Visita a Hitler (o de la Dictadura)(3)
La audiencia fijada en la Cancillería era para las diez de la noche, pero tuve que esperar más de una hora en un saloncito forrado de cuero, viéndome frente a frente con un dominante retrato de Federico II de Prusia. Me dijeron que al último momento el Führer había hecho reunir un consejo de generales.
Finalmente, cuando me condujeron hasta su estudio experimenté la sorpresa de verme frente a un hombre que más parecía ser un bonachón policía vestido de civil que el dictador de un imperio. El famoso mechón que lucía sobre la frente no alcanzaba a darle un aspecto romántico ni belicoso. Me miró fijamente y en silencio por un instante, y Luego dijo así:
-Sé todo acerca de usted, y como no es ni diplomático, ni periodista, ni sacerdote, puedo hablarle sin perífrasis ni omisiones, con la antigua franqueza germánica. Usted ha venido aquí inducido por la curiosidad de ver cara a cara a un déspota de nuevo cuño, y por conocer el secreto de su poder. Quiero satisfacer su curiosidad en seguida, sin perder tiempo en preámbulos hipócritas.
"Yo soy un hombre del pueblo, y conozco mejor que los señores y los politiqueros cuáles son los humores y rencores del pueblo. En los estados modernos el pecado dominante es la envidia, ya sea de un Estado respecto a otro, ya de las clases entre sí dentro de cada país. En las democracias, y a causa de la multiplicidad de cuerpos legislativos, de consejos y comisiones. Los que mandan son demasiados, y sin embargo son demasiado pocos. La masa que se ve excluida, por eso mismo se siente atormentada por celos y envidias continuos. Si la suma del poder se concentra en manos de un solo hombre, entonces las envidias se atenúan y casi desaparecen. El campesino, el obrero, el empleado inferior, el comerciante modesto, todos ellos saben que deben obedecer, pero saben también que incluso sus amos de ayer, banqueros, políticos, demagogos, nobles, están sometidos lo mismo que ellos a ese poder único.
La dictadura restablece una cierta justicia de igualdad y aminora las torturas y sufrimientos causados por la envidia. Esto explica la fortuna de que gozan los jefes absolutos de nuestros tiempos y el favor rayano en adoración que les dispensan los países más diversos entre sí."-
Dicho esto calló por breves instantes y en sus labios se dibujó un gesto apenas perceptible que parecía ser un intento de sonrisa; luego, hablando en voz más elevada, continuó así: " Como bien lo sabe usted, nuestros teólogos afirman que, en lo referente a las religiones, el paso del politeísmo al monoteísmo es un progreso admirable.
Pero los teólogos de los "principios inmortales" consideran que un paso similar, en política, constituye un error y una vergüenza.
"Si tuviera que revelar el fondo de mi pensamiento político, diría que para mí el régimen ideal seria la libertad perfecta de todos o sea la anarquía una transformación radical de la naturaleza humana.
La sociedad ideal debería estar formada por un pueblo de gentiles hombres, de caballeros inteligentes, guiados por algún santo genial.
Pero bien sabe usted que la honradez, la bondad y la inteligencia son muy raras y muy frágiles en todos los pueblos y en todos los tiempos.
Sabe usted también que los santos escasean, y que aun cuando los hubiere difícilmente se dedicarían gobierno de los pueblos; siempre prefirieron practicar el renunciamiento en la tierra a fin de lograr la felicidad en el cielo. Si el género humano hubiera sido transformado profundamente no habría necesidad de gobernantes y mucho menos de amos de mi especie. Pero la sabiduría y la virtud de los sabios antiguos no lograron cambiar a los hombres y al cabo de casi dos milenios tampoco pudo hacerlo el Cristianismo. Si, los filósofos, sabios, educadores, apóstoles y sacerdotes, hubieran hecho de los brutos seres humanos otros tantos seres amables no habría necesidad de monarcas, presidentes, magistrados, y mucho menos de tiranos.
