ligero, el de la opinión es tal vez más pesado que en otros países de Europa". Revolviéndose sobre toda clase de "boycots", escribió Stuart Mill su célebre sentencia: "Si toda la humanidad menos uno fuese de la misma opinión, y sólo una persona de la contraria, la humanidad no tendría más derecho a silenciar a esa persona, que esa persona, si pudiera, a silenciar a la humanidad". Stuart Mill pensaba todo el tiempo en los casos de Sócrates y Jesucristo, como si hubiera un Cristo y un Sócrates a la vuelta de cada esquina, a quienes el obscurantismo de los Gobiernos o de la sociedad no permiten difundir su idea salvadora, pero el verdadero problema lo constituía, ya entonces, aquella fórmula que consignó poco después Netchaieff en su "Catecismo del Revolucionario", cuando decía: "Contra los cuerpos, la violencia; contra las almas, la mentira". No es muy probable que la intolerancia logre silenciar a un Cristo o a un Sócrates. El daño que han de afrontar las sociedades modernas es la difusión de la mentira, de la calumnia, de la difamación, de la pornografía, de la inmoralidad de toda índole, por agitadores y fanáticos, pervertidos y ambiciosos que se escudan en Sócrates y en Cristo y en Stuart Mill y en todos los mártires de la intolerancia y abogados de la libertad para pregonar sus falsedades, como los malos artistas de estos años se amparan en la incomprensión de que en su día fueron víctimas Eduardo Manet y Ricardo Wagner para proclamar que sus esperpentos están por encima de las entendederas de sus gentes. Vivimos bajo el régimen de la mentira. Las naciones se calumnian impunemente las unas a las otras, lo que las hace vivir en permanente guerra moral, pero no se creará, para remediarlo, un Tribunal Internacional de la Verdad, mientras no se reconozca que, en materia de información y crítica, hay cánones objetivos de la verdad y los engaños, de lo lícito y de lo intolerable. En la vida interna se permite prosperar a una prensa que, en el caso mejor, no hace justicia más que a los extraños o a los enemigos, pero que se dedica a elevar a sus amigos o correligionarios, lo que por lo menos supone la desfiguración de las escalas de valores. No cabe, de otra parte, verdadera competencia entre las falsedades agradables, que halagan las pasiones populares, y las verdades desagradables, que en vano tratarán de combatirlas. Sobre este tema se pudieran escribir muchos capítulos, pero baste afirmar que la libertad del pensamiento tiene que conducir al triunfo de la falsedad y de la mentira.

El "principio del crecimiento"

También se defiende la libertad política con el argumento de que fomenta la diversidad de los caracteres y contribuye, por lo tanto, a su fortalecimiento. Era la tesis de Stuart Mill, al final de su ensayo De la libertad. Es la de Bertrand Russell, con su Principio del Crecimiento. Dice Russell que los impulsos y deseos de hombres y mujeres, como tengan alguna importancia, proceden de un Principio central de Crecimiento, que los guía en una cierta dirección, como los árboles buscan la luz. Cada hombre tiende instintivamente a lo que le conviene mejor. Y hay que dejarle en libertad para ello, porque, en general, los impulsos y deseos dañinos proceden de haberse impedido el crecimiento normal de los hombres. De ahí, por ejemplo, la proverbial malignidad de los jorobados y de los impedidos. Los deseos no son sino impulsos contenidos. "Cuando no es satisfecho un impulso en el momento mismo de surgir, nace el deseo de las consecuencias esperadas de la satisfacción del impulso". La vida ha de regirse principalmente por impulsos. Si se gobierna por deseos se agota y cansa al hombre, haciéndole indiferente a los mismos propósitos que había trazado de realizar. Pero los impulsos que deben fomentarse son los que tienden a dar vida y a producir arte y ciencia, es decir, a la creatividad en general.

Esta es la teoría. Mr. Russell no añade que se deben restringir, en cambio, los impulsos de envidia, destrucción, suicidio, etc., porque así refutaría su propia doctrina. Mr. Russell se contenta con decir que estos impulsos no proceden del Principio central de Crecimiento. No lo prueba. No puede probarlo. Un árbol extiende sus raíces a la tierra de otro árbol y se apropia su savia. No puede demostrarse que los impulsos dañinos sean menos "centrales" que los benéficos. Tampoco que sea perjudicial la contención de los impulsos. Hay razas humanas desvitalizadas precisamente porque se entregan sin reserva a la satisfacción de sus impulsos sexuales. La doctrina de Russell no es sino tentativa de justificar científicamente la afirmación romántica de que el hombre es naturalmente bueno y está libre del pecado original. Pero el romanticismo tiene ya dos siglos de experiencia histórica. Hasta se ha ensayado en países nuevos, donde no coartaban su desarrollo los recuerdos y las tradiciones de la civilización cristiana, fundada precisamente en el dogma del pecado original.

Las miradas del mundo, por ejemplo, están vueltas, en estos años, a los Estados Unidos de América. Nueva York es la ciudad fascinadora. Es verdad que los Estados Unidos fueron un tiempo puritanos y que sus costumbres, ya que no sus leyes, obligaban a sus ciudadanos a pertenecer a una confesión religiosa determinada. Pero el puritanismo ya pasó, por lo menos en las grandes ciudades; los neoyorquinos no están obligados a profesar religión alguna. Muchos no profesan ninguna. Son libres. La extensión del territorio les hace más libres de lo que los europeos podemos serlo en nuestros estrechos hogares nacionales. Y el resultado de todo ello es un índice de criminalidad el más alto del mundo, la disolución de la vida de familia y tan tremenda crisis económica y política que su militar de más prestigio, el general Pershing, ha podido proclamar recientemente, en medio de la atónita atención de las gentes, que los Estados Unidos no pueden encontrar su salvación más que en un régimen fascista y dictatorial, que restablezca la disciplina social con mano dura.

Sólo que ya no es necesaria apelar a las autoridades extranjeras. Ello lo dijo mejor que nadie en el Congreso, el 4 de enero de 1849, en plena revolución europea, nuestro Donoso:

"Señores, no hay más que dos represiones posibles: una interior y otra exterior, la religiosa y la política. Estas son de tal naturaleza, que cuando el termómetro religioso está subido, el termómetro de la represión está bajo, y cuando el termómetro religioso está bajo, el termómetro político, la represión política, la tiranía, está alta. Esta es una ley de la humanidad, una ley de la historia."

A la historia apeló Donoso Cortés para evidenciar la exactitud de su parábola. No era, sin embargo, necesario. En el pecho de cada hombre está escrito que la práctica del bien exige libertad, pero la del mal, cárceles y grilletes.

La igualdad humana

Nuestro sentido hispánico nos dice que cualquier hombre, por caído que se encuentre, puede levantarse; pero también caer, por alto que parezca. En esta posibilidad de caer o levantarse todos los hombres son iguales. Por ella es posible a Ganivet imaginar su "eje diamantino" o imperativo categórico: "que siempre se pueda decir de ti que eres un hombre". El hombre es un navío que puede siempre, siempre, mientras se encuentra a flote, enderezar su ruta. Si la tripulación lo ha descuidado, si su quilla, sus velas o arboladura se hallan en mal estado, le será más difícil resistir las tormentas. Enderezar la ruta no será bastante para llegar a puerto. El éxito es de Dios. Lo que podrá el navegante es cambiar el rumbo. En esta libertad metafísica o libre albedrío todos los hombres son iguales. Pero esta es la única igualdad que con la libertad es compatible. La libertad política favorece el desarrollo de las desigualdades. Y en vano se proclamará en algunas Constituciones, como la francesa de 1793, el pretendido derecho a la igualdad, afirmando que: "Todos los hombres son iguales por naturaleza y ante la ley". Decir que los hombres son iguales es tan absurdo como proclamar que lo son las hojas de un árbol. No hay dos iguales. Y la igualdad ante la ley no tiene, ni puede tener, otro sentido que el de que la ley debe proteger a todos los ciudadanos de la misma manera.

Si tiene ese sentido es porque los hombres son iguales en punto a su libertad metafísica o capacidad de conversión o de caída. Esto es lo que los hace sujetos de la moral y del derecho. Si no fueran capaces de caída, la moral no necesitaría decirles cosa alguna. Si no fueran capaces de conversión, sería inútil que se lo dijera todo. La validez de la moral depende de que los hombres puedan cambiar de rumbo. Esta condición de su naturaleza es lo que ha hecho también posible y necesario el derecho. No habría leyes si los hombres no pudieran cumplirlas. Son imperativas, porque pueden igualmente no cumplirlas. Y tienen carácter universal, porque en esta capacidad de cumplirlas todos los hombres son iguales. Al proclamar la capacidad de conversión de los hombres no se dice que puedan ir muy lejos en la nueva ruta que decidan emprender. No llegará muy lejos en el camino de la santidad el que sólo se arrepienta en la hora de la muerte. Pero si su conversión es sincera y total recorrerá en alas de los ángeles el camino que no pueda andar por su propio pie. Esta capacidad de conversión es el fundamento de la dignidad humana. El más equivocado de los hombres podrá algún día vislumbrar la verdad y cambiar de conducta. Por eso hay que respetarle, incluso en sus errores, siempre que no constituya un peligro social. Pero fuera de esta común capacidad de conversión, no hay ninguna igualdad entre los hombres.

Unos, son fuertes; otros, débiles ; unos, talentudos ; otros, tontos ; unos, gordos; otros, flacos ; unos blancos ; otros, color chocolate otros, amarillos. Y donde no existe claramente la conciencia de esta capacidad común de conversión, tampoco aparece por ninguna parte la noción de la igualdad humana. El hombre totémico se cree de diferente especie que el de otro "totem". Si el "totem" de un "clan" es el canguro, el hombre se cree canguro; si es un conejo, se imagina conejo. Lo que el "totem" subraya es el "hecho diferencial". Israel es el pueblo elegido; cuando aparece el Redentor del género humano, la mayor parte de Israel persiste en creerse el pueblo elegido, incomparable con los otros. Aún después de siglos de Cristianismo, los pueblos del Norte se inventan la doctrina de la predestinación, para darse aires de superioridad frente a los pueblos mediterránicos. Francia, algo menos nórdica, lucha durante siglos contra una forma más atenuada de la persuasión calvinista, como es el jansenismo, pero cuando acaba por vencerla, inventa la teoría de su consubstancialidad con la civilización, para poder dividir a los hombres en las dos especies de franceses y bárbaros, con la subespecie de los afrancesados.

El socialismo, en sus distintas escuelas, supone que son hechos naturales la unidad y la fraternidad del género humano. No intenta demostrarlas, sino que las da por supuestas, y sobre este cimiento trata de establecer un estado de cosas en que la tierra y el capital sean comunes y se trabajen para beneficio de todos. Pero como su materialismo destruye la creencia en la capacidad de conversión, que es la única cosa en que los hombres son iguales, no le es posible emprender la realización de su ideal de igualdad económica sin apelar a medios terroristas. La inmensa cantidad de sangre derramada por la revolución rusa, en aras de este deseo de igualdad, no pudo impedir que Lenin confesara el fracaso del comunismo, al emprender su nueva política económica, y sólo resurgió la vida en Rusia cuando reaparecieron las desigualdades de la escala social, con ellas la esperanza de cada hombre de ascender todo lo más posible, y con la esperanza, la energía y el trabajo. Al cabo de la revolución no ha ocurrido, en esencia, sino que las antiguas clases gobernantes han sido depuestas de sus posiciones de poder y reemplazadas por otras. Pero aún gobernantes y gobernados, altos y bajos, gentes poderosas y gentes sin poder. Y como Rusia es, en el fondo, país cristiano, ha reaparecido también allí algo parecido a la vieja división entre las almas que se dan cuenta de lo que es el Cristianismo y las que no; sólo que a las primeras se las llama trabajadores conscientes, manuales o intelectuales, y son las que constituyen el partido comunista, de donde salen los gobernantes del país. Me imagino que si los comunistas guardan algún respeto a los que no lo son, ello se deberá a la posibilidad de que lo sean algún día, lo que cierra y completa la analogía y corrobora nuestro razonamiento.

Fraternidad y hermandad

La fraternidad de los hombres no puede tener más fundamento que la conciencia de la común paternidad de Dios. Inesperadamente acaba de echar Bergson el peso de su prestigio en favor de esta idea. En su libro sobre Las dos fuentes de la moral y de la religión nos dice el filósofo de La Evolución creadora que la fraternidad que los filósofos quieren basar en el hecho de que todos los hombres participan de una misma esencia razonable, no puede ser muy apasionada, ni ir muy lejos. En cambio, los místicos, que se acercan a Dios, dejan prenderse su alma del amor hacia todos los hombres: "A través de Dios y por Dios, aman a toda la humanidad con un amor divino". Añade que los místicos desearían: "Con ayuda de Dios, completar la creación de la especie humana, y hacer de la humanidad lo que habría sido desde el principio, de haber podido constituirse definitivamente sin la ayuda del hombre mismo". De entusiasmo moral en entusiasmo, Bergson nos dice, como los grandes místicos, que: "el hombre es la razón de ser de la vida sobre nuestro planeta", y que: "Dios necesita de nosotros como nosotros de Dios". ¿Y para qué necesita Dios de nosotros? Naturalmente, para poder amarnos. El Padre Arintero hubiera dicho que para poder convertir en amor de complacencia el amor de misericordia que nos tiene.

Mucho se habría complacido el Padre Arintero al hallar en Bergson el pensamiento de que lo fundamental en la religión es el misticismo y de que la religión es al misticismo lo que la vulgarización es a la ciencia. El origen histórico de la hermandad humana es exclusivamente místico. Es Jeremías el primer hombre que habla de la posibilidad de que los hijos de otros pueblos abandonen el culto de los ídolos y adoren al Dios universal, con lo que viene a decirnos que cada hombre ha nacido para ser hijo de Dios. Jeremías fue un profeta, pero los profetas son, ante todo, místicos que, por tomar contacto con la fuente de la vida, sacan de ella un amor que puede extenderse a todos los hombres. Frente a los falsos profetas, descritos de una vez para siempre, al decir de ellos: "que muerden con sus dientes y predican paz", Miqueas dice (3,8): "Más yo lleno estoy de fortaleza del Espíritu del Señor, de juicio y de virtud, para anunciar a Jacob su maldad, y a Israel su pecado". De la sucesión de los profetas surgen los apóstoles y los misioneros. Y como la España de los grandes siglos es, eminentemente, un pueblo misionero, su pueblo es el que más profundamente se persuade de la capacidad de conversión de todos los hombres de la Tierra. Al principio no es este sino el convencimiento de teólogos y de las almas superiores. Pero ante el espectáculo que ofrece la conversión de todo el Nuevo Mundo al Cristianismo, la creencia se hace, en España, universal. Todos los hombres pueden salvarse; todos pueden perderse. Por eso son hermanos; hermanos de incertidumbre respecto al destino, naúfragos en la misma lancha, sin saber si serán recogidos y llegarán a puerto. No serían hermanos si algunos de ellos pudieran estar ciertos de su salvación o de su pérdida. La certidumbre de una o de otra les colocaría espiritualmente en un lugar aparte. Pero todos pueden salvarse o perderse. Por eso son hermanos y deben de tratarse como hermanos.

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El incrédulo que predica fraternidad humana no se da cuenta del origen exclusivamente religioso de esta idea. Porque, si no viene de la religión, ¿de dónde la saca? El príncipe Kropotkin se planteó la cuestión, en vista de que los sabios de Inglaterra interpretaban el darvinismo como la doctrina de una lucha general e inexorable por la vida, en la que no quedaba a las almas compasivas más consuelo que el de apiadarse al resonar el ¡ay de los vencidos! Kropotkin necesitaba que los hombres se quisieran como hermanos, para que fuera posible constituir sociedades anárquicas, en que reinase la armonía sin que la impusieran las autoridades. Esa necesidad le hizo buscar en la historia natural y en la historia universal ejemplos de apoyo mutuo en las sociedades animales y humanas. Pero no pudo persuadir a las personas de talento de que el apoyo mutuo fuera la ley fundamental de la naturaleza. Los sabios ingleses le objetaban que el apoyo mutuo no surge en las sociedades animales y humanas sino como defensa contra algún enemigo común. Lejos de estar regida la naturaleza animal y vegetal por una ley de simpatía, lo que parece dominar en ella es el principio de que el pez grande se come al chico y por lo que hace a los hombres, entre las gentes de raza diferentes, hay una antipatía habitual, muy semejante a la que reina entre los perros y los gatos. La que divide a occidentales y orientales es tan honda que, si los Estados Unidos llegan a conceder la independencia a Filipinas, antes será para poder cerrar a los filipinos el acceso a California que por reconocimiento de su derecho.

También los utilitarios quisieron, como Kropotkin, descubrir en la naturaleza el principio de la moralidad. Jeremías Bentham fundamenta su sistema en el hecho de que: "La naturaleza a colocado al hombre bajo el imperio de dos maestros soberanos: la pena y el placer." Las acciones públicas o privadas han de ser aprobadas o desaprobadas según que tienden a aumentar o disminuir la felicidad. De ahí el principio de la mayor felicidad del mayor número, que a Bentham le pareció tan evidente que no necesitaba prueba: "porque lo que se usa para probar todo lo demás no puede ser ello mismo probado: una cadena de pruebas a de empezar en alguna parte". Actualmente ya no se habla de los utilitarios sino por la gran influencia que ejercieron en la política y costumbres de los pueblos del Norte. Los filósofos de ahora despachan en pocas líneas su principio. A Mr. G. E. Moore no le entusiasma el ideal de la felicidad. Una vida con algo menos de felicidad y más saber y mayores oportunidades de hacer bien, le parece más deseable que una vida dichosa, pero egoísta y estúpida. Hartmann recuerda que la utilidad no es un fin, sino un medio. Lo útil no es lo bueno. Un hombre esclavo de la utilidad tendrá que preguntarse ridículamente quién se aprovechará de sus utilidades. En España no ha producido el utilitarismo pensadores de valía. No habría podido producirlos. Nuestros espíritus cándidos habrían exclamado, como el poeta: ("¡Cuán presto se va el placer; cómo después de acordado da dolor!") Los cínicos habrían dicho que no les hacía gracia sacrificar su felicidad personal a la de ese monstruo de las cien mil cabezas, que es el mayor número.

Hoy no quedan muchos más partidarios de la moral kantiana que de la utilitaria. Se ha probado que, en la práctica, el Imperativo Categórico no nos sirve de guía en un apuro. Al decirnos que debemos obrar de tal manera que la máxima de nuestra acción pueda convertirse en ley universal de naturaleza, no nos decimos realmente nada, como no sepamos lo que es el bien y que debemos hacerlo. El voluptuoso quiere que se difundan sus placeres y vicios entre todos los hombres. El borracho pasa fácilmente de ese deseo a la propaganda activa. Lo mismo el morfinómano. No tiene sentido el Imperativo Categórico sino cuando se identifica la ley universal con la voluntad de Dios. Si Dios desaparece, si se nos borra una intuición previa del bien, somos niños perdidos en el bosque. Los filósofos advirtieron, casi desde el principio, que si el Imperativo Categórico se entiende como ley de nuestra naturaleza racional, es decir, como de origen subjetivo, nos sería imposible conculcarlo. Y ahora Scheler y Hartmann han caído en la cuenta de que no era necesario darle carácter subjetivo para que fuese autónomo y universal: bastaba con que fuera apriorístico. Para poder hacerlo apriorístico incurrió Kant en el error de hacerlo subjetivo, como si fuera una ley o propiedad de la razón. Pero la geometría es apriorística, sin ser subjetiva, sino objetiva. Y así es la ley moral. Precisamente porque no es subjetiva podemos cumplirla o vulnerarla, salvarnos o perdernos, como podemos equivocarnos, y nos equivocamos a menudo, al resolver un problema matemático.

La fe y la experiencia

El kantismo ha dejado de dominar las Universidades. La filosofía de los valores, que ahora prevalece, viene a ser una forma eufemística de la teología, no sólo porque el sentimiento apreciativo de los valores es la fe, según Lotze, sino porque Dios es el valor genérico del que todos los valores particulares derivan su esencia como tales valores, ya que todo valor debe inspirar amor y cuando se busca la esencia de cada amor (phila) en otro amor, ha de llegarse necesariamente a un amor primo (prooton philon), a il primo amore, como Dante lo llamaba, con pasmosa literalidad. Benjamín Kidd pudiera jactarse de que el siglo no ha sabido contestar a su cartel de desafío. Los intereses del individuo y los de la sociedad no son idénticos, no pueden conciliarse. No hay forma de construir una sociedad de tal manera que a las mujeres les convenga tener hijos y a los soldados morir por la patria, y como las sociedades necesitan absolutamente de mujeres que las den hijos y de soldados que, si es preciso, mueran por ellas, hacer falta buscar una sanción ultra-racional, ultra-utilitaria, para el necesario sacrificio de los individuos a las sociedades. Esta es una de las funciones que la religión desempeña y que sólo la religión puede desempeñar: proveer de sanciones ultra-racionales al necesario sacrificio de los individuos para la conservación de las sociedades. Y no sólo a su conservación, sino a su valor y enaltecimiento, porque toda acción generosa, toda obra algo perfecta requieren la superación del egoísmo que nos estorba para hacerla.

De otra parte, los hombres son los hombres y cambian poco en el curso de los siglos. Los de nuestro siglo XVI no eran muy distintos de los españoles de ahora. ¿Cómo una España menos poblada, menos rica, en algún sentido menos culta que la de ahora, pudo producir tantos sabios de universal renombre, tantos poetas, tantos santos, tantos generales, tantos héroes y tantos misioneros? Los hombres eran como los de ahora, pero la sociedad española estaba organizada en un sistema de persuasiones y disuasiones, que estimulaban a los hombres a ponerse en contacto con Dios, a dominar sus egoísmos y a dar de sí su rendimiento máximo. Conspiraban al mismo intento la Iglesia y el Estado, la Universidad y el teatro, las costumbres y las letras. Y el resultado último es que los españoles se sentían más libres para desarrollar sus facultades positivas a su extremo límite y menos libres para entregarse a los pecados capitales; más iguales por la común historia y protección de las leyes, y más hermanos por la conciencia de la paternidad de Dios, de la comunidad de la misma misión y de la representación de un mismo drama para todos: la tremenda posibilidad cotidiana de salvarse o perderse.

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Ahora están desencantados los españoles que habían cifrado sus ilusiones en los principios de Libertad, Igualdad y Fraternidad. Se habían figurado que florecerían con esplendidez al caer las instituciones históricas, que, a su juicio o a su prejuicio, estorbaban su desenvolvimiento. Un desencanto de la misma naturaleza se encuentra siempre que se estudia el curso de otras revoluciones. El propio Camilo Desmoulins preguntaba en sus escritos últimos a Jacques Bonhomme, personificación del pueblo francés: " ¿Sabes a dónde vas, lo que estás haciendo, para quién trabajas? ¿Estás seguro de que tus gobernantes se proponen realmente completar la obra de la libertad? " Los gobernantes de la hora se llamaban Saint Just y Robespierre...

La comparación puede ser engañosa. Es posible que aquí no nos hallemos frente a una revolución, sino ante el hecho de un Monarca que se alejó del poder y de una clases conservadoras que les dejaron irse, porque no se dieron cuenta en un principio de lo mucho que el viaje las afectaba. Esta no es del todo una revolución, pero, ¿es que ha habido alguna vez una revolución que no fuera, en esencia, la carencia o el cese de las instituciones precedentes? El hecho es que el desencanto se produce lo mismo que si se tratara de una revolución sangrienta.

"¡No es eso!", exclaman graves varones moviendo la cabeza de un lado para otro. No es eso. Habían soñado con que la nación se pusiera en pie, con que se hicieran presentes las energías supuestas y dormidas. No es eso. No habían querido ver lo que enseña la experiencia de todos los pueblos: que la democracia es un sistema que no se consolida sino a fuerza de repartir entre los electores destinos y favores, hasta que produce la ruina del Estado, eso aparte de que no llega a establecerse en parte alguna sino se les engaña previamente con promesas, de imposible cumplimiento o con la calumnia sistemática de los antiguos gobernantes. ¿Qué se hizo del sueño de libertad para todas las doctrinas, para todas las asociaciones? Un privilegio para los amigos, una concesión para los enemigos, a condición de que sean buenos chicos. De la igualdad se dice sin rebozo, desde lo alto, que no se puede dar el mismo trato a los amigos que a los enemigos. La fraternidad se ha convertido en rencor insaciable y perpetuo contra todas o casi todas las clases gobernantes del régimen antiguo. Y no es eso, se dicen los que habían esperado otra cosa. Unos culpan de ello a la maldad de los gobernantes; otros, a la de los gobernados. "¡Hablar a esta tropa de juricidad!" Pero los hombres son los hombres. Ni tan buenos como antes se los figuraban,; ni tan malos como ahora se dice. Los de nuestro siglo XVI no eran mejores. Ni tampoco de una naturaleza más religiosa que los de ahora. Las condiciones eran otras. Se les inducía a vivir y a morir para la mayor gloria de Dios. Había en lo alto un poder permanente de justicia que premiaba y castigaba. Sonaban más aldabonazos en la conciencia de cada uno. Se hacía más a menudo la " toma de contacto" con Dios. El problema no consiste en mejorar a los hombres, sino en restablecer las condiciones sociales que los inducían a mejorarse. Es decir, si me perdonan la paráfrasis Alfonso Lopes Vieira, el dilecto poeta portugués:"En reespañolizar España, haciéndola europea y, a través de la selva obscura, en salvar también las almas nuestras".

Una obra incomparable

No hay en la Historia universal obra comparable a la realizada por España, porque hemos incorporado a la civilización cristiana a todas las razas que estuvieron bajo nuestra influencia. Verdad que en estos dos siglos de enajenación hemos olvidado la significación de nuestra Historia y el valor de lo que en ella hemos realizado, para creernos una raza inferior y secundaria. En el siglo XVII, en cambio, nos dábamos plena cuenta de la trascendencia de nuestra obra; no había entonces español educado que no tuviera conciencia de ser España la nueva Roma y el Israel cristiano. De ello dan testimonio estas palabras de Solórzano Pereira en su Política indiana:

"Si, según sentencia de Aristóteles, sólo el hallar o descubrir algún arte, ya liberal o mecánica, o alguna piedra, planta u otra cosa, que pueda ser de uso y servicio a los hombres, les debe granjear alabanza, ¿de qué gloria no serán dignos los que han descubierto un mundo en que se hallan y encierran tan innumerable grandezas? Y no es menos estimable el beneficio de este mismo descubrimiento habido respecto al propio mundo nuevo, sino de antes muchos mayores quilates, pues además de la luz de la fe que dimos a sus habitantes, de que luego diré, les hemos puesto en vida sociable y política, desterrando su barbarismo, trocando en humanas sus costumbres ferinas y comunicándoles tantas cosas tan provechosas y necesarias como se les han llevado de nuestro orbe, y, enseñándoles la verdadera cultura de la tierra, edificar casas, juntarse en pueblos, leer y escribir y otras muchas artes de que antes totalmente estaban ajenos."

Pero todavía hicimos más y no tan sólo España (porque aquí debo decir que su obra ha sido continuada por todos los pueblos hispánicos de América, por todos los pueblos que constituyen la Hispanidad):no sólo hemos llevado la civilización a otras razas sino algo que vale más que la misma civilización, y es la conciencia de su unidad moral con nosotros; es decir, la conciencia de la unidad moral del género humano, gracias a la cual ha sido posible que todos o casi todos los pueblos hispánicos de América hayan tenido alguna vez por gobernantes, por caudillos, por poetas, por directores, a hombres de raza de color o mestizos. Y no es esto sólo. Un brasileño eminente, el Dr. Oliveira Lima, cree que en los pueblos hispánicos se está formando una unidad de raza gracias a una fusión, en que los elementos inferiores acabarán bien pronto por desaparecer, absorbidos por el elemento superior, y así ha podido encararse con los Estados Unidos de la América del Norte para decirles:

"Cuando entre nosotros ya no haya mestizos, cuando la sangre negra o india se haya diluido en la sangre europea, que en tiempos pasados y no muy distantes, fuerza es recordarlo, recibió contingentes bereberes, númidas, tártaros y de otras procedencias, vosotros no dejaréis de conservar indefinidamente dentro de vuestras fronteras grupos de población irreductible, de color diverso y hostiles de sentimientos."

No garantizo el acierto de Oliveira Lima en esta profecía. Es posible que se produzca la unidad de las razas que hay en América; es posible también que no se produzca. Pero lo esencial y más importante es que ya se ha producido la unidad del espíritu, y esta es la obra de España en general y de sus Ordenes Religiosas particularmente; mejor dicho, la obra conjunta de España: de sus reyes, obispos, legisladores, magistrados, soldados y encomenderos, sacerdotes y seglares...;pero en la que el puesto de honor corresponde a las Ordenes Religiosas, porque desde el primer día de la Conquista aparecen los frailes en América.

Ya en 1510 nos encontramos en la Isla Española con P. Bernardo de Santo Domingo, preocupados de la tarea de recordar, desde sus primeros sermones, que en el testamento de Isabel la Católica se decía que el principal fin de la pacificación de las Indias no consistía sino en la evangelización de sus habitantes, para lo cual recomendaba ella, al Rey, su marido, D. Fernando, y a sus descendientes, que se les diera el mejor trato. También aducían la bula de Alejandro VI, en la cual, al concederse a España los dominios de las tierras de Occidente y Mediodía, se especificaba que era con la condición de instruir a los naturales en la fe y buenas costumbres. Y fue la acción constante de las Ordenes Religiosas la que redujo a los límites de justicia la misma codicia de los encomenderos y la prepotencia de los virreyes.

La piedad de estos primeros frailes dominicos fue la que suscitó la vocación en Fr. Bartolomé de Las Casas y le hizo profesar en la Orden de Santo Domingo, hasta convertirle después en el apóstol de los indios y en su defensor, con una caridad tan arrebatada, que no paraba mientes en abultar, agrandar y exagerar las crueldades inevitables a la conquista y en exagerar también las dulzuras y bondades de los indios, con lo cual nos hizo un flaco servicio a los españoles, pues fue el originador de la Leyenda Negra; pero, al mismo tiempo, el inspirador de aquella reforma de las leyes de Indias, a la cual se debe la incorporación de las razas indígenas a la civilización cristiana.

La acción de los Reyes

Ahora bien, al realizar esta función no hacían las Ordenes Religiosas sino cumplir las órdenes expresas de los Reyes. En 1534, por ejemplo, al conceder Carlos V la capitulación por las tierras del Río de la Plata a D. Pedro de Mendoza, estatuía terminantemente que Mendoza había de llevar consigo a religiosos y personas eclesiásticas, de los cuales se había de valer para todos sus avances; no había de ejecutar acción ninguna que no mereciera previamente la aprobación de estos eclesiásticos y religiosos, y cuatro o cinco veces insiste la capitulación en que solamente en el caso de que se atuviera a estas instrucciones, le concedía derecho sobre aquellas tierras; pero que, de no atenerse a ellas, no se lo concedía.

Los términos de esta capitulación de 1534 son después mantenidos y repetidos por todos los Monarcas de la Casa de Austria y los dos primeros Borbones. No concedían tampoco tierras en América como no fuera con la condición expresa y terminante de contribuir a la catequesis de los indios, tratándolos de la mejor manera posible. Y así se logró que los mismos encomenderos, no obstante su codicia de hombres expatriados y en busca de fortuna, se convirtieran realmente en misioneros, puesto que a la caída de la tarde reunían a los indios bajo la Cruz del pueblo y les adoctrinaban. Y ahí estaban las Ordenes Religiosas para obligarles a atenerse a las condiciones de los Reyes y respetar el testamento de Isabel la Católica y la Bula de Alejandro VI, que no se cansaron de recordar en sus sermones, en cuantos siglos se mantuvo la dominación española en América.

La eficacia, naturalmente, de esta acción civilizadora, dependía de la perfecta compenetración entre los dos poderes: el temporal y el espiritual; compenetración que no tiene ejemplo en la Historia y que es la originalidad característica de España ante el resto del mundo.

El militar español en América tenía conciencia de que su función esencial e importante, era primera solamente en el orden del tiempo; pero que la acción fundamental era la del misionero que catequizaba a los indios. De otra parte, el misionero sabía que el soldado y el virrey y el oidor y el alto funcionario, no perseguían otros fines que los que él mismo buscaba. Y, en su consecuencia, había una perfecta compenetración entre las dos clases de autoridades, las eclesiásticas y las civiles y las militares, como no se han dado en país alguno. El P. Astrain, en su magnífica Historia de la Compañía de Jesús, describe en pocas líneas esta compaginación de autoridades:

"Al lado de Hernán Cortés, de Pizarro, y de otros capitanes de cuentas, iba el sacerdote católico, ordinariamente religioso, para convertir al Evangelio los infieles, que el militar subyugaba a España, y cuando los bárbaros atentaban contra la vida del misionero, allí estaba el capitán español para defenderle y para escarmentar a los agresores."

Y de lo que era el fundamento de esta compenetración nos da idea un agustino, el P. Vélez, cuando hablando de Fr. Luis de León nos dice, con relación a la Inquisición:

"Para justificar y valorar adecuadamente la Inquisición española, hay que tener en cuenta, ante todo, las propiedades de su carácter nacional, especialmente la unión íntima de la Iglesia y del Estado en España durante los siglos XVI y XVII, hasta el punto de ser un estado teocrático, siendo la ortodoxia deber y ley de todo ciudadano, como cualquier prescripción civil."

Pues bien, este Estado teocrático -el más ignorante, el más supersticioso, el más inhábil y torpe, según el juicio de la Prensa revolucionaria- acaba por lograr lo que ningún otro pueblo civilizador ha conseguido, ni Inglaterra con sus hindús, ni Francia con sus árabes, ni Holanda con sus malayos en las islas de Malasia, ni los Estados Unidos con sus negros e indios aborígenes: asimilarse a su propia civilización cuantas razas de color sometió. Y es que en ningún otro país ha vuelto ha producirse una coordinación tan perfecta de los poderes religioso y temporal, y no se ha producido por una falta de una unidad religiosa, en que los Gobiernos tuvieran que inspirarse.

Estas cosas no son agua pasada, sino un ejemplo y la guía en que ha de inspirarse el porvenir. Pueblos tan laboriosos y sutiles como los de Asia y tan llenos de vida como los de Africa, no han de contentarse eternamente con su inferioridad actual. Pronto habrá que elegir entre que sean nuestros hermanos o nuestros amos, y si la Humanidad ha de llegar a constituir una sola familia, como debemos querer y desear y éste es el fin hacia el cual pudieran converger los movimientos sociales y históricos más pujantes y heterogéneos, será preciso que los Estado lleguen a realizar dentro de sí, combinando el poder religioso con el temporal, al influjo de este ideal universalista, una unidad parecida a la que alcanzó entonces España, porque sólo con esta coordenación de los poderes se podrá sacar de su miseria a los pueblos innumerables de Asia y corregir la vanidad torpe y el aislamiento de las razas nórdicas, por lo que el ejemplo clásico de España no ha de ser meramente un espectáculo de ruinas, como el de Babilonia o Nínive, sino el guión y el modelo del cual han de aprender todos los pueblos de la tierra.

El Concilio de Trento

El 26 de octubre de 1546 es, a mi juicio, el día más alto de la Historia de España en su aspecto espiritual. Fue el día en que Diego Laínez, teólogo del Papa, futuro general de los Jesuitas, -cuyos restos fueron destruidos en los incendios del 11 de mayo de 1931, como si fuéramos los españoles indignos de conservarlos- ...pronunció en su Concilio de Trento su discurso sobre la "Justificación".Ahora podemos ver que lo que realmente se debatía allí era nada menos que la unidad moral del género humano. De haber prevalecido cualquier teoría contraria, se habría producido en los países latinos una división de clases y de pueblos, análoga a la que subsiste en los países nórdicos; donde las clases sociales que se consideran superiores estiman como una especie inferior a las que están debajo y cuyos pueblos consideran a los otros y también a los latinos con absoluto desprecio, llamándonos, como nos llaman, "dagoes", palabra que vendrá tal vez de Diego, pero que actualmente es un insulto.

Cuando se estaba debatiendo en Trento sobre la "Justificación", propuso un santísimo, pero equivocado varón, Fray Jerónimo Seripando, si además de nuestra justicia no sería necesario para ser absuelto en el Tribunal de Dios, que se nos imputasen los méritos de la pasión y muerte de N. S. Jesucristo, al objeto de suplir los defectos de la justicia humana, siempre deficiente. Se sabía que Lutero había sostenido que los hombres se justifican por la fe sólo y que la fe es un libre arreglo de Dios. La Iglesia Católica había sostenido siempre que los hombres no se justifican sino por la fe y las obras. Esta es también la doctrina que se puede encontrar explícitamente manifiesta en la Epístola de Santiago el Menor, cuando dice: "¿No veis cómo por las obras es justificado el hombre y no por la fe solamente?"

Ahora bien, la doctrina propuesta por Jerónimo Seripando no satisfacía a nadie en el Concilio; pero, como se trataba de un varón excelso, de un santo y de un hombre de gran sabiduría teológica, no era fácil deshacer todos sus argumentos y razones. Esta gloria correspondió al P. Laínez, que acudió a la perplejidad del Concilio con una alegoría maravillosa:

Se le ocurrió pensar en un Rey que ofrecía una joya a aquel guerrero que venciese un torneo. Y sale el hijo del Rey y dice a uno de los que aspiran a la joya: "Tú no necesitas sino creer en mí. Yo pelearé, y si tú crees en mí con toda tu alma, yo ganaré la pelea". A otro de los concursantes el hijo del Rey le dice: "Te daré unas armas y un caballo; tú luchas, acuérdate de mí, y al termino de la pelea yo acudiré en tu auxilio". Pero al tercero de los aspirantes a la joya le dice: "¿Quieres ganar? Te voy a dar unas armas y un caballo excelentes, magníficos; pero tú tienes que pelear con toda tu alma".

La primera, naturalmente, es la doctrina del protestantismo: todo lo hacen los méritos de Cristo. La tercera la del Catolicismo: las armas son excelentes, la redención de Cristo es arma inmejorable, los Sacramentos de la Iglesia son magníficos; pero, además, hay que pelear con toda el alma; esta es la doctrina tradicional de nuestra Iglesia. La segunda: la del aspirante al premio a quien se dice que tiene que pelear, pero que no necesitará esforzarse demasiado, porque al fin vendrá un auxilio externo que le dará la victoria, al parecer honra mucho los méritos de Nuestro Señor, pero en realidad deprime lo mismo el valor de la Redención que el de la voluntad humana.

La alegoría produjo efecto tan fulminante en aquella corporación de teólogos, que la doctrina de Laínez fue aceptada por unanimidad. Su discurso es el único, ¡el único!, que figura, palabra por palabra, en el acta del Concilio. En la Iglesia de Santa María, de Trento, hay un cuadro en que aparecen los asistentes al Concilio. En el púlpito está Diego Laínez dirigiéndoles la palabra. Y después, cuando se dictó el decreto de la justificación, se celebró con gran júbilo en todos los pueblos de la Cristiandad; se le llamaba el Santo Decreto de la Justificación...

