Arbil, apostando por los valores de la civilización cristiana

Por la Vida, la Familia, la Educación, la dignificación del Trabajo, la Unidad histórica, territorial y social de la Nación, y por la Regeneración Moral y Material de nuestra Patria y el mundo

 


Indice de contenidos

- Texto completo de la revista en documento word comprimido
- Un retrato íntimo de los "intelectuales" elaborado por Paul Johnson: ideología, cambio cultural y transformación social
- El nacionalismo del "Estado moderno", resultado del contractualimo, principal enemigo del patriotismo
- Deberes de los católicos en política. Un recordatorio vaticano
- Editorial: Sobre la concurrencia o no del "casus belli"
- No a una guerra inmoral aunque economicamente rentable; Comprendo, pero no comparto
- José Cadalso y el "dolorido sentir" por España: Una relectura
- El PNV y la lucha contra el terrorismo: el perro del hortelano
- Virtudes del filósofo
- Nuevo Paradigma vs. cristianismo
- La educación el siglo XXI (II Parte)
- Tintín y Hergé
- Historia del ama de casa
- El "patriotismo constitucional"
- Beato Junípero Serra, fundador de ciudades, creador de California
- Triste Aniversario
- Repensar críticamente la modernidad: Rebeldías
- La M. Ana Alberdi, una contemplativa Concepcionista de "La Latina"
- Iglesia española: entre el CIS y la BBC
- Tertulia de Arbil-Bilbao
- Tertulia de Arbil-Madrid
- Textos clásicos: Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo

Especial sobre el islam

- El islam wahhabita
- Islam y Cristiandad: la guerra de los mil y un años
- Arabia Saudí: ¿Caballo de Troya del fundamentalismo islámico o aliado de Occidente?
- La secta de Mahoma: un mormonismo con éxito
- Europa, Turquía, España
- ¿El islam que viene; nueva configuración social en Europa o reto al orden público?
- Ceuta y Melilla: La defensa de las dos ciudades españolas
- El problema geoestratégico del Islam
- Isla Perejil: ¿incidente aislado o expresión de un conflicto permanente?
- A propósito del Islam en el África subsahariana
- El Islam de Bosnia, una frontera en el interior de Europa
- Mohamed VI, el último rey marroquí
- Las atrocidades ignoradas de Sudán
- Otros artículos relacionados con el mundo mahometano recogidos en Arbil


CARTAS

Arbil cede expresamente el permiso de reproducción bajo premisas de buena fe y buen fin
Revista Arbil nº 66

Deberes de los católicos en política. Un recordatorio vaticano

por Luis María Sandoval

La Congregación para la Doctrina de la Fe ha publicado un importante documento exclusivamente dedicado a las responsabilidades de los legisladores y ciudadanos católicos en la política.
En ella enseña que existen unos límites infranqueables. Mientras el falso pluralismo ideológico de los católicos conduce a la transgresión de los mismos, la legítima pluralidad política de los mismos puede contener la solución en el apoyo a nuevos partidos que se comprometan con los mínimos cristianos.
Y la Nota sólo se refiere a esos mínimos, pero insta de modo más amplio a reconstruir toda una cultura inspirada en el Evangelio y la tradición acumulada en los siglos de Cristiandad.

Este trabajo trata los siguientes aspectos:
* Los puntos de partida
* Lo que la Iglesia condena
- Errores de la época
- Errores en el seno de la Iglesia
* Lo que la Iglesia enseña y ordena
- Males menores y bienes posibles
- Un propósito mucho más general
* La alternativa: el lícito pluralismo político de los católicos; - - Oportunidad del pluralismo civil católico
* Los límites de la restauración incoada
- Evitar la descalificación radical
- Reticencias para con la confesionalidad
- Silenciamiento de los deberes máximos
* Una predicación que reiterar..

 

Una de las características más importantes del pontificado de Juan Pablo II es la obra de restauración doctrinal que han marcado varios importantes documentos magisteriales sobre cuestiones candentes que precisaban rectificación: de ellos unos han sido encíclicas, como Fides et ratio (1993) y Veritatis splendor (1998), sobre el orden de la razón o los principios de la moral, y otros emanados de los dicasterios romanos, como la declaración Dominus Iesus (2000), sobre la centralidad única de Cristo en la salvación del género humano, el motu proprio Apostolos suos (1998), acerca de las falsas concepciones de la colegialidad en las conferencias episcopales, o los ya lejanos Libertatis nuntius (1984) y Libertatis conscientia (1986) que condenaron los abusos marxistizantes so capa de ‘teología de la liberación’.

En esa línea de restauración de la doctrina de la Iglesia y del pensamiento cristiano, tras la traumática crisis del periodo postconciliar, hemos de felicitarnos muy vivamente por la recentísima Nota doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre "el compromiso y la conducta de los católicos en la vida política".

Era éste un campo en el que se había producido el abandono unánime de los católicos: las corrientes heréticas, sedicentes progresistas, combatían frontalmente todo contenido cristiano en el orden político, en tanto los católicos piadosos consideraban lo prudente y lo ‘humilde’ renunciar a todo contacto con la política, como si en ese terreno toda recta aspiración fuera torpe ambición.

Con esta Nota, la restauración doctrinal del pontificado de Juan Pablo II alcanza el terreno más ambicioso y delicado, puede que el más externo respecto del núcleo religioso cristiano, pero también la clave de bóveda para un vivir cotidiano conforme a la concepción católica y en un ambiente de usos y costumbres cristianos: la política.