Los hombres han continuado siendo egoístas y feroces. Para domar a fieras tales se precisa la magia verbal del encantador y, más que nada, el látigo del domador.
Las tribus humanas no se rigen con razonamientos ni afectos. Se precisa excitar la fantasía e inspirar temor, como lo enseña tanto la historia antigua como la moderna.
El animal hombre únicamente transige si se apela a su pasión de ser rapaz y se le amenaza con privarle de la libertad y la vida. No es culpa mía que la materia prima esencial de la política sea de tan baja calidad. El triunfo de los dictadores es consecuencia de tres fracasos: de la filosofía, de la religión y del capitalismo democrático, con sus ficciones, sus espejismos y sus envidias. Los filósofos, sacerdotes y parlamentarios condenan con gestos de horror a la dictadura, pero no se dan cuenta de que ellos precisamente son los principales responsables de lo que llaman tiranía. Si hubieran sido más capaces, más poderosos y más afortunados yo no ocuparía este lugar.
Y ya que le hablo en confianza puedo decir a un extranjero lo que no diría a ninguno de mis compatriotas, le haré saber que me sentiría feliz si no me viera obligado a ejercer el durísimo arte de la dictadura. Como toda lo que deseamos, el poder parece ser mucho más hermoso cuando todavía no lo poseemos.
Le aseguro a usted que pensar, querer, decidir hablar con tantos millones de servidores mudos, es un horrible y fatigoso trabajo. Esto sin contar la ambición los de los compañeros de antaño, la imbecilidad de los ejecutores, la hipocresía de los amigos, la malicia de los enemigos y todos los demás peligros que trae consigo la concentración del poder en los autócratas
Le aseguro que estoy cansado, disgustado y hasta arrepentido. Hay en mi vida horas de tan insoportable angustia, que he sentido, cosa que me avergüenza, la vil tentación del suicidio. Los que me juzgan se equivocan, los que me odian son injustos, pero los que me envidian son los más insensatos de todos los idiotas. Mi infelicidad es tan grande que un día u otro provocaré una guerra, más terrible que la anterior, a fin de salir de la caverna de mi secreta miseria. Si venzo en esa guerra seré emperador de la tierra o sea algo mejor que un simple dictador local; si la pierdo, seré muerto, es decir me veré liberado del angustioso peso del mando.
"Para corresponder a mi franqueza le ruego que no repita ni una sílaba de lo que le he dicho antes de mi muerte. Si me traiciona, mi venganza sabrá alcanzarle en cualquier rincón del mundo.
Puede irse. No le digo hasta que nos volvamos á ver, porque cuento con que mañana abandonará usted Berlín para siempre.
Me quedé estupefacto y atontado con todo lo que me había dicho aquel hombre y apenas tuve fuerzas para levantarme y saludar. Fui a la antecámara donde me aguardaba un oficial, quien quiso acompañarme hasta la puerta de mi cuarto del hotel.
Visita a Lenin (4)
He estado porfiando casi un mes, pero al fin lo he conseguido. Había venido a Rusia únicamente para conocer a este hombre y no quería marcharme sin haberle oído hablar. Me parece, en su género, uno de los tres o cuatro vivientes que vale la pena de escuchar. Llegar hasta él me ha costado casi veinte dólares -regalos a las mujeres de los comisarios, propinas a los soldados rojos, donativos a los asilos de huérfanos-, pero no lo lamento.
Decían que Vladimiro Ilitch estaba enfermo, cansado, y que no podía recibir a nadie, a excepción de sus íntimos. No permanece ya en Moscú, sino en una aldea vecina, en una antigua villa de señores, con el acostumbrado peristilo de columnas blancas a la entrada. El viernes por la noche las últimas dificultades habían sido vencidas y el teléfono me advirtió que el domingo se me esperaba. Dijeron a Lenín que mi capital podría ayudar a los difíciles comienzos de la Nep y había consentido en verme.
Fui recibido por la esposa, una mujer gorda y taciturna, que me miró como las enfermeras miran a un nuevo enfermo que entra en la sala.