Pues bien, Laínez entonces no expresaba sino la persuasión general de los españoles. Oliveira Martíns ha dicho, comentando este Concilio, que en él se salvó el resorte fundamental de la voluntad humana, la creencia en el libre albedrío. Lo que se salvó, sobre todo, fue la unidad de la Humanidad; de haber prevalecido otra teoría de la Justificación, los hombres hubieran caído en una forma de fatalismo, que los habría lanzado indiferentemente a la opresión de los demás o al servilismo. Los no católicos se abandonaron al resorte del orgullo, que les ha servido para prevalecer algún tiempo; pero que les ha llevado últimamente (porque Dios ha querido que la experiencia se haga), a desprenderse poco a poco de lo que había en ellos de cristiano, para caer en su actual paganismo, sin saber qué destino les depara el porvenir, porque son tantas sus perplejidades que, al lado de ellas, nuestras propias angustias son nubes de verano.

Todo un pueblo en misión

Toda España es misionera en el siglo XVI. Toda ella parece llena del espíritu que expresa Santiago el Menor cuando dice al final de su epístola, que: "El que hiciera a un pecador convertirse del error de su camino salvará su alma de la muerte y cubrirá la muchedumbre de sus pecados". (V, 20.) Lo mismo los reyes, que los prelados, que los soldados, todos los españoles del siglo XVI parecen misioneros. En cambio, durante el siglo XVI y XVII no hay misioneros protestantes. Y es que no podía haberlos. Si uno cree que la Justificación se debe únicamente a los méritos de Nuestro Señor, ya poco o nada es lo que tiene que hacer el misionero; su sacrificio carece de eficacia.

La España del siglo XVI, al contrario, concibe la religión como un combate, en que la victoria depende de su esfuerzo. Santa Teresa habla como un soldado. Se imagina la religión como una fortaleza en que los teólogos y los sacerdotes son los capitanes, mientras que ella y sus monjitas de San José les ayudan con sus oraciones; y escribe versos como estos:

"Todos los que militáis

debajo de esta bandera,

ya no durmáis, ya no durmáis,

que no hay paz sobre la tierra."

Parece como que un ímpetu militar sacude a nuestra monjita de la cabeza a los pies.

La Compañía de Jesús, como las demás Ordenes, se había fundado para la mayor gloria de Dios y también para el perfeccionamiento individual. Pues, sin embargo, el paje de la Compañía, Rivadeneyra, se olvida al definir su objeto del perfeccionamiento y de todo lo demás. De lo que no se olvida es de la obra misionera, y así dice: "Supuesto que el fin de nuestra Compañía principal es reducir a los herejes y convertir a los gentiles a nuestra santísima fe". El discurso de Laínez fue pronunciado en 1546; pues ya hacía seis años, desde primeros de 1540, que San Ignacio había enviado a San Francisco a las Indias, cuando todavía no había recibido sino verbalmente la aprobación del Papa para su Compañía.

Ha de advertirse que, como dice el P. Astrain, los miembros de la Compañía de Jesús colocan a San Francisco Javier al mismo nivel que a San Ignacio, "como ponemos a San Pablo junto a San Pedro al frente de la Iglesia universal". Quiere decir con ello que lo que daba San Ignacio al enviar a San Francisco a Indias era casi su propio yo; si no iba él era porque como general de la Compañía tenía que quedar en Roma, en la sede central; pero al hombre que más quería y respetaba, le mandaba a la misionera de las Indias. ¡Tan esencial era la obra misionera para los españoles!

El propio P. Vitoria, dominico español, el maestro, directa o indirectamente, de los teólogos españoles de Trento, enemigo de la guerra como era y tan amigo de los indios, que de ninguna manera admitía que se les pudiese conquistar para obligarles a acertar la fe, dice que en caso de permitir los indios a los españoles predicar el Evangelio libremente, no había derecho a hacerles la guerra bajo ningún concepto, "tanto si reciben como si no reciben la fe"; ahora que, en caso de impedir los indios a los españoles la predicación del Evangelio, "los españoles, después de razonarlo bien, para evitar el escándalo y la brega, pueden predicarlo a pesar de los mismos, y ponerse a la obra de conversión de dicha gente, y si para esta obra es indispensable comenzar a aceptar la guerra, podrán hacerla, en lo que sea necesario, para oportunidad y seguridad en la predicación del Evangelio". Es decir, el hombre más pacífico que ha producido el mundo, el creador del derecho internacional, máximo iniciador, en último término, de todas las reformas favorables a los aborígenes que honran nuestras Leyes de Indias, legítima la misma guerra cuando no hay otro medio de abrir camino a la verdad.

Por eso puede decirse que toda España es misionera en sus dos grandes siglos, hasta con perjuicio del propio perfeccionamiento. Este descuido quizá fue nocivo; acaso hubiera convenido dedicar una parte de la energía misionera a armarnos espiritualmente, de tal suerte que pudiéramos resistir, en siglos sucesivos, la fascinación que ejercieron sobre nosotros las civilizaciones extranjeras. Pero cada día tiene su afán. Era la época en que se había comprobado la unidad física del mundo, al descubrirse las rutas marítimas de Oriente y Occidente; en Trento se había confirmado nuestra creencia en la unidad moral del género humano; todos los hombres podían salvarse, esta era la íntima convicción que nos llenaba el alma. No era la hora de pensar en nuestro propio perfeccionamiento ni en nosotros mismos; había que llevar la buena nueva a todos los rincones de la tierra.

Las misiones guaraníes

Ejemplos de lo que se puede emprender con este espíritu nos lo ofrece la Compañía de Jesús en las misiones guaraníes. Empezaron en 1609, muriendo mártires algunos de los Padres. Los guaraníes eran tribus guerreras, indómitas; avecindadas en las márgenes de grandes ríos que suelen cambiar su cauce de año en año; vivían de la caza y de la pesca, y si hacían algún sembrado, apenas se cuidaban de cosecharlos; cuando una mujer guaraní necesitaba un poco de algodón, lo cogía de las plantas y dejaba que el resto se pudriese en ellas; ignoraban la propiedad; ignoraban también la familia monogámica; vivían en un estado de promiscuidad sexual; practicaban el canibalismo, no solamente por cólera, cuando hacían prisioneros en la guerra, sino también por gula; tenían sus cualidades: eran valientes, pero su valor les llevaba a la crueldad; eran generosos, pero una generosidad sin previsión; querían a sus hijos, pero este cariño les hacía permitirles toda clase de excesos sin reprenderlos nunca... Allí entraron los jesuitas sin ayuda militar, aunque en misión de los reyes, que habían ya trazado el cuadro jurídico a que tenía que ajustarse la obra misionera.

Nunca hombres blancos habían cruzado anteriormente la inmensidad de la selva paraguaya y cuenta el P. Hernández, que al navegar en canoa por aquellos ríos, en aquellas enormes soledades, más de una vez tañían la flauta para encontrar ánimos con que proseguir su tarea llena de tantos peligros y de tantas privaciones. Y los indios les seguían, escuchándoles, desde las orillas. Pero había algo en los guaraníes capaz de hacerles comprender que aquellos Padres estaban sufriendo penalidades, se sacrificaban por ellos, habían abandonado su patria y su familia y todas las esperanzas de la vida terrena, sencillamente para realizar su obra de bondad, y poco a poco se fue trabando una relación de cariño recíproco entre los doctrineros y los adoctrinados.

El caso es que a mediados del siglo XVIII aquellos pobres guaraníes habían llegado a conocer y gozar la propiedad, vivían en casas tan limpias y espaciosas como las de cualquier otro pueblo de América; tenían templos magníficos, amaban a sus jesuitas tan profundamente, que no aceptaban un castigo de ellos sin besarles la mano arrodillados, y darles las gracias; acudieron animosos a la defensa del imperio español contra las invasiones e irrupciones paulistas, del Brasil; contribuyeron con su trabajo y esfuerzo en la erección de los principales monumentos de Buenos Aires, entre otros la misma Catedral actual... Y solamente por la mentira, hija del odio, fue posible que abandonaran a los Padres.

Ello fue cuando aquella Internacional Patricia, de que ha hablado mi llorado amigo D. Ramón de Basterra, se apoderó de varias Cortes europeas y decidió la extinción de la Compañía de Jesús, como primer paso para aplastar "la infame". Esta Internacional Patricia envió a Buenos Aires a un gobernador llamado Francisco Bucareli, totalmente identificado con sus principios. Bucareli temió que los indios impidieran que los jesuitas se marcharan el día de aplicar la orden de expulsión de la Compañía, que ya llevaba consigo, y para poder ejecutarla sin tropiezo tuvo la ocurrencia de hacer que los mismos Padres Jesuitas le enviaran inocentemente a Buenos Aires varios caciques y cacicas, y lo primero que hizo con ellos fue vestirlos con los trajes de los hidalgos del siglo XVIII, bastante historiados en aquel tiempo, lo mismo en España que en París, y decirles que ellos eran tan grandes señores como él mismo, y los demás gobernadores y los obispos, los sentó en su mesa, les hizo oír con él misa en la Catedral, les convenció de que no debían dejarse gobernar por los jesuitas. Y de esta manera consiguió que aquellos pobres incautos indios perdieran el respeto y el cariño que habían tenido a los Padres. Por otra parte, las precauciones de Bucareli eran inútiles, porque los jesuitas aceptaron la orden de salir de los dominios españoles con la impavidez, con la resignación, con la fuerza de voluntad que ha caracterizado a la Orden en todo tiempo. El lenguaje que empleó Bucareli con los indios, era el mismo, en el fondo, con que la serpiente indujo a Eva a comer de la fruta del árbol prohibido: "Eritis sicut dii" :Seréis como dioses. Si abandonáis a los Padres Jesuitas, seréis iguales a ellos o más grandes aún.

Durante algunos años, en efecto, como a los Jesuitas sucedieron los Franciscanos, no menos heroicos que ellos, las Doctrinas continuaron, aunque, naturalmente, no tan bien como antes, porque los nuevos Padres eran primerizos en aquellos territorios y no conocían a sus indios; pero después faltó también a los Franciscanos la protección de las autoridades nuestras, contaminadas de furor masónico. El resultado es que al cabo de treinta años, las doctrinas desaparecieron, los indios volvieron al bosque, los templos construidos se cayeron, las casas de los indígenas se vinieron abajo y el número de aquellas pobres gentes disminuyó rápidamente, porque se vieron obligadas a luchar inermes contra la feroz Naturaleza, que acabó por consumirlos. Tal es el fruto de las palabras del diablo para los que las creen.

Filipinas y el Oriente

Más suerte tuvieron los misioneros españoles en las Filipinas. Allí fue posible que continuara la obra de las Ordenes Religiosas todo el siglo XVII y hasta el término del siglo XIX. Es penoso, en parte, recordarlo, porque nosotros, los hombres de mi tiempo, llegamos a la mayoría de edad cuando acontecieron aquellas malandanzas de las sublevaciones coloniales. Nos familiarizamos y simpatizamos con aquella figura heroica del pobre Rizal que, arrepentido, decía pocas horas antes de ser fusilado: "Es la soberbia, Padre, la que me ha conducido a este trance". Rizal era un artista bastante completo: poeta, novelista, pintor, escultor y, también, músico. Pensador no lo era. De haberlo sido se habría preguntado de dónde había venido a su espíritu la justificación de su deseo y pretensión de que su país, Filipinas, figuraba en el concierto de las naciones libres y soberanas de la tierra, y de que su raza, la tagala, fuera también una de las razas gobernantes.

Hace poco, Aguinaldo, que peleó por las ideas de Rizal, empezó a revelar el secreto, cuando escribió al solemnizar en Manila el "Día de España", el 25 de julio, festividad de Santiago Apóstol, de 1924 en el periódico "La Defensa", de Manila, periódico de los españoles, que España había dado a los filipinos todas sus propias esencias espirituales, y después de recordar que en su juventud había peleado con el general Primo de Rivera, también joven, terminaba diciendo: "¡España! ¡España! ¡Querida madre de Filipinas!..."

En realidad, si Diego Laínez no hubiera hecho triunfar en Trento la tesis que afirma la capacidad de los hombres para obrar bien, y si no existiera un dogma que nos dice que todo el género humano proviene de Adán y Eva, no habría el menor derecho para creer que los tagalos pudiera ser un pueblo gobernante como los demás pueblos de la tierra. Entre las gentes de Oriente y las gentes de Occidente, entre los asiáticos y los europeos (si vamos al terreno puramente natural y científico), hay una especie de antipatía habitual. El japonés es un hombre que sierra al recoger la herramienta; nosotros, serramos cuando la empujamos. El japonés pega su golpe al retirar el sable; nosotros cuando lo adelantamos. Si nosotros herimos a un japonés en lo profundo de su amor propio, sonríe como si le hubiéramos dicho un cumplimiento. Un cuento inglés de niños dice que un gato sentenció gravemente su opinión sobre los perros con las siguientes palabras: "Entre los perros y nosotros no cabe inteligencia. Cuando un perro gruñe, es que está enfadado; cuando el perro mueve el rabo, es porque está contento; pero nosotros, los gatos, cuando gruñimos es porque estamos contentos, y cuando movemos el rabo, por el contrario, estamos enfadados". ¡Insuperable diferencia!

Y es que si se suprimen los dogmas de la Religión Católica, si se acaba con la creencia de que todos descendemos de Adán y Eva, y si se borra la idea de la posibilidad de que todos los hombres se salven, porque la Providencia ha dispensado una gracia suficiente, de un modo próximo o remoto, para su salud, no quedará razón alguna para que las distintas razas puedan creerse dotadas de los mismos derechos, para que los tagalos no sean nuestros esclavos, para que los hombres no nos odiemos como perros y gatos. La fraternidad de los hombres sólo puede fundarse en la paternidad de Dios.

La civilización filipina es obra de nuestras Ordenes Religiosas, muy especialmente de la de Santo Domingo, y de su magnífica Universidad de Santo Tomás, de Manila, con sus 350 profesores, sus 3.500 alumnos, sus siete u ocho Facultades, en las que ha puesto su mejor espíritu y sus mejores maestros. Gracias a esta obra de cultura superior, ha sido imposible que los norteamericanos pudieran tratar a los filipinos como los holandeses a los malayos, o los ingleses a los hindús, o los franceses a los árabes o a los moros. Los norteamericanos se han encontrado con un pueblo que, penetrado de la idea católica, quiere su justicia y su derecho, y que del pensamiento de que un hombre puede salvarse, deduce que le es posible el mejoramiento en esta vida, por lo que también podrá equivocarse, rectificarse, progresar y convertirse en una de las razas gobernantes de la tierra. Y como los norteamericanos se resistirán a admitir esta idea, en tanto que domine entre ellos la de una gracia o justificación especial, en que se basa la creencia de la superioridad de unas razas sobre otras, y como mientras los filipinos se hayen protegidos por la bandera de la Unión, no pueden cerrarles las puertas de California, ni evitar que sus estudiantes se conviertan frecuentemente en los alumnos mejores de las Universidades del Oeste -cosa que repugna a los norteamericanos, pero que nunca nos repugnó a nosotros, los españoles católicos- parece que prefieren concederles la independencia, para no verse obligados a codearse con ellos.

El fin de las misiones

Pensad, en cambio, cuán diversa ha sido la suerte de la India. En la India predicó San Francisco Javier e hizo muchos miles de católicos. El propio santo ha referido la forma maravillosa en que aprendía los idiomas indígenas, hasta poder traducir a ellos los Mandamientos y oraciones principales, y cómo, campanilla en mano, iba convocando gentes en los pueblos y les hacía aprenderse de memoria los Mandamientos y después rezar las oraciones, para que Dios les ayudase a cumplirlos, y así efectuó por la India y la China y el Japón una obra incomparable de catequesis. Pero en la India faltó a la obra misionera el apoyo de un Gobierno como el español. La obra del Gobierno inglés tuvo un carácter mercantil y liberal: carreteras, ferrocarriles, bancos, orden público, sanidad, escuelas. El liberalismo prohibe a los ingleses mezclarse en la religión, ideas y costumbres de los hindús. Ello parece cosa muy bonita y aun excelsa; pero es en realidad muy cómoda y egoísta. El estado actual de la India, Gandhi lo ha descrito con un episodio de su vida. Gandhi estaba casado cuando tenía once años de edad y comenzaba sus estudios de segunda enseñanza. Gracias a estos estudios y a que tenía que pasar muchas horas del día separado de su mujer, no envejeció prematuramente, hasta inutilizarse, como le ocurrió a un hermano suyo, en análogas circunstancias. Toda la India o la mayoría de su pueblo, está envejecida y debilitada por abusos sexuales. Muchos niños se casan a la edad de cinco, seis u ocho años, y por eso 20.000 ingleses pueden dominar a 350.000.000 de indios. Están depauperados por su salacidad y porque no se les dice, con energía suficiente, que pueden corregirse y salvarse, como se les ha dicho a los filipinos, que en buena medida han conseguido vencer las tentaciones de su clima enervante.

Ese es el resultado del sistema británico. Comparad la India con las Filipinas y ahí está, en elocuente contraste, la diferencia entre nuestro método, que postula que los demás pueblos pueden y deben ser como nosotros; y el inglés de libertad, que a primera vista parece generoso, pero que, en realidad, se funda en el absoluto desprecio del pueblo dominador al dominado, ya que lo abandona a su salacidad y propensiones naturales, suponiendo que de ninguna manera podrá corregirse.

Ahora nos explicamos el orgullo con que Solórzano Pereira habla en el siglo XVII de la acción misionera de España, así como la persuasión de sus compatriotas, que veían en España la nueva Roma o el Israel moderno. Claro que Solórzano sustentó una tesis que la Santa Sede hizo perfectamente en no aceptar. En vista de que los españoles habíamos realizado esa magnífica obra misionera, Solórzano proclamaba nuestro Vice-vicariato, y en aquellos momentos, en efecto, no cabe duda de que España ejercía algo muy parecido al Vice-vicariato en el mundo. Lo que no podía imaginarse Solórzano era que ciento cincuenta años después, España estuviera gobernada, como lo estuvo en tiempos de Carlos III, por ministros masones, que iban a deshacer nuestra obra misionera.

Entonces empezó también a propagarse una teoría que ha destruido el prestigio de las misiones en los dos siglos últimos; la de que los hombres salvajes son superiores a los civilizados. Todo el ideario rusoniano, que ha hecho prevalecer la democracia y el sufragio universal, se funda precisamente en esta creencia de que el salvaje es superior al civilizado, de que el hombre natural es superior al que Rousseau creía deformado por las instituciones de la vida civilizada. De ello se dedujo que no hace falta que pasen los hombres por las Universidades para que sepan gobernar, que el juicio de cualquier analfabeto vale tanto como el del mejor cameralista, y que para gobernar no son necesarias las disciplinas que van formando el espíritu político y la capacidad administrativa de los hombres. Naturalmente, si los salvajes son superiores a los civilizados, ya no hacen falta nuestras misiones, sino las suyas, en todo caso, para que vengan a hacernos salvajes a nosotros. De ahí vino el decaimiento del espíritu misionero, que duró algún tiempo; pero al mostrarnos la realidad que numerosas tribus son antropófagas, que no conocen ninguna clase de vida honesta, que son mentirosas y ladronas, y que necesitan ser civilizadas para conducirse de un modo que podamos calificar de humano, aunque estén, de otra parte, familiarizadas con todos los vicios sexuales y con el uso de narcóticos, que solemos creer propios de pueblos decadentes, se ha vuelto poco a poco, a reconocer la necesidad de resucitar el espíritu misionero en el mundo.

En España, en parte, por la obra del P. Gil, en Oña, y por la del P. Sagarminaga, al fundar en Vitoria la cátedra de métodos modernos misioneros, indudablemente se ha rehecho la eficacia catequista y en estos cuarenta años han vuelto a hacerse cosas grandes en tierras de Ultramar por nuestras Ordenes Religiosas. Y hoy podemos enorgullecernos de que en alguna región española, como Navarra, el número de vocaciones misioneras es tan grande como en el siglo XVI.

La vuelta de las misiones

No ha de olvidarse la obra que se realiza por los misioneros españoles en el Extremo Oriente. Han salvado la vida de millares de niñas, cuyo infanticidio es en China muy frecuente. Las misiones recogen las criaturitas, evitando que sus padres las maten, y las alimentan y educan. Lo que es la vida de los misioneros nos lo pintará el hecho de que los Agustinos tienen en la provincia de Hunán, más grande que España, a 24 Padres, cuya subsistencia y sostenimiento de casas, escuelas, templos, etc., importa medio millón de pesetas anuales, que les remiten sus compañeros españoles, de los que éstos ahorran de su trabajo docente en sus Institutos y Centros de enseñanza. Estos misioneros viven en el corazón de la China, en la mayor soledad, y actualmente con el temor de que una invasión comunista o una agresión bolchevique les queme la Misión o la Iglesia, pero con la esperanza puesta en que hay, en torno suyo, hombres que les quieren, a quienes han adoctrinado, a cuyos espíritus han llevado la fe y la caridad. Esta es también la vida de nuestros dominicos, franciscanos y jesuitas en aquellos países. En las fuentes del Amazonas hay también misioneros españoles, soportando temperaturas atroces y una atmósfera saturada de humedad, donde todas las cosas se derriten si les es posible, víctimas de las fiebres, pero perseverantes en su empeño, como la obra de los franciscanos en Africa, comenzada en los tiempos de Raimundo Lulio, y que tantos cientos de vidas nos cuesta, por el fanatismo y crueldad de los mahometanos. Pero la sangre de los mártires va quebrantando la resistencia de los islamitas al Cristianismo, y hoy es más fácil la predicación que hace cien años, y hace cien años menos peligrosa que hace doscientos...

Pero lo que necesitarían los misioneros, para la mayor fecundidad de sus esfuerzos, es que se produjera, en los países donde laboran, algo parecido a la conversión de Constantino, o mejor aún, la cristianización del Estado. Porque les falta la ayuda que, en las tierras conquistadas por la Monarquía Católica de España, recibían del poderío, el ejemplo y la enseñanza de las autoridades seculares, siguen siendo infieles las grandes masas del Asia y del Africa.

Ahora está el mundo revuelto. Acabo de leer un libro de un autor japonés, el Dr. Nitobe, que termina con la profecía de que al final de todas las guerras y revoluciones del Extremo Oriente se alzará la Cruz sobre el horizonte. Pero hay también quien cree que no será una Cruz lo que se alce, sino la hoz y el martillo. Esta es, a mi modo de ver, la alternativa. Las soluciones intermedias son cada vez menos probables. O la Cruz, de una parte, diciendo a los hombres que deben mejorar y que pueden hacerlo, y situando delante de sus ojos un ideal infinito, o la hoz y el martillo, asegurándonos que somos animales, que debemos atenernos a una interpretación puramente material de la Historia, que tripas llevan pies, que no hay espíritu, que el altar es una superstición y que debemos contentarnos con comer, reproducirnos y morir. Los que me lean ya sé que habrán tomado su partido. Lo grave es que queden tantas gentes en España que crean de buena fe que los religiosos estaban pagados por los Gobiernos monárquicos, que cada uno de ellos recibía un sueldo del Estado, que son los enemigos de la cultura y de la sociedad. Esto, a mi juicio, quiere decir sólo una cosa, y es que hay que dedicar buena parte de nuestra energía misionera a reconquistar nuestro pueblo. De otra parte, no me cabe duda de que tan pronto como se efectué esta labor de reconquista -y tiene que realizarse, porque hay muchos hombres que comprendemos la necesidad de consagrar a ellas nuestras vidas- y a medida que se vaya efectuando, el alma española volverá a soñar con descubrir nuevas Américas y con llevar a todos los hombres la esperanza de que puedan salvarse, lo mismo que nosotros, lo que significa en lo humano que pueden perfeccionarse y progresar, persuadido de esta Catolicidad o universalidad es la quinta esencia de nuestra Religión Católica, su parte más fuerte y más segura o, cuando menos, la que ejerce mayor influencia sobre nuestras almas superiores.

El éxito de los aldeanos

Es curioso que la revolución actual de Cuba haya anunciado la adopción de medidas contra los comerciantes españoles. No será la primera vez que una revolución americana persiga a nuestros compatriotas. Tampoco será la última. El comercio español en América es una de las cosas más florecientes del nuevo mundo, y las revoluciones suelen ser enemigas de las instituciones que prosperan. Tampoco son afectas a las órdenes religiosas, que en América suelen estar constituidas por españoles, y que también progresan lo bastante para afilar los dientes de la envidia. Si la gobernación de los pueblos hispánicos estuviera dirigida por pensadores políticos de altura, lo que se haría es estudiar con toda diligencia el secreto de las instituciones prósperas y desentrañar sus principios, a fin de aplicarlos y adoptarlos a las otras; al ejército y a la enseñanza pública, al régimen de la propiedad territorial y al de la dirección del Estado. El lector puede estar seguro de que no hay en América instituciones de estructura más sólida que el pequeño comercio español y las congregaciones religiosas. El día en que el espíritu de conservación de nuestra América se sobreponga al instinto revolucionario, no cesarán las prensas de estampar libros que estudien uno y otras.

Entre tanto estoy cierto de que la clase más indefensa de la tierra, en punto a buena fama, la constituyen los comerciantes españoles de América. En España no se acuerdan de ellos más que sus familiares, beneficiados por sus giros. Lo que aquí suele preocuparnos, y no mucho, es el comercio español con América, que es cosa bien distinta, y que no ofrece porvenir muy seguro, porque España nunca pudo competir en los países americanos con los grandes países manufactureros, y mucho menos podrá hacerlo cuando estos pueblos se ven derrotados por la competencia japonesa, que es una de las razones de que todos tiendan actualmente a la "autarquía" o economía cerrada. De otra parte, los vinos y las frutas que España puede exportar en gran escala se producen cada día en América en mayores cantidades. Tampoco los hispanoamericanos pueden simpatizar demasiado con el patriotismo español de nuestros compatriotas establecidos en sus territorios porque preferirían que se nacionalizaran en ellos y renunciaran para siempre al sueño de acumular un pequeño capital, que les permita regresar a su patria. Y los españoles educados que emigran a América tampoco suelen ser amigos de nuestros comerciantes, porque no les perdonan que progresen más que ellos, a pesar de su mayor cultura, y esta es una de las maravillas que nadie suele explicarse satisfactoriamente, a pesar de que no hay cosa más fácil de entender.

Es hecho sorprendente que en América prosperen más, salvo excepciones, los españoles procedentes de aldeas que los que van al nuevo mundo de nuestras ciudades, y más los menos educados que los cultos.

En parte se acierta cuando ello se atribuye a que los campesinos están acostumbrados a mayores privaciones y soportan mejor la vida de trabajo y de ahorro, indispensable en los primeros años, como base de posible prosperidad ulterior. Digo en parte, porque una buena educación debe enseñar, sobre todo, a sufrir, como la enseñaba la de nuestros hidalgos del siglo XVI, con sus diez o doce horas diarias de latín en los primeros años, a las que seguían otras tantas de ejercicio con las armas, en los años de juventud. Entonces no era frecuente que los palurdos prosperasen más que los hidalgos, ni que realizaran más proezas que éstos. Al contrario, la epopeya española en América es obra casi exclusiva de los hidalgos y de los misioneros, que eran también hombres educados. Sólo que la educación de aquel tiempo era buena. Se inspiraba en los mismos principios, por los cuales se alaba generalmente en Alemania la influencia del antiguo servicio militar obligatorio para endurecimiento de los cuerpos y disciplina de las almas, y como preparatorio para la lucha por la vida. La educación actual, en cambio, es radicalmente mala, porque no enseña a sufrir, sino a gozar. La ventaja que tienen nuestros emigrantes campesinos sobre los urbanos y educados, consiste principalmente en no haberla recibido. El indiano Quirós, de la "Sinfonía Pastoral", de Palacio Valdés, se encuentra con que su hija, criada en medio de todos los lujos, es tan endeble, que puede enfermar de tisis cualquier día. La medicina que necesita y que la cura es la pobreza y el trabajo. Tan extraño remedio no se le había ocurrido jamás a su buen padre. Era, sin embargo, el mismo sistema educativo que él había recibido en su aldea y al que debió en América el éxito y la fortuna.

Pero además ocurre que aquellas provincias que dan el mayor contingente emigratorio: Galicia, Asturias, la Montaña, las Vascongadas, León, Burgos y Soria, no son países sin cultura. No lo serían aunque no se cuidaran, como lo hacen, de la enseñanza popular, ni aunque fueran totalmente analfabetos, porque la Iglesia, las costumbres y el refranero popular se bastarían para mantener un tipo de civilización muy superior al que producen, por punto general, las escuelas laicas y la prensa barata.

Es curioso, al efecto, que España no fue país de alta cultura sino cuando carecía de Ministerio y de presupuesto de Instrucción Pública. Pero si los hijos de las regiones y clases sociales menos afectadas por las nuevas ideas son los que se desenvuelven con más éxito en América, la razón no es solamente la negativa de ser las menos contaminadas de los falsos valores de la modernidad, sino la positiva de conservar, por eso mismo, con mayor pureza, los principios de vida de la España tradicional histórica. Mientras la educación moderna, con su carácter enciclopédico en los grados primarios y secundario y especializado en el superior, no parece proponerse otro objeto que desplegar ante los ojos admirados del alumno los productos de la cultura, con lo que no forma sino almas apocadas, que necesitarán la sopa boba del Estado para no morir de hambre, la educación antigua se empeñaba en obtener de cada hombre el rendimiento máximo. Parece que sus principios se conservaran vivos en nuestro pueblo campesino, y que por ello han organizado de tal modo sus comercios los españoles de América, que pueden esperar de cada dependiente el esfuerzo mayor y más perseverante de que es capaz.

El sistema comanditario

La perfecta compenetración de intereses y de espíritu entre el principal y sus empleados, que caracteriza al sistema comanditario del comercio español en América, y que es el secreto de su éxito, se obtiene mediante la confianza que tiene cada dependiente de que, si muestra actividad e inteligencia en su trabajo, llegará día en que se le interesará en el negocio, y otro en que su mismo principal le ayudará a establecerse por su cuenta, con lo cual le será posible el ascenso a una clase social superior a la suya. El que empieza barriendo una tienda a los trece o catorce años de edad, puede concebir la esperanza de ser dependiente de mostrador antes de los veinte, y habilitado antes de los treinta, y socio industrial antes de los cuarenta, y patrono algo después. En el fondo no se trata sino de la aplicación al comercio del antiguo sistema gremial, con su jerarquía de aprendices, oficiales y maestros, en la que sólo llegaba a la suprema dignidad de su arte quien hubiera producido una obra maestra, sin la cual no se le permitía dar trabajo a otros hombres o desempeñar cargo alguno en el gremio o cofradía de su oficio. Pero entonces se le abrían las dignidades de la ciudad. Si el albañil o carpintero, podía encargarse de la construcción de alguna abadía o catedral, y aún llegar a ser miembro de la real casa, en calidad de maestro de obras del Rey, era porque la Edad Media, que fue una edad cristiana, fundaba sus instituciones en la necesidad que tiene el hombre de que no se le muera la esperanza, virtud que no subsiste tampoco sin la base de la fe y sin el remate de la caridad, pero que se alimentaba con la persuasión de que mejoraría la posición de cada operario, según las excelencias de sus obras, lo que explica, de otra parte, que fueran tan maravillosos los edificios de aquella época.

En el fondo, el principio que anima al comercio español en América es el mismo que constituía la quinta esencia de nuestro Siglo de Oro: la firme creencia en la posibilidad de salvación de todos los hombres de la tierra. Se trata de proveer a cada uno de la coyuntura que le permitan alzar su posición en el mundo. Con ello no se dice que habrán de aprovecharla todos, porque muchos son los llamados y pocos los elegidos. Lo que se hace es aplicar a las cosas de tejas abajo la parábola del padre Diego Laínez en el Concilio de Trento. Se concede a cuantos aspiran a vencer el torneo un caballo magnífico y armas excelentes, ya que la gracia de Dios es asequible a todos, pero después se espera que cada candidato luchará desesperadamente por el triunfo. También ha de poner toda su alma el dependiente que aspire a ganarse la confianza de su principal. Ha de cifrar sus ilusiones en la prosperidad del negocio. Pero cuenta con la esperanza firme de mejorar de posición, al cabo de su largo esfuerzo, y el español de alma previsora prefiere optar a un premio que valga la pena, aunque solo lo obtenga después de muchos años, con lo que sacrifica el día de hoy al de mañana, que ocuparse en uno de esos grandes comercios extranjeros de América, donde probablemente se le pagará mejor con menos trabajo, pero donde no tiene la menor esperanza de que se le llegue a interesar en el negocio, por lo que renuncia a sacrificar el porvenir al día de hoy.

Con el señuelo del ascenso futuro de cada empleado, logra el comercio español de América la perfecta identificación del principal y los dependientes, que es lo que le permite afrontar con buen ánimo la concurrencia de otros comerciantes y los malos tiempos. Es un comercio que carece de capitales iniciales propios y que trabaja a crédito y, sin embargo, prospera y se difunde, hasta en competencia con el de los chinos, que viven con nada, y con el de los sirios, descendientes de los fenicios de Sidón y Tiro y aptos como ellos para el tráfico. En el Centro de Almaceneros, de Buenos Aires, hube de preguntar si prosperaban los españoles en el comercio de comestibles al por menor, que es lo que se llaman "almacenes" en la Argentina, y me encontré con la sorpresa de que hace cincuenta años dominaban el ramo los italianos en la capital, pero que habían tenido que ceder el puesto a los españoles. Y es que los italianos no han podido lograr identificar los intereses de los principales con los de los dependientes, porque no aciertan a desprenderse de sus comercios, en beneficio de sus empleados, tan fácilmente como los españoles, sino que los suelen conservar hasta última hora, y entonces son sus hijos los que los heredan.

En los pequeños comercios españoles vive el principal con sus dependientes en una relación de intimidad que no es obstáculo para que se mantengan escrupulosamente los respetos debidos a la jerarquía y a la edad. En los malos tiempos se reducen y encogen los gastos. En el campo de Cuba el principal y sus dependientes suelen tender el catre en el mostrador y vivir en la tienda, comen juntos, trabajan todos dieciocho horas al día y ello todo el año, domingos inclusive, porque la molienda no suele interrumpirse en los ingenios ni en los días festivos, y apenas si tienen ocasión de visitar la villa una o dos veces al año. Por eso cuando los americanos entraron en Cuba a raíz de la guerra de 1898 e intentaron abrir toda clase de establecimientos, no tardaron en batirse en retirada ante la competencia del comercio español, que se contentaba con menores beneficios y conocía mejor a sus clientes, para negarles o concederles crédito. Y es que los norteamericanos se habían enfrentado con un principio espiritual superior al suyo. Ellos lo fiaban todo al mayor capital y a la posibilidad de pagar a la dependencia con mayores salarios. El comercio español, en cambio, se basaba en principios de solidaridad y de justicia y en la virtud de la esperanza.

La actual crisis

Es verdad que al sistema comanditario del comercio español pueden oponérseles consideraciones de orden familiar, que le han creado muchos enemigos en los países de América. El español cree justo que la tienda pase al dependiente que más se ha interesado en su prosperidad, con lo cual es posible que se perjudiquen los hijos del principal. En muchos casos no hay tal perjuicio, porque esos hijos suelen preferir las carreras liberales al comercio y son pocos los padres que se deciden a hacer sufrir a sus hijos los trabajos y penalidades que implica la profesión de tendero en sus grados inferiores. De otra parte, hay que considerar que los dependientes no se hubieran sacrificado tantos años por la tienda, pudiendo acaso ganar mejores sueldos en otra ocupación, sino con la mira de que no se les defraude en su esperanza de llegar algún día a habilitados y socios industriales. En todo caso, el orgullo de los comerciantes españoles de América consiste en facilitar el avance de sus antiguos dependientes y entre las colectividades españolas alcanza mayor fama el que ha dado medio de establecerse por su cuenta al mayor número de dependientes. Hay casos de hombres que, por haber pasado del comercio al detalle al comercio al por mayor y haber vivido tiempos prósperos, han podido establecer a veinte y aun a treinta dependientes antiguos, y estos próceres gozan en nuestras colectividades de una aureola que envidiarían nuestros grandes de España.

En cierto modo es explicable que los Gobiernos criollos procuren evitar este desarrollo del comercio español con toda clase de medidas, como el cierre dominical de los comercios, la imposición de horas de descanso para la dependencia y aún la obligación a los patronos de emplear a dependientes del país, por lo menos en cierta proporción. Hay países de América donde la pobreza ha resuelto el problema, porque los principales se ven obligados a emplear a sus hijos en la tienda casi desde su infancia, con lo que los comercios pasan, naturalmente, a manos suyas. El problema no surge sino donde la prosperidad es suficiente para evitar a los hijos los trabajos más duros, y no sería justo privar de su recompensa al dependiente que apechuga con ellos. Los antiguos gremios solían resolverlo con los años de aprendizaje, en que el hijo del maestro salía a correr tierras, y a aprender el oficio bajo la disciplina de otros maestros; años de correrías y de amores, los "Wanderjahre", que cantan todavía los poetas de Alemania. Es posible que toda la América española se empobrezca a tal punto, que desaparezca la cuestión. Pero con ello no perderá su validez el principio en que se inspiran nuestros comerciantes. Las almas bajas rinden su mayor esfuerzo por un estímulo inmediato, pero las almas superiores prefieren sacrificar el presente al porvenir. Todas las instituciones deberían organizarse de tal modo, que las dignidades supremas correspondieran a los sacrificios más perseverantes, para que todos los hombres puedan esperar que, si se esfuerzan por lograrlo, les aguarde, como premio de sus trabajos, una vejez honrosa y respetada. Y no es pequeña maravilla esta de que, en pleno siglo XX, el principio central de la Hispanidad: la fe en el hombre, la confianza en que pueda salvarse, si se esfuerza con energía y perseverancia en ello, actúe con el mismo éxito entre la prosaica economía del comercio americano, que entre los graves teólogos del Concilio de Trento.

Las dos Américas

André Siegfried, en su obra sobre "Los Estados Unidos de hoy", ha pintado de un trazo los esfuerzos de la gran República norteamericana durante la posguerra definiéndolos como "la reacción activa del elemento viejo-americano contra la insidiosa conquista del elemento de sangre extranjera". El pueblo norteamericano se siente internamente en peligro y "procura su salud buscando su fortaleza en las fuentes mismas de su vitalidad". Amenazado en lo físico -porque las estadísticas le dicen que el antiguo elemento anglosajón no sólo disminuye relativamente a otros, sino de un modo absoluto, por la gran proporción que no se casa, más un 13 por 100 de matrimonios estériles y un 18 que no tienen más que un hijo-, hasta hace poco tiempo podía consolarse con la esperanza de asimilar a sus ideas a las multitudes inmigrantes. Esa esperanza se ha desvanecido. Los norteamericanos han llegado a la conclusión de que no pueden inculcar su manera de ser sino entre los europeos nórdicos de religión protestante: ingleses, escoceses, escandinavos, holandeses y alemanes. Y como los nórdicos católicos, irlandeses o canadienses, los europeos mediterránicos, los españoles e hispanoamericanos, los eslavos y los judíos se resisten a dejarse asimilar, los norteamericanos, con las nuevas leyes de inmigración, les han cerrado el acceso a su país, a pesar de que, ya en los comienzos del siglo XVI, el padre Vitoria consideraba atentatorio al derecho de gentes prohibir a los extranjeros viajar por un territorio o habitarlo permanentemente.