No es éste un documento en el que la política aparezca como mera extensión de ‘lo social’, ni como un elemento de ‘la cultura’, o en el último término de una larga enumeración antes del etcétera. Su objeto es la política: cual ha de ser la actitud de los gobernantes y legisladores católicos, y la de sus electores igualmente católicos. Con este documento ya no cabe tergiversar ni diluir su mensaje en lo relativo a la política, porque sólo se refiere a ella.

Ya hemos dicho que la política cristiana no es algo tan nuclear a nuestra religión como la familia o la educación, pero hay que añadir que sin una buena política que los tutele, tales asuntos fundamentales sobreviven desamparados y en precario, cuando no directamente perseguidos y bajo riesgos letales.

Y antes de comenzar la exposición y glosa de su contenido, debemos destacar un detalle del que los fieles hemos de saber apreciar toda la importancia que tiene: la Nota a la que nos referimos, publicada el 16 de enero de 2003, está fechada el 24 de noviembre de 2002, fiesta de Cristo Rey. Es todo un signo el que hemos de ver aquí del comienzo de la restauración de la Doctrina de la Realeza Social de Cristo en el seno de la Iglesia, preámbulo necesario para que veamos en la tierra, como pobre anticipo del Reino de Dios, una sociedad que acepte regirse según los criterios cristianos.

Los puntos de partida

Si en el Catecismo de la Iglesia Católica no existía ninguna mención a la democracia, ni a otra palabra de ella derivada (ni había por qué, pues tampoco la había de la monarquía o la aristocracia), la Nota doctrinal que nos ocupa se dirige, desde su primer párrafo, al horizonte de las sociedades democráticas.

Pero al tomar ese punto de partida (once veces emplea la nota términos de raíz democrática) no hay contradicción con la doctrina tradicional sobre la indiferencia de principio acerca de los regímenes rectos de gobierno.

Se trata de un punto de partida de hecho. Incluso si las sociedades democráticas son minoría en nuestro mundo (porque China y el mundo árabe son algo más que excepciones marginales), es un hecho que las democracias son el punto de referencia político de nuestro planeta desde el derrocamiento de las monarquías del Antiguo Régimen, el aplastamiento de los fascismos y el derrumbe del bloque comunista soviético.

Pero eso no significa que la Congregación para la Doctrina de la Fe confiera una sacralización de la democracia en cuanto tal. Exactamente, "la Iglesia es consciente de que la vía de la democracia [...] expresa mejor la participación directa de los ciudadanos en las opciones políticas". Y es que consenso y participación son alguna de las cualidades que ha de satisfacer un régimen político, junto con las de unidad, continuidad, competencia e independencia de los gobernantes, cuyo diferente equilibrio entre sí motiva la posible opción entre unas formas de gobierno y otras, o la combinación de sus elementos.

Lo que sucede es que este documento va a abordar -y a criticar- el espíritu de la democracia moderna y realmente existente. Como veremos, la Nota no tendría ningún sentido para un entorno político no democrático. Sobre todo, porque sucede que en un régimen democrático, al poder todos participar en la marcha de la vida pública, todos somos responsables por acción u omisión de la misma; a la posibilidad de intervenir decisivamente le acompañan el deber de hacerlo (para bien, se entiende) y la responsabilidad por la abstención, la dejadez, la comodidad o el error en que incurramos.

En un régimen democrático todos los católicos, por gozar de la condición de ciudadanos, tenemos una responsabilidad moral y el deber de participar de acuerdo con nuestra fe. Si no cupiera tal posibilidad no existiría tal deber, pero nosotros, sin duda, lo tenemos.

El otro punto de partida, también de hecho, es la constatación de que está emergiendo una nueva época, que se afronta con "incertidumbre". Observemos, de pasada, que no se plantea el juicio de situación con optimismo de oficio, ése hoy tan habitual que algunos querrían obligatorio.

Las problemáticas que se están planteando actualmente no pueden –se nos dice- compararse con las afrontadas en siglos pasados. No cabe duda alguna de que sin los avances científicos a los que asistimos no podrían plantearse tales cuestiones, pero sería recaer en el marxismo plantear la cuestión como si el desarrollo de las fuerzas de producción produjera la evolución de las ideas. Los descubrimientos científicos no producen comportamientos aberrantes y criminales, tan sólo los posibilitan o magnifican cuando existen tendencias culturales erróneas y perversas prestas a servirse de ellos.

Por eso, nuestro documento, al otear la nueva época, no puede callar "los graves peligros hacia los que algunas tendencias culturales tratan de orientar las legislaciones y, por consiguiente, los comportamientos de las futuras generaciones". La clave de los problemas que se ciernen está en "un cierto relativismo cultural, que se hace evidente en la teorización y defensa del pluralismo ético, que determina la decadencia y disolución de la razón y los principios de la ley moral natural".

Y así nuestra Nota debe recordar ciertos principios de siempre de la Doctrina Social y Política de la Iglesia, ya que han aparecido, incluso en el seno de los católicos, "orientaciones ambiguas y posiciones discutibles".

Del valor intrínseco de un documento da idea la cantidad de comentarios que sugiere. En su brevedad, esta Nota doctrinal es tan densa y tan cuajada de enseñanzas que para glosarla convenientemente hace falta una extensión relativamente notable. Para ordenar ese contenido intentaremos presentar sucesivamente lo que la Iglesia repudia, y lo que la Iglesia enseña y ordena a sus fieles en estas materias.