Encontré a Lenín en un pequeño balcón, sentado ante una gran mesa cubierta de grandes hojas de dibujos. Me produjo la impresión. de un condenado al cual se le permite gandulear en paz las últimas horas de su vida.
La característica cabeza de tipo mongólico parecía hecha de queso viejo y seco: árida y, sin embargo, blanca. Entre los labios sucios, la calavera mostraba ya la fila siniestra de sus dientes. El cráneo, vasto y desnudo, hacía el efecto de una caja barbárica construida con el hueso frontal de algún monstruo fósil.
Dos ojos turbios e inquisitivos de pájaro solitario estaban agazapados detrás de los párpados sanguinolentos. Las manos jugueteaban con un lápiz plata: se veía que habían sido grandes y fuertes manos de labrador pero con su descarnadura anunciaban la muerte. No podré olvidar nunca sus orejas de marfil chupado tendidas hacia fuera como para coger los últimos sonidos del mundo antes del gran silencio. Los primeros minutos del coloquio fueron más bien penosos. Lenín se esforzaba en estudiarme, pero con aire distraído, como si cumpliese un deber que ahora ya no importaba. Y yo, ante aquella máscara azafranada y cansada, no tenía valor para hacer las preguntas que me había propuesto.
Murmuré azar un cumplido sobre la gran obra realizada por él en Rusia. Y entonces aquella cara medio muerta se llenó de arrugas espectrales; querían ser una sonrisa sarcástica.
Pero si todo estaba hecho exclamó Lenín con un brío inesperado y casi cruel-; todo estaba hecho antes de que llegásemos nosotros. Los extranjeros y los imbéciles suponen que aquí se ha creado algo nuevo. Error de burgueses ciegos. Los bolcheviques no han hecho más que adoptar, desarrollándolo, el régimen instaurado por los zares y que es el único adaptado al pueblo ruso.
No se pueden gobernar cien millones de brutos sin el bastón, espías, la policía secreta, el terror las horcas, los tribunales militares, las galerías y la tortura. Nosotros hemos cambiado únicamente la clase que fundaba su hegemonía sobre este sistema. Eran sesenta mil nobles y tal vez unos cuarenta mil grandes burócratas; en total cien mil personas. Hoy se cuentan cerca de dos millones de proletarios y de comunistas. Es un gran progreso, porque los privilegios son veinte veces más numerosos, pero el noventa y ocho ciento de la población no ha ganado mucho en el cambio. Esté seguro de que no ha ganada nada, al mismo tiempo lo que se quiere, lo que se desea, aunque por otra parte era absolutamente inevitable. Lenín comenzó a reír en sordina como un comerciante que ha engatusado a alguien y contempla alegremente las espaldas del burlado que se va.
Entonces -murmuré-, ¿y el progreso, y lo demás? Lenín me miró con aire de estupefacción. A usted, que es un hombre potente y extranjero -añadió-, se lo podemos decir todo. Nadie lo creerá. Pero recuerde que Marx nos ha enseñado el valor veinte instrumental y ficticio de sus teorías. Dado el estado de Rusia y de Europa, me he tenido servir de la ideología comunista para conseguir mi verdadero fin.
En otros países y en otros tiempos hubiera elegido otra. Marx no era más que un burgués hebreo aferrado a las estadísticas inglesas y admirador secreto del industrialismo. Le faltaba el sentido de la barbarie, y por esta razón era apenas una tercera parte de hombre. Un cerebro saturado de cerveza y de hegelianismo, en el que el amigo Engels esbozaba alguna idea genial. La Revolución Rusa es una completa negación de las profecías de Marx. Donde no había casi burguesía, allí ha vencido el comunismo.