El viejo-americano está contento consigo mismo; lo estaba, cuando menos, antes de la crisis que empezó en octubre de 1929. Se cree seguro del éxito, de la victoria, de la libertad, de su sabiduría política, de su capacidad industrial. Se halla convencido de que lo mejor que puede suceder a los pueblos inmigrantes es dejarse dirigir por el antiguo elemento puritano de América. Por eso creyó antes que con un régimen de libertad y de igualdad se los asimilaría sin esfuerzo. Pero puesto que no es así, hay que mantener a toda costa "los derechos casi ilimitados del cuerpo social, en su defensa contra los elementos extranjeros o los fermentos de disolución que amenazan su integridad". El norteamericano no quiere mestizajes. Gracias a su política de desdén y exclusión respecto de los negros, se jacta de que su patria no llegará a ser en lo futuro "un segundo Brasil". El ideal sería que prevaleciese eternamente "el puritano de tradición inglesa, satisfecho y seguro de sus excelentes relaciones con Dios". Con ello no dice M. Siegfried cosa nueva a los lectores informados, pero los periódicos franceses, al ver en la guerra que el Ejército norteamericano prefirió establecer sus bases en San Nazario y en Burdeos y no en los puertos del Canal de la Mancha, donde tenían las suyas los ingleses, imaginaron que ingleses y norteamericanos se detestaban. M. Siegfried hace bien en decirles que en los Estados Unidos hay una tradición no escrita, por cuya virtud "la ascendencia angloescocesa es casi necesaria para ocupar los altos cargos"; lo aristocrático, en la América del Norte, es lo de origen angloescocés, y la razón de que los Estados Unidos entraran en la guerra "fue el mantenimiento de la hegemonía anglosajona, común a los ingleses y norteamericanos", aunque M. Siegfried ha podido añadir que ingleses y norteamericanos se la disputan entre sí desde hace más de un siglo.

Esta es la verdadera relación de los Estados Unidos e Inglaterra: rivalidad recíproca y solidaridad profunda, en momentos de peligro, frente al resto del mundo. ¿Y no es esta una relación admirable y que debiera servir de ejemplo a los pueblos de Hispanoamérica y de España? Sólo que éste es obviamente un modelo que no podemos imitar. Ni españoles ni hispanoamericanos nos creemos superiores a los demás pueblos, ni nos lo creíamos jamás, ni siquiera cuando teníamos la certidumbre de estar librando "las batallas de Dios", porque una cosa es creer en la excelencia de nuestra causa y otra distinta envanecerse de la propia excelencia. Nunca pensamos que Dios hubiera venido al mundo para nosotros solos, sino que peleamos precisamente por la creencia, vieja como la Iglesia, pero olvidada, desconocida o negada por las sectas, de que Dios quiso que todos los hombres fuesen salvos. Y aunque también los españoles y todos los pueblos hispánicos supimos enorgullecernos de ser campeones y defensores del Catolicismo, no por ello nos imaginamos nunca que éramos, "por decirlo así", como escribe Menéndez y Pelayo en su estudio sobre Calderón: "el pueblo elegido por Dios, llamado por El para ser brazo y espada suya, como lo fue el pueblo de los judíos", sino que preferimos pensar que éramos nosotros los que, de propia iniciativa, habíamos elegido la defensa de la causa de Dios. En el primer caso, de habernos sentido ser pueblo elegido, habría reinado entre los pueblos hispánicos la misma rivalidad y solidaridad que entre los anglosajones: rivalidad, por mostrar que era cada uno de nosotros el más elegido entre los elegidos, y solidaridad, frente al tumulto de los demás pueblos no favorecidos. Pero lo que nosotros sentimos no fue la superioridad de seres escogidos, sino la de la causa que habíamos abrazado, y era lógico que al desengañarnos o resfriarnos o fatigarnos de la común empresa, cada uno de nuestros pueblos se fuera por su lado.

Es posible que a ello haya contribuido la dispersión geográfica de los pueblos hispánicos y que hubieran conservado mayor unidad espiritual, tanto entre sí como con la metrópoli, de haber formado un todo continuo, como el de los Estados Unidos, pero si las condiciones geográficas pueden ser obstáculo para las relaciones económicas, no lo son para la comunidad de la fe. Aquí hay que afirmar en absoluto la primacía de lo espiritual. El Imperio hispánico se sostuvo más de dos siglos después de haber perdido Felipe II, en 1588, el dominio del mar, que en lo material lo aseguraba, y se hubiera sostenido indefinidamente -aun después de llegadas a su mayoría de edad las naciones americanas y afirmada su independencia como Estados, si se juzgaba conveniente- de haber conservado el ideal común que las unía entre sí y con España. Porque es muy probable que la solidaridad racial que une a los ingleses, a sus colonos y a los norteamericanos no logre mantenerse sino en tiempos de bonanza, que parecen justificar la creencia en la propia superioridad. La solidaridad en el ideal resiste, en cambio, a la derrota, y por ello pudo soportar, sin quebrantarse, el Imperio español las paces de Westphalia y de los Pirineos, de Lisboa y de Aquisgrán, y todas las otras que fueron señalando el declive de España en Europa. En la guerra de sucesión, durante los quince años primeros del siglo XVIII, se halló España invadida por tropas extranjeras, sin que nadie, en América o en Filipinas, pensara en sublevarse. Pero perdimos la unidad de la fe en el curso del siglo enciclopédico. Los mismos funcionarios españoles lo pregonaron en los países hispanoamericanos, con lo que se la hicieron perder a ellos. Y entonces, a la primera crisis grave, cada uno de nuestros pueblos se fue por su camino; unos a buscar inmigrantes que los europeizaran; otros, a seguir a los caudillos que les salieron de entre las patas de los caballos, según la frase de Vallenilla Lanz; otros, a soñar con la teocracia; otros, a imaginarse la restauración de los incas o de los aztecas. Y aún estamos en ello.

El desorientado siglo XIX

Lo peor no fue, sin embargo, que los pueblos hispanoamericanos se fueran cada uno por su lado, sino que, apenas se sintieron independientes, se dieran a pelear consigo mismos, con tanta falta de sentido que, a las décadas de confusión y lucha, no se las encontraba otra salida que otras décadas de dictadura y de silencio; y como esta alternativa de tiranía y caos parece ser fatal a los pueblos hispánicos, los escritores políticos de la América española no han cesado de preguntarse durante un siglo si no tiene la culpa de todo ello la herencia española o la sangre india.

Es evidente, en efecto, que los pueblos de Hispano América no han sabido ajustar su vida a los patrones de Montesquieu o de Rousseau. Pero en vez de preguntarse si hay algún pueblo que lo haya conseguido y si la misma Francia debe tanto su estructura política a la revolución del siglo XVIII como a su Monarquía milenaria, numerosos publicistas hispanoamericanos han preferido cortarse las venas de su sangre española y olvidarse para la formación de su cultura hasta de que ha existido España. Excusado es decir que el ejemplo de nuestras guerras civiles del pasado siglo y la perplejidad e incertidumbre de nuestros Gobiernos ante los grandes problemas del mundo, no hacían sino echar leña al fuego del antiespañolismo. Y aunque en los últimos treinta años ha habido pensadores que, como el uruguayo Herrera o el argentino Arrayagaray, han visto claro que el culto de la revolución francesa ha sido funesto para sus compatriotas, todavía se mantiene en América la tradición antiespañola -las Universidades suelen alimentar este fuego profano- y se sigue pensando, aunque no ya por los mejores, que civilizar es desespañolizar y que la culpa de que allí no se viva más a menudo con arreglo a derecho, la tienen los españoles o los indios, o entrambos combinados.

La Historia, en cambio, nos dice que en América se vivió, durante siglos, en paz y en gracia de Dios; los mismos siglos que en España, con la diferencia de que América progresaba todo el tiempo y tan deprisa, que sus pueblos se hacían grandes y mayores, quizás antes de su hora, mientras que a la Metrópoli no la dejaban levantar cabeza las vicisitudes de la política europea. La razón de aquella prosperidad es que los pueblos hispánicos estaban unidos por un ideal común universalmente acatado, como era la empresa de civilización católica que estaban realizando con las razas indígenas, y que vivían bajo una autoridad también común y por todos respetada, como era el Rey de España. Estas fueron las dos condiciones de la prosperidad de los pueblos hispánicos: el ideal y la autoridad comunes, y la más importante de las dos fue el ideal. Ello se pudo ver en los quince años de la guerra de Sucesión. Faltó el Rey, pero los americanos y los filipinos dejaron que los españoles decidieran si había de ser Carlos de Austria o Felipe de Borbón, y siguieron obedeciendo a la idea platónica de un Rey inexistente, en cuyo nombre gobernaban los virreyes y hacían justicia las audiencias. En 1810, en cambio, no sólo faltó el Rey, sino la unidad del ideal, y los pueblos de América creyeron llegada la hora de hacer cada uno lo que le viniera en ganas. Los mismos llaneros venezolanos que primero pelearon con Boves por el Rey de España y contra Bolívar, se batieron después con el mismo ardimiento por la independencia americana a las órdenes de Páez.

Y es que la unidad del ideal se había roto. Los indios se echaron a dormir y los criollos se dijeron: "Si no hay Dios, todo es en vano. ¿Qué queda entonces? Caprichos de poder o caprichos de placer, y lo esencial no es tanto el objeto del capricho como satisfacerlo en el instante." De ahí la preferencia de la política sobre el trabajo, y de la revolución sobre la propaganda. Los varones graves protestaban. Sarmiento y Alberdi hubieran querido que los argentinos fuesen belgas o daneses. Alberdi pedía que se poblase artificialmente la Argentina de europeos del Norte, porque la inmigración del Sur: españoles, italianos, eslavos, etc., le parecía incapaz de educarse "en la libertad, en la paz y en la industria". Pero flamencos y escandinavos son pacíficos mientras viven en sus tierras estrechas, donde la subsistencia de sus poblaciones excesivas tienen por base el orden. Los holandeses trasplantados al Africa del Sur tienen muy poco de pacíficos, y los pueblos de Australia y Nueva Zelanda no son, en conjunto, superiores a los de Chile y la Argentina. Los varones graves de la América hispana se desesperaban al advertir que sus países no sentían los ideales de riqueza, cultura e higiene con la misma reverencia que la religión en otros tiempos. Pero sus pueblos, al oírles, se preguntaban: ¿Para qué?

Al morir Simón Bolívar, exclamó: "¡Los tres más grandes majaderos de la Historia hemos sido Jesucristo, Don Quijote... y yo !". Y comenta finamente Teófilo Ortega que ello demuestra que Bolívar había conseguido sus fines: "Nadie pensaba que lo que perseguía era eso. Esto no era aquello. Y aquello no llegará jamás". Bolívar se encontró con el desengaño inevitable a todo el que quiere lo relativo con el amor que se debe a lo absoluto. Ya lo dijo un francés: "¡Era tan hermosa la República en tiempos del Imperio!" Hace cuarenta años tropecé yo con un cubano a quien se le subían de pura admiración las lágrimas a los ojos cuando hablaba de los hoteles de Nueva York y de sus ascensores, y de cómo oprimiendo un botón entraba en el cuarto una criada con un vaso de agua helada y cómo tocando otro botón salía por un grifo el agua hirviendo. Y desde Madrid hemos presenciado todo un cuarto de siglo el espectáculo de un hispanoamericano de gran talento y que no creía en nada, como Gómez Carrillo, pero que diariamente doblaba la rodilla ante los placeres, las perversidades y "El alma encantadora de París". En todo el siglo XIX y en el comienzo del XX, menudearon en la Hispanidad las almas escogidas que se enamoraban de minucias, con amor digno de mejor causa, mientras pueblos enteros se echaban a dormir por falta de ideal y los próceres se enfurecían con sus compatriotas y les lanzaban venablos y centellas por no entusiasmarse con sus ideales de escuela y de despensa.

Sólo que su postrera exclamación demuestra que Bolívar, hombre de más corazón que sabiduría, no se dio cuenta clara de que Don Quijote no es un personaje de la Historia, ni de que Jesucristo no sintió, ni en la cruz, el desengaño de su ideal. Ello lo explica San Pablo cuando decía de la caridad que es paciente y benigna, no envidiosa, ni ligera, ni soberbia, ni ambiciosa, ni aprovechada, ni mal pensada, ni iracunda: "Todo lo sobrelleva, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta". El espíritu inflamado por genuinos ideales absolutos no se desencanta por que los otros hombres no sean santos. Sabe que está en el mundo para poner a los demás en el camino de su santificación, que es también el de su deificación, y sabe igualmente que para esta empresa infinita tendrá que echar mano de todos los instrumentos aprovechables: la escuela y la despensa, los caminos, la higiene y la cultura. Todo lo relativo se ordenará en la dirección de lo absoluto, todos los medios hallarán su justificación en función de los fines. Pero si falta lo absoluto, lo relativo pierde su valor. Y para los pueblos que han conocido los ideales supremos escribió Dostoievski su dilema: "O el valor absoluto o la nada absoluta", que es la razón de que los próceres de América no debieran avergonzarse de que sus indios hayan preferido la ociosidad y la miseria a la tentación de los salarios elevados, desde el día funesto en que dejaron de oír aquella voz del Evangelio que los estaba levantando, no sólo en lo moral, sino también en lo económico.

Pero de estas incertidumbres hispanoamericanas del siglo XIX tiene la culpa el escepticismo español del siglo XVIII.

La extranjerización

De los sentimientos antiespañoles de los hispanoamericanos en el siglo pasado, España misma es la originadora, cuando no la responsable. El agua de las fuentes suele venir de lejos y las inepcias de los periodistas españoles que no hace mucho tiempo califican de capciosos los gritos de ¡Viva España!, tienen también remoto origen. No sé si ello servirá de consuelo a nuestros compatriotas de América cuando se angustien por algún ataque antiespañol, pero yo lo sentí cuando me enteró Basterra, en Los Navíos de la Ilustración, de que el ambiente espiritual en que se formó Simón Bolívar fue el que habrían creado en Caracas los mismos españoles y ello porque me dije que lo que nosotros habíamos destruido: el prestigio de nuestra tradición, nosotros mismos podríamos rehacerlo, al menos si la Divina Providencia nos quiere devolver el buen sentido.

En su libro sobre Libertad y Despotismo en Hispanoamérica, Mr. Cecil Jane ha dicho que "Carlos III fue el verdadero autor de la Guerra de la Independencia", y ello porque: "Al tratar de organizar sus dominios sobre base nueva destruyó en su sistema de gobierno los caracteres mismos que habían permitido que el régimen español durase tanto tiempo en el Nuevo Mundo". Es demasiada culpa para un hombre solo. Alguna cabría a sus antecesores y a los virreyes, gobernantes, magistrados y militares, muchos de ellos masones, que España enviaba a América en el siglo XVIII, llenos de lo que se creía un espíritu nuevo. La responsabilidad fue, en suma, de la España gobernante en general, que renegaba de sí misma, en la esperanza de agradar a las naciones enemigas y sobre todo a Francia, porque, como escribía Aranda a Floridablanca en 7 de junio de 1776: "Rousseau me dice que, continuando España así, dará la ley a todas las naciones, y aunque no es ningún doctor de la Iglesia, debe tenérsele por conocedor del corazón humano, y yo estimo mucho su juicio"; cosa que no pudiéramos decir nosotros de estas apreciaciones.

Aún no se ha escrito el libro de la historia que nos cuente el proceso de nuestra extranjerización. No faltan los documentos para ello, sino el historiador: la imaginación, el vuelo filosófico, el valor de pensar por cuenta propia. Para todo ello fue Menéndez Pelayo nuestro libertador, pero aún espera continuadores de su empuje. Quizás se entienda brevemente lo que aconteció a los españoles con el ejemplo de lo que está ocurriendo en Francia. Desde que declinó el Sacro Imperio Romano Alemán, apenas se han preocupado los franceses más que de impedir que los pueblos germánicos constituyan un gran Estado nacional, temerosos de que entonces sea suyo el poderío máximo de Europa. Aún no han logrado los alemanes realizar totalmente su empeño. Aún es posible, aunque improbable, que Francia lo evite. Ahora bien; si se observa que ya en la actualidad, y desde hace bastante tiempo, Francia no respeta y admira a más nación extranjera que a Alemania; que, en el pecho de sus grandes intelectuales Francia está germanizada desde el tiempo de madame Stãel; y que sólo ahora, desde la última guerra y pocos años antes, se esfuerzan algunos franceses por desgermanizarse el alma, no sería disparatado suponer que si los alemanes acabasen por realizar su aspiración, cosa que no podría acontecer sin que Francia sufriera un gran desastre o una serie progresiva de fracasos, quedarían tan persuadidos los franceses de la superioridad de Alemania que no pensarían ya en lo sucesivo sino en imitarla y emularla.

También los españoles tuvimos a Francia bloqueada durante siglos: por el Norte, con la posesión de Flandes y de Arras; por el Este, con la del Franco-Condado; por el Sudeste, con la de Milán, y más al Sur los reyes de Aragón habían arrebatado Nápoles y Sicilia a la Casa de Anjou. D. Gabriel Maura (Carlos II y su Corte, vol.II, pág. 420) califica de "error casi secular" el de España al empeñarse en mantener, aliada de Alemania, la hegemonía en Europa. M. Bertrand, en su Historia de España, dice que aquélla fue una: "lucha por seguir siendo gran potencia europea". Y en ello hay parte de verdad, pero no peleábamos tan sólo por un ansia de hegemonía, sino por el empeño religioso de la Contrarreforma y por el anhelo de ayudar al Sacro Imperio Romano Alemán, como la espada temporal de la Iglesia. Más que el deseo de poder eran la fe y la honra quienes nos detenían en la Europa central. Y lo importante para nuestro razonamiento es que sentíamos todo el tiempo que la empresa era superior a nuestras fuerzas y que Francia consolidaba su posición frente al Imperio y frente a España, y a veces, como en los tiempos de Carlos II, frente a Confederaciones poderosas, en que entraban también Holanda, Suecia e Inglaterra.

En las décadas últimas del siglo XVII Francia tuvo que aparecerse a los ojos de nuestros gobernantes como la potencia irresistible. Nuestros ojos quedaban fascinados mirándola crecer. Carlos II y sus consejeros llegaron al convencimiento de que el Imperio español sólo podría conservarse asegurándose la amistad de Francia, y la procuraron con el testamento que otorgaba a Felipe de Anjou el cetro de las Españas. Las lises borbónicas, es decir, el sentido terrestre y positivo, habían vencido a las bicéfalas águilas austriacas: por águilas, emblema de la inmortalidad y por sus dos cabezas, Oriente y Occidente, cíngulos del orbe. Y entonces surgió el ideal de convertir España en otra Francia. Los franceses no eran contrarios. Luis XIV escribía en sus instrucciones secretas al Delfín, cuando ya ocupaba Felipe V el trono de Madrid, que no debía olvidarse nunca de que las Monarquías española y francesa se condicionaban de tal modo que no podía prosperar la una sin detrimento de la otra. Pero el auge de Francia nos hizo perder el equilibrio espiritual. Dejamos de tener lo que para un país civilizado es tan importante como el ser, a saber, la conciencia clara de nuestro ser y de su sentido. Generaciones sucesivas de españoles se fueron educando en la persuasión de que la vida verdadera era la de Francia o en todo caso la de algún otro pueblo y en la más completa ignorancia del espíritu que anima nuestra historia. Donoso Cortés cuenta que: "En la Exposición de Londres (1851) hubo días en que el número de los españoles fue allí mayor que en Madrid". Y comenta, entristecido: "Tornáronse curiosos y sin asiento los que nunca se movían sino para conquistar la tierra o visitar los países conquistados".

Durante dos siglos los escritores españoles han vivido en su patria como desterrados, leyendo todo el tiempo libros extranjeros. Y no es que busquen, como escribía "Fígaro" en La polémica literaria: "un buen original francés de donde poder robar aquellas ideas que buenamente no suelen ocurrírseme", pero sí que los de más talento estaban persuadidos de que sus compatriotas no podían decirles nada de interés. Con ello nos cerrábamos al entendimiento de lo nuestro, con lo que cegábamos de paso nuestras propias fuentes creadoras, pero es que hemos estado secularmente persuadidos no tan sólo de que "no fue por estas tierras el bíblico jardín", sino de que nunca fuimos una potencia civilizadora de primera categoría. El propio Donoso Cortés, cuando escribía su libro sobre La diplomacia, en 1833, colocaba sin reparos a Francia al frente de la civilización universal, y cuando un crítico le reprochaba los galicismos de su estilo respondía desenfadadamente que: "Nadie se puede elevar a la altura de la Metafísica con los auxilios de una lengua que no ha sido domada por ningún filósofo". Entretanto Balmes, a quien no quiso el Cielo darle el menor talento para la poesía, cincelaba la prosa admirable con que escribió la Filosofía fundamental, y el mismo Donoso, unos años después, cuando se le cayeron las vendas de los ojos, escribía su Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, no ya con don de lenguas, sino con lo que vale mucho más, según San Pablo, con espíritu de profecía: "Porque mayor es el que profetiza que el que habla lenguas" (Nam major est qui prophetat, quam qui loquitur linguis, I Cor. XIV, 5).

La nación entera ha estado pendiente de lo que disponía el extranjero para saber lo que tenía que vestir, que comer, que beber, que leer, que pensar. Patriotas tan insignes como Cánovas dejaban caer la terrible sentencia: "Son españoles... los que no pueden ser otra cosa". Magníficos temperamentos nacionales como el de la Emperatriz Eugenia se educaban sin tener en la cabeza la menor idea de que España era algo más que un país de vinos, flores y cantares. Todavía ahora mismo se oye decir a gentes que llevan en los apellidos media historia de España que es una desgracia ser español y no sueñan sino en huir a la realidad desagradable, en vez de concertar los ánimos contra las calamidades y "destruirlas combatiéndolas", como hubiera hecho Hamlet, de no haber sido Hamlet.

Parece como que nos poseyera algún espíritu que nos excitara todo el tiempo a ser otros, a no ser quienes somos. Y menos mal aún, porque con ese empeño de imitar y emular al extranjero aún conseguiríamos hacer algunas cosas de provecho, si nos tomáramos el trabajo necesario para adquirir las virtudes en que descuellan otros pueblos: Francia, en el ahorro; Inglaterra, en la iniciativa; Alemania, en la organización. Claro que así no se producen los genios, que han de vivir, nos dice Weininger, "en correspondencia consciente con el universo", lo que quiere decir, en primer término, que los genios han de ser genios de su raza, pero tipos como el de Jovellanos, que al anhelo de emular al extranjero, juntasen fuerte patriotismo territorial y popular, hombría de bien y positiva religión, los hemos producido y aún los seguiríamos produciendo, según todas las probabilidades, en número bastante, si al escepticismo respecto de sí misma, que es la extranjerización de España, no se hubiera unido el escepticismo respecto de toda la civilización, que es en lo que consiste esencialmente el espíritu revolucionario.

El naturalismo

Es muy curioso que Menéndez Pelayo no dedique apenas la menor atención en sus Heterodoxos a lo que vamos a llamar "naturalismo", aunque reproduce las fieras palabras con que Jovellanos lo combatió en su Tratado teórico-práctico de la enseñanza: "Una secta feroz y tenebrosa ha pretendido en nuestros días restituir los hombres a su barbarie primitiva, disolver como ilegítimos los vínculos de toda sociedad... y envolver en un caos de absurdos y blasfemias todos los principios de la moral natural, civil y religiosa"... Mi explicación, a falta de otra, es que, hombre de fe y doctrina, de cultura y de libros, la curiosidad de Menéndez y Pelayo se extendía a todas las deformaciones de la cultura y de la fe, a condición de que los libros y su estilo se las presentaran con alguna decencia intelectual, pero que no podía interesarle en la misma medida la negación radical de toda cultura, que es la quinta esencia del "naturalismo", con lo que dicho queda que el concepto de naturaleza tiene aquí muy poco que ver con el de los juristas clásicos, que postulaban un derecho natural o normativo, como correspondiente a la naturaleza racional del hombre.

El naturalismo defiende y justifica al hombre tal cual es en la actualidad, con sus pecados y pasiones, frente a las instituciones históricas, que pretenden disuadirle del mal y estimularle al bien. Una formulación científica de este naturalismo es afirmar, con Bertrand Russell, que el impulso tiene más importancia que el deseo en las vidas humanas. La más conocida es la de Rousseau y su predecesor Lahontan al mantener la superioridad del hombre en el estado de naturaleza sobre el civilizado. Y si se acepta la definición que mi amigo Hulme daba del romántico como el que niega el pecado original, naturalismo y romanticismo son lo mismo. En ninguna de sus formas podrá elaborar el naturalismo una doctrina de gran aparato intelectual, pero si como doctrina es deleznable, como tendencia, en cambio, es casi irresistible y en ello está su gran pujanza. Constituye el elemento "demasiado humano" que hay en cada uno de nosotros, se encuentra en el aristócrata más linajudo y en el artista más exquisito, es el eterno Adán que quiere salirse con la suya porque le da la gana, y luego inventa las razones con que justificarse, que nunca son tan esenciales como el anhelo de hacer lo que quería. No es tanto una heterodoxia determinada, como el fondo permanente -el de Lutero, el de Enrique VIII- de donde salen todas las herejías.

En lo religioso podrá adoptar la fórmula, en apariencia inofensiva, de que sólo nos salva la fe, pero ya se niega con ello el poder de la razón, el de la voluntad, el de las prácticas religiosas, el de la disciplina social. El universo se hace arbitrario. Perdida la sustancia de las buenas obras, la vida es una procesión de sombras que vienen y van. Ya no falta sino leer a Omar Kayyam y decirse: "Yo mismo soy el cielo y el infierno". Bebamos, que mañana moriremos. Una cosa es verdad, mentira todo el resto: "La flor que ha florecido se muere para siempre". El naturalismo intelectual es todavía más sencillo. No hay verdad, ni falsedad objetivas: "Fuera de nuestra sensaciones, ni hay otra verdad, ni puede darse". Así resume Deborim, su gran comentarista, la filosofía de Lenin, que viene a ser la misma del conocido aristócrata que dice: "A mí que no me vengan con verdades: lo que yo quiero es que se me adule". En punto a moral, que cada uno haga lo que quiera y pueda, y esta es la doctrina que proporciona los mayores éxitos de librería a los novelistas que procuran librar a sus lectores del temor al infierno y a los remordimientos. Y en cuanto a política y derecho no ha de haber más criterio que la voluntad del mayor número.

Si estas doctrinas prevalecieran en un país compuesto exclusivamente de espíritus trabajados por toda clase de disciplinas no pasarían de ser el capricho de una generación. Hasta pudieran ser temporalmente beneficiosas, en cuanto estimularan la espontaneidad y originalidad de los talentos. Pero no hay pueblos constituidos por filósofos. La cultura de los pueblos no puede pasar del grado elemental. Tampoco pudiera hacer grandes estragos la idea naturalista en países que no padecieran un proceso de extranjerización espiritual. A los veinte años de revolución restableció Francia su antigua Monarquía. En cualquier país de evolución normal, las piedras de los viejos monumentos se bastan para refutar el espejismo de la superioridad de los salvajes. Pero cuando el naturalismo empezó a propagarse en los pueblos hispánicos, España estaba en plena fiebre de extranjerización y el resultado del entrelazamiento de estas dos tendencias: la extranjerización y el naturalismo, fue la confusión de principios que todavía estamos padeciendo. La extranjerización pudo inducirnos a imitar lenta y fatigosamente las virtudes y los éxitos de otros países, pero el naturalismo nos hizo presumir que no era necesario tomarse gran trabajo para ello, sino meramente dejar obrar a la naturaleza, con lo que pudimos imaginar que Oxford y Cambridge y la industria de Inglaterra eran productos naturales de la libertad y que la Soborna y la riqueza de la tierra francesa eran obra de la revolución y no de la disciplina y del esfuerzo de mil años.

El naturalismo y el espíritu revolucionario tenían que ser doblemente desastrosos en países como los nuestros, empeñados en el larguísimo proceso de asimilarse y evangelizar razas extrañas, y aún hostiles, en algún caso, a las esencias de nuestra civilización, como eran, en España, los numerosos descendientes de judíos y moriscos y en América las razas de color. España no es meramente el país de Don Quijote, sino el pueblo de Sancho. Gabriela Mistral ha escrito hace poco que los pueblos de Hispanoamérica se componen de dos partes de indios, una de español y una de cosmopolitas, y si a razas atrasadas se las dice desde arriba y por los hombres de cultura que no necesitan esforzarse y que lo que más les conviene es que se entreguen a su espontaneidad, lo probable es que abandonen toda disciplina. Desde el momento, 1767, en que Bucareli, gobernador de Buenos Aires, dijo a los caciques guaraníes que los indios eran tan ciudadanos como los padres jesuitas que los adoctrinaban y que se les iba a enseñar el castellano, para enviarlos a Madrid y darles título de caballeros e hijosdalgo, los infelices gobernadores y caciques, perdida ya la convicción de la necesidad de seguir esforzándose para mejorar de estado, no tenían ya más horizonte que volver a la selva primitiva, y a la selva volvieron pocos años después.

Sacudir las cadenas; abatir los obstáculos tradicionales; la piqueta demoledora; la tea incendiaria. ¿Es posible que haya habido en el mundo espíritus cultivados que proclamaran que éstos son los modos y las herramientas del progreso? Es verdad que entre estos espíritus cultivados han abundado los especialistas en medicina o en ingeniería, que dogmatizan sobre filosofía de la historia, aunque ignoren lo mismo la historia que la filosofía, pero Rousseau y Russell son dos hijos de la civilización cristiana. Ningún pueblo salvaje ha producido nunca un Russell o un Rousseau. Recuerdo que Russell vino un día en Londres a una sociedad gremialista, de la que yo era miembro, a hablarnos de los horrores de la autoridad y de las excelencias de la libertad en materias de cultura, y como Russell era profesor en Cambridge, le interrogué en la hora de las preguntas: "¿Cree usted que los discursos de los energúmenos de Marble Arch, que son libres, superan en excelencia intelectual a las lecturas de Cambridge, más o menos controladas por el Gobierno?" La respuesta fue terminante: "No señor"; pero supongo que no entendería, por razón de mi acento extranjero, mi siguiente pregunta: "¿En qué funda usted, entonces, la superioridad de la libertad sobre la autoridad en la cultura?", porque se quedó sin responder, y nadie podrá contestarla en país alguno satisfactoriamente para el liberalismo.

Imagínese ahora el lector los efectos de las doctrinas naturalistas en una familia española de clases gobernantes. Recuerde que los hidalgos de Felipe IV y de Carlos II dominaban el latín, que su educación en las letras y en las armas era severísima y, sobre todo, que Sancho no sigue a Don Quijote meramente porque es un caballero, sino porque ejecuta con la palabra y con el brazo maravillas que le pasman de asombro. Y ahora póngase en el pellejo de un aristócrata español del año 1780, por ejemplo. Empieza por estar persuadido de que en otros países, y especialmente en Francia, se hacen mejor las cosas que en España. ¿Cómo ha de prepararse mejor para la vida? ¿Cómo ha de educar a sus hijos? La tradición y el buen sentido le aconsejan la más estricta disciplina, hasta enseñarles a andar el camino que la Humanidad lleva ya recorrido. Rousseau les dirá, en cambio (Profesión de fe del vicario saboyano): "Reduzcámonos a los primeros sentimientos que encontramos en nosotros mismos, porque a ellos nos devuelve el estudio, cuando no nos ha extraviado de ellos". Al principio de disciplina se opone el de la libre espontaneidad. Nuestro hidalgo se queda perplejo. Y el Dr. Simarro describía de esta manera los efectos de la perplejidad que producen las discusiones en los auditorios del Ateneo de Madrid: "Unos dicen que dos y dos son cuatro; otros, que dos y dos son cinco: quedemos, pues, en que son cuatro y medio". El efecto de esa perplejidad fue la relajación progresiva de la antigua disciplina educativa, a la que siguió, consecuencia fatal, el continuo descenso del nivel de nuestras clases gobernantes, hasta caer en la chunga que "la masa encefálica" inspira actualmente a los caudillos de la revolución.

Y ahora imagínese también el efecto que había de producir en América la crítica naturalista de nuestras instituciones tradicionales, crítica, de otra parte, más justificada de año en año por el continuo descenso de nuestras clases gobernantes. Nada es respetable; todo ha de ser destruido: lo mismo la dinastía que la nobleza, la Iglesia que la Historia, la Universidad que las Academias, el Ejército que la que se llamaba hacia 1890 "la justicia histórica", cuando aquel crimen de la calle de Fuencarral (nuestro asunto Dreyfus). Lo que tuvo que engendrar esa crítica fue un desvío y un desprecio hacia España y hacia sí mismos, en el que todos los pueblos hispánicos tenían que amenguarse, porque el ser mismo de las naciones depende, esencialmente, de su valoración y en que sólo por un milagro podían volver los ojos con afecto hacia la madre patria. Ese milagro se llamó Rubén.

Rubén Darío y los talentos

Siempre ha habido en la América española personas inteligentes afectas a España, sólo que eran generalmente escritores puristas, caballeros de otra época, espíritus reputados de arcaicos, apartados de la corriente general de las ideas, que nos era hostil casi siempre, quizás por oposición a la secreta, pero profunda simpatía popular. Es curioso que el cambio empezara a operarse precisamente en el año 98 de nuestros pecados, y que lo iniciase Rubén Darío, precisamente el más antiespañol de los escritores de América. Y esto no lo digo yo, sino el propio Rubén al describir en su Autobiografía su acción en Buenos Aires, durante los años anteriores a su venida a España: "Yo hacía todo el daño que me era posible al dogmatismo hispano, al anquilosamiento académico, a la tradición hermosillesca, a lo pseudoclásico, a lo pseudoromántico, a lo pseudorealista y naturalista, y ponía mis "Raros" de Francia, de Italia, de Inglaterra, de Rusia, de Escandinavia, de Bélgica, y aún de Holanda y de Portugal, sobre mi cabeza". Y en prueba de que este antihispanismo de Rubén alcanzaba éxito, el poeta recuerda la necrología que le hizo en Panamá cierto sacerdote, con motivo de haber circulado la falsa noticia de su muerte: "Gracias a Dios que ya desapareció esta plaga de la literatura española... Con esta muerte no se pierde absolutamente nada."

El prestigio de que gozaba Rubén en América hacia el año 1898 no se debía únicamente al valor de sus poesías, sino al hecho de marchar a la cabeza del movimiento extranjerizante y naturalista, pero antiespañol, en ambos casos, de la literatura hispanoamericana. ¿Y cómo podía ser de otro modo? Lo que le acontecía a Rubén en América era análogo a lo que le sucedía a Galdós en España, salvo que en Galdós se compensaban el fondo extranjero y naturalista de los ideales con el españolismo del lenguaje y de los personajes de sus obras, mientras que Rubén estaba afrancesado hasta la médula. Ya nos lo dice en su Autobiografía: "París era para mí como un paraíso en donde se respirase la esencia de la felicidad sobre la tierra. Era la Ciudad del Arte, de la Belleza y de la Gloria; y, sobre todo, era la capital del Amor, el reino del Ensueño". Rubén vino a España, sin embargo, por una de esas razones del corazón que la razón ignora. La Nación, de Buenos Aires, buscaba una persona que pudiera informarla sobre la situación de "la madre patria" al término de la guerra con los Estados Unidos, y se ofreció Rubén. Lo natural es que hubiera ido a Cuba, para saludar en nombre de la América del Sur a la nueva nación independiente y dar testimonio de sus primeros pasos por la historia; o a los Estados Unidos, para aprender de la poderosa nación "libertadora" la magistratura política y económica. Prefirió venir a España y poner en guardia a los pueblos de la América española contra el peligro norteamericano.

Rubén no se dio cuenta clara del impulso que le trajo a España al terminar el 98. Tampoco intenta explicárnoslo en su Autobiografía. Pero su obra posterior nos dice que sintió confusamente, desde el primer momento, lo que los españoles solo vimos muchos años después. Y es, que la guerra de España y los Estados Unidos fue un episodio del secular conflicto entre la Hispanidad y los pueblos anglosajones, y aunque los españoles nos defendimos, en punto a propaganda periodística, tan desdichadamente, que parecía que no peleábamos en las Antillas y Filipinas, sino por el proteccionismo arancelario y el derecho a seguir nombrando los empleados públicos, cosas en las que acaso no tuviéramos razón, la verdad es que estábamos librando la batalla de todos los pueblos hispánicos, y que el día en que arriamos la bandera del Morro de la Habana, empezó a cernerse sobre todos los pueblos españoles de América la sombra de las rayas y estrellas de los Estados de la Unión.

En la emoción de la España vencida se inspiró Rubén para sus Cantos de Vida y Esperanza. ¡Qué título, para puesto al contraste de las prosas regeneracionistas que la catástrofe suscitó en España! El primero de esos Cantos es la "Salutación del optimista", único himno hispanoamericano que tenemos. Si un instinto de salvación nos quisiera mover a preparar el espíritu de las nuevas generaciones para la defensa de las tierras hispánicas, no habría ceremonial en que no se recitaran las mágicas estrofas:

¡Inclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda,

espíritus fraternos, luminosas almas, salve!

El tema de la defensa de la Hispanidad llena el alma del poeta aquellos años. Lo mismo aparece en las poesías menores que en las máximas, en Cyrano en España, que en sus Retratos: Don Gil, don Juan, don Lope..., en la Letanía de Nuestro Señor Don Quijote, que en el Saludo al rey Oscar, donde se encuentran aquellas frases: "Mientras el mundo aliente..., mientras haya... una América oculta que hallar, vivirá España". Allí está el cartel de desafío a Roosevelt, el otro Roosevelt:

Tened cuidado. ¡Vive la América española!...

Y pues contáis con todo, falta una cosa: ¡Dios!

Los mismos cisnes, que pueden simbolizar cuanto hay de extranjero y de naturalista en la poesía de Rubén, le hacen preguntarse:

¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?

¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?

¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?

¿Callaremos ahora para llorar después?

Aquí acaba Rubén como poeta de la Hispanidad. Aún tiene que escribir algunos de sus mejores poemas. Ya había compuesto la obra maestra de su extranjerismo, el Responso a Verlaine, absurdo como concepto, porque, ¿qué tiene que ver todo ese esplendor fantasmagórico con el desgraciado poeta de Sagesse?, pero arrebatador como belleza de dicción. Después escribió el poema supremo de su naturalismo, el Poema del Otoño, que termina: "Vamos al reino de la Muerte -por el camino del Amor", porque su naturalismo, en efecto, es la muerte de las almas y de los pueblos en donde prevalece. La verdad, por supuesto, es lo contrario: "Vamos al reino del Amor -por el camino de la Muerte". Un momento parece arrepentirse de sus osadías anteriores y aconsejar a los pueblos hispanoamericanos la aceptación de la tutela norteamericana, ya que en el Canto errante se encuentra la "Salutación al águila":

Bien vengas, mágica Aguila de las alas enormes y fuertes,

a extender sobre el Sur tu gran sombra continental...