Y aunque la exposición y el orden sean nuestros, las palabras empleadas a continuación son verdaderas paráfrasis, aunque hemos renunciado a un aparato de notas que resultaría sobremanera pesado aquí. Salvo indicación en contra toda palabra entrecomillada procede de la Nota de la Congregación de la Doctrina de la Fe publicada el pasado 16 de enero.

 

Lo que la Iglesia condena

No es verdad que nuestro mundo abomine de las condenas. Uno de los usos democráticos más reiterado es la unánime ‘condena’ –verbal- que ritualmente efectúan todos los partidos ante determinados hechos, ya sean auténticos crímenes o no.

La Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe prácticamente no emplea en este documento ese término del que se escandalizarían los que abusan cotidiana y vanamente de él (salvo al final, en el que reafirma expresamente la condena del indiferentismo y del relativismo religiosos). Pero es claro que censura sin paliativos determinadas tesis, conceptuándolas como erróneas y nocivas; si tal acción es llamada advertencia, o rechazo, o condena, o repudio, no afecta intrínsecamente para nada al hecho en sí, que es el mismo.

Errores de la época

El núcleo de la condena de este documento sobre la política es el relativismo cultural, frecuentemente llamado pluralismo ético, tal y como es teorizado y defendido como fundamento último de la democracia occidental que vivimos. De igual modo que el socialismo real era muy diferente de las utopías de los marxistas occidentales, aunque éstas le servían de justificación, la democracia real de occidente poco tiene que ver con la noción clásica o puramente formal, y se basa cada vez más en la "concepción relativista del pluralismo que no tiene nada que ver con la legítima libertad de los ciudadanos católicos de elegir entre las opiniones políticas compatibles con la Fe y la ley moral natural".

Tal relativismo o pluralismo ilícito se caracterizan por afectar que "todas las posibles concepciones de la vida tuvieran igual valor" y aun que "son igualmente verdaderas". Tal tesis es falsa: "la razón está de la parte de aquellos ciudadanos que consideran falsa la tesis relativista".

De hecho, se reitera que la pretendida igualdad entre las religiones y los sistemas culturales es "inexistente".

Y se denuncia que para implantar este error se invoca engañosamente la noción de tolerancia, pero sólo para que quienes desean contribuir al bien común con las concepciones humanas y justas de la ley moral renuncien por completo a hacerlo, en beneficio de un indiferentismo que se resuelve siempre a favor de las concepciones opuestas al derecho natural. En realidad, tras la manida invocación a la tolerancia asoma el peligro de un "laicismo intolerante", cuando se niega toda legitimidad como opción política y legislativa a los que se atienen a la verdad moral por motivos religiosos.

La consecuencia de dichos errores es que las leyes prescinden crecientemente de los principios de la ética natural. Y es que se quiere negar toda relevancia política y cultural no sólo a la fe cristiana sino a la ética natural, declarada de imposible existencia.

Tales legislaciones contra la ley natural acarrearán graves consecuencias para el futuro, y aun para la misma existencia de los pueblos, y desde luego es nociva para la pervivencia del propio régimen democrático, ya que éste -como todos- tiene necesidad de fundamentos sólidos y verdaderos.

Como última consecuencia se abre el camino a la "anarquía moral"; rehuyendo la verdad se camina al individualismo y al "libertinaje".

 

Errores en el seno de la Iglesia

Si los errores radicalmente graves son las corrientes opuestas a la Iglesia, los errores concomitantes en el seno de los fieles son los que tienen trascendencia práctica en cuanto impiden la resistencia a aquellos, pero también serían mucho más fáciles de remover, si existe docilidad al Magisterio.

El primero es el de abdicar de la participación activa en la política. Y no creemos que exista diferencia práctica en que ese abandono se deba en el fondo a comodidad o cobardía, o a una conciencia militante pero mal formada.

Ligado al anterior se encuentra el error de pretender delegar en otros el compromiso cristiano que proviene del evangelio. Y es cierto que a veces parece que no se trata siquiera de que unos cristianos cumplan por todos, lo cual ya sería grave, sino de que, ilógicamente, los cristianos no habrían de ‘mezclarse’ en política práctica y concreta, pero reclaman -o esperan ¿?- que los que la ejecutan (que consecuentemente habrían de ser no cristianos, si todos los fieles siguieran ese patrón) satisfagan espontáneamente todas sus expectativas.

Pero el error que motiva esta Nota doctrinal es la confusión entre la justa pluralidad de opciones políticas concretas para los católicos con un "indistinto pluralismo en la elección de los principios morales y los valores sustanciales". Es "un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia".

Tal error comienza a manifestarse en cuanto se concibe la propia existencia dividida en dos vidas paralelas e independientes: la privada, que puede ser espiritual y cristiana, y la pública o secular, que se declara al margen de las normas cristianas.

Queda también muy claro que existen opciones y posiciones contrarias a la doctrina moral y social de la Iglesia que por ello son incompatibles con la pertenencia a asociaciones u organizaciones que se definen católicas. Esta nítida condena va acompañada a continuación de la constatación de que organizaciones y medios de comunicación católicos han apoyado en los últimos tiempos tales opciones y han dado orientaciones ambiguas con idéntico resultado nocivo.

