| Arbil cede expresamente el permiso de reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin Objeción de conciencia fiscal: Como hacerlo | Revista Arbil nº 70 | Editorial: Las raíces del debate sobre la presencia de Dios en la Constitución europea La ausencia de todo reconocimiento de Dios y del cristianismo en el futuro texto constitucional europeo ha llenado de honda preocupación a muchos católicos. Los llamamientos del Papa, de la Iglesia y de algunas figuras europeas han sido desoídos. La razón de esta ausencia es fundamentalmente filosófica, porque la Europa del materialismo moderno difícilmente puede dejar espacios abiertos a una posible Europa del Espíritu | El borrador-propuesta para una futura Constitución europea realizado, en realidad dirigido, por el expresidente francés Valerie Giscard d'Estain, en virtud, probablemente de la aspiración a dotar a la burocracia de Bruxelas de una legitimidad superior merced a la presencia en el centro comunitario de lo que serían auténticos dinosaurios de la política europea, jubilados de la política, por muy diversas razones, en sus respectivos países, ha despertado, pese a la falta de lecturas análisis profundos, que podrían despertar una importante oposición, interesantes controversias. El debate político sobre esa futura Constitución global, que no ha hecho sino comenzar aunque, bien es cierto, con escasa trascendencia, está regido más por las prisas para lograr la aprobación por parte de los Estados, que por la apertura de un debate sereno sobre lo que debe ser una pieza fundamental en la futura arquitectura europea. Hasta la fecha solamente ha trascendido la divergencia sobre el peso real de los Estados y las naciones, sobre si todos tendrán el mismo peso o se establecerán gradaciones más o menos justificadas; acerca de la auto limitación de la soberanía por parte de los Estados y lo que parece más atrayente y más polémico: el nombrar a Dios y la influencia del cristianismo en Europa en el texto constitucional. Un punto éste que tiene especial importancia, ya que son numerosas las constituciones de los países miembros o de los que se incorporarán en un futuro inmediato que hacen referencias o reconocimientos de Dios y del cristianismo. Cuando este último tema comenzó a plantearse hace unos meses, con petición incluida y reiterada de Su Santidad, prácticamente ningún comentarista entró en profundidad en el debate. Lo escrito sobre el particular fue de una superficialidad asombrosa. No se quiso entrar en el debate ideológico y filosófico de fondo, porque éste es el que marca el sentido de esa futura Europa que se anuncia. El texto final, donde no se hace referencia ni a Dios ni a la presencia e importancia del cristianismo en Europa, es el resultado lógico de un proceso que tiene su base en los mismos instantes fundacionales del proceso constructivo de esa Europa que parece rehuir sus raíces. El proceso de integración se ha vertebrado, basta con repasar sus páginas esenciales, sobre razones básicamente económicas, marginando o dejando en mera imagen decorativa cualquier otro aspecto, incluyendo las raíces históricas que sustentan su identidad. En ese caminar de construcción, como ya señalara hace una década el cardenal Ratzinger, se está desarrollando un proceso que lleva a Europa a "desvestirse de su propia historia y declararse neutral respecto a la fe cristiana, es más, respecto a la fe en Dios, para llegar finalmente a una tolerancia sin fronteras". El evidente alejamiento de las raíces cristianas que se está produciendo en la construcción de Europa no es algo surgido de la nada, es el fruto de la imposición del nuevo sistema ideológico que se está asentando desde el último tercio del siglo XX y que ha tenido como consecuencia más clara la crisis de la civilización contemporánea. En ese nuevo sistema, que tiene sus orígenes en la renovación filosófica que arranca en el racionalismo, es punto clave el progresivo disentimiento de los hombres con Dios, proscribiendo, en este caminar, las leyes morales. Ese nuevo sistema de pensamiento, que hoy se asienta, se basa en la imposición del laicismo (no ya global sino individual), la secularización, el consumismo y el materialismo. Son los parámetros que rigen hoy en las superestructuras políticas, económica y mediáticas de nuestros países, de Europa y del mundo. Las que tienden a difundir los contravalores denunciados por Juan Pablo II, los que existen en las democracias occidentales, donde "es necesario constatar la presencia y la difusión de contravalores como son el egoísmo, el hedonismo, el racismo, el materialismo práctico". Seguir ese camino en la construcción de Europa supone crear un espacio que en realidad estaría muy lejos de cuanto ha significado Europa. En esta línea de pensamiento, el cardenal Carlo María Martini comentaba en 1990: "la edificación de la casa común europea no aparecerá ante los ojos del mundo como un puro engaño o como algo totalmente efímero, sólo si el continente es capaz de basarse sobre el redescubrimiento y sobre la estima de valores superiores, que tienen que ver con las dimensiones del espíritu". Ante la redacción del proyecto de constitución europea se abrían, al menos, tres caminos posibles: el primero, confiarlo a los herederos directos de la democracia cristiana que contribuyó, especialmente desde Alemania e Italia, a la reconstrucción política de Europa occidental tras la II Guerra Mundial; el segundo, dejarlo en manos de una desprestigiada socialdemocracia que además cuenta con escaso poder en los diversos países; el tercero, ceder a la tentación centrista-liberal con matices conservadores que recaería en la dirección francesa que ha marcado, de forma excesiva, el proceso de construcción europea. Esta última opción fue la escogida y naturalmente llevaba aparejada la imposición del laicismo absoluto francés. No se puede alegar que el resultado final haya sido fruto de la casualidad, de la falta de orientación y directriz. Desde hace más de dos décadas Su Santidad