Pero su semilla había germinado. Si no el poeta de la Hispanidad, Rubén es, por lo menos, su San Juan Bautista. A partir de sus Cantos de Vida y Esperanza, es ya posible que los talentos de la América española dediquen a España sus obras mejores, y Enrique Larreta escribe La Gloria de Don Ramiro; Reyes, El embrujo de Sevilla; Manuel Gálvez, El solar de la raza; Joaquín Edwards Bello, El chileno en Madrid. No tardan en corearles los ensayos de carácter hispanófilo, como el Cesarismo democrático, de Vallenilla Lanz, o el Babel y castellano, de Arturo Capdevila, acompañados de las grandes reivindicaciones históricas, como La Magistratura indiana, de Ruiz Guiñazú, o Influencia de España y los Estados Unidos sobre Méjico, por Esquivel Obregón, o la Legislación sobre indios del Río de la Plata en el siglo XVI, por García Santillán, o los estudios de Ricardo Levene; y no continúo porque no es mi propósito hacer la bibliografía del asunto. Lo importante es que ya no se trata de escritores con pretensiones casticistas, sino de espíritus que viven la vida de su hora. Los arcaicos son ya más bien los otros, los extranjerizados, los afrancesados, los que siguen pensando, con Sarmiento y su generación, que España es incapaz de asimilarse la civilización moderna "por su fanatismo y su carencia de aptitudes intelectuales y administrativas". Y la razón última de esta reacción hispánica es la amenaza norteamericana, y la necesidad de defenderse de ella con la apología de una razón de ser que justifique la existencia. La misma que movió a Enrique Rodó a escribir su Ariel para decir a los americanos del Norte que los del Sur tienen: "una herencia de raza, una gran tradición étnica que mantener, un vínculo sagrado que nos une a inmortales páginas de la historia, confiando a nuestro honor su continuación en lo futuro". Sólo que Rodó no dice los hispanos, sino los americanos latinos, porque, saturado de cultura francesa, no había aún encontrado el sentido de España.

Rubén fue el hombre que forzó la puerta, para que lo hallaran los americanos, a través de la cultura universal. Hizo las dos cosas prohibidas: elogiar a España y confesar su sangre indiana. Para Sarmiento, en cambio, los araucanos cantados por Ercilla no eran sino: "Indios asquerosos, a quienes habríamos hecho colgar y mandaríamos colgar ahora", porque así era de tierno aquel europeizador que aconsejaba al general Mitre: "No trate de economizar sangre de gauchos. Este es un abono que es preciso hacer útil al país. La sangre es lo único que tienen de seres humanos". Las nuevas generaciones americanas han abierto los ojos al hecho de que no podían renegar de los españoles, de los indios y de los mestizos, como son los gauchos, sin suicidarse ante la humanidad, y sus hombres más eminentes han empezado a vislumbrar que es imposible orientar a sus pueblos sin volver antes los ojos hacia España. De haber hallado en España un sentido claro de la vida, la unión hispanoamericana sería ya un hecho, por lo menos en el plano espiritual, que es el que importa. Pero, desgraciadamente para los americanos, estas décadas han sido las de nuestra máxima extranjerización. Lo que en ellas decíamos los españoles era precisamente lo que estaban cansados de escuchar los americanos. Y así tuvieron que confrontarse, solitarios, con sus perplejidades.

Entre los yanquis y el soviet

Ya antes de la guerra, desde que la inminencia del conflicto obligaba a los pueblos de Europa a concentrar sus energías en prepararse para la prueba, toda América quedaba más o menos comprendida en la zona de influencia de los Estados Unidos. Los Bancos de Nueva York empezaban a disputar a los de Londres y París la colocación de capitales. La América española ofrecía al capitalismo universal inagotables riquezas que explotar. Durante la guerra no hubo más prestamistas asequibles para Hispanoamérica que los de Nueva York, sólo que entonces podía pensarse que las cosas cambiarían al hacerse la paz, pero cuando cesaron los combates y los Estados Unidos se convirtieron en acreedores universales, muchos hispanoamericanos creyeron que había que resignarse, como en el poema de Rubén, a que fuesen los norteamericanos los que llevasen a la América del Sur "los secretos de las labores del Norte", para que sus hijos dejaran "de ser los retores latinos y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter".

La América española no había acumulado capitales propios. En parte, a causa de la idolatría de París, "la capital del Amor, el reino del Ensueño", que había devorado las fortunas de los Nababes sudamericanos y donde 15.000 familias argentinas, antes de la guerra, se gastaban sus rentas. También, porque las riquezas naturales de la América tropical parecen hacer superfluo el ahorro. Los sistemas educativos, de otra parte, y sobre todo el bachillerato enciclopédico, no forman hombres de trabajo, sino almas apocadas que necesitarán el amparo de alguna oficina del Estado para asegurarse el pan de cada día. Así han crecido los presupuestos nacionales, a costa de la paralización del desarrollo capitalista, y en algunos países han creído los políticos que convenía al progreso de sus pueblos la importación de capitales extranjeros, y en otros se ha estimulado este convencimiento con las comisiones que recibían de los capitalistas. Lo que se ha llamado "la diplomacia del dólar" ha tenido que prevalecer en estos años. Ni la libra, ni el franco, podían disputarle la hegemonía en Sudamérica.

Sólo que al mismo tiempo que "la diplomacia del dólar" ha surgido en Sudamérica la influencia de Moscú. Ya en 1918 aparecen en varios países las Federaciones Universitarias de Estudiantes, de tipo análogo a la nuestra, enarbolando primeramente un programa de reforma docente, con la intervención de los estudiantes en el gobierno de los claustros, pero animadas en un espíritu político de carácter revolucionario. Al mismo tiempo se transforma el carácter del movimiento socialista obrero, porque la idea comunista deja de ser una utopía, sólo realizable en el transcurso de los siglos, para trocarse en plan de acción inmediata, "en nuestro tiempo", como dicen los camaradas de Inglaterra. Méjico, revolucionado desde la caída de D. Porfirio Díaz, en 1911, se convierte en uno de los centros de la nueva agitación. El otro se establece en Montevideo, al amparo del jacobinismo del señor Battle y Ordóñez. Se inicia la propaganda entre las razas de color. El éxito es grande. El comunismo, al fin y al cabo, no es sino la última consecuencia del espíritu revolucionario que desde hace dos siglos está difundiéndose por los países hispánicos. Ya estaba implícito en el naturalismo de Rousseau y en la admiración a los pueblos salvajes. Cuando se celebra en febrero de 1927 la Conferencia de Bruselas, que puso en contacto, bajo la organización de Moscú, a los negros de los Estados Unidos, los indios de Méjico y Perú y las Federaciones Universitarias de la América española, con los revolucionarios hindús, chinos, árabes y malayos y se constituyó la "Liga contra el imperialismo y para la defensa de los pueblos oprimidos", ya estaba actuando el espíritu bolchevique en casi todos los países hispanoamericanos, avivando el resentimiento de las razas de color y de los braceros inmigrantes.

De entonces acá, la agitación no cesa. Ha habido levantamientos comunistas de indios en la altiplanicie de Bolivia y en las montañas de Colombia, verdaderas batallas en la República del Salvador y en Trujillo (Perú) e intervención de los comunistas en las revoluciones y motines de Méjico, Cuba, Centroamérica, Ecuador, Paraguay, Chile, Uruguay, Brasil y la Argentina. La América española ha vivido estos años entre los Estados Unidos y el Soviet. Las intervenciones norteamericanas en Haití, Santo Domingo y Nicaragua, hacían temer a los hispanoamericanos que detrás de los capitales estadounidenses vinieran las escuadras y la infantería de marina, y éste era el tema que aprovechaban para sus propagandas los agitadores de las Federaciones Universitarias y de las sociedades obreras. Donde quiera que los norteamericanos han acaparado monopolios o industrias para cobro de sus préstamos, han surgido las huelgas y las revoluciones contra los Gobiernos que han entregado al extranjero las fuentes de la riqueza nacional. Así han podido advertir los norteamericanos la dificultad de realizar los sueños de imperialismo económico a distancia, que tan hacederos parecían. El capitalismo extranjero es necesariamente débil, porque no acierta a crear intereses afines que por solidaridad lo sostengan. Su colusión con los políticos venales tampoco lo refuerza, porque en los países hispánicos nunca son populares los políticos de negocios. Lo que hizo viable en Rusia la revolución bolchevique fue el hecho de que el capital era extranjero en su mayor parte. Cuando ello ocurre es ya más fácil alzarse en contra suya y presentarlo como un factor monstruoso, enemigo del proletariado y de la patria. Y no siempre es posible, como en el caso de Santo Domingo, Haití o Nicaragua, sostener los intereses imperiales con un par de compañías de infantería de marina. En el caso de países más pujantes sería necesario defender "la diplomacia del dólar" con grandes ejércitos, cuyo entretenimiento costaría bastante más dinero que el valor de los intereses que se han de proteger.

De otra parte, muchas de esas inversiones de dinero no han sido juiciosas. Durante la guerra se colocaron en Cuba inmensos capitales deseosos de explotar la industria azucarera. La baja del azúcar ha causado la ruina de empresas norteamericanas por valor de varios centenares de millones de dólares. La crisis actual ha hecho caer en la bancarrota a numerosos países hispanoamericanos, porque se les había prestado grandes sumas en tiempos de carestía, cuyo reembolso ha hecho imposible la baja de los precios. Y no hay manera de recobrar por vía compulsiva lo prestado. No es que los Estados Unidos hayan aceptado nunca la doctrina del Dr. Drago, sino que serían necesarios demasiados soldados para guarnecer el Continente. Después de pasar estos años entre la amenaza de los Estados Unidos y la de los Soviets, movimientos igualmente enemigos del espíritu de la Hispanidad, pero contrapuestos entre sí, los pueblos de la América española van a encontrarse ahora ante las mayores perplejidades de su historia, porque si ellos, de una parte, están arruinados, a causa de la baja de los precios de sus productos y del aumento de sus obligaciones públicas y privadas, sus acreedores se hallan tan en bancarrota como ellos, y más pobres, porque los Estados Unidos no cobran sus créditos, ni venden sus productos, y han de mantener de una manera u otra a sus doce o catorce millones de obreros sin trabajo, además de arbitrar los inmensos recursos que necesitan para cubrir los deficits de su Gobierno federal, de sus Estados federados y de los Ayuntamientos de sus grandes ciudades, por lo que ya se anuncia que el nuevo Presidente, Mr. Roosevelt, tendrá que hacer de síndico en la inminente quiebra.

Los dioses se van

Esta es la hora dramática y sin precedentes para todos los pueblos hispánicos, de perder los maestros, de que se nos deshagan los modelos. Llegar a la mayoría de edad y recibir las borlas doctorales en la Universidad de la vida es también dramático, pero acaece en el curso natural de las cosas. Lo que no tiene ejemplo es quedarse sin maestros en el momento de seguir sus lecciones con más aplicación. Y esto es precisamente lo que en estos años nos ocurre. Los pueblos que hemos tenido por modelos se hallan en la hora actual en situación tan crítica y penosa que ya no pueden mostrar a ningún otro los caminos de la prosperidad.

Cuando Simón Bolívar proclamaba en su discurso de Angostura (1819) que Francia e Inglaterra aleccionaban a las demás naciones en "toda especie en materia de gobierno" y que su revolución, "como un radiante meteoro", inundaba al mundo "con tal profusión de luces políticas, que ya todos los hombres conocían cuáles son sus deberes, en qué consiste la excelencia de los Gobiernos y en qué consisten sus vicios", las palabras del libertador no expresaban sino el mismo sentimiento de admiración al extranjero que, de la propia España, habían llevado a Venezuela, con sus libros, los pilotos y negociantes de la Compañía del Cacao. Virreyes borbónicos y clérigos jansenistas lo siguieron difundiendo por los pueblos de América en el siglo XVIII. Las maravillas de la historia en otros países lo arraigaron con tal fuerza en el siglo XIX que sobrevivió en 1918 a los horrores de la gran guerra, y aun en medio de las perplejidades de la post-guerra ha querido prolongarse en los descaminados panegíricos de la Rusia soviética o en los encomios, más justificados, que de los Estados Unidos se hacían hasta hace tres años, porque los mismos hispanoamericanos o españoles que, como Rodó, se atrevían a burlarse del norteamericano Marden, por considerar el éxito material como la finalidad suprema de la vida, admiraban y aun envidiaban a los compatriotas de Washington y Lincoln por haberlo alcanzado.

¿A qué pueblo extranjero volveremos ahora los ojos donde no hallemos la estampa del fracaso? Lo grave no es que inviernen estos años los norteamericanos preguntándose lo que van a hacer con sus doce millones de obreros sin trabajo. Lo grave es que no se hayan propuesto otra cosa que ahorrar brazos con sus inventos y sus máquinas y sistematizaciones el esfuerzo humano, porque ahora vemos, claro como la luz, que el ahorro de trabajo tiene que llegar a dejar sin comer a los trabajadores, a menos que las máquinas que los sustituyen les aseguren la pitanza. Tampoco Alemania puede servirnos de modelo, después de una guerra en la que supo atraerse la enemiga de veintidós naciones y de haber imitado tan servilmente el sistema norteamericano de la producción en masa que ha obtenido el mismo resultado de dejar a sus obreros sin trabajo. Tampoco es envidiable la situación de Francia con su déficit de más de doce mil millones de francos, sus tributos asfixiantes, que alejan de sus tierras a las multitudes de viajeros que antes la enriquecían, y su capacidad de entenderse con sus vecinos descontentos, que la amenazan con la guerra. Tampoco la de Inglaterra, con su Imperio resquebrajado y sus tres millones de obreros sin trabajo. De otra parte, el sueño socialista, que había servido de ideal a tres generaciones sucesivas de europeos, se desvanece ante el ejemplo de miseria que la Rusia de los Soviets ofrece al mundo; y toda la inspiración que nos inspiran los esfuerzos de Italia y el Japón por alimentar poblaciones excesivas para sus angostos territorios, no consigue acallar nuestra pena por la gran estrechez en que sus hijos viven.

Se nos dirá que el mundo ha librado una gran guerra y tiene que padecer sus consecuencias. Pero la guerra, a su vez, ¿no fue el resultado de algún error fatal, inherente a los principios básicos de las modernas nacionalidades? Que cada uno siga su genio y vocación parece cosa deseable, pero si de ello se deduce la incapacidad de que se entiendan unas con otras, la consecuencia indeclinable de esta exageración de sus peculiaridades será que no puedan solventar sus disputas por otro camino que el del conflicto armado. Pero, de otra parte, no es sólo el costo de las guerras lo que causa su ruina. El aumento constante de los gastos públicos se ha convertido, para todos los pueblos, en una ley histórica. Y así los Estados no son ya escudos, sino cánceres que la devoran.

Lo peor, sin embargo, no es el aumento de los gastos públicos, sino que lo fomente el mismo régimen representativo instituido para refrenarlo. En los más de los países son miembros de las Cámaras numerosos funcionarios, identificados con el Poder público que, lejos de regatear recursos al Erario, no tienen más anhelo que el de repartirse presupuestos opíparos. Tampoco los partidos políticos están interesados, sino de un modo genérico, en las economías, porque cuanto mayores los gastos de un Estado, más empleados sostiene, es decir, más electores, más amigos, más agentes, más secuaces de los partidos gobernantes. Así los presupuestos se convierten en la lista civil de los partidos, y Francia cierra su año económico con un deficit que es el tonel de las Danaides, los Estados Unidos con otro de tres mil millones de dólares en 1932, que en 1933 excede, con mucho, de los siete mil; Inglaterra tiene que saltar del patrón oro cuando pasa el suyo de los cien millones de libras, y Alemania se queja de que 35.000 millones de marcos de oro, de los 55.000 que constituyen los ingresos anuales de su pueblo, los absorben el Reich, los Estados, los Ayuntamientos y los Seguros sociales.

Ahora bien, a medida que aumentan los presupuestos de los Estados disminuyen los beneficios del comercio, de la industria, de la agricultura y del ahorro transformado en capital, lo que quiere decir que se va estrechando la posición de los industriales, de los agricultores, de los comerciantes y de los capitalistas, con lo que se hacen inseguras y poco codiciables las profesiones productoras de riqueza y se acrece el ansia de buscar asilo en las carreras y oficinas del Estado, cuyo anhelo mueve a diputados y gobernantes a volver a aumentar el presupuesto de gastos, con lo que se forma el círculo vicioso, que empieza por absorber las energías de la sociedad, pero que acaba indefectiblemente con la soberanía del Estado, que es el fin de los cánceres: matarse cuando matan.

No hay quien custodie a los custodios; no hay quien nos proteja contra el Estado que debe protegernos. Y es el ideal mismo que inspiró la creación de los Estados modernos lo que está en entredicho. La Edad Media se fundaba en una armonía de sociedades (communitas communitatum), que era también un equilibrio de principios, en el que se contrapesaban la autoridad y la libertad, el poder espiritual y el temporal, el campo y las ciudades, los reinos y el Imperio. Se rompió la armonía. Cada principio quiere hacerse absoluto; cada voluntad, soberana. Así han tratado de reinar como déspotas, por medio de un Estado omnipotente, la libertad ilimitada y la autoridad arbitraria, la nación y las jerarquías, el progreso y la tradición, el capital y el trabajo, y todavía sueñan los hombres con que el triunfo total de su doctrina favorita hará expandirse al infinito el poderío de su voluntad, que identifican con la de su nación o su Liga de Naciones, la del proletariado o sus correligionarios. Sólo que las mentes reflexivas desconfían. Ya no es hora de utopías. Se está hundiendo el terreno donde se alzaban. Y por primera vez desde hace dos siglos se encuentran los pueblos hispánicos con que no pueden ya venerar a esos grandes países extranjeros que, como ha dicho Alfredo Weber, "sólo piensan en sí mismos, en su expansión y en su seguridad", como los reverenciaban cuando pensaban o parecía que pensaban por todas las naciones de la tierra. Alemania, que no paga a nadie; Francia, que no paga a los Estados Unidos; Inglaterra, que sólo paga a los Estados Unidos, en dinero señal, porque no cobra de Alemania y no sabe si cobrará de Francia; los Estados Unidos, que quieren cobrar de todo el mundo... Pero, ¿son estas las "luces políticas" que "inundan el mundo como radiante meteoro" y que cegaban a Simón Bolívar? Y si resucitara Sarmiento, el enemigo más encarnizado que han tenido los ideales hispánicos, ¿qué pensaría de estos países, que fueron sus dioses?

Escribo la palabra "dioses" deliberadamente. Era ayer todavía, el 2 de septiembre de 1888, cuando moría Faustino Domingo Sarmiento en la Asunción del Paraguay, y se envolvía su cadáver en las banderas de los cuatro pueblos a que había servido: la Argentina, Chile, Paraguay y Uruguay. Sobre su tumba fue grabado el epitafio por él elegido: "Una América libre, asilo de los dioses todos, con lengua, tierra y ríos libres para todos." ¿Qué dioses eran esos: Confucio, Budha, Odin, Mahoma, Zeus, Afrodita, el Padre Sol? Sarmiento creyó toda la vida que el mal de los pueblos hispánicos de América, aparte de sus indios y mestizos, dependía de su formación española. A principios de 1841 escribía en El Nacional estas palabras: "Treinta años han transcurrido desde que se inicio la revolución americana; y, no obstante haberse terminado gloriosamente la guerra de la independencia, vese tanta inconsciencia en las instituciones de los nuevos Estados, tanto desorden, tan poca seguridad individual, tan limitado en unos y tan nulo en otros el progreso intelectual, material o moral de los pueblos, que los europeos... miran a la raza española condenada a consumirse en guerras intestinas, a mancharse de todo género de delitos y a ofrecer un país despoblado y exhausto, como fácil presa de una nueva colonización europea." De estos juicios deducía remedios adecuados, a cuyo empleo dedicó la vida: inmigración europea y educación popular, cuya suma e integración realizaba su ideal antiespañol, porque la inmigración la quería en grandes cantidades, hasta que la sangre extranjera sustituyera a la española y a la indígena, y la educación venía a desempeñar el mismo oficio en el plano moral, porque lo que le parecía fundamental era infundir a los pueblos de América ideales extranjeros, sobre todo mediante la difusión de la Vida de Franklin por todas las escuelas, en calidad de texto obligatorio, aunque jamás se haya producido entre nosotros un tipo de hombre que se parezca a Franklin, y eso que se han escrito veinte o treinta Vidas de su admirador Sarmiento, que producirán nuevos Sarmientos en todos nuestros pueblos, porque Sarmiento, con su soberbia, su ingenio, su energía, su autodidactismo y hasta su antiespañolismo, es un ejemplar neto y castizo de la raza; así como también las personas de su intimidad a quienes trata Sarmiento en sus Recuerdos de Provincia, con mayor afecto y respeto, y hasta reverencia, son su santa madre, guardadora celosa de las imágenes de los dos grandes predicadores españoles: Santo Domingo de Guzmán y San Vicente Ferrer, y el sacerdote sanjuanino D. José Castro, que murió durante la guerra de la Independencia besando alternativamente el Crucifijo y la imagen de Fernando VII el Deseado; que no se habían educado en la vida de Franklin, ni la conocían, sino que se habían hecho, como dice el propio Sarmiento, al influjo de "una partícula del espíritu de Jesucristo", que por "la enseñanza y la predicación se introdujera en cada uno de nosotros para mejorar la naturaleza moral", lo cual ha de tenerse en cuenta para cuando se escriban nuevas Vidas de Sarmiento, en la esperanza de que los Sarmientos que produzcan no tengan por dioses a los Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Alemania, vuelvan a venerar a la Virgen y a Santo Domingo, y a San Vicente y a San Ignacio y a San Francisco Javier, y sean enterrados bajo la Cruz, después de restaurar la religión de sus antepasados, lo que no impedirá que de ellos diga Júpiter a Juno, como del Piadoso Eneas -piadoso por la fidelidad con que guardaba el culto de sus padres- que subirán al Olimpo y encontrarán su asiento por encima de las estrellas.

La vuelta del pasado

Ante el fracaso de los países extranjeros, que nos venían sirviendo de orientación y guía, los pueblos hispánicos no tendrán más remedio que preguntarse lo que son, lo que anhelaban, lo que querían ser. A esta interrogación no puede contestar más que la Historia. Pregúntese el lector lo que es como individuo, no lo que él tenga de genérico, y no tendrá más remedio que decirse: "Soy mi vida, mi historia, lo que recuerdo de ella." El mismo anhelo de futuro que nos empuja todo el tiempo no podemos decir si es nuestro, personal o colectivo o cósmico. ¿Cuál no será entonces la sorpresa de los pueblos hispánicos al encontrar lo que más necesitan, que es una norma para el porvenir, en su propio pasado, no el de España precisamente, sino el de la Hispanidad en sus dos siglos creadores, el XVI y el XVII? Así es, sin embargo. En estos dos siglos -también en los siguientes, pero no ya con la plena conciencia y deliberada voluntad que en ellos-, los pueblos de la Hispanidad, lo mismo españoles que criollos, lo mismo los virreyes y clérigos de España, que la feudal aristocracia criolla, constituida en las tierras de América por los descendientes de conquistadores y encomenderos, realizaron la obra incomparable de ir incorporando las razas aborígenes a la civilización cristiana; y sólo se salvará la Hispanidad en la medida en que sus pueblos se den cuenta de que esa es su misión y la obra más grande y ejemplar que pueden realizar los hombres de la Tierra.

Son conceptos que parecen exagerados, sobre todo cuando se piensa que existe en todos los países un patriotismo territorial que no necesita fundarse en valores de Historia Universal. El teatro popular suele expresarlo en esas obras de carácter nacionalista -no necesita éste ser muy acentuado- en que uno diría que la tierra nativa se hace espíritu al ser evocada por la voz de una actriz y todos los espectadores sienten al escucharla el estremecimiento de una emoción patriótica, que parece bastarse para asegurar la eternidad a las naciones. Pero también suele haber en los pueblos minorías cultivadas, que se dan cuenta de que ese patriotismo territorial es común a todos los países y sienten por ello la necesidad de reforzar y justificar su lealtad con razones de Historia Universal precisamente, es decir, con el convencimiento de que su patria significa, para las otras patrias, un valor universal por ella mantenido y que sólo ella siente la vocación de seguir manteniendo. Y en este punto se convierte en sencilla verdad la paradoja de que el porvenir de los pueblos depende de su fidelidad a su pasado. Digo la paradoja, porque también hay verdad en los proverbios que dicen: "lo pasado, pasado" y "agua pasada no muele molino", aparte de la experiencia universal y dolorosa que a todos nos persuade de que no volveremos a ser jóvenes. Pero ello es decir que hay dos clases de pasado: uno que no vuelve y otro que no pasa o que no debe pasar y puede no pasar. La vida fluye y no volveremos a ser jóvenes, pero cuando decimos, con el poeta: "Juventud, primavera de la vida", ya hemos traspuesto la dimensión del tiempo, ya estamos en la orilla, viendo correr las aguas, ya somos espíritu. ¿En qué consiste, entonces, aquel pasado que no pasa?

Por lo que hace a los individuos, Otto Weininger mostró en su genial "Sexo y Carácter" que cuanto más profundamente se siente un hombre a sí mismo en el pasado, tanto más fuerte es su deseo de seguir sintiéndose en el porvenir; que la memoria es lo que da eternidad a lo sucedido; que, en general, no se recuerda sino lo que vale; lo que quiere decir que es el valor lo que crea el pasado, que lo que vale está por encima del tiempo, que las obras del genio son inmortales y que no es el temor a la muerte, como groseramente se ha pensado en la España contemporánea, lo que crea el ansia de inmortalidad, sino el ansia de inmortalidad, surgida de la conciencia del valor, lo que produce el temor a la muerte y el propósito de luchar contra ella. La vida de los pueblos, lo hemos de ver más adelante, es más espiritual que la de los individuos. En rigor, no viven sino como conciencia de valores comunes. Y por lo que hace a un grupo de naciones independientes, como la Hispanidad, su historia y tradición no son meramente esa conciencia de sus valores, sino la esencia de su ser. Jactarse de la muerte de la tradición es no saber lo que se está diciendo o continuar la gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII y aun en el XIX: la de Bolívar, la de Sarmiento, la de todos o casi todos nuestros reformadores... La gran locura de la Hispanidad en el siglo XVIII consistió en querer ser más fuertes que hasta entonces, pero distinta de lo que era. Una de sus expresiones póstumas ha de encontrarse en el opúsculo que yo compuse en mi juventud, y que se titulaba "Hacia otra España". Yo también quería entonces que España fuera, y que fuese más fuerte, pero pretendía que fuese otra. No caí en la cuenta, hasta más tarde, de que el ser y la fuerza del ser son una misma cosa, y que querer ser otro es lo mismo que querer dejar de ser. Para aumentar la fuerza no hay que cambiar, sino que reforzar el propio ser. Para ello ha de eliminarse o atenuarse todo lo que hay de no ser en nosotros, es decir, todos los vicios, todo lo que cada ser tiene de negativo. Y ya no es preciso añadir que lo que hay de positivo en el ser de un pueblo se va expresando en los valores de su historia.

El valor histórico de España consiste en la defensa del espíritu universal contra el de secta. Eso fue la lucha por la Cristiandad contra el Islam y sus amigos de Israel. Eso también el mantenimiento de la unidad de la Cristiandad contra el sentido secesionista de la Reforma. Y también la civilización de América, en cuya obra fue acompañada y sucedida por los demás pueblos de la Hispanidad. Si miramos a la Historia, nuestra misión es la de propugnar los fines generales de la humanidad, frente a los cismas y monopolios de bondad y excelencia. Y si volvemos los ojos a la Geografía, la misión de los pueblos hispánicos es la de ser guardianes de los inmensos territorios que constituyen la reserva del género humano. Ello significa que nuestro destino en el porvenir es el mismo que en el pasado: atraer a las razas distintas a nuestros territorios y moldearlas en el crisol de nuestro espíritu universalista. ¿Y dónde, si no en la historia, en nuestra historia, encontraremos las normas adecuadas para efectuarlo?

¿Que es principalmente lo que necesitan los pueblos hispánicos para cumplir con su misión? Lo primero de todo es la confianza en la posibilidad de realizarla. Ahí está su religión para infundírsela, pero ha de entenderse, como el padre Arintero, que: "No hay proposición teológica más segura que esta: A todos, sin excepción, se les da -próxime o remote- una gracia suficiente para la salud...", porque, como lo más envuelve lo menos, la gracia para la salud implica la capacidad de civilización y de progreso. De esta potencialidad de todos los hombres para el bien se deriva la posibilidad de un derecho objetivo que no sea la arbitrariedad de una voluntad soberana -Príncipe, Parlamento o pueblo- sino una "ordenación racional enderezada al bien común", según las palabras de Santo Tomás, en que fundaban su concepto del derecho los jurista clásicos de la Hispanidad, como Vitoria o Suárez. Y ya no hará falta sino emplazar la administración de justicia por encima de las luchas de clases y partidos, como se hizo en los siglos XVI y XVII y se deshizo en el XVIII, para encontrar en el pasado hispánico la orientación del porvenir, como la Edad Media la halló en el Imperio Romano y el Renacimiento en la Antigüedad clásica.

Este universalismo del espíritu español era, por supuesto, el de todo el Occidente, el de toda la Cristiandad en la Edad Media, si bien en España lo exacerbaron las luchas seculares contra moros y judíos. Por la necesidad de ese universalismo no se habla ahora en los libros de mayor importancia, sino de la vuelta a la Edad Media, a "una nueva Edad Media", como diría Berdiaeff. No es solamente Massis quien lo propone al término de su "Defensa de Occidente", sino que los hechos nos muestran la necesidad de que vuelva a rehacerse la unidad de la Cristiandad, si queremos salvar la civilización frente a las muchedumbres del Oriente, que viven realmente una vida animal de hambre continua e insaciada, que necesitan de la levadura de espiritualidad del Occidente para poder levantar los ojos de la tierra, pero que producen aspavientos de poeta, como Rabindranath Tagore, y fantasmas de profeta, como Gandhi, para ponerse a creer que se remediará su situación el día en que se lancen contra los pueblos decadentes de América y Europa.

De entre todos los pueblos de Occidente no hay ninguno más cercano a la Edad Media que el nuestro. En España vivimos la Edad Media hasta muy entrado el siglo XVIII. Esta es la explicación de que nuestros reformadores hayan renegado radicalmente de todo lo español, vuelto las miradas al resto del mundo occidental, como a un Cielo del que estaban excluidos, y tratado de hacernos brincar sobre nuestra sombra, en la esperanza de que un salto mortal nos haría caer en las riberas de la modernidad... Pero el ansia de modernidad se ha desvanecido en el resto del mundo. Y los mejores ojos se vuelven hacia España.

La historia de España en el extranjero

Don Julían Juderías publicó la primera edición de "La Leyenda Negra" a principios de 1914, inspirado en un sentimiento puramente patriótico. Había llegado a la conclusión de que los prejuicios protestantes, primero, y revolucionarios, después, crearon y mantuvieron la leyenda de una "España inquisitorial, ignorante, fanática, incapaz de figurar entre los pueblos cultos, lo mismo ahora que antes, dispuesta siempre a las represiones violentas y enemiga del progreso y de las innovaciones"; y como este concepto ofendía su patriotismo, el Sr. Juderías escribió su obra con el modestísimo propósito de mostrar que sólo habíamos sido intolerantes y fanáticos cuando los demás pueblos de Europa también "habían sido intolerantes y fanáticos", y que, merecedores de "la consideración y el respeto de los demás", teníamos derecho a que, cuando se nos estudiara, se hiciera seriamente "sin necios entusiasmos y sin injustas prevenciones", como había pedido Morel-Fatio. El Sr. Juderías no podía sospechar entonces que empezaba para los grandes pueblos extranjeros: Francia, Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos -que la mayoría de los españoles cultos veneraban como a dioses potentes y sabios- un proceso de crisis, de angustia, de inseguridad, de crítica profunda, de completa revisión de valores, en que tenía que rehacerse también su concepto de la España histórica, porque del mismo modo que nuestro fracaso había sido su éxito, sus perplejidades implicaban el comienzo de nuestra reivindicación.

La segunda edición de "La Leyenda Negra" se publicó en el año 1917. El prólogo está fechado precisamente en marzo de 1917. Tampoco entonces sospechaba Juderías que había empezado a liquidarse la Revolución, con mayúsculas, que sacude al mundo desde el siglo XVIII. No puede ser otro el significado de la revolución rusa, porque si al cabo de más de tres millones de fusilamientos y de dieciséis años de esclavitud y de miseria el pueblo de Dostoievski no tiene en la actualidad más perspectiva que la de las grandes hambres que se anuncian, lo que ello revela es que la Revolución ha fracasado y que cuanto España hizo en sus buenos siglos por alejar de sí los fermentos revolucionarios del Renacimiento y la Reforma no puede ya merecer otro juicio que el obra previsora y benéfica. Tanto han cambiado los panoramas en estos tres lustros que ahora es posible que los extranjeros elogien de España lo que antes más habían combatido, que entiendan, mejor que nosotros mismos, nuestro arte barroco, que publiquen en Alemania libros numerosos para hacerlo entender a los cultos, que defiendan, en suma, nuestra historia más decididamente que nosotros.

Tengo sobre la mesa de trabajo la "Historia de España", del académico francés M. Bertrand; la "Isabel la Católica", del inglés Mr. W. T. Walsh; el "Felipe II", del inglés David Loth; "Libertad y Despotismo en la América española", del inglés Cecil Jane, que viene a ser una paráfrasis de aquel opúsculo maravilloso sobre: "El fin del Imperio español en América", del cónsul francés Marius André. ¿Qué valor puede tener esta reivindicación de los valores históricos de España que se hace en el extranjero, y especialmente en Francia e Inglaterra, que tanto han hecho por obscurecerlos y denigrarlos? ¿Es que no somos ya por un peligro para nuestros seculares enemigos? Así es, en efecto; no lo somos, pero ello realza el valor científico de estas obras. Si fuéramos una gran potencia actual no se hablaría de nosotros con la palabra ecuánime en que se escriben estos libros. Un elogio de Alemania por un francés o de Francia por un alemán ha de ser inevitablemente polémico, lo que hará, en la mayoría de los casos, menos veraz que estas historias.

La de Bertrand pinta a España esencialmente como la campeona de la Cristiandad frente al Islam. En estos años nos habíamos acostumbrados a leer en libros y periódicos desaforados elogios de los árabes. Los españoles cristianos, según ellos, fueron unos bárbaros, cuya intransigencia les había impedido fundirse con sus compatriotas moros, compatriotas tan españoles como los cristianos, según estos arabizantes, pero infinitamente más tolerantes y civilizados. La historia de M. Bertrand, que ha pasado buena parte de su vida entre los moros y españoles de Argelia, vuelve a poner las cosas en su punto. Los árabes, a pesar de sus grandes poetas y místicos, fueron unos salvajes que nunca tuvieron más civilización que la de los pueblos dominados por ellos: sirios, egipcios, persas y españoles. Su crueldad fue siempre tan notoria como la relajación de sus costumbres. Y en el siglo XV, cuando los echamos de Granada, nos eran tan extraños e incompatibles con nuestros sentimientos europeos como ocho siglos antes, al entrar en España. Con lo que M. Bertrand viene a reforzar el concepto tradicional que los españoles tenemos de los moros, pero que los extranjeros -y algunos compatriotas- querían desvirtuar.

Los españoles no nos atrevíamos a defender el establecimiento de la Inquisición. En su libro sobre Isabel, Mr. Walsh esclarece los hechos. Había en 1492 unos 200.000 judíos practicantes y unos tres millones de judíos conversos, algunos sinceros, la mayoría no, dirigidos por hombres poderosos que acariciaban el pensamiento de alzarse con España por Israel y muy capaces, por sus talentos y sus medios de acción, de llevarlo a la práctica, aprovechando, en lo internacional, el creciente poderío de sus enemigos los turcos. El pueblo se revolvía contra ellos, contra su usura y su soberbia, y cuando se encolerizaba caía lo mismo sobre los practicantes que sobre los conversos, sinceros e insinceros. ¿Qué hacer para frustrar el propósito de los israelitas y evitar que las iras populares pesaran igualmente sobre los inocentes que sobre los culpables? Isabel lo pensó mucho. Sabido es lo que hizo. Expulsó a los judíos practicantes y, para distinguir a los conversos sinceros de los insinceros, encomendó las averiguaciones necesarias a un Tribunal constituido por los hombres de más saber y de moralidad más depurada que había en Castilla, que eran entonces los frailes dominicos.

A Felipe II se le trató en su tiempo como el "demonio del Mediodía" y la "araña del Escorial". El libro de David Loth es incompleto. Merece el reproche que hace el autor a nuestro Monarca. Le falta vuelo imaginativo para entender el ideal de la Contrarreforma, a que Felipe dedicó la vida, y para sentir el espíritu español, que estaba creando un Imperio en el continente americano. Loth nos muestra a un soberano excepcionalmente bondadoso para todos los suyos, incluso para el príncipe Don Carlos, dado al trabajo con absoluta abnegación, demasiado lento en adoptar resoluciones, pero hábil, sagaz, patriota y extremadamente religioso ¿No es ésta una figura de que debemos enorgullecernos? ¿Que sacrificó el interés egoísta de España a la Contrarreforma? Perfectamente; la gloria de los pueblos está en sus sacrificios. Gracias al nuestro pudo impedirse que el protestantismo venciera en toda Europa, aunque no se logró evitar que prevaleciera en algunos países, porque, como ha dicho recientemente un escritor joven, Dios quiso que se hiciera la experiencia, quizás para que pudiera verse con toda claridad que el protestantismo conduce al paganismo.

Y en cuanto a las guerras de la independencia de América, que hasta ahora se nos definían como un episodio en la lucha de la revolución contra la reacción y del progreso contra la barbarie, los libros de André y de Jane demuestran que en ellas combatieron principalmente los hispanoamericanos por los principios españoles de los siglos XVI y XVII y contra las ideas de superioridad peninsular y de explotación económica que llevaron a América los virreyes y funcionarios de Fernando VI y Carlos III.

Ahora bien: estas cosas no ocurren sin motivo. Que en Francia e Inglaterra se reivindiquen los principios de la Hispanidad, cuando España misma parece avergonzarse de ellos, sería inexplicable si no fuera porque la razón de ser de la Historia es la perenne necesidad de realzar valores que se habían negado o relegado a segundo término y de rebajar otros injustamente ponderados.

Si ahora vuelven algunos espíritus alertas los ojos hacia la España del siglo XVI es porque creyó en la verdad objetiva y en la verdad moral. Creyó que lo bueno debe ser bueno para todos, y que hay un derecho común a todo el mundo, porque el favorito de sus dogmas era la unidad del género humano y la igualdad esencial de los hombres, fundada en su posibilidad de salvación. En los siglos XVIII y XIX han prevalecido las creencias opuestas. Por negación de la verdad objetiva se ha sostenido que los hombres no podían entenderse. En este supuesto de una Babel universal se han fundamentado la libertad para todas las doctrinas y, así postulada la incomprensión de todos, ha sido necesario concebir el derecho como el mandato de la voluntad más fuerte o de la mayoría de las voluntades, y no como el dictado de la razón ordenada al bien común.