. "Los hombres, señor Gog, son salvajes espantosos que deben ser dominados por un salvaje sin escrúpulos, como yo. El resto es charlatanería, literatura, filosofía y músicas para uso de los tontos. Y como los salvajes son semejantes a los delincuentes, el principal ideal de todo gobierno debe ser el de que el país se asemeje lo más posible a un establecimiento penal. La vieja mazmorra zarista es la última palabra de la sabiduría política. Bien meditado, la vida del presidiario es la más adaptada al promedio vulgar de los hombres.
No siendo libres, están, al fin, exentos de los peligros y de las molestias de la responsabilidad y se hallan en condiciones de no poder realizar el mal. Apenas un hombre entra en la prisión, debe, por la fuerza, llevar la vida de un inocente. Además, no tiene pensamientos ni preocupaciones, pues ya están aquí los que piensan y mandan por el: trabaja con el cuerpo, pero su espíritu descansa. Y sabe que todos los días tendrá qué comer y podrá dormir, aunque no trabaje, aunque esté enfermo, y todo esto, sin las preocupaciones qué incumben al libre para procurarse su pan cada mañana y un lecho cada noche.
Mi sueño es transformar a Rusia en un inmenso establecimiento penal, y no se imagina que lo diga por egoísmo, pues con un tal sistema, los más esclavos y sacrificados son los jefes y los que los secundan.
Lenín calló un momento y se puso a contemplar un diseño que tenía ante sí. Representaba, según me pareció, un palacio alto como una torre, agujereado por innumerables ventanas redondas. Me atreví a formular una de mis preguntas: -¿Y los campesinos?
-Odio a los campesinos -respondió Vladimiro Ilitch con un gesto de asco- odio al mujik idealizado por aquel reblandecido occidental llamado Turguenev y por aquel hipócrita fauno convertido que se llama Tolstoi. Los campesinos representan todo lo que detesto: el, pasado, la fe, la herejía y la mama religiosa, el trabajo manual. Los tolero y los acaricio, pero los odio. Quisiera verlos desaparecer todos, hasta el último. Un electricista vale, para mí, por cien campesinos.
"Se llegará, según espero, a vivir con los alimentos producidos en pocos minutos por las máquinas en nuestras fábricas químicas, y podremos al fin hacer la matanza de todos los labriegos inútiles. La vida en la naturaleza es una vergüenza prehistórica.
Tenga usted en cuenta que el bolcheviquismo representa una triple guerra: la de los bárbaros científicos contra los intelectuales podridos, del Oriente contra el Occidente y de la ciudad contra el campo. Y en esta guerra no dudaremos en la elección de las armas. El individuo es algo que debe ser suprimido. Es una invención de aquellos gandules griegos o de aquellos fantásticos germanos. Quien resista será extirpado como una pústula maligna. La sangre es el mejor abono ofrecido a la Naturaleza.
"No crea que yo sea cruel. Todos esos fusilamientos y todas esas horcas que se levantan por mi orden me disgustan. Odio a las víctimas, sobre todo porque me obligan a matarlas. Pero no puedo hacer otra cosa. Me vanaglorio de ser rector de una penitenciaría modelo, de un presidio pacífico y organizado. Pero aquí se hallan en todas las prisiones, los rebeldes, los inquietos, aquellos que tienen la estúpida nostalgia de las ideologías y de las mitologías homicidas. Todos esos son suprimidos. No puedo permitir que algunos millares de enfermos comprometan la felicidad futura de millones de hombres. Además, al fin y al cabo, antiguas sangrías no eran un mala cura para los cuerpos. Hay cierta voluptuosidad en sentirse amo de la vida y de la muerte.
Desde que el viejo Dios fue muerto no sé si en Francia o en Alemania ciertas satisfacciones han sido acaparadas por el hombre. Yo soy si se quiere, un semidiós local, acampado entre Asia y Europa, y, por tanto, me puedo permitir algún pequeño capricho: Son gustos de los que después de la decadencia de los paganos, se había perdido el secreto. Los sacrificios humanos tenían algo bueno: eran un símbolo profundo, una alta enseñanza, una fiesta saludable. Y yo, en vez de los himnos de los fieles, siento llegar hasta mis oídos los alaridos de los prisioneros v de los moribundos, y le aseguro que no cambiaría con la novena sinfonía de Beethoven esa sinfonía, canto anunciador de la beatitud próxima.