Finalmente, "el compromiso político a favor de un aspecto aislado de la doctrina social de la Iglesia no basta para satisfacer la responsabilidad de la búsqueda del bien común en su totalidad". Esta condena tiene aplicación en múltiples sentidos:

--- ha sido común a las organizaciones ‘progresistas’ justificar su cristianismo con una toma de postura por los pobres –ni siquiera siempre compatible en sí misma con las exigencias cristianas- para apoyar el relativismo moral en cuestiones de familia y vida;

--- también han habido pastores y periódicos que se han limitado a constatar que había múltiples partidos que con sus programas parecían satisfacer intereses cristianos, cada uno en determinadas cuestiones, para concluir que los electores católicos debían optar entre ellos en conciencia, lo que en el contexto significaba según las propias preferencias. Queda claro que tal opción es tramposa, y que "no es lógico el aislamiento de uno solo de sus contenidos en detrimento de la totalidad de la doctrina católica";

--- pero también hay católicos cuyo preocupación por las cuestiones de vida y familia les mueve a interesarse por la política, pero que al acercarse a ella se niegan a interesarse por sus demás ámbitos, que también pertenecen a las exigencias de la doctrina social de la Iglesia.

 

Lo que la Iglesia enseña y ordena

* Los católicos, como ciudadanos que son, deben participar en la política, según su competencia específica y bajo la propia responsabilidad. Ese deber natural no es obstaculizado por la vocación sobrenatural, sino que ésta lo urge todavía más. Y "cuando la acción política tiene que ver con principios morales que no admiten derogaciones, excepciones o compromiso alguno, es cuando el empeño de los católicos se hace más evidente y cargado de responsabilidad". En esos casos está en juego la esencia del orden moral y el doble deber permanente (por amor natural y sobrenatural) se intensifica: "tienen el derecho y el deber de intervenir".

* Por política se entiende la acción multiforme "destinada a promover orgánica e institucionalmente el bien común". Es importante subrayar las dos notas anteriores, puesto que muchos cristianos se interesan por las cuestiones sociales sólo desde la perspectiva de la asociación voluntaria y asistencial (las ONGs) eludiendo las instancias políticas, las cuales, al comprender en sus instituciones a todos los ciudadanos, velan por el bien con medios imperativos, que incluyen las órdenes, las prohibiciones y las puniciones. Como se ve, tal reluctancia no se puede justificar por motivos cristianos. Las acciones sociales no son sustitutivos, sino complementos, de la política institucional.

* Toda concepción del hombre, del bien común y del Estado debe someterse al juicio de la norma moral ínsita en la naturaleza misma del hombre. En consecuencia, el católico "está llamado a disentir de una concepción del pluralismo en clave de relativismo moral" y debe afirmar la existencia (también en lo que atañe a la política) de "principios éticos que, por su naturaleza y papel fundacional de la vida social, no son «negociables»". Sobre el principio de la recta concepción de la persona "los católicos no pueden admitir componendas".

* Hay que tener siempre presente que "sería un error confundir la justa autonomía que los católicos deben asumir en política, con la reivindicación de un principio que prescinda de la enseñanza moral y social de la Iglesia". "Ningún fiel puede [...] apelar al principio del pluralismo y autonomía de los laicos en política, para favorecer soluciones que comprometan o menoscaben la salvaguardia de las exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad".

* Personalmente, el católico tiene el deber moral de coherencia de vivir con conciencia única y unitaria. El arraigo en Cristo de nuestra vida debe dar fruto en todas y cada una de las acciones, política incluida, que entran en el designio de Dios como lugar de manifestación de la Fe, la Esperanza y la Caridad. Existe un deber de congruencia entre nuestra Fe, nuestra conciencia católica y nuestra acción social y política.

* En el orden práctico, ese deber se concreta en unos mínimos negativos: los legisladores cristianos "tienen la «precisa obligación de oponerse» a toda ley que atente contra la vida humana". Esa obligación, para ellos y para todos los fieles, se extiende a no participar en campañas de opinión favorables a semejantes leyes. Por supuesto, "a ninguno de ellos [los legisladores] les está permitido apoyarlas con el propio voto", caso particular del deber que tiene todo católico: "la conciencia cristiana bien formada no permite a nadie favorecer con el propio voto la realización de un programa político o la aprobación de una ley particular que contengan propuestas alternativas o contrarias a los contenidos fundamentales de la fe y la moral".

Y muy bien se puede sostener que los anteriores imperativos, clarísimos y rotundos, constituyen el núcleo de la presente Nota.

Acerca de estos preceptos mínimos, negativos y tajantes, cabe notar que si la atención primera se sitúa en el ‘evangelio de la vida’ (legislación sobre el aborto, la eutanasia y los embriones humanos), las "exigencias éticas fundamentales e irrenunciables" que los motivan no reducen su existencia a este campo; a continuación del mismo se coloca la legislación sobre la esencia de la familia (y expresamente se afirma la recta concepción de la familia fundada en el matrimonio "frente a las leyes modernas sobre el divorcio", cuestión la de la oposición al divorcio a la que los católicos han dejado de atender en muchos países); y no se reduce a ambos, sino que se extiende a otros puntos fundamentales como la libertad de los padres en materia de enseñanza, la libertad religiosa y la alusión a una economía justa. Es importantísimo hacer hincapié en que las leyes que afectan a exigencias éticas irrenunciables no se limitan por la Santa Sede a esa esfera cuasi-sexual de vida y familia.

Males menores y bienes posibles

En cambio, entre el indudable espíritu de estas instrucciones y su completa y sincera aplicación es de temer que quepan muchos subterfugios, hasta que los fieles, a fuerza de insistencia, se persuadan de la gravísima responsabilidad que involucran.

Si esta Nota significa algo es que los legisladores católicos no pueden votar leyes inmorales, y que los electores no deben votar a los partidos que las lleven en su programa, ni siquiera en nombre de que votan por otras reivindicaciones legítimas a las que van unidas.