Ello ha conducido al mundo adonde tenía que llevarle: a la guerra de todos contra todos. En lo interno, a la guerra de clases; en lo exterior, a la guerra universal, seguida de la rivalidad de los armamentos, que es la continuación de la guerra pasada y la preparación de la venidera. Y como la España del siglo XVI, frente a este caos, representaba, con su Monarquía católica, el principio de unidad -la unidad de la Cristiandad, la unidad del género humano, la unidad de los principios fundamentales del derecho natural y del derecho de gentes y aun la unidad física del mundo y la de la civilización frente a la barbarie-, los ojos angustiados por la actual enciérrense de los pueblos tienen que volverse a la epopeya hispánica y a los principios de la Hispanidad, por razones análogas a las que movieron a la Iglesia durante la Edad Media, a resucitar, en lo posible, el Imperio romano, con lo que fue creado el Sacro Romano Imperio, en la esperanza de que se sobrepasará a las arbitrariedades de pueblos y de príncipes.

No se rehizo la Roma antigua, sino que se elaboró un mundo nuevo, porque así procede la civilización; para crear el porvenir se inspira en el pasado. Y es que la Historia es el faro de la Humanidad. De cuando en cuando los ojos de un profeta rasgan el velo del futuro para revelarnos algún aviso de la Providencia. A los hombres normales el porvenir es un misterio impenetrable. Por eso nos orientamos en la Historia. Y es que no nos movemos meramente por impulsos ciegos, sino por deseos, que llamamos ideales, porque para desear hay que tener idea de lo deseado y aun de lo deseable. Como el porvenir no nos la da, habremos de buscarla en los ejemplos del pasado.

La "política indiana"

A la obra de los extraños ha de irse añadiendo, como es natural, la de los propios. El esfuerzo gigantesco de Menéndez Pelayo, aunque solitario, no ha de ser estéril. La traducción de las Relecciones del padre Vitoria ha revelado a muchos compatriotas que hubo un tiempo en que los españoles éramos originales y señalábamos direcciones nuevas al pensamiento universal. Lo extraordinario es que hayan pasado siglos enteros en que estuvo olvidado en España el nombre de Francisco de Vitoria, porque el creador del derecho internacional no era tan solo un pensamiento alado y rápido, certero y genial, sino que por tal fue reputado y por maestro inimitable le tenían los letrados de los siglos XVI y XVII. Olvidarnos los españoles de Vitoria es como si los ingleses prescindieran de Bacon o los franceses de Descartes o los alemanes de Leibnitz.

La Compañía Iberoamericana de Publicaciones reimprimió no hace mucho un libro que por sí mismo se bastaría, no ya a justificar la existencia de la Compañía Iberoamericana de Publicaciones como casa editora, sino la de España como nación: la "Política Indiana", de Solórzano Pereira. Ningún hombre culto pasará un par de días en hojearlo sin que se le esclarezca el sentido histórico de España. Es toda una enciclopedia de nuestro sistema colonial, escrita por un hombre de saber más que enciclopédico, porque lo orientan e iluminan la fe y el patriotismo. "La conservación y el aumento de la fe es el fundamento de la Monarquía", dice sencillamente al comenzar la parte que dedica a las cosas eclesiásticas y Patronato Real de las Indias. El libro está hecho por una cabeza nacida expresamente para el trabajo intelectual. Diríase que el autor ha tenido tres o cuatro vidas y que ha dedicado todas ellas, por partes iguales, al estudio de los libros y a la observación de la realidad. Buena parte de la fama de sabio de Montaigne se debe a las dos mil citas de clásicos que hay en sus "Ensayos". Las que hace Solórzano en los cinco volúmenes de su obra no bajaran de veinte mil. Y estas citas no son alarde vano de personal erudición, sino el método mismo de la obra. Se trata de un libro de Derecho, como lo dice su título en la lengua latina en que primeramente se escribió: "De indiarum jure". Según la concepción predominante en los tiempos modernos, el Derecho no es sino la expresión de la voluntad soberana, sea del rey, del Parlamento o de quien fuere, por lo que la misión del jurista se reduce a buscar el lugar en donde esa voluntad se hace explícita y mostrar su vigencia. En cambio, para el antiguo espíritu español, el Derecho no era hijo de la voluntad, sino de la inteligencia. No era una voluntad quien lo declaraba en primer término, sino la inteligencia la que descubría la "ordenación racional enderezada al bien común", que es la definición que Santo Tomás había dado del Derecho. Y para hacer ver que su entendimiento no se equivocaba, el jurista debía compulsar su propio juicio con el de los expertos, y mostrar el acuerdo de su criterio, con las respuestas de los prudentes ("responsa prudentium") del Derecho romano, cuya prudencia, a se vez, se contrastaba con la de los grandes escritores y moralistas de las lenguas clásicas, los Padres de la Iglesia y las Sagradas Escrituras.

Hay, además, en este libro la defensa de la obra de su patria. Lo escribe un hombre que sabía muy bien que en el extranjero se propagaba ya que España "va de caída" y que no podía cerrar los ojos al espectáculo de despoblación y pobreza que en tiempos de Felipe IV ofrecía la Península, pero que hallaba su consuelo en el progreso y prosperidad de las razas de América, obra de España, por lo que escribía con patriótico y legítimo orgullo hablando de su libro:

"Donde justamente encarezco el cuidado y vigilancia en procurar la salud y defensa corporal de los indios, y en despachar y promulgar casi todos los días leyes y penas gravísimas contra los transgresores obrando en esta parte cuanto pudo y puede alcanzar la prudencia y providencia humana, y apresurando e igualando los castigos con los excesos, que es solo el modo que se halla para enmendarlos."

Y para demostrar que en este punto no sufría variantes la política de los reyes de España, se refirió a la Real Cédula del 3 de julio de 1627, en la que, no contento don Felipe IV con las penas y apercibimientos de su Real Supremo Consejo de las Indias, para que se quitasen y castigasen las injurias y opresiones a los indios, "puso de su real mano y letra las palabras siguientes: Quiero me deís satisfacción a Mí y al mundo del modo de tratar ese mis vasallos, y de no hacerlo (con que en repuesta de esta carta vea Yo executados exemplares castigos en los que hubieren excedido en esta parte) me daré por de servido. Y aseguraos que, aunque no lo remediéis, lo tengo de remediar, y mandaros hacer gran cargo de las más leves omisiones de ésto, por ser contra Dios y contra Mí, y en total destruición de esos Reynos, cuyos naturales estimo, y quiero sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la Monarquía y tanto la han engrandecido e ilustrado."

La "Política Indiana" no puede compendiarse, porque es tan esencial en ella la meticulosidad en los detalles como la grandeza de las líneas generales. Frente a los que dicen que fuimos a América por codicia del oro y de la plata y no por el celo de la predicación, ahí están nuestras cartas de nobleza. La primera de todas, las instrucciones que los Reyes Católicos dieron a Colón, en la primera de sus expediciones, encomendándole la conversión a la fe de los moradores de las tierras que encontrare, para lo cual le encargan que se trate "muy bien y amorosamente a los dichos indios". Lo mismo dice la Bula de Alejandro VI, expedida el 4 de mayo de 1493. Al conceder el señorío de las nuevas tierras a los Reyes de Castilla y León, el Papa les manda enviar hombres buenos y sabios, que instruyan a los naturales en la fe y les enseñen buenas costumbres. Confirma este propósito el testamento de Isabel la Católica. "Nuestra principal intención" fue convertir los pueblos de las nuevas islas y tierra firme a "Nuestra Santa Fe Católica". Y lo mismo repiten, en infinitas cédulas y ordenanzas, todos los reyes españoles, encareciéndolo a sus virreyes con toda clase de amenazas para los desobedientes.

No puede darse cordura mayor que la de Solórzano al tratar el problema de los indios. Lejos de compartir las ilusiones del padre Las Casas, se da cuenta de que se trata de "criaturas miserables" dignas, por ello, de nuestra compasión, lo que no le impide afirmar, sin ambages que: "pues las fieras se amansan, los indios se harán políticos", porque: "la educación excede a la naturaleza". No puede darse tampoco fe más plena en la capacidad de los indios para el progreso. Lo mismo opina de los mestizos, mulatos y zambos. Solórzano se da cuenta de sus vicios, de sus debilidades, de la inmoralidad que se sigue a la ilegitimidad del nacimiento de muchos de ellos. Señala prudentemente el matrimonio como el camino más seguro para su dignificación como raza, aunque también reconoce a los hijos naturales la posibilidad de la virtud. Y en cuanto a los criollos, cuya capacidad pretendían negar algunos españoles, no puede darse defensa más cumplida que la que hace Solórzano de los muchos que en el Perú había conocido, tan significados por sus virtudes y talentos como los mejores europeos.

Su tratado de las Encomiendas destruye la leyenda que ha querido contraponer la bondad y abnegación de los misioneros a la codicia y crueldad de los encomenderos. Las encomiendas fueron nuestro feudalismo, es decir, una escuela de lealtad y de honor, al mismo tiempo que el brazo secular para el adoctrinamiento de los indios. En el libro que dedica al régimen de la Iglesia en América se ha podido ver como un intento de convertir el Patronato de los reyes españoles -con el derecho anejo de nombrar Arzobispos, Obispos, Prebendados y Beneficiados, que les había conferido la Bula de Julio II el 5 de agosto de 1508-, en un Vicevicariato, que, naturalmente, no podía reconocer el Vaticano, porque a los reyes piadosos y celosos de la fe podían suceder otros que entregaran el gobierno de sus reinos a hombres como el conde de Aranda y Roda, más amigos de Voltaire y de Rousseau que del Cristianismo. Pero el hecho de que el más voluminoso de los Tratados de Solórzano se dedique al régimen eclesiástico da por sí solo carácter a nuestra dominación en América.

El Tratado de la gobernación secular muestra la escrupulosidad con que se atendía a la Administración de justicia. La institución de los visitadores y de los juicios de residencia a virreyes y oidores, al cesar en su cargo, corrobora ese celo. El propio Solórzano es en sí mismo ejemplo del cuidado con que se atendía a la formación y preparación de hombres públicos que, después de haber descollado en los estudios universitarios y de pasar sus buenos años en América, pudieran dar al Consejo de Indias la plena sazón de sus experiencias y talentos. Lo que no hay en la obra de Solórzano es un tratado militar de la defensa de las Indias, y sí solamente un capítulo en que se dice: "Que si se considera las historias, más lugares y provincias se hallará haber perdido Gobernadores de capa y espada que letrados". Y es que la dominación española en América vino a ser un Imperio romano sin legiones, porque la defensa del país estaba principalmente comisionada a los encomenderos, y los militares no aparecen sino en pequeño número en los años de la conquista y en número mayor cuando el Nuevo Mundo se separó de la Metrópoli.

Es imposible leer "La Política Indiana" sin estremecerse ante la fuerza intelectual y la energía moral que revela, no sólo en el autor, sino en el pueblo y en el régimen de que es intérprete oficial. Se me ha escapado ya la comparación con el Imperio de Roma. Ante la obra de Solórzano se comprende mejor a Maine, cuando termina sus ensayos de derechos romanos afirmando que las dos materias de pensamiento que hay capaces de emplear todas las facultades y potencias del espíritu humano son las investigaciones metafísicas, que no tienen límite, y las del Derecho, que son tan extensas como los negocios del género humano. Muchos críticos han dicho que las energías mentales del mundo civilizado quedaron paralizadas desde que terminó la era de Augusto hasta que surgieron las polémicas del Cristianismo. Maine protesta del aserto y dice que lo que sucedió fue que las provincias orientales del Imperio se dedicaron a la metafísica, mientras que las occidentales encontraron en el estudio y práctica del Derecho "una ocupación capaz de compensarlas de la ausencia de cualquier otro ejercicio mental y puedo añadir que los resultados obtenidos no fueron indignos del trabajo continuo y exclusivo que se empleó en producirlos".

Lo mismo podemos decir los españoles e hispanoamericanos al leer a Solórzano. Su "Política Indiana", antes de que la Compañía Iberoamericana de Publicaciones la editara, era una obra agotada y conocida solamente por los especialistas de estudios americanos, a pesar de lo que dice Ricardo Levene sobre la influencia que ejerció entre los próceres de la Independencia. En regla general puede decirse que nuestros hombres cultos no han oído ni el nombre de don Juan de Solórzano Pereira. No importa. En su obra se cuenta que al advertir los indios mensajeros que los españoles distantes y ausentes se entendían por lo que iba escrito en las cartas, creyeron eran éstas alguna cosa vivas. Tenían razón, en cierto modo. Y hay papeles que no sólo son vida, sino algo superior. La "Política Indiana" es vida y algo más. Al tropezarse con Solórzano han de sentir los hombres cultos que también por los pueblos hispánicos ha soplado el espíritu, y no sólo en las cabezas privilegiadas, sino en su régimen, en sus instituciones, en su obra colectiva. Y entonces se evidencia que...

Contra moros y judíos

Si nos creemos inferiores a otros pueblos, es por ignorancia de nuestra Historia. Cuando ésta nos muestre la perspicacia de nuestros genios, el magnífico sentido de justicia de nuestra instituciones tradicionales, el espíritu moral de nuestra civilización, las mentes escogidas pensarán, con Menéndez y Pelayo, que la extranjerización de nuestras almas es la razón de nuestra decadencia. Al revés de los norteamericanos de vieja cepa, enteramente dedicados en estos años, según nos los pinta André Siegfried, a defenderse de los gérmenes heterogéneos: católicos, judíos y aun orientales, que sienten crecer en su seno y contradicen su tradición, los españoles e hispanoamericanos se dieron sin reservas, a partir del siglo XVIII, a la admiración de lo extranjero y, a pesar de las protestas de Menéndez y Pelayo y de los tradicionalistas, no habrían cejado en este enajenamiento, si no fuera porque los países que quieren imitar han caído en situación tan deplorable, que ya no pueden servir de modelo ni suscitar envidias.

De otra parte, esa extranjerización nuestra ha sido puramente accidental. No pudo evitar la Casa de Austria que Francia se constituyera como gran Estado nacional, y consecuencia de su fracaso fue el cambio de dinastía, el afrancesamiento de la corte y de la aristocracia y, más tarde, el de nuestros intelectuales. Pero la merecida quiebra de la política antifrancesa de los Austria no quiere decir que los franceses nos fueran superiores, como tampoco el hecho de que los indios de América se dejasen matar por el "vaho" de los españoles significa que sean incapaces de civilización, sino que sus cuerpos no estaban habituados a los microbios de las enfermedades que resistían nuestros hombres. Ya se han habituado, y ahora hay probablemente más indios en América que cuando la conquista; algunos españoles hemos aprendido a defendernos de las tendencias extranjerizadoras; lo que fue, en un momento dado, razón de inferioridad, no necesita serlo siempre. Si nuestro espíritu universalista, nos permitió creer en la superioridad de otros países, ese mismo espíritu nos hará volver en nosotros mismos, cuando esos pueblos se nos muestren incapaces de salir de los egoísmos que originan su parálisis económica y su descrédito progresivo.

El carácter español se ha formado en lucha multisecular contra los moros y contra los judíos. Frente al fatalismo musulmán se ha ido cristalizando la persuasión hispánica de la libertad del hombre, de su capacidad de conversión. No digo con ello que entre los musulmanes doctos predominen ideas muy distintas de las nuestras sobre el libre albedrío. En la práctica, no cabe duda de que los musulmanes atribuyen menos valor a la voluntad humana que nosotros, y esto es lo que se entiende popularmente cuando se habla del fatalismo musulmán. "Islam", según Spengler, "significa precisamente la imposibilidad de un yo como poder libre que se enfrente al divino". Y yo no soy entendido, pero Margoliouth, el arabista de Oxford, me dice que "islam" es el infinitivo, y "muslim", el participio de un verbo que quiere decir entregar o encomendar algo o alguien a otro, es decir, volverse completamente a Dios en la oración o en el culto, con exclusión de todo otro objeto, lo que confirma lo que dice Spengler, si ya no lo corroborasen a diario el abandono de los mahometanos y la práctica de sus instituciones fundamentales, como la administración de justicia.

Es sabido, en efecto, que en los países mahometanos no se persigue el robo o el homicidio, sino a instancias de parte, y si el perjudicado perdona el delito, perdonado queda. En general se perdona mucho, setenta veces siete, porque Alah es esencialmente el Compasivo, el Misericordioso. Nuestras leyes exigen a los hombres cierta medida de perfección. Por lo menos, no han de ser ladrones; no han de ser homicidas. Esta exigencia es la expresión de nuestra creencia en la capacidad de bondad de los hombres, en su libertad fundamental. Por eso castigan los Tribunales a los culpables, aunque los directamente perjudicados los hayan perdonados. Apreciamos las circunstancias atenuantes, pero suponemos que los hombres pueden siempre sobreponerse a ellas para dejar de cometer un crimen. El Islam concede más importancia que nosotros a las circunstancias y menos a la libertad del hombre. En su perdón va envuelta la creencia de que el acusado no ha podido proceder de otro modo. Nosotros en cambio, frente al imperio de las circunstancias, que es el de Dios, afirmamos la libertad del hombre, porque la libertad del español es la capacidad de hacer el bien, la que el Señor nos prometió cuando nos dijo que la verdad nos hará libres, explicándonos inmediatamente después que ello significa libertarse de la servidumbre del pecado.

Frente a los judíos, que son el pueblo más exclusivista de la tierra, se forjó nuestro sentimiento de catolicidad, de universalidad. El principal cuidado de la religión de Israel es mantener la pureza de la raza. No es verdad que los judíos constituyan, en primer término, una comunidad religiosa. Son una raza. Creen en su propia sangre y no en ninguna otra. Son la raza más pura del mundo, porque ha evitado cuidadosamente mezclarse con las otras desde los tiempos de Esdras, a quien llamaban los hebreos "príncipe de los doctores de la ley", y en cuyo libro de la Biblia puede verle el lector rasgándose las vestiduras de indignación al oír que los judíos se habían casado con gentiles, por lo que les dice que las otras tierras son inmundas: "Y, por tanto, no deís vuestras hijas a sus hijos, ni recibáis sus hijas para vuestros hijos, ni procuréis jamás su paz ni su prosperidad" (IX, 12), y, finalmente les exhorta a que: "Hagamos un pacto con el Señor nuestro Dios, que echaremos todas las mujeres (extranjeras) y los que de ellas hayan nacido" (X, 3).

La prueba de no ser una comunidad religiosa, en primer término, es que no quieren prosélitos. Cuenta Israel Friedlander que, cuando se admitieron, fue siempre: "Bajo la condición expresa de que con ello abandonaban el derecho a ser judíos de raza". Por esta causa fueron rechazados los samaritanos, que profesaban su religión, pero que no procedían de su sangre. Y, de otra parte, un judío sigue siendo judío cuando abjura de su fe. Por ello precisamente nos obligaron a establecer la Inquisición. No podíamos confiarnos en su conversión supuesta, porque la Historia enseña que los judíos pseudocristianos, pseudopaganos o pseudomusulmanes, que adoptaron cuando así les convino una religión extraña, vuelven a la suya propia en cuanto se les presenta ocasión favorable, y aunque tengan que esperarla varias generaciones. Cuenta el historiador Walsh, que en 1284 pagaron a Castilla 853.951 judíos varones y adultos el impuesto de tres maravedises por cabeza, lo que indica que el número total de judíos era de cuatro a cinco millones, en una población total que se calcula en 25 millones de habitantes, y que la peste negra redujo a la mitad.

Si hubo un momento, hacia el siglo XII, en que la raza judía se mezcló con los españoles, no tardó su ortodoxia en volver, como Esdras, por la pureza de la sangre y la absoluta separación de razas. Son el ejemplo que ofrecen los mejores antropólogos para demostrar que el influjo de la herencia es más poderoso que la adaptación al medio en el destino de una raza. Cuando abri-

gaban el intento de alzarse con España, no era para convertirnos a su religión o igualarnos a ellos, sino para poder cumplir mejor con los preceptos del "Deuteronomio", que establece, de una vez para siempre, la duplicidad de su moral: "Prestarás a las demás naciones y no recibirás prestado de ninguna". "Al extraño cobrarás intereses; al hermano no se los cobrarás". Y fue por la repulsión que produjo esta doble moral entre los españoles, a medida que se fueron dando cuenta de ella, por lo que no prevaleció su intentó de alzarse por Israel con la Península. San Pablo lo había dicho ya: "et omnibus hominibus adversantur" (y son enemigos de todos los hombres) (I. Tes. 2, 15).

Los rasgos fundamentales del carácter español son, por lo tanto, los que debe a la lucha contra moros y judíos y a su contacto secular con ellos. El fatalismo musulmán, el abandono de los moros, apenas interrumpido de cuando en cuando por rápidos y efímeros arranques de poder, ha determinado por reacción la firme convicción que el español abriga de que cualquier hombre puede convertirse y disponer de su destino, según el concepto de Cervantes. El exclusivismo israelita es, en cambio, lo que ha arraigado en su alma la convicción de que no hay razas privilegiadas, de que una cualquiera puede realizar lo que cualquiera otra. Estos dos principios son grandes y ciertos, y por serlo hemos podido propagarlos por todos los pueblos que han estado bajo nuestro dominio. Pero acaso no sean suficientes para el éxito, porque no han evitado que cayéramos en la superstición de valorar exageradamente las cosas extranjeras, en detrimento de las nuestras. Todos los pueblos hispánicos hemos padecido y seguimos padeciendo eso que ahora se llama "complejo de inferioridad", que ha constituido positiva amenaza para nuestra independencia. En vista de lo mucho que admirábamos a Francia, creyó Napoleón que era fácil empresa conquistarnos. Y no me cabe duda que durante muchos años se ha cometido en Washington el mismo error respecto de los países hispanoamericanos que Napoleón acerca de España.

Espero que para estas fechas se estará disipando, y que a ello obedece la retirada de tropas norteamericanas de Nicaragua y Santo Domingo y, en parte, la concesión de la independencia a Filipinas. Y es que, en tanto que se nos respete nuestro derecho, podemos llegar hasta a arrodillarnos ante un rascacielo, pero en cuanto otro pueblo nos quiere atropellar, en nombre de una pretendida superioridad, se nos sale de lo más profundo del espíritu ese concepto de libre albedrío y de igualdad esencial, que hemos ido elaborando en el curso de siglos de lucha, advertimos que nuestros principios son superiores a los de los extraños, y oponemos al atropello una resistencia que hace vana, por demasiado costosa, cualquier tentativa de sojuzgarnos, incluso, como se está viendo en esta temporada, la del imperialismo económico y la explotación a distancia, porque por mucho que valgan los intereses de la casa Guggenheim en Chile, costaría mucho más a los Estados Unidos invadir Chile y lograr por la fuerza de las armas que Guggenheim hiciera todo el negocio que pensaba.

Por eso no es ya tanto de temer que a los países hispánicos se los conquiste con ejércitos y escuadras, como que ellos se dejen caer en el naturalismo, que es el letargo del espíritu.

La conquista del Estado

Todo lo que hemos dicho, en efecto, induce a pensar que se está alejando el peligro de una extranjerización definitiva de los pueblos hispánicos. Ese peligro no se desvanecerá nunca del todo, porque sus tierras son tentadoras, por lo grandes y ricas, pero no hay duda de que disminuye con las crisis de las grandes naciones de Occidente, que no es transitoria, sino definitiva, por haber fracasado los principios ideales que las guiaban, con su consiguiente desprestigio, que las ha hecho perder el poder de fascinación que ejercían sobre el resto del mundo, y, en particular, sobre nuestros países, y, en el caso de los Estados Unidos, con la necesidad de dedicar buena parte de sus energías a defender su tradición puritana frente a los pueblos extranjeros que habitan su territorio, al mismo tiempo que el crecimiento de población de nuestras naciones aumenta su capacidad de resistencia contra cualquier propósito invasor. También se fortalece la posición de los países hispánicos con la rehabilitación de nuestros valores históricos, que de consuno efectúan en estas décadas la curiosidad extranjera y nuestras propias investigaciones. Pero la Hispanidad no habrá salido definitivamente de su crisis, sino cuando afronte triunfalmente el mayor de los peligros que la acechan, que es el naturalismo, la negación radical de los valores del espíritu. Nuestra rehabilitación histórica no puede influir directamente sino en la gente culta, en la aristocracia, en la "élite". Al pueblo se le ha dicho demasiado que los obreros carecen de patria, para que sea empresa fácil que vuelva a emocionarse con las glorias de la Hispanidad, aparte de que en España hay vastas zonas populares que nunca compartieron las ilusiones y esperanzas de nuestras clases educadas, y en América ha de descontarse la tentación, que en las razas de color es tradición milenaria, apenas interrumpida por el período de evangelización, de dejarse vivir a la buena de Dios, en la inmensidad abrumadora de la tierra. Para salvar a nuestros pueblos de la caída en el naturalismo, habría que reconstruir el orden social, colocando a su cabeza una jerarquía secular, saturada de principios hispánicos, encendida en nuestros viejos ideales, resuelta a dedicar la vida al progreso y educación del pueblo, hasta hacer que prenda entre los más humildes la fe en la libertad espiritual y el ansia infinita de perfeccionamiento.

En los pueblos hispánicos hay de todo: minoría cultas, aristocracias de la sangre y de las maneras, masas manejables y perfectibles, ansias populares de progreso interior y un inmenso abandono, no sólo entre las masas populares, sino entre las clases que debieran velar por el mantenimiento y depuración de su sentido aristocrático. Hay pueblos que tratan de constituirse democráticamente; otros que han renunciado a ese empeño en vista de no haberlo podido realizar; algunos que han hallado en el caudillismo y en el mando único la posibilidad de la paz y del progreso; otros en que luchan la idea democrática con la aristocrática, a falta de un mando único y justo que otorguen a cada clase su derecho. Este es un momento de crisis, porque ya ha desaparecido entre las clases educadas la fe que alimentaban en poder constituirse en regímenes como los de Francia y los Estados Unidos, ahora también en crisis, que conciliasen la democracia y los respetos sociales, el sentido jurídico y la cultura general. Las democracias de ahora no se contentan ya con esta clase de regímenes: quieren ser niveladoras en lo económico, y naturalistas, es decir, negadoras de todos los valores del espíritu, en el orden moral.

Partamos del principio de que un buen régimen ha de ser mixto. Ha de haber en él unidad y continuidad en el mando, aristocracia directora, y el pueblo ha de participar en el Gobierno. También me parece indiscutible que ni la unidad de mando ni la aristocracia serán duraderas, como no prevalezca en su conciencia y en la de la nación la idea de que los cargos directores son servicios penosos y no privilegios de fácil disfrute. Lo que se pleitea es si ha de prevalecer en las sociedades un espíritu de servicio y de emulación, o si han de dejarse llevar por la ley de menor resistencia, para no hacer sino lo que menos trabajo les cueste, en un sentido general de abandono, lo que dependerá, sobre todo, de que se considere el Estado como un servicio o como el botín del vencedor.

Nada ha sido más funesto a los pueblos de la Hispanidad que su concepto del Estado como un derecho a recaudar contribuciones y a repartir destinos. Desde luego, puede decirse que se debe a ese concepto la división de la Hispanidad en una veintena de Estados. De esa manera se dispone de otras tantas Presidencias, Ministerios, Cuerpos Legisladores y "funcionarios de toda clase", que es la definición que ha dado el humorismo de la nueva República española. Cuando Cuba era colonia nuestra, su presupuesto total era de unos veintitrés millones de pesos, diez de los cuales se los llevaban los intereses de su especial deuda, y otros diez el ejército y marina, quedando apenas tres para los servicios civiles de la isla. Al hacerse independiente, cargó la Metrópoli con el servicio de la Deuda y con los gastos militares. El presupuesto de tres millones no tardó en rebasar la centena. Después ha bajado, a causa de la crisis, pero hubo momento en que todos los cubanos parecían nacer con su credencial debajo del sobaco. Las dictaduras surgen en América por la necesidad de poner coto al incremento de los gastos públicos. Las democracias, en cambio, nacen del ansia, no menos imperiosa, de dar a todo el mundo empleos del Gobierno.

Don Antonio Maura dijo de los presupuestos del Estado, que eran la lista civil de las clases medias. En su tiempo, apenas se conocían las reformas sociales, y aún no se soñaba con dar pensiones a los trabajadores sin empleo. El Estado contemporáneo es la lista civil del sufragio universal, lo que quiere decir que su bancarrota es infalible, hipótesis que la realidad confirma con la desvalorización de libras y liras, marcos y francos, que no ha impedido que el ulterior incremento de los gastos públicos vuelva a poner a los Estados en trance de nueva bancarrota. Es posible que este tipo de Estado esté destinado a prevalecer temporalmente en el mundo. Ello querría decir que todos los países habrían de pasar por una experiencia parecida a la de Rusia, y por tristezas análogas a la de su pueblo esclavizado y a la de su burocracia comunista, que le hace trabajar. De lo que no cabe duda es de que ese tipo de Estado absorbente tiene que conducir en todas partes a la miseria general.

Lo probable es que los pueblos de Occidente se sacudan esta tiranía del Estado antes de dejar que los aplaste. No sé cómo lo harán. En tanto que la posesión del Poder público permita a los gobernantes repartir destinos a capricho entre sus amigos y electores, y acribillar a impuestos y gabelas a los enemigos y neutrales, no es muy probable que los pueblos hispánicos disfruten de interior tranquilidad, ni mucho menos que la Hispanidad llegue a dotarse de su órgano jurídico, porque cada uno de sus pueblos defenderá los privilegios de la soberanía con uñas y con dientes. Es seguro que mientras no se encuentre la manera de cambiar de un modo radical la situación, se irá acentuando la tiranía y el coste del Estado, y a medida que disminuyen los estímulos que retienen a parte de las clases directoras en el comercio o en la industria, llegará momento en que no habrá más aspiración que la de ser empleado público. Pero este tipo de Estado ha de quebrar, lo mismo en América que en Europa, no sólo porque los pueblos no pueden soportarlo, sino porque carece de justificación ideal. Es un Estado explotador, más que rector. Antes de sucumbir a su imperio, preferirán los pueblos salvarse como Italia, o mejor que Italia, por algún golpe de autoridad que arrebate a los electores influyentes su botín de empleos públicos.

Entonces será posible que prevalezca en nuestros pueblos un sentido del Estado como servicio, como honor, como vocación, en que ninguno de los empleos públicos valga la pena de ser desempeñado por su sueldo, porque todos los hombres capaces hallarán fuera del Estado ocupaciones más remuneradoras, y en que, sin embargo, sea tan excelso el honor del servicio público, que los talentos se disputarán su desempeño y la sociedad los premiará con su admiración y rendimiento. Ese día se resolverán automáticamente los problemas que ahora parecen más espinosos. Los pequeños nacionalismos habrán dejado al descubierto la urdimbre de pequeños egoísmos burocráticos sobre los cuales bordan sus banderas. Tan pronto como el Estado-botín haya cedido el puesto al Estado-servicio, habrá desaparecido todo lo que hay de egoísta y miserable en el celo de la soberanía, para que no quede sino el espíritu de emulación, que no será ya obstáculo para que se entienda y reconozca la profunda unidad de los pueblos hispánicos, ni para que esa unidad encuentre la fórmula jurídica con que se exprese ante los demás pueblos, porque ya se habrá desvanecido el temor a que el Gobierno de otro pueblo hispánico nos imponga tributos, y la misma soberanía habrá dejado de ser un privilegio, para convertirse en una obligación. Pero, por supuesto, el Estado-botín no es sino la expresión política de un sentido naturalista de la vida, como el Estado-servicio la de un sentido espiritual o religioso.

En la hora actual, no parece que exista poder alguno capaz de sobreponerse al del Estado. La demagogia y el sufragio universal conducen a la absorción creciente de las fuerzas sociales por el Poder público. Pero no es muy probable que pueblos cristianos se dejen aplastar por sus Estados, ni parece posible que éstos sobrevivan a su excesivo crecimiento, porque se desharán por sí mismos, cuando no puedan los pueblos continuar sosteniendo sus ejércitos de funcionarios. Desde ahora mismo debieran prepararse las minorías educadas para aprovechar la primera ocasión favorable, a fin de sujetar al monstruo y reducir las funciones del Estado a lo que debe ser: la justicia que armonice los intereses de las distintas clases, la defensa nacional, la paz, el buen ejemplo y la inspección de la cultura superior. Porque ese Estado de las democracias, pagador de electores y proveedor de empleos, no es sino barbarie, y hay que buscarle sucesor desde ahora.

Resumen

La crisis de la Hispanidad es la de sus principios religiosos. Hubo un día en que una parte influyente de los españoles cultos dejó de creer en la necesidad de que los principios en que debía inspirarse su Gobierno fuesen al mismo tiempo los de su religión. El primer momento de la crisis se manifiesta en el intento de secularización del Estado español, realizado por los ministros de Fernando VI y Carlos III. Ya en ese intento pueden distinguirse, hasta contra la voluntad de sus iniciadores, tres fases diversas: la de admiración al extranjero, sobre todo a Francia o a Inglaterra y desconfianza de nosotros mismos, la de pérdida de la fe religiosa, y la puramente revolucionaria.

Al trasplantarse a América estos modos espirituales, destruían necesariamente los fundamentos ideales del Imperio español. No hemos de extrañarnos de que la guerra de la independencia fuera en el Nuevo Mundo una guerra civil. De una parte se alzaron contra los fermentos revolucionarios de la España europea los criollos aristócratas y reaccionarios; de otra parte, pelearon contra España, por temor a su posible reacción, los americanos de ideas revolucionarias.

Estos movimientos antiespañoles han buscado apoyo, de una parte, en el auge industrial y político de las naciones más hostiles a España, que ha hecho creer a numerosos intelectuales hispanoamericanos que eran modelos más dignos de imitación que la "atrasada" madre patria, y de otra parte, en el interés de fomentar a toda costa la independencia de Estados nacionales, proveedores de empleos para todos y, especialmente, para las clases educadas.

Pero todos estos aspectos de la crisis de los pueblos hispánicos pueden considerarse como históricos y pasados, aunque continúen influyendo en la realidad presente:

Primero, porque el valor de España y de su civilización está siendo reivindicado por todos los historiadores imparciales de alguna perspicacia.

Segundo, porque en todo el Occidente está volviendo a recobrar la fe católica la parte más excelsa de la grey intelectual. Una confesión que satisface a un Maritain, a un Papini, a un Chesterton o a un Max Scheler, no puede ya parecer estrecha a ninguna inteligencia honrada.

Tercero, porque los pueblos que fueron hostiles a la tradición de España están pasando por una crisis profunda, de la que no sabemos si podrán salir, como no se guíen por principios de autoridad y universalidad, análogos a los de nuestra tradición.

Y cuarto, porque los Estados democráticos nacionales son, en todas partes, demasiado costosos, y han de ser sustituidos por nuevas concepciones del Estado, en que éste deje de ser visto como usufructo nacional, para ser considerado como un servicio y un honor, ya que entonces surgirá espontáneamente la federación o confederación de todos los Estados hispánicos, aunque fuera preciso reconocer alguna norma y designar alguna autoridad, para evitar que exploten a sus pueblos...

El dilema de ser o valer

Sería mucha pretensión imaginarse que al tratar de definir la Hispanidad nos estemos aventurando "por mares nunca de antes navegados". El tema de la patria, de la nación o de la "ciudad" es tan antiguo como la cultura. El intento de definirlo, sin embargo, tropieza con dificultades que aún no han sido vencidas. Aquí los mapas nos sirven de poco. Hasta hace pocos años figuraba en ellos Polonia como parte de Rusia, Alemania y Austria, lo que no la impedía seguir siendo Polonia. La India es una de las colonias de Inglaterra, lo que no quita para que ningún inglés admita a un indio entre sus compatriotas. Y la Hispanidad aparece dividida en veinte Estados, lo que no logra destruir lo que hay en ellos de común y constituye lo que pudiera denominarse la hispanidad de la Hispanidad. Si este espíritu de las naciones o de los grupos nacionales fuera tan visible y evidente como el Ministerio de la Gobernación o la Dirección de Seguridad, no habría problema. Pero algo eludible y fugitivo debe de haber en su constitución cuando tantos españoles e hispanoamericanos de aguda inteligencia pueden vivir como si no existiera. Esa mariposa volandera es lo que quisiéramos apresar entre los dedos, para mirarla con detenimiento.

Este es un tema de tal naturaleza, que en cuanto se nos quiere simplificar se nos escapa. Cuando un joven francés de talento, como M. Daniel Rops, nos dice en su libro último Les années tournantes, que: "La patria no es un Moloch...Es un ser de carne y de sangre, de nuestra carne y nuestra sangre", no se sabe si M. Rops ha meditado bien las consecuencias de su aserto, porque si la Patria es un ser de carne y sangre, como sólo metafóricamente se puede hablar de la carne y la sangre de Francia, mientras que la carne y la sangre de los franceses son de una realidad indiscuti ble, resultará que Francia no es más que un nombre y que no hay más realidad que la de los franceses, con lo que se suprime la cuestión, que consiste precisamente en esclarecer en qué consiste la esencia de las naciones, la esencia de Francia. De las palabras de M. Rops se deduciría que no existe y que el patriotismo de los franceses no les obliga más que a ayudarse unos a otros, lo que es insuficiente, porque esta ayuda mutua puede ser muy cómoda para los que la reciben, pero muy incómoda para los que la dan, lo que hará probablemente preguntarse a éstos por la razón de que se hayan de sacrificar por sus hermanos, y a esta pregunta ya no hay respuesta, porque la razón de los deberes de solidaridad de los compatriotas ha de buscarse en la autoridad superior de la Patria, de la misma manera que las obligaciones de hermandad de los hombres dependen de la paternidad de Dios.

Esta autoridad superior de la Patria sobre los individuos es lo mismo que quiso expresar nuestro Cánovas con su magnífica sentencia: "Con la Patria se está con razón y sin razón, como se está con el padre y con la madre." Sólo que estas palabras no se deben entender literalmente, sino en su sentido polémico. Lo que quería decir Cánovas es que se debe estar con la Patria, porque de hecho su discurso se dirigía también a algunas gentes que no estaban conformes con su política ni con su sentido de la Patria. Quizás penetrara mejor en el espíritu de las naciones Mauricio Barrés al definirlas como "la tierra y los muertos", aunque tampoco se le ha de entender al pie de la letra, porque en ese caso describirían sus palabras más la esencia de un cementerio que la de una nación. Los muertos de Barrés no son los cadáveres, sino las obras, las hazañas, los ideales de las generaciones pasadas, en cuanto marcan orientaciones y valores para la presente y las que han de sucederla.