Y me pareció que el rostro descompuesto y cadavérico de Lenín se inclinaba hacia adelante para escuchar una música silenciosa y solemne, que tan sólo él podía oír. Apareció la señora Krupskaia a decirme que su marido estaba cansado y que tenía necesidad de un poco de reposo. Me marché en seguida.
He gastado casi veinte dólares para ver a este hombre, pero en verdad no me hace el efecto de haberlos malgastado." concluye Lenin-Papini
Te quedaste mudo querido Juan Donoso ante la gravedad de estas ideas y lo que llevaron a la práctica estos hombres durante el Siglo XX.
En fin concluyo esta con una encendida súplica a los españoles que de alguna manera inserten en los medios de habla hispana la polémica que encendiste tú y que al correr de los años y con espectáculo que hoy el mundo nos ofrece palmariamente queda demostrado que en la visión de águila tenías razón como tan brillantemente lo escribiste en tu hermoso ensayo.
¿Recuerdas que escribiste:? (5)
"Para decirlo todo de una vez, el Oriente es la tesis, el Occidente su antítesis, Roma la síntesis; y el romano Imperio no significa otra cosa sino que la tesis oriental y la antítesis occidental han ido a perderse y a confundirse en la síntesis romana. Descompóngase ahora en sus elementos constitutivos esa poderosa síntesis, y se observará que no es síntesis en el orden político y social sino porque lo es también en el orden religioso. En los pueblos orientales como en las repúblicas griegas y en el Imperio romano como en las repúblicas griegas y en los pueblos orientales, los sistemas teológicos sirven para explicar los sistemas políticos: la teología es la luz de la Historia.
La grandeza romana no podía bajar del Capitolio sino por los mismos medios que la habían servido para subir a su cumbre. Nadie podía asentar su planta en Roma sino con el permiso de sus dioses; nadie podía escalar el Capitolio sino derrocando antes a Júpiter Optimo Máximo. Los antiguos, que tenían una noticia confusa de la fuerza vital que reside en el sistema religioso, creían que ninguna ciudad podía ser vencida si antes no era abandonada por los dioses nacionales. Seguíase de aquí, en todas las guerras de ciudad a ciudad, de pueblo a pueblo y de raza a raza, una contienda espiritual y religiosa, que seguía los mismos pasos que la material y política. Los sitiados, al mismo tiempo que resistían con el hierro, volvían los ojos a sus dioses para que no los dejaran en mísero abandono. Los sitiadores a su vez los conjuraban al abandono de la ciudad con misteriosas imprecaciones. ¡Desventurada la ciudad en donde resonaba tremenda aquella voz que decía: «Vuestros dioses se van, vuestros dioses os abandonan!»
El pueblo de Israel no podía ser vencido cuando Moisés levantaba las manos al Señor, y no podía vencer cuando las derribaba hacia el suelo; Moisés es la figura del genero humano, proclamando en todas edades, con diferentes fórmulas y de diferente manera, la omnipotencia de Dios y la dependencia del hombre, el poderío de la religión y la virtud de las plegarias.
Roma sucumbió porque sus dioses sucumbieron; su imperio acabó porque acabó su teología. De esta manera, la Historia viene a poner como de relieve el gran principio que esta en lo más hondo del abismo de la conciencia humana.
Roma había dado al mundo sus Césares y sus dioses. Júpiter y César Augusto se habían dividido entre sí el grande Imperio de las cosas humanas y divinas. El sol, que había visto levantarse y caer agigantados imperios, no había visto ninguno, desde el día de su creación, de tan augusta majestad y de tan extraña grandeza. Todas las gentes habían recibido su yugo; hasta las más ásperas y agrestes habían doblado sus cervices; el mundo había depuesto las armas, la tierra guardaba silencio.