Lo que, además, hace falta concluir es si se debe retirar el apoyo al partido al cual se votó cuando traicionó sus promesas y contribuyó a promulgar tal género de leyes, y si se debe votar a los partidos que, incluso sin haberlas promulgado, se niegan a derogar tales legislaciones tiránicas, estando en su mano.

Opinamos que es clara qué actitud obedece mejor al sentido de la enseñanza vaticana, y que puede cambiar nuestra penosa situación, pero lamentablemente es mal muy extendido entre los conservadores, incluso cristianos, no contemplar la posibilidad de reconquista, y no considerar que con el uso del mismo poder legislativo con que se perpetra el mal se puede invertir de nuevo la situación, incluso retornando exactamente a la situación anterior ¿por qué no?

Como ya hemos dicho, las consecuencias prácticas de esta Nota dependerán de lo mucho o poco que se repita su contenido, se insista en su importancia y se exhorte a su cumplimiento.

Ello no quiere decir que no pueda existir una casuística más compleja, pero la propia Nota nos remite a una anterior orientación concreta de Juan Pablo II: "a propósito del caso en que no fuera posible evitar o abrogar completamente una ley abortista en vigor o que está por ser sometida a votación, que «un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea clara y notoria a todos, pueda lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública»".

Conviene destacar que se impone la condición de que se abrigue la absoluta oposición a todos los grados de dicha inmoralidad –del aborto en este caso-, y que tal oposición de principio sea públicamente patente.

Aun así, no conviene dar el nombre de bien –atenuado como ‘posible’- a lo que es un mal, incluso si es menor que otro muchísimo más grave aún; ni por rigor de lenguaje ni por su efecto pedagógico. Quedarse corto en la abrogación de un mal no es lo mismo que quedarse corto en su promulgación.

Además, el caso contemplado se refiere expresamente sólo a los parlamentarios, pero no a los electores de los mismos.

Si en nombre del mal menor, ahora presentado como bien posible, el cristiano debiera conformarse con el partido menos extremado hoy, ¿cuándo podría dejar de hacerlo? El avance del mal sería más lento aunque continuo (y también sin engendrar resistencias decididas). Y al votar reiteradamente por el partido del mal menor se hace imposible que algún partido del bien se consolide lentamente y menos aparezca pujante (¿con qué votos, si se desvían sistemáticamente al mal menor?).

Y entonces esta instrucción carecería de sentido y no valdría para nada, y, sin embargo, es evidente que conecta por su materia con aquellos "preceptos negativos de la ley natural que obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia", sin excepciones; y si en el orden individual el testimonio de esa infranqueabilidad se sitúa en el martirio, no se entiende por qué en el orden social, por el contrario, un mismo quebrantamiento masivo debería ser preferido al perjuicio social de que el avance del mal corra a cargo de los más extremados mientras se organiza una resistencia enérgica en torno al bien.

El temor a los inconvenientes propios, sin ser martiriales, es el que conduce a imponer al bien posible, implícitamente, la condición de "inmediato", y en cuanto no lo es convierte en bien posible lo que es mal menor.

Auguramos que la virtualidad de las instrucciones de esta Nota traerá de nuevo a discusión con la máxima acuidad la cuestión del mal menor, y lo menos que se habrá de pedir a los que arguyan a favor de la postura posibilista es que, tras aplicar la permisividad al voto a partidos abortistas (o pro ‘matrimonios’ homosexuales) concedan igual tolerancia cuanto menos a los que propongan una postura de bien completo, posible aunque arduo y lento. Donoso sería que el mal menor relativizara todas las resistencias salvo la del repudio a las hipótesis y estrategias malminoristas.

Un propósito mucho más general

Con ser lo anterior importantísimo, hay que destacar, dándole el máximo relieve, que existe en nuestro documento, además de estos preceptos negativos, otro de mucho más alcance, por cuanto, al ser positivo, no tiene topes y admite profusión de formas: la Fe en Jesucristo "exige a los cristianos entregarse con mayor diligencia en la construcción de una cultura que, inspirada en el Evangelio, reproponga el patrimonio de valores y contenidos de la Tradición católica".

Construir una cultura no es tanto llenar una biblioteca de buenas y meditadas palabras, sino erigir un orden social inspirado en el Evangelio que reclame y posibilite la legislación cristiana en todos los órdenes.

En el fondo nos encontramos ante la invitación a retornar a la esencia del pasado orden de Cristiandad, renovado en todo cuanto haga falta: depurada de anteriores defectos, incorporados nuevos elementos, y absolutamente joven en el ímpetu, pero en la esencia un orden que abarque todos los extremos de la vida social (una "cultura") edificado en torno a la preeminencia de las enseñanzas católicas. En este punto, la referencia a la tradición católica, más que a la Tradición inspirada, fuente de la Revelación, ni a las tradiciones eclesiásticas, nos remite a las tradiciones culturales de los laicos católicos en el orden temporal, que proceden fundamentalmente de las épocas de Cristiandad.

¿Qué exhortación podía ser más propia de la fiesta de Cristo Rey que ésta?

La alternativa: el lícito pluralismo político de los católicos

Otra enseñanza positiva de la Iglesia en orden a la política merece, por motivos prácticos, un capítulo aparte.

La Nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe vuelve varias veces sobre el lícito pluralismo político de los cristianos. Además de que era necesario definirlo con justeza para distinguirlo del abusivo pluralismo ético, es una enseñanza muy útil para orientar prácticamente la obra a la que esta Nota nos convoca.

El justo pluralismo consiste en "elegir, entre las opiniones políticas compatibles con la fe y la ley moral natural, aquella que, según el propio criterio, se conforma mejor a las exigencias del bien común".