Pero lo mismo estos conceptos que el de D. Antonio Maura, cuando decía que "la Patria no se elige", envolvían cierta confusión entre la región de los valores y la de los seres, que conviene desvanecer de una vez para siempre, precisamente para que no se frustren los propósitos patriotas que animaban a tan excelsas personalidades, ya que lo mismo Cánovas que Maura que Barrés concibieron su patriotismo en disputa con los antipatriotas o los tibios, que no querían se sacrificaran intereses particulares en aras de una patria demasiado exigente. Así también se escriben estas páginas pensando en los muchísimos españoles e hispano-americanos de talento que han perdido el sentido de las tradiciones hispánicas, pero de ningún modo hemos de decirles, como Cánovas, Maura o Barrés, que tienen que estar de todos modos con la tierra y los muertos, sea su voluntad la que fuere, y que este es un hecho que está por encima del albedrío individual, aunque haya en este argumento su parte de verdad, porque es evidente, de otra parte, que el hecho de que aquellas gentes talentudas se coloquen frente a las tradiciones de su madre Patria o continúen ignorándolas, es por sí mismo prueba plena de que se pierde el tiempo diciéndoles que tienen que estar donde no están, como lo perdería el que dijese a ciegos, cojos o sordos que los hombres no pueden ser ciegos, ni cojos, ni sordos, y lo único que probaría es que estaba confundiendo el ideal con la realidad. Ahora bien: mentes esclarecidas no caerían en esta confusión si no fuera porque se trata de una materia en la que se entrelazan íntimamente el mundo del ser y el de los valores. Por eso es posible que un espíritu tan fino como el de M. Charles Maurras, en su Diccionario Político y Crítico, siga a nuestro Cánovas al considerar la Patria como un ser de la misma naturaleza que nuestro padre y nuestra madre. He aquí sus palabras:

"Es verdad; hace falta que la Patria se conduzca justamente. Pero no es el problema de su conducta, de su movimiento, de su acción el que se plantea cuando se trata de considerar o de practicar el patriotismo, sino la cuestión de su ser mismo, el problema de su vida o de su muerte. Para ser justa (o injusta) es preciso primero que sea. Es sofístico introducir el caso de la justicia, de la injusticia o de cualquier otro atributo de la Patria en el capítulo que trata solamente de su ser. Hay que agradecer y honrar al padre y a la madre, independientemente de su título personal a nuestra simpatía. Hay que respetar y honrar a la Patria, porque es ella, y nosotros somos nosotros, independientemente de las satisfacciones que pueda ofrecer a nuestro espíritu de justicia o a nuestro amor de gloria. Nuestro padre puede ir a presidio; hay que honrarle. Nuestra patria puede cometer grandes faltas; hay que empezar por defenderla, para que esté segura y libre. La justicia no perderá nada con ello, porque la primera condición de una patria justa, como de toda patria, es la de existir, y la segunda, la de poseer la independencia de movimiento y la libertad de acción, sin las cuales la justicia no es más que un sueño."

Con los sentimientos que inspira a M. Maurras podemos simpatizar de todo corazón, sin asentir a sus palabras, ni mucho menos compartir sus conceptos. Francia es un país central, que ha estado en todo tiempo rodeado de pueblos poderosos, a veces rivales y enemigos suyos. Los franceses han tenido que vivir desde hace bastantes siglos en constante centinela. Para resistir el ímpetu de estos vecinos han necesitados unirse íntimamente. Y por ese puede decir M. Maurras, en otra cláusula de su artículo, que: "El amor de la Patria pone de acuerdo a los franceses: católicos, librepensadores o protestantes; monárquicos o republicanos. La Patria es lo que une, por encima de todo lo que divide." Pero hasta en Francia hace falta predicar constantemente el patriotismo, y por eso pide M. Maurras que se conjure al Estado "a enseñar la Patria, la Patria real, concreta, el suelo sagrado en donde duermen los huesos de los padres y la semilla de los nietos, los siglos encadenados de la historia de Francia y las perspectivas de nuestra civilización venidera"; y añade que " la enseñanza de la Patria es la enseñanza y la defensa del nombre, de la sangre, del honor y del territorio francés." También tiene Francia sus antipatriotas. Contra ellos se yergue vigoroso, legítimo, inexpugnable, el ideal nacionalista.

Para defender la patria francesa contra sus enemigos externos e internos, M. Maurras cree conveniente alzar la categoría suprema de su pensamiento, que probablemente, en su filosofía positivista, es la de la realidad, la de la sustancia tangible y ponderable. Por eso dice que antes de la justicia o de la injusticia está el ser, lo que en los términos de nuestro modo de pensar equivale a afirmar la primacia o superioridad del ser sobre el valer. Ahora bien: al decir que la Patria es un ser positivo, que ha de defenderse a toda costa, M. Maurras está diciendo algo que coincide con el pensar común de los hombres, sobre todo en países como Francia, que han sufrido diversas invasiones en estas generaciones y donde la defensa nacional constituye una de las mayores preocupaciones de los hombres públicos y buen número de ciudadanos. Todo parece comprobar la idea de que la Patria es un ser: ahí están el territorio, la población, con sus características corpóreas, el lenguaje propio, los recuerdos personales de la última guerra, las memoria verbales y escritas de las guerras anteriores. De otra parte, esta filosofía, que hace preceder el ser a los valores, se acopla sin esfuerzo al sentir ordinario que supone que también en los hombres es anterior el ser a las obras de mérito o desmérito de que se hagan responsables en su vida. Este modo corriente de pensar halla su confirmación en las teorías evolucionistas, que hacen creer en la existencia de hombres y acaso de sociedades humanas anteriores a toda cultura, a toda obra del espíritu. Innecesario añadir que en la actualidad hay muchos millones de hombres que son evolucionistas, y aun darvinianos, sin tener una idea precisa de lo que se significa con esas palabras. Se trata de ideas que están en el aire, como la interpretación marxista o económica de la historia, lo que no quiere decir que sean verdaderas.

Porque también hay otra filosofía que supone que el espíritu es anterior a todo, y que en la ontología de la nación o de la Patria, el valor es anterior al ser. En Francia, por ejemplo, es también posible suponer que nació la patria francesa el día en que Clodoveo, rey de los francos, hizo de París su capital y adoptó la religión cristiana, porque entonces se efectuó la infusión de la ley sálica sobre sucesión de tierras en el derecho romano y el canónico, la del espíritu militar germánico en la civilización latina, la de un acento nórdico en una lengua romana y la de la religión católica en el espíritu racista y aristocrático de los pueblos septentrionales. Antes de Clodoveo no veo en el país vecino sino tierras y razas, elementos que contribuyen a formar la patria francesa, pero que no son todavía Francia. Francia surge con la amalgama físico-espiritual, que hace el rey Clodoveo, de elementos nórdicos, meridionales y universales, amalgama que tiene que ser de gran valor humano, porque su armonía y resistencia se han probado en el curso de mil cuatrocientos años de historia, al cabo de los cuales sigue siendo Francia la misma esencialmente, y aún parece dispuesta a resistir otros catorce siglos el oleaje del tiempo.

Al decir esto no se pretende resolver desde luego el problema de si el ser de las naciones es anterior a su valor o si es su valor, por el contrario, lo que crea y conserva su existencia. Lo que se afirma es que hay en ello una cuestión genérica, es decir, relativa a todas las naciones, que ha de esclarecerse antes que la específica de la Hispanidad. Y para precisarla mejor se ha de empezar por dejar establecido que en todas las naciones el patriotismo es complejo y se refiere al mismo tiempo al territorio, a la raza y a los valores culturales, tales como las letras y las artes, las tradiciones, las hazañas históricas, la religión, las costumbres, etc. El patriotismo del hombre normal se dirige al complejo de todo ello: territorio, raza y valores culturales. Ama el territorio natal porque es el que le ha nutrido, y su propio cuerpo viene a ser un pedazo de la tierra nativa. Quiere a las gentes de su raza porque son también pedazos de su tierra y se le parecen más que las de otros países, por lo cual las entiende mejor. Aprecia más que otros los valores culturales patrios porque su alma se ha criado en ellos y los encuentra más compenetrados con su tierra, su gente y el alma de su gente que los de otras naciones. Pero en este afecto hacia la territorio, la raza y los valores hay sus más y sus menos. Los pueblos quieren más el territorio y la raza; las gentes cultivadas, los valores. Entre los pueblos, el patriotismo de los nórdicos -ingleses, alemanes, escandinavos- es más racial que territorial; el de los latinos, más territorial. Entre los mismos españoles, el sentimiento de los catalanistas es más territorial que racial, mientras que el de los bizcaitarras, más racial que territorial. El hombre medio considera como su Patria el complejo de territorio, raza y valores culturales a los que pertenece, y no se pone a discurrir que lo constituyen elementos heterogéneos, de los cuales unos son "ónticos": el territorio y la raza, mientras que los culturales son espirituales o valorativos. Pero de esta heterogeneidad surge el problema.

El pensador -y a veces también el político, el escritor y todo el que intente ejercitar alguna influencia sobre sus compatriotas- tiene que preguntarse si en este complejo de la patria es lo primero y más fundamental el territorio, la raza o los valores culturales. ¿Cómo vamos a poner en tela de juicio el ser del Quijote o el de la batalla del Salado? No se trata de eso, sino de comprenderlos, para fijar su orden genético, para lo cual hay que dilucidar si el ser de la Patria, mezcla de elementos ónticos o de los valorativos, surge de sus elementos ónticos o de los valorativos. La consecuencia práctica de adoptar una u otra solución será de inmensa trascendencia, como hemos de ver más adelante. Se trata de uno de los máximos dilemas que pueden presentársenos en la bifurcación de los caminos: el de la primacía del valor o la del ser. En último término, hay que elegir entre pensar que en el principio era el Verbo, como dice San Juan, y que "el Espíritu de Dios flotaba sobre las aguas", como describe el Génesis, o suponer que nuestro verbo y conciencia y presunciones morales emergen inexplicablemente de la "tierra desnuda y vacía y de las tinieblas sobre el haz del abismo"... Pero la cuestión de la Patria no es tan complicada y será resuelta sin gran dificultad.

La Patria es espíritu

Digamos, desde luego, que antes de ser un ser, la patria es un valor, y, por lo tanto, espíritu. Si fuera un ser del que nosotros formáramos parte, no podríamos discutirla, como no discutimos sus elementos ónticos. Cada uno ha nacido donde ha nacido y es hijo de sus padres. Por lo que hace a los elementos ónticos, el Sr. Maura tenía razón: "la patria no se elige". Pero la patria es, ante todo, espíritu. Y ante el espíritu es libre el alma humana. Así la hizo su Creador.

España empieza a ser al convertirse Recaredo a la religión católica el año 586. Entonces hace San Isidoro el elogio de España que hay en el prólogo a la Historia de los godos, vándalos y suevos: "¡Oh España! Eres la más hermosa de todas las tierras... De ti reciben luz el Oriente y el Occidente..." Pero a los pocos años llama a los sarracenos el Obispo don Opas y les abre la puerta de la Península el Conde D. Julián. La Hispanidad comienza su existencia el 12 de octubre de 1492. Al poco tiempo surge entre nuestros escritores la conciencia de que algo nuevo y grande ha aparecido en la historia del mundo. Pero muchos de los marinos de Colón hubieran deseado que las tres carabelas se volvieran a Palos de Moguer, sin descubrir tierras ignotas. Con ello se dice que la patria es un valor desde el origen, y por lo tanto, problemática para sus mismos hijos, como el alma, según los teólogos, es espiritual desde el principio, ab initio.

Antes de la hazaña creadora de la patria hay ciertamente hombres y tierra, con los que la hazaña crea la patria, pero todavía no hay patria. Hasta que Recaredo no deparó el vínculo espiritual en que habían de juntarse el Gobierno y el pueblo de España, aquí no había más que pueblos más o menos romanizados y sujetos a un Gobierno godo, al que tenían que considerar como extranjero y enemigo. Gobernantes y gobernados habitaban la misma tierra, comunidad insuficiente para constituir la patria. Pero desde el momento en que los gobernantes aceptaron la fe, que era también la ley, de los gobernados, surgió entre unos y otros el lazo espiritual que unió a todos sobre la misma tierra y en la misma esperanza. Los hombres, la tierra, los sucesos anteriores, la conquista y colonización romanas, la misma propaganda del Cristianismo en la Península no fueron sino las condiciones que posibilitaron la creación de España. Tampoco sin ellas hubiera habido patria, porque el hombre no crea sus obras de la nada. Pero la patria es espíritu; España es espíritu; la Hispanidad es espíritu: aquella parte del espíritu universal que nos es más asimilable, por haber sido creación de nuestros padres en nuestra tierra, ahora llena de signos, que no cesan de evocarlo ante nuestras miradas.

La patria es espíritu como lo es la proposición de que dos y dos son cuatro, y esta es la razón de que nos equivoquemos tan a menudo en las cuentas. También es espíritu el principio que dice que, de dos proposiciones contradictorias, una, por lo menos, es falsa, lo que no impide que frecuentemente, sin darnos cuenta de ello, sigamos sobre un mismo asunto dos corrientes contradictorias de pensamiento. Toda la ciencia no es sino uno de los modos universales del espíritu. Pero ocurre, además, que el alma, "nuestra alma intelectiva es por sí y esencialmente la forma del cuerpo humano", como enseña Santo Tomás, y es artículo de fe desde los tiempos del Concilio de Viena de 1312, por lo que su formación y educación y salvación están ligadas también a las condiciones tempo-espaciales de su cuerpo, que es la razón de que desde el principio de los tiempos la Historia Universal sea la historia de los distintos pueblos y cada uno de ellos aprenda mejor la lección del holocausto en la vida de los propios héroes, que se sacrificaron por defender sus gentes y su tierra, que en la de los héroes de otros pueblos.

Como las obras de nuestros mayores han formado o transformado el medio físico y espiritual en que nos criamos, nos son también más fácilmente comprensibles que las de otros países. La patria es un patrimonio espiritual en parte visible, porque también el espíritu del hombre encarna en la materia, y ahí están para atestiguarlo las obras de arte plástico: iglesias, monumentos, esculturas, pinturas, mobiliario, jardines, y las utilitarias, como caminos, ciudades, viviendas, plantaciones; pero en parte invisible, como el idioma, la música, la literatura, la tradición, las hazañas históricas, y en parte visible e invisible, alternativamente, como las costumbres y los gustos. Todo ello junto hace de cada patria un tesoro de valor universal, cuya custodia corresponde a un pueblo. Puede compararse, si se quiere, al original de un libro antes de haberse impreso y cuando su autor trabaja en él. Ella, naturalmente, mientras: "No es Babilonia, ni Nínive, enterrada en olvido y en polvo". Mejor fuera decir que cada patria es un melodía inacabada, que cada hombre conoce y siente más o menos, en proporción de su memoria y su afición. Hay almas que recuerdan muchos más compases que las otras y las que mejor se saben la música ya oída suelen ser las que más intensamente anhelan la que les falta oír y las más capaces de componerla.

Al decir que la patria es una sinfonía o sistema de hazañas y valores culturales queda rechazada la pretensión que desearía fundar las naciones exclusivamente en la voluntad de los habitantes de una región cualquiera, ya constituidos en Estado independiente o deseoso de hacerlo. Al término de la guerra europea se intentó modificar con arreglo a este principio, la geografía política de la nueva Europa. Fue el Presidente de los Estados Unidos, Mr. Wilson, quién dedicó a esta finalidad cinco de los Catorce Puntos que propuso a los beligerantes, olvidándose quizás, de que su país libró la más sanguinarias de sus guerras al sólo efecto de impedir que se salieran con la suya los Estados del Sur, que quisieron vivir de propia cuenta. Así han surgido las repúblicas de Estonia y de Livonia y caído en la miseria las poblaciones del antiguo Imperio austro-húngaro. Y es que si las naciones no se basan más que en la voluntad, pueden triunfar los cantonalismos más absurdos. Vitigudino proclamará su independencia y hasta es posible que los pueblos vecinos la reconozcan, si están poseídos de la doctrina de que los derechos a la soberanía sólo se basan en la voluntad de quién los alega. Solo que los pueblos mudan de parecer y luego ocurre que sólo se mantienen las nacionalidades que pueden defenderse contra la ambición de sus vecinos, que también suelen ser las que encarnan algún valor de Historia Universal, cuya conservación interesa al conjunto de la humanidad.

En Francia tiene muchos adeptos la explicación voluntarista de las nacionalidades. La frase de Renan que considera las naciones como "plebiscitos permanentes", le incluye entre los voluntaristas. M. Boutroux ha tratado de sistematizar este pensamiento diciendo que la unidad de la nación está constituida "por la voluntad común, consciente y libre de los ciudadanos de vivir juntos y formar una comunidad política". Peor a este intento de definición ha podido objetar triunfalmente el alemán Max Scheler que no tiene sentido decir que la unidad de una persona espiritual colectiva consiste en la voluntad consciente y libre de sus partes, porque así no se constituye persona alguna. Si las partes de la nación, los individuos, son personas es precisamente porque su unidad no depende de "la voluntad consciente y libre" de las células que las constituyen. Sólo que al dar su solución frente a la doctrina de Bountroux, cae Max Scheler en un misticismo colectivista de aceptación difícil para una mente clara. Porque en su opúsculo:"Nation und Weltanschauung", escribe:

"La nación es una persona colectiva espiritual que convive originariamente en todos sus miembros (es decir, en sus familiares, linajes, y pueblos, porque los individuos no son nunca miembros) y ello de tal manera que lo que forma la esencia moral de la nación no es la responsabilidad de las voluntades individuales que pertenecen a ella, sin la solidaria responsabilidad original de cada miembro en la existencia, el sentido y el valor del conjunto."

En esta definición se salva el escollo de reducir la nación a un acto de voluntad coincidente de los individuos, pero se crea, en cambio, una responsabilidad colectiva de los linajes y los pueblos, que sólo puede tener carácter metafórico, como la sangre y el cuerpo de Francia, de que nos ha hablado M. Daniel Rops, porque la verdad es que no conocemos más responsabilidad que la de los individuos. Tal vez fuera deseable que todas las familias se sintieran responsables de los destinos de un pueblo, pero son muy contadas aquellas cuyos miembros sienten todos la patria de la misma manera. Lo que haca Max Scheler es imaginar un alma colectiva, a la que Renan hubiera querido enriquecer dotándola de conciencia propia. El pasaje de Renán se encuentra en el capítulo de "Sueños", de sus "Diálogos filosóficos":

"Las naciones, como Francia, Alemania, Inglaterra, las ciudades, como Atenas, Venecia, Florencia, París, actúan como personas que tienen carácter, espíritu, intereses determinados; se puede razonar acerca de ellas como de una persona; tienen, como los seres vivos, un instinto secreto, un sentimiento de su esencia y de su conservación, al punto que, independientemente de la reflexión de los políticos, una nación, una ciudad, pueden compararse a los animales, tan ingeniosos y profundos cuando se trata de salvar su ser y de asegurar la perpetuidad de su especie... La célula es ya una pequeña concentración personal: al consonarse juntas varias células, forman una conciencia de segundo grado (hombre o animal). Al agruparse las conciencias de segundo grado forman las conciencias de tercer grado: conciencias de ciudades, conciencias de Iglesias, conciencias de naciones, producidas por millones de individuos que viven la misma idea y tienen comunes sentimientos."

Es un razonamiento que cae por su base cuando uno se pregunta si es verdad que la conciencia que Renan llama de segundo grado, la del hombre, se crea por la consonancia de las células y cuando se reflexiona que tampoco es cierto que se formen conciencias de ciudades o de naciones al agruparse los individuos. No hay almas colectivas. No hay conciencias colectivas. Lo que hay es valores colectivos cuya conservación interesa a los individuos y a las familias y a los pueblos. Maeterlinck ha escrito que: "Los hombres, como las montañas, sólo se unen por la parte más baja. Lo más elevado que poseen se eleva solitario al infinito". Este dicho no es del todo cierto. Cuando rezan juntos unos cuantos hombres se están uniendo por la parte más alta. Pero, entendámonos, lo que se une de ellos son las finalidades de sus almas y no las almas mismas. Las almas no se unen entre sí; se unen en Dios o se unen en la patria. Mientras peregrinan por el mundo no pueden unirse en almas superiores, porque no hay en la tierra almas superiores a la humana. En el acto de la oración nuestra alma se eleva solitaria: "sola cum solo". Sólo de Dios espera la salud. De los santos no pedimos más que la intercesión. Y tampoco hace falta considerar a la patria como una diosa, para vivir y morir por ella. Nadie reza a su patria, pero todos estamos obligados a rezar por ella y de hecho rezamos, aunque sin darnos cuenta de ello, cuando pedimos el pan de cada día, porque de la patria lo recibimos casi siempre, lo mismo el del cuerpo que el del alma.

Por eso es insuficiente el patriotismo que sólo se refiere a la tierra o a nuestros compatriotas, aunque sea muy provechoso estimularlo todo lo posible. Es cosa excelente que los hombres se enternezcan el recuerdo del pasaje natal, que crean que las mujeres de su tierra son las más hermosas del mundo, que cifren su confianza en la honradez y virtudes de sus compatriotas y que estén seguros de que no hay alimento comparable a los de su región. También son valores los biológicos, aparte de que contribuyen a la felicidad de cada pueblo. Hasta pudiera decirse que con la conciencia de estos valores biológicos se forma el patriotismo de la patria chica, de la región nativa. Pero lo que forma la patria única es un nexo, una comunidad espiritual, que es al mismo tiempo un valor de Historia Universal. Imaginémonos un territorio habitado por gentes heterogéneas, sin unidad de lenguaje ni de ideales. Pues no constituirán una patria. Pensemos que están unidas por un espíritu de mutua defensa y por lazos de consanguinidad, pero no por la conciencia de valor universal alguno. Pues serán una tribu, pero no una patria, porque un día vendrán gentes que tengan verdaderamente patria y hablarán a la parte superior del alma de estos cabileños y los incorporarán a su nación. La patria se hace -perdóneseme si lo repito- con gentes y con tierra, pero la hace el espíritu y con elementos también espirituales. España la crea Recaredo al adoptar la religión del pueblo. La Hispanidad es el Imperio que se funda en la esperanza de que se puedan salvar como nosotros los habitantes de las tierras desconocidas. Los elementos ónticos, tierra y raza, no son sino prehistoria, condiciones sine qua non. El ser empieza con la asociación de un valor universal o de un complejo de valores a los elementos ónticos. Toda patria, en suma, es una encarnación.

El valor de la patria es anterior al ser. Aquí también han de entenderse las cosas a derechas. Desde un punto de vista cronológico es evidente que nada del ser es anterior al ser. Pero el nacimiento de la patria se debe a una idea que se expresa en un acto y el mantenimiento de la patria es un sistema de ideas, expresadas también en actos, que se acumulan en apoyo de la idea originaria o de lo que haya de esencial en ella. En sus "Diálogos filosóficos" dice Renán: "Yo creo, en efecto, que hay una resultante del mundo, una capitalización de los bienes de la humanidad y del universo, que se forma por acumulaciones lentas y sucesivas, con enormes desperdicios, pero con un acrecentamiento incesante, como en la nutrición del adolescente". Añade que sólo dura lo que se hace por el ideal y que anula el resto: "Como los egoísmos rivales se hacen en el mundo un contrapeso exacto, no queda para crear un efecto útil más que la suma imperceptible de la acción desinteresada". La patria es también una acumulación de todas las actividades que la crean, sostienen engrandecen. Lo que no puede sostenerse es que sea una acumulación incesante o fatal. Renan supone con plácido optimismo que los actos egoístas se contrapesan con exactitud. Lo supone, pero no lo demuestra, ni la experiencia lo confirma. Lo que la Historia Universal nos dice es que las naciones se engrandecen por acumulaciones sucesivas de acciones valiosas, que aumentan su valor original, pero que disminuyen y se disipan con las ruindades colectivas y los vicios individuales. El ser de las patrias se funda en el bien y en el bien se sostiene, no en ninguna clase de "sagrado egoísmo nacional". Los actos generosos, la contribución de cada pueblo al universal crecimiento del espíritu, es lo que le vale el fervor de sus hijos y aun el de los amigos que le sostendrán en la hora de la necesidad. Y si es cierto que la justicia internacional no prevalece siempre de momento, tampoco las injusticias pueden durar perpetuamente. Al cabo de tres siglos y medio de difamaciones, vemos rehabilitarse la memoria de Felipe II y con ella el buen nombre de España. No durará tanto la popularidad de las naciones que se dejan guiar por el egoísmo en sus relaciones con el resto del mundo y procuran después cubrir su desamor con la propaganda de mentiras o de lemas sonoros, pero sin ningún significado.

El deber del patriotismo

La patria es espíritu. Ello dice que el ser de la patria se funda en un valor o en una acumulación de valores, con los que se enlaza a los hijos de un territorio en el suelo que habitan. Y añadimos que con esta definición se aseguran, en la esfera teórica, mejor que con ninguna otra, los deberes patrióticos, por lo mismo que se los limita en su órbita normal, al mismo tiempo que se resuelven satisfactoriamente numerosos problemas, que quedan insolubles en el aire, lo mismo cuando sólo se atiende a los elementos ónticos de la nación: la tierra o la raza, que cuando se funda la patria en una tradición indefinida, es decir, en una tradición que no ha discriminado lo bueno de lo malo.

La patria la crea un valor; en el caso de España, la conversión de Recaredo y de la monarquía visigoda a la religión del pueblo dominado. La patria se funda en el espíritu, es decir, en el bien. En el bien se funda y en el bien se sostiene, así como en el mal se deshace; y por eso no creo que pueda aseverarse que la defensa de su ser sea anterior a su justicia o injusticia. Cualquier acto de justicia, la fortalece, cualquier injusticia la debilita. La gloria la glorifica, la vergüenza, la avergüenza. En el mundo de la vida individual permite Dios que prevalezca en algunos casos la injusticia. También en la historia de los pueblos, pero sólo por corto tiempo y ello con un propósito que luego se vislumbra. El padre Vitoria tenía razón al afirmar que: "Cuando se sabe que una guerra es injusta, no es lícito a sus súbditos seguir a su Rey, aun cuando sean por él requeridos, porque el mal no se debe hacer, y conviene más obedecer a Dios que al Rey."

¿Negaremos con ello que tienen razón los que dicen que se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre? Todo lo contrario. Se ha de estar con la patria como con el padre y con la madre, pero los mandamientos de la Ley no han de considerarse aislados, sino en su conjunto, en el compendio que los reduce a dos: el de amar a Dios y el de amar al prójimo. Se ha de estar con el padre, la que no quita para que sea heroica la fuga del hijo del ladrón, que huye de la tutela paterna porque no quiere que su padre le enseñe a robar. El mandamiento que nos pide honrar padre y madre supone que el padre y la madre se conducen como corresponde a la dignidad espiritual que la paternidad y maternidad implican. No se nos pide cumplir un mandamiento para conculcar todos los demás, sino que cada uno de los mandamientos, salvo el primero, que nos exige amar a Dios, está condicionado por los otros nueve. En el caso del padre Vitoria ha de tenerse en cuenta que se trataba del primer maestro en teología moral de su tiempo y que de entre sus discípulos salían los confesores de los Reyes de España, que se contaban entonces entre los poquísimos súbditos que conocían lo bastante los motivos de cada guerra, para poder resolver en conciencia sobre su justicia o injusticia. De hecho hay dos clases de hombres: los gobernantes y los gobernados. Los gobernantes están en la obligación de que su patria esté siempre al lado de la razón, de la humanidad, de la cultura, del mayor bien posible. Los gobernados no tienen normalmente razones para poder juzgar a conciencia de la justicia o injusticia de una guerra. Salvo evidencia de su in- justicia, su deber es obedecer las órdenes de su Gobierno. Y aunque tengan algunas razones para creer sus órdenes injustas, si no son suficientes para producir la certidumbre, en caso de duda deben ir con los suyos. ¡En la duda, Señor, con los nuestros!

A primera vista podrá parecer que a la patria le conviene siempre, con razón o sin ella, el sacrificio de sus hijos. Pero no es así. Y ello por dos razones. A la patria injusta se le pierde el respeto y se acaba por perderle el cariño. Si una nación mata y roba a otras, al solo objeto de engrandecerse, es inferior a sus hijos, porque éstos deben estar seguros de que su ser no mengua, sino que se agranda, cuando someten su albedrío a su moralidad. Hombres educados en una religión que nos enseña que Dios es amor, no puede rendir homenaje a una patria que todo lo exige sin dar nada. La patria-Moloch no merece nuestro sacrificio, ni alcanza nuestro afecto. Pero es que, además, si no velan con todo cuidado los encargados de ello por ligar escrupulosamente la causa de la patria a la del bien universal, no solamente perderán para ella el afecto de sus hijos, sino que suscitarán en contra suya enemistades que, tarde o temprano, le serán perjudiciales y acaso funestas. Cuanto más noble sea la conducta de la patria nuestra, siempre que no sacrifiquen con ello sus intereses vitales, lo que sería al mismo tiempo abandonar la causa de la justicia, cuanto más generosamente proceda, cuanto más rica sea en contenidos espirituales, tanto más la amaremos sus hijos, tanto más numerosos serán fuera de ella sus admiradores y amigos, tanto mayor su gloria, tanto más fundados sus títulos al respeto y al aprecio universales.

Este concepto de las patrias como tesoros espirituales hace justicia a su patente e indiscutible desigualdad. En las teorías ónticas, cuando se ve la esencia de la nación en la tierra o en la raza o en la tradición indefinida, es decir, sea la que fuere, todas las patrias son iguales. Todos los hombres han de querer o pueden querer con el mismo cariño su tierra o su raza o su tradición. Lo mismo ocurre cuando se funda en la "voluntad consciente y libre de los ciudadanos". Tan respetable es la del bosquimano como la del francés o el alemán. Pero todos sabemos que las naciones son desiguales, no solo en poder, riqueza y población, sino en su mismo ser. El patriotismo del cabileño o del turquestánico no es el mismo que el del inglés o el italiano. El ser nacional del salvaje o del bárbaro es mucho más indefinido que el del hombre civilizado. A medida que la cultura va multiplicando los vínculos nacionales se intensifica el patriotismo de los hijos de las distintas nacionalidades. La aparente intensidad del patriotismo en las naciones nuevas encubre malamente el temor de que, por tratarse precisamente de un patriotismo poco hecho, puedan perderlo fácilmente sus hijos o, tal vez, no llegar a adquirirlo, si se trata de inmigrantes o de hijos de inmigrantes. Lo que se dice con ello es que la patria, como el patriotismo, es un concepto gradual, y no absoluto, que unas patrias son más patrias que las otras, y sus hijos más o menos patriotas, según su cultura y la dirección de su cultura, y que los miembros de las nacionalidades son más o menos activos o pasivos, más o menos sujetos u objetos de la historia, con lo cual la teoría no hace sino confirmarnos lo que nos dice la evidencia.

Nuestra teoría hace también justicia a las diversas formas que puede adoptar el sentimiento nacional y a su diversa graduación jerárquica. Hay gentes que no llegan a sentir en la patria más que el afecto de la tierra o de las gentes o el acomodo a sus alimentos o costumbres. Sobre todo en estos siglos de extranjerización, ha habido españoles ilustres que, enamorados como estaban del cielo y del suelo patrios, de las canciones populares, de los caballos, de los vinos, de los cantares, de los bailes, no tenían, sin embargo, la menor noticia de que la epopeya hispánica ha sido tan importante para el mundo que, sin ella, no se explica la Historia Universal, como lo demuestra el completo fracaso del "Esquema de la Historia" de Mr. H. G. Wells, debido a su ignorancia de la fe y de las obras de España. El hombre es un complejo de cuerpo y alma. El patriotismo integral ha de responder a esta complejidad. Es, pues, necesario que gustemos y apreciemos la tierra, la gente, los productos, las costumbres de la patria nuestra. Pero si el patriotismo se refiere solamente a los elementos ónticos de la nacionalidad, podría degenerar en una pasión, a la que Lord Hugh Cecil negaba positivo valor espiritual. Es claro que Lord Cecil se refería puramente a este patriotismo del territorio y de la raza. Cuando se ama en la patria preferentemente su acción y significación espiritual, el patriotismo no es sólo una pasión, sino un deber, un mandamiento de los más elevados, porque en el amor al espíritu nacional amamos al Espíritu, que es Dios.

Pudiera decirse que el patriotismo de la tierra es el natural, y que suele ser la ausencia y la nostalgia quienes nos lo descubren. En los países de América se da frecuentemente el caso del joven inmigrante español que, al cabo de algunos años de residencia, siente que no puede seguir viviendo sin tomar contacto con la tierra nativa. Será inútil que se le diga que en el Continente americano hay muchas tierras y diversos climas, que convendrán mejor a su salud que el terruño nativo. Nuestro compatriota estará convencido de que lo que necesita es el aire y el sol de su provincia y de su pueblo, el trato de sus gentes, el pan de su infancia, aunque sea más negro. Y ese patriotismo irracional tendrá también razón. Pero hay también otro patriotismo, que conoce el hombre que ha vivido, no sólo con el cuerpo, sino con el espíritu, en países extranjeros, y estudiando sus idiomas, y aprendido a manejarlos, y que tal vez se ha labrado en ellos una posición y un nombre, y que también un día siente que la vida del país extranjero en donde habita fluye como al margen de su propia vida. En realidad, probablemente no le importa tanto lo que en él ocurre como los sucesos de su propia patria, lo que le hace, tal vez, un poco distraído e impide que se entere de cosas que en su país le hubieran apasionado, por lo que un día llega a la conclusión de que el pan espiritual de otras naciones no le aprovecha tanto como el de la propia, y no es final deseable para un hombre de espíritu morirse fuera de la patria, después de haber vivido algunos años en calidad de extranjero distinguido, por lo que, aunque su patria sea áspera y pobre y le regatee el salario y la fama, decide volver a ella en busca del aguijón de los problemas nacionales, sólo por que son los suyos propios y las raíces de su patria.

Este es el patriotismo espiritual, más poderoso que el de la tierra y el de la raza. Alemania es tal vez el país cuyos hijos se desnacionalizan más fácilmente cuando viven en el extranjero. Lo demuestra el inmenso número de ellos que se hicieron ciudadanos norteamericanos o ingleses o belgas en tiempos de mayor migración que los actuales. Pero estos alemanes eran generalmente los que no habían pasado por las Universidades y otras escuelas superiores, y su desnacionalización se debía, probablemente, a que encontraban más fácilmente la cultura de otros países que la de el suyo propio, donde hasta los periódicos de gran circulación están escritos por universitarios, al parecer, con el propósito de que sean también universitarios sus lectores. En cambio, los doctores germánicos no se acomodan a país alguno que no sea germánico también. No soportan el destierro sino obligados por la necesidad. Y ello es otra prueba de que cuanto más intensa es la cultura, más desarrollado está el espíritu nacional. La aparente excepción de los misioneros que dedican la vida a la propaganda de la religión en países salvajes o poco civilizados se explica por el hecho de que no haya apenas misioneros que se contenten con propagar la religión. Todos procuran difundir y enaltecer el espíritu de la nación en que han nacido, y a su obra misionera deben los países que los envían buena parte de su influencia en el resto del mundo. Los intelectuales alemanes han solido ser hasta ahora los menos tocados de nacionalismo. Como escribe Federico Sieburg, en su "Defensa del nacionalismo alemán", lo normal entre ellos, aunque amaban los clásicos de su país, sus paisajes, sus cantos, etc., es que no pensaban que tuvieran que ocuparse especialmente de Alemania. Pero cuando han visto que les faltaban los medios materiales, la necesaria amplitud del territorio para mantener y acrecentar el patrio espíritu, a surgido entre ellos un patriotismo tan ardoroso y exaltado, que el mundo tendrán que hacer justicia a sus legítimas reivindicaciones, si ha de evitar gravísimos conflictos.

Con ello se dice que en el patriotismo espiritual incluye también el territorial, porque en la tierra se hallan las condiciones materiales de la posibilidad de que el espíritu realice su misión, aparte de los signos y estímulos que la obra de las generaciones anteriores ha puesto en ella. Pero no sería exacto decir que el patriotismo territorial, en cambio, es independiente del espiritual, porque el espíritu está presente en todo, aunque dormido a veces. La filosofía de Witehead nos dice que toda experiencia es bipolar. En lo físico se apunta lo espiritual; en lo espiritual, la tendencia a encarnar en lo físico. En todas las cosas se da también y al mismo tiempo lo universal y lo particular. Sustento de los hombres y a la vez materia moldeada, embellecida y formado por su espíritu, la tierra en que las patrias se asientan no es tampoco extraña al espíritu. Físicos contemporáneos, como sir James Jeans. nos dicen que también son espíritu los átomos. Lo esencial e importante para nosotros, hombres, complejos de alma y cuerpo, es que la obra espiritual realizada en nuestra tierra por gentes de nuestra raza, cuya sangre corre por nuestras venas, cuyo lenguaje expresa nuestras ideas, marca una ruta ideal que también es la nuestra, no sólo porque dimos en ella los primeros pasos en la vida y porque todo en torno suyo nos anima a la marcha, sino porque fuera de ella somos niños perdidos en el bosque.

Días pasados leía en el Paraninfo de la antigua Universidad de Alcalá los apellidos de sus profesores más ilustres; unos me eran conocidos; otros, no; todos ellos hombres que con sus escritos y palabras habían tratado de abrir paso al espíritu por las cabezas de sus discípulos. La mera lectura de sus nombres me hacía estremecer de emoción. ¿Puede creer nadie que la obra de esos maestros se ha desvanecido por completo? ¿O que no significa para nosotros nada distinto de las de sus contemporáneos de Oxford o Nápoles? ¿Que no hay en nosotros modos y esencias que tienen su origen en las tareas de los profesores de Alcalá? No se diga que el signo del espíritu es la universalidad. La maldad es tan universal como la bondad. Nadie sabe dónde ni cuándo nació Satanás, ni tampoco se fijó su imagen en el paño de ninguna Verónica. La bondad deja sus signos individualizados en el espacio y en el tiempo. La maldad, en cambio, es destructora, y no deja más señal que la nada. Por donde pasa el caballo de Atila no vuelve a nacer hierba.

El mejor maestro del patriotismo es San Agustín: " Ama siempre a tus prójimos, y más que a tus prójimos, a tus padres, y más que a tus padres, a tu patria, y más que a tu patria, a Dios", escribe en "De libero arbitrio". "La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa... Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abuelos", dice otro texto del mismo libro. "Vivir para la patria y engrendar hijos para ella es un deber de virtud", se lee en "La ciudad de Dios". "Pues que sabéis cuán grande es el amor de la patria, no os diré nada de él. Es el único amor que merece ser más fuerte que el de los padres. Si para los hombres de bien hubiese término o medida en los servicios que pueden rendir a su patria, yo merecería ser excusado de no poder servirla dignamente. Pero la adhesión a la ciudad crece de día en día, y a medida que más se nos aproxima la muerte, más deseamos dejar a nuestra patria feliz y próspera", escribe en una de sus cartas.

He aquí un sentido completo de la patria. La que engendra es la raza; la que nutre, la tierra; la que educa, la patria como espíritu, a la que se quiere tanto más cuanto más tiempo pasa, es decir, cuanto más la conocemos. No es meramente la tierra, como decía un anarquista que llevaba a su hijo a una frontera, para hacerle ver que no hay apenas diferencia entre una nación y otra. No es tampoco meramente un ser moral, puesto que ha encarnado en los habitantes de un territorio. Pero no es tampoco una conciencia colectiva, como quisiera Renan. No es una superalma. Es más que el Estado, porque éste puede sernos opresivo y explotador, y no pasa de ser el órgano jurídico y administrativo de la patria. En cierto modo, es inferior al hombre; porque el hombre tiene conciencia y voluntad, y la patria no las tiene. Pero le es superior, porque puede durar sobre la tierra, porque debe durar, si lo merece, hasta el fin de los tiempos, engendrando, nutriendo y educando a las generaciones sucesivas, y el hombre es efímero. No podría decirse, sin embargo, que el hombre ha sido hecho para la patria; porque la verdad es que las patrias han sido hechas para los hombres, para que los hombres puedan espiritualizarse en esta tierra y no lo conseguirán del todo si no dedican la existencia a procurar que merezca su patria perdurar hasta el fin de los tiempos, cosa que no se logrará si no la hacemos servir a la justicia y a la humanidad.