Por aquel tiempo nació, en humilde establo, de padres humildes, un Niño prodigioso en la tierra de los prodigios. Decíase de él que al tiempo de aparecer entre los hombres había brillado una nueva estrella en el cielo; que apenas nacido, había sido adorado de pastores y de reyes; que espíritus angélicos habían hablado a los hombres y habían cruzado por los aires; que su nombre incomunicable y misterioso había sido pronunciado en el principio del mundo; que los patriarcas habían aguardado su venida; que los profetas habían anunciado su reino, y que hasta las sibilas habían cantado sus victorias. Estos extraños rumores habían llegado hasta los oídos de los servidores del César, y de aquí un vago terror y sobresalto en sus pechos.
Ese sobresalto y ese vago terror pasaron, sin embargo, muy pronto, cuando vieron que los días y las noches proseguían como siempre en perpetua rotación, y que el sol seguía iluminando como antes el horizonte romano. Y dijeron para sí los gobernadores imperiales: El César es inmortal, y los rumores que oímos fueron rumores de gente asustadiza y ociosa. Y así pasaron treinta años; contra las preocupaciones del vulgo hay un remedio eficaz: el desprecio y el olvido.
Pero véase aquí que, pasados treinta años, la gente descontentadiza y ociosa vuelve a buscar, en nuevos y más extraños rumores, un nuevo alimento a sus ocios. El Niño se había hecho hombre; al decir de las gentes, al recibir en su cabeza las aguas del Jordán, había venido sobre Él un espíritu en figura de paloma, se habían rasgado los cielos y había resonado una voz clamando en las alturas: «Este es mi Hijo muy querido». Entre tanto, el que le bautizó, hombre austero y sombrío, habitante en los desiertos y aborrecedor del género humano, clamaba a las gentes sin cesar: «Haced penitencia», y señalando con el dedo al Niño hecho hombre, daba este testimonio de Él: «Este es el Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo».
Que en todo esto había una farsa de mal género, representada por farsantes de mala especie, era cosa que para todos los espíritus fuertes de aquella edad no ofrecía ningún género de duda. «El pueblo judío -decían- fue siempre muy dado a sortilegios y supersticiones: en las edades pasadas, y cuando volvía sus ojos oscurecidos con el llanto hacia su abandonado templo y hacia su patria perdida, esclavo del babilonio, un gran conquistador, anunciado por sus profetas, le había redimido del cautiverio y le había devuelto a un tiempo mismo su templo y su patria; no era, pues, cosa extraña, sino antes muy natural, que aguardara una nueva redención y un nuevo Libertador que quebrantara para siempre en su cerviz la dura cadena de Roma».
Si no hubiera habido más que esto, las gentes despreocupadas y entendidas de aquella edad hubieran dejado caer probablemente estos rumores, como hicieron con los pasados, hasta que el tiempo, ese gran ministro de la razón humana, los hubiera desvanecido por los aires; pero no sé qué hado funesto dispuso de otra manera las cosas; porque sucedió que Jesús (éste era el nombre de la persona de quien se contaban tan grandes prodigios) comenzó a enseñar una nueva doctrina y a obrar obras espantables.
Su audacia o su locura llegó a punto de llamar hipócritas y soberbios a los soberbios e hipócritas, y blanqueados sepulcros a los que eran sepulcros blanqueados. La dureza de sus entrañas fue tan grande, que aconsejó a los pobres la paciencia, y escarneciéndolos después, celebró su buena ventura. Para vengarse de los ricos, que le tuvieron siempre en menos, les dijo: «Sed misericordiosos». Condenó la fornicación y el adulterio, y comió el pan de los fornicadores y adúlteros. Desdeñó, tan grande era su envidia, a los doctores y a los sabios; y conversó, tan ruines eran sus pensamientos, con gentes rudas y groseras.