Su fundamento se encuentra en la naturaleza sumamente concreta del bien común según su contexto. La diversidad de las circunstancias, no de los principios ni de las preferencias, es la raíz del legítimo pluralismo.

Cabe una lícita pluralidad al juzgar la situación concreta, al proponer soluciones para la misma, y también de metodologías o "estrategias para realizar o garantizar un mismo valor sustancial de fondo".

En conclusión, los católicos tenemos libertad de opinión sobre las cuestiones contingentes, y "generalmente puede darse una pluralidad de partidos en los cuales puedan militar los católicos", porque "no es tarea de la Iglesia formular soluciones concretas –y menos todavía soluciones únicas- para cuestiones temporales, que Dios ha dejado al juicio libre y responsable de cada uno".

Oportunidad del pluralismo civil católico

Este legítimo y normal pluralismo, incluso de partidos, que oportunamente se nos recuerda en la Nota, es vital a la hora de plantear bien la tarea de hacer pesar los criterios cristianos en la vida política.

No sólo los católicos pueden tener preferencias políticas concretas, opinables y divergentes, sino que por la naturaleza de las cosas no pueden actuar verdaderamente en política sin tenerlas.

Algunos pensamos que si esta Nota se toma en serio, muy pronto veremos que, frente al consenso políticamente correcto, muchos católicos pueden negarse a votar a todos los partidos del vigente sistema, comprometidos en mayor o menor medida con la misma ‘corrección política’ plagada de inmoralidades intrínsecas, y que, tras una abstención temporal (la permanente es lo contrario de lo que se nos pide) deberán dirigirse a opciones políticas íntegramente católicas, bien hasta ahora marginales o fundadas al efecto.

Muchos católicos, de intensa vida sacramental pero escasa reflexión y experiencia políticas, desearían que la política católica consistiera entonces en hacer valer el peso de la multitud católica detrás de una sola bandera política. El llamamiento a la unidad en torno a lo fundamental se convierte sin quererlo en la imposición de un multitudinario partido católico único (que, además, ha de tender al clericalismo), en lugar de una concertación de partidos católicos.

Sin embargo, como hemos visto, la Iglesia no propone una solución única en el campo social. Puede, además de asentar principios, hacer juicios concretos de una situación en momentos solemnes y por causas muy graves, como llamar a deponer temporalmente las legítimas diferencias de partido (como lo pidió sin éxito al PNV con motivo de la guerra de 1936), pero a nadie se le oculta que un estado de excepción permanente es un abuso, y que, como la vida democrática no consiste en asimilar cada campaña electoral a una guerra decisiva, no es lícito mantener, legislatura tras legislatura, la exigencia de un partido católico único o una candidatura católica única.

Pero además, es que sin opciones políticas concretas entre los católicos, la acción política de éstos pierde todo su mordiente: un partido simplemente católico es un ‘partido de los noes’, limitado a que impedir que haya aborto, ni eutanasia, ni parejas de hecho (¡y tampoco divorcio, que conste!), pero negándose a promover positivamente el bien común arriesgando respaldar medidas concretas discutibles. Las esencias pueden ser abstractas, pero los seres reales no son sino concretos, y por ello diferenciados y múltiples.

Un partido puramente católico sin más, sintético, no sólo priva de un derecho legítimo a los fieles, el de participar en las cuestiones contingentes, sino que se priva del arrastre de orden natural que posee toda propuesta concreta (con las limitaciones inherentes).

Del mismo modo que el matrimonio cristiano es una institución natural elevada a la dignidad de sacramento, la política católica debe ser el resultado de un juicio prudente sobre la sociedad, atenido a las normas del derecho natural y dignificado por la intención de construir toda una cultura inspirada en el Evangelio. E igual que nadie elegiría colegio para sus hijos, ni vivienda, trabajo o esposa, con el solo criterio negativo de que no transgrediera la moral, ni aún limitaría estrictamente su interés a que fueran católicos, tampoco se debe caer en esa trampa espiritualista a la hora de plantear la política congruente con nuestra Fe a la que la Nota nos exhorta.

Por eso la advertencia sobre el lícito pluralismo tiene una profunda virtualidad constructiva.

Los límites de la restauración incoada

Al principio de nuestra glosa indicamos que el pontificado de Juan Pablo II está marcado por grandes hitos de restauración doctrinal. Sin duda que la restauración práctica de esa misma doctrina en el seno de la Iglesia, cuya orientación se marca, es –y ha de ser- mucho más lenta.

De ahí que no nos sorprenda que el magnífico documento que comentamos no proponga las últimas consecuencias de sus afirmaciones. Hoy por hoy se manifiestan ciertas limitaciones al instarnos a la tarea de restauración.

Evitar la descalificación radical

Aunque la remisión en citas a pie de página de la Nota en cuestión abarca todos los grandes documentos pertinentes del ‘corpus leonino’ (de hace ya más de cien años), no se ha querido hacer hincapié en la continuidad entre los adversarios de entonces y el relativismo cultural y el pluralismo ético de hoy. En el fondo, el problema suscitado por las varias especies de liberalismo de entonces encuentra su lógico desarrollo en la amenaza de hoy. Incluso no sólo existe continuidad en las ideas, sino que los actores se reconocen como continuación de aquel liberalismo.

Lo cierto es que la Quanta cura, el Syllabus y la Libertas ya se anticiparon a penetrar y rechazar, en sus principios teóricos y en sus comienzos históricos, el actual relativismo ético respaldado por las leyes. Pero la Iglesia está prefiriendo no remontarse a los orígenes de esta sociedad para intentar la vía de la conciliación en lugar de la confrontación (la cual ya se libró y nos resultó en líneas generales adversa).