clama porque en ese proceso de construcción no se margine el reconocimiento de Dios. En el tantas veces citado, a veces mal leído, discurso de Santiago de Compostela, Juan Pablo II fue tajante: "Si Europa es una y puede serlo con el respeto debido hacia todas las diferencias, comprendido el respeto a los diversos sistemas políticos; si Europa vuelve a pensar, en la vida social, con el vigor que poseen algunas afirmaciones de principio como las contenidas en la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, en la Declaración Europea de los Derechos del Hombre, en el acta final de la Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa; si Europa vuelve a actuar, en la vida propiamente religiosa, con el debido reconocimiento y respeto de Dios, en el que se fundamenta todo derecho y toda justicia; si Europa abre de nuevo las puertas a Cristo y no tiene miedo de abrir los confines de los sistemas económicos y de los políticos a su potestad salvífica, los vastos campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo, su futuro no estará dominado por la incertidumbre y el temor, sino que experimentará una nueva estación de la vida, sea interna sea externamente, pero siempre benéfica y determinante para el mundo entero". Hoy podemos afirmar que el llamamiento ha sido desoído por una gran parte de la clase política europea y que los que presionan, obligados por las palabras de Su Santidad, no lo hacen como debieran; pero no es menos cierto que la opinión católica o cristiana europea no se ha movilizado para presionar sobre los redactores del proyecto debidamente, pero tampoco ha sido informada para ello e impulsada para ello. Las declaraciones han sido sólo declaraciones pero nos e ha trabajado en la puesta en marcha de una presión social a favor de la inclusión. ¿Se podía esperar otra redacción? De ilusos cabría calificar a quienes esperaran que, con tan sólo las palabras y las opiniones de las máximas figuras de la Iglesia (incluyendo Su Santidad) y de algunas voces políticas, se pudiera variar el rumbo de la filosofía que alienta el texto constitucional europeo. ¿Acaso podrían ser las cosas de otro modo cuando, desde principios de los setenta, se es consciente de que Europa necesita una nueva evangelización, que en treinta años más que avanzar lo que ha cosechado han sido retrocesos? ¿Acaso la constitución europea podía dejar una puerta abierta al retorno de lo espiritual en el mundo de lo material? Europa, la Europa actual es, colectivamente, un espacio en el que se ha impuesto el racionalismo que arranca en el siglo XVIII. Una imposición que ha supuesto la conversión de la conciencia subjetiva en un absoluto, lo que lleva al hombre a guiarse solamente por su razón dejando fuera a Dios. En ese lento proceso de imposición de la nueva visión, como ha explicado Juan Pablo II, "no sólo había que prescindir de Dios en el conocimiento objetivo del mundo -debido a que la premisa de la existencia del Creador o de la Providencia no servía para nada a la ciencia-, sino que había que actuar como si Dios no existiese, es decir, como si Dios no se interesase por el mundo. El racionalismo iluminista podía aceptar un Dios fuera del mundo, sobre todo porque ésta era una hipótesis no posprobable. Era imprescindible, sin embargo, que a ese Dios se le colocara fuera del mundo". Y Dios, en prácticamente tres siglos, fue colocado fuera del mundo. La resultante es una Europa presa del inmanentismo y del subjetivismo donde todo lo que el cristianismo ha significado y significa queda suspendido, relegado a simples formas culturales sin influencia directa en la vida de las personas. La consecuencia lógica de este proceso es la proscripción de lo espiritual. Así, poco a poco hemos asistido, como último paso de esa nueva filosofía, inermes a la imposición del materialismo moderno, cuya esencia, como apunta el cardenal Ratzinger, es muy sutil al enraizarse "en la forma según la cual se concibe la relación entre materia y espíritu. La materia es aquí lo primero y originario. Al principio existe la materia y no el logos. A partir de ella se desarrollo todo en un proceso casual, que acaba siendo necesario. El espíritu se mantiene como producto de la materia. Cuando se conocen sus leyes y el modo de manipularle, se hace posible entonces dirigir el curso del espíritu. El espíritu se transforma cuando se modifican sus condiciones materiales de existencia. Es así posible, de forma mecánica, adaptar y desarrollar la propia historia, mediante la modificación y transformación de las estructuras". ¿Y acaso la Europa cristiana, la Europa del espíritu no ha sido víctima de esa transformación? Ante esta situación, como explicaba Juan Pablo II al Cuerpo Diplomático, "es imposible no sufrir la amargura ante la ausencia deliberada de cualquier referencia moral trascendente en la gestión de las sociedades llamadas desarrolladas". Y este el espíritu que recoge y difunde el proyecto de texto constitucional europeo. Frente a esta posición sólo queda trabajar porque Europa recupere la conciencia de la necesidad de restablecer su orden espiritual de referencia que está en sus raíces cristianas. Conciencia a la que comienzan a llegar las individualidades que comienzan a experimentar en su caminar vital la necesidad del retorno hacia lo sagrado frente a la imposición del secularismo . ·- ·-· -··· ·· ·-·· | Revista Arbil nº 70 La página arbil.org quiere ser un instrumento para el servicio de la dignidad del hombre fruto de su transcendencia y filiación divina "ARBIL, Anotaciones de Pensamiento y Crítica", es editado por el Foro Arbil El contenido de estos artículos no necesariamente coincide siempre con la línea editorial de la publicación y las posiciones del Foro ARBIL La reproducción total o parcial de estos documentos esta a disposición del público siempre bajo los criterios de buena fe, gratuidad y citando su origen. | Foro Arbil Inscrita en el Registro Nacional de Asociaciones. N.I.F. 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