El Estado no es Dios; la patria, tampoco. Debemos amarla, como San Agustín nos dice, más que a todas las cosas, después de Dios; pero, por su bien mismo, por su grandeza misma, no debemos amarla por si misma, sino en Dios, y sólo así, si nos sacrificamos individualmente por ella, y al mismo tiempo empleamos nuestra influencia en hacer que sirva a su vez los principios de la justicia universal y los intereses generales de la humanidad, perdurará y prosperará la nación nuestra. Pero si la convertimos en ley absoluta, y si nos persuadimos o se persuaden sus gobernantes de que los intereses del Estado tienen que ser justos por ser del Estado, haremos con la patria lo que con la mujer o con los hijos a quienes se lo consintamos todo por exceso de amor, y es que los echaremos a perder. Vivamos, pues, para la gloria e inmortalidad de la patria. No será inmortal si no la hacemos justa y buena.

La tradición como escuela

"Donde no se conserve piadosamente la herencia de lo pasado, pobre o rica, grande o pequeña, no esperemos que brote un pensamiento original, ni una idea dominadora." A propósito de esta sentencia, acaso la más conocida de Menéndez y Pelayo, me escribía hace años D. Miguel Artigas, que hay que fijarse que en ella se asocian las palabras "original" y "dominadora". Una idea original se puede producir en cualquier ambiente, conserve o no la herencia de lo pasado, pero sólo será dominadora si encuentra ya el camino abierto para ella por una sucesión de ideas que la sirvan de ante-

cedente, y ello por una razón: la de que en un pueblo se conservan como en depósito de sentimiento los pensamientos del pasado y que una idea no puede ser dominadora si no logra el apoyo popular.

El Sr. Artigas me daba un ejemplo de esta tesis. Leyendo a Quevedo se encontró con la idea de que la cualidad dominante del "valido", es decir, del político, ha de ser el "desinterés". No era una opinión particular, porque así han pensado los españoles desde los tiempos más remotos, desde los de Viriato el pastor y el rey Witiza, y en la actualidad no alcanzan popularidad plena sino aquellos hombres públicos cuyo desinterés es notorio y salen de las posiciones más altas tan pobres como han entrado en ellas. Es natural que no todos los españoles compartan este sentimiento. Hay algunos que califican de "santonismo" esta preferencia del desinterés sobre el talento, que tan arraigada se halla en nuestro pueblo, pero a pesar suyo es un hecho que el hombre público no es popular entre nosotros si no sacrifica sus intereses privados al común. Como sepa vivir dignamente su pobreza, después de ocupar la Presidencia del Consejo de Ministros, se le perdonan muchas faltas, incluso la de una verdadera capacidad política, incluso la falta de visión, que, según el Libro de los Proverbios, hace morir al pueblo. (Prov. 29, 18.)

Otras naciones no comparten esta exigencia nuestra. Mirabeau recibía dinero de Luis XVI por sus informes, y ello no quebrantaba su reputación entre los revolucionarios. Danton lo recibió no tan sólo de Luis XVI, sino del Duque de Orleans y del Gobierno de Inglaterra, y durante muchos años se le consideró como "la encarnación del patriotismo revolucionario y hasta del patriotismo a secas", como dice M. Gaxotte, en su historia de la Revolución francesa. Durante la gran guerra hemos visto formar parte del Gobierno de diversas naciones a hombres interesados en los contratos de aprovisionamiento, sin que se produjera escándalo. Y, sin embargo, el pueblo español tiene razón. El hombre público ha de ocuparse de los intereses generales, y no de los particulares suyos. No es sólo la tradición nuestra la que ha sentido que había oposición entre unos y otros. Horacio ensalza aquellos tiempos viejos, en que eran pequeñas las rentas de los particulares, pero grandes las de la comunidad:

Privatus illis census erat brevis,

Commune magnus.

Y, de otra parte, es imposible atender al mismo tiempo los cuidados particulares y los públicos. La política es absorbente. Al hombre dado a ella no le debe quedar tiempo para pensar en sí.

He aquí, pues, un sentimiento tradicional que nos sirve de guía orientadora en la elección del caudillo político. Tal vez nos prive, en algún caso excepcional, de un buen estadista, aunque cuidadoso de sus bienes privados. En la generalidad de los casos el índice del egoísmo se nos revelará contrario al del valor político. Y de todos modos sabremos siempre que la virtud del desinterés servirá de pedestal al caudillo y que, en caso de que le falte, habrá que vencer cierta resistencia para hacerle popular. Pero si el caudillo se amolda a esta antigua predilección popular, podrá emplear en su obra de estadista la energía que en otro caso hubiera necesitado para adquirir la indispensable popularidad. Con lo cual queda evidenciado que el carácter original y dominador de su obra dependerá, en buena parte, de su adecuación a las condiciones exigidas por "la herencia de lo pasado".

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Otro ejemplo de la utilidad inmensa que puede derivarse de la tradición, cuando se la acepta como escuela, lo encontramos en la justicia y en su administración. No cabe duda de que ambas fueron excelentes en España durante siglos. El paradigma de Isabel la Católica recorriendo a caballo las vastedades de su reino, para presidir los juicios de la Santa Hermandad, hizo que nuestra Monarquía concediera durante siglos esencial importancia a la justicia. Y hoy reconocen los historiadores que no fue en vano. El inglés David Loth, en su biografía de Felipe II, confiesa sin reparos que en España se gozaba de más seguridad de vida y hacienda que en ningún otro país europeo. Lo mismo dice el crítico Cervantes en su "Persiles". El jurisconsulto argentino D. Enrique Ruiz Guiñazú ha dedicado una obra capital, "La Magistratura indiana", a demostrar que las Audiencias americanas fueron organismo principal de la obra civilizadora de España y de que sus grandes privilegios se debían a que todos los reyes de Castilla tenían especial cuidado en recordar a virreyes y arzobispos que los oidores de sus Audiencias representaban inmediatamente a la persona real y encarnaban su autoridad primera. En caso de vacar los virreinatos, eran las Audiencias las que gobernaban el territorio y este privilegio de la justicia no fue abolido hasta 1806, en vísperas ya de la separación. A partir de esta fecha, ninguno de los pueblos hispánicos se ha distinguido por la excelencia de su administración de justicia. ¿Qué es lo que ha cambiado desde entonces?

En su estudio sobre el padre Vitoria, escribe el padre Menéndez Raigada, obispo de Tenerife: "Trasponiendo la materialidad de las normas jurídicas, efímeras e imperfectas como obra humana que son, es como Vitoria ha podido desentrañar la médula de la verdadera juridicidad; remontándose a las cumbres de la Moral, es como ha podido dominar el panorama jurídico y descender luego con pie seguro para abrir al Derecho sus legítimos cauces; buceando en la naturaleza humana y arrancando sus bloques de la cantera del Derecho natural, es como ha podido construir su ciclópeo castillo del Derecho de gentes." Pero no era sólo el padre Vitoria el que trasponía los límites del Derecho para buscar en la moral su fundamento. Esto se venía haciendo desde hacía siglos y no sólo para la creación del derecho de gentes. En su libro sobre el doctor Palacios Rubios, cuenta D. Eloy Bullón que "en las alegaciones jurídicas, y aun en las sentencias de los tribunales", se habían extendido "la moda y el abuso de estudiar con excesiva preferencia el Derecho romano y canónico y de citar constantemente autores extranjeros", que no eran siempre juristas, puesto que éstos se fundaban, a su vez, en las opiniones de moralistas y filósofos. Añade que la Corona misma autorizó por decreto de 1499: "que adquiriesen valor legal en nuestros tribunales, aunque solamente a título supletorio, las opiniones de los doctores Bartolo de Sasoferrato, Baldo de Ubaldis, Juan de Andreas y Nicolás de Tudeschis, llamado el Abad Panormitano". Y muchos años después, Solórzano Pereira no se contenta con citar autores y providencias españolas en su obra sobre la "Política indiana", sino que no hay jurista, ni clásico antiguo, medieval o de su tiempo al que no se haga contribuir al esclarecimiento y justificación de las leyes de Indias.

Y ello explica, a mi juicio, la excelencia de nuestra justicia en aquellos tiempos. Estaba administrada por hombres cuya misión no se reducía a aplicar determinado artículo de cierta ley a cierto caso, sino que en cada sentencia y en cada alegación se remontaban a las fuentes mismas de la moral y del derecho, no dejando que la letra de la ley les matase el espíritu, sino buscando en éste la vida del derecho y su efectividad. Cada administrador de la justicia podía sentirse revestido de la dignidad del legislador, porque en cada dictamen se apelaba de la letra de la ley al espíritu y al propósito que la inspiraron. Y por esta elevada conciencia de su misión encontraban los jurisconsultos plena satisfacción de sus funciones, como se muestra en el empaque y circunstancias de las obras de nuestros tratadistas. Hombres que a diario tenían que remontarse a las fuentes mismas del Derecho y al panorama de la jurisprudencia universal eran felices en su oficio, porque ejercitaban las más nobles actividades del espíritu.

Las cosas cambiaron desde que en el siglo XVIII empezó a difundirse en España la tesis de que la ley no era sino la expresión de la voluntad general o el mandato del Soberano, individual o colectivo, a las personas sometidas a sus órdenes, porque así se prescindía nada menos que del carácter moral de las leyes, con lo que, poco a poco, se fueron olvidando nuestros juristas de que, como habían aprendido en Santo Tomás, en Soto y en nuestra escuela clásica, la ley debe ser justa, y la ley que no es justa no es ley, sino iniquidad. En otros países no fue así, y ello por la razón sencilla de que los conceptos de Rousseau y de Austin tuvieron que adaptarse a los tradicionales, pues, como escribe Alfredo Weber en sus "Cuadernos de Política" : "La antigua vida de la comunidad europea, resonando en el pensamiento común europeo, se había mostrado bastante fuerte para encerrar en el paréntesis de un derecho natural naciente al nuevo Estado soberano de una comunidad europea". En España, en cambio, se tomaron al pie de la letra, y desprendidas de sus raíces las nuevas ideas, se rompió ese paréntesis del derecho natural, y de mal en peor recientemente se ha llegado a la monstruosidad de que preguntado un periódico de izquierdas si sería justa una ley en que votasen las Cortes Constituyentes la decapitación de todos los hombres de derecha, contestó llanamente: "Pues si la votasen, sería lo justo".

Divorciada la ley de los principios orales del derecho y de la jurisprudencia universal, nuestros abogados no tienen ya que ocuparse sino de encontrar en el Alcubilla una aplicación al caso concreto que se les presenta. Y esta es la razón de que los más eminentes se tengan que dedicar a la política. Nadie puede sentir satisfacción interna en aplicar disposiciones formuladas por una colectividad que no se cuida sino de satisfacer pasiones e intereses de partido. Podremos llamar derecho a esas disposiciones, pero, en el fondo, estamos persuadidos de que no son derechos. Aquí también nos ha sido funesta la ruptura de la tradición. Para que en el orden jurídico se pueda producir una idea original y dominadora ha de amoldarse a aquel propósito general de establecer el bien en la tierra que, desde los tiempos más remotos, ha inspirado toda legislación digna de este hombre. Y para ello habría que empezar por resucitar el concepto que de la ley tenían nuestros clásicos, cuando veían en ella, como Santo Tomás, una ordenación racional enderezada al bien común.

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Todavía citaré otro ejemplo. España ha producido tres de los cinco grandes mitos literarios del mundo moderno: Don Quijote, Don Juan y la Celestina. Los otros dos son Hamlet y Fausto. Hay quien añadiría a esta lista el Raskolnikoff de Dostoyevsky, en "Crimen y Castigo". Tengo entendido que Raskolnikoff significa en ruso: "partido en dos", y si fuera, en efecto, necesario que se rompa el hombre de la ética social para que surja de sus pedazos el hombre espiritual sería otra de las grandes figuras literarias, porque implicaría un problema moral permanente. Pero no lo he estudiado lo bastante. El hecho es que habiendo producido los españoles la mayoría de los grandes mitos literarios modernos, deberíamos saber mejor en qué consisten y cómo se producen. De no haber vivido pendientes de los últimos libros extranjeros, habríamos advertido que estas grandes creaciones del espíritu humano se parecen todas ellas en una cosa: en que no son tipos de la realidad, aunque infinitamente más claros y transparentes que los reales, como lo prueba el hecho de que conocemos mucho mejor a Don Quijote que a nuestros familiares y a nosotros mismos. No son seres reales, pero sí las ideas platónicas, si vale la palabra, de los seres reales. Don Quijote es el amor, Don Juan el poder, la Celestina, el saber, pero, aparte de mostrársenos como la personificación de estas ideas, se supone que por lo demás, son personajes humanos, que se mueven y viven y mueren en el mundo de la realidad, porque sólo la realidad cotidiana del mundo puede dar el necesario realce a la idealidad de estos grandes fantasmas literarios. Pues bien, si hubiéramos visto con claridad que estas figuras supremas son proyecciones del deseo o del temor o de ambos en la linterna de la imaginación y que su grandeza se deriva de los problemas morales que personifican, España hubiera podido convertirse en estos siglos en una fábrica gloriosa de mitos literarios, porque Don Quijote, Don Juan y la Celestina no representan sino aspectos parciales del amor, del poder y del saber, y si la duda y el ansia de experiencias han servido para crear tan grandes figuras como Hamlet y Fausto, es de creer que lo mismo pueda hacerse con la conciencia y la vigilancia, y aun con cada uno de los vicios y de las virtudes y con todos los distintos aspectos del saber, del poder y del amor que sugieran a la fantasía los cambios de los tiempos.

Es probable que ni Cervantes, ni Tirso, ni Fernando de Rojas necesitaran saber bien lo que hacían para crear sus personajes. Pero es sabido que en la historia del arte los períodos reflexivos suceden a los espontáneos. Esta reflexión puede hacerse lo mismo sobre los autores extranjeros que sobre nuestros clásicos. En general, es conveniente que los escritores estén al tanto de la literatura universal, para que aprendan en todas las escuelas las categorías y las técnicas de su arte. Pero la propia tradición no es sólo el mejor maestro, sino un camino medio andado y la indicación del que ha de andarse. La tradición, como corriente histórica, no sólo nos sitúa con justicia en nuestra actualidad, sino que nos orienta hacia lo porvenir. Hasta sus mismas lagunas parece que nos están señalando la región a donde debieran aplicarse nuestras facultades creadoras. Y es que nuestra obra de arte, a diferencia de la extranjera, no es para nosotros meramente una obra, sino la culminación de un proceso y el manantial de nuevas aguas. Don Quijote es el término de la epopeya nacional del siglo XVI, el desencanto que sigue al sobresfuerzo y al exceso de ideal, pero también la iniciación de un mandamiento nuevo: "¡No seas Quijote!", a veces prudente, a veces matador de entusiasmos, como losa de plomo que nos colgáramos al cuello. Con lo que indico que también el "Quijote" está por rehacer. En la Argentina se ha rehecho dos veces, y ambas con éxito. La primera en el Martín Fierro, de Hernández, hace ya más de medio siglo. La última, y aún reciente, en Don Segundo Sombra, de Güiraldes. Se trata en ambos casos de un Don Quijote gaucho y de las figuras literarias de más envergadura que han navegado por aguas de América. Aunque sea literariamente la Argentina el más afrancesado de los pueblos hispánicos, ha tenido que inspirarse en la tradición española, que es la suya, para crear sus tipos máximos. Y lo mismo ciertamente ocurrió a España, porque en pleno romanticismo tuvo Zorrilla el pensamiento de renovar la figura de Don Juan, que ya llevaba más de dos siglos en la escena, y nadie negará que su Tenorio constituye el fantasma de más luz que en el curso del siglo XIX han producido las letras de España.

"Nihil innovatur, nisi quod traditum est", dice un viejo apotegma, que viene a expresar la misma idea que Menéndez Pelayo. Sólo se renueva lo que de la tradición hemos recibido. Se consumen en vano los talentos cuando buscan por los espacios vacíos la originalidad. El hombre no crea de la nada. Es necesario, ya lo he dicho, que volvamos los ojos a la obra del mundo para depurar las categorías y perfeccionar las técnicas de nuestro arte. Pero ello ha de ser para emplazarnos de nuevo en la corriente de nuestra tradición, porque en ella nos esperan, como en una caja de resonancia, las voces de los muertos y la mejor inteligencia de lo que dicen nuestros contemporáneos, para animarnos a la obra. Y en la tradición es todo escuela, lo mismo el acierto que el error, el éxito que el fracaso, porque ella ha creado en torno nuestro lo mismo lo que tenemos y gozamos, que lo que no tenemos y habemos menester.

La busca del no ser

Sobre el ser de los pueblos se han escrito los mayores absurdos. Acaso ninguno tan pintoresco como el que afirma que Francia es el ser, mientras que Alemania es el devenir. Fue Henri Massis, en su Defensa de Occidente, quien dijo a los franceses que el hombre occidental "había querido ser y no había consentido perderse en las cosas", mientras que los asiáticos confundían la propia personalidad "en el inmenso equívoco de una ilusión de las formas vivientes". También fue Massis quien acusó a los alemanes de la posguerra de haberse dejado ganar el espíritu asiático de un Dostoievski o de un Tagore (salvemos las distancias). Después vino el alemán Federico Sieburg, gran escritor, y dijo: "La juventud alemana ha preferido siempre tender al infinito que contentarse con lo hecho. Quiere devenir, no vivir; crear, no gozar; resolver, no ver pasar. Francia está ya hecha". Y por influencia de ambos polemistas, los periódicos de Francia y de Alemania han creado en mutua oposición, pero, en el fondo, con acuerdo mutuo, dos nuevos tópicos: Francia, es el ser; Alemania, el devenir.

La verdad que hay en todo ello es muy modesta y poco metafísica. No es que el espíritu de Francia sea todo o principalmente ser, ni el de Alemania todo o en su mayor parte devenir, sino que Francia está contenta con los territorios que le conceden los Tratados, y Alemania, no. Para conservar estos territorios el espíritu de Francia no sólo es, sino que deviene todo lo que juzga necesario; y para poder adquirir los que juzga indispensables a su vida, el de Alemania no sólo deviene, sino que es. Ni Francia se dedica a clavetear el Universo, para que no se mueva, ni Alemania a fundirlo en un gran horno, para que todo él fluya. Ya Aristóteles vio que el ser y el devenir se daban juntos y ni el Occidente, ni el Oriente lograrán separarlos. Los españoles no tuvimos nunca el menor inconveniente en ver estas cosas como Aristóteles y el padre González Arintero tituló su obra fundamental: Desenvolvimiento y vitalidad de la Iglesia, para evitar lo mismo: "los excesos del estancamiento, o sea, la petrificación del antiquísimo", que para no dar: "en el extremo opuesto, aun más peligroso del modernismo, que nos induce a suicidarnos con pretexto de vivificarnos". Cuando se oye al que ha dicho: "Soy el Camino, la Verdad y la Vida", no es lícito hipostasiar las debidas distinciones para convertirlas en ilegítimas separaciones, porque en la Verdad están la Vida y el Camino; en el Camino, la Verdad y la Vida, y en la Vida, la Verdad y el Camino.

Cuando se dice que Alemania es el devenir y Francia, el ser, lo que se hace es tomar por esencias genéricas las diferencias específicas y acaso momentáneas, como si se dijera de un músico que es todo oído o de un pintor que no es más que visión. Excusado es decir que si el aserto tuviera fundamento harían bien el músico y el pintor en consultar a un médico. Hay quien tiene un concepto especializado de las naciones, parecido al de los antiguos librecambistas, que deseaban que España se limitara a producir aceitunas, naranjas y vino e Inglaterra carbón y hierro. Hay también, por el contrario, partidarios de la "autarquía", para que ninguna nación dependa de otra para su subsistencia. Ha habido españoles eminentes que afirmaban que nosotros no valemos para la ciencia, ni para labores que exijan objetividad y disciplina. Pero no creo que nación alguna se contente con dedicarse a alguna especialidad en las actividades del espíritu, para abandonar o dejar de cultivar todas las otras. Al contrario, todos los pueblos quieren serlo todo: artistas e inventores, guerreros y místicos, comerciantes y financieros. Diríase que a todos ellos les parece axiomático el pensamiento que Herder expresa en sus Ideas de la Filosofía de la Historia de la Humanidad cuando afirma que: "La salud y duración de un Estado no depende del punto de su más elevada cultura, sino de un equilibrio prudente o feliz de sus operantes fuerzas vivas. Cuanto más profundo se halle su centro de gravedad en estos esfuerzos vitales, tanto más firme y duradero será". Y así ocurre que naciones que nunca descollaron en ninguna actividad especializada, que nunca tuvieron un guerrero de genio, ni un científico de primer orden, ni un artista supremo, como no pueden vivir sin soldados, ni sin ciencia, ni sin arte, suplen las faltas de hombres superiores con personalidades poco brillantes, pero competentes y adecuadas a la función que desempeñan y se hacen envidiables por la proporción y armonía con que se dedican a todas las actividades necesarias, al punto de que nada esencial se echa en ellas de menos.

Otras veces ocurre que los pueblos se distinguen por ciertas aptitudes y descuidan las otras. España fue durante los siglos XVI y XVII un pueblo de soldados, misioneros y juristas. Con sólo las Leyes de Indias habría bastante para justificar nuestra existencia ante la Historia Universal. Maine ha mostrado que en el cultivo del derecho puso Roma tanto espíritu como Grecia en el de la metafísica y las letras y que los resultados obtenidos valieron el trabajo puesto en la faena. Pero no fue solo en el derecho, sino en la teología donde los discípulos del padre Vitoria ejercitaron sus talentos. Actualmente no sabemos apenas los españoles lo que es el don de las ideas generales, ni el acierto de la inteligencia. Si un hombre tiene entre nosotros talentos para la novela, para el teatro, para la poesía o para la estilística, hallará fácilmente quien lo reconozca y señale su puesto. Si lo tiene, en cambio, para las ideas generales, no encontrará quien se lo diga, y aunque se reconozca su fuerza espiritual se considerará su empleo desconcertante y paradójico, porque, desde que desaparecieron los discípulos del padre Vitoria, falta una tradición donde emplazarlo y valorarlo. Hasta pudiera decirse que ellos se llevaron para dos siglos largos el secreto del talento específicamente intelectual. El hecho es que mientras los máximos ingenios españoles se ejercitaban en la jurisprudencia y en la teología, en el resto de Europa se creaba una ciencia que iba a cambiar la faz del mundo, porque, como dice Maritain en Los grados del saber:

"El gran descubrimiento de los tiempos modernos, preparado por los doctores parisienses del siglo XIV y por Vinci, realizado por Descartes y Galileo, es el de la posibilidad de una ciencia univer-

sal de la naturaleza sensible, informada no por la filosofía, sino por las matemáticas; digamos de una ciencia físico-matemática. Esta invención prodigiosa, que no podía cambiar el orden esencial de las cosas del espíritu, ha cambiado la faz del mundo y dado lugar a la terrible incomprensión que ha enemistado para tres siglos la ciencia moderna y la philosophia perennis. Ha suscitado graves errores metafísicos, en la medida en que se ha creído que nos traía una verdadera filosofía de la naturaleza. En sí misma, desde el punto de vista epistemológico, era un descubrimiento admirable, al que podemos asignar fácilmente su lugar en el sistema de las ciencias. Es una scientia media, cuyos ejemplos típicos eran entre los antiguos la óptica geométrica y la astronomía: una ciencia intermediaria, a caballo sobre la matemática y sobre la ciencia empírica de la naturaleza, una ciencia en que lo real físico nos proporciona la materia por las medidas que nos permite recoger, pero cuyo objetivo formal y cuyo procedimiento de conceptualización siguen siendo matemáticos; digamos una ciencia materialmente física y formalmente matemática."

En otro libro escribe Maritain que para allanar el conflicto entre la filosofía de Aristóteles y la física nueva, hubiera hecho falta un genio excepcional que hubiera descubierto, por encima de los errores de detalle, la esencial compatibilidad de las dos disciplinas. A los españoles nos hubieran bastado con que en Alcalá o en Salamanca se hubiera conocido la nueva física o con que los nuevos físicos de Europa hubieran podido discernir las esencias de la filosofía que en España se enseñaban, pero esta endósmosis no se verificó, y aunque ahora vemos claramente que era España la que poseía el saber más valioso, el de más rendimientos positivos era el de los extranjeros y cuando España se sintió débil y menesterosa de más fuerza, fue a buscarlo a los países de ultra montes, empezando por cambiar de dinastía y sometiéndose todo el siglo XVIII a los ideales y modos de Francia. Es natural que tratáramos de cubrir nuestros defectos, porque los pueblos buscan su integridad espiritual, como si algún instinto superior inspirase a las naciones el pensamiento de Herder sobre la necesidad del equilibrio. Si no teníamos una buena física era oportuno ir a buscarla donde la hubiese, porque la física es una ciencia esencialmente poderosa y el poder sobre la naturaleza no debe descuidarse. Lo que no tiene perdón de Dios es que, en la busca de lo que nos faltaba, descuidáramos lo que teníamos. Durante más de dos siglos hemos ignorado la existencia del padre Vitoria, como si no fuera el hombre más inteligente de su tiempo. Hemos desconocido igualmente el espíritu de las Leyes de Indias. Hemos desfilado ante las maravillas de nuestro arte barroco sin admirarlas ni entenderlas y ha sido necesario que la gran guerra pusiera en peligro la civilización europea, al modo que el Renacimiento y la Reforma hicieron peligrar la fe cristiana, para que entendieran los alemanes la significación del voluntarismo inherente al barroco -la voluntad de creer y de hacer creer- y la hicieron comprender a los demás. Durante más de dos siglos hemos creído que nuestras imágenes policromadas no eran sino objetos de culto y no las hemos mirado con ojos de artista, por el mero hecho de ser esculturas de color, como si las estatuas griegas fueran también policromadas cuando destinadas a estar bajo cubierta. De nuestra teología no hemos sabido nada, ni saben ahora sino algunos religiosos. Dejamos que nuestros máximos valores espirituales se convirtieran en polvo y olvido, como si fuéramos un pueblo extinguido. Al Greco se le descubrió apenas hace treinta años y no hace mucho que Maier Graeffe dijo de su obra lo mejor que se ha dicho, pero todavía no se ha fijado la relación que existe entre su pintura y su cultura. A Velázquez no hace muchos más años que comenzamos a apreciarle por su realismo, pero todavía no se le ha dedicado el libro que realce su dignidad y valor constructivo. Lo más grave de todo fue la substitución de nuestro antiguo sentido de justicia por la soberanía popular, como si la voluntad de los más tuviera que ser justa.

El hecho es que a mediados del siglo XVIII echamos de menos algo esencial en el espíritu nuestro. Pongamos que ello acaeció en el año 1750, porque todos los autores están contextos en que en el siglo XVIII no se diferenció substancialmente de su antecesor, sino en la segunda mitad. También porque fue en 1750 cuando Torres Villaroel pidió que se le jubilase de la cátedra de matemáticas que desempeñaba en Salamanca, para dedicarse a abogar por la fundación de una Academia que se dedicara a investigar y a enseñar su ciencia. También fue en 1750 cuando el padre Feijó, a quien prohibió atacar el rey Fernando, se hizo cargo en sus "Cartas Eruditas" del sistema de Newton y empezó a defenderlo. Todavía tengo tres razones para fijar esta fecha. Fue cuando el padre Burriel escribió sus "Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las artes", en que se proponía reanudar el hilo de la vieja cultura española. Fue en 1750 cuando se terminó la fachada del "obradoiro" de la Catedral de Santiago, que puede considerarse como la última obra en gran escala de la España tradicional. Pero lo fundamental es que en 1750 vivíamos en plena actuación del marqués de la Ensenada en el Gobierno. Ensenada fue el inventor de las pensiones al extranjero. Envió a expensas del Erario a jóvenes de nuestras clases media y alta para estudiar en las capitales extranjeras y traer a España ideas nuevas sobre las ciencias, las artes y las letras. Al mismo tiempo trajo de Francia y de Inglaterra ingenieros navales, mecánicos e hidráulicos, para resucitar las industrias y a científicos extranjeros, como Bowle y Ker, que se encargaron de explotar las riquezas naturales de España. Ensenada había presentado un informe a Fernando VI quejándose de falta de profesores de derecho, político, de física experimental, de anatomía y de botánica, así como de la carencia de mapas exactos, que le parecía deshonrosa.

Y con ello se confirma que hacia 1750 nos persuadimos los españoles de que algo muy importante nos faltaba, pero no estábamos seguros de lo que era. Si hubiéramos tenido entonces un genio o si un genio extranjero se hubiera dedicado a estudiarnos, habría visto que lo que necesitábamos entonces era precisamente la disciplina físico-matemática, destinada a transformar el mundo. Tal vez si hubiéramos podido darnos cuenta en 1720 de lo que advertimos treinta años después, hubiéramos caído en la cuenta de que lo esencial que ocurría en el mundo era la creación de una nueva ciencia por la obra confluyente de Copérnico, Galileo, Descartes, Pascal, Newton y Leibniz. En diez años habríamos reparado la falta y no se hubiera vuelto a hablar del atraso de España. Pero en 1750 era ya adulta la generación que pudiera llamarse de los grandes separatistas. Lessing había nacido en 1729. Era el hombre que iba a separar el pensamiento de la verdad, al decir en su "Nathan el sabio" que si le dieran a elegir entre la verdad y el camino de la verdad, preferiría el último. El camino de la verdad es el pensamiento. Sin la verdad como estación de término, la preferencia por el camino equivale a contentarse con el pensamiento por el pensamiento. Rousseau había nacido en 1712. Su "Contrato Social" desliga la vida política de las instituciones de la cultura y de la experiencia de la historia. Baumgarten nació en 1714. Su "Estética", que separó el conocimiento estético sensible del intelectivo, fue el primer paso de todo movimiento que cristaliza en la fórmula del arte por el arte y que ha querido separar la actividad artística de la religiosa y la moral. Adam Smith había nacido en 1723. Su "Riqueza de las Naciones" separó la economía de la moral y la política, al partir del supuesto de que no esperamos nuestra comida de la benevolencia del carnicero, el panadero y el lechero, sino de su egoísmo. Ya el abate Prévost había separado en su "Manon Lescaut" el amor ideal de toda clase de consideraciones morales y sociales. También Kant, nacido en 1725, era ya adulto, aunque fuera mucho después cuando escindió la ética de sus raíces religiosas y científicas. Y Montesquieu acababa de publicar "El espíritu de las leyes" (1748), que, al dividir el poder legislativo del judicial, rompía la unidad esencial que debe haber entre la legislación y la jurisprudencia y desataba la Revolución al investir al Soberano, que bien podía ser el vulgo ignaro, con la toga del legislador.

A esa Europa, que empezaba a perderse en el caos, fue la España de 1750 en busca de una estrella orientadora. Honremos la buena fe de nuestros abuelos. Cumplieron su deber lanzándose por esos mundos en busca de lo que su patria no tenía y necesitaba. No podemos calificar sus viajes de infructuosos, porque ahí están nuestras escuelas de ingenieros y de artillería, que han sido en estos tiempos nuestro orgullo durante muchos años. No nos lamentemos demasiado porque muchas de las cosas que nos trajeron nuestros pensionados del siglo XVIII han resultado luego de escaso provecho nacional. También hay un valor en el no ser, un valor de experiencia. Hay que hacer muchos ensayos estériles para lograr alguno de éxito. Agradezcamos a nuestros mayores, no sólo los aciertos sino los errores de buena fe. Los pueblos aspiran a la integridad espiritual y no es siempre cosa fácil dar con ella. Muchos de aquellos hombres arrastraron la impopularidad para meter a su país por los cauces de la cultura nueva, y si además de la física matemática, que nos hacía falta, nos lanzaron por el camino de una revolución, que no nos hacía falta alguna, no todos ellos fueron culpables de malevolencia. Algunos de ellos se preguntarían por las causas de la prosperidad de Francia. ¿Cómo era posible que triunfara un pueblo que se había aliado a los protestantes y a los turcos, mientras España, siempre fiel a su ideal religioso, se encontraba decaída? De entre las cosas que los hombres buscan, para la mayor gloria de su patria, hay algunas que se incorporan a su ser y no tardan en formar tradición; otras hay, en cambio, que no suscitan sino odios y disputas, porque repugnan a su vida. ¿Cómo distinguirlas por adelantado? ¿Cómo ahorrar el coste de las experiencias fracasadas? Parece que no hay modo y que tenemos que resignarnos a juzgar del árbol por sus frutos.

Si las ideas antitradicionalistas valieran más que nuestra tradición, ésta se hubiera convertido en una especie de prehistoria, sólo que algo mejor conocida. Esto es lo que se ha querido hacer en estos años al llamar "cavernícolas" a los españoles amantes de las glorias del pasado. Sólo que cuando se pregunta por los títulos de las ideas que se juzgan nuevas, los enemigos han de guardar silencio, si no prefieren envolverse en retórica inane. Porque el árbol se conoce por los frutos y los suyos no aparecen. Ni una filosofía que se sostenga, ni un sistema de derecho satisfactorio, ni el bienestar del pueblo, ni un gran arte, ni historia, ni poesía. Un trágala perpetuo, una amenaza incesante, un permanente insulto. ¿Son estos los títulos de las nuevas ideas? ¿El arte por el arte? No ha producido una gran obra en país alguno. ¿La economía individualista? Es la madre de la cuestión social. ¿El socialismo? Arruina a los pueblos. ¿La democracia? Es la incapacidad para el gobierno. ¿El liberalismo espiritual? Es el triunfo de la difamación. ¿El bachillerato enciclopédico? Como casi todo el presupuesto de Instrucción pública, no sirve sino para infiltrar en los espíritus el horror al trabajo. Repitámonos para consolarnos, que la más de estas cosas nos las han traído gente de buena fe, que se echaron a buscar por el mundo lo que necesitábamos. Pero no olvidemos que las acompañaban y empujaban los resentidos, los negadores, los anormales, que no se movían sino por impulsos destructores, que, por lo visto, no se han satisfecho con hacer astillas lo que fue el más generoso y humano de los Imperios que ha habido en el mundo.

Cuerpo, alma y espíritu

¡Pobres pueblos hispánicos! En lo material parece que el destino de todos ellos, los de América como los de Europa, era conocer un momento la riqueza para volver a caer después en la penuria. Dinero extranjero ha afluído a casi todos ellos en pago de sus productos o para explotación de sus riquezas, y cuando se habían acostumbrado a cierta abundancia, el extranjero se ha marchado a otros países para proveerse a menos precio de análogos artículos. Ello ha ocurrido con los azúcares de Cuba y con el mineral de hierro de Vizcaya, con los nitratos de Chile y con las naranjas de Valencia, con el petróleo de Méjico y con el cobre de Río Tinto. Ahora parece que empieza a acontecer con las carnes, el trigo y el maíz de la República Argentina. Por lo visto, no somos ni lo bastante hábiles para enriquecernos de un modo permanente en nuestros tratos con el extranjero, ni lo bastante humildes para resignarnos a ser por mucho tiempo su colonia económica.

Pero el desengaño material es poca cosa junto al espiritual. La Inglaterra librecambista, que iba a enseñar economía a todas las naciones, ha tenido que cerrar sus fronteras y no sabe si en lo futuro dispondrá de recursos suficientes para seguir nutriendo a su pueblo con alimentos importados. Francia, promesa universal de placeres, guarda en los sótanos de su Banco central, en la Rue de la Vrilliére, el dinero amonedado y los lingotes de oro con que debieron "financiar" su crecimiento los países hispanoamericanos, pero nadie sabe si podrá costear los presupuestos de su democracia. Los rascacielos de Nueva York serán herrumbre y ruinas antes de encontrar inquilinos que puedan pagar a sus propietarios la renta calculada. Lo peor no es que estemos mal nosotros, sino que, salvo la posibilidad de que los nuevos regímenes de Italia y Alemania señalen un camino de progreso, no haya en el mundo nada que envidiar y tengamos que decir con Quevedo:

Y no hallé cosa en que poner los ojos

Que no fuese recuerdo de la muerte.

Ello no importaría grandemente si los pueblos hispánicos nos aprendiéramos la debida lección, y es que todo o casi todo lo que padecemos es resultado de haber abandonado nuestro sistema tradicional de legislación, fundado en el saber especializado y en la inspiración cristiana, por otro en que la ley no es ya sino la voluntad de un soberano, individual o colectivo. Dejamos al padre Vitoria por el barón de Montesquieu, que separó, con su célebre división de poderes, la legislación de la jurisprudencia, y desde entonces nos condenamos a no vivir sino bajo el albedrío caprichoso de un tirano o de una mayoría parlamentaria, no menos irresponsable e ignorante. Los pueblos hispánicos se hicieron en torno de una creencia religiosa: la de que la Providencia ha dispensado a todos los hombres una gracia suficiente para la salud. Sobre esta idea hemos fundado nuestras instituciones políticas. Si todos los hombres pueden salvarse, todos deben poder mejorar de condición, entiéndase bien que se dice "poder mejorar", no mejorar a secas. Que mejoren o no de condición deberá depender de sus merecimientos. Las instituciones no han de estorbar, sino que han de favorecer, el ascenso social de los que lo merezcan. En ese espíritu se inspiraban las leyes de Indias. Y hubo un tiempo en que el negro, el indio, el zambo, el cholo y el mulato estaban persuadidos de que había un rey de Castilla que defendería su justicia si fuera necesario. El catolicismo español llevaba implícito el ideal de cristianizar al mundo entero y de elevar, en lo posible, a todos los caídos. Ahora nos hemos olvidado de todo eso. De cada veinte hombres cultos no habrá apenas uno que se dé cuenta de que América no fue descubierta por el progreso de las artes de la navegación, ni por codicia, sino por el convencimiento de que los habitantes de sus tierras ignotas podían salvarse lo mismo que nosotros, ni de que lo maravilloso de esta gloria, con la que de un solo golpe creamos la unidad física del globo, la unidad moral del género humano y la posibilidad de la Historia Universal, no está en el pasado, sino en el porvenir, en cuanto marca, lo mismo en lo social que en lo internacional, el derrotero que hemos de seguir en lo futuro para hacer de la Humanidad una sola familia.