Acerca de la situación de la Iglesia en la época liberal emerge, si se profundiza lo suficiente, una notable analogía con la situación en el Imperio Romano.

El Imperio Romano era tolerante hasta el punto de ser asimilador con todas las religiones, y sin embargo practicó contra los cristianos hasta diez persecuciones -según la clasificación tradicional- a lo largo de algo más de doscientos años. Lo llamativo es que las persecuciones, fundadas en la lógica interna del Imperio, que no permitía una autoridad religiosa y moral verdaderamente superior a él, alternaban con periodos de relajación, y aun de simpatías y hasta favor de hecho, cuando se imponía la praxis pluralista a su dogmática; y además las persecuciones difirieron en su duración, extensión, sanguinariedad o carácter sistemático.

Algo parecido ha sucedido en los ya más de doscientos años de regímenes liberales: la tolerancia como principio absoluto, o se destruye a sí misma al otorgarse a los enemigos de su régimen o se impone tiránicamente contra los que tienen un criterio de verdad. Y los regímenes liberales, sin abdicar de sus principios contradictorios, han alternado persecuciones a la Iglesia de distinto género, en varios países y momentos, con épocas de distensión, libertad y aun de acuerdos y favores concretos. Pero, como en el Imperio Romano, mientras el poder no acepte un origen y un límite superior a él mismo, en sus principios estará siempre latente la violación del orden natural y la persecución de los cristianos.

La Iglesia, como siempre, desea evitar la persecución de sus hijos y evitar las confrontaciones imprudentes, pero tampoco debe hacerse ilusiones duraderas mientras subsistan los errores fundamentales.

Pese a ello, la sombra de tales ilusiones se manifiesta en el tono blando con el que las obligaciones morales referentes al voto se requieren de los fieles en esta Nota. Es curioso y deprimente que en castellano el calificativo ‘moral’, al yuxtaponerse al sustantivo ‘deber’, no lo refuerza, sino que lo relega a la esfera de lo deseable pero no exigible.

A la larga, la remisión al pecado y al riesgo del Infierno, tradicional en la pedagogía cristiana y en la del propio Cristo, deberán abrirse paso para que las instrucciones de la Nota que comentamos se apliquen mayoritariamente y surtan su efecto. No hace tantos años, los decretos sobre la excomunión de los afiliados al comunismo y de los que lo favorecieren, así como el decretar la ilicitud de dar el voto a los candidatos que sin ser comunistas se unieran de hecho a éstos –ya en tiempos de Juan XXIII-, fue vital para evitar, a duras penas, que el comunismo llegara a alcanzar el poder en la misma Roma.

Reticencias para con la confesionalidad

Otra limitación, más específica, existe en las páginas de la Nota que comentamos. Es notorio que para referirnos al deber moral "de las sociedades para con la verdadera religión y la única Iglesia de Cristo" (Dignitatis humanae § 1) muchos amigos de Arbil y uno mismo hemos empleado y preferido siempre (y en la línea de muchos otros maestros), el término "confesionalidad católica". En cambio, la Nota emplea la expresión ‘confesional’ (o sus derivadas) hasta tres veces, en un tono de distanciamiento, casi desaprobador.

Por supuesto, la cuestión terminológica no merece mayor detenimiento. En realidad, creemos que ésta es la primera vez que tal expresión aparece en documentos relevantes vaticanos, sean o no pontificios, y es bastante comprensible que se emplee de acuerdo al uso mayoritario en nuestro tiempo, predispuesto por confusiones y prejuicios contra la expresión ‘confesionalidad’ sin ahondar en su noción.

Además, ciertamente es muy conveniente subrayar que las "exigencias éticas fundamentales para el bien común de la sociedad" no son propiamente "«valores confesionales»", sino que pertenecen a la ley moral natural, por lo que de suyo no es necesario en quien las defiende una profesión de fe cristiana, "si bien la doctrina de la Iglesia las confirma y tutela siempre y en todas partes". "El hecho de que algunas de estas verdades [todas] también sean enseñadas por la Iglesia, no disminuye la legitimidad civil y la «laicidad» del compromiso de quienes se identifican con ellas".

Verdad esta que en la vida cotidiana ha de acompañarse, eso sí, con la constatación de los abundantes obstáculos, cuando no la oposición frontal, que la noción de derecho natural y sus contenidos encuentran, más que en las conciencias individuales -donde siempre permanecerá por amortiguada que esté-, en las corrientes organizadas de pensamiento. Sin la norma negativa y positiva del Magisterio de la Iglesia, el conocimiento perfecto del derecho natural naufraga con excesiva frecuencia en nuestro estado de naturaleza caída.

En la práctica, el conjunto de estos valores en su integridad no se encuentra apenas, sino bajo la tutela ‘confesional’, y si algo encuentra oposición en nuestro mundo, precisamente, es la función de la Iglesia como Maestra segura de las verdades naturales, cualidad cuya afirmación absoluta, a la postre, no podrá rehuirse.

Y tampoco debe esconderse excesivamente esta función de padrinazgo cristiano del derecho natural por causa de la Gloria de Dios: está escrito "ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios" (I Cor 10,31); y también "brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos" (Mt 5,16). Siendo de derecho natural las verdades fundamentales de la vida social, es sin embargo muy conveniente que reluzca la religión de Cristo como la única que las custodia todas sin desfallecimiento.