Fue tan extremado en el orgullo, que se llamó el Señor de las tierras, de los mares y de los cielos; y fue tan consumado en las artes de la hipocresía, que lavó los pies a unos pobres pescadores. A pesar de su austeridad estudiada, dijo que su doctrina era amor; condenó el trabajo en Marta y santificó el ocio en María; estuvo en relaciones secretas con los espíritus infernales, y por precio de su alma recibió el don de los milagros. Las turbas le seguían, y le adoraban las muchedumbres.
Como se ve, a pesar de su buena voluntad, no podían permanecer por más tiempo impasibles los guardadores de las cosas santas y de las prerrogativas imperiales, responsables como eran, por razón de sus oficios, de la majestad de la religión y de la paz del Imperio. Lo que les movió principalmente a salir de su reposo fue el aviso que tuvieron de que, por una parte, una grande multitud de gentes había estado a punto de proclamar a Jesús Rey de los judíos; y por otra, se había llamado a sí mismo Hijo de Dios y había intentado apartar a los pueblos del pago de los tributos.
El que tales cosas había dicho, y el que tales obras había obrado, era necesario que muriera por el pueblo. Faltaba sólo justificar estos cargos y aclarar debidamente estos puntos. Por lo tocante a los tributos, como fuese preguntado sobre el particular, dio aquella célebre respuesta con que desconcertó a los curiosos diciéndoles: «Dad a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César»; que fue tanto como decir: «Os dejo vuestro César, y os quito vuestro Júpiter». Preguntado por Pilato y por el gran sacerdote, ratificó su dicho, afirmando de sí que era el Hijo de Dios; pero que no era de este mundo su reino. Entonces dijo Caifás: «Este hombre es culpable y debe morir». y Pilato al revés: «Dejad libre a este hombre, porque es inocente».
Caifás, gran sacerdote, miraba la cuestión desde el punto de vista religioso; Pilato, hombre lego, miraba la cuestión desde el punto de vista político. Pilato no podía comprender qué tenía que ver el Estado con la religión, César con Júpiter, la política con la teología; Caifás, por el contrario, pensaba que una nueva religión trastornaría el Estado, que un nuevo Dios destronaría al César, y que la cuestión política iba envuelta en la cuestión teológica. La muchedumbre pensaba instintivamente como Caifás, y en sus roncos bramidos llamaba a Pilato enemigo de Tiberio. La cuestión quedó en este estado por entonces.
Pilato, tipo inmortal de los jueces corrompidos, sacrificó el justo al miedo, y entregó a Jesús a las furias populares, y creyó purificar su conciencia lavándose las manos. El Hijo de Dios subió a la cruz lleno de vilipendios y ludibrios: allí se levantaron contra Él, con sus manos y con sus bocas, los ricos y los pobres, los hipócritas y los soberbios, los sacerdotes y los sabios, las mujeres de mala vida y los hombres de mala conciencia, los adúlteros y los fornicadores. El Hijo expiró en la cruz pidiendo por sus verdugos y encomendando su espíritu a su Padre.
Todo entró por un momento en reposo; pero después viéronse cosas que aún no habían visto los ojos de los hombres: la abominación de la desolación en el templo; las matronas de Sión maldiciendo su fecundidad; los sepulcros hendidos; Jerusalén sin gente; sus muros por el suelo; su pueblo disperso por el mundo; el mundo en armas; las águilas de Roma dando al aire míseros alaridos; Roma sin Césares y sin dioses; las ciudades despobladas, y poblados los desiertos; por gobernadores de las naciones, hombres que no saben leer, vestidos de pieles; muchedumbres obedeciendo a la voz de aquel que dijo en el Jordán: «Haced penitencia», y a la voz de aquel otro que dijo: «El que quiera ser perfecto, que deje todas las cosas, que tome su cruz y me siga»; y los reyes adorando la Cruz, y la Cruz levantada en todas partes.
¿Por qué tan grandes mudanzas y trastornos? ¿Por qué tan grande desolación y tan universal cataclismo? ¿Qué significa eso? ¿Qué sucede?
Nada: que unos nuevos teólogos andan anunciando una nueva teología por el mundo (6).