Es probable que a la pérdida de nuestra tradición ecuménica haya contribuido no poco la misma índole universal de nuestro espíritu. Por ella estábamos más dispuestos que cualquier otro pueblo a creer en la bondad de las ideas extranjeras. Un fuerte patriotismo territorial nos hubiera impulsado a defender con más tenacidad nuestros propios valores. Pero tal vez era preciso, para que este patriotismo se vigorizase entre nosotros, que se fragmentara nuestro imperio, porque mientras se sostenía eran tan grandes nuestras tierras que no podíamos quererlas, ya que ojos que no ven, corazón que no siente. No sé si ahora mismo habrá brotado, en alguna de las patrias formadas en lo que fue el Imperio nuestro, uno de esos nacionalismos exagerados, que se olvidan de que la vida de los pueblos debe también ajustarse a los principios generales del derecho y de la moral. Lo que sé es que un nacionalismo que se funde en la tradición -y apenas es concebible un nacionalismo que no busque sus raíces en la Historia-, tiene que ser en España universalista, porque ese es el sentido de toda nuestra Historia. Entre nosotros no podría tener otro sentido hacer distingos entre patriotismo y nacionalismo, que no sea el de considerar el nacionalismo como un patriotismo militante frente a un peligro de disolución. Para España no hay más nacionalismo que "el nacionalismo justo", que definía recientemente el Comité archiepiscopal de la Acción Católica Francesa como: "aquel que quiere para su país la prosperidad, el respeto de sus derechos y su verdadero lugar en el concierto mundial". Los grandes hombres que el espíritu territorial produce en nuestra patria, como Jovellanos y Pignatelli, no son "jingoes", ni "chauvinistas", sino espíritus ponderados que no renuncian a su universalismo y en que se armonizan sin violencia el espíritu de las águilas austriacas con la economía de las lises borbónicas, al revés de lo que ocurre con fanáticos del tipo de Aranda y Floridablanca, que no creían en la posibilidad de construir carreteras sin combatir la religión y que, en último término, antes renunciarían a las carreteras que a la persecución de los creyentes.

No es probable que el espíritu territorial llegue jamás entre nosotros a monopolizar el patriotismo. Queramos o no queramos, los pueblos hispánicos tenemos una patria dual: territorial y privativa, en un aspecto; espiritual, histórica y común a todos, en el otro. ¿Qué sabe de España el español que no ha salido nunca de ella, siquiera sea con el alma? ¿Y qué sabe de su propia patria el americano que se figura que no comenzó su historia sino en las guerras de la independencia? El español que no lleve en el alma la catedral de Méjico, no es totalmente hispánico. Y el mejicano que no perciba el carácter hispánico de su grandioso templo, es porque no lo entiende. Pasamos todos por un período de falta de fe en nosotros mismos. Parecemos los "heitmatloss", los despatriados de la cultura. A lo sumo se dicen los más piadosos de nosotros, que Dios no puede abandonar a España, lo que sería admirable si implicase el propósito de consagrar la existencia a su defensa, pero que, sin este propósito y la acción consiguiente, viene a ser casi como la fe sin obras del luteranismo. La diversidad misma de nuestros territorios y de nuestras razas y su profunda unidad espiritual, en la que no es posible que surja un gran poeta, como Rubén Darío, sin que se erija en vate hispánico, nos está diciendo que así como en el hombre hay, según San Pablo (I, "Tesalonicenses", V, 23) " espíritu, alma y cuerpo ", también los hay en la patria, sólo que en ella es posible que la pluralidad de los cuerpos, que son los diversos territorios, y la mayor pluralidad de las almas, que son las de los hombres, se den al mismo tiempo que la unidad del espíritu. El drama se opera, por supuesto, en la región medianera, que es la de las almas. A ellas corresponde nutrirse del espíritu, para espiritualizar con él la tierra y conservar y acrecentar el tesoro espiritual, para que las nuevas generaciones se alimenten con él. Ellas son las que han de conservar izada la bandera. El espíritu no puede morir, pero la patria, sí, por abandonarlo o traicionarlo o cambiar sus valores por desvalores que envenenen las almas. También en este plano del espíritu ser es defenderse. Ser es defender la Hispanidad de nuestras almas. La Hispanidad, como toda patria, es una permanente posibilidad. Así como sobre el individuo se alza la guadaña de la muerte, como una fatalidad inevitable, la patria, en cambio, como la rueda de la Fortuna, es permanente posibilidad. Puede morir, puede ser inmortal, por lo menos mientras no venga el fin del mundo: todo depende de nosotros, que, a nuestra vez, no realizaremos nuestros destinos personales como abandonemos el que nos señala, como corriente histórica que apunta al porvenir, la tradición de nuestra patria.

Pero son pocos los españoles e hispanoamericanos que nos damos cuenta de que vivimos espiritualmente de la Historia. Cuando era yo joven, en el atropello del 98, que fue nuestro "Sturm-und-Drang", llamé a Menéndez y Pelayo "triste coleccionador de naderías muertas" porque, en mi ignorancia, no me daba cuenta de la supervivencia de lo histórico. Pocos años después me horroricé, todavía me estremezco al recordarlo, cuando en un discurso de la Biblioteca Nacional, exclamó don Marcelino, con voz tonante y retadora: "Entre los muertos vivo". Me pareció oír decirle que vivía entre cadáveres, y aunque recuerdo, y todavía me parece estar oyendo sus palabras precisas: "Entre los muertos vivo", yo sentí como si proclamase que se estaba muriendo entre los fallecidos. La idea de que se pudiera vivir entre los muertos y la de que sólo entre ellos pueda vivirse con plenitud la vida del espíritu, me eran entonces completamente extrañas y hasta repugnantes y supongo que lo seguirán siendo a inmenso número de compatriotas educados. Pero recientemente recibía la Academia Francesa a M. Abel Bonnard, sucesor de M. Le Goffic, y en su discurso de contestación recordaba Monseñor Baudrillart que el último libro de Le Goffic: "Broceliande", termina con un capítulo que se titula "Espíritu, ¿estás ahí?"

"Cae la noche o más bien, sube, y los pensamientos con ella. El bosque no es ya más que una masa coagulada y negra: en el centro de la cabaña hay dos espejos que se devuelven todavía reflejos de luz; un pedazo de cielo, un estanque. Es la hora de las apariciones: "Espíritu que espero, cualquiera que sea el mensaje que me traigas, ¿estás ahí?" El espíritu aparece: es el encantador Merlin, que, como el Proteo de la fábula, ha recibido el doble don de profetizar y de cambiar de forma. Y he aquí que sucesivamente reviste la de todos los personajes, humildes o grandes, que han encarnado y traducido al exterior el alma de Bretaña. Espíritu, ¿estás ahí? La cuestión sube a nuestros labios, con la noche de nuestras vidas, mientras miramos Francia, tal como ahora se deshace y se rehace. Espíritu de Francia y de su tradición, ¿estás ahí? ¿Estás ahí, en ese caos de sistemas y de ideas, en esta invasión tumultosa de doctrinas extrañas a tu genio que maestros extraviados pretender imponerte? Señores, nuestra misión es guardar, en el curso de las evoluciones legítimas, el espíritu sin el cual, aunque subsistiera un pueblo francés, Francia dejaría de existir."

Para evocar el espíritu de la Hispanidad o el de Francia no nos parece el mejor medio apelar a los servicios de Merlin cuando tenemos el camino de Menéndez y Pelayo: el de la Historia. Sólo que no ha de pensarse que la Historia es sólo útil, a los que la enseñan o a los historiadores. La historia es útil sobre todo a los hombres de acción. Hasta pudiera definirse como el método universal de toda acción. El político no tiene otra guía que las analogías que le ofrece la Historia. Tampoco hay ciencia especial de los negocios que la experiencia del negociante, que viene a ser su Historia. Y cuando los negocios que la ocupan trascienden su experiencia personal, a la Historia ha de acudir para informarse. Al pincel que pinta una sonrisa deben acudir las mil sonrisas de los recuerdos del artista y de los cuadros de los museos. El general empeñado en un combate no tiene tampoco más estrella del Norte que la que le ofrezcan en su mente la semejanza de análogas batallas. Todo lo que podemos vislumbrar del porvenir es lo que nos indican las corrientes históricas. Hasta los físicos y matemáticos más notables suelen distinguirse por el conocimiento de la Historia de sus ciencias y en ella encuentran, por analogía, la única guía que puede orientarles en sus perplejidades, que son la noche oscura que precede a sus descubrimientos. Y sin llegar a la identificación que hace Croce entre la Lógica y la Historia, porque en los seres hay también lo general, que no es histórico, no cabe duda de que el modo individual de cada ser sólo en su historia se revela.

Al morir Menéndez y Pelayo, el 19 de mayo de 1912, puede decirse que la innegable derrota de su propósito fundamental coincidía con el comienzo de su victoria definitiva. Estaba derrotado, porque había dedicado la vida a arrancar a España de las garras de la revolución, y ésta se propagaba en torno suyo, por todos los departamentos del Estado, para minar y corroer lo que aún quedase del espíritu tradicional. Don Marcelino había vivido entre sus muertos, sin poderse dedicar al cuidado de formar generaciones de discípulos que continuasen su labor. De cuando en cuando se escuchaba la protesta del polígrafo, que volvía a sumirse en sus infolios después de formularla. Sus compatriotas estaban divididos, desde hacía más de un siglo, en dos grupos: los que seguían la tradición patria en la línea del tiempo, pero vueltos de espaldas a lo que en el mundo acontecía y como temerosos de que les fuera en el porvenir tan enemigos como en el pasado; y los que vivían con las miradas fijas en el mundo exterior, dispuestos en cualquier momento a aceptar sus ideas y a dar a la novedad el valor de la verdad, pero ignorantes y despreciadores de su propio pasado, con lo que ya se dice que en el fondo se despreciaban a sí mismos, porque no somos sino lo que el tiempo nos ha hecho. Y aunque se llamaban y se creían innovadores, su labor era puramente destructiva, porque sólo se renueva lo que de la tradición recibimos: " Nihil innovatur, nisi quod traditum est ". Al morir el polígrafo, ese mundo, que tantos españoles venían venerando con culto idolátrico, estaba a punto de arrojarse por el despeñadero en que se ha hundido. Los españoles no hemos sabido evitar que la catástrofe universal nos alcanzase. Desde hace tres años puede decirse que estamos en la guerra.

Pero a medida que la crisis del mundo se ha ido acentuando, han comenzado a menudear los libros maravillosos extranjeros en que se reconoce la razón de España: la de Isabel la Católica, la de Carlos V, la de Felipe II, la de la Contrarreforma, la de las Leyes de Indias, la del arte barroco. Y de otra parte, los mismos españoles hemos empezado a aprender, estupefactos, lo que fue nuestra acción en el Concilio de Trento, lo que enseñaba Francisco de Vitoria, lo que fueron nuestras controversias religiosas en los siglos XVI y XVII, y cómo no hubo en el mundo pensadores más sabios y profundos que Molina y Suárez, Alvarez y Bañez. La vida de Menéndez y Pelayo entre los muertos y la de sus continuadores nos han valido el conocimiento de una España inmortal, creadora y maestra de una Hispanidad, que puede, si quiere enraizarse en su pasado, defender su futuro contra todas las sacudidas de los demás pueblos. La crisis del mundo no se debe, en último término, sino al esfuerzo insano realizado por los pueblos y las clases sociales para colocarse en situación de privilegio respecto de los demás. Es fundamentalmente extraña al espíritu hispánico. Los españoles y los hispanoamericanos podíamos, debíamos haber previsto que esos esfuerzos tenían que frustrarse, porque nuestra fe fundamental nos dice que la Providencia ha dispensado a todos los hombres una gracia suficiente para la salud, de cuya fe teológica se deriva un credo político. Las sociedades han de constituirse de tal modo que no estorben, sino que ayuden al mejoramiento de sus miembros y de los demás hombres, pero con el convencimiento de que no se conseguirá que todos mejoren, porque no todos sabrán o querrán aprovecharse de las condiciones que se les propongan para estímulo. Ello significa que los hispanos no creemos en países privilegiados. En vano tratará Israel de vivir sobre los gentiles, imaginándose que le son inferiores. En vano fingirán una superioridad de raza los anglosajones o alemanes. Tampoco se conseguirá que Francia llegue a ser permanentemente la sal de la tierra. Será absurdo querer que los albañiles de Nueva York puedan ganar siempre, como ganaban hace cuatro años, más dinero que los miembros del gobierno español. Ni es posible que los pueblos que componen el Islam se persuadan de que siempre han de tener que servir a los otros, sólo porque la palabra Islam signifique abandono a la voluntad de Dios, porque antes abandonarán el Islam que resignarse a inferioridad perenne, a que tampoco se someterán los pueblos de Asia, ni los de Africa.

Todos pueden caer y todos pueden levantarse, lo mismo los pueblos que los hombres. Esto es lo que nos dice nuestra fe y lo que la Historia corrobora. Nuestra caída, la de todos los pueblos hispánicos, porque todos juntos no pesamos lo que en el siglo XVI, consistió solamente en haber inferido de cierta superioridad temporal de otros pueblos, una superioridad inherente, contraria a nuestra fe; dicho más claro, en haber creído en la superioridad intrínseca de Francia e Inglaterra y, después, de los Estados Unidos y Alemania. De esta traición a nuestra fe fundamental se ha derivado la deficiencia de nuestra labor creadora, con cuya deficiencia hemos pretendido corroborarnos en este credo de abyección. Pero la verdad, y nuestra verdad, es la que defendía Diego Lainez, en Trento, cuando decía que las armas y el caballo que Dios ha puesto en nuestras manos son insuperables para la pelea, por lo que no hemos de culpar de nuestro atraso a nuestra tierra, ni a nuestra raza, sino que hemos de poner en la batalla de toda la mente, todo el corazón, toda la vida.

Las piedras labradas

Creo en la virtud de las piedras labradas y en que el espíritu que las talló vuelve a infundirles en el país de sus canteros, escultores y maestros de obras, si no ha perdido totalmente la facultad de merecerlo. Un general inglés describía hace un siglo la impresión que Italia le había producido: "Ruinas pobladas por imbéciles". Cuando Marinetti predicaba el incendio de los Museos es que se daba cuenta de lo que opinaba el general inglés. Pero el general se equivocaba. Y por eso las piedras de la Roma antigua pudieron inspirar el Renacimiento; y las del Renacimiento han hecho surgir la tercera Italia. La Roma de Mussolini está volviendo a ser uno de los centros nodales del mundo. ¿No han de hacer algo parecido por nosotros las viejas piedras de la Hispanidad?

Un día vendrá, y acaso sea pronto, en que un indio azteca, después de haber recorrido medio mundo, se ponga a contemplar la catedral de Méjico y por primera vez se encuentre sobrecogido ante un espectáculo que le fue toda la vida familiar y que, por serlo, no le decía nada. Sentirá súbitamente que las piedras de la Hispanidad son más gloriosas que las del Imperio romano y tienen un significado más profundo, porque mientras Roma no fue más que la conquista y la calzada y el derecho, la Hispanidad, desde el principio, implicó una promesa de hermandad y de elevación para todos los hombres. Por eso se juntaron en las piedras de la Catedral de Méjico el espíritu español y el indígena y el estilo colonial fue desde los comienzos tan americano como español, y la Catedral misma se distingue por la grandeza de sus proporciones, la claridad y la serenidad, para que en ella desaparezcan, como nimias, las diferencias del color de la piel y se confundan las oraciones de blancos, indios y mestizos, en un ansia común de mejoramiento y perfección, mientras que no se alzó en Roma un sólo monumento en que los esclavos del Africa o del Asia pudieran sentirse iguales al senador o al magistrado.

En varios pueblos de América, en el Brasil especialmente, pero también en alguno de nuestra aula, ha surgido un movimiento llamado "nativista", que se propone devolver a las razas aborígenes el pleno imperio sobre el suelo de América. Los "nativistas" no saben lo que quieren. Su ideal no puede consistir en el retorno a los dioses atroces que pedían sacrificios humanos y en el aislamiento respecto de Europa de las diversas razas de indios, sino en la elevación de los aborígenes de América a la altura que hayan alcanzado en el resto del mundo los hombres más civilizados, y esto fue precisamente lo que España quiso y procuro en los siglos de su dominación. Por eso estamos ciertos de que no ha habido en el mundo un propósito tan generoso como el que animó a la Hispanidad. No cabe ni comparación siquiera entre el sueño imperial de España y el de cualquier otro país. Por eso parece haberse escrito para nosotros el dilema que nos obliga a escoger entre el valor absoluto y la nada absoluta. El hombre que haya llegado a compartir nuestro ideal no puede querer otro.

Ahora bien; cuando ese supuesto azteca culto compare un día la gran promesa que significa la Catedral de Méjico con la realidad actual, es decir, con la miseria y la crueldad, la ignorancia y las supersticiones de la casi totalidad de los indios del país, es muy posible que se le ocurra renegar de la promesa y declarar la guerra a la Iglesia Católica, y esto es lo que han hecho los revolucionarios mejicanos, bajo el influjo de la masonería; pero también es muy posible que vislumbre que la obra de la Hispanidad no está sino iniciada, porque consiste precisamente en sacar a los indios y a todos los pueblos de la miseria y la crueldad, de la ignorancia y las supersticiones. Y acaso entonces se le entre por el alma un relámpago de luz que le haga ver que su destino personal consiste en continuar esa obra, en la medida de sus fuerzas. Al reflejo de esa chispa de luz habrá surgido un caballero de la Hispanidad, que también podrá ser un duque castellano o un estudiante de Salamanca o un cura de nuestras aldeas, o un hacendado brasileño, un estanciero argentino, un negro de Cuba, un indio de Méjico o Perú, un tagalo de Luzón o un mestizo de cualquier país de América, así como una monja o una mujer intrépida, porque si un ideal produce caballeros también han de nacerle damas que lo sirvan.

La falta de ideal

Lo esencial es que aquel relámpago sea, a la vez, la chispa mística en que el alma se siente liberada del mundo, es decir, de la sensualidad y de sus halagos y unida al Espíritu. Bergson ha escrito que la religión es a la mística lo que la vulgarización es a la ciencia. ¿Qué pensaría de este concepto nuestro padre Arintero, que dedicó la vida a pregonarlo? En su "Evolución doctrinal" está dicho: "Hay una luz (sobrenatural) de Dios que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Joan,I,9); y a todos se dirige la palabra de llamamiento: Sto ad ostium, et pulso (Apoc, 3, 20). Así, no hay proposición teológica más segura que esta: "A todos, sin excepción, se les da -proxime o remote- una gracia suficiente para la salud..." El versículo del Apocalipsis dice: "He aquí que estoy a la puerta, y llamo: si alguno oyere mi voz, y me abriere la puerta entraré a él, y cenaré con él y él conmigo". Esa Voz no se oye, si acaso, sino en raros momentos de aflicción profunda o de completa abnegación, cuando por una u otra causa nos despegamos de todos los bienes y goces de la vida y sentimos que el alma nuestra queda libertada de sus prisiones, y al encontrarse libre se identifica con la Cruz. Ello ocurre cuando no se es santo, en instantes tan efímeros como un abrir y cerrar de ojos, pero que nos iluminan largos trechos de vida. Y me parece muy difícil que pueda sentir con plenitud la Hispanidad el que no sepa, de experiencia propia, que sólo la Verdad nos hace libres. Otros patriotismos podrán desligarse de la fe. En muchos casos viene a ser el patriotismo el sustituto de la religión perdida. El de la Hispanidad no puede serlo. La Hispanidad no es en la historia sino el Imperio de la fe.

Lo que sí se puede separar es la fe del patriotismo. La apostasía de parte de la aristocracia de España en los reinados de Fernando VI y Carlos III tuvo que sembrar en los espíritus piadosos el germen de una desconfianza invencible respecto de los poderes temporales. Por lo mismo que había puesto la Iglesia en la Monarquía Católica de España, su desilusión debió de ser proporcionada al ver que sus gobernantes no se cuidaban sino de entrar a saco en los bienes eclesiásticos y de apartar a España de la tutela espiritual de Roma, porque pensaban, como gráficamente dijo en 1753 el embajador Figueroa, desde el Vaticano, en carta dirigida al marqués de la Ensenada: "Que es más conquista apartar a los romanos de España que la expulsión de los moros", y respecto al concordato de aquel año, que: "En dos siglos nadie tuvo espíritu para emprender esta redención del Reino. V. E.lo pensó y consiguió en dos años y medio". Al Concordato de 1753 fueron siguiendo el comienzo de la desamortización, los cambios en la orientación de la enseñanza, la infiltración y propaganda de las ideas revolucionarias, la expulsión de los jesuitas, etc.. No es extraño que tantas almas escogidas, que son precisamente las que han sentido la independencia de su yo interior respecto de los bienes del mundo, hayan vuelto la espalda a los vaivenes de los Gobiernos temporales, para fijar sus miradas en lo alto. Pero con ello se olvidan de que el alma consiste en haberse abandonado el gobierno de los pueblos a las ideas de la revolución y de que debe de haber alguna razón de orden superior, para que esta alma nuestra, independiente como es de todo el resto de la creación, no nos haya sido dada para vivir fuera del mundo, sino para actuar en el mundo y reformarlo, por lo que es deber suyo ejercitar su libertad, independencia y soberanía en disputar el régimen de los Estados a la revolución y restablecer la norma de los principios que hicieron grande a España y a los que tendrán que acogerse cuantos pueblos aspiren a salvarse.

Es evidente que todos nuestros males se reducen a uno sólo: la pérdida de nuestra idea nacional. Nuestro ideal se cifraba en la fe y en su difusión por el haz de la tierra. Al quebranto de la fe siguió la indiferencia. No hemos nacido para ser kantianos. Ningún pueblo inteligente puede serlo. Si la chispa de nuestra alma no se identifica con la Cruz, mucho menos con ese vago Imperativo Categórico que sólo nos obligaría a desear la felicidad del mayor número, aunque el mayor número se compusiera de cínicos e hijos del placer. A falta de ideal colectivo, nos contentamos con vivir como podemos. Y así se nos encoge la existencia, al punto de que han dejado de influir nuestros pueblos en la marcha del mundo.¿Qué podemos esperar de gentes que contemplan impávidas la quema de conventos, como si no les fuera nada en ella? Lo mismo que de las aristocracias que se gastan sus rentas en el extranjero o de los intelectuales que viven de prestado, sin preguntarse nunca si tienen algo propio que decir. Esta España no es excusable, aunque sí explicable. Su flojera es hija de la falta de ideal, o cuando menos, de su relajamiento. "No está en forma",como dicen los deportistas, y es que para estar en forma tendría que proponerse algún objeto. Y no se lo propone, porque se siente desnacionalizada.

Se ama lo que se estima

La historia es ya antigua. El 30 de marzo de 1751 escribía el marqués de la Ensenada al embajador Figueroa: "Ha siglos que no ha habido ministros que mirasen por el bien de esta Monarquía, que no ha sido arruinada mil veces porque Dios no lo ha permitido... Nunca supimos expender a tiempo diez escudos, ni los teníamos tampoco, porque hemos sido unos piojosos llenos de vanidad y de ignorancia". Esta desprecio de lo propio e infatuación de lo postizo y extranjero es lo que nos indujo a la pérdida de la fe y a la revolución. Como escribe el padre Miguélez es su Historia del jansenismo y regalismo en España: "El Rey se puso la tiara y los Ministros oficiaban de Obispos in partibus infidelium". Y es que muchos de nuestros abuelos no tardaron en hacerse infieles. Era la moda entre los extranjeros y los españoles teníamos que seguirla. En la Península sobrevino el cambio antes que en América, pero fue más tenaz en ella la resistencia de la tradición. Probablemente acabará por salvarnos, quizás cuando aún no sepan los pueblos criollos lo que hacerse para defender su independencia contra las ambiciones extranjeras. Pero el problema es el mismo en ambos Continentes. Pueblos que no son fieles a su origen son pueblos perdidos, y el origen no ha de buscarse en las nebulosidades de la prehistoria, sino en el acceso a la luz del Espíritu. El ser de los pueblos es la defensa de sí mismos, en cuanto tienen de valioso.

No hay muchos medios de defensa, por desgracia. Por todas partes parecen que se cierran los caminos de la Hispanidad. Todos los pueblos hispánicos de América fueron ricos en algún momento y todos ellos, unos tras otros, parecen estar cayendo en la pobreza. Es que también para ser ricos hay que tener conciencia de un ideal y de una misión. Esaú vendió por un plato de lentejas sus derechos de primogenitura, y esta es una de las parábolas de más extensa aplicación que se han escrito. ¿Cuantas veces no habrán hecho otro tanto los politicastros de la América hispánica y hasta los de la misma España!¿No hemos visto a los hombres de las mejores familias disputarse las representaciones de las firmas extranjeras, sin dárseles una higa de que estaban enajenando la economía nacional al poner en manos extrañas lo que debiera hacerse con las propias? La razón última de todo ello es siempre la misma: la desnacionaliza-

ción que padecemos desde que Ensenada nos consideraba como piojosos llenos de vanidad y de ignorancia. Ensenada, que era un gran patriota, quería con ello suscitar nuestro amor propio, para lanzarnos a conquistar las técnicas y medios de riqueza que engrandecían a otros pueblos. Pero no se daba cuenta de que, al cabo, sólo se ama lo que se estima y lo que no vale tampoco se quiere. De cuando en cuando se producen grandes pesimistas, como Cánovas y Ramón y Cajal, que son también grandes patriotas y saben ser al mismo tiempo, según la divisa de Chesterton: "místicos en el credo y cínicos en la crítica". En la obra de Cánovas se nota, sin embargo, el pesimismo. Un optimista hubiera fundado la Restauración en la verdad, que era la necesidad de convivir republicanos y carlistas bajo el amparo de una Monarquía militar. Un pesimista prefirió fundarla en el falseamiento de las elecciones, a base de caciquismo. Pero los más de los hombres necesitan atribuir valor a sus afectos, para no perderlos. No es improbable que el juicio de Ensenada sobre los españoles, compartido como lo sería por los virreyes y gobernadores del Nuevo Continente, fuera una de las causas fundamentales de la separación de América. Tampoco de que haya producido el tipo del político de carrera carente de ideales; el del rentista que se gasta sus bienes en el extranjero; el del escritor que nunca lee a sus compatriotas, por suponer que no le pueden decir nada interesante. En el pecado suele llevar la penitencia, porque, por talento que tenga, acaba también por no decir nada que interese a su pueblo, ya que éste no es sino la tradición misma, convertida en receptáculo emotivo, que sólo se asimila lo que le es afín.

Vuelta a nuestra fe

Siempre volvemos a lo mismo: la desorientación nacional. No es verdad que seamos inmorales. Nuestro pueblo sigue siendo uno de los mejores de la tierra. Entre nosotros marchan satisfactoriamente todos los modos de vida: relaciones de familia, de amistad, de negocio en la pequeña industria y el pequeño comercio, que sigue rigiéndose por principios de nuestro Siglo de Oro. Lo que no marcha bien es la política, el Estado, la enseñanza, cuantos otros aspectos de la actuación social se han dejado malear por ideas revolucionarias y extranjeras. La tragedia en los países nuestros es la de aquellas almas superiores, que se han dejado ganar por el escepticismo, que las condena a vivir sin ideales. Así la vida misma acaba por hacerse intolerable. El alma del hombre necesita de perspectivas infinitas, hasta para resignarse a limitaciones cotidianas. Lo que echamos de menos lo tuvimos, hasta que en el siglo XVIII lo perdimos: un gran fin nacional. Esto es lo que hemos de buscar, lo que ya buscan en los autores de otros países los lectores de libros extranjeros. Y lo que han de ir descubriendo en nuestra historia y arte y religión y en la profundidad de nuestros sentimientos más auténticos, los caballeros de la Hispanidad. Esta España de ahora, que vive como si estuviera de más en el mundo, no es sino la sombra de aquella otra que fue el brazo de Dios en la tierra. ¿Cómo resurgirá la verdadera? Por nuestras ansias, y aun por el mismo espíritu de aventura que nos extranjerizó hace dos siglos. Porque todas las otras pruebas están hechas, y andados todos los caminos. No nos queda más que uno sólo por probar: el nuestro. Tómense las esencias de los siglos XVI y XVII; su mística, su religión, su moral, su derecho, su política, su arte, su función civilizadora. Nos mostrarán una obra a medio hacer, una misión inacabada. En cambio, al volver los ojos a los senderos que en estos dos siglos hemos recorrido nos encontraremos siempre con que no llevan a ninguna parte. Nietzsche dijo de España que había querido demasiado. La verdad es que España no quiso sino lo que todas las grandes ideas, como el liberalismo o el socialismo, han deseado y prometido: la redención del género humano. España no sólo quiso, sino que hizo mucho. Compárense, principios por principios, los que cumplen sus promesas con lo que las dejan incumplidas. Y el liberalismo no cumple las suyas. En el orden del espíritu, su escepticismo respecto de la verdad no hace sino propagar la peste del indiferentismo, como dice la proposición LXXIX del Syllabus, que lo condena justamente por conducir "más fácilmente a los pueblos a la corrupción de las costumbres y del espíritu y propagar la peste del indiferentismo". ¿Nos compensará de estos males con los bienes que fomenta en la vida económica? Hoy se ha desvanecido la ilusión que había puesto el mundo en el ideal librecambista. Los países principales vuelven la mirada a regímenes de autarquía. Así se desvanecen todas las críticas que se habían hecho contra el sistema cerrado de la economía española en América. Ningún país puede consentir que sus riquezas sean explotadas para exclusivo o principal beneficio de extranjeros. ¿Quién podrá creer hoy en la democracia? Las naciones más ricas se arruinan para sacar a los electores de su natural retraimiento, ofreciéndoles, a expensas del Erario, ventajas particulares. Tampoco creeremos en la ciencia, porque es neutral y mata como cura. Y el progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso no lo afirmaremos sino como un deber. La idea del progreso, fatal e irremediable, es un absurdo. El tiempo, que todo lo devora, no puede por sí solo mejorarnos. Era más cierta la mitología de Saturno, en que se pinta al tiempo comiéndose a sus hijos. Tampoco se sostendrá nuestra beocia admiración por los países extranjeros. Todos los pueblos que siguieron caminos distintos de la común tradición cristiana se hallan en una crisis tan profunda que no se sabe si podrán salir de ella.

La misión interrumpida

Para los españoles no hay otro camino que el de la Monarquía Católica, instituida para servicio de Dios y del prójimo. No podría fijar el de los pueblos de América, porque son muchos y diversos. Cada uno de ellos está condicionado por sus realidades geográficas y raciales. A mí no me gusta la palabra Imperio, que se ha echado a volar en estos años. No tengo el menor interés en que empleados de Madrid vuelvan a recaudar tributos en América. Lo que digo es que los pueblos criollos están empeñados en una lucha de vida o muerte con el bolchevismo, de una parte, y con el imperialismo económico extranjero, de la otra, y que si han de salir victoriosos han de volver por los principios comunes de la Hispanidad, para vivir bajo autoridades que tengan conciencia de haber recibido de Dios sus poderes, sin lo cual serán tiránicas, y de que esos poderes han de emplearse en organizar la sociedad de un modo corporativo, de tal suerte que las leyes y la economía se sometan al mismo principio espiritual que su propia autoridad, a fin de que todos los órganos y corporaciones del Estado reanuden la obra católica de la España tradicional, la depuren de sus imperfecciones y la continúen hasta el fin de los tiempos. Ello han de hacerlo nacionalizándose aún más de lo que están. Los argentinos han de ser más argentinos; los chilenos, más chilenos; los cubanos, más cubanos. Y no lo conseguirán sino son al mismo tiempo más hispánicos, por la Argentina y Chile y Cuba son sus tierra, pero la Hispanidad es su común espíritu, al mismo tiempo que la condición de su éxito en el mundo. El ansia universalista que les animaba cuando se ofrecían a la emigración de todos los pueblos de la tierra sólo es realizable por el Catolicismo. Las otras religiones son exclusivistas y celosas y la experiencia ya ha sido hecha. Los argentinos creían poder asimilar a los judíos, a los españoles o a los italianos. No lo han logrado. Los judíos se casan entre sí, y este cuidado de la pureza de su raza no es sino la expresión de su voluntad firme de no dejarse absorber por ningún otro pueblo.

El éxito se logra de otro modo. Don Eusebio Zuloaga me contaba que no hace muchos años le guió un cacique indio por las montañas de Bolivia. El indio se apoyaba en un bambú que tenía en el puño una vieja onza española. "¿Quién es ese?" -le preguntó Zuloaga, señalando con el dedo la efigie de la onza-. "El Rey de Castilla, mi rey" -repuso el indio-. "¿ Cómo tu rey? Aquí en Bolivia tenéis un presidente" -observó Zuloaga-. Pero el indio se lo explicó todo: "Ese presidente lo nombra el rey de Castilla. Si no fuera por eso, ¿crees tú que yo me dejaría mandar por un mestizo?". Sin duda ha habido gobernantes en Bolivia que, hasta hace pocos años, han querido fortalecer su prestigio haciendo creer a los indios que los designaba el rey de España. Ello no muestra sino que la obra protectora de los indios, a que se dedicó durante tres siglos la Monarquía Católica española, por medio de toda organización gubernativa y eclesiástica, ha echado raíces tan profundas en los pueblos de América, que no pueden concebir otra autoridad legítima que la que ella designa. Y lo que aquí se significa (porque los Gobiernos se legitiman mucho más por su bondad que por su origen) es que la misión de todo Estado hispánico ha de consistir en fortalecer a los débiles, en levantar a los caídos, en facilitar a todos los hombres los medios de progresar y mejorarse, que es confirmar con obras la fe católica y universalista.

Para esta faena, la de seguir la misión interrumpida, han de esperar los pueblos hispánicos las simpatías y el apoyo de todos los países católicos. Si la Hispanidad se hizo con la idea católica, la Iglesia, en cambio, no ha producido en el curso de los siglos otro Imperio que se dedicara casi exclusivamente a su defensa, más que el nuestro. Esa misión hay que continuarla. En ella está la orientación que echábamos y echamos de menos. El mundo no ha concebido ideal más elevado que el de la Hispanidad. La vida del individuo no se eleva y ensancha sino por el ideal. Pero si una mujer abnegada dijo en la hora de su muerte que el patriotismo no es bastante, también puede decirse que la religión no es tampoco suficiente para llenar la vida, sino que necesita del patriotismo para encarnarse en esta tierra. En este ideal religioso y patriótico sería ya posible hasta recoger las almas extraviadas que de su patria regeneraron por no encontrar en ella los bienes de otros pueblos. Las diríamos que busquen donde quieran las ciencias y las artes que nos falten, para traerlas al "dulce y patrio nido", como pájaros menesterosos de pajuelas. No necesitan renegar de nuestro pasado, que también fue una busca por el mundo de cuanto precisábamos. Lo esencial es que defendamos nuestro ser. La vida del hombre se rige por la causa final. Su finalidad se encuentra en sus principios. Los pueblos señalan su porvenir en sus mismos orígenes, apenas se va plasmando en ellos la vocación de su destino.

Presumo que los caballeros de la Hispanidad están surgiendo en tierras muy diversas y lejos unos de otros, lo que no les impedirá reconocerse. ¿No se conocen entre sí los místicos, los amigos del arte, los grandes aficionados al mismo deporte? ¿No hay en el lenguaje de los buenos hispanos un diapasón, a la vez religioso y patriótico, que los distingue a todos? Esperemos entonces: "Don Gil, don Juan, don Lope, don Carlos, don Rodrigo" -porque su ideal personal será el de sus países, y el de sus países el de la Hispanidad, y éste el del género humano-, que los caballeros de la Hispanidad, con la ayuda de Dios, estén llamados a moldear el destino de sus pueblos.

Un lema de caballeros

Nuestro pasado nos aguarda para crear el porvenir. El porvenir perdido lo volveremos a hallar en el pasado. La historia señala el porvenir. En el pasado está la huella de los ideales que íbamos a realizar dentro de diez mil años. El pasado español es una procesión que abandonamos, los más de nosotros, para seguir con los ojos las de países extranjeros o para soñar con un orden natural de formaciones revolucionarias, en que los analfabetos y los desconocidos se pusieran a guiar a los hombres de rango y de cultura. Pero la antigua procesión no ha cesado del todo. Aún nos aguarda. Por su camino avanzan los muertos y los vivos. Llevan por estandarte las glorias nacionales. Y nuestra vida verdadera, en cuanto posible en este mundo, consiste en volver a entrar en fila. "¿Decíamos ayer?..." Precisamente. De lo que se trata es de recordar con precisión lo que decíamos ayer, cuando teníamos algo que decir. Esta precisión, en general, sólo la alcanzan los poetas. Si tenemos razón los españoles historicistas, han de venir en auxilio nuestro los poetas. Si la plenitud de la vida de los españoles y de los hispánicos está en la Hispanidad y de la Hispanidad en el recobro de su conciencia histórica, tendrán que surgir los poetas que nos orienten con sus palabras mágicas.

¿Acaso no fue un poeta el que asoció por vez primera las tres palabras de Dios, Patria y Rey? La divisa fue, sin embargo, insuperable, aunque tampoco lo era inferior la que decía: Dios, Patria, Fueros, Rey. Nuestros guerreros de la Edad Media crearon otra que fue talismán de la victoria: "¡Santiago y cierra, España!". En el siglo XVI pudo crearse, como lema del esfuerzo hispánico, la de: "La fe y las obras". Era la puerta al reino de los Cielos. ¿No podría fundarse en ella el acceso a la ciudadanía, el día en que deje de creerse en los derechos políticos del hombre natural? Los caballeros de la Hispanidad tendrían que forjarse su propia divisa. Para ello pido el auxilio de los poetas. Las palabras mágicas están todavía por decir. Los conceptos, en cambio, pueden darse ya por conocidos: servicio, jerarquía y hermandad, el lema antagónico al revolucionario del libertad, igualdad, fraternidad. Hemos de proponernos una obra de servicio. Para hacerla efectiva nos hemos de insertar en alguna organización jerárquica. Y la finalidad del servicio y de la jerarquía no ha de consistir únicamente en acrecentar el valer de algunos hombres, sino que ha de aumentar la caridad, la hermandad entre los humanos.

El servicio es la virtud aristocrática por excelencia. Ich dien, yo sirvo, dice en tudesco el escudo de los reyes de Inglaterra. El de los Papas dice más: Servus servorum, siervo de los siervos. Es el lema de toda alma distinguida. Si se le contrapone al de libertad se observará que el de servicio incluye la libertad, porque libremente se adopta como lema, pero el de libertad no incluye el de servicio: "Mejor reinar en el infierno que servir en el cielo", dice el Satán de Milton. La jerarquía es la condición de la eficacia, lo específico de la civilización, lo genérico de la vida, que parece aborrecer toda igualdad. Toda obra social implica división del trabajo: gobernantes y gobernados, caudillos y secuaces. Disciplina y jerarquía son palabras sinónimas. La jerarquía legítima es la que se funda en el servicio. Jerarquía y servicio son los lemas de toda aristocracia. Una aristocracia hispánica ha de añadir a su lema el de hermandad. Los grandes españoles fueron los paladines de la hermandad humana. Frente a los judíos, que se consideraban el pueblo elegido, frente a los pueblos nórdicos de Europa, que se juzgaban los predestinados para la salvación, San Francisco Javier estaba cierto de que podían ir al Cielo los hijos de la India, y no sólo los brahmanes orgullosos, sino también, y sobre todo, los patrias intocables.

Esta es una idea que ningún otro pueblo ha sentido con tanta fuerza como el nuestro. Y como creo en la Humanidad, como abrigo la fe de que todo el género humano debe acabar por constituir una sola familia, estimo necesario que la Hispanidad crezca y florezca y persevere en su ser y en sus caracteres esenciales, porque sólo ella ha demostrado vocación para servir este ideal.

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Ramiro de Maeztu

 


Revista Arbil nº 69

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