En otro pasaje de la Nota la "«confesionalidad»" figura emparejada –aunque no identificada- con la "intolerancia religiosa". Hace bien la Iglesia en desmarcarse lo más posible de ésta, tanto por ser esa la verdad católica, cuanto por tranquilizar a los occidentales secularizados y censurar, global y preventivamente, las intolerancias musulmanas (y recientemente también hinduistas), únicas hoy realmente existentes. Lo cual no debe inducir a la confusión de pensar que toda confesionalidad religiosa es incompatible con la libertad religiosa, puesto que el Concilio Vaticano II al reclamar ésta expresamente en el caso de que el ordenamiento jurídico confiera un especial reconocimiento a una religión, las juzgó implícitamente compatibles, al menos desde la óptica de la verdadera religión (Víd. Dignitatis humanae § 6,3).

Del mismo modo, para el católico –y puede que sólo por él- son bien conocidas las enseñanzas y las advertencias contra toda confusión entre la esfera religiosa y la esfera política, así como la proscripción de las discriminaciones entre ciudadanos por motivos religiosos. En verdad, "todos los fieles son bien conscientes de que los actos específicamente religiosos […] quedan fuera de la competencia del Estado, el cual no debe entrometerse ni para exigirlos o para impedirlos, salvo por razones de orden público" (¡límite no poco importante!). Pero los fieles también perciben que en este párrafo no hay referencia sino a las limitaciones negativas, omitiéndose para el caso el favorecimiento y fomento positivos de la religión por parte del poder civil, que también forma parte reiterada de la enseñanza conciliar (Víd. Dignitatis humanae §§ 3 y 6; Apostolicam actuositatem §§ 7, 13 y 14; Lumen gentium § 36 y Gaudium et spes § 40).

En cualquier caso, terminología aparte, la Iglesia enseña que ninguna sociedad puede dejar de confesar expresa o implícitamente una jerarquía de valores, religiosa o no, y que cuando esta no es cristiana la tiranía acecha (Víd. Catecismo de la Iglesia Católica §§ 2244 y 2257).

Silenciamiento de los deberes máximos

Ahora bien, el documento que comentamos, en su deseo de desmarcarse de actitudes parejas a las del fundamentalismo islámico se excede en alguna expresión: "la laicidad, entendida como autonomía de la esfera civil y política de la esfera religiosa y eclesiástica –nunca de la esfera moral–, es un valor adquirido y reconocido por la Iglesia".

La autonomía de la esfera civil respecto de la eclesiástica, principio básico del orden cristiano, que se contempla regido por dos potestades, puede admitir excepciones si se consideran como tales la reserva de la Iglesia de efectuar una ‘denuncia profética’ de una situación determinada. Desde luego, en todo caso es equívoco pensar en una independencia de ninguna esfera, ni siquiera la civil y política, de Dios y de los deberes de religión para con Él, puesto que el deber de dar culto a Dios forma parte de la esfera moral, y de la moral natural. Y la posible confusión la deshace el documento al remitirnos a las encíclicas Immortale Dei (por dos veces) y Quas primas, centradas ambas en el deber social de dar culto público a Dios.

Del mismo modo que, frente a una lectura reduccionista de la afirmación de la Congregación "Son particularmente delicadas las situaciones en las que una norma específicamente religiosa se convierte o tiende a convertirse en ley del Estado", que indujera a la absoluta separación de lo religioso y cristiano de lo civil, nos basta recordar, sin ir más lejos, dos actitudes del propio Juan Pablo II:

--- su insistencia para que en la futura constitución europea (sea cual fuere su nombre) se haga mención de Dios o al menos de la religión (mención, evidentemente, en el sentido de invocación o de respetuoso reconocimiento, y no como quien se refiere a un hecho real pero anodino o ‘mienta’ –ofensivamente- a la familia ajena);

--- y el modo en que una carta apostólica ex profeso –Dies Domini (1998)- encomiaba el reconocimiento civil del descanso dominical (y nótese que la existencia de tal descanso, que sea cada siete días, y precisamente en domingo, no son sino consecuencias del deber religioso cristiano), como un valor que la Iglesia no podía abandonar y los cristianos debían procurar preservar (§§ 4, 64 y 67).

Claramente, hay afirmaciones religiosas y normas cristianas que se desea sigan siendo asumidas por la ley civil.

Una predicación que reiterar

Con todo, las anteriores no son sino precisiones más especializadas.

Lo más importante, con mucho, es que en la Fiesta de Cristo Rey de 2002 se nos han dado a los católicos unas instrucciones clarificadoras que implican, sobre todo, una exhortación.

Es hora de que la población católica posea el peso social y político que le corresponde, al menos, por su número (cualidades aparte).

De la difusión de este documento, de su reiterado recuerdo y de la exigencia de su cumplimiento, así como de sus primeras aplicaciones inmediatas (rápidamente emuladas), depende que el rumbo de nuestra sociedad hacia el precipicio de la cultura de la muerte se invierta, y se oriente a la civilización de la verdad y el amor, también socialmente, de modo que el bien de las personas y familias, en vez de dificultado o destruido, se vea facilitado y promovido desde las instituciones sociales, como corresponde a la recta naturaleza de éstas.

Esperamos que el incipiente siglo asista a la proclamación de verdaderas cartas magnas del orden social cristiano, pero sin duda que esta Nota ocupará el lugar de su primer manifiesto.

Y recordemos: a todos nos incumbe que los límites del justo voto frente al falso pluralismo sean bien conocidos por todos nuestros hermanos en la Fe.

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Luis María Sandoval

 


Revista Arbil nº